"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de febrero de 2024

EL VALOR REAL DE LO QUE NOS RODEA


Evangelio (Lc 16,19-31)


«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían a lamerle las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo:


«Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas».


Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros».


Y él dijo: «Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos».


Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!»


Él dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán».


Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos».



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro. El primero es un hombre que vive en el lujo, pensando solamente en su propio bienestar. Jesús no nos dice que fuera un hombre injusto; simplemente, «que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes» (Lc 16,19). Junto a su casa, un pobre llamado Lázaro «yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas». Epulón está tan atento a sus riquezas que ignora su existencia. Lázaro no recibe ningún cuidado y se alimenta únicamente de las sobras que caen «de la mesa del rico» (Lc 16,21). «Vanos eran sus pensamientos y vanos sus apetitos –dice san Agustín sobre Epulón–. Cuando murió, en ese mismo día perecieron sus planes»1. Efectivamente, Jesús nos cuenta que ambos mueren, pero su destino es abismalmente distinto.

«Señor, mira si mi camino se desvía y guíame por el camino eterno» (Sal 138, 23-24), suplicamos con el salmo. Sabemos que la vida plena, aquella en la que permanecemos siempre libres para amar, no depende exclusivamente de los bienes terrenos; allí no está nuestra seguridad ni nuestra felicidad. San Josemaría nos recuerda que nuestro «corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador»2. La Cuaresma es un buen momento «para descubrir de qué manera las cosas materiales de las que disponemos contribuyen a llevar adelante la misión que Dios nos ha confiado. Podremos, entonces, desprendernos más fácilmente de las que no lo hacen y caminar ligeros como el Señor, que no tenía “dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,58). Con la pobreza, aprenderemos a apreciar las cosas del mundo en cuanto vemos en ellas su valor como camino de unión con Él y de servicio a los demás»3.


DURANTE su vida, Lázaro no tuvo ninguna de las ventajas de las que disfrutó Epulón. Del relato se desprende que es un hombre piadoso, que pone su esperanza en Dios, y por eso es llevado por los ángeles a la morada eterna. Bien se podría decir de él lo que rezamos en el salmo: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor» (Sal 1). La clave que explica el destino eterno de uno y de otro, tan distintos entre sí, no es la riqueza en sí misma, sino lo que sucedía en el corazón de ambos. El rico es condenado no por lo que posee, sino por su total falta de compasión. «Aprended a ser ricos y pobres –comenta San Agustín–, tanto los que tenéis algo en este mundo como los que no tenéis nada. Pues también encontráis al mendigo que se ensoberbece y al acaudalado que se humilla. Dios resiste a los soberbios, ya estén vestidos de seda o de andrajos; pero da su gracia a los humildes ya tengan algunos haberes mundanos, ya carezcan de ellos. Dios mira al interior; allí pesa, allí examina»4.

Lázaro no cuenta para el mundo. Por su miseria y soledad, solamente el Señor cuida de él. «A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor»5. La parábola nos invita también a vivir la virtud de la caridad, de manera especial con las personas que tenemos más cerca de nosotros y con quienes padecen más necesidades. «Nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito»6 de los demás. «Cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, para que no imiten a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro»7.


«YO, EL SEÑOR, examino el corazón, sondeo el corazón de los hombres para pagar a cada cual su conducta según el fruto de sus acciones» (Jer 17,9-10). Después de la muerte, Dios nos juzgará y nos «pesará» conforme a nuestras obras. Se presenta en nuestra vida esta alternativa: el camino seguro de quien confía en el Señor, como Lázaro; o la senda estéril del que pone toda su esperanza en las cosas materiales, aquellas que puede dominar, como el rico Epulón.

San Josemaría prevenía así ante «la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias»8. El amor a Dios se expresa en desvelo por los demás; no se queda en un sentimiento, se traduce necesariamente en servicio concreto, a personas concretas, aunque eso suponga despojarnos de ciertas aparentes seguridades personales.

«La misericordia de Dios con nosotros está estrechamente unida a nuestra misericordia con el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no puede entrar en nuestro corazón»9. Le pedimos a santa María la gracia de ver con nitidez los Lázaros que hay a nuestra puerta, mendigando nuestra atención y cariño.

28 de febrero de 2024

LA GRANDEZA DE SERVIR

 



Evangelio (Mt 20,17-28)


En aquel tiempo, Cuando subía Jesús camino de Jerusalén tomó aparte a sus doce discípulos y les dijo:


— Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará.


Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó:


— ¿Qué quieres?


Ella le dijo:


— Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.


Jesús respondió:


— No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?


— Podemos — le dijeron.


Él añadió:


— Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.


Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús les llamó y les dijo:


— Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.



PARA TU RATO DE ORACION 



TODA MADRE desea lo mejor para sus hijos. Por eso, no sorprende que la de Santiago y Juan se acerque a Jesús para pedirle un puesto de honor para ellos: «Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mt 20,21). Estas palabras pueden sorprendernos, pues recogen prácticamente lo contrario de lo que el Mesías les había enseñado desde el principio a los apóstoles. No es de extrañar que los otros diez se enfadaran con los hermanos Zebedeo. Sin embargo, en el fondo de sus corazones, quizás ellos querían lo mismo.


El Maestro entonces aprovecha esta situación, como en otras ocasiones, para formar el corazón de los apóstoles. ¿Quién es el más importante? La respuesta del Señor es sencilla y, al mismo tiempo, exigente: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mt 20,26-27). Jesucristo corrige con paciencia divina unas ambiciones excesivamente humanas, superando su escala de valores: el primero pasa a ser el último y el último se convierte en el primero.


Al seguir esa escala, al vivir con aquel parámetro, no hacemos otra cosa que imitar al mismo Señor. Él «tomó el último puesto en el mundo –la cruz– y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente»1. Su actitud de servicio llega hasta la entrega de sí mismo: «Esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre» (Mt 26,26-27). «Quien quiera ser grande, que sirva a los demás, no que se sirva de los demás. Y esta es la gran paradoja de Jesús. Los discípulos discutían quién ocuparía el lugar más importante, quién sería seleccionado como el privilegiado (...). Y Jesús les trastoca su lógica diciéndoles sencillamente que la vida auténtica se vive en el compromiso concreto con el prójimo. Es decir, sirviendo»2.


EN LA BIBLIA, el servicio está unido a una misión de Dios. Así lo vemos en Jesús, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28). Él ha lavado los pies de los apóstoles y ha hecho suyo el plan de su Padre, hasta la muerte en la cruz. «¿Cómo no leer en el tema del “siervo Jesús” la historia de cada vocación, la historia pensada por el Creador para cada ser humano, historia que inevitablemente pasa a través de la llamada a servir (...)?»3.


El servicio es lo que caracteriza a quienes tratan de caminar junto al Señor. «Mientras los grandes de la Tierra construyen “tronos” para el poder propio, Dios elige un trono incómodo, la cruz, de donde reinar dando la vida»4. Experimentar este “poder” desde el servicio, nos lleva a encarnar el estilo de vida de Jesús. No se trata de algo humillante, sino que es lo más elevado que podemos hacer en la vida: el servicio es un arte que practican los que se han descubierto destinatarios del amor de Cristo crucificado y han visto agrandarse su corazón en el suyo.


