"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de octubre de 2019

EL AMOR DE JESÚS


— Nuestro refugio y protección están en el amor a Dios. Acudir al Sagrario.

— Jesús Sacramentado nos prestará todas las ayudas necesarias.
— Cerca del Sagrario, ganaremos todas las batallas. Almas de Eucaristía.

I. En el camino hacia Jerusalén, que con tanto detalle describe San Lucas, Jesús dejó escapar del fondo de su corazón esta queja hacia la Ciudad Santa que rehusó su mensaje: Jerusalén, Jerusalén..., cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas...1. Así nos sigue protegiendo el Señor: como la gallina a sus polluelos indefensos. Desde el Sagrario, Jesús vela nuestro caminar y está atento a los peligros que nos acechan, cura nuestras heridas y nos da constantemente su Vida. Muchas veces le hemos repetido: Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero2. En Él está nuestra salud y nuestro refugio.

La imagen del justo que busca protección en el Señor «como los polluelos se cobijan bajo las alas de su madre» se encuentra con frecuencia en la Sagrada Escritura: Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas3, pues Tú eres mi refugio, la torre fortificada frente al enemigo. Sea yo tu huésped por siempre en tu tabernáculo, me acogeré bajo el amparo de tus alas4, leemos en los Salmos. El Profeta Isaías recurre a esta imagen para asegurar al Pueblo elegido que Dios lo defenderá contra los sitiadores. Así como los pájaros despliegan sus alas sobre sus hijos, así el Eterno todopoderoso protegerá a Jerusalén5.

Al final de nuestra vida, Jesús será nuestro Juez y nuestro Amigo. Mientras vivía aquí en la tierra, y también mientras dure nuestro peregrinar, su misión es salvarnos, dándonos todas las ayudas que necesitemos. Desde el Sagrario Jesús nos protege de mil formas. ¿Cómo podemos tener la imagen de un Jesús distanciado de las dificultades que padecemos, indiferente a lo que nos preocupa?

Ha querido quedarse en todos los rincones del mundo para que le encontremos fácilmente y hallemos remedio y ayuda al calor de su amistad. «Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad»6. No dejemos cada día de acompañarle. Esos pocos minutos que dure la Visita serán los momentos mejor aprovechados del día. «¡Ah!, y ¿qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?»7.

II. Nuestra confianza en que saldremos adelante en todas las pruebas, peligros y padecimientos no está en nuestra fuerzas, siempre escasas, sino en la protección de Dios, que nos ha amado desde la eternidad y no dudó en entregar a su Hijo a la muerte para nuestra salvación. El mismo Jesús se ha quedado cerca, en el Sagrario, quizá a no mucha distancia de donde vivimos o trabajamos, para ayudarnos, curar las heridas y darnos nuevos ánimos en ese camino que ha de acabar en el Cielo. Basta que nos acerquemos a Él, que espera siempre. Nada de lo que nos puede ocurrir podrá separarnos de Dios, como nos enseña San Pablo en una de las lecturas de la Misa8, pues si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará en Él todas las cosas?... ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Nada nos podrá separar de Él, si nosotros no nos alejamos.

«Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes (cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rom 8, 31)»9.

Aunque el Señor permita tentaciones muy fuertes o que crezcan las dificultades familiares, y llegue la enfermedad o se haga más costoso el camino..., ninguna prueba por sí misma es lo suficientemente fuerte para separarnos de Jesús. Es más, con una visita al Sagrario más próximo, con una oración bien hecha, nos encontraremos con la mano poderosa de Dios y podremos decir: Omnia possum in eo qui me confortat10. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Porque estoy convencido –continúa San Pablo en la Primera lectura de la Misa– de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús. Es un canto de confianza y de optimismo que hoy podemos hacer nuestro.

San Juan Crisóstomo nos recuerda que «Pablo mismo tuvo que luchar contra numerosos enemigos. Los bárbaros le atacaban, sus propios guardianes le tendían trampas, hasta los fieles, a veces en gran número, se levantaron contra él, y sin embargo Pablo triunfó de todo. No olvidemos que el cristiano fiel a las leyes de su Dios vencerá tanto a los hombres como a Satanás mismo»11. Si nos mantenemos muy cerca de Jesús, presente en la Eucaristía, venceremos en todas las batallas, aunque a veces parezca que perdemos... El Sagrario será nuestra fortaleza, pues Jesús se ha querido quedar para ampararnos, para ayudarnos en cualquier necesidad. Venid a Mí... nos llama todos los días.

III. La serenidad que hemos de tener no nace de cerrar los Ojos a la realidad o de pensar que no tendremos tropiezos y dificultades, sino de mirar el presente y el futuro con optimismo, porque sabemos que el Señor ha querido quedarse para socorrernos.

De las mismas pruebas de la vida resultará un gran bien, y nunca estaremos solos en las circunstancias más difíciles. Si en estas ocasiones se agradece tanto la cercanía de un amigo, ¿cómo será la paz que alcanzaremos junto al Amigo, en el Sagrario más próximo? Allí hemos de ir enseguida a encontrar el consuelo, la paz y las fuerzas necesarias. «¿Qué más queremos tener al lado que un tan buen Amigo, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo?»12, escribe Santa Teresa de Jesús.

