"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2016

TIEMPO ORDINARIO 22a SEMANA MIERCOLES

Lucas 4,38-44.

Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella. 
Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos. 
Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. 
De muchos salían demonios, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!". Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías. 
Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos. 
Pero él les dijo: "También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado". 
Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea. 

BUSCAR, ENCONTRAR, QUERER A CRISTO

— Ayudar a todos, tratar a cada uno como Cristo lo hubiera hecho en nuestro lugar.
— Pacientes y constantes en el apostolado.
— Difundir por todas partes la doctrina de Cristo.
I. Nos relata el Evangelio de la Misa1 que puesto ya el sol comenzaron a traer a Cristo numerosos enfermos para que los curase. Es muy posible que aquel día fuera sábado, pues al caer el sol ya no obligaba el descanso sabático, tan escrupulosamente observado por los fariseos. Los enfermos eran muy numerosos. San Marcos2 señala que toda la ciudad se había juntado delante de la puerta. San Lucas nos ha dejado el detalle singular de que los curó imponiendo las manos sobre cada uno -singulis manus imponens Se fija atentamente en los enfermos y a cada uno le dedica su atención plena, porque toda persona es única para Él. Todo hombre es bien recibido siempre por Jesús, y es tratado por Él con la dignidad incomparable que merece siempre la persona humana.
Comentando este pasaje del Evangelio, señala San Ambrosio que «desde el comienzo de la Iglesia ya buscaba Jesús a las turbas. Y ¿por qué? -se pregunta Porque para curar no hay tiempo ni lugar determinados. En todos los lugares y tiempos se ha de aplicar la medicina»3. Nos muestra el Evangelio la infatigable actividad de Cristo; nos enseña el camino que debemos seguir nosotros con quienes están alejados de la fe, con tantas y tantas almas que no se han acercado aún a Cristo para recibir de Él la curación. «Ningún hijo de la Iglesia Santa puede vivir tranquilo, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!
»Es necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno –“singulis manus imponens”, como hacía Jesús–, para tornarlos a la vida, para iluminar sus inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles!»4.
Servir a todos, tratarlos como Cristo lo hubiera hecho en nuestro lugar, con el mismo aprecio, con el mismo respeto, a cada uno individualmente, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares, su modo de ser, el estado en que se encuentra, sin aplicar a todos la misma receta. Son gentes que vienen a nuestro encuentro por motivos profesionales, de vecindad, de viaje, de afanes o aficiones comunes... Y otros que nosotros vamos a buscar a donde se encuentran para llevarlos hasta el Señor, «como el médico busca al enfermo. Con una sola alma que se salve por la mediación de otro, puede obtenerse el perdón de muchos pecados»5.
Aprendamos en este rato de oración a tener el mismo interés de aquellos que se agolpaban junto a la puerta llevándole los enfermos para que los curase. Veamos junto a Él si los tratamos con la misma atención –singulis manus imponens– con la que Jesús los atendía.
II. Para llegar hasta Cristo hay un camino –a veces largo– que es preciso recorrer con paciencia y constancia. Él espera a nuestros amigos, a los compañeros de estudio o de profesión, a los hijos, a los hermanos... A todos los ayudaremos como Jesús hacía: uno a uno, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares, su edad..., sus enfermedades... Hemos de saber valorar a cada uno en el precio infinito de la Sangre redentora con la que el Señor los rescató. Al acompañarlos hasta Jesús encontraremos resistencias, quizá durante mucho tiempo; son consecuencia de la dificultad de los hombres para secundar el querer de Dios, por las secuelas que el pecado original dejó en el alma, que se agravaron después por los pecados personales. Otras veces esa pasividad es consecuencia de la ignorancia que padecen o del error. Esto nos llevará a rezar y a ofrecer mortificaciones, horas de trabajo o de estudio por ellos, a intensificar la amistad...; más cuanto mayor sea la oposición. La fe nos llevará a comprenderlos y a disculparlos con corazón grande, pero conociendo bien que la meta está en que conozcan y amen a Jesucristo, el mayor bien que podemos hacerles, el más grande de todos los favores y beneficios.