«Servir es una cosa deliciosa –decía san Josemaría–: yo tengo por orgullo de mi vida ser servidor de todo el mundo. Quiero servir a Dios y, por amor a Dios, servir con amor a todas las criaturas de la tierra»5. Descubrir esta realidad nos hace sensibles a las necesidades de los demás, especialmente de los más necesitados: «Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras. Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua»6.


DESPUÉS de escuchar a la madre de los Zebedeo, Jesús dice a Santiago y a Juan: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Podemos, le dijeron. Él añadió: Beberéis mi cáliz» (Mt 20, 22-23). Esta conversación tiene lugar mientras suben hacia Jerusalén. Jesús sabe lo que va a ocurrir en la ciudad santa al cabo de unos días. Se lo acababa de anunciar a sus apóstoles un poco antes: el Hijo del hombre «será entregado», «le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo» (Mt 20,18-19).


Es el tercer y último anuncio de la Pasión. Los discípulos, asustados, se inquietan: no entienden o quizá no quieren entender demasiado sobre incomprensiones y dificultades. No les cabe en la cabeza que el reinado del que habla el Maestro se alcance por la derrota. Y también hoy seguimos necesitando una conversión para comprender los caminos del Señor. La Cuaresma renueva esta oportunidad: nos invita a transformar nuestro modo de entender a Jesús, nuestro modo de ver el mundo y los valores que rigen las relaciones, para mirar con sus ojos redentores.


La imagen del cáliz evoca el dolor y la muerte (cfr. Mt 26,39). «Beber mi cáliz» es participar en su pasión por la salvación del mundo, soportando los sufrimientos. ¿Cabe un servicio mayor para introducirnos en lo más alto de su Reino? En la Eucaristía renovamos ese camino que nos lleva a lo más alto del amor de Dios y al servicio de las personas. Comemos a Cristo, el Pan partido que ha derramado su sangre por todos. María recorrió el camino a la cruz junto a su Jesús y, durante esta Cuaresma, nos acompaña como una buena madre que desea alcanzar lo mejor para sus hijos.




27 de febrero de 2024

Coherencia

 


Evangelio (Mt 23,1-12)

En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a los discípulos, diciendo:

— En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen, pero no hacen.

Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas.

Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí.

Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.

No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial.

Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor.

El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado



PARA TU RATO DE ORACION 



«EN LA CÁTEDRA de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen» (Mt 23,2-3). En las sinagogas había una silla especial donde se sentaba el rabino que explicaba la Escritura. En sentido figurado, «la cátedra de Moisés» designaba el magisterio de los maestros del pueblo, que enseñaban e interpretaban la ley, pero, como muestra el Señor en el Evangelio, actuaban con tal incoherencia de vida que incumplían las prescripciones que ellos mismos establecían.


La gente sencilla, por el contrario, buscaba a Jesús precisamente porque en él todo era verdadero. Caminaban detrás del Señor con entusiasmo porque cumplía lo que predicaba. Mientras el Maestro iba por delante abriendo camino, los fariseos y los escribas colocaban sobre los hombros de los demás «cargas pesadas e insoportables», pero «ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas» (Mt 23,4). Jesús pide a los suyos que cada día abracen «su cruz» (Lc 9,23), porque él va en cabeza con la cruz más pesada de todas. Las autoridades, por el contrario, eran exigentes con los demás y permisivas consigo mismas; hablan, pero en ellos no vemos el buen fruto.


Aunque la vida cristiana no se trata de hacer las cosas para que las vean los demás, es verdad que una vida coherente ayuda más que las solas palabras. El espíritu con el que afrontamos las ocupaciones diarias –en la familia, en el trabajo, en las amistades–, si refleja el atractivo de la paz y la alegría de Cristo, será auténtica transmisión del Evangelio. «Depende de nuestra coherencia que nuestros hermanos reconozcan a Jesucristo, el único salvador y la esperanza del mundo»1.


JESÚS recriminaba a las autoridades que vivieran más pendientes de las apariencias que de la verdad. «Hacen todas sus obras para que les vean los hombres» (Mt 23,5): corren detrás de alabanzas humanas, buscan los primeros puestos en las reuniones, ansían recibir reverencias… Todo lo hacen para granjearse un buen nombre. Siguen un estilo de vida cara a la galería, como en un escenario, contentándose con guardar unas formas exteriores que no nacen del amor: siguen «la letra» pero «no conocen su espíritu»2.


Es natural que nos importe la opinión de los demás, pues vivimos en sociedad. De algún modo, necesitamos ser aceptados y valorados por las personas que nos rodean, en especial por las que nos quieren. Pero la rectitud de intención nos lleva a poner el mayor peso de nuestros esfuerzos en la alegría que damos a Dios y en el bien de los demás. Nos importa agradar solo en cuanto queremos hacer felices a las personas que amamos.


Decía san Josemaría que «la rectitud de intención está en buscar “solo y en todo” la gloria de Dios»3. Este es el criterio decisivo que marca nuestras acciones. «Es la indicación que nos orienta cuando no estamos seguros de qué es lo correcto; nos ayuda a reconocer la voz de Dios dentro de nosotros (...). La gloria de Dios es la aguja de la brújula de nuestra conciencia»4. Aunque en nuestro corazón se mezclen intenciones y deseos variados, examinar los motivos por los que actuamos nos liberará, poco a poco, de actuar cara a los hombres, para entrar en la paz que da obrar cara a Dios.


FRENTE a la actitud de los escribas y fariseos, el Señor hace su propuesta: «Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado» (Mt 23,11-12). La humildad resulta una virtud indispensable para que Dios nos llene de dones, porque «a pasos de humildad es como se sube a lo alto de los cielos»5, comentaba san Agustín. Rememorando la escalera que el patriarca Jacob vio en sueños, por la que subían y bajaban ángeles de la tierra al cielo (cfr. Gn 28,12), escribe otro Padre de la Iglesia: «Por la altivez se baja y por la humildad se sube. (...) Cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo»6.


La humildad nos hace descubrir nuestra miseria y nuestra grandeza. Nos permite «mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios»7. Esta actitud humilde y generosa permite la acción del Señor. Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios. «Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios, que revela sus secretos a los humildes» (Ecl 3, 17).


«Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón»8. María, la esclava del Señor, nos ayudará como buena madre a limpiar en nuestro corazón aquello que impida recibir algo mejor; así, el Señor nos podrá enriquecer cada vez más con sus dones.

26 de febrero de 2024

EXPERIMENTAR EL AMOR DE DIOS

 



Evangelio Lc 6, 36-38

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.

Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos".


PARA TU RATO DE ORACION 


COMENZAMOS la segunda semana de Cuaresma escuchando la oración penitencial del profeta Daniel: «Hemos pecado, hemos cometido iniquidades y hemos delinquido, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos» (Dan 9,5). A pesar de que el pueblo de Israel no obedecía a la voz del Señor, Dios se mantuvo fiel a sus promesas. Por eso el profeta continúa su súplica lleno de esperanza: «Mi Señor, Dios grande y temible, que guarda la alianza y la misericordia con los que le aman (...), es compasivo y perdona» (Dan 9,4.9).


