"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2019

LO QUE IMPORTA ES IR AL CIELO

— En la vida, lo verdaderamente importante es llegar al Cielo.
— El infierno existe
— Ser instrumento de salvación para muchos.
I. Entre todos los logros de la vida, uno solo es verdaderamente necesario: llegar hasta la meta que Dios mismo nos ha propuesto, el Cielo. Con tal de alcanzarlo debemos perder cualquier otra cosa, y apartar todo lo que se interponga en el camino, por muy valioso o atractivo que nos pueda parecer. Todo debe ser subordinado a la única meta de nuestra vida: llegar a Dios, y si algo en vez de ser ayuda es obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. La salvación eterna –la propia y la del prójimo– es lo primero. Así nos lo dice el Señor en el Evangelio de la Misa1Si tu mano te escandaliza, córtala... Y si tu pie te escandaliza, córtalo... Y si tu ojo te escandaliza, sácalo... Más vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino que ser arrojado íntegro a la gehena del fuego, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga. Más vale privarse de algo tan necesario como la mano, el pie o el ojo que perder el Cielo, bien absoluto, con la visión beatífica de Dios por toda la eternidad. Mucho más si se trata de algo –como suele ocurrir– de lo que con un poco de buena voluntad se puede prescindir sin quebranto grave alguno.
Con estas imágenes tan gráficas el Señor nos enseña la obligación de evitar los peligros de ofenderle y el deber grave de apartar la ocasión próxima de pecado, pues el que ama el peligro, en él caerá2. Todo aquello que nos pone cerca del pecado debe ser echado fuera enérgicamente. No podemos jugar con nuestra salvación, ni con la del prójimo.
Muchas veces –y será lo normal para un cristiano que pretende agradar en todo a Dios– no serán obstáculos muy importantes los que habrá que remover, sino quizá pequeños caprichos, faltas de templanza en las que el Señor pide mortificar el gusto, falta de dominio en el carácter, excesiva preocupación por la salud o por el bienestar... Faltas más o menos habituales –pecados veniales, pero muy a tener en cuenta– que retrasan el paso, y que pueden hacer tropezar y aun caer en otras más importantes.
Si luchamos generosamente, si tenemos claro el fin de la vida, trataremos de rectificar con tenacidad esos obstáculos, para que dejen de serlo y se conviertan en verdaderas ayudas. Esto hizo el Señor muchas veces con sus Apóstoles: del ímpetu precipitado de Pedro formó la rocafirme sobre la que se asentaría la Iglesia; de la brusca impaciencia de Juan y de Santiago (les llamaban «hijos del trueno»), el celo apostólico de incansables predicadores; de la incredulidad de Tomás, un testimonio claro de su divinidad. Lo que antes era obstáculo, ahora se ha convertido en una gran ayuda.
II. La vida del cristiano ha de ser un continuo caminar hacia el Cielo. Todo debe ayudarnos para afianzar nuestros pasos en ese sendero: el dolor y la alegría, el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso... De la misma manera que en los grandes negocios y en las tareas de mucho interés se vigilan y se estudian hasta los menores detalles, así debemos hacer con el negocio más importante, el de la salvación. Al final de nuestro paso por la tierra encontramos esta única alternativa: o el Cielo (pasando por el Purgatorio si hemos de purificarnos) o el Infierno, el lugar del fuego inextinguible, del que el Señor habló explícitamente en muchos momentos.
Si el Infierno no tuviera una entidad real, y si no hubiera una posibilidad también real de que los hombres terminaran en él, Cristo no nos habría revelado con tanta claridad su existencia, y no nos habría advertido tantas veces, diciendo: ¡estad vigilantes! El demonio no ha renunciado a lograr la perdición de ningún hombre, de ninguna mujer, mientras peregrine en este mundo hacia su fin definitivo, de ninguno ha desistido, cualquiera que sea el puesto que ocupe y la misión que haya recibido de Dios.
La existencia de un castigo eterno, reservado a los que obren mal y mueran en pecado mortal, está ya revelada en el Antiguo Testamento3. Y en el Nuevo, Jesucristo habló del castigo preparado para el diablo y sus ángeles4, que sufrirán también los siervos malos que no cumplieron la voluntad de su señor5, las vírgenes necias que fueron halladas sin el aceite de las buenas obras cuando llegó el Esposo6, los que se presentaron sin el traje nupcial al banquete de bodas7, quienes ofendieron gravemente a sus hermanos8 o no quisieron ayudarles en sus necesidades materiales o espirituales9... El mundo se compara a una era en la que hay trigo juntamente con la paja, hasta el momento en el que Dios tomará en su mano el bieldo y limpiará la era, metiendo después el trigo en su granero y quemando la paja en un fuego que no termina10.