En todo apostolado es necesaria una actitud paciente, que nunca es abandono o desidia, sino parte de la virtud de la fortaleza; la paciencia supone una perseverancia tenaz en conseguir los frutos deseados. Muchas veces será necesario caminar poco a poco, «como por un plano inclinado», sin desanimarnos jamás porque nos parezca que no avanzan o quizá que retroceden. El Señor ya cuenta con esas situaciones y da las gracias oportunas. Él ya impuso las manos sobre cada uno, desde el momento mismo en que decidimos junto al Sagrario llevarlos hasta Él. Desde el comienzo de todo apostolado, bendice los deseos de acercarle esas almas que por diversas circunstancias están próximas a nuestro vivir diario.
Si las personas tardan en responder será preciso recordar la paciencia que Dios ha tenido con nosotros, y considerar lo mucho que nos ha perdonado, y las incontables veces que le hemos hecho esperar... ¡Qué esperas las de nuestro Dios! ¡Cuánto ha aguardado ante la puerta del alma! Si el Señor nos hubiera abandonado cuando no respondimos, cuando no quisimos oír su llamada, ¡qué lejos nos encontraríamos ahora de Él! Nuestro empeño nunca será estéril, porque en el apostolado nos mueve el amor al Señor. Algunos llegarán hasta Él después de unos días de trato, otros después de no pocos años. Unos, en la primera conversación; otros, tras una larga dilación. Unos podrán correr desde el principio, otros apenas tendrán fuerzas para dar un corto paso. A cada uno hemos de tratarlo en su peculiar situación humana y sobrenatural, sin cansarnos, sin abandonos. El médico no utiliza la misma receta para todos, ni el sastre la misma talla, ni el mismo modelo. Vosotros, hermanos -aconseja el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguanta con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones6.
Con prudencia sobrenatural, y sin falsas prudencias humanas, insistiremos a los amigos, parientes y colegas. Todo unido a una gran caridad y comprensión, pues solamente buscamos su bien. Si los enemigos de Dios insisten tanto para alejarlos de Él, ¿cómo no vamos a empeñarnos nosotros, que buscamos su bien? ¡Tú sabes, Señor, que solo buscamos lo mejor para ellos! Lo mejor eres Tú mismo, que te das a quien quiere acogerte.
III. Aquella tarde, fueron muchos los que recibieron la curación y una palabra de aliento, un gesto de comprensión por parte del Maestro: al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, los traían a Él. Y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. ¡Qué alegría para los enfermos... y para quienes los habían acercado hasta Jesús! El apostolado, lleno de sacrificio, es a la vez un quehacer inmensamente alegre. ¡Qué gran tarea llevar a nuestros amigos hasta Jesús para que Él les imponga las manos y los sane!
A la mañana siguiente, Jesús se había retirado a orar a un lugar solitario, como solía hacer; salieron en su busca, y lo detenían para que no se apartara de ellos. Pero Él les dijo: Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado. E iba predicando por las sinagogas de Judea.
Hoy también son muchos los que no conocen a Cristo. Y el Señor pone en nuestro corazón la urgencia de combatir tanta ignorancia, difundiendo por todas partes la buena doctrina, con iniciativas y maneras bien diversas. «Tal misión —nos recuerda el Papa Juan Pablo II- no es exclusiva de los ministros sagrados o del mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1 Cor 9, 16)»7. Solo si miramos a Cristo, si le amamos, venceremos la pereza y la comodidad, saldremos de la torre de marfil que cada uno tiende a construirse a su alrededor, haremos que muchos ciegos vean a Cristo, que muchos sordos le oigan, que muchos paralíticos caminen a su lado, pues el Señor cuenta con nuestra colaboración.
Miremos a Cristo en nuestra oración y contemplemos también a quienes nos rodean. ¿Qué hemos hecho hasta ahora para acercarles hasta el Señor? Veamos la propia familia, el trabajo o el estudio, los vecinos, las personas que más o menos circunstancialmente encontramos en aquella afición que practicamos, en los viajes... ¿No habremos desaprovechado muchas ocasiones? ¿No nos habremos cansado? ¿No nos podrán decir un día que no les hablamos de Cristo, lo que realmente necesitaban?
Nos ayudará a hacer un apostolado incesante la consideración de que el bien o el mal que se realiza tiene siempre un efecto multiplicador. Quienes aquella tarde sintieron que Cristo se paraba a su lado y les imponía sus manos divinas experimentaron que su vida ya no podía ser como antes. Se convirtieron en nuevos apóstoles, que irían difundiendo por todas partes que existía el Camino, la Verdad y la Vida, y que ellos lo habían conocido. Lo fueron pregonando en la familia, en su pueblo..., en todas partes por donde iban. Eso debemos hacer nosotros.

