"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de marzo de 2024

PASCUA DOMINGO DE RESURRECCIÓN

 



Evangelio (Jn 20, 1-9)


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:


—Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.


Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos.


PARA TU RATO DE ORACION 


AMANECE en Jerusalén. La oscuridad llenaba todo hasta que el sol empezó a iluminar las murallas, el Templo, las torres de la fortaleza... María Magdalena y otras mujeres caminan hacia el noroeste de la ciudad, hacia donde está el Calvario. Las calles están vacías. Ellas tienen la impresión de que la muerte de Jesús ha oscurecido la tierra para siempre: el sol ya no brillará como cuando su maestro estaba con ellas. Sin embargo, no les importa la falta de luz, ni la guardia apostada allí por el sanedrín, ni que Cristo lleve ya tres días muerto. No saben quién les quitará la piedra que cierra el sepulcro, pero no están dispuestas a quedarse en casa. Vuelven a pasar por los lugares por los que caminó Jesús; sus corazones se estremecen de nuevo, pero no ceden ante el miedo.

«A mí me conmueve la fe de estas mujeres –decía san Josemaría–, y me trae a la memoria tantas cosas buenas de mi madre, como vosotros recordaréis también muchos detalles estupendos de la vuestra (...). Aquellas mujeres sabían de los soldados, sabían que el sepulcro estaba completamente cerrado: pero gastan su dinero, y al punto de la mañana van a ungir el cuerpo del Señor (...). ¡Hace falta ser valientes! (...). Cuando llegaron al sepulcro, repararon que la piedra estaba apartada. Esto pasa siempre. Cuando nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer, las dificultades se superan fácilmente»[1].

Les pedimos a ellas ese amor a Jesús, más fuerte que el tremendo sufrimiento de la Pasión. En el corazón de aquellas mujeres, la hoguera que encendió el mismo Cristo no se había apagado del todo. Han madrugado y no ha sido en vano. Dios no puede resistirse a un amor así y les entrega la mejor noticia, la página definitiva en la que tienen cumplimiento todas las profecías: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz»[2].


CORREN ALEGRES, aunque todavía un poco confusas, hasta el Cenáculo para anunciar a los apóstoles lo que han visto. A ellos les parece una locura lo que escuchan de labios de estas mujeres que llegan jadeantes por la carrera. Sus palabras están mezcladas con lágrimas y manifestaciones de alegría por la tensión del momento. Pedro y Juan quieren conocer todo lo referente a su maestro, aunque quizá no estén convencidos de lo que escuchan, así que salen a la carrera: «Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro» (Jn 12,4). Nosotros queremos correr con ellos y ganar incluso a Juan. ¿Y si fuera verdad lo que dicen las mujeres? ¿Y si Jesús ha cumplido lo que había prometido? Al cruzar las calles, mientras el día se abre paso, va creciendo la esperanza en los corazones de estos dos apóstoles.

Podemos fijar nuestra mirada, por un momento, en san Pedro, que «no se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. (...). Este fue el comienzo de la “resurrección” de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla»[3].

Aunque, como Pedro, alguna vez hayamos negado a Jesús, también como Pedro queremos volver a estar cerca de Él: «Es el momento de renovarse, hijos míos –decía san Josemaría–; la santidad es esto: cada día renacer, cada día recomenzar. No os preocupen vuestros errores, si tenéis la buena voluntad de empezar de nuevo (...). Esos obstáculos que surgen en tu carrera, ponlos a los pies de Jesucristo, para que Él quede bien alto, para que triunfe: y tú, con Él. No te preocupes nunca, rectifica, vuelve a empezar, prueba una y otra vez, que al final, si tú no puedes, el Señor te ayudará a saltar el parapeto; el parapeto de la santidad. Este es también un modo de renovarse, es un modo de vencerse: cada día una resurrección, que sea la seguridad de que llegamos al fin de nuestro camino, que es el amor»[4].


MARÍA, la madre de Jesús, no ha ido esta mañana al sepulcro. Se ha quedado en casa y quizá sonríe por dentro. Nadie, salvo ella, ha logrado

aceptar realmente el plan de Dios Padre; los demás «no entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos» (Jn 12,10). María estaba acostumbrada a guardar las palabras de Jesús en su corazón: desde aquel viernes de dolor, ella había tratado de concentrarse en las maravillas que Jesús había dicho y hecho. Vendrían posiblemente a su corazón aquellas palabras misteriosas hablando de la resurrección al tercer día. A ella, ya nada de su Hijo le sorprendía.


Para nosotros, a más de dos mil años de los sucesos que estamos contemplando, el Viernes Santo y la Resurrección de Jesús siguen dando fuerza y sentido a nuestra vida. Por eso, «las cosas todas de la tierra tienen la importancia que les queramos dar. Todo lo que pase aquí abajo, si estamos endiosados, no nos turbará. Cuando, a causa de nuestra flaqueza y de nuestros errores, damos categoría a esas pequeñeces y sufrimos, es porque queremos. Pegados al Señor, estamos seguros. Unidos a la Cruz de Cristo, a la gloria de la Resurrección y al fuego de Pentecostés, todo se supera»[5].


A san Josemaría le gustaba saberse muy cerca de la Virgen, especialmente durante la alegría pascual, «siempre seguros en la victoria de la Resurrección»[6]. Al rezar el Regina Coeli podremos arrancar muchas sonrisas de nuestra Madre, santamente orgullosa de sus hijos recién nacidos, renovados por la Pascua. «Gózate, Virgen María», le diremos, con la ilusión de unirnos a ese gozo, sabiendo que Jesús se ha quedado con nosotros para siempre.

30 de marzo de 2024

SÁBADO SANTO



HOY NO HAY EVANGELIO


Es el único día que en la Iglesia Católica no se celebra la Santa Misa. Jesús está en el sepulcro 


PARA TU RATO DE ORACION 



PUEDE SUCEDERNOS que el Sábado Santo sea «el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo»[1]. Para que esto no nos ocurra, podemos fijarnos en las mujeres que acompañaron a la Virgen en todo momento. «Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura. Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. (...) Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del “primer día de la semana”, día que cambiaría la historia»[2].


Jesucristo yace hoy en el sepulcro. Manos amigas lo han colocado con cariño en aquel lugar, propiedad de José de Arimatea, cercano al Calvario. ¿Dónde están los apóstoles? Nada nos dicen los evangelios, pero tal vez al atardecer de aquel sábado fueron llegando uno a uno hasta el Cenáculo, donde días atrás se habían congregado con el Maestro. ¡Cuánto desánimo en sus conversaciones! Habían traicionado a Jesús. Hasta tal punto debió de llegar el desaliento que no faltó tal vez la idea de abandonarlo todo y volver a las cosas de antes, como si los últimos tres años hubieran sido tan solo un sueño. Sin embargo, «en el silencio que envuelve el Sábado Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba del triunfo del amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el desplome de todo»[3].


HAY ALGO diferente en las santas mujeres: han sido fieles hasta el último momento. Observaron atentamente cómo quedaba todo para, después del reposo del sábado, poder volver y terminar de embalsamar a Jesús. Es explicable el desaliento de unos y otros: todavía no eran testigos, ni los apóstoles ni ellas, de la resurrección de Cristo. A pesar de todo, no quieren dejar de prestar ese servicio. Su cariño es más fuerte que la muerte. Por otro lado, también nos gustaría ser tan valientes como José de Arimatea y como Nicodemo, que «en la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio... entonces dan la cara (...). Yo subiré con ellos –decía san Josemaría– al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor... lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones... lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar»[4]. Cuando casi nadie espera nada de Cristo, todos estos personajes de la Escritura no se encogen de hombros. No tienen nada que ganar, pueden perderlo todo, pero igualmente quieren ofrecer a Jesús su cariño.