No es el Infierno una especie de símbolo para la exhortación moral, más a propósito para ser predicado en otros momentos históricos en los que la humanidad estaba menos evolucionada. Es una realidad dada a conocer por Jesucristo, tan tristemente objetiva que le llevó a mandarnos vivamente –como leemos en el Evangelio de la Misa– que dejáramos cualquier cosa, por importante que fuera, con tal de no parar allí para siempre. Es una verdad de fe, constantemente afirmada por el Magisterio; recuerda el Concilio Vaticano II, al tratar de la índole escatológica de la Iglesia: «debemos vigilar constantemente (...), no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cfr. Mt 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde habrá llanto y crujir de dientes»11. La existencia del Infierno es una verdad de fe, definida por el Magisterio de la Iglesia12.
Sería un grave error no llevar este tema trascendental alguna vez a nuestra consideración o silenciarlo en la predicación, en la catequesis o en el apostolado personal. «La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial –advierte Juan Pablo II–, una constante catequesis sobre (...) los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria. En una cultura, que tiende a encerrar al hombre en su vicisitud terrena más o menos lograda, se pide a los Pastores de la Iglesia una catequesis que abra e ilumine con la certeza de la fe el más allá de la vida presente; más allá de las misteriosas puertas de la muerte se perfila una eternidad de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él»13. El Señor quiere que nos movamos por amor, pero, dada la debilidad humana, consecuencia del pecado original y de los pecados personales, ha querido manifestarnos a dónde conduce el pecado para que tengamos un motivo más que nos aparte de él: el santo temor de Dios, temor de separarnos del Bien infinito, del verdadero Amor. Los santos han tenido como un gran bien las revelaciones particulares que Dios les hizo acerca de la existencia del Infierno y de la enormidad y eternidad de sus penas: «fue una de las mayores mercedes que Dios me ha hecho –escribe Santa Teresa–, porque me ha aprovechado muy mucho, tanto para perder el miedo a las tribulaciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y a dar gracias al Señor, que me libró, a lo que me parece, de males tan perpetuos y terribles»14.
Veamos hoy en esta oración si existe algo en nuestra vida, aunque sea pequeño, que nos separa del Señor, en lo que no luchamos como deberíamos; examinemos si huimos con prontitud y decisión de toda ocasión próxima de pecar; si pedimos con frecuencia a la Virgen que nos dé un profundo horror a todo pecado, también al venial, que causa tanto daño al alma: nos aleja de su Hijo, nuestro único Bien absoluto.
III. La consideración de nuestro fin último ha de llevarnos a la fidelidad en lo poco de cada día, a ganarnos el Cielo con los quehaceres y las incidencias diarias, a remover todo aquello que sea un obstáculo en nuestro caminar. También nos ha de llevar al apostolado, a ayudar a quienes están junto a nosotros para que encuentren a Dios y le sirvan en esta vida y sean felices con Él por toda la eternidad. Esta es la mayor muestra de caridad y de aprecio que podemos tener.
La primera forma de ayudar a los demás es la de estar atentos a las consecuencias de nuestro obrar y de las omisiones, para no ser nunca, ni de lejos, escándalo, ocasión de tropiezo para otros. El Evangelio de la Misa recoge también estas palabras de Jesús: Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y sea arrojado al mar. En otro momento ya había dicho el Señor: Es imposible que no sucedan escándalos; pero ¡ay de aquel que los causa!15. Pocas palabras encontramos en el Evangelio tan fuertes como estas; pocos pecados tan graves como el de causar la ruina de un alma, porque el escándalo tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas: da muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo. Los pequeños, para Jesús, son en primer lugar los niños, en cuya inocencia se refleja de una manera particular la imagen de Dios; pero también lo son esa inmensa muchedumbre de personas sencillas, con menos formación y, por lo mismo, más fáciles de escandalizar.
Ante las muchas causas de escándalo que diariamente se dan en el mundo, el Señor nos pide a sus discípulos desagravio y reparación por tanto mal, siendo ejemplos vivos que arrastren a otros a ser buenos cristianos, practicando la corrección fraterna oportuna, afectuosa, prudente, que ayude a otros a remediar sus errores o a que se separen de una situación dañosa para su alma, moviendo a muchos para que acudan al sacramento de la Penitencia, donde enderecen sus pasos torcidos. La realidad de la existencia del Infierno, que nos enseña la fe, es una llamada al apostolado, a ser para muchos instrumento de salvación.
Acudamos a la Virgen Santísima: iter para tutum!16, prepáranos, a nosotros y a todos los hombres, un camino seguro: el que termina en la eterna felicidad del Cielo.

