"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2021

VISITACION DE LA VIRGEN A SU PRIMA ISABEL




Evangelio (Lc 1,39-56)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


— Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


María exclamó:


— Proclama mi alma las grandezas del Señor,


y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:


porque ha puesto los ojos


en la humildad de su esclava;


por eso desde ahora me llamarán bienaventurada


todas las generaciones.


Porque ha hecho en mí cosas grandes


el Todopoderoso,


cuyo nombre es Santo;


su misericordia se derrama de generación en generación


sobre los que le temen.


Manifestó el poder de su brazo,


dispersó a los soberbios de corazón.


Derribó de su trono a los poderosos


y ensalzó a los humildes.


Colmó de bienes a los hambrientos


y a los ricos los despidió vacíos.


Protegió a Israel su siervo,


recordando su misericordia,


como había prometido a nuestros padres,


Abrahán y su descendencia para siempre.



María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.


Comentario


El ángel Gabriel, al anunciar a María que iba a concebir y dar a luz, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios hecho hombre, le menciona como de pasada que su prima Isabel “en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible” (Lucas 1,36-37).


Con el sí de María, “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38), el Verbo se hizo carne en sus entrañas purísimas. Desde ese momento la callada emoción de María, agradecida a Dios por todo lo que había hecho con ella, se concreta en obras de servicio, con total olvido de sí. Piensa en Isabel, en la ayuda que podría prestarle y se pone en camino hacia la montaña de Judá, a la casa de Zacarías e Isabel.


San Josemaría, que nos enseñó a entrar en las escenas del Evangelio como un personaje más, nos invita a acompañarla: “Ahora, niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte. Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David: Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén... Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. Llegamos. Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista”[1].


“María va a encontrar a Isabel, ¿quién mejor que ella le iba a comprender? –observa mons. Fernando Ocáriz–. Conversan de los hijos que esperan, Jesús y Juan. El Espíritu Santo inunda la escena de la Visitación”[2].


“Cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo” (Lucas 1,41). El salto de alegría de Juan en el seno de su madre recuerda los saltos del rey David cuando danzaba acompañando la llegada del Arca de la Alianza a Jerusalén (1 Crónicas 15,29). El Arca, donde se contenían las tablas de la Ley, el maná y la vara florida de Aarón (Hebreos 9, 4), era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Ahora, Juan salta de alegría ante María, el Arca de la nueva Alianza, que lleva en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. “Juan conoce la presencia divina y exulta de gozo, obrando ya como precursor: anunciar a Cristo es tener y dar la alegría verdadera”[3].


“Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! -¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lucas 1, 42 y 43)”[4]. En el Antiguo Testamento, la alabanza “bendita tú entre las mujeres” se dirige a Yael (Jueces 5, 24) y a Judit (Judit 13, 18), dos mujeres valientes que intervienen para salvar a Israel en momentos difíciles. María es, aún más que ellas, una mujer valiente que, con su entrega sin condiciones a los planes divinos, trae ya en su seno al Salvador del mundo.


“El Bautista nonato se estremece... (Lucas 1,41). La humildad de María se vierte en el Magníficat... Y tú y yo –nos recuerda san Josemaría-, que somos -que éramos- unos soberbios, prometemos que seremos humildes”[5].



TEXTO PARA HACER UN RATO DE ORACION:

El 31 de mayo se recuerda la Visitación de la Virgen a su prima santa Isabel: “Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude «cum festinatione», —con prisa alegre”.

Acompaña a María


Ahora, niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte.


—Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David: Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén...


Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. (Luc., I, 39)


Llegamos. —Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista.


—Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! —¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43)


El Bautista nonnato se estremece... (Luc., I, 41) —La humildad de María se vierte en el Magníficat... —Y tú y yo, que somos —que éramos— unos soberbios, prometemos que seremos humildes.


Santo Rosario, 2º misterio gozoso


Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo.


Surco, 566


Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude «cum festinatione», —con prisa alegre. ¡Aprende!


Surco, 371


Maestra de fe


Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Amigos de Dios, 284


La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.


Es Cristo que pasa, 22


Isabel, a la que llamaban estéril, va a ser madre. María lo ha sabido por Gabriel, el enviado de Dios. Y, poco después, se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá ( Lc 1, 39). No le mueve la curiosidad, ni se pone en camino para comprobar por sí misma lo que el ángel le ha comunicado. María, humilde, llena de caridad —de una caridad que le urge a preocuparse más de su anciana prima que de sí misma— va a casa de Isabel porque ha entrevisto, en el mensaje del cielo, una secreta relación entre el hijo de Isabel y el Hijo que Ella lleva en sus entrañas.


El camino desde Nazaret a Ain Karin —la pequeña ciudad situada en los montes de Judea, que la tradición identifica con el lugar de residencia de Zacarías e Isabel— es largo. Cubre una distancia de casi ciento cuarenta kilómetros. Probablemente José organizó el viaje. Se ocuparía de encontrar una caravana en la que la Virgen pudiera viajar segura, y quizá él mismo la acompañara al menos hasta Jerusalén; algunos comentaristas piensan que incluso hasta Ain Karin, distante poco más de siete kilómetros de la capital, aunque se volviera enseguida a Nazaret, donde tenía su trabajo.


María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel ( Lc 1, 40). Algunas tradiciones locales afirman que el encuentro entre las dos primas tuvo lugar, no en la ciudad misma, sino en una casa de campo donde Isabel —como dice el texto sagrado— se ocultó durante cinco meses (cfr. Lc 1, 24), para alejarse de las miradas indiscretas de parientes y vecinos, y para alzar su alma en agradecimiento a Dios, que la había concedido tamaño beneficio.


Se saluda a la persona que llega cansada de un viaje, pero en este caso es María quien saluda a Isabel. La abraza, la felicita, le promete estar a su lado. Con Ella entra en aquella casa la gracia del Señor, porque Dios la ha hecho su mediadora. Su llegada causó una revolución espiritual. Cuando oyó Isabel el saludo de María —cuenta San Lucas— , el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo ( Lc 1, 41).