Por otro lado, el Sábado Santo no pudo ser para la Virgen un día triste, aunque sí doloroso. La fe, la esperanza, y el amor más tierno por su divino Hijo le darían paz, le harían aguardar con un ansia serena la resurrección. Recordaría, entre tanto, las últimas palabras de Jesús: «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19,26); empezaría ya a ejercer su maternidad con aquellos hombres y aquellas mujeres que habían seguido a Cristo desde los primeros tiempos. María trataría de reanimar la fe y la esperanza de los apóstoles, recordándoles las palabras que poco tiempo atrás habían oído de labios del Señor: «Se burlarán de Él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará» (Mc 10,34). Bien claro había hablado el Señor para que, cuando llegasen los momentos de dificultad, supiesen agarrarse con fe a su palabra. Junto al recuerdo doloroso de los sufrimientos padecidos por Jesucristo, un alivio grande se apoderaría de su corazón de Madre al pensar que ya había pasado todo: «Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado»[5].


JUNTO A LA VIRGEN, a la luz de su esperanza, se encenderían los corazones de cada uno. «¿Y si todo aquello fuese cierto?», pensaban, quizás, los apóstoles. «¿Y si de verdad resucitase Jesucristo, como había prometido?». Como en otros tiempos habían estado todos juntos alrededor del Hijo, ahora les gustaría estar cerca de la Madre. Seguramente María envió a unos y otros a buscar a los que quizá no habían aparecido al principio. Es posible que Ella esperara encontrar a Tomás para consolar su corazón atemorizado. En el momento de la prueba supieron acudir a María, y «con Ella, ¡qué fácil!»[6].


Queremos apoyar nuestra fe en la suya: sobre todo cuando las cosas cuestan, cuando llegan las dificultades y los momentos de oscuridad. San Bernardo lo tenía bien experimentado: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María»[7]. Dios quiere que Ella sea para nosotros abogada, madre, camino seguro para encontrar otra vez la luz en los momentos de oscuridad.


Quien acude a la poderosa intercesión de santa María sabe que jamás se ha oído decir que, quienes en la Virgen confiaron, hayan quedado desamparados, por más que el momento fuese duro y grande la confusión de su alma. Podemos decirle a Jesús: «A pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes»[8]. Junto a María, madre de la esperanza, volverá a crecer nuestra fe en los méritos de su hijo Jesús.


29 de marzo de 2024

VIERNES SANTO


Hoy en los Oficios de VIERNES SANTO se lee la pasión de Jesús que puedes leer en este link


https://infovaticana.com/2014/04/18/pasion-de-nuestro-senor-jesucristo-segun-san-juan/


Como Evangelio te dejamos las 7 palabras de Cristo en la Cruz.


Evangelio


1. Lc 23,33: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.”

2. Lc 23, 43: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

3. Jn 19,26-27: “ Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:  – Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: – Aquí tienes a tu madre.”

4. Mt 27,46: “Hacia la hora nona Jesús clamó con fuerte voz: – Elí, Elí, ¿lemá sabacthaní? – es decir, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

5. Jn 19,28: “Tengo sed”.

6. Jn 19,30: “Todo está consumado.”

7. Lc 23,46. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.


PARA TU RATO DE ORACION 


«DIOS MÍO, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46). «Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, por todos nosotros, lo ha hecho para decirnos: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado”»[1]. A Cristo, sobre todo, le aflige el sufrimiento que, fruto del pecado, experimentamos los hombres y mujeres de todas las épocas: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28).

No hay dolor que haga desistir a Cristo de su propósito de salvarnos. «Sus brazos clavados se abren para cada ser humano y nos invitan a acercarnos a Él con la seguridad de que nos va a acoger y estrechar en un abrazo de infinita ternura»[2]. La liturgia del Viernes Santo arranca con el sacerdote postrado en tierra. Es la postura en la que se encontraba Jesús en el Huerto de los Olivos. Se le venían encima todos los pecados de los hombres, todos sus dolores y su soledad, los nuestros también, así que se dirige a Dios Padre para conseguir de Él la fuerza para afrontar ese paso decisivo.

Jesús ha venido a la tierra para reparar el mal que nos hemos infligido a nosotros mismos y a los demás. Quiere devolvernos la libertad y la alegría. Su ilusión por nosotros no conoce límites, así que su «yugo es suave y su carga ligera» (Mt 11,30). Nuestros pecados no tienen la última palabra si dejamos hablar a Jesús, si le dejamos decir que nos ama y que no nos reprocha tanto sufrimiento. Hoy recordamos que «Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre»[3].


UNO DE LOS MOTIVOS del pecado es percibir, falsamente, que la voluntad de Dios es un riesgo para nuestra libertad. Le sucedió, por ejemplo, a Adán, nuestro primer padre. Sin embargo, la voluntad de Dios es que seamos felices, que nos dejemos querer por Él. «Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente “como Dios”, no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de Él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este “sí” a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres»[4].

¡Cuánto queremos agradecer al Señor su sacrificio, voluntariamente aceptado, para librarnos de la muerte! Jesucristo entra en agonía y llega a derramar sudor de sangre; pero la confianza en su Padre no desfallece, hace oración una y otra vez. «Se acerca a nosotros, que dormimos: levantaos, orad –nos repite–, para que no caigáis en la tentación»[5]. Horas después, la furia de los pecados de la humanidad entera descarga sus golpes sobre el cuerpo inocente de Jesucristo. La ingratitud de nuestros corazones rodea al Señor en su soledad. «Tú y yo no podemos hablar. –No hacen falta palabras. –Míralo, míralo... despacio»[6].

«A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por Él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva»[7].


LAS LLAGAS del Señor, por las que fluyó a raudales su sangre preciosísima, serán refugio sereno para nuestras heridas. En las llagas de Cristo estamos más seguros. Empapados en su sangre redentora, embriagados de Dios, nada hemos de temer. «Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus llagas (...). Necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas santísimas heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura, se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo»[8].

Y en esa contemplación, es fácil saborear la recia ternura con que canta hoy la Iglesia: «Dulce leño, dulces clavos, que sostienen tan dulce peso»[9]. Es «el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia Él, para llevarnos hasta Él»[10]. Esta es la verdad del Viernes Santo: en la cruz, Cristo, nuestro redentor, nos devolvió la dignidad que nos pertenece. Se afianzan nuestros deseos de clavarnos en la cruz gustosamente, de asociarnos a su redención, haciendo que nuestra debilidad sea lavada con la sangre que brota del cuerpo de Jesús.

Al terminar este rato de oración, nuestra mirada se dirige al pie de la cruz, donde se halla la madre dolorosa acompañada de unas cuantas mujeres y de un adolescente. Quienes han pasado por ese trance saben que no hay dolor comparable. Cristo, en aquellos momentos, la necesitaba junto a Él y nosotros la necesitamos todavía más.

28 de marzo de 2024

JUEVES SANTO

 


Evangelio (Jn 13,1-15)

La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura.

Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:

— Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?

— Lo que yo hago no lo entiendes ahora -respondió Jesús-. Lo comprenderás después.

Le dijo Pedro:

— No me lavarás los pies jamás.

— Si no te lavo, no tendrás parte conmigo -le respondió Jesús.

Simón Pedro le replicó:

— Entonces, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.

Jesús le dijo:

— El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos -como sabía quién le iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».

Después de lavarles los pies se puso el manto, se recostó a la mesa de nuevo y les dijo:

— ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros.