Cuando ya podía vislumbrarse que iba a ser perseguido, Santo Tomás Moro fue llamado a comparecer ante el tribunal de Lambeth. Moro se despidió de los suyos, pero no quiso que le acompañaran, como era su costumbre, hasta el embarcadero. Solo iban con él William Roper, esposo de su hija mayor y predilecta, Margaret, y algunos criados. Nadie en el bote se atrevía a romper el silencio. Al cabo de un rato, y de improviso, susurró Tomás al oído de Roper: Son Roper, I thank our Lord the field is won: «Hijo mío Roper, doy gracias a Dios, porque la batalla está ganada». Roper confesaría más tarde no haber entendido bien el significado de esas palabras. Más tarde comprendió que el amor de Moro había crecido tanto que le daba esta seguridad de triunfar sobre cualquier obstáculo13. Era la certeza del que, sabiéndose cercano a su último combate, esperaba que el Señor no le abandonaría en el momento supremo. Si nos mantenemos cerca de Jesús, si somos almas de Eucaristía, Él nos cobijará, como las aves a sus polluelos, y siempre, ante los mayores obstáculos, podremos decir de antemano: la batalla está ganada.

«¡Sé alma de Eucaristía!

»—Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!»14.

Santa María, que tantas veces habló con Él aquí en la tierra y ahora le contempla para siempre en el Cielo, nos pondrá en los labios las palabras oportunas si alguna vez no sabemos muy bien qué decirle. Ella acude siempre prontamente para remediar nuestra torpeza.

30 de octubre de 2019

LO ENTENDERÁS MÁS TARDE

— Todo los acontecimientos que Él manda o permite tienen su significado.
— El sentido de nuestra filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para bien.
— La confianza en Dios no nos lleva a la pasividad, sino a poner los medios a nuestro alcance.
I. La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.
Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida... Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Solo vamos a confiar en Él cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.
Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho para el alma incluso del mal». Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.
II. En una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum... Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios. «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?». El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros. No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et fortiter, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa, a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho (de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados». La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor cercanía de Dios.
Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento lleno de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección».
III. El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad, además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo, pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria de tantos... nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de buena voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.
Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que Él nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.
Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum! todo será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada», escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.

29 de octubre de 2019

LA MANIFESTACIÓN DE LOS HIJOS DE DIOS

— El sentido de nuestra filiación divina.
— Hijos en el Hijo.
— Consecuencias de la filiación divina.

I. En el Salmo II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy1. Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo. El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito2.

Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza3. Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.

Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios4. «El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). Él es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia»5.

La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos6. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos...7. El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como hijo, también heredero8.

Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada»9.

II. Tú eres mi hijo...

El Señor habló constantemente de esta realidad a sus discípulos. Unas veces directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre10, señalándoles la santidad como imitación filial del Padre11...; y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por la figura del padre12.

La filiación divina no consiste solo en que Dios haya querido tratarnos como un padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a Él con la confianza de los hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas filiaciones que en sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios, según su mayor o menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don, pero el amor de Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos suyos. Mientras aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión, nuestra filiación divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la filiación de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial13.

La nuestra es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De esta «filiación natural –explica Santo Tomás– se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación»14. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo15. «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo»16. «Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4, 4-7) y hermano de Cristo»17.

La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.

»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.

»Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!»18.

III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»19. Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus20. Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.

La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.