La llamada a la conversión, que se hace tan viva durante la Cuaresma, nace del corazón misericordioso del Señor. No es el grito de un Dios que pretende ajustar cuentas ante el pecado del hombre, sino más bien el amor de un Padre que acaricia nuestra debilidad, para sanarla y devolvernos a la vida. «Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte?... No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un "miserere" y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo»1.


Dirigirse al Señor y admitir el propio pecado, como hizo el profeta Daniel, es el primer paso para renovarnos interiormente y abrirnos a la misericordia divina. Dios es fiel y sabe esperar. Fiados de su misericordia le mostraremos nuestras heridas y nos dejaremos cuidar por él. Con sencillez, y con un cierto descaro de hijos, nos atrevemos a decirle, con palabras del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados» (Salmo 78).


EXPERIMENTAR el amor de Dios nos lleva a tratar con esa misma misericordia a las personas que nos rodean. «Como ama el Padre, así aman los hijos»2. Para quien se siente entendido y querido es más fácil comprender y querer a los demás.


Las palabras del Señor que se proclaman hoy en el Evangelio nos animan a tener un corazón grande, con sentimientos y reacciones parecidas a las suyas: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (Lc 6,36-38). El camino que Jesús nos propone lleva consigo indicaciones muy concretas para nuestra vida diaria: «Sed misericordiosos…, no juzguéis…, no condenéis…, perdonad…, dad». Es un programa escalonado que tiene como modelo a Dios mismo. La meta es «entrar en sintonía con este Corazón rico en misericordia, que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad»3.


La conciencia viva de nuestros pecados, y de lo necesitados que estamos de la paciencia de Dios, abre el camino interior para la compasión con nuestros hermanos. No podemos olvidar que el Señor pone nuestro perdón a los demás como condición para que también a nosotros se nos perdone: «Con la misma medida con que midáis se os medirá» (Lc 6,38).


«LA PALABRA de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros (...). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente»4. Cuando alcanzamos esta sabiduría sobrenatural, aprendemos a ver a Cristo en cada persona. Este hecho nos cambia la vida. Por un lado, en los demás descubrimos la presencia de Dios: le vemos a él en cada persona con la que nos cruzamos o de la que oímos hablar; de algún modo Dios nos cuida a través de quienes tenemos cerca.


Por otro lado, nuestra manera de mirar, de pensar, de hablar o de actuar, estará encauzada y embellecida por la caridad. San Josemaría vivió y enseñó a vivir una caridad que en alguna ocasión sintetizaba en cinco verbos: «Rezar, callar, comprender, disculpar... y sonreír»5. En el fondo, se trata de la misma actitud que tiene una madre con su hijo. Su mirada materna le lleva a amarle siempre, a encontrar cuando es posible una excusa ante su comportamiento y a sostenerle con su ayuda ante los pasos a veces vacilantes.


«Hermano –escribía un Padre de la Iglesia–, te recomiendo esto: que la compasión prevalezca siempre en tu balanza, hasta que sientas en ti la compasión que Dios siente por el mundo»6. Le pedimos a María, Madre de misericordia, el don de confiar siempre en el amor que el Señor tiene con nosotros. Así, nos resultará más sencillo disculpar los errores, así como querer y ayudar a los demás tal como son.

25 de febrero de 2024

LA ANTESALA DEL CIELO

 


Evangelio (Mc 9,2-10)


Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:


— Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.


Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:


— Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle.


Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.


Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.


PARA TU RATO DE ORACION 


SEIS días después de anunciar a los discípulos su muerte y su resurrección, el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, «y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17,1-2). Antes de la Pasión, «Jesús manifiesta su gloria a los apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios»[1]. El evento de la Transfiguración es, por tanto, un mensaje de esperanza para los momentos de la cruz. Los sufrimientos, las pequeñas y grandes contrariedades del día a día, son la puerta que nos llevan a acompañar al Señor en su gloria: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!»[2].


La vida es un camino hacia el cielo. Y el Señor enseñó a los apóstoles que, en ese camino, el sufrimiento no es solo una parada inevitable, un peaje amargo que es necesario pagar contra la propia voluntad, sino que Jesús mismo cargó con la cruz, la llevó por amor sobre sus hombros. Él se entregó porque quiso. Nos muestra así que el auténtico mal no es tanto experimentar una contrariedad, sino pensar que tenemos que atravesarlo solos, o pretender vivir como si la cruz no existiera. «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»[3]. La esperanza de contemplar a Jesús en su gloria, como hicieron los apóstoles en la Transfiguración, nos llenará de fortaleza para poder ver el reflejo de su rostro en las dificultades de cada día.


PEDRO, al contemplar la gloria de la Transfiguración, dirigió a Jesús unas emocionadas palabras: «Qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4). El apóstol había experimentado un anticipo del paraíso, una felicidad que iba mucho más allá de sus propias expectativas y vivencias. Por eso, quizás como habría hecho cualquiera de nosotros, quiso que ese momento durase para siempre, que no se esfumara con la misma velocidad con que había venido, o con la rapidez con que desaparecían tantas otras alegrías. Pero Cristo no lo permitió. Él no le había hecho partícipe de la gloria del cielo para que escapara de la realidad, sino para que tuviera una guía ante los días oscuros de la Pasión. «La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es alienante, te lleva siempre adelante, no hace que te escondas»[4].


También nosotros podemos experimentar en la tierra algunos anticipos del paraíso, momentos en los que sentimos con especial fuerza la presencia de Jesús, sobre todo en personas que amamos. En nuestra vida de piedad podemos también atravesar etapas de mayor disfrute afectivo. En el amor matrimonial, en la familia, en la amistad sincera o en la ilusión por mejorar nuestro mundo, podemos empezar a degustar parte del ciento por uno que Dios nos ha prometido. Y es normal que, como Pedro, queramos que esas circunstancias se mantengan así siempre o duren lo máximo posible. Sin embargo, el Señor permite estos anticipos del cielo no para retenerlos cueste lo que cueste, sino para impulsarnos. El recuerdo de esos momentos nos dará luz para los días de oscuridad y nos guiará a una felicidad mucho más duradera que la de la Transfiguración: la gloria de la vida eterna. «Un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar»[5].


ALGUNAS de las manifestaciones más importantes de Dios han tenido lugar en lo alto del monte. Así se puede observar en episodios como la alianza que estableció con Abraham en el monte Moria o la entrega a Moises de las tablas de la Ley en el Sinaí. La misma muerte de Jesús ocurrió también en otro monte, el Calvario. Y en la Transfiguración, el evangelista hace notar que los apóstoles tuvieron que subir a lo alto del Tabor (cfr. Mt 17,1). Esta ascensión nos invita a «reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios»[6].


En los tiempos de descanso tenemos una ocasión para desconectar del ritmo del día a día y escuchar la voz de Jesús. Con el cuerpo y el espíritu renovados, podemos profundizar en nuestra relación con Dios y los demás: hacer la oración con más calma y serenidad, leer el Evangelio, pasar más tiempo con nuestra familia y nuestros amigos… Después podremos bajar del monte «cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos»[7].


San Josemaría consideraba que el verdadero descanso no es evasión, ni tiempo dedicado exclusivamente al ocio, sino separación de la realidad cotidiana para «acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir esos momentos de descanso –ya sean prolongados durante un periodo o bien breves en el día a día– con el deseo de contemplar a Jesús como hicieron los apóstoles en la Transfiguración.