PARA TU RATO DE ORACION 


Para vivir bien este día medita en este rato de oración sobre la liturgia de los Oficios de Jueves Santo


La Iglesia despliega en estos días su sabiduría maternal para meternos en los momentos decisivos de nuestra redención: a poco que no ofrezcamos resistencia, nos vemos arrastrados por el recogimiento con que la liturgia de la Semana Santa nos introduce en la Pasión; la unción con la que nos mueve a velar junto al Señor; el estallido de gozo que mana de la Vigilia de la Resurrección. Muchos de los ritos que vivimos estos días echan sus raíces en muy antiguas tradiciones; su fuerza está aquilatada por la piedad de los cristianos y por la fe de los santos de dos milenios.


El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor. El Jueves Santo se encuentra entre la Cuaresma que termina y el Triduo que comienza. El hilo conductor de toda la celebración de este día, la luz que lo envuelve todo, es el Misterio pascual de Cristo, el corazón mismo del acontecimiento que se actualiza en los signos sacramentales.


La acción sagrada se centra en aquella Cena en que Jesús, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su amor, el Sacrificio de la Alianza eterna[8].


UNA ANTIGUA TRADICIÓN RESERVA PARA EL VIERNES SANTO LA PROCLAMACIÓN DE LA PASIÓN SEGÚN SAN JUAN, EN LA QUE SE ALZA LA IMPRESIONANTE MAJESTAD DE CRISTO QUE «SE ENTREGA A LA MUERTE CON LA PLENA LIBERTAD DEL AMOR» (SAN JOSEMARÍA)

«Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz»[9]. La liturgia nos introduce de un modo vivo y actual en ese misterio de la entrega de Jesús por nuestra salvación. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente»[10]. El fiat del Señor que da origen a nuestra salvación se hace presente en la celebración de la Iglesia; por eso la Colecta no vacila en incluirnos, en presente, en la Última Cena: «Sacratissimam, Deus, frequentantibus Cenam…», dice el latín, con su habitual capacidad de síntesis; «nos has convocado hoy para celebrar aquella misma memorable Cena»[11].


Este es «el día santo en que nuestro Señor Jesucristo fue entregado por nosotros»[12]. Las palabras de Jesús, «me voy, y vuelvo a vosotros y os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros»[13] nos introducen en el misterioso vaivén entre ausencia y presencia del Señor que preside todo el Triduo pascual y, desde él, toda la vida de la Iglesia. Por eso, ni el Jueves Santo, ni los días que lo siguen, son sin más jornadas de tristeza o de luto: ver así el Triduo sacro equivaldría a retroceder a la situación de los discípulos, anterior a la Resurrección. «La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas»[14]. Para perpetuar en el mundo este cariño infinito que se concentra en su Pascua, en su tránsito de este mundo al Padre, Jesús se nos entrega del todo, con su Cuerpo y su Sangre, en un nuevo memorial: el pan y el vino, que se convierten en «pan de vida» y «bebida de salvación»[15]. El Señor ordena que, en adelante, se haga lo mismo que acaba de hacer, en conmemoración suya[16], y nace así la Pascua de la Iglesia, la Eucaristía.


Hay dos momentos de la celebración que resultan muy elocuentes, si los vemos en su mutua relación: el lavatorio de los pies y la reserva del Santísimo Sacramento. El lavatorio de los pies a los Doce anuncia, pocas horas antes de la crucifixión, el amor más grande: «el de dar uno la vida por sus amigos»[17]. La liturgia revive este gesto, que desarmó a los apóstoles, en la proclamación del Evangelio y en la posibilidad de realizar la ablución de los pies de algunos fieles. Al concluir la Misa, la procesión para la reserva del Santísimo Sacramento y la adoración de los fieles revela la respuesta amorosa de la Iglesia a aquel inclinarse humilde del Señor sobre los pies de los Apóstoles. Ese tiempo de oración silenciosa, que se adentra en la noche, invita a rememorar la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo[18]

27 de marzo de 2024

MIERCOLES SANTO

 



Evangelio (Mt 26,14-25)


Entonces, uno de los doce, el que se llamaba Judas Iscariote, fue donde los príncipes de los sacerdotes a decirles: —¿Qué me queréis dar a cambio de que os lo entregue? Ellos le ofrecieron treinta monedas de plata. Desde entonces buscaba la ocasión propicia para entregárselo.


El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron:

—¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?


Jesús respondió:

—Id a la ciudad, a casa de tal persona, y comunicadle: «El Maestro dice: “Mi tiempo está cerca; voy a celebrar en tu casa la Pascua con mis discípulos”».


Los discípulos lo hicieron tal y como les había mandado Jesús, y prepararon la Pascua. Al anochecer se recostó a la mesa con los doce. Y cuando estaban cenando, dijo:

—En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar. Y, muy entristecidos, comenzaron a decirle cada uno:

—¿Acaso soy yo, Señor?


Pero él respondió:

—El que moja la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar. Ciertamente el Hijo del Hombre se va, según está escrito sobre él; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido.


Tomando la palabra Judas, el que iba a entregarlo, dijo:

—¿Acaso soy yo, Rabbí? —Tú lo has dicho —le respondió.



PARA TU RATO DE ORACION 


«UNO DE LOS doce, el que se llamaba Judas Iscariote, fue donde los príncipes de los sacerdotes a decirles: ¿Qué me queréis dar a cambio de que os lo entregue? Ellos le ofrecieron treinta monedas de plata. Desde entonces buscaba la ocasión propicia para entregárselo» (Mt 16, 14-16). Tradicionalmente, el miércoles santo la Iglesia recuerda la traición de Judas. ¡Qué lejanos quedan en el alma de este apóstol, que se apresta a traicionar a Jesús, los primeros encuentros con quien había considerado el Mesías! También Judas Iscariote había sido elegido personalmente por Cristo. Podía haber sido tan feliz como los demás, junto a Jesús, y haberse convertido en una de las columnas de la Iglesia. Sin embargo, opta por vender, a precio de esclavo, a quien todo le daba. Y Dios ha querido que la Sagrada Escritura no silenciara esta realidad.


El trágico desenlace tiene lugar en la Última Cena, cuando Jesús se ve asaltado por la angustia de la cercana pasión y el desgarrón del abandono de las personas amadas. «Cuando estaban cenando, dijo: En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar» (Mt 16,21). Los otros once apóstoles, con la experiencia de su rudeza y una gran confianza en las palabras de Cristo, exclaman sorprendidos: «¿Acaso soy yo, Señor? Pero él respondió: –El que moja la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar. Ciertamente el Hijo del Hombre se va, según está escrito sobre él; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido. Tomando la palabra Judas, el que iba a entregarlo, dijo: –¿Acaso soy yo, Rabbí? –Tú lo has dicho –le respondió» (Mt 16, 22-25).


No sabemos si Judas miró alguna otra vez a los ojos a Jesús. En ellos habría descubierto que no existía rencor ni enfado. Cristo, su amigo, seguía mirándole con la misma ilusión con que lo había llamado unos años antes para que fuera apóstol, para que estuviera con él. «¿Qué podemos hacer ante un Dios que nos sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa. Estamos en el mundo para amarlo a él y a los demás. El resto pasa, el amor permanece»[1].


LA TRAICIÓN de Judas no fue, sin embargo, locura de un instante, sino que probablemente fue consecuencia de una secuela de desamores. En el evangelio según san Juan encontramos un episodio significativo: las críticas, pocos días antes de la Pascua, por el derroche de María de Betania al ungir con perfume a Jesús. Judas se atreve a criticar indirectamente, con una razón altruista, el comportamiento de esa mujer, pero «esto lo dijo –nos lo señala la Escritura– no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella» (Jn 12,6).