CON ELLA ENTRA EN AQUELLA CASA LA GRACIA DEL SEÑOR, 

PORQUE DIOS LA HA HECHO SU MEDIADORA. 

SU LLEGADA CAUSÓ UNA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL.

Tres fueron los beneficios que María llevó consigo (cfr. Lc 1, 42-45). En primer lugar, llenó de gloria aquella casa: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Si la visita de un personaje de la tierra honra sobremanera a quien lo hospeda, ¿qué habría que decir del honor recibido al acoger al Hijo unigénito del Padre, hecho hombre en el seno de Nuestra Señora? Inmediatamente, el Bautista aún no nacido se estremeció y exultó de gozo: quedó santificado por la presencia de Jesucristo. E Isabel, iluminada por el Espíritu de Dios, prorrumpió en una aclamación profética: en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada Tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor .


La Virgen iba a servir y encuentra que la alaban, que la bendicen, que la proclaman Madre del Mesías, Madre de Dios. María sabe que es efectivamente así, pero lo atribuye todo al Señor: porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo ( Lc 1, 48-49).


EN EL MAGNIFICAT, CÁNTICO TEJIDO POR LA VIRGEN —BAJO INSPIRACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO— CON EXPRESIONES TOMADAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO, SE RETRATA EL ALMA DE MARÍA.

En el Magnificat , cántico tejido por la Virgen —bajo inspiración del Espíritu Santo— con expresiones tomadas del Antiguo Testamento, se retrata el alma de María. Es un canto a la misericordia de Dios, grande y omnipotente, y simultáneamente una manifestación de la humildad de Nuestra Señora. Sin que yo hiciese nada —viene a decir—, el Señor ha querido que se cumpliera en mí lo que había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje, para siempre. Mi alma engrandece al Señor , no porque mi alma sea grande, sino porque el Señor la ha hecho grande.


María humilde: esclava de Dios y sierva de los hombres. Permanece tres meses en la casa de Isabel, hasta que nace Juan. Y, con su presencia, llenará de gracias también a Zacarías, para que cante al Señor un himno de alabanza y de arrepentimiento, con toda la fuerza del habla recobrada: bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo ( Lc 1, 68).



30 de mayo de 2021

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD


 

Evangelio (Mt 28,16-20)


Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo:


—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.


Comentario


Hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia proclama en la liturgia el final del evangelio de Mateo. En este breve pasaje se narra precisamente el mandato divino de hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (vv.19-20).


Como expresaba san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre (…), lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra” [1]. Por eso Jesucristo envía a los discípulos a evangelizar y a bautizar, en nombre de las Tres Personas Divinas, porque quieren hacer su morada (cfr. Jn 14,23) en cada corazón que libremente le abra sus puertas (cfr. Ap 3,20).


Para que no desfallezcamos en el cumplimiento de este mandato, Jesús nos recuerda que Él ha recibido ya toda potestad en el cielo y la tierra (v. 18). Con la expresión cielo y tierra, el lenguaje bíblico quiere expresar toda la realidad creada: Jesús es todopoderoso en todas partes, las visibles y las invisibles. Su fuerza y potestad puede llegar a todos los rincones y a todos los ambientes y a todos los corazones.


Esta verdad sobre el triunfo de Cristo puede calar cada vez más hondo en nuestra alma, hasta llenarnos de esa gran confianza y seguridad de que gozaban los santos: aunque a veces parezca que el mal se extiende fácilmente y sin remedio, Dios sigue actuando eficazmente en todas las personas y espera nuestra libre cooperación para redimirlos y cambiarlos.


Con este anuncio misterioso que hacía Jesús, “se me ha dado toda potestad”, se revelaba el cumplimiento de los vaticinios del Antiguo Testamento, en especial del libro de Daniel, según los cuales el Hijo del Hombre recibiría el dominio, el honor y el reino, y en los que se anunciaba que todos los pueblos, naciones y lenguas le iban a servir (Dn 7,14ss).


Pero el poder de Dios no pretende abrumar la pequeñez del hombre y someterlo a una sumisión servil, hasta anularlo, como piensan muchos, rechazando a Dios por eso. Al contrario, es tal la victoria del Señor sobre el pecado y la muerte, que exalta a los hombres, para hacerles capaces de un trato amoroso y confiado con Él, como hijos suyos y templos de su divina presencia.


Y la victoria de Jesús es tan grande, que se atreve a confiar, por decirlo así, en sus discípulos, para la inmensa tarea de iluminar el mundo entero con la verdad del evangelio y la gracia del bautismo; y para enseñar a todos los pueblos lo que el Hijo de Dios les había enseñado a ellos.


Jesús también hace una promesa que nos llena de seguridad: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20). Porque, como explica el Papa Francisco, “solos, sin Jesús, ¡no podemos hacer nada! En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, si bien son necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, aun si bien organizado, resulta ineficaz. Y junto a Jesús, nos acompaña María, nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza” [2].

TEXTOS PARA LA ORACION PERSONAL

Como enseña el fundador del Opus Dei, "Dios está contigo. En tu alma en gracia habita la Trinidad Beatísima. Por eso, tú, a pesar de tus miserias, puedes y debes estar en continua conversación con el Señor".


Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima.


—Hace falta esta devoción como un ejercicio sobrenatural del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre se vierta en palabras.


Forja, 296


Dios está contigo. En tu alma en gracia habita la Trinidad Beatísima.

—Por eso, tú, a pesar de tus miserias, puedes y debes estar en continua conversación con el Señor.


Forja, 261


Tratar a cada una de las tres Personas divinas


Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca. La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino. Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él.


El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!


Amigos de Dios, 303


Dios Padre


Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres!


Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza!


Y tú... ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios?


Camino, 265


Jesucristo


Jesús es el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de El, nada. En Cristo, enseñados por El, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a el continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo.