4o DOMINGO DE SAN JOSÉ 


DESPUÉS DE LA ANUNCIACIÓN del ángel a María, la tradición cristiana ha identificado una anunciación similar a José: «Hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). El santo patriarca estuvo «siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que tuvo»[1]. El hecho de que José haya escuchado los designios divinos mientras dormía, y los haya puesto rápidamente en práctica, nos habla de su sintonía permanente con Dios; es una manifestación de que la vida contemplativa nos lleva normalmente a descubrir los planes buenos del Padre y a querer asociarnos a ellos de manera magnánima. Este modo de proceder es el fundamento de la obediencia al Señor. De hecho, la palabra «obedecer» viene justamente de esa capacidad de escucha –ob audire–, de esa capacidad de oír de manera inteligente lo que otro tiene que decirme; en este caso, es Dios quien introduce a José en la grandeza de su obra misericordiosa de salvación.


Por eso, la obediencia está muy lejos del cumplimiento ciego. Un requisito para obedecer, en toda su riqueza, es saber escuchar, tener el espíritu abierto; solo el que piensa puede ser obediente. San Josemaría reflexionaba en estos términos durante una homilía del año 1963: «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría»[2].


En las páginas del Antiguo Testamento encontramos varias veces que Dios habla en sueños; sucede, por ejemplo, con Adán, Jacob o Samuel. Son testimonios de personas que han querido estar en constante diálogo divino, han dejado que Dios les hablase en todas las circunstancias. Y esos sueños son también una muestra de que, a través de la auténtica obediencia, podremos captar nuevas dimensiones de la existencia, nuevos nombres, lugares y planes.


SABEMOS QUE DIOS nos habla; sabemos que está a nuestro lado y que nos convoca sin cesar para que nos unamos a su amor –con todo lo que somos– a través de situaciones muy concretas. El Señor se dirige a nosotros cada día, cada momento, a través de las personas que nos rodean y de los sucesos que atravesamos. En todo se esconde parte del plan divino que podemos personalmente descubrir y desarrollar. Una plegaria que Jesús repitió por lo menos dos veces al día, según las enseñanzas judías, era la oración Shemá Israel, que comienza así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios» (Dt 6,4). Entonces y ahora, lo primero será percibir esa voz divina que nos llama. «San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos»[3].


Para oír la voz de Dios debemos aprender a hacer silencio, sobre todo interior. La Sagrada Escritura nos dice que el profeta Elías no escuchó a Yahvé en el viento poderoso, ni en terremoto, ni en el fuego, sino en «un susurro de brisa suave» (1R 19,12). La vida de oración requiere que acallemos las voces que nos distraen para poder escuchar a Dios y también a nuestra voz interior, para compartir allí nuestros deseos o capacidades. En esa intimidad descubrimos quiénes somos, aprendemos a entrar en diálogo con la voz de Dios y a identificarnos con ella.


Los evangelistas no nos han dejado constancia de ninguna de las palabras pronunciadas por san José, pero sí conocemos sus acciones, que son fruto de la obediencia a Dios, de aquella escucha inteligente y de ese diálogo en la intimidad de su alma. «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[4]. Esta actitud del patriarca fue la que hizo posible que, a partir de aquellos cuatro sueños, Dios pudiera orientar el rumbo de su vida. El recogimiento y la sensibilidad de José para detectar los planes divinos hizo que pudiera custodiar a María y a Jesús de los peligros y conducirlos a lugares más seguros. También nosotros podemos fomentar esta actitud de silencio y escucha para acercar a nuestra vida la voz y los proyectos de Dios.


A SAN JOSEMARÍA le gustaba decir que en el Nuevo Testamento hay dos frases que, en muy pocas palabras, resumen lo que fue la vida de Jesús. Por un lado, san Pablo nos dice que Jesús fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8); por otro lado, el evangelio de san Lucas dice que Jesús «vino a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc 2,51), refiriéndose a su crecimiento en el hogar de María y José. En ambos pasajes notamos que el Señor realizó su plan de salvación obedeciendo por amor a Dios Padre y a su familia terrena. San Juan Pablo II notaba que «esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia (...). Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo»[5].


En el ambiente familiar, con las personas que convivimos cada día, es donde aprendemos a escuchar y a obedecer, dentro de los planes de amor de Dios. Allí todos están en sintonía porque cada uno busca sinceramente el bien del otro. En la familia se experimenta el servicio mutuo, aprendemos a escuchar, a descubrir lo que conviene a todos. La obediencia es fruto del amor. Podemos imaginar con qué delicadeza José daría indicaciones a Jesús. Y, al mismo tiempo, podemos pensar cómo el Verbo encarnado desearía comprender y llevar a cabo, grata y gustosamente, lo que decía su padre terreno. En realidad «los tres miembros de esta familia se ayudan mutuamente a descubrir el plan de Dios. Rezaban, trabajaban, se comunicaban»[6].


Jesús habrá visto tantas veces el modo de desenvolverse de José en los años de Nazaret: hombre obediente por la fe. El santo patriarca obedeció y, de esa manera, anticipó la obediencia de Jesús hasta la cruz. La Sagrada Familia es una escuela en la que podemos aprender que escuchar a Dios y asociarnos a su misión son dos caras de una misma moneda. Así comprenderemos «la fe de san José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente»[7].

24 de febrero de 2024

Comprender y perdonar

 




Evangelio (Mateo 5, 43-48)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


“Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo.


Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores.


Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos?


Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?


Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.



PARA TU RATO DE ORACION 



«AMAD a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan» (Mt 5,44); estas indicaciones de Cristo se cuentan entre las más sorprendentes de su predicación. Quizás muchas veces contrastan con nuestras reacciones más inmediatas. Nos damos cuenta de que no son palabras que solicitan una reacción superficial, como si se nos pidiera simplemente ceder ante quien nos hace mal; es mucho más: debemos amar y rezar.


«Las palabras de Jesús son claras (...). Y esto no es una opción, es un mandato (...). Él sabe muy bien que amar a los enemigos va más allá de nuestras posibilidades, pero para esto se hizo hombre: no para dejarnos así como somos, sino para transformarnos en hombres y mujeres capaces de un amor más grande, el de su Padre y el nuestro (...). Este mandato, de responder al insulto y al mal con el amor, ha generado una nueva cultura en el mundo: la cultura de la misericordia (...). Es la revolución del amor, cuyos protagonistas son los mártires de todos los tiempos»1.


Para lograrlo, pondremos toda nuestra esperanza en la gracia. «Quiero observar tus decretos, nunca me abandones» (Sal 119,8), pedimos con el salmo. Esa ayuda de Dios no solo actúa en nuestra voluntad, sino también en la inteligencia y en el corazón. «Creo que no tengo enemigos –escribía san Josemaría, en una época de persecuciones–. Me he encontrado, en mi vida, con personas que me han hecho daño, positivo daño. No creo que sean enemigos: soy muy poco para tenerlos. Sin embargo, desde ahora, ellos y ellas quedan incluidos en la categoría de mis bienhechores, para encomendarles a diario al Señor»2.