30 de agosto de 2016

TIEMPO ORDINARIO 22a SEMANA MARTES

Mateo 13,44-46.

Jesús dijo a la multitud: 
"El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. 
El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró." 

ENSEÑABA CON AUTORIDAD

— Jesús imparte su doctrina con poder y fuerza divina.
— Al leer el Evangelio cada día es Jesús quien nos habla, nos enseña y nos consuela.
— Cómo encontrarle en esta lectura del Evangelio.
I. Los Evangelistas, repetidas veces señalan la sorpresa de las gentes y de los mismos discípulos ante la doctrina de Jesús y sus prodigios1, y sienten cierto temor a interrogarle2... Era un temor reverencial ante la majestad de Cristo, reflejada en sus palabras y en sus obras, que se apoderaba de las muchedumbres y las cautivaba. San Lucas nos relata en el Evangelio de la Misa3 cómo, después de haber curado Jesús a un endemoniado, quedaron todos atemorizados, y se decían unos a otros: ¿Qué palabra es esta que con potestad y fuerza manda a los espíritus y salen? Y San Marcos señala en otra ocasión que las gentes estaban admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas4. A través de su Santísima Humanidad hablaba la Segunda Persona de la Trinidad, y las gentes, conscientes de su poder extraordinario, acuden para señalarle a los nombres y a las jerarquías más altas que conocían: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los Profetas?5. Bien cortos se quedaron.
El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y fariseos y la seguridad y fuerza con que Jesucristo declaraba su doctrina. Jesús no expone una mera opinión, ni da muestra alguna de inseguridad o de duda6. No habla, como otros profetas, en nombre de Dios; no es un profeta más. Habla en nombre propio: Yo os digo... Enseña los misterios de Dios y cómo han de ser las relaciones entre los hombres, y apoya sus enseñanzas con los milagros; explica su doctrina con sencillez y con potestad porque habla de lo que ha visto7, y no necesita largos razonamientos. «Nada prueba, no se justifica, no argumenta. Enseña. Se impone, porque la sabiduría que de Él emana es irresistible. Cuando se ha apreciado esta sabiduría, cuando se tiene el corazón lo bastante puro para estimarla, se sabe que no puede existir otra. No se siente la necesidad de comparar, de estudiar. Se ve.
»Se ve que es lo absoluto; se ve que frente a Él todo es polvo; se ve que Él es la Vida. Igual que las estrellas se apagan cuando sale el sol, así ocurre con todas las sabidurías y todas las escuelas. Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»8.
Jesús nos sigue hablando a cada uno, personalmente, en la intimidad de la oración, al leer cada día el Evangelio... Hemos de aprender a escucharle también entre los mil sucesos del día, y en lo que en nuestro lenguaje llamamos fracaso o dolor. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.
»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.
»(...) toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos»9.
II. La doctrina de Jesús tenía tal fuerza y autoridad que algunos de los que le escuchaban exclaman que nunca en Israel se había oído algo parecido10. Los escribas enseñaban también al pueblo lo que está escrito en Moisés y los Profetas, comenta San Beda; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor del mismo Moisés11.
Las palabras de Jesús estaban llenas de vida, penetraban hasta el fondo del alma. Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús que pasaba12, dos de sus discípulos le siguieron y permanecieron con Él aquel día. San Juan, el Evangelista que recogió los grandes diálogos de Jesús, en esta ocasión calla. Solo nos dice que le encontraronalrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Cuando, pasados muchos años, escribe su Evangelio, nos quiso dejar para siempre el momento preciso e inolvidable de su primer encuentro con el Maestro. ¿Qué les diría el Señor? Solo sabemos el resultado por las palabras de Andrés, el otro discípulo que siguió a Jesús: ¡Hemos encontrado al Mesías!13, le comunica a su hermano Simón. Dios se metió aquella tarde en lo más profundo del corazón de aquellos hombres. Cuando abrimos nosotros el alma, las palabras de Jesús también calan y transforman. Como aquellos otros que habían sido enviados para detenerle y volvieron sin Él14¿Por qué no lo habéis traído?, les increpan los fariseos. Y ellos responden rotundamente: Nunca un hombre ha hablado como este hombre.