Es Cristo que pasa, 91


El Espíritu Santo


Frecuenta el trato del Espíritu Santo —el Gran Desconocido— que es quien te ha de santificar.


No olvides que eres templo de Dios. —El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones.


Camino, 57


No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele!


En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres...


Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender...


¡No sabré hacerlo!, pensabas. —Oyele, te insisto. El te dará fuerzas, El lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres!


—Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte.


Forja, 430


La Virgen María, Nuestra Señora


Trata a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María.


Forja, 543


¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...


—Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:


Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!


Camino, 496


Las enseñanzas de la Iglesia católica sobre la Santísima Trinidad

¿Cuál es el misterio central de la fe y de la vida cristiana?

El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

¿Puede la razón humana conocer, por sí sola, el misterio de la Santísima Trinidad?

Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios.

¿Cómo expresa la Iglesia su fe trinitaria?

La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

¿Cómo obran las tres divinas Personas?

Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad. «Dios mío, Trinidad a quien adoro... pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad)



29 de mayo de 2021

SENCILLEZ Y VERDAD

 


Evangelio (Mc 11,27-33)


En aquel tiempo. Llegaron de nuevo a Jerusalén. Y mientras paseaba por el Templo, se le acercaron los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le dijeron:


— ¿Con qué potestad haces estas cosas? ¿O quién te ha dado tal potestad para hacerlas?


Jesús les contestó:


— Os voy a hacer una pregunta. Respondedme, y os diré con qué potestad hago estas cosas: el bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme.


Y deliberaban entre sí: «Si decimos que del cielo, replicará: “¿Por qué, pues, no le creísteis?” Pero ¿vamos a decir que de los hombres?» Temían a la gente; pues todos tenían a Juan como a un verdadero profeta. Y respondieron a Jesús:


— No lo sabemos.


Entonces Jesús les dijo:



— Pues tampoco yo os digo con qué potestad hago estas cosas.


Coemntario


La purificación del Templo dejó atónitos a los jefes religiosos del pueblo. Fue una especie de restauración del culto, como la que tuvo lugar en tiempo de los Macabeos; por entonces fue una celebración muy solemne: “lo celebraron durante ocho días con alegría” (2 Macabeos 10,6), porque habían sido derrotados los enemigos del pueblo de Dios que profanaron su Templo. Pero ahora la profanación venía de dentro del pueblo: las autoridades permitieron que la Casa de Dios dejase de ser casa de oración para ser casa de negocios. Hacía falta una potestad superior, la de Jesús, para restablecer el orden en aquel lugar santo.


Nos sorprende también a nosotros este diálogo. Jesús, ante la pregunta desconfiada, responde con otra pregunta con la que invita al interlocutor al examen de conciencia. Así suele hacer el Maestro cuando encuentra una actitud hostil a sus acciones y enseñanzas. Quien había escuchado al Bautista y había aceptado su predicación, estaba bien dispuesto para acoger a Jesús como Maestro. Pero aquellos jefes no acogieron con humildad el ministerio de Juan. No reconocen la verdad de aquellas palabras proféticas, aplicadas al precursor: “Es como fuego de fundidor, como lejía de lavanderos. Se pondrá a fundir y a purificar la plata; purificará a los hijos de Leví, los acrisolará como oro y plata: así podrán ofrecer al Señor una oblación en justicia” (Malaquías 3,2-3). Como no aceptaban la purificación de sus corazones, no entendieron la purificación del Templo.


Necesitamos hacer un esfuerzo interior para entender a Jesús en todos sus gestos y palabras. Aquellos hombres no fueron sencillos como palomas; por eso Jesús se mostró sagaz como una serpiente (cf. Mateo 10,16), y los dejó sin palabras. No pudo haber diálogo sincero. La sinceridad es necesaria para el entendimiento con las personas, en primer lugar, con Dios. Una virtud que acaba convirtiéndose en sencillez. Lo vemos en la Virgen María, en el diálogo con el arcángel, que concluyó con un sencillo y entregado “hágase en mí según tu palabra”. Se la pedimos a Ella para poder hablar con Dios, y conociéndole más cada día, nos conozcamos mejor a nosotros mismos. Así, conscientes de que somos también templos de Dios (cf. 1 Corintios 3,16-17), desearemos la purificación de nuestros pecados.


TEXTO PARA TU RATO DE ORACION:


«Amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado» [1].


Estas palabras de Juan Pablo II se refieren a Santo Tomás de Aquino, y constituyen un elogio significativo de un gran santo, a la vez que muestran cuánto la Iglesia valora el don de la inteligencia.


Según Juan Pablo II, tomando una expresión de Pablo VI, «con razón se puede llamar al Aquinate “el apóstol de la verdad”. Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer» [2].


Alabar la finura filosófica y teológica de un santo supone también encomiar una determinada actitud ante la verdad: el amor, la pasión, su búsqueda, apertura y reconocimiento.


Parte de la misión de la Iglesia consiste en encender y expandir en el ánimo de los cristianos y de todos los hombres el impulso y la tensión hacia la verdad. Ésta ha sido una mira constante del magisterio de Juan Pablo II –ejemplos claros son las encíclicas Fides et ratio o Veritatis splendor– y es también la actitud de Benedicto XVI cuando, ya desde los primeros días de su pontificado, anima a todos los hombres a que no se dejen vencer por la mentalidad relativista, que no es otra cosa que un modo de renunciar a la indagación sobre las verdades que dan sentido a la vida, con la consiguiente restricción del horizonte vital.


El relativismo, al que se ha referido hace algunos años el ahora Papa Benedicto XVI como «el problema central de la fe cristiana» [3] es una postura ante la vida, que fácilmente toma cuerpo de oficio en la cultura, impregnando las relaciones sociales entre los hombres. No es tanto un sistema filosófico o un organismo doctrinal, sino un estilo de pensar en el que se evita hablar en términos de verdadero o falso, pues no se reconoce una instancia de validez objetiva acerca de juicios que se refieran a realidades que trasciendan lo que cada uno puede ver y tocar: Dios, el alma, incluso la más íntima meta del amor.