«¿QUÉ RAZÓN TIENES para no amar? –se pregunta san Juan Crisóstomo–. ¿Que el otro respondió a tus favores con injurias? ¿Que quiso derramar tu sangre en agradecimiento de tus beneficios? Pero, si amas por Cristo, esas son razones que te han de mover a amar más aún. Porque lo que destruye las amistades del mundo, eso es lo que afianza la caridad de Cristo. ¿Cómo? Primero, porque ese ingrato es para ti causa de un premio mayor. Segundo, porque ese precisamente necesita de más ayuda y de más intenso cuidado»3. Qué gris sería el mundo si todas las personas fuesen iguales, y si todos nos resultasen igual de agradables. La realidad no es esa, y Jesús nos pide que amemos, recemos y sirvamos a todos. Pensar lo contrario, nos trae a la mente las palabras de Caín, encendidas de envidia y odio: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).


Si volvemos la mirada a Cristo, resuena en nuestra alma su amor hacia todos los hombres: «Que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores» (Mt 5,45). «Nos hará bien, hoy, pensar en un enemigo –creo que todos nosotros tenemos alguno– uno que nos ha hecho mal o que nos quiere hacer mal o que intenta hacer el mal. Recemos por él. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de amarlo»4. Sin embargo, no hace falta pensar en lugares lejanos, en campos de batalla o enemigos poderosos. Quizá en nuestro mismo hogar tenemos que luchar por comprender, perdonar y no guardar rencor a un hermano, una hija o nuestro cónyuge. Cuántas veces hemos comprobado cómo la gracia hace posible lo que antes no habíamos ni siquiera imaginado.


«LOS HOMBRES sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás –escribe san Agustín–. No buscan lo que hay que corregir, sino en que pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás»5. Emprender la tarea de amar a los enemigos trae como consecuencia que, al mismo tiempo, aprendemos a poner el foco en nuestra debilidad, en nuestras faltas, en todo aquello de nuestra vida que todavía debe identificarse con Cristo. Esta actitud está impregnada de un realismo mucho más práctico, porque lo que sí podemos cambiar, ayudados por Dios, es lo que tenemos en nuestro corazón. Abandonamos un campo de batalla de fantasía –la vida de los demás– para llenar de bien el mundo a partir de una lucha mucho más cercana. Dejamos a Dios que cambie el curso de la historia, mientras nosotros rectificamos el rumbo que tenemos entre manos.


«Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rom 12, 21)6». No se trata de no corregir cuando la circunstancia lo amerite. Tampoco se trata de ser ingenuos, sino todo lo contrario: se trata de adquirir la sabiduría de Dios. El amor maduro, generoso y discreto, es capaz de olvidarse de los agravios, no tiene en cuenta las faltas de aprecio, se arma de valor e imita a Cristo al pie de la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). A la Virgen María, reina de la paz, le podemos pedir que nos enseñe a amar a todos sus hijos, a rezar por los que quizá nos han hecho daño, y que nos ayude a traer el campo de batalla hacia nuestra propia alma.




23 de febrero de 2024

Juicio crítico

 



Evangelio (Mt16,13-19)


«Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:


— ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?


Ellos respondieron:


— Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.


Él les dijo:


— Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respondió Simón Pedro:


— Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


Jesús le respondió:


— Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.»



PARA TU RATO DE ORACION 



«LOS CENTINELAS esperan a la aurora, pero tú Israel, espera en el Señor; pues en el Señor está la misericordia, en él la Redención abundante» (Sal 131,7-8). Los cristianos esperamos en un Dios que es perdón y misericordia, queremos mirar el mundo junto a él. Así también se podría definir la lucha por la santidad: esa progresiva identificación de nuestra mirada con la suya. Esa tarea parte de la purificación de nuestro corazón, a lo que la Cuaresma nos invita incesantemente. Pero sabemos que no se trata de un proceso automático. A veces nos puede parecer que estamos demasiado inclinados al juicio temerario, a mirar las cosas solo desde nuestro punto de vista, sin ser conscientes del daño que hacemos a los demás y que nos hace a nosotros mismos. Jesús relaciona estas rencillas y enemistades con el quinto mandamiento, aquel que manda no matar (cfr. Mt 5,21-24).


«¿Quién puede juzgar al hombre? La tierra entera está llena de juicios temerarios. En efecto, aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente»1. El Reino de Dios está entre nosotros, y solo el Señor ocupará el lugar de juez. ¿Por qué caemos con tanta frecuencia en los juicios críticos? «¡Qué fácil es criticar a los otros! (...). El Espíritu Santo, además de donarnos la mansedumbre, nos invita a la solidaridad, a llevar los pesos de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona: la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor…! ¡Y cuántas otras pruebas que requieren la cercanía y el amor de los hermanos!»2.


NO ES FÁCIL desactivar el mecanismo interior que nos lleva a la crítica; pero el Espíritu Santo puede darnos luz para descubrir lo que sucede en nuestro corazón cuando surgen esas emociones negativas. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura»3. Una conciencia profunda del perdón, de no haber hecho méritos para merecer tanta bondad de Dios, nos llevará a considerar de la misma manera a los demás, con una mirada benevolente. Algunas veces, juzgar a los otros puede ser síntoma de creernos merecedores de la gracia, consecuencia de creer en un Dios que no ama, sino que paga.


Un camino para no caer en el juicio crítico es pensar siempre lo mejor posible de los demás. Santo Tomás de Aquino señalaba que «puede suceder que quien interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engaña raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero»4. Es mejor equivocarse, pensando bien, que injuriar por pensar mal. «Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»5. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos –recomendaba san Josemaría–; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios. Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación»6.


«SI LLEVAS cuenta de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en pie?» (Sal 130, 3), nos preguntamos con el salmista. Por eso, nos consuela pensar cuánto nos ha perdonado Dios a cada uno, considerar su amor totalmente gratuito para nosotros, a pesar de nuestras traiciones. Sin embargo, paradójicamente a veces la envidia nos lleva a entristecernos por los bienes ajenos, fundamentalmente por el amor o la honra que reciben. Si fuéramos plenamente conscientes de cómo es la estima de Dios por cada uno de nosotros, no cabría en nuestro corazón esta desviación.


El santo cura de Ars decía que «si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros»7. Sin embargo, mientras no aprendamos a alegrarnos con los bienes de los demás, con su brillo por encima del nuestro, la envidia nos acompañará a lo largo de nuestra carrera en la tierra. Para nuestra fortuna, Jesús aceptará un juicio injusto que herirá su honra para que nosotros seamos librados de cualquier condena; para vernos librados de la misma necesidad de juzgar y de juzgarnos.


«La Trinidad Beatísima ha coronado a nuestra Madre. —Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Otro motivo para que digamos a Santa María que nos enseñe a hablar siempre en la presencia del Señor»8.

22 de febrero de 2024

CATEDRA DE SAN PEDRO: AMOR AL PAPA

 



Evangelio (Mt16,13-19)


«Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:


— ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?


Ellos respondieron:


— Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.


Él les dijo:


— Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respondió Simón Pedro:


— Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


Jesús le respondió:


— Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.»


PARA TU RATO DE ORACION


El 22 de febrero se celebra en la Iglesia la Cátedra de San Pedro. Es la fiesta en que los católicos nos unimos firmemente en torno a la figura del Papa para secundar con fidelidad sus enseñanzas y su Magisterio porque él es el Sucesor de San Pedro.