Las palabras de Jesús encierran una sabiduría infinita, que entiende el filósofo y quien no tiene letras, jóvenes, niños, hombres y mujeres..., todos. Habla de lo más sublime con las palabras más sencillas; su doctrina –profunda como no habrá jamás otra– está al alcance de todos. En su predicación recurre a menudo a figuras y a imágenes conocidas por el público, que dan a su predicación una belleza y un atractivo incomparable. Los pormenores más sencillos sirven para expresar los rasgos más sublimes de una doctrina nueva y de una profundidad misteriosa e inabarcable.
Toda la vida del Señor fue una enseñanza continua: «su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. Estas consideraciones (...) reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo que revela a Dios a los hombres y al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria»15.
En el Santo Evangelio encontramos cada día a Cristo mismo que nos habla, nos enseña y nos consuela. En su lectura –unos pocos minutos cada día– aprendemos a conocerle cada vez mejor, a imitar su vida, a amarle. El Espíritu Santo –autor principal de la Escritura Santa– nos ayudará, si acudimos a Él en petición de ayuda, a ser un personaje más de la escena que leemos, a sacar una enseñanza, quizá pequeña pero concreta, para ese día.
III. «Tu oración –enseña San Agustín– es como una conversación con Dios. Cuando lees, Dios te habla a ti; cuando oras, tú le hablas a Él»16. El Señor nos habla de muchas maneras cuando leemos el Santo Evangelio: nos da ejemplo con su vida para que le imitemos en la nuestra; nos enseña el modo de comportarnos con nuestros hermanos; nos recuerda que somos hijos de Dios y que nada debe quitarnos la paz; llama la atención de nuestros corazones, para perdonar ese pequeño agravio que hemos recibido; nos alienta a preparar con esmero la Confesión frecuente, donde nos espera el Padre del Cielo para darnos un abrazo; nos pide que en esa jornada seamos misericordiosos con los defectos ajenos, pues Él lo fue en grado sumo; nos impulsa a santificar el trabajo, haciéndolo con perfección humana, pues fue su quehacer durante tantos años de su vida en Nazaret... Cada día podemos sacar un propósito, una enseñanza, un pensamiento que recordaremos mientras trabajamos. Por esto, si es posible, será mejor que leamos esos breves minutos a primera hora del día para ejercitarnos luego en esa enseñanza sencilla que tanto nos ayudará a mejorar un poco cada jornada. Hay incluso quien lo lee de pie, recordando la vieja costumbre de los primeros cristianos, que permanece en el gesto de la Misa de escuchar el Evangelio en esta actitud de vigilia.
Mucho bien hará a nuestra alma procurar que la lectura del Evangelio nos dé frecuentemente la trama de la oración: unas veces porque nos introduciremos en la escena como lo haría alguno que vio el grupo reunido en torno a Jesús, o se paró en la puerta desde donde el Maestro enseñaba, o a la orilla del lago... Quizá solo llegó hasta él una parte de la parábola o unas frases aisladas, pero aquello fue suficiente para que algo muy profundo comenzara a cambiar en su alma; en otras ocasiones nos atreveremos a decirle alguna cosa: quizá lo que aquellos mismos personajes le hablaban o le gritaban, porque era mucha su necesidad: Domine, ut videam!17, que vea, Señor, da luz a mi alma, enciéndeme; ¡Oh Dios!, ten piedad de mí, que soy un pecador18, le suplicaremos con palabras del publicano que no se sentía digno de estar delante de su Dios; Domine, tu omnia nosti... Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo19..., y las palabras de Pedro tomarán en nuestro corazón un acento personal, y le expresaremos los sentimientos y deseos de amor y de purificación que llenan nuestro corazón... Muchas veces contemplaremos su Santísima Humanidad, y el verle perfecto Hombre nos moverá a quererle más, a tener deseos de serle más fieles. Le veremos trabajando en Nazaret, ayudando a San José, cuidando más tarde de su Madre..., o cansado porque han sido muchas las horas que ha predicado durante ese día, o el camino ha sido muy largo...
Todos los días, mientras leemos el Evangelio, pasa Jesús junto a nosotros. No dejemos de verlo y de oírlo, como aquellos discípulos que se encontraron con Él en el camino de Emaús. «“Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...”. Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.
»—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!»