Esta actitud, además, comporta un modo de hacer que manifiesta una perplejidad de fondo ante la realidad: como no puedo conocer nada de forma definitiva, tampoco puedo tomar decisiones que entrañen una entrega indiscutible y para siempre. Todo puede cambiar, todo es provisional.


En el fondo, según esta postura, es tan imperfecto y tan relativo lo que podemos conocer y afirmar sobre las realidades divinas y las que se refieren al sentido de la vida y del mundo, que nuestras palabras no tienen ningún contenido de verdad.


En esta perspectiva, cualquier intento de escapar al método de cálculo y control de las ciencias experimentales, única fuente autorizada de saber, resulta ilusorio, o es simplemente declarado como una vuelta al conocimiento precientífico, o una reinstauración de antiguas mitologías.


Verdad y libertad



El relativismo trata, pues, de imponer una postura existencial: si no puedo llegar a ninguna conclusión cierta, al menos tratemos de establecer un camino –un método– que me permita alcanzar la mayor cantidad de felicidad posible en este pobre mundo nuestro; una felicidad que, por la misma dinámica de los hechos –contingentes y finitos–, será fragmentaria y limitada.


Lógicamente, en este contexto, lo más importante es evadir el problema de la verdad: cualquier opinión tiene carta de ciudadanía en nuestra cultura con tal de que no se presente con pretensiones de universalidad, como una explicación –tendencialmente– completa sobre Dios y el mundo.


Así, las verdades religiosas quedan a merced de la preferencia del momento o del gusto, reducidas a cuestiones opinables –para algunos quizá privilegiadas, dentro del supermercado de creencias y presunciones que se cocinan y despachan en el piélago de lo sobrenatural– y carentes de racionalidad, precisamente porque no se pueden validar según los criterios de la ciencia experimental.


De este modo, el relativismo se convierte en la justificación vital, no teórica, para conducir una existencia vivible en un mundo privado de espesor. ¿Qué mejor garantía para que todos los hombres puedan mantener una convivencia pacífica, que un mundo sin verdad?


En muchas de nuestras sociedades, una idea débil de razón se ha alzado como presupuesto necesario de la democracia y de la cohabitación: en una sociedad multicultural, multiétnica y multireligiosa defender la existencia de verdades conduce al conflicto y a la violencia, pues quienes estén convencidos de tales verdades son sospechosos de querer imponer –de modo fundamentalista, dicen– algo que no pasa de mera opinión.



Pero, curiosamente, sucede al contrario. La falta de sensibilidad hacia la verdad, hacia la búsqueda de respuestas sobre la realidad de las cosas y el sentido de la propia vida, lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la idea y de la experiencia de la libertad.


No puede extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes con el relativismo se fundamente siempre en un presunto “derecho de conquista” por parte de la libertad.


Ciertamente, la libertad política ha sido una de las grandes conquistas de la edad moderna. Y, sin embargo, la libertad en el hombre no es un absoluto; todo lo contrario: se halla ligada, en primer lugar, a la naturaleza humana.


Si se la desconecta de la razón y de la totalidad del hombre, de modo que sea concebida como un “poder desear todo” y “poder poner en práctica todo lo que se desea”, al final resulta que «el propio deseo es la única norma de nuestras acciones» [4].


Todos percibimos que no nos movemos simplemente por las ganas. La misma realidad ya es orientadora y nos sugiere motivos de actuación. Nadie compra un bote de mermelada sólo por el diseño del tarro; una buena ama de casa antes pregunta, se informa, lee las características que anuncia... y después elige. Y en esa elección –el ejemplo es banal, pero indicativo– se dan razones: el porcentaje de fruta, su calidad, la procedencia, si se trata de agricultura “biológica”, si se añade azúcar o no, etc. La libertad no es una potencia irrestricta, tiene sus límites: está ligada al bien integral del hombre, es decir, a su verdad.


Parece más bien que, debajo de la acusación de fundamentalismo que se hace a muchos cristianos que quieren ser coherentes con su fe, se disimula el auténtico fundamentalismo: el de la debilidad de las convicciones; mucho más peligroso por ocultarse bajo la máscara de la tolerancia.



En todo caso, argumentando en positivo, habría que aclarar que esa acusación mezcla dos planos: el de las convicciones personales acerca de la verdad, y el de su realización en el campo político.


Estar persuadido de la verdad no implica necesariamente tratar de imponerla a los demás. Por tanto, ante la inculpación de despotismo –más o menos implícita– dirigida a todo el que defiende el valor de la verdad como un bien al que la persona no puede renunciar, hay que decir que éste no es producido por el reconocimiento de verdades universales y absolutas, sino por la falta de respeto a la libertad.


La estima de las ideas contrarias, y sobre todo de las personas que las pronuncian, no nace de la debilidad de las propias creencias, ni de estar dispuesto a poner en duda cualquier convicción; ocurre más bien lo contrario: para que exista una auténtica actitud de respeto hacia todos, son necesarias algunas verdades universalmente aceptadas, “no negociables”, empezando por el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano, presupuesto para respetar su libertad.


Cuanto más fuertemente convencidos estamos de esa verdad –que a los cristianos nos parece tan obvia, al comprender que todos los hombres son hijos del mismo Padre–, más posible será que se garantice el respeto a todos, incluidos quienes no comparten ese principio.


De hecho, si no se admite la universalidad de los derechos humanos ni la validez objetiva que los sustenta –la dignidad de cada persona–, tampoco serán exigibles para todos los ciudadanos, ni se podrá limitar por tanto la arbitrariedad en el ejercicio del poder, con lo que la propia democracia quedará indefensa ante sus propios abusos.