Jesucristo vino a este mundo para redimirnos mediante su Pasión, Muerte y Resurrección, y de esta forma, abrirnos las puertas del Cielo. En su pasó por la tierra se mostró como el Mesías esperado de las naciones; realizó los prodigios y milagros que los profetas anunciaron y vino también para fundar una Iglesia, que sería el mejor testimonio de que Cristo está presente entre los cristianos.


Pero un aspecto fundamental era el nombramiento de su representante directo en la Tierra, cuando Jesús ascendiera a los Cielos. Y el Señor eligió a San Pedro como su Cabeza Visible; el que haría sus veces como su vicario. Por ello, fue un querer divino que este ministerio petrino se extendiera a través de los siglos con la elección sucesiva de los Romanos Pontífices.


Ya desde el siglo III, San Cipriano escribía: “Se da a Pedro el primado para mostrar que es una la Iglesia de Cristo y una la Cátedra”, es decir, el Magisterio y el gobierno. Y para recalcar más la unidad añadía: “Dios es uno, uno es el Señor, una es la Iglesia y una es la Cátedra fundada por Cristo”.


Sabemos por fe, que es el Espíritu Santo quien gobierna a su Iglesia a través de su vicario en la Tierra, el Santo Padre. Y con esta fiesta se ha querido realzar y señalar el episcopado del Príncipe de los Apóstoles, su potestad jerárquica y magisterio en la urbe de Roma y por todo el orbe.


Esta fiesta nos recuerda a todos los católicos, la obediencia y el gran amor que profesamos al que hace las veces de Cristo en la tierra, “al dulce Cristo en la tierra” como acostumbraba decir Santa Catalina de Siena, quien amó con obras y de verdad a la Iglesia y al Romano Pontífice en tiempos particularmente turbulentos.


El amor al Papa Francisco es señal cierta de nuestro amor al Cristo. Y este amor y veneración se han de poner de manifiesto en la petición diaria por su persona y por sus intenciones. La fiesta de hoy nos ofrece, también, una oportunidad más para manifestar nuestra filial adhesión a las enseñanzas del Santo Padre, a su Magisterio y hacer un examen personal sobre con qué interés nos mantenemos informados de lo que el Papa va predicando en sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, homilías, documentos, escritos, alocuciones, etc. y, sobre todo, llevar a la práctica esas enseñanzas.


¡Qué duro debe ser el peso que grava sobre el Papa en el gobierno universal de toda la Iglesia! Sin duda que se deberá de enterar de todas las buenas noticias pero también de las malas, algunas de ellas particularmente dolorosas. Y ello nos debe animar a venerarle, a quererle con verdadero afecto y ayudarle con la oración. San Josemaría Escrivá de Balaguer escribía: “Ama, venera, reza, mortifícate -cada día con más cariño- por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el final de los tiempos, aquella labor de santificación que Jesús confió a Pedro” (Forja, números 134 y 136).


EL PAPA, EL DULCE CRISTO EN LA TIERRA

Encarnación Ortega ilustra con muchos detalles su llegada a Roma el 27 de diciembre de 1946, con otras tres asociadas de la Obra, las primeras que iban a quedarse en Italia. En el recorrido del aeropuerto romano al pequeño piso, instalado en Piazza Cittá Leonina, quiso el Fundador que pasaran por el Colosseo y que allí rezaran, despacio, un Credo, pidiendo a los mártires ‑que en aquel lugar dieron su vida‑ fe y fortaleza para ser buenos instrumentos en servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice. A la mañana siguiente, ante el sepulcro del primer Papa, reno­varon su petición con amor filial, y rezaron intensamente por el Romano Pontífice que en aquel momento ocupaba la sede de Pedro.

No fue una excepción. Más bien al contrario: el Fundador del Opus Dei siempre enseñó a las almas a querer y a orar por el Santo Padre, viendo en él al representante ‑al Vicecristo ‑ de Dios en la tierra. Por eso quería que toda persona del Opus Dei que llegase á Roma fuese inmediatamente a la Basílica de San Pedro para renovar su fe y rendir homenaje al Pontífice reinante.

Su amor, su veneración por el Papa ‑quienquiera que fuese­era patente. No hacía falta, ni mucho menos, ser socio del Opus Dei para advertirlo. El 27 de agosto de 1972 ‑y es un ejemplo entre muchos‑ el Cardenal Frings predicaba en Colonia con motivo de la primera Misa solemne de un nuevo sacerdote del Opus Dei: "Para ser sacerdote en la Iglesia Católica hay que estar firmemente convencido ‑convencido, diría yo, con una divina certeza‑ de que la Iglesia es dirigida en su cúspide por Pedro y por su sucesor, el Papa. Mons. Escrivá lo ha captado desde hace tiempo. Y él ha ido por delante de los suyos en su fiel lealtad al Papa, y ha permanecido siempre en fidelidad incon­movible al Papa".

El Consiliario del Opus Dei en España, don Florencio Sánchez Bella, pronunció la homilía en el funeral por el alma de Mons. Escrivá de Balaguer que se celebró en los primeros días de julio de 1975 en la madrileña Basílica de San Miguel. En un momento dado, contempló su amor apasionado por la Iglesia: "Sus últimas palabras ‑lo habéis leído en la prensa‑ fueron de amor a la Iglesia y al Papa".

"Permitidme una expansión de amigo. Quiero contaros una anécdota bien reciente, del sábado pasado. Estábamos haciendo oración por la mañana, temprano, en el oratorio del Consejo Ge­neral del Opus Dei en Roma. Hacía pocas horas que habíamos dado sepultura al cuerpo de Monseñor Escrivá de Balaguer. Am­biente de paz, de serenidad, mientras el sacerdote, sentado en una pequeña mesa, leía un libro de meditaciones compuesto hace bastantes años. Hasta que llegó a una cita del Padre, allí recogida. Os la leeré : Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros diréis (...) cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas.

"Brotaron aquí sollozos que subrayaban cómo iba ya prepa­rándonos nuestro Padre en caminos de fe, de esperanza y de amor, unidos inseparablemente a la Iglesia y al Papa'".

Este espíritu del Fundador del Opus Dei se compendiaba en un adjetivo: "romano". El cardenal Poletti, Vicario de la diócesis de Roma, escribía a don Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, el día 27 de junio de 1975:

"La Diócesis de Roma debe mucho a tantos

Fundadores de Institutos Religiosos, Asociaciones, y actividades apostólicas que se han desarrollado en la Urbe. Mons. Escrivá de Balaguer, per­sonalidad se suma a esta admirable serie de hombres de Dios.

"El ‑que vivía en Roma desde 1946‑ se preciaba de ser “muy romano” y ha inculcado a sus hijos e hijas, repartidas por el mundo, este amor suyo a Roma, la diócesis del Papa. (...) Como Vicario General del Santo Padre, al recordar la figura del Fun­dador del Opus Dei, deseo expresar mi agradecimiento por el celo suyo y el de sus hijos, que ha sido un fermento de vida apostólica en los más variados ambientes de la vida romana”.