29 de agosto de 2016

Memoria del martirio de San Juan Bautista

Marcos 6,17-29.

Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado. 
Porque Juan decía a Herodes: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano". 
Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto. 
Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea. 
La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: "Pídeme lo que quieras y te lo daré". 
Y le aseguró bajo juramento: "Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino". 
Ella fue a preguntar a su madre: "¿Qué debo pedirle?". "La cabeza de Juan el Bautista", respondió esta. 
La joven volvió rápidamente adonde estaba el rey y le hizo este pedido: "Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista". 
El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla. 
En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan. 
El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre. 
Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron. 



* San Juan es el único santo de quien la Iglesia conmemora el nacimiento y la muerte. Con su ejemplo lleno de fortaleza, el Precursor nos enseña a cumplir, a pesar de todos los obstáculos, la misión que cada uno hemos recibido de Dios.

La gracia del Señor no te ha de faltar

— Fortaleza de Juan.
— Su martirio.
— Alegría en las contradicciones 
I. Comentaré tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo1.
El día 24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy conmemora su dies natalis, el día de su muerte, ordenada por Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan, el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios, había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con gusto2. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones, le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor de cielos y tierra3, con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno de sus prodigios a él y a sus amigos.
San Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados4; a los fariseos y saduceos5, y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado6Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano7. Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte8.
El Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario, para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.
II. San Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual había tomado como mujer9. Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo. Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde fieles seguidores de Cristo.
Juan lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma. «No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo:los padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros»10.
A lo largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles: después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre11. Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio12. Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron13.
¿Vamos nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?
III. La historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos, San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus amos14 y las mujeres intolerancias de sus maridos15; otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da sentido y plenitud a la Cruz de cada día16.
Desde San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza... Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya mucho tiempo»17. Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y difíciles de llevar.
Es muy posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será, quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo. «Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter medium montium pertransibunt aquae!” ¡pasarás a través de los montes!»18. Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol»19. Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora,Auxilio de los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.

28 de agosto de 2016

TIEMPO ORDINARIO 22a SEMANA DOMINGO



Lucas 14,1.7-14.


Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. 
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: 
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, 
y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. 
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados. 
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado". 
Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. 
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. 
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!". 