El problema del relativismo se encuentra en la entraña del mismo hombre, que, por más que aspire gozar de una autonomía sin vínculos ni límites, deseará siempre conocer el sentido de su vida, anhelo que se da en estrecha correspondencia con la pregunta sobre Dios y la salvación.


El Señor proclamó que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios [5]; el deseo natural de saber y el hambre de la palabra divina son inextinguibles, y nadie podrá hacerlos desaparecer de la vida humana: así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío, sino que hará lo que Yo quiero y realizará la misión que le haya confiado [6].


Hacer amable la verdad


La verdad es amable de por sí y, sin embargo, a veces la podemos defender de manera un tanto antipática. Es cierto que algunas verdades incomodan a quienes las escuchan, y que una vida coherente no es un camino fácil para nadie; pero esto no quita que la verdad tenga de por sí una fuerza de atracción que hemos de procurar no esconder.


Para mostrar el esplendor de la verdad conviene, en primer lugar, hacer el esfuerzo de buscarla, conocerla y contemplarla, también con el estudio y con la formación. Si se ama realmente la verdad es más fácil expresarla con don de lenguas, y hacerla visible con la vida.


Parte del servicio a la verdad consiste en hacerse cargo de las distintas situaciones, con el fin de encontrar los cauces apropiados para transmitir su atractivo e invitar a los demás a buscarla.


Es más fácil, a veces, emplear un tono negativo que tratar de conocer a los interlocutores para buscar el mejor modo de explicar las cosas; pero, ciertamente, es mucho menos eficaz.


Mostrar la amabilidad de la verdad es una tarea muy apropiada para los cristianos, porque sabemos que amor y verdad se identifican. La encíclica del Santo Padre es ya una respuesta al reto que él mismo planteó en los días previos a su elección, y en otros escritos anteriores, en los que –como dijimos– ha caracterizado el relativismo como “el problema central para la fe”.



Si el relativismo es una actitud que rehúye el encuentro con la verdad por miedo a perder la libertad y la felicidad, ¿no será la caridad la que pueda reconciliar verdad, libertad y felicidad? «La verdad y el amor son idénticos. Esta proposición –comprendida en toda su profundidad– es la suprema garantía de la tolerancia; de una relación con la verdad cuya única arma es ella misma y que, por serlo, es el amor» [7].


El Santo Padre, en los puntos iniciales de su primera encíclica, plantea un interrogante que describe la actitud un tanto defensiva de muchas personas ante la verdad, en este caso ante algunas verdades morales afirmadas por la Iglesia: «la Iglesia –se preguntan–, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en noso­tros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?» [8].


Hacer amable la verdad consiste precisamente en mostrar que se encuentra mayor felicidad viviendo en la verdad que tratando de esquivarla. Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la Verdad es inseparable de la auténtica alegría [9].


Hacer amable la verdad es una buena definición del apostolado, en el que se unen amor y verdad. Una verdad cruda y sin caridad se hará antipática e incluso inalcanzable, porque las verdades decisivas para la existencia «no se logran sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma» [10].



Los cristianos servimos a la verdad sobre todo cuando la acompañamos y la envolvemos con la caridad de Cristo, con la santidad de vida, que supone, entre otras cosas, saber acoger a todos.


San Josemaría amaba la verdad y la libertad; por eso enseñaba que la verdad no se impone, sino que se ofrece: ¿Te sientes depositario del bien y de la verdad absoluta y, por tanto, investido de un título personal o de un derecho a desarraigar el mal a toda costa? –Por ese camino no arreglarás nada: ¡sólo por Amor y con amor!, recordando que el Amor te ha perdonado y te perdona tanto [11].


El ambiente en el que se aprende a amar la verdad no es un ambiente de enfrentamiento; de vencedores y vencidos. La amistad, la alegría, el cariño y la actitud de servicio convencen, mueven, iluminan, preparan el espíritu para romper los muros del relativismo que cierran la inteligencia a la consideración de la verdad. «La mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor» [12]. El ambiente que devuelve la confianza en encontrar la verdad, y que prepara para recibirla y amarla, es el de la coherencia de vida.


También entre personas que no han conocido a Cristo, no han faltado testigos apasionados y coherentes de la verdad. Pensemos en los testimonios que han llegado de Sócrates, uno de los grandes buscadores de la verdad, que Juan Pablo II cita en la encíclica Fides et ratio: sus palabras, pero sobre todo su actitud de coherencia hasta la muerte, han marcado el pensamiento filosófico desde hace más de dos mil años [13].


Con mucha más razón pueden los cristianos testimoniar la Verdad no sólo con la inteligencia, cultivada con la lectura, el estudio y la reflexión; sino también a través de las virtudes que reflejan a Cristo, verdad hecha vida.


El ambiente de la sociedad (...) necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad –«quasi lucernæ lucentes in caliginoso loco» [14].


Cristo nos ha enseñado la Verdad sobre Dios muriendo en la Cruz. Los santos han hecho creíble que Dios es amor, entregando la vida por amor a Dios y a los demás. La Iglesia no cesa de empeñarse en esta tarea de iluminar al mundo y sacarlo de las tinieblas de una vida sin verdad y sin sentido.

28 de mayo de 2021

SER ALMAS DE ORACIÓN


 

Evangelio (Mc 11,11-25)


Y entró en Jerusalén en el Templo; y después de observar todo atentamente, como ya era hora tardía, salió para Betania con los doce. Al día siguiente, cuando salían de Betania, sintió hambre. Viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella, pero cuando llegó no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó:


— Que nunca jamás coma nadie fruto de ti.


Y sus discípulos lo estaban escuchando. Llegaron a Jerusalén. Y, entrando en el Templo, comenzó a expulsar a los que vendían y a los que compraban en el Templo, y volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba diciendo:


— ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en una cueva de ladrones.


Lo oyeron los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y buscaban el modo de acabar con él; pues le temían, ya que toda la muchedumbre quedaba admirada de su enseñanza. Y al atardecer salieron de la ciudad. Por la mañana, al pasar, vieron que la higuera se había secado de raíz. Y acordándose Pedro, le dijo:


— Rabbí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.