27 de febrero de 2019

UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

— El apostolado en la Iglesia es muy variado y distinto.
— Difundir la doctrina entre todos.
— Unidad y pluriformidad en la Iglesia. 
I. Los discípulos vieron a uno que echaba demonios en el nombre del Señor. No sabemos si se trataba de alguien que había conocido antes a Jesús, o bien alguno que fue curado por Él y se había constituido por su cuenta en un seguidor más del Maestro. San Marcos1 nos ha dejado la reacción de San Juan, quien, acercándose a Jesús, le dijo: Maestro, hemos visto a uno lanzar demonios en tu nombre, pero se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros.
El Señor aprovechó esta ocasión para dejar una enseñanza valedera para todos los tiempos: No se lo prohibáis -dijo Jesús-, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda luego hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está con nosotros. Este exorcista manifestaba una fe honda y operativa en Jesús; lo expresaba a través de las obras. Jesús lo acepta como seguidor suyo y reprueba la mentalidad estrecha y exclusivista en las tareas apostólicas; nos enseña que el apostolado es muy variado y distinto.
«Muchas son las formas de apostolado –proclama el Concilio Vaticano II– con que los seglares edifican a la Iglesia y santifican al mundo, animándolo en Cristo»2. La única condición es «estar con Cristo», con su Iglesia, enseñar su doctrina, amarle con obras. El espíritu cristiano ha de llevarnos a fomentar una actitud abierta ante formas apostólicas diversas, a poner empeño en comprenderlas, aunque sean muy distintas de nuestro modo de ser o de pensar, y alegrarnos sinceramente de su existencia, entre otras razones porque la viña es inmensa y los obreros, pocos3. «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. —Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia.
»Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro»4. Porque no sería posible para un cristiano vivir la fe y tener al mismo tiempo una mentalidad como de partido único, de tal manera que quien no adoptara unas determinadas formas, métodos o modos de hacer, o campos de apostolado, estaría en contra. Nadie que trabaje con rectitud de intención estorba en el campo del Señor. Todos somos necesarios. Importa mucho que, entendiendo bien la unidad en la Iglesia, Cristo sea anunciado de modos bien diversos. Unidad «en la fe y en la moral, en los sacramentos, en la obediencia a la jerarquía, en los medios comunes de santidad y en las grandes normas de disciplina, según el conocido principio agustiniano: in necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas (en los asuntos necesarios unidad, en los opinables libertad, en todos caridad)»5. Y esa unidad necesaria no será nunca uniformidad que empobrece a las almas y a los apostolados: «en el jardín de la Iglesia hubo, hay y habrá una variedad admirable de hermosas flores, distintas por el aroma, por el tamaño, por el dibujo y por el color»6. Y esta diversidad es riqueza para gloria de Dios.
Al esforzarnos en una tarea apostólica hemos de evitar una tentación que podría acechar: la de «entretenerse» inútilmente en evaluar las iniciativas apostólicas de los demás. Más que estar pendientes de la actuación de otros, debemos sondear nuestro corazón y ver si ponemos todo el empeño, si procuramos hacer rendir los talentos que hemos recibido de Dios en favor de las almas: «... tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro».
«La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros.
»Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta»7. De ahí nuestro gozo y alegría al ver que muchos trabajan con ahínco por dar a conocer el Reino de Dios, en formas de apostolado a las que el Señor no nos llama a nosotros.
II. La doctrina de Jesucristo debe llegar a todas las gentes, y muchos lugares que fueron cristianos necesitan ser evangelizados de nuevo. La misión de la Iglesia es universal y se dirige a personas de toda condición: de culturas y formas de ser diferentes, de edades bien dispares... Desde el comienzo de la Iglesia, la fe caló en jóvenes y ancianos, en gentes pudientes y en esclavos, en cultos e incultos... Los Apóstoles y quienes les sucedieron mantuvieron una firme unidad en lo necesario, y no se empeñó la Iglesia en uniformar a todos los que se convertían. Y los modos de evangelizar fueron muy diferentes también: unos cumplieron una misión importantísima con sus escritos en defensa del Cristianismo y de su derecho a existir, otros predicaron por las plazas, y la mayoría realizó un apostolado discreto en su propia familia, con sus vecinos y compañeros de oficio o de aficiones. Todos los bautizados tenían en común la caridad fraterna, la unidad en la doctrina que habían recibido, los sacramentos, la obediencia a los legítimos pastores...
En todos podemos sembrar la doctrina de Cristo, separando con delicadeza extrema los espinos que harían infructuosa la semilla. Los cristianos, en la tarea apostólica que nos ha encomendado el Señor, «no excluimos a nadie, no apartamos ningún alma de nuestro amor a Jesucristo. Por eso –aconsejaba San Josemaría Escrivá– habéis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana–, con todos vuestros compañeros de profesión; más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales»8. El cristiano es, por vocación, un hombre abierto a los demás, con capacidad para entenderse con personas bien diferentes por su cultura, edad o carácter.
El trato con Jesús en la oración nos lleva a tener un corazón grande en el que caben las gentes próximas y las más lejanas, sin mentalidades estrechas y cortas, que no son de Cristo. Examinemos en la oración si respetamos y amamos la diversidad de formas de ser que encontramos todos los días con quienes convivimos, si vemos como riqueza de la Iglesia el que realmente sean diferentes a nosotros en sus gustos, modos de ser o de pensar.
III. La Iglesia se asemeja a un cuerpo humano, que está compuesto por miembros bien diferenciados y bien unidos a la vez9. La diversidad, lejos de quebrantar su unidad, representa su condición fundamental.
Hemos de pedir al Señor advertir y saber armonizar de modo práctico estas realidades sobrenaturales presentes en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo: unidad en la verdad y en la caridad; y, simultáneamente, reconocer para todos en la Iglesia la variedad pluriforme, la pluriformidad de espiritualidades, de enfoques teológicos, de acción pastoral, de iniciativas apostólicas, porque esa pluriformidad «es una verdadera riqueza y lleva consigo la plenitud, es la verdadera catolicidad»10, bien lejana del falso pluralismo, entendido como «yuxtaposición de posiciones radicalmente opuestas»11.
En la unidad y en la caridad, el Espíritu Santo actúa, suscitando pluralidad de caminos de santificación. Y quienes reciben un carisma determinado, una vocación específica, contribuyen a la edificación de la Iglesia con la fidelidad a su peculiar llamada, siguiendo el camino señalado por Dios: ahí les espera, y no en otro lugar, no en otra parcela, no con otros modos.
La unidad deseada por el Señor –ut omnes unum sint12, que todos sean uno– no restringe sino que promueve la peculiar personalidad y forma de ser de cada uno, la variedad de espiritualidades distintas, de pensamiento teológico bien diferente en aquellas materias que la Iglesia deja a la libre discusión de los hombres... «Te pasmaba que aprobara la falta de “uniformidad” en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije:
»Unidad y variedad. —Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del Cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. —Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo»13.
La doctrina del Señor nos mueve no solo a respetar la legítima variedad de caracteres, de gustos, de enfoques en lo opinable, en lo temporal, sino a fomentarla de modo activo. En todo aquello que no se opone ni dificulta la doctrina del Señor y, dentro de ella, la llamada recibida, debe ser total la libertad en aficiones, trabajos, ideas particulares sobre la sociedad, la ciencia o la política. Así, los cristianos de nuestro siglo y de todas las épocas debemos estar unidos en Cristo, en su amor y en su doctrina, fieles cada uno a la vocación recibida; debemos ser distintos y varios en todo lo demás, cada uno con su propia personalidad, esforzándonos en ser sal y luz, brasa encendida, verdaderos discípulos de Cristo.