Sin embargo, ni esa ofensa, ni ninguna debilidad, son lo suficientemente fuertes como para vencer el pulso a un Dios que llama a cada persona constantemente y que siempre espera nuestro regreso. San Josemaría veía en esa manera de ser de Dios, tan llena de misericordia, nuestra verdadera armadura: «Todos tenemos miserias. Pero las miserias nuestras no nos deberán llevar nunca a desentendernos de la llamada de Dios, sino a acogernos a esa llamada, a meternos dentro de esa bondad divina, como los guerreros antiguos se metían dentro de su armadura»[2].


San Agustín nos recomienda una actitud humilde, de constante petición de frente al Señor, como la mejor manera de encarar esta fragilidad nuestra; refiriéndose concretamente a Judas Iscariote, dice: «Si hubiese orado en nombre de Cristo, habría pedido perdón; si hubiera pedido perdón, habría tenido esperanza; si hubiera tenido esperanza, habría esperado misericordia»[3] y no habría terminado como señala la Escritura (cfr. Mt 27,5). El Señor no quería la perdición de Judas, como no quiere la de nadie. Hasta en el mismo prendimiento trata de hacerle recapacitar, llamándole «amigo» y aceptando el beso del discípulo. Quizá Cristo, incluso estando ya en la cruz, esperaba la vuelta de su apóstol para perdonarlo, como lo hizo con el ladrón arrepentido.


TAMBIÉN PEDRO, en aquella noche de traiciones, niega al Señor tres veces. El que sería fundamento de la Iglesia lloró su pecado con lágrimas de amor; a Judas, por su parte, le faltó la humildad de volver a su Señor para reconocer su pecado. Pedro mantuvo firme la esperanza, mientras que el Iscariote la perdió, no confió en la misericordia del Señor.


Comentando este pasaje del evangelio, decía san Josemaría: «¡Mirad si es grande la virtud de la esperanza! Judas reconoció la santidad de Cristo, estaba arrepentido del crimen que había cometido, tanto que cogió el dinero, precio de su traición, y lo arrojó a la cara de quienes se lo dieron como premio a su traición. Pero... le faltó la esperanza, que es la virtud necesaria para volver a Dios. Si hubiera tenido esperanza, podría haber sido aún un gran apóstol. De todas maneras no sabemos qué pasó en el corazón de aquel hombre, ni si respondió a la gracia de Dios, en el último momento. Solo el Señor sabe lo que sucedió en aquel corazón, en sus últimos instantes. De modo que no desconfiéis nunca, no os desesperéis nunca, aunque hayáis hecho la tontería más grande. No hay más que hablar, arrepentirse, dejarse llevar de la mano, y todo se arregla»[4].


Es algo que podemos aprender del evangelio de hoy: por grandes que sean nuestras ofensas, mayor es siempre la misericordia de Dios. Todo tiene remedio si volvemos al Señor y abrimos el corazón a la gracia para que Cristo pueda sanar nuestras heridas. «El miedo y la vergüenza, que no nos dejan ser sinceros, son los enemigos más grandes de la perseverancia. Somos de barro; pero, si hablamos, el barro adquiere la fortaleza del bronce»[5]. Esa fuerza es la que alcanzó la humildad de san Pedro, roca de la Iglesia; y es la que le pedimos a Jesús a través de María, su madre, y también madre nuestra.


26 de marzo de 2024

MARTES SANTO

 




Evangelio (Jn 13,21-33.36-38)


Cuando dijo esto Jesús se conmovió en su espíritu, y declaró:


—En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar.


Los discípulos se miraban unos a otros sin saber a quién se refería. Estaba recostado en el pecho de Jesús uno de los discípulos, el que Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le dijo:


—Pregúntale quién es ése del que habla.


Él, que estaba recostado sobre el pecho de Jesús, le dice:


—Señor, ¿quién es?


Jesús le responde:


—Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar.


Y después de mojar el bocado, se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Y Jesús le dijo:


—Lo que vas a hacer, hazlo pronto.


Pero ninguno de los que estaban a la mesa entendió con qué fin le dijo esto, pues algunos pensaban que, como Judas tenía la bolsa, Jesús le decía: «Compra lo que necesitamos para la fiesta», o «da algo a los pobres». Aquél, después de tomar el bocado, salió enseguida. Era de noche.


Cuando salió, dijo Jesús:


—Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará.


Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y como les dije a los judíos: «Adonde yo voy, vosotros no podéis venir», lo mismo os digo ahora a vosotros.


Le dijo Simón Pedro:


—Señor, ¿adónde vas?


Jesús respondió:


—Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde.


Pedro le dijo:


—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti.


Respondió Jesús:


—¿Tú darás la vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces.



PARA TU RATO DE ORACION 


«¿TÚ DARÁS LA vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces» (Jn 13,38). El evangelio de la Misa de hoy nos narra el anuncio de las negaciones de san Pedro. En el clima íntimo de la Última Cena, este apóstol se sorprende de que Jesús le adelante su traición. No sale de su asombro. No comprende cómo eso podría suceder. Pedro desea ser fiel hasta la muerte, no quiere que su maestro sea entregado a sus enemigos para ser crucificado. Ya fue reprendido por esa confusión, pero sigue sin poder aceptar ese aparente fracaso. La liturgia nos recuerda que «se acercan los días de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos se actualiza su triunfo sobre la soberbia del antiguo enemigo y celebramos el misterio de nuestra redención»[1].


A su modo, san Pedro piensa que está dispuesto a dar la vida por el Señor. De hecho, sacará la espada en el momento del prendimiento de Jesús y se enfrentará a todo un pelotón que viene armado para apresar a su Señor. No le falta valentía ni aprecio por Jesús. Sin embargo, la realidad va a demostrarle que no basta con estas cualidades. Pedro necesita todavía la humildad que proviene del conocimiento propio y, sobre todo, del conocimiento de Dios. Jesús no deja de formar a san Pedro hasta el último instante. Estas lecciones son las más importantes de su vida: Pedro no va a ser roca por su fortaleza sino por la humildad ganada a base de conocer a Jesús en profundidad. Es preciso que, experimentando la insuficiencia de sus fuerzas, comprenda que es Dios quien le va a sostener.


EL ANUNCIO DE la traición de Pedro aparece en el evangelio de hoy junto con el anuncio de la traición de Judas y nos sirve para notar la gran diferencia entre ambas. Pedro puso su debilidad en manos de Jesús; apartó la vista de sus errores y de sus fuerzas y aprendió a confiar en la bondad de Dios, en sus planes divinos, en sus modos de hacer. Pedro no estaba engañando a Jesús cuando le decía que iba a ser fiel hasta la muerte. Lo que sucedía es que confiaba casi exclusivamente en sus fuerzas: él se veía capaz. Judas, por su parte, no reconoció en ningún momento ante Jesús su traición; siempre trató de guardar las apariencias. A Pedro, al menos cuando estaba con Cristo, las apariencias no le importaban, aunque sí que sucumbió a ellas cuando fue interrogado por una criada en la casa del Sumo Sacerdote.


Para prevenir su desconcierto, podrían haberle servido al pescador de Cafarnaún aquellas palabras de Agustín: «Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia»[2]. San Pedro pensaba que su amor a Jesús era ya grande, suficiente para soportar cualquier prueba. Le fue más fácil permanecer fiel ante los soldados que ante un enemigo en apariencia más frágil. La criada acabó con la confianza de Pedro en sí mismo. Era necesaria esa liberación: Pedro descubrió así el camino de su propio abajamiento para poder seguir a Cristo. Liberado de sus fuerzas y de sus deseos, fue capaz de adaptarse a los planes de Dios y ser fiel.