Jesús les contestó:


— Tened fe en Dios. En verdad os digo que cualquiera que diga a este monte: «Arráncate y échate al mar», sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido. Por tanto os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo recibisteis y se os concederá. Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados.


Comentario


Contemplamos hoy a Jesús y nos quedamos admirados de su autoridad. Es el Maestro que enseña con acciones y palabras. Venía de Jericó, donde acababa de devolver la vista a Bartimeo, y llega a Jerusalén. Allí ha entrado aclamado como Mesías, y llega al Templo, y observa todo... quizá apenado; pero se hace tarde, y es hora de descansar en la cercana Betania. Desde allí, vuelve de mañana a la Ciudad Santa; de camino maldice una higuera que aparentaba estar llena de fruto y apta para saciar su hambre; luego, al entrar en el Templo, no refrena su celo por la Casa del Padre, “casa de oración” y cumple lo que había anunciado el profeta: “Aquel día no habrá más traficantes en el Templo del Señor de los ejércitos” (Zacarías 14,21). Al día siguente, ante la higuera seca, Jesús nos recuerda que quien ora a Dios con fe segura y libre de todo rencor hacia el prójimo, será escuchado.


Todo esto tiene lugar en los días previos a la Pasión. Por eso brilla con fuerza la autoridad y enseñanza de Jesús, el Mesías, “el profeta que ha de venir” (Deuteronomio 18,15), y no le importan los planes de los jefes del pueblo para acabar con Él: por encima de todo está el cumplimiento de la voluntad del Padre para la salvación de todos.


Jesús nos invita con fuerza a ser almas de oración. Ciertamente, un lugar privilegiado para nuestro trato con Dios es la “casa de oración”, donde todo está dispuesto para facilitar la adoración al único Dios, presente en la Eucaristía. En esos tiempos, nuestra fe crece hasta hacerse omnipotente, invencible, y da el fruto esperado. Incluimos en nuestra petición un corazón que perdona a quienes nos han ofendido. En definitiva, Jesús nos enseña lo mucho que está en juego cuando un discípulo ora con fe. Así lo recordaba San Josemaría: “Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! –Medítalo”.


TEXTO PARA TU RATO DE ORACION

Es abril de 1936 y en España hay mucha tensión social. Sin embargo, en la Academia DYA se procura mantener el clima habitual de estudio y de convivencia. En medio de aquellas extrañas jornadas, un residente cuenta por carta a sus padres que el día anterior habían ensayado canto litúrgico, ayudados por un profesor, en un ambiente que recordaba muy alegre[1]. En ese contexto particular, más allá de los buenos momentos que pasaban entre ellos, ¿por qué razón treinta universitarios, un domingo por la noche, estaban teniendo una clase de canto?

La respuesta la podemos encontrar un par de meses atrás, cuando san Josemaría incluyó en el plan de formación de la Academia precisamente algunas clases de canto gregoriano. Aunque sabemos que, como párroco en Perdiguera, san Josemaría solía celebrar Misa cantada, aquella inclusión curricular no respondía a una inclinación personal. Tampoco se debía a un interés erudito, consecuencia del conocimiento y desarrollo del Movimiento litúrgico en España. Esa decisión fue, más bien, fruto de su experiencia pastoral, movida solamente por el deseo de ayudar a aquellos jóvenes a que se convirtieran en almas de oración.


Es interesante observar un detalle de las tres publicaciones que en aquellos años treinta tenía san Josemaría entre manos, todas ellas dirigidas justamente a facilitar el diálogo con Dios: cada una de ellas respondía a una de las tres grandes formas de expresión de la oración cristiana. La primera se centraría en la meditación personal, otra fomentaría la piedad popular y la última animaría al lector a sumergirse en la oración litúrgica. El fruto de la primera iniciativa fue Consideraciones espirituales, base de su conocida obra Camino; el fruto de la segunda, fue el breve librito Santo Rosario; y para la tercera iniciativa, proyectó una obra que se titularía Devociones litúrgicas. Aunque la publicación de esta última obra estuvo anunciada para 1939, por diversas razones nunca llegó a ver la luz. Sin embargo, todavía se conserva el prólogo que había preparado don Félix Bilbao, obispo de Tortosa, y que lleva por título «¡Orad y orad bien!». En ese texto inédito se anima a los lectores a adentrarse, de la mano del autor del libro, en la liturgia de la Iglesia, para llegar a una «oración eficaz, jugosa, sólida, que les una íntimamente con Dios»[2].


Dar voz a la oración de la Iglesia


Para san Josemaría la liturgia no era un conjunto de preceptos dirigidos solamente a dar solemnidad a ciertas ceremonias. Sufría cuando el modo de celebrar los sacramentos y demás acciones litúrgicas no estaba verdaderamente al servicio del encuentro de las personas con Dios y con los demás miembros de la Iglesia. Una vez, tras asistir a una celebración litúrgica, escribió: «Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo»[3].


Este interés por el pueblo en la liturgia es profundamente teológico. En las acciones litúrgicas, la Trinidad interactúa con la Iglesia entera y no solo con una de sus partes. No es casualidad que la mayor parte de las reflexiones que san Josemaría dedicó en Camino a la liturgia se encuentren en el capítulo titulado La Iglesia. Para el fundador del Opus Dei, la liturgia era un lugar privilegiado donde experimentar la dimensión eclesial de la oración cristiana; allí es palpable el hecho de que nos dirigimos todos juntos a Dios. La oración litúrgica, siendo siempre personal, se abre a horizontes que van más allá de las circunstancias individuales. Si en la meditación personal somos nosotros el sujeto que habla, en la liturgia el sujeto es la Iglesia entera. Si en el diálogo a solas con Dios somos nosotros quienes hablamos como miembros de la Iglesia, en la oración litúrgica es la Iglesia quien habla a través de nosotros.