28 de octubre de 2019

SEGUIR A JESUS DE CERCA

— Los Apóstoles no buscaron su gloria personal, sino llevar a todos el mensaje de Cristo.
— La fe de los Apóstoles y nuestra fe.
— Amor a Jesús para seguirle de cerca.
I. El Señor, que no tenía necesidad de que nadie diera testimonio de Él, quiso, sin embargo, elegir a los Apóstoles para que fueran compañeros en su vida y continuadores de su obra después de su muerte. En las primeras expresiones del arte cristiano nos encontramos con frecuencia a Jesús rodeado por los Doce, formando con Él una familia inseparable. No eran estos discípulos de la clase influyente de Israel ni del grupo sacerdotal de Jerusalén. No eran filósofos, sino gentes sencillas. «Es una eterna maravilla ver cómo estos hombres extendieron por el mundo un mensaje opuesto radicalmente en sus líneas esenciales al pensamiento de los hombres de su tiempo, ¡y desgraciadamente, también al de los del nuestro!».
Con frecuencia manifiesta el Evangelio el dolor de Jesús por la falta de comprensión de aquellos a quienes confiaba sus pensamientos más íntimos: ¿Aún estáis sin conocimiento ni inteligencia? ¿Aún está vuestro corazón cegado? ¿Tenéis ojos y no veis? ¿Tenéis oídos y no oís?. «No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam (Mt 13, 36), Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan (cfr. Mt 16, 67) (...). Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gal 2, 9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres (Mt 4, 19), corredentores, administradores de la gracia de Dios».
Los Apóstoles elegidos por el Señor eran muy diferentes entre sí; sin embargo, todos manifiestan una fe, un mensaje... No debe sorprendernos que nos hayan llegado tan pocas noticias de la mayoría de ellos, pues lo que les importaba era dar un testimonio cierto sobre Jesús y la doctrina que de Él recibieron: son el «sobre», cuya única misión es la de transmitir el papel donde va escrito el mensaje, en imagen alguna vez utilizada por San Josemaría Escrivá para hablar de la humildad; solo desean ser instrumentos delante del Señor: lo importante es el mensaje, no el sobre.
De los dos grandes Apóstoles, Simón y Judas Tadeo, cuya fiesta celebramos hoy, apenas nos han llegado unas pocas noticias: de Simón solo sabemos con certeza que fue elegido expresamente por el Señor para formar parte de los Doce; de Judas Tadeo conocemos además que era pariente del Señor, que formuló a Jesús una pregunta en la Última Cena Señor, ¿qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?- y que, según la tradición eclesiástica, es el autor de una de las Epístolas católicas. Desconocemos dónde fueron enterrados sus cuerpos y no sabemos bien las tierras que evangelizaron. No se preocuparon de llevar a cabo una tarea en la que sobresalieran sus dotes personales, sus conquistas apostólicas, los sufrimientos que padecieron por el Maestro. Por el contrario, procuraron pasar ocultos y dar a conocer a Cristo. En esto hallaron la plenitud y el sentido de sus vidas. Y, a pesar de sus condiciones humanas, escasas para la misión para la que fueron elegidos, llegaron a ser la alegría de Dios en el mundo.
Nosotros podemos aprender a encontrar la felicidad en cumplir, calladamente, la labor y la misión que el Señor nos ha encomendado en la vida. «Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: “Deo omnis gloria!” toda la gloria, para Dios».
Así seremos verdaderamente eficaces, pues «cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en “mayores manifestaciones”, para no perder ese trato irrepetible e incomparable- con el Señor». «Como quien tiene prisa», así hemos de pasar de una labor a otra, sin detenernos demasiado en consideraciones personales.
II. Los Apóstoles fueron testigos de la vida y de las enseñanzas de Jesús, y nos transmitieron con toda fidelidad la doctrina que habían oído y los hechos que habían visto. No se dedicaron a difundir teorías personales, ni remedios sacados de la propia experiencia: Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad, escribe San Pedro. San Juan nos dice con insistencia: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la Vida (...) os lo anunciamos a vosotros. Y San Lucas, que no sabemos si recibió una enseñanza directa del Señor, afirma que va a describir por su orden desde el origen todos los sucesos de la vida de Cristo conforme nos los tienen referidos los que desde el principio fueron testigos de vista y ministros de la palabra. De aquella primera comunidad cristiana de Jerusalén conocemos que perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles. La enseñanza de los Doce, no la libre interpretación de cada uno, ni la autoridad de los sabios, es el fundamento de la fe cristiana.
La voz de los Apóstoles es el eco diáfano de las enseñanzas de Jesús, que resonará hasta el fin de los siglos: su corazón y sus labios desbordan veneración y respeto por sus palabras y por su Persona. Un amor que hace exclamar a Pedro y a Juan, ante las amenazas del Sanedrín: nosotros no podemos dejar de decir de lo que hemos visto y .
Esa misma fe es la que, de generación en generación, custodiada por el Magisterio de la Iglesia, con la asistencia continua del Espíritu Santo, ha llegado hasta nosotros. En estas verdades ha habido y continúa existiendo un desarrollo y crecimiento como el de la semilla que llega a ser un gran árbol. La Iglesia es el canal por el que nos llega, enriquecida por la gracia divina, la enseñanza de Cristo. Esta es la que nosotros debemos dar a conocer en la catequesis, en el apostolado personal, los sacerdotes en su predicación...
Muchos siglos nos separan de los Apóstoles que hoy celebramos. Sin embargo, la Luz y la Vida de Cristo que ellos predicaron al mundo sigue llegando hasta nosotros. «¡La luz de Cristo no se extingue! Los Apóstoles transmitieron esta luz a sus discípulos y estos a los suyos, hasta llegar a nosotros a través de los siglos y hasta el fin de los tiempos. Por cuántas y cuán distintas manos ha pasado esta luz (...). A todos les debemos un gran reconocimiento. También para nosotros, la grey que en estos días se acerca a sus pastos, tiene Él previstos maestros, pastores y sacerdotes. Él obra por sus pobres brazos la maravilla de nuestra salvación. Él cuida de nosotros con amor divino. Todas las estrellas traen de Él su resplandor. Todos los mares le cantan. Todos los cielos le alaban». No dejemos de hacerlo nosotros.
III. Simón y Judas Tadeo, como el resto de los Apóstoles, tuvieron la inmensa suerte de aprender de labios del Maestro la doctrina que luego enseñaron. Compartieron con Él alegrías y tristezas. ¡Qué santa envidia les tenemos! Muchas cosas las aprendieron en la intimidad de su conversación para transmitirlas luego a los demás: Lo que os he susurrado al oído, predicadlo por encima de los tejados. Ningún milagro les había de pasar inadvertido, ninguna lágrima y ninguna sonrisa dejaría de tener importancia. Son los testigos, los transmisores. Los Doce consideraban esta íntima unión con el Maestro tan esencial que cuando han de completar el número, después de la defección de Judas, pusieron una única condición indispensable: Es necesario, por tanto, que de los hombres que nos han acompañado todo el tiempo en que el Señor Jesús vivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que partió de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo de su Resurrección.
Estos hombres estuvieron con Jesús en las fatigas del apostolado, en el descanso cuando Él les enseñaba con voz pausada los misterios del Reino, en las caminatas agotadoras bajo el sol... Compartieron con Él las alegrías cuando las gentes respondían a su predicación, y las penas al ver la falta de generosidad de otros para seguir al Maestro. «¡Con qué intimidad se confiaban a Él, como a un padre, como a un amigo, casi como a su propia alma! Le conocían por su noble porte, por el cálido tono de su voz, por su manera de partir el pan. Se sentían inundados de luz y estremecidos de alegría, cuando sus ojos profundos se posaban sobre ellos y la voz de Él vibraba en sus oídos. Enrojecían, cuando los reprendía por su pobreza de espíritu, y cuando los corregía, humillaban sus rostros curtidos por los años como niños atrapados en una falta... Se sentían profundamente impresionados, cuando les hablaba una y otra vez de su Pasión. Amaban a su Maestro, y le seguían no solo porque querían aprender sus doctrinas, sino sobre todo porque le amaban».
Pidamos hoy a estos Santos Apóstoles, Simón y Judas, que nos ayuden a conocer y a amar cada día más al Maestro, al mismo que ellos siguieron un día, y que fue el centro sobre el que se orientó toda su vida.