San Bernardo, en este sentido, nos recuerda que es mejor poner atención a lo que Dios está dispuesto a hacer por cada uno, también por Pedro: «No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora»[3].


«MUCHAS VECES pensamos que Dios se basa solo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad (...). El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (...). Tener fe en Dios incluye además creer que él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero él tiene siempre una mirada más amplia»[4].


Nos llena de paz saber que Dios desea que confiemos en él y en lo bueno que tenemos, que es también don de Dios. San Pedro ha ido por delante también en esto para ser un ejemplo para nosotros. Nos llena de serenidad descubrir que podemos apoyarnos en nuestras fuerzas y capacidades –muchas o pocas– porque Dios pondrá el incremento con abundancia. ¡Qué deseos de aprender a no confiar solamente en nuestras aptitudes para la misión que nos ha sido encomendada y que, de algún modo, nos excede! Nos asombra y nos llena de agradecimiento el amor que Dios nos tiene para hacer maravillas con nuestra colaboración.


Santa Teresita del Niño Jesús se refería a la vida de Pedro de la siguiente manera: «Comprendo muy bien que san Pedro cayera. El pobre san Pedro confiaba en sí mismo, en vez de confiar únicamente en la fuerza de Dios (...). Estoy convencida de que si san Pedro hubiese dicho humildemente a Jesús: “Concédeme fuerzas para seguirte hasta la muerte”, las habría obtenido inmediatamente (...). Antes de gobernar a toda la Iglesia, que está llena de pecadores, le convenía experimentar en su propia carne lo poco que puede el hombre sin la ayuda de Dios»[5]. Con este aprendizaje, san Pedro sabrá poner al servicio de la redención sus capacidades –que, aunque prestadas, son un don precioso– y recurrir a su Señor, que todo lo puede. «Por eso –señalaba san Josemaría– cuando con el corazón encendido le decimos al Señor que sí, que le seremos fieles, que estamos dispuestos a cualquier sacrificio, le diremos: Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda. ¡Soy tan frágil, cometo tantos errores, tantas pequeñas equivocaciones, que me veo capaz –si me dejas– de cometerlas grandes!»[6].


25 de marzo de 2024

LUNES SANTO

 


EVANGELIO  Juan (12,1-11):


Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume.

Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice:

«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?».

Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando.

Jesús dijo:

- «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis».

Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos.

Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.


PARA TU RATO DE ORACION 


«SEIS DÍAS antes de la Pascua, marchó a Betania (...). Allí le prepararon una cena» (Jn 12,1-2). En aquel hogar Jesucristo se encuentra entre sus amigos, rodeado de cariño. Ha estado muchas veces en Betania, pero ahora el momento es más solemne: sabe que se dirige hacia Jerusalén, sabe que allí le espera la cruz. «Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (Jn 12,2-3).


Es ya conocido que las autoridades del pueblo persiguen a Jesucristo. Y el amor hace presentir a María el drama que se avecina. En esas circunstancias, desea hacer algo especial por su Señor, manifestarle su amor, así que lleva a cabo con determinación un generoso gesto: toma lo más valioso que posee, un caro perfume de nardo puro, y lo vierte en los pies de Jesús. Rompe el frasco: todo es para su Dios. Algunos de los presentes, irritados, comentan la inutilidad de ese gesto. Sabemos que Judas Iscariote se suma también a ese murmullo crítico, pero no porque le importara otro posible destino de esos bienes, sino porque esa actitud tal vez contrasta con su vida. María, sin embargo, calla. Poco le importan las críticas y comentarios ante su actuación: basta con que Jesús esté contento. Y por eso el Señor sale en su defensa.


«María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor valor y lo hace con un gesto de profunda devoción. El amor no calcula, no mide, no repara en gastos, no pone barreras, sino que sabe donar con alegría, busca solo el bien del otro, vence la mezquindad, la cicatería, los resentimientos, la cerrazón que el hombre lleva a veces en su corazón»[1]. Judas se unió a aquellos comentarios porque tal vez calculaba en donde no se debe calcular: en nuestra entrega a Dios. María, por su parte, había comprendido que su corazón solo se vería colmado plenamente si entregaba todo, aunque fuera poco, a Jesús. «Tan solo una libra de nardo fue capaz de impregnarlo todo y dejar una huella inconfundible»[2].


QUIEN ENTREGA todo a Dios se convierte en don también para el prójimo. Por el contrario, quien realiza muchos cálculos de frente a la llamada de Cristo, acaba regateando también a los demás. Cuando decimos que sí al Señor, llevamos a los demás «el buen olor de Cristo» (2 Cor 2,15) y ellos pueden sentirse queridos con un amor de predilección. Como sucedió en Betania, podríamos decir que «la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12,3). Por eso, nuestra vida, empujada y guiada por la fuerza de Dios, puede llenar de fragancia el mundo. A estos tres hermanos de Betania, cuya memoria celebramos cada 29 de julio, les pedimos que sepamos llenar nuestra vida y la de nuestras familias y amigos con la fragancia de su casa.


Hoy en Betania se anuncia también la muerte de Cristo. ¡Saldrá de allí tanta vida –clara, hermosa, fuerte– para todos! El Señor nos invita a permanecer con él. El evangelio nos dice que «los príncipes de los sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro» (Jn 12,10). Jesús nos pide que le acompañemos como se lo pidió a Lázaro, porque «si nuestra voluntad no está dispuesta a morir según la Pasión de Cristo, tampoco la vida de Cristo será vida en nosotros»[3]. Pero no debemos esperar ocasiones extraordinarias para manifestar a Jesucristo nuestro amor: cada uno de nuestros días es una oportunidad nueva para servirle, para ofrecerle nuestra vida y emplearla generosamente en su servicio, para seguirle con fidelidad a lo largo de su camino por la tierra.


Lo que tengamos entre manos serán casi siempre cosas pequeñas, cosas de niño, que haremos llegar –para engrandecerlas– de manos de nuestra madre, santa María. «A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. –Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el amor»[4]. Dentro de unos días, el olor de aquellas cosas pequeñas habrá desaparecido, pero el gesto de nuestra madre perdurará. Ha quedado grabado a fuego en el corazón de Cristo y ese olor a cariño y a delicadeza le acompañará toda la eternidad.


«¡QUÉ ALEGRÍA al contemplar a Jesús en Betania! ¡Amigo de Lázaro, Marta y María! Allí va a reparar sus fuerzas cuando se ha cansado. Allí tenía Jesús su hogar. Allí hay almas que le aprecian. Hay almas que se acercan al Sagrario y, para ellas, aquello es Betania. ¡Ojalá lo sea para ti! Betania es confidencia, calor de hogar, intimidad. Amigos predilectos de Jesús»[5]. Queremos que el sagrario más cercano a nosotros sea un lugar en el que Jesús esté tan a gusto como en Betania. Nos ilusiona que esté lleno de la fragancia de nuestra lucha, tantas veces con más deseos que resultados.


Marta aparece muy discretamente en la escena de este lunes santo. Ella prepara la cena en la que María derramará el perfume en los pies de Jesús. Cuida con cariño de hermana y de madre a sus invitados. También la casa estaría llena del aroma de aquella cena preparada con mucha ilusión; quizá preparó aquello que agradaba especialmente a su Amigo. En estos momentos cercanos a su muerte, para Jesús cualquier detalle es un consuelo. Nuestro trabajo, nuestra sonrisa, nuestra caridad con los que tenemos cerca, son los detalles que él agradece, aquellos que hacen su yugo un poco más suave y su carga más ligera.