De este modo, aprender a decir el nosotros de las oraciones litúrgicas es una gran escuela para complementar las distintas dimensiones de nuestra relación con Dios. Allí uno se descubre un hijo más en esta gran familia que es la Iglesia. No sorprende, entonces, la clara exhortación de san Josemaría: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares»[4].


Aprender a rezar litúrgicamente requiere la humildad de recibir de otros las palabras que diremos. Requiere también el recogimiento del corazón para identificar y valorar las relaciones que nos unen a todos los cristianos. En este sentido, nos puede servir considerar que estamos rezando unidos a quienes están junto a nosotros en ese momento y también con los ausentes; con los cristianos del propio país, de los países vecinos, del mundo entero… También rezamos con los que nos han precedido y están purificándose o gozan ya de la gloria del cielo. De hecho, la oración litúrgica no es una fórmula anónima, sino que está llena «de rostros y de nombres»[5]; nos unimos a todas las personas concretas que forman parte de nuestra vida y que, como nosotros, viven «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», partícipes en la vida de la Trinidad.


Dar cuerpo a la oración de la Iglesia


Sabemos que, para san Josemaría, la santificación del trabajo no consistía principalmente en intercalar oraciones durante el trabajo, sino sobre todo en convertir en oración la misma acción que se realiza mediante una atención en hacerlo por la gloria de Dios, empeñándose en la perfección humana, sabiéndose mirado amorosamente por nuestro Padre del cielo. De modo análogo, la oración litúrgica no consiste principalmente en decir oraciones durante las acciones litúrgicas, sino en realizar esas acciones rituales digne, attente ac devote, con la dignidad, atención y devoción que merecen, estando presente en lo que se hace. No son solamente ocasiones para realizar actos individuales de fe, esperanza y caridad, sino acciones a través de las cuales la Iglesia entera expresa su fe, su esperanza y su caridad.


San Josemaría daba mucha importancia a este saber estar en los distintos actos de culto, a esta urbanidad de la piedad. La dignidad que requiere la oración litúrgica tiene mucho que ver con la gestión del propio cuerpo ya que, en cierto modo, allí se manifiesta en un primer momento lo que queremos hacer. La celebración de la santa Misa, acercarse a la Confesión, las bendiciones con el Santísimo, etc., comportan diversos movimientos de la persona, pues son oración en acción. La oración litúrgica, por tanto, supone también rezar con el cuerpo. Más aún, supone aprender a dar cuerpo, aquí y ahora, a la oración de la Iglesia. Y, lógicamente, aunque muchas veces sea el sacerdote quien tiene la misión de dar voz y manos a Cristo Cabeza, es la asamblea la que da voz y visibilidad a todo el Cuerpo Místico de Cristo. Saber que a través de nosotros se ve y se escucha la oración de los santos y de las almas del purgatorio es un buen estímulo para cuidar esa urbanidad de la piedad.


Además de dignidad, la oración litúrgica pide ser realizada con atención. En ese sentido, se podría decir que, además de concentrarnos en las palabras que decimos, es importante experimentar de la manera más profunda posible el momento que estamos viviendo: tener claro con quién estamos, por qué y para qué. Esta toma de conciencia exige una formación previa, que siempre se podrá mejorar. En palabras de san Josemaría: «Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios»[6].


Encuentro con cada Persona de la Trinidad


A pesar de las inevitables distracciones, debidas a nuestra fragilidad, en la oración litúrgica participamos en el misterioso pero real encuentro de toda la Iglesia con las tres personas de la Trinidad. Por eso, es enriquecedor aprender a distinguir cuándo nos dirigimos al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. Generalmente la liturgia nos suele situar de cara a Dios Padre, con sus rasgos propios, aunque frecuentemente sea invocado con un sencillo «Dios» o «Señor». Él es la fuente y origen de todas las bendiciones que la Trinidad derrama sobre este mundo y a él vuelven, a través de su Hijo, todas las alabanzas que las criaturas son capaces de expresar.


Porque lo que decimos al Padre lo decimos a través de Jesús, quien no está tanto delante de nosotros, sino con nosotros. El Verbo se ha encarnado para llevarnos al Padre y, por eso, descubrir su presencia a nuestro lado, como hermano que conoce y no se avergüenza de nuestra flaqueza, nos llena de consuelo y de audacia. Es más, la oración litúrgica, en cuanto oración pública de la Iglesia, nace de la oración de Jesús. No solo es continuación de su oración cuando estuvo sobre esta tierra, sino que es expresión, hoy y ahora, de su intercesión por nosotros en el cielo (cfr. Heb 7,25). Algunas veces encontramos también oraciones que se dirigen directamente a Jesús, llevando nuestra mirada hacia el Hijo en cuanto salvador. Por estos motivos, la oración litúrgica es una gran vía para sintonizar con el corazón sacerdotal de Jesucristo.


Y la oración que se dirige al Padre por el Hijo se realiza en el Espíritu Santo. Tener conciencia de la presencia de la tercera Persona de la Trinidad en la oración litúrgica es un gran regalo de Dios. El gran Desconocido, como lo llamaba san Josemaría, pasa externamente inadvertido, como la luz o como el aire que respiramos. Sin embargo, sabemos que sin luz no veríamos nada y sin aire nos ahogaríamos. El Espíritu Santo opera de una manera similar en el dialogo litúrgico. Aunque no nos solemos dirigir a él, sabemos que habita en nosotros y que, con gemidos inenarrables, nos mueve a dirigirnos al Padre con las palabras que nos enseñó Jesús. Su acción, por tanto, se manifiesta indirectamente. Más que en las palabras que decimos, o a quién se las decimos, el Espíritu se manifiesta en el cómo las decimos: está presente en los gemidos que se hacen canto y en los silencios que dejan trabajar a Dios en el interior de nuestro ser.