27 de octubre de 2019

NECESIDAD DE LA ORACION

— Necesidad de la oración.
— Oración humilde y confiada. 
— Fidelidad a la oración. Dificultades.

I. La oración es, de nuevo, en este domingo el tema del Evangelio de la Misa1. Jesús comienza la parábola del publicano y del fariseo insistiendo en que es preciso orar en todo tiempo2. En sus enseñanzas, de lo que tal vez más nos habla el Señor –junto a la fe y a la caridad– es de la oración. De muchas maneras nos quiere decir el Maestro que la oración nos es absolutamente necesaria para seguirle y para cualquier obra que permanezca más allá de esta vida pasajera. En los comienzos de su Pontificado, el Papa Juan Pablo II declaraba: «la oración es para mí la primera tarea y como el primer anuncio; es la primera condición de mi servicio a la Iglesia y al mundo». Y añadía: «también todo creyente debe considerar siempre la oración como la obra esencial e insustituible de la propia vocación, el opus divinum que antecede –como en la cumbre de todo su vivir y actuar– a cualquier tarea. Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son la prueba de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa, del apostolado, de la fidelidad cristiana»3. Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo. Nos es tan indispensable como el alimento o la respiración para la vida corporal. De aquí el empeño del demonio en que los cristianos abandonemos o descuidemos la oración, con excusas que parecen nobles.

Pocos días antes, recordaba el Pontífice que un peligro para los sacerdotes, aun celosos, «es sumergirse de tal manera en el trabajo del Señor, que se olviden del Señor del trabajo»4. Es un peligro para cada cristiano, pues nada vale la pena, ni siquiera el apostolado más extraordinario que se pudiera imaginar, si se hiciera a costa de nuestro trato con el Señor, pues al final todo resultaría estéril. Habríamos llevado a cabo una obra puramente humana, en la que, quizá inconscientemente, nos habríamos buscado a nosotros mismos. El remedio de ese peligro no está en abandonar el trabajo o la tarea apostólica, sino en «crear el tiempo para estar con el Señor en la oración»5, que «hoy como ayer es imprescindible»6.

Examinemos hoy si la oración, el trato diario con Jesús vivifica nuestro trabajo, la vida familiar, la amistad, el apostolado... Bien sabemos que todo es distinto cuando lo hemos hablado antes con el Maestro. Es ahí «donde el Señor da luz para entender las verdades»7. Y sin esa luz, caminamos a oscuras. Con ella, penetramos en el misterio de Dios y de la vida.

II. La finalidad de la parábola que hoy leemos en el Evangelio de la Misa es distinguir la piedad auténtica de la falsa. La oración verdadera atraviesa las nubes del cielo, según leemos en la Primera lectura8, sube siempre a Dios y baja llena de frutos.