Como una prueba más de la infinita caridad de Dios, el Señor se ha quedado realmente en el sagrario para estar cerca de nosotros. Si el amor y la fe impulsaron a María a mostrar tal delicadeza para el Señor ungiendo sus pies en Betania, también el amor y la fe pueden movernos a nosotros a tener mayor devoción a la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. No piensa María que hace una cosa extraordinaria al gastar ese perfume tan valioso para ungir al Señor; actúa con la espontaneidad del amor. Solo Cristo sabe que, dentro de unos días, lavará los pies a sus apóstoles y María se le ha adelantado con aquel gesto. Su intuición femenina ha cautivado al maestro, que aprecia cualquier detalle, por mínimo que sea. Quizá la Virgen María fue testigo de este momento entrañable. Qué consuelo sería para ella, en medio de lo que se avecinaba, saber que Jesús se sentía querido en su hogar.

23 de marzo de 2024

DOMINGO DE RAMOS

 



Evangelio (Mc 11, 1-10).


Al acercarse a Jerusalén, a Betfagé y Betania, junto al Monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos y les dijo:


—Id a la aldea que tenéis enfrente y nada más entrar en ella encontraréis un borrico atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», respondedle: «El Señor lo necesita y enseguida lo devolverá aquí».


Se marcharon y encontraron un borrico atado junto a una puerta, fuera, en un cruce de caminos, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les decían:


—¿Qué hacéis desatando el borrico?


Ellos les respondieron como Jesús les había dicho, y se lo permitieron.


Entonces llevaron el borrico a Jesús, echaron encima sus mantos, y se montó sobre él. Muchos extendieron sus mantos en el camino, otros el ramaje que cortaban de los campos. Los que iban delante y los que seguían detrás gritaban:


—¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!


Y entró en Jerusalén en el Templo; y después de observar todo atentamente, como ya era hora tardía, salió para Betania con los doce.


PARA TU RATO DE ORACION 


ENTRA EL SEÑOR en Jerusalén. Quien siempre se había opuesto a toda manifestación pública de alabanza, quien se había escondido cuando el pueblo quiso hacerle rey, se deja hoy llevar en triunfo. Solo ahora, cuando sabe que la muerte está cerca, acepta ser aclamado como el Mesías. Jesús sabe que, en realidad, reinará desde la cruz, ya que el mismo pueblo que ahora le aclama jubiloso dentro de poco le abandonará y le conducirá al Calvario. Las palmas se tornarán azotes; los ramos de olivo, en espinas; los vítores, en burlas despiadadas.


La liturgia, con la ceremonia de la bendición de las palmas y con los textos de la Misa –entre ellos, el relato de la pasión de nuestro Señor–, nos muestra lo unidos que están en la vida de Jesucristo la alegría y el sufrimiento, el gozo y el dolor. San Bernardo nos habla de cómo se unen en este día las risas con las lágrimas: la Iglesia nos «presenta hoy unidas, de modo nuevo y maravilloso, la pasión y la procesión; siendo así que la procesión lleva consigo el aplauso; la pasión, el llanto»[1].


Jesús entra en Jerusalén y sus habitantes tienden sus vestidos por el camino. «“Las hojas de palma –escribe San Agustín– son símbolo de homenaje, porque significan victoria. El Señor estaba a punto de vencer, muriendo en la Cruz. Iba a triunfar, en el signo de la Cruz, sobre el Diablo, príncipe de la muerte”. Cristo es nuestra paz porque ha vencido»[2]. La lectura de los momentos de la Pasión ha hecho desfilar por delante de nosotros a muchos personajes. Entonces, pocos sospechaban la victoria que Cristo traía. Podemos preguntarnos a lo largo de esta semana en la que reviviremos estos acontecimientos: «¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco?»[3]. ¿Con qué fe contemplo los sucesos capitales en los que estos días la Iglesia nos invita a ahondar?


HAY TAMBIÉN en la procesión triunfal otro fuerte contraste: en medio del entusiasmo superficial y ruidoso, brilla la silenciosa figura de un burro que, fiel y obediente, lleva al Señor. «Un borrico fue el trono de Jesús en Jerusalén. Mira –nos hacía considerar san Josemaría– si es bonito servir de trono al Señor»[4]. El pobre animal, con el trote más gallardo que sabe, va pisando sedas y púrpuras, lino y lienzos finísimos; los han puesto los hombres para honrar el paso del Señor. Pero mientras los demás ofrecen objetos, el borrico se da a sí mismo: sobre sus ásperos lomos lleva el peso suave de Jesús. A su lado los hombres corren, agitando por doquier ramos de olivo verde, palmas y laurel. Pero nadie, ni los mismos apóstoles, están tan cerca del Señor como él.


«Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos –comentaba también el fundador del Opus Dei–. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal (...). Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma»[5].


Nos gustaría tener, en esta Semana Santa que comienza, el oído muy atento a la voz de Dios. No solo el oído, sino todos los sentidos. No queremos perdernos ningún gesto, ninguna palabra, ningún sentimiento de Jesús en aquellas jornadas que llenan de sentido nuestra vida.


«¿QUÉ LATE REALMENTE en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: “¡Crucifícalo!”. Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros»[6].


La experiencia de quienes recibieron aquel día a Jesús con las palmas puede servirnos para pensar cuál es nuestra idea de Jesús, cuál es nuestra idea de su reinado; qué pensamos sobre su poder y su gracia. Puede suceder, por ejemplo, que a veces nos desilusione cómo se realiza la redención, su ritmo aparentemente lento. A veces quisiéramos que Dios triunfara inmediatamente, confundiendo nuestros planes con los suyos. Nos resistimos a aceptar que Dios está decidido a no comprometer nuestra libertad o la de quienes nos rodean. Su amor es tan delicado que no se impone. No aprovecha, por ejemplo, la aclamación de este Domingo de Ramos ni lo usa para su beneficio.


Por el contrario, «el corazón de Cristo está en otro camino, en el camino santo que solo él y el Padre conocen (...). Él sabe que para lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio a Dios »[7]. Se trata del espacio de la acción silenciosa y a la vez poderosa de Dios, que hace nuevas todas las cosas a través del amor del Hijo al Padre. Derrama y ofrece ese amor llegando incluso «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). De este modo reina el Señor. Y en este camino podemos contemplar la imagen de la primera y más fiel seguidora de Jesús, su madre. «No la veréis entre las palmas de Jerusalén (...). Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, iuxta crucem Jesu, junto a la cruz de Jesús»[8]. Y nosotros, por una gracia inmerecida, junto a ella.


Señor, me he dejado engañar

 



Evangelio (Jn 11, 45-57)


Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín:


—¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? —decían—. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación. Uno de ellos, Caifás, que aquel año era sumo sacerdote, les dijo:


—Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación —pero esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos.


Así, desde aquel día decidieron darle muerte. Entonces Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se marchó de allí a una región cercana al desierto, a la ciudad llamada Efraím, donde se quedó con sus discípulos.


Pronto iba a ser la Pascua de los judíos, y muchos subieron de aquella región a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse. Los que estaban en el Templo buscaban a Jesús, y se decían unos a otros:


—¿Qué os parece: no vendrá a la fiesta?


Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, para poderlo prender.