HUMILDAD CAMINO DE SANTIDAD

— Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.
— Medios para vivir la humildad.
— Los bienes de la humildad.
I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola1 que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. «¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?», nos pregunta San Juan Crisóstomo2, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...
La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.
Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano:Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam3: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos4. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, «la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento»5. Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: «¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?»6. Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine7, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.
II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. «A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»8. Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser «instrumentos de Dios» para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos «portadores de esencias divinas de un valor inestimable». Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: «Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor».
Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.
Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.
Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. «Solo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos»9; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; «también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno»10, y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca «da su brazo a torcer», que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además,rectificar cuando nos hemos equivocado no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.
Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...
III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir «que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo»11. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: «no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros»12. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.
De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa13en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.
La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte14, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

27 de agosto de 2016

SANTA MONICA *

Mateo 25,14-30.

Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
"El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes.
A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo a un tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. En seguida, el que había recibido cinco talentos, fue a negociar con ellos y ganó otros cinco.
De la misma manera, el que recibió dos, ganó otros dos, pero el que recibió uno solo, hizo un pozo y enterró el dinero de su señor.
Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores.
El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. 'Señor, le dijo, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado'.
'Está bien, servidor bueno y fiel, le dijo su señor, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor'.
Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: 'Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado'.
'Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor'.
Llegó luego el que había recibido un solo talento. 'Señor, le dijo, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido.
Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!'.
Pero el señor le respondió: 'Servidor malo y perezoso, si sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he esparcido, tendrías que haber colocado el dinero en el banco, y así, a mi regreso, lo hubiera recuperado con intereses.
Quítenle el talento para dárselo al que tiene diez, porque a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.
Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil; allí habrá llanto y rechinar de dientes"

 * Santa Mónica nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, del que tuvo varios hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión consiguió de la misericordia divina con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo acabado de madre cristiana. Murió en Ostia (Italia) el año 387.

LA EFIACIA DE LA ORACION

— Oración de Santa Mónica por la conversión de su hijo Agustín.
— Transmitir la fe en la familia. Piedad familiar.
— La oración en familia.
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de Jesús a la ciudad de Naín, acompañado de sus discípulos y de una numerosa muchedumbre. Al entrar, se encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una viuda, cuyo hijo único llevaban a enterrar. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre1. En las almas se obra con frecuencia este milagro: muchos que estaban muertos para Dios vuelven a la Vida.
Durante muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo alejado de Dios y muerto a la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy celebramos, fue la madre intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones obtuvo del Señor la resurrección espiritual del que sería uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa Mónica obtuvo también la conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció una influencia decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte del ámbito familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su madre: «cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía también a todos como si hubiera sido hija de todos»2.
Santa Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su hijo: lloró mucho, rogó a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él y trataran de convencerle para que abandonase sus errores. Un día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había acudido repetidas veces, la despidió con estas palabras que han sido el consuelo de tantos padres y madres a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3. El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa»4.
La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual»5. Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.
II. Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»6; una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.
El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a comportarse como tales.
En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres»7. Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.
III. Si fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa Mónica, ¡cómo será la de la familia entera, rezando por unos mismos fines! «La plegaria familiar escribe el Papa Juan Pablo II- tiene unas características propias. Es una oración “hecha en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos (...). A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18, 19 ss.)»8. Los miembros de la familia se unen, entre sí y con Dios, con más fuerza mediante la oración en común.
Esta plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de familia: «alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversario de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deberán también señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y la responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración»9.
El centro de la familia cristiana debe estar puesto en el Señor. Por eso, cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una visión humana, sería incomprensible es interpretado como algo permitido por Dios, algo que redundará siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido o cualquier otra prueba son advertidos con relieve de eternidad y no llevan al desaliento o a la amargura, sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del todo en sus brazos. Él es Padre de todos.
En el día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que ella tuvo en la oración y que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro de la piedad familiar, aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres que se van extendiendo no sean favorables. Esta situación, por el contrario, nos ha de llevar a todos a un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro de todo hogar, comenzando por el nuestro. Así la vida de familia será un anticipo del Cielo.