Antes de narrar la parábola, San Lucas se preocupa de señalar que Jesús hablaba a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás. El Señor habla de dos personajes bien conocidos por todos los oyentes: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. Enseguida nos damos cuenta de que, aunque los dos hombres se dirigieron al Templo con el mismo fin, uno de ellos no hizo oración. No habla con Dios en un diálogo amoroso, sino consigo mismo. No hay amor en su oración, ni tampoco humildad. El fariseo está de pie, da gracias por lo que hace, está satisfecho. Se compara con los demás y se considera más justo, mejor cumplidor de la Ley. Parece no necesitar de Dios.

El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se le acercó más fácilmente. No atreviéndose a levantar los ojos al cielo, tenía ya consigo al que hizo los cielos... Que el Señor esté lejos o no, depende de ti. Ama y se acercará»9. Y estará atentísimo, como nadie lo ha estado nunca, a todo aquello que queramos decirle. El publicano conquistó a Dios con su humildad y su confianza, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes10, y nos enseña cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta –con la mente fija en la persona a quien hablamos–, confiada, procurando que no sea un monólogo –como la del fariseo– en el que nos demos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer...

En la parábola late la idea de la humildad como fundamento de nuestro trato con Dios. Él quiere que acudamos a la oración como hijos pobres y necesitados siempre de su misericordia. «A Dios –enseña San Alfonso Mª de Ligorio– le gusta que tratéis familiarmente con Él. Tratad con Él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla»11. Huyamos en la oración de la autosuficiencia, de la complacencia en los aparentes o posibles frutos en el apostolado, en la propia lucha ascética... y también de las actitudes negativas, pesimistas, que reflejan falta de confianza en la gracia de Dios, y que son frecuentemente manifestaciones de una soberbia oculta. La oración es siempre tiempo de alegría, de confianza y de paz.

III. Preparemos con especial esmero el rato que dedicamos a la oración, «estando a solas con quien sabemos nos ama»12, pues de ahí hemos de sacar fuerzas para santificar nuestro quehacer diario, para convertir en gracia las contradicciones diarias y para vencer todas las dificultades. Somos tan fuertes como sea de verdadero nuestro trato con el Señor. Al comenzarla «es necesario aparejar el corazón para este santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer»13. En esta preparación nos ayudan el ofrecimiento de nuestro trabajo al Señor a lo largo del día, las pequeñas mortificaciones, el recogimiento interior... y, en el momento en que la comenzamos, el acto de presencia de Dios, en el que nos recogemos interiormente y nos ponemos ante su mirada. Este acto de presencia de Dios será normalmente una breve oración vocal que nos introducirá en el diálogo con Dios; muchas veces, ella sola nos dará materia para ese rato de conversación con el Señor. Nos puede ayudar el recitar despacio esas palabras, con la mente atenta: Creo firmemente que estás aquí..., que me ves..., que me oyes... Le miramos y nos mira. Y ese sentirnos junto a Él ya es oración, aunque no formulemos expresamente ninguna palabra. Él nos entiende y nosotros le entendemos. Le pedimos y Él nos pide: más generosidad, más amor, más lucha...

No nos preocupe si algunas veces, ¡o siempre!, no tenemos un especial sentimiento en la oración. «Para quien se empeña seriamente en hacer oración, vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no sentir nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración (...). En esos períodos, debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá darle la impresión de una cierta artificiosidad se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva»14. Muchos días en los que, con lucha por estar con el Señor, nos había parecido que pasaba el tiempo sin sacar fruto, quizá ante Él resultó ser una oración espléndida. El Señor nos recompensa siempre con su paz y sus fuerzas para pelear todas las batallas que tengamos por delante. No dejemos nunca la oración. «No me parece otra cosa perder el camino –escribe Santa Teresa de Jesús, con su habitual claridad– sino dejar la oración»15. En no pocas ocasiones, puede ser la tentación más grave que sufra un alma que un día decidió seguir a Cristo de cerca: abandonar ese diálogo diario con Dios porque cree que no saca fruto, porque considera más importantes otras cosas, incluso empresas apostólicas..., y nada es más importante que esa cita diaria, en la que Jesús nos espera. «A toda costa –escribe un autor espiritual– debe tomarse y cumplirse inflexiblemente la determinación de perseverar en dedicar a diario un tiempo conveniente a la oración privada. No importa si no se puede hacer más que permanecer de rodillas durante ese tiempo y combatir con absoluta falta de éxito contra las distracciones: no se está malgastando el tiempo»16. Por el contrario, no existe tiempo mejor ganado que aquel que hemos «perdido» junto al Señor.

Pidamos hoy ayuda a Nuestra Señora para que nos enseñe a tratar a su Hijo como Ella lo trató en Nazaret y durante su vida pública. Y hagamos el propósito de no cometer la torpeza de abandonar la oración jamás y de no consentir distracciones voluntarias en ese tiempo en el que el Señor nos mira y nos escucha con tanta atención.

26 de octubre de 2019

LA HIGUERA ESTERIL

— Dar fruto. La paciencia de Dios.
— Lo que Dios espera de nosotros.
— Pacientes en el apostolado.

I. En las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy1: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?

La higuera simboliza a Israel2, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo3 de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones4, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón5.

A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia de Dios6 con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.