PARA TU RATO DE ORACION 


DESPUÉS DE LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO, los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación» (Jn 11,47-48). Entonces Caifás, que era el sumo sacerdote, tomó la palabra: «Conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación» (Jn 11,50). A partir de ese momento, el evangelista señala que las autoridades judías «habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, para poderlo prender» (Jn 11,57).


Los judíos llevaban ya bastante tiempo con la idea de acabar con Jesús, pero hasta ese momento no habían tomado una resolución firme. La resurrección de Lázaro les hizo tomar la decisión definitiva. Por eso, Caifás concluye que conviene que Jesús muera. Los allí presentes se convencen de haber adoptado una resolución justa, pues así evitarían que temblara la frágil paz pactada con las autoridades romanas y que las represalias acaben con el pueblo judío, aunque esta no era la verdadera razón por la que perseguían a Cristo.


Este modo de proceder refleja, de alguna manera, el proceso de toda tentación. «Generalmente actúa así: comienza con poco, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y, al final, se justifica»1. Y el corazón, sugestionado por la pasión, muchas veces se convence de la justicia torcida de este pensamiento. Pero el día a día del cristiano está marcado también por las inspiraciones del Espíritu Santo; Dios nos presenta numerosas ocasiones para enderezar nuestros impulsos hacia «los bienes eternos prometidos»2. Podemos pedirle al Paráclito que nos ayude a ser dóciles a sus consejos, a acoger las llamadas que nos dirige, y que nos conceda la sabiduría para no engañarnos con alguna tentación pasajera.


NO TODOS reaccionaron de igual manera al presenciar la resurrección de Lázaro. «Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Aquellos que quedaron maravillados al contemplar el milagro salieron a recibir al Señor en su entrada triunfal en Jerusalén: «La gente que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro (...) daba testimonio. Por eso las muchedumbres le salieron al encuentro, porque oyeron que Jesús había hecho este signo» (Jn 12,17-18).


En otros momentos, Jesús había impulsado a sus discípulos a anunciar la salvación: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Sin embargo, en este caso no hay palabras explícitas: lo que realiza esta gente es la consecuencia natural de haber conocido al Señor. Se sienten portadores de un tesoro, y quieren compartirlo con todos sus hermanos. Es la misma reacción de Andrés cuando encuentra a Pedro: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»3.


«El apostolado –decía san Josemaría– (...) es una sobreabundancia de la vida interior»4. Los apóstoles atraían porque comunicaban la experiencia que habían tenido de Jesucristo: lo habían visto, tocado y oído, por lo que era natural contagiar la alegría de haberse encontrado con él. No era una tarea impuesta desde fuera, sino el impulso espontáneo de quien ha llenado su corazón con el Evangelio.


MUCHOS de los que, al ver aquel milagro, creyeron en Jesús, y que después le recibirían con vítores en Jerusalén, quizá se sintieron defraudados al presenciar su condena a muerte. Los días de júbilo parecerían ya tan lejanos. Algunos tal vez presenciaron su paso con la cruz. Y, a la hora de su muerte, solamente le acompañaron su Madre, Juan y unas pocas mujeres.


No sabemos con certeza por qué toda esta gente abandonó a Jesús. Es probable que fuera el miedo a ser identificado con él, un condenado a muerte, o bien el pensamiento de que quizá aquel hombre no era el Mesías esperado. Cristo no se había convertido en el motivo principal de su vida, y eso puede que les llevara a ocultar su admiración por el Maestro. «Es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”»5.


Seguir a Cristo implica dejar la comodidad de la orilla para apasionarse en la misión de ser su testigo. El Espíritu Santo, con sus dones, nos ayuda a recorrer este camino, que incluye tanto los vítores de Jerusalén como el dolor del Calvario. La Virgen arriesgó toda su vida con aquel «sí» al ángel. Y aunque esto le acarreó muchos momentos de dolor hasta ver a su hijo morir, la seguridad de que Dios siempre triunfa le dio el mayor de los consuelos. «Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!»6.



22 de marzo de 2024

VIERNES DE DOLORES

 


Evangelio (Jn 10, 31- 42)


Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle.


Jesús les replicó: Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?


No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios -le respondieron los judíos.


Jesús les contestó: ¿No está escrito en vuestra Ley: 'Yo dije: 'Sois dioses''?


Si llamó dioses a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, ¿a quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios?


Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.


Intentaban entonces prenderlo otra vez, pero se escapó de sus manos.


Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó.


Y muchos acudieron a él y decían: -Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.


Y muchos allí creyeron en él.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA IGLESIA tradicionalmente recuerda en este viernes, anterior al Viernes Santo, los dolores de la Virgen a lo largo de su vida. Cuando el niño Jesús fue presentado en el templo, el anciano Simeón le dirigió estas palabras: «A tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El Evangelio recoge varios momentos de dolor en la vida de la Virgen: esta profecía del anciano, la huida a Egipto para salvar la vida de su hijo, los tres días de angustia cuando el niño se quedó en Jerusalén… Pero, por encima de todo, se encuentran los instantes que rodearon la muerte de Jesús: el encuentro con él camino al Calvario, la crucifixión, su descendimiento de la cruz y su entierro.

Contemplar a la Virgen en cada una de estas situaciones nos recuerda que el dolor es un compañero inseparable en la vida. Ni siquiera a la Madre de Dios, la criatura más perfecta que ha salido de sus manos, se le ha ahorrado esta realidad. Ella misma fue la primera en darse cuenta de que la profecía de Simeón era verdadera: «Este ha sido puesto (...) para signo de contradicción» (Lc 2,34). El mismo Jesús diría más tarde a sus discípulos que no había venido a traer paz, sino una espada (cfr. Mt 10,34). Por eso, acoger a Cristo en nuestra vida «significa aceptar que él desvele mis contradicciones, mis ídolos, las sugestiones del mal»1: que nos descubra todos aquellos dolores que nos procuramos también con nuestros propios pecados.

María es maestra del sacrificio oculto y silencioso. Con su presencia discreta, identificándose con la voluntad de Dios, ofreció el mayor consuelo a Jesús en la cruz: «¿Qué podía hacer ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso –como una espada afilada– que traspasaba su Corazón puro»2. No encontraremos en esta tierra una explicación absoluta al mal y al sufrimiento; pero en Cristo hecho hombre, que ha padecido todos los sufrimientos, se nos abre al menos un sentido, una compañía y un consuelo.


CONTEMPLAMOS en el Evangelio de hoy, a pocos días del Viernes Santo, cómo algunos judíos comenzaron a dirigirse al Señor con mayor agresividad. Muchos intentaban apedrearlo porque, siendo hombre, se hacía pasar por Dios. Pero Jesús ansía que esos corazones se abran al misterio de su Persona, así que centra la atención de sus interlocutores en los innegables prodigios que había realizado: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (Jn 10,32). Aquellos sabios de Israel se encuentran ante una encrucijada innegable. Pero, en lugar de abrirse al misterio con asombro, deciden apedrear a Jesús, ya sea porque lo que tienen de frente supera sus horizontes, o porque no les mueve un sincero interés por la verdad.

«Solo la humildad nos abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del conocimiento que cuenta. Sin humildad estamos aislados de la comprensión de Dios, de la compresión de nosotros mismos»3. Del mismo modo que un niño no siempre entiende el modo de obrar de su padre, muchas veces la acción divina se nos presenta como misteriosa. Reconocer la grandeza de Dios implica también asumir nuestra pequeñez, sabiendo que él supera nuestros esquemas humanos. El Espíritu Santo siempre quiere obrar prodigios en nuestra historia, pero tenemos que estar dispuestos a escuchar con humildad su soplo siempre nuevo.