El texto íntegro de esta carta apareció en el número de la Rívista Diocesana di Roma correspondiente a julio‑agosto de 1975. En ese mismo número Francesco Angelicchio publicaba un artículo con el expresivo título Un sacerdote español “muy romano”. En él se preguntaba: “¿Por qué quiso Mons. Escrivá de Balaguer ser “muy romano”? ¿Cuál ha sido la razón para que quisiera con todas sus fuerzas, como repetía a sus hijos, “romanizar” la obra que ha fundado? Sin duda, para tener él mismo y para dar a la nueva fundación idéntico aire con el que Cristo quiso dar a su Iglesia y a su Vicario estableciéndolo en Roma. Para el fundador del Opus Dei, romanidad es sinónimo a la vez de unidad y de universalidad, es manifestación de amor y obediencia al Papa, obispo de Roma, es expresión de docilidad y de servicio a la sede apostólica, es deseo de impregnarse en el espíritu de la primitiva cristiandad y de la Iglesia de los mártires que en Roma aportaron la mayor contribución a la salvación y al incremento de la fidelidad a la Esposa de Cristo y al Primado de Pedro".

El Fundador del Opus Dei quería grabar en los socios de la Obra ‑en todos los fieles‑ el amor hacia el Vicario de Cristo que rebosaba dentro de su corazón de cristiano. Una vez más, decía y enseñaba lo que vivía. Su primer viaje a Roma fue en 1946. Tras una difícil travesía por mar de Barcelona a Génova ‑donde Mons. Escrivá de Balaguer celebró su primera Misa en tierra italiana, en una iglesia medio destruida por los bombar­deos de la guerra‑, hizo el camino de Génova a Roma en coche, junto con don Álvaro del Portillo y don Salvador Canals, que habían ido a recibirles a Génova. También viajaba don José Orlandis, que narra así la llegada a la Ciudad Eterna:

"Había todavía luz en el cielo, en el crepúsculo de uno de los días más largos del año, cuando por la Vía Aurelia llegamos a las cercanías de la Urbe. En cierto momento, y tras una revuelta del camino, apareció ante nuestros ojos la cúpula de San Pedro. El Padre se emocionó visiblemente y rezó en voz alta un Credo. Pocos minutos después, nos deteníamos en Piazza delta Cittá Leonina, donde estaba el piso recién alquilado, que fue el primer domicilio de Monseñor Escrivá de Balaguer en Roma. Una terra­za de esta casa se abría sobre la Plaza de San Pedro, y a la derecha se alzaba la mole del Palacio Vaticano, con la ventana ilumi­nada donde trabajaba el Romano Pontífice. Nuestro Padre estaba lógicamente fatigado tras aquel largo y duro viaje. Mas, a pesar de nuestros ruegos, no quiso retirarse a descansar y pasó la noche entera en oración en esa terraza, teniendo enfrente la casa del Vicario de Cristo en la tierra.

"Quiero, todavía, dejar constancia de un detalle que, sin duda, constituyó para nuestro Fundador una heroica y silenciosa mortificación. La gran ilusión de toda su vida había sido hacer su `romería' y videre Petrum. Se dio la circunstancia de que la pri­mera residencia a donde fue a vivir a su llegada a Roma se hallaba a un paso de la Plaza de San Pedro. Pero nuestro Padre debió de resolver entonces ofrecer a Dios lo que para él repre­sentaba el más costoso sacrificio. Y dejó pasar un día, y otro, y otro, hasta seis, sin cruzar la Plaza y postrarse ante la tumba de San Pedro. Por fin ‑nosotros veníamos observando estas cosas con silencioso respeto‑ el día 29, Fiesta del Apóstol, dijo:

Vamos a San Pedro

Algo semejante relata Francesco Angelicchio, en el artículo citado poco más arriba: "Le gustaba mucho ‑en algunas épocas durante muchos días seguidos‑ acercarse hasta la Plaza de San Pedro para rezar el Credo y la oración `pro Pontifice'. Al llegar a las palabras `creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica', hacía una pequeña variación, que rezaba con gran intensidad: creo en mi Madre la Iglesia Romana, repitiendo tres veces este acto de fe. A continuación, proseguía: `una, santa, católica, apostólica'. Veíamos cómo las meditaba y procuraba grabarlas a fuego en la cabeza y en el corazón incluso de las personas que le acompañaban".

Mons. Escrivá de Balaguer rezó e hizo rezar, todos los días, en todos los Centros de la Obra, y a todos los socios, por la persona y las intenciones del Papa. Lo subrayó el Consiliario del Opus Dei en Italia, Mario Lantini, en los funerales celebrados el 28 de junio de 1975 en la Basílica romana de San Eugenio:

"Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica? Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre, había escrito estas palabras en 1934, cuando tenía treinta y dos años y el Opus Dei no contaba más que seis. Estas tres palabras componen un programa que ha guiado su vida entera, la de todos los socios del Opus Dei y la de cientos de miles de personas de todo el mundo".



21 de febrero de 2024

Borra mi delito



 Evangelio (Lc 11, 29-32)


Habiéndose reunido una gran muchedumbre, comenzó a decir: -Esta generación es una generación perversa; busca una señal y no se le dará otra señal que la de Jonás.


Porque, así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación.


La reina del Sur se levantará en el Juicio contra los hombres de esta generación y los condenará: porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Salomón.


Los hombres de Nínive se levantarán en el Juicio contra esta generación y la condenarán: porque ellos se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Jonás.


PARA TU RATO DE ORACION 


TEN MISERICORDIA de mí, Dios mío, según tu bondad –exclama el salmista, dirigiéndose al cielo–; según tu inmensa compasión borra mi delito» (Sal 51,3). Se cumple una semana desde que comenzamos la Cuaresma, que Dios nos regala para convertirnos y gozar nuevamente de su amor. San Juan Crisóstomo, tratando de explicar el motivo que impulsaba a san Pablo a vivir su entrega a Jesucristo, decía: «Gozar del amor de Cristo representaba para él la vida, el mundo, la compañía de los ángeles, los bienes presentes y futuros, el reino, las promesas, el conjunto de todo bien»1. Uno de los mayores bienes que podemos experimentar especialmente en este tiempo es el perdón de Dios, su misericordia, la libertad con la que nos ama. «¿Quién podrá explicar debidamente la bondad de Dios? En vez de recibir la pena debida por nuestros crímenes, recibimos los premios prometidos a la virtud»2.


«Dios sigue amando a cada hombre (…). Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente»3. Ante esta realidad tan sorprendente y, por otro lado, tan diversa a nuestro corazón, nos llenamos de agradecimiento. Para que no nos quede duda alguna acerca de su perdón, lo hace audible mediante la voz de un sacerdote: «Yo te absuelvo de tus pecados». No podemos arrastrar la culpa, porque Jesucristo la ha borrado.


«EL SACRIFICIO grato a Dios es un espíritu contrito: un corazón contrito y humillado, Dios mío, no lo desprecias» (Sal 51,19). Nuestro arrepentimiento abre las puertas de par en par a Dios. Nosotros no le decimos cómo tiene que amarnos ni nos atrevemos a poner condiciones. «Somos libres porque hemos sido liberados, liberados por gracia —no por pagar— liberados por el amor, que se convierte en la ley suprema y nueva de la vida cristiana»4. Descubrimos que para Dios es fácil perdonar porque ha amado «hasta el extremo» (Jn 13,1). El amor de Dios por nosotros no depende de nuestros méritos o de nuestra conducta. Solo existe una forma de frenarlo: cuando no nos dejamos perdonar. Esa, de alguna manera, es la única barrera insuperable para el Dios todopoderoso, que nos ha dado el gran poder de la libertad.