Él mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea7. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida..., el encuentro con la samaritana, con Zaqueo...

II. Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor»8. «Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso»9, comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...! «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»10.

Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, «pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado»11; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco mejor»12, una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...

Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer..., en la última semana..., y veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado...»13, en el que ya falta poco para terminar.

III. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos14. Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor, vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada uno en la intimidad de nuestra oración.

Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, «esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo que le permita arrepentirse?

»Claro que pueden»15. Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto»16. Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el camino que lleva hasta Jesús.

Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.

25 de octubre de 2019

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS


— Reconocer a Cristo que pasa cerca de nuestra vida.
— La fe y la limpieza de alma.
— Encontrar a Jesús y darlo a conocer.


I. Desde siempre los hombres se han interesado por el tiempo y por el clima. De modo muy particular, los labradores y los hombres de la mar han interrogado el estado del cielo, la dirección del viento, la forma de las nubes, para aventurar un pronóstico en razón de sus tareas. Nuestro Señor, en el Evangelio de la Misa1, lo hace notar a quienes le escuchan, pescadores y gentes del campo en su mayoría: Cuando veis que sale una nube por el poniente, en seguida decís: va a llover. Y cuando sopla el sur, decís: viene bochorno. Jesús se encara con ellos, pues saben prever la lluvia y el buen tiempo a través de los signos que aparecen en el horizonte y, sin embargo, no saben discernir las señales, más abundantes y más claras, que Dios envía para que averigüen y conozcan que ha llegado ya el Mesías: ¿cómo no sabéis interpretar este tiempo?, les interpela. A muchos les faltaba buena voluntad y rectitud de intención, y cerraban sus ojos a la luz del Evangelio. 
Las señales de la llegada del Reino de Dios son suficientemente claras en la Palabra de Dios, que les llega tan directamente, en los milagros tan abundantes que realizó el Señor, y en la Persona misma de Cristo que tienen ante sus ojos2. A pesar de tantos signos, muchos de ellos ya anunciados por los Profetas, no supieron enjuiciar la situación presente. Dios estaba en medio de ellos y muchos no se dieron cuenta.

El Señor sigue pasando cerca de nuestra vida, con suficientes referencias, y cabe el peligro de que en alguna ocasión no le reconozcamos. Se hace presente en la enfermedad o en la tribulación, que nos purifica si sabemos aceptarla y amarla; está, de modo oculto pero real, en las personas que trabajan en la misma tarea y que necesitan ayuda, en aquellas otras que participan del calor del propio hogar, en las que cada día encontramos por motivos tan diversos... Jesús está detrás de esa buena noticia, y espera que vayamos a darle las gracias, para concedernos otras nuevas. Son muchas las ocasiones en que se hace encontradizo... ¡Qué pena si no supiésemos reconocerle por ir excesivamente preocupados o distraídos, o faltos de piedad, de presencia de Dios!

¿No sería nuestra vida bien distinta si fuéramos más conscientes de esa presencia divina? ¿No es cierto que desaparecería mucha rutina, malhumor, penas y tristezas...? ¿Qué nos importaría entonces representar un papel u otro, si sabemos que a Dios le gusta y aprecia el que nos ha tocado? «Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos (Lc 12, 30), de las personas que carecen de sentido sobrenatural»3, de quienes viven como si el Maestro no se hubiera quedado con nosotros.

II. La fe se hace más penetrante cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad. Quien quisiere hacer la voluntad de Él (de mi Padre) conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía4, dirá el Señor en otra ocasión a los judíos. 
Cuando no se está dispuesto a cortar con una mala situación, cuando no se busca con rectitud de intención solo la gloria de Dios, la conciencia se puede oscurecer y quedarse sin luz para entender incluso lo que parece evidente. «El hombre, llevado por sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en las almas»5. Si falta buena voluntad, si esta no se orienta a Dios, entonces la inteligencia encontrará muchas dificultades en el camino de la fe, de la obediencia o de la entrega al Señor6. 
¡Cuántas veces hemos experimentado en el apostolado personal cómo han desaparecido muchas dudas de fe en amigos nuestros cuando por fin se han decidido a hacer una buena Confesión! «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados. en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no la vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión»7.

Para percibir la claridad penetrante de la fe, «hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres (...). Con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano»8.

Son tan importantes las disposiciones morales (la limpieza de corazón, la humildad, la rectitud de intención...) que a veces se puede decir que la oscuridad ante la voluntad de Dios, el desconocimiento de la propia vocación, las dudas de fe, incluso la misma pérdida de esta virtud teologal, tienen sus raíces en el rechazo de las exigencias de la moral o de la voluntad divina9. Cuenta San Agustín su experiencia cuando aún estaba lejos del Señor: «Yo llegué a encontrarme –afirma el Santo– sin deseo alguno de los alimentos incorruptibles; pero no porque estuviera lleno de ellos, sino porque mientras más vacío me encontraba, más los rechazaba»10. Purifiquemos nosotros la mirada, aun de esas motas que dañan la visión, aunque sean pequeñas; rectifiquemos muchas veces la intención –¡para Dios toda la gloria!–, con el fin de ver a Jesús que nos visita con tanta frecuencia.