La Virgen, en su canto del Magníficat, glorifica el poder del Señor, que «derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes» (Lc 1,52). Dios se fijó en su humildad para que, de ahora en adelante, todas las generaciones la llamen bienaventurada. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»4.


A MEDIDA que se acerca su pasión, Jesús habla cada vez más abiertamente de su condición de Hijo de Dios: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10, 37-38).

Los milagros que recogen los Evangelios nos dicen mucho sobre quién es Jesús de Nazaret. San Juan suele llamar «signos» a los milagros, porque la finalidad primordial de esas acciones no es acabar con la enfermedad o con el sufrimiento en esta tierra, sino mostrar la personalidad divina de Cristo y su condición de Mesías. Los treinta y cinco milagros de Jesús invitan a penetrar en el misterio de su Persona. En algunos de ellos muestra su poder sobre la naturaleza, como cuando multiplica los panes y los peces, o cuando invita a Pedro a caminar sobre las aguas. De este modo manifestó el espíritu del mismo Dios Creador, que «se cernía sobre la faz de las aguas» (Gn 1,2) en el relato de la creación. Los milagros que tienen que ver con la resurrección de los muertos muestran, por otra parte, su poder sobre la vida.

Dentro de unos días, en el Triduo Pascual, Jesús entregará su propia vida como nadie puede hacerlo, porque solo él tiene poder sobre ella. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo» (Jn 10,18). Jesús es el mismo hoy y hace dos mil años, en aquellas tierras de Palestina; sigue llenando nuestra vida de gestos que revelan la cercanía de Dios. A la Virgen le podemos pedir que, con humildad, seamos capaces de reconocer los signos de su Hijo.


21 de marzo de 2024

AL HILO DE LA ESPERANZA

 



Evangelio (Jn 8, 51-59)


En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra jamás verá la muerte.


Los judíos le dijeron: -Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió y también los profetas, y tú dices: 'Si alguno guarda mi palabra, jamás experimentará la muerte'.


¿Es que tú eres más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes tú?


Jesús respondió: -Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada vale. Mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es vuestro Dios, y no le conocéis; yo, sin embargo, le conozco. Y si dijera que no le conozco mentiría como vosotros, pero le conozco y guardo su palabra.


Abrahán, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio y se alegró.


Los judíos le dijeron: -¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abrahán?


Jesús les dijo: -En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán naciese, yo soy.


Entonces recogieron piedras para tirárselas; pero Jesús se escondió y salió del Templo.


PARA TU RATO DE ORACION 


«Esta es mi alianza contigo: serás padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17,3-9), dice Dios a Abraham al establecer su Alianza. El Señor le promete un pueblo numeroso y una tierra para compartir la alegría de estar con él. Dios se compromete a ser fiel a ese pueblo de la promesa: «Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros» (Gn 17,7).

Estas promesas, sin embargo, atravesaron por momentos de aparente oscuridad. Incluso hay ocasiones en las que parece que van a ser olvidadas, como cuando el Señor pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac. Desde un punto de vista solamente humano, no se entiende una petición así. Pero el patriarca sabe que Dios es fiel, y razona desde la fe. Sabe que sus planes no siempre se pueden comprender totalmente, aquí y ahora. Por eso, confía en Yahvé, que sabe más, y espera «contra toda esperanza» (Rm 4,18). En el último momento, un cordero sustituirá a Isaac en el sacrificio para que el hijo de Abraham siga con vida y, en él, se pueda cumplir la promesa de una descendencia numerosa.

Este recuerdo del patriarca nos ayuda a preparar la celebración del Triduo Pascual. Próximamente recordaremos cómo este misterioso episodio cobró su sentido pleno en la cruz. Así como Isaac fue sustituido por un cordero en el último momento, el sacrificio de Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, librará de la muerte a todo el que crea en él: nos abrirá las puertas de la patria definitiva junto a un pueblo numerosísimo.


JESÚS REVELA en el Evangelio que el alcance de las promesas hechas a Abraham se refieren, en realidad, a una vida que va más allá de la muerte. «En verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» (Jn 8,51). A algunos judíos se les dificultó abrirse a este sentido trascendente de las promesas, y acusan a Jesús: «Ahora vemos que estás endemoniado. (…) Abrahán murió, los profetas también. (…) ¿Por quién te tienes?» (Jn 8,52-53). Pero esa rabia contra Jesús, que lo llevará a la cruz como cordero inmolado, estará precisamente dando un cumplimiento insospechado a lo prometido. Esto ha ocurrido con frecuencia a lo largo de la historia de la salvación: cuando el horizonte parece cerrarse a los planes de Dios, el hilo de las promesas atraviesa cada etapa de la historia, sin romperse.

«Abraham, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría (Jn 8,56)», les responde Jesús. La seguridad en las promesas del Señor es el motivo más firme de paz y de alegría para el que espera. No hay nada que nos pueda arrebatar esa seguridad, fundamentada en la fidelidad de Dios. Pase lo que pase, él nos ha prometido que será siempre nuestro Dios.

La esperanza es «esa virtud que corre bajo el agua de la vida, pero que nos sostiene para no ahogarnos en medio de numerosas dificultades, para no perder ese deseo de encontrar a Dios, de encontrar ese rostro maravilloso que todos un día veremos»1. A partir de Cristo, el hilo de las promesas hechas a Abraham continúa en la Iglesia, que se abre paso a lo largo de la historia como un hilo de esperanza. También en los momentos más oscuros, cuando parece que ese hilo se va a romper, aparecen hombres y mujeres de fe que, como Abraham, saben que Dios es fiel. Ellos también, esperando contra toda esperanza, se saben portadores de las promesas de Dios. «He visto, en muchas vidas –decía san Josemaría–, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra»2.


ESTE HILO DE ESPERANZA es el tema de una meditación predicada por san Josemaría el 26 de julio de 19373. Se encontraba encerrado en la Legación de Honduras, en Madrid. El Opus Dei llevaba muy pocos años y su actividad se había visto frenada en seco por la guerra civil española. Las vidas de los primeros fieles de la Obra corrían peligro, quizás podían verse tentados por el pesimismo, así que san Josemaría quiso elevar la mirada de ese grupo de jóvenes, recordándoles cómo Dios se mantiene fiel siempre, suscitando en cada época hombres y mujeres santos que renuevan la esperanza.

En esa meditación, comienza recordando a los primeros cristianos. Nada les distinguía de sus iguales, salvo «la luz vibrante que arde dentro de su pecho». A través de ellos, «la voz de Cristo suena cada vez más fuertemente». Y cuando, a la vuelta de los siglos, ese fervor de los primeros cristianos parecía que se había atenuado, Dios suscitó a san Francisco y a santo Domingo, y apareció una nueva vitalidad espiritual que hizo revivir al mundo. En el siglo XVI surgieron san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier, cuya obra de evangelización llegaría hasta los confines de la tierra. Y también una mujer, Teresa de Ahumada, suscitará en la Iglesia, auténticos «generadores de vida espiritual intensa» con la fundación de sus conventos.

San Josemaría puso delante de esos jóvenes de principios del siglo XX algunos hitos históricos para concluir que el Señor sigue siendo fiel a sus promesas. «Dios no se ha cortado las manos. Non est abbreviata manus Domini; no se ha empequeñecido el poder de Dios, que continúa concediendo nuevas maravillas en favor de los hombres». Nosotros estamos también invitados a ser portadores de ese hilo de esperanza que vivifica cada época de la historia. La Virgen, esperanza nuestra, nos ayudará a llevar la alegría de Cristo a todos los hombres.