En ese sentido, se podría decir que necesitamos conocernos bien y, conociendo también a Dios, arrepentirnos de nuestros pecados, darnos cuenta de que lo mejor para nosotros hubiera sido obrar de manera diferente. Sabemos que la santidad no consiste en un mero cumplimiento de obligaciones, sino que es la vida del Espíritu Santo en nuestra alma. Buscar dentro de nosotros lo que obstaculiza su tarea puede parecer sencillo, pero no siempre lo conseguimos hacer, no siempre somos lo suficientemente valientes y honestos para mirar. A veces encontramos excusas para no examinar nuestra vida. San Josemaría aseguraba que «el examen de conciencia diario nos dará el propio conocimiento, la verdadera humildad y, como consecuencia, nos obtendrá del cielo la perseverancia»5. Al mismo tiempo, san Agustín era realista y, por eso, sabía que se trata de una tarea de toda la vida: «Nunca falta qué perdonar; somos hombres»6.


«NO TE ASUSTES, nunca más, de topar dentro de ti con abismos de vileza –aconsejaba san Josemaría–. Clama, ruega, recorre las etapas del hijo pródigo. Tu Padre Dios sale a tu encuentro apenas te confiesas pecador, en aquello que la soberbia te ocultaba como pecado. Comienza para ti una gran fiesta –la profunda alegría del arrepentimiento– y estrenas un traje limpio: una caridad más honda, más divina y más humana»7.


¿Qué extraño mecanismo nos impulsa a no reconocer nuestros pecados? Quizá sea el miedo a no ser queridos, la vergüenza de reconocernos débiles, o la frivolidad de no querer abandonar esos refugios aparentes. De cualquier manera, Jesús nos ofrece una y otra vez un remedio formidable: la confesión sincera de nuestros pecados ante el sacerdote, que hace presente a Cristo. «No hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión. Allí recibimos la fortaleza que necesitamos para luchar»8. Jesús nos espera pacientemente. Sabe que añoramos el hogar paterno, sabe que tenemos nostalgia de su calor.


Decía san Pablo VI que «quizá los momentos de una confesión sincera figuran entre los más dulces, más confortantes y más decisivos de la vida»9. Por eso, contagiar nuestro amor por la confesión es «el mejor favor que podéis hacer a un amigo vuestro, la mejor manifestación de cariño»10. Al Espíritu Santo le podemos pedir que nos ayude a vivirla mejor para, así, ser testimonios de aquel camino de felicidad. Y a María, refugio de los pecadores, le podemos pedir que lleve esta alegría también a nuestros amigos y familiares.

20 de febrero de 2024

PADRE NUESTRO



 Evangelio (Mt 6, 7-15)


Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. 

Vosotros, en cambio, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal. 

Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.


PARA TU RATO DE ORACION


«PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre» (Mt 6,9). Esta súplica es lo primero que Jesús nos enseña a pedir. Solicitamos poder «santificar su nombre» no porque Dios lo necesite, sino porque es lo que más nos conviene a nosotros; el Señor nos enseña a rezar de la manera adecuada para que nosotros podamos ser felices con él. La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar nuestra oración, para escuchar mejor al Espíritu Santo en nosotros; y por eso pone nuevamente el Padrenuestro en nuestros labios.


¿Qué significa que el nombre de Dios sea santificado? ¿Cómo podemos añadir algo a Dios? Nosotros podemos, en el mejor de los casos, reconocer la santidad de Dios, comprender de alguna manera su bondad infinita. «La gloria de Dios consiste en que el hombre viva»1, dice san Ireneo. Qué gozo saberse objeto de una predilección tan entrañable. «Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede»2.


Las peticiones se suceden en el Padrenuestro que Jesús enseña a sus discípulos. Van precedidas de una advertencia que nos introduce en un clima de intimidad y confianza con Dios, antes impensables para el hombre: «Bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mt 6,8). Nuestra oración no tiene como objetivo alterar los designios divinos, sabios desde toda la eternidad; aunque, de manera real pero misteriosa, Dios cuenta con ella para llevarlos a cabo. Al rezar, Dios nos introduce en la comprensión de su bondad infinita. Él quiere «que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos»3.


A LO LARGO de la oración del Padrenuestro, se podría decir que hay una sola acción que nos corresponde a los hombres. Cuando pedimos a Dios que nos perdone, aseguramos que también «nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Podría parecer que se trata solamente de una condición, pero es mucho más que eso. En realidad, el perdón de Dios nos precede. De algún modo, nosotros somos capaces de perdonar, de amar hasta ese extremo, solo porque antes hemos sido perdonados. «La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre»4.


Perdonar es un acto divino por excelencia. Supone restablecer a su anterior condición al que ha ofendido. «¡Dios es alegre! ¿Y cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar (...) Es la alegría de un pastor que reencuentra su oveja; la alegría de una mujer que halla su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a acoger en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida, ha vuelto a casa. ¡Aquí está todo el Evangelio!»5. Cuando conocemos la alegría de Dios al perdonarnos, cuando experimentamos su disponibilidad infinita, es lógico que nos sintamos impulsados a hacer lo mismo con los demás; queremos ser parte de esa alegría. «Para aprender a perdonar –aconsejaba san Josemaría–, acudid a la Confesión, con cariño, con devoción, y allí encontrareis la paz, la fuerza para vencer y para amar»6.


«HÁGASE tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,10). Tal vez pensamos en la voluntad de Dios solo como algo que él quiere de nosotros. Olvidamos, sin embargo, que el acto principal de su designio con respecto a nosotros es amarnos, y que una consecuencia de ese amor es ofrecernos mil maneras de llenarnos de su vida: los sacramentos, las relaciones con quienes nos rodean, la oración, los mandamientos, etc. Al pedirle «que se haga su voluntad» le estamos pidiendo, al menos en parte, que nos dé la gracia de dejarnos alcanzar por ese amor. Y para ello, Jesús nos invita también a pedir el pan de cada día, su cuerpo y su sangre. Esa es la voluntad del Padre: que sus hijos estén lo más unidos posible.


«Pase lo que pase en vuestras vidas –predicaba san Josemaría–, por triste y oscuro y aún abominable que sea, haced rápidamente este proceso mental: Dios es mi Padre; Dios me quiere más que todas las madres del mundo juntas pueden querer a sus hijos. Mi Padre Dios es, además, omnisciente y omnipotente. Luego, todo lo que ocurre es para bien. Veréis qué paz, hijos míos, qué sonrisa iluminará vuestra boca, aunque tengáis el rostro bañado en lágrimas»7.


El hecho de que pidamos que se haga la voluntad de Dios, no anula la nuestra. «La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios»8, especialmente durante la Cuaresma. La Virgen María, hija de Dios Padre, seguramente rezó el Padrenuestro muchas veces. Ella ya había pronunciado su «hágase» personal, y le sorprendería ver cómo la realidad había superado sus expectativas más audaces. Nuestra Madre fue testigo de la entrega de su hijo y, quizás, se sintió confortada recibiéndolo en la Eucaristía. A ella le podemos pedir que nos haga comprender y saborear las palabras de Jesús.