III. El Evangelio de la Misa de hoy termina con estas palabras de Jesús: Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel... Todos vamos por el camino de la vida hacia el juicio. Aprovechemos ahora para olvidar agravios y rencores, por pequeños que sean, mientras queda algo de trayecto por recorrer. Descubramos los signos que nos señalan la presencia de Dios en nuestra vida. Luego, cuando llegue la hora del juicio, será ya demasiado tarde para poner remedio. Este es el tiempo oportuno de rectificar, de merecer, de amar, de reparar. El Señor nos invita hoy a descubrir el sentido profundo del tiempo, pues es posible que todavía tengamos pequeñas deudas pendientes: deudas de gratitud, de perdón, incluso de justicia...

A la vez, hemos de ayudar a otros que nos acompañan en el camino de la vida a interpretar esas huellas que señalan el paso del Señor cerca de sus familias, de sus lugares de trabajo... Es posible que algunos, quizá los más alejados, no sigan al Maestro porque le ven con una mirada miope, como muchos de aquellos que le rodeaban en Palestina, pues «lo que muchos combaten no es al verdadero Dios, sino la falsa idea que se han hecho de Dios: un Dios que protege a los ricos, que no hace más que pedir y acuciar, que siente envidia de nuestro progreso, que espía continuamente desde arriba nuestros pecados para darse el placer de castigarlos (...). Dios no es así: es justo y bueno a la vez; Padre también de los hijos pródigos, a los que desea ver no mezquinos y miserables, sino grandes, libres, creadores de su propio destino. Nuestro Dios es tan poco rival del hombre, que ha querido hacerle su amigo, llamándole a participar de su misma naturaleza divina y de su misma eterna felicidad. 
Ni tampoco es verdad que nos pida demasiado; al contrario, se contenta con poco, porque sabe muy bien que no tenemos gran cosa (...). Este Dios se hará conocer y amar cada vez más; y de todos, incluidos los que hoy lo rechazan, no porque sean malos (...), sino porque le miran desde un punto de vista equivocado. ¿Que ellos siguen sin creer en Él? Él les responde: soy Yo el que cree en vosotros»11. 
Dios, como buen Padre, no se desanima ante sus hijos. No perdamos la esperanza nosotros: mostremos a los demás tantas indicaciones y referencias como Él deja a su paso. Si el campesino conoce bien la evolución del tiempo, los cristianos hemos de saber descubrir a Jesús, Señor de la historia, presente en el mundo, en medio de los grandes acontecimientos de la humanidad, y en los pequeños sucesos de los días sin relieve. Entonces sabremos darlo a conocer a los demás.

24 de octubre de 2019

Fuego he venido a traer a la tierra

— El afán divino de Jesús por todas las almas.
— El apostolado  un incendio de paz.
— La Santa Misa y el apostolado.

I. El Señor manifiesta a sus discípulos, como Amigo verdadero, sus sentimientos más íntimos. Así, les habla del celo apostólico que le consume, de su amor por todas las almas: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Y les muestra su impaciencia divina por que se consuma en el Calvario su entrega al Padre por los hombres: Tengo que ser bautizado con un bautismo ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo!1. En la Cruz tuvo lugar la plenitud del amor de Dios por todos, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos2. De esta predilección participamos quienes le seguimos.

San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa, enseña: «los hombres que creyeron en Él comenzaron a arder, recibieron la llama de la caridad. Es la razón por la que el Espíritu Santo se apareció en esa forma cuando fue enviado sobre los Apóstoles: Se les aparecieron lenguas como de fuego, que se posaron, repartidas, sobre cada uno de ellos (Hech 2, 3). Inflamados con este fuego, comenzaron a ir por el mundo y a inflamar a su vez y a prender fuego a los enemigos de su entorno. ¿A qué enemigos? A los que abandonaron a Dios que los había creado y adoraban las imágenes que ellos habían hecho (...). La fe que hay en ellos se encuentra como ahogada por la paja. Les conviene arder en ese fuego santo, para que, una vez consumida la paja, resplandezca esa realidad preciosa redimida por Cristo»3. Somos nosotros quienes hemos de ir ahora por el mundo con ese fuego de amor y de paz que encienda a otros en el amor a Dios y purifique sus corazones.

Iremos a la Universidad, a las fábricas, a las tareas públicas, al propio hogar... «Si en una ciudad se prendiese fuego en distintos lugares, aunque fuese un fuego modesto y pequeño, pero que resistiese todos los embates, en poco tiempo la ciudad quedaría incendiada.

»Si en una ciudad, en los puntos más dispares, se encendiese el fuego que Jesús ha traído a la tierra y este fuego resistiese al hielo del mundo, por la buena voluntad de los habitantes, en poco tiempo tendríamos la ciudad incendiada de amor de Dios.