De la misma manera que la presencia del viento se percibe por los objetos que pone en movimiento, así podemos entrever la presencia del Espíritu Santo cuando experimentamos los efectos de su acción. Por ejemplo, un primer efecto de su actuar es cuando somos conscientes de estar rezando como hijas e hijos de Dios en la Iglesia. También lo experimentamos cuando se encarga de que la Palabra de Dios resuene en nuestro interior no como palabra humana sino como Palabra del Padre dirigida a cada uno. Sobre todo, el Espíritu Santo se manifiesta en la ternura y generosidad con las que el Padre y el Hijo se vuelcan sobre cada uno cuando en la celebración litúrgica nos perdonan, nos iluminan, nos fortalecen o nos hacen un regalo particular.


Por último, la acción del Espíritu Santo es tan íntima y necesaria que es quien hace posible que la acción litúrgica sea verdadera contemplación de la Trinidad, nos permite ver a la Iglesia entera y a Jesús mismo, cuando los sentidos nos dicen otra cosa. Es el Espíritu Santo quien nos descubre que el alma de la oración litúrgica no es el cumplimiento formal de una serie de palabras o movimientos exteriores, sino el amor con el que sinceramente deseamos servir y dejarnos servir. El Espíritu Santo nos hace participar de su misterio personal cuando aprendemos a disfrutar de un Dios que se abaja para servirnos, de modo que después podamos servir a los demás.


He vivido el Evangelio


No es extraño que uno de los términos más usados en la Escritura y en la Tradición para referirse a las acciones litúrgicas es el de servicio. Descubrir esta dimensión de servicio en la oración litúrgica tiene muchas consecuencias para la vida interior. No solo porque quien sirve por amor no se pone a sí mismo en el centro, sino también porque ver la liturgia como servicio es clave para poder transformarla en vida. Aunque parezca paradójico, en numerosas oraciones encontramos en los textos litúrgicos la exhortación a imitar en la vida ordinaria lo que hemos celebrado. Esta invitación no significa que debamos extender el lenguaje litúrgico a nuestras relaciones familiares y profesionales. Significa, en cambio, convertir en un programa de vida aquello que el rito nos ha permitido contemplar y vivir[7]. Por eso san Josemaría, en más de una ocasión, al contemplar la acción de Dios en su jornada exclamaba: «Verdaderamente, he vivido el Evangelio del día»[8].


Para vivir la liturgia del día y así trasformar nuestra jornada en servicio, en una Misa de veinticuatro horas, es necesario contemplar nuestras circunstancias personales a la luz de lo que hemos celebrado. En esta tarea, la meditación personal es insustituible. San Josemaría solía tomar notas de aquellas palabras o expresiones que le golpeaban durante la celebración de la Misa o en el rezo de la Liturgia de las Horas, hasta el punto de que un día escribió: «Ya no anotaré ningún salmo, porque habría que anotarlos todos, ya que en todos no hay más que maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido»[9]. Es verdad que la oración litúrgica es fuente de oración personal, pero es igualmente cierto que sin la meditación es muy difícil asimilar personalmente la riqueza de la oración litúrgica.


En el silencio del tú a tú con Dios es donde, de ordinario, las fórmulas de la oración litúrgica adquieren una fuerza íntima y personal. En este sentido, el ejemplo de María es iluminante: ella nos enseña que, para poner por obra el fiat –hágase– de la liturgia, para transformarlo en servicio, es necesario dedicar tiempo a conservar personalmente «todas estas cosas en el corazón» (Lc 2,19).

27 de mayo de 2021

DEJAR LO QUE ESTORBA

 


Mc 10,46-52)

En aquel tiempo:

Cuando salía Jesús de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos:

— ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!

Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más:

— ¡Hijo de David, ten piedad de mí!

Se paró Jesús y dijo:

— Llamadle.

Llamaron al ciego diciéndole:

— ¡Ánimo!, levántate, te llama.

Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

Jesús le preguntó:

— ¿Qué quieres que te haga?

— Rabboni, que vea — le respondió el ciego.

Entonces Jesús le dijo:

— Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.


Comentario

Bien conocido debía de ser entre los discípulos el personaje del evangelio de hoy, cuando el evangelista menciona su nombre y el de su padre. Es fácil imaginarlo contando su inolvidable experiencia a la salida de Jericó. Contemplemos este encuentro entre estos dos hombres: el hijo de Timeo y el hijo de David. El primero es ciego y pobre; el segundo es luz del mundo y rico en misericordia.

La ceguera y la pobreza no impiden a Bartimeo oír. En sus largas horas “al lado del camino” sonaban de vez en cuando las monedas que aliviaban su penuria. Aquel día, en cambio, sus oídos escucharon algo novedoso: pasaba por ahí el Maestro de Nazaret. Y empezó a gritar suplicando piedad. Escuchó luego los reproches de muchos que le hacían callar. Pero sus gritos eran más fuertes y llegaron hasta los oídos de Jesús, que le hizo llamar. Despreciando lo poco que tenía, el manto y algunas monedas, se encontró con el mismo Dios. Se cumplió lo que quizá Bartimeo había rezado ya muchas veces: “Señor, escucha mi oración, llegue hasta Ti mi clamor” (Salmo 102,2).

Y Bartimeo, con su sonora fe, obtiene del Mastro la curación. Y la historia continúa con una nueva vida. Ya no está “al lado” sino en el camino, recorriéndolo. Jesús es su Camino. En Bartimeo parece cumplirse lo que también testimonia San Pablo: “olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante” (Filipenses 3,13).

Con frecuencia nos puede pasar que no vemos claro nuestro camino. Es el momento de avivar la fe con una oración más perseverante, dispuestos a escuchar también el consejo de un buen amigo (“Ánimo, levántate, te llama”) y obtener por fin la fuerza que nos impulsa a saltar, dejando lo que pueda ser un estorbo para seguir al Maestro: el manto, nuestra ceguera, nuestro pasado... Hagamos nuestra la súplica de Bartimeo, como nos aconseja San Josemaría: “Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!; que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel”.