»El fuego que Jesús ha traído a la tierra es Él mismo, es la Caridad: ese amor que no solo une el alma a Dios, sino a las almas entre sí (...). Y en cada ciudad estas almas pueden surgir en las familias: padre y madre, hijo y padre, madre y suegra; pueden encontrarse también en las parroquias, en las asociaciones, en las sociedades humanas, en las escuelas, en las oficinas, en cualquier parte (...). Cada pequeña célula encendida por Dios en cualquier punto de la tierra se propagará necesariamente. Luego, la Providencia distribuirá estas llamas, estas almas-llamas, donde crea oportuno, a fin de que en muchos lugares el mundo sea restaurado al calor del amor de Dios y vuelva a tener esperanza»4.

II. El apostolado en medio del mundo se propaga como un incendio. Cada cristiano que viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de los suyos, en el lugar de trabajo, entre sus amigos y conocidos... Pero esa capacidad solo es posible cuando se cumple en nosotros el consejo de San Pablo a los cristianos de Filipos: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús5. Esta recomendación del Apóstol «exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias»6. Esta oblación se realiza principalmente en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, donde el cristiano ofrece sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar, el trabajo de cada jornada, el descanso; incluso las mismas pruebas de la vida, que, si son sobrellevadas pacientemente, se convierten en medio de santificación7. Al terminar el Sacrificio eucarístico, el cristiano va al encuentro de la vida, como lo hizo. Cristo en su existencia terrena: olvidado de sí mismo y dispuesto a darse a los demás para llevarlos a Dios.

La vida cristiana debe ser una imitación de la vida de Cristo, una participación en el modo de ser del Hijo de Dios. Esto nos lleva a pensar, mirar, sentir, obrar y reaccionar como Él ante las gentes. Jesús veía a las muchedumbres y se compadecía de ellas, porque andaban como ovejas sin pastor8, en una vida sin rumbo y sin sentido. Jesús se compadecía de ellas; su amor era tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la Cruz. Este amor ha de llenar nuestros corazones: entonces nos compadeceremos de todos aquellos que andan alejados del Señor y procuraremos ponernos a su lado para que, con la ayuda de la gracia, conozcan al Maestro.

En la Santa Misa se establece una corriente de amor divino desde el Hijo que se ofrece al Padre en el Espíritu Santo. El cristiano, incorporado a Cristo, participa de este amor, y a través de él desciende sobre las más nimias realidades terrenas, que quedan así santificadas y purificadas y más aptas para ser ofrecidas al Padre por el Hijo, en un nuevo Sacrificio eucarístico. Especialmente el apostolado queda enraizado en la Misa, de donde recibe toda su eficacia, pues no es más que la realización de la Redención en el tiempo a través de los cristianos: Jesucristo «ha venido a la tierra para redimir a todo el mundo, porque quiere que los hombres se salven (1 Tim 2, 4). No hay alma que no interese a Cristo. Cada una de ellas le ha costado el precio de su Sangre (cfr. 1 Pdr 1, 18-19)»9. Imitando al Señor, ningún alma nos debe ser indiferente.

III. Cuando el cristiano participa en la Santa Misa, pensará en primer lugar en sus hermanos en la fe, con quienes se sentirá cada vez más unido, al compartir con ellos el pan de vida y el cáliz de eterna salvación. Es un momento señalado para pedir por todos y especialmente por quien ande más necesitado; nos llenaremos así de sentimientos de caridad y de fraternidad, «porque si la Eucaristía nos hace uno entre nosotros, es lógico que cada uno trate a los demás como hermanos. La Eucaristía forma la familia de los hijos de Dios, hermanos de Jesús y entre sí»10.

Y después de ese encuentro único con el Señor, nos ocurrirá como a aquellos hombres y mujeres que fueron curados de sus enfermedades en alguna ciudad o camino de Palestina: tan alegres estaban que no cesaban de pregonar por todas partes lo que habían visto y oído, lo que el Maestro había obrado en sus almas o en sus cuerpos. Cuando el cristiano sale de la Misa habiendo recibido la Comunión, sabe que ya no puede ser feliz solo, que debe comunicar a los demás esa maravilla que es Cristo. Cada encuentro con el Señor lleva a esa alegría y a la necesidad de comunicar a los demás ese tesoro. Así, como resultado de una fe grande, se propagó el cristianismo en los primeros siglos: como un incendio de paz y de amor que nadie pudo detener.

Si logramos que nuestra vida gire alrededor de la Santa Misa, encontraremos la serenidad y la paz en cada circunstancia del día, con un afán grande de darle a conocer, pues «si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario»11.

También para nosotros el Sagrario es siempre Betania, «el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro»12. En el Sagrario encontraremos, cuando devolvamos la visita al Señor, las fuerzas necesarias para vivir como discípulos suyos en medio del mundo. También nosotros, como algunas almas que estuvieron muy cerca de Dios13, podremos repetir, con el corazón lleno de gozo: Ignem veni mittere in terram... He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Es el fuego del amor divino, que trae la paz y la felicidad a las almas, a la familia, a la sociedad entera.