26 de febrero de 2019

EL SEÑOR, REY DE REYES

— Salmo de la realeza, triunfo de Cristo.
— El rechazo de Dios en el mundo.
— La filiación divina.
I. A lo largo de muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un salmo para dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida aquí en la tierra1. Fueron las oraciones principales de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. La liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la parte principal de la oración –la Liturgia de las Horas– que los sacerdotes dirigen cada día a Dios en nombre de toda la Iglesia.
Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos lo han comentado repetidas veces2, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. Los primeros cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las adversidades. Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de esta oración. Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín por haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido que pedía limosna a la puerta del Templo3. Cuando fueron milagrosamente liberados volvieron a los suyos y les contaron cuanto les había sucedido, y todos juntos entonaron una plegaria al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo. Esta fue su oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de David, nuestro padre y siervo tuyo, dijiste: «¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos? Se han armado los reyes de la tierra, y los príncipes se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo»4.
Las palabras que el Salmista dirige a Dios contemplando la situación de su tiempo fueron palabras proféticas que se cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida de la Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera realidad: ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Por qué también –en ocasiones– esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha cesado un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada en tantos lugares, las calumnias, las difamaciones, poderosos medios de comunicación al servicio del mal, el aborto de cientos de miles de criaturas que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la sobrenatural para la que Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra el Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...
Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca5. A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos estaban reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la palabra del Señor. Cuando terminó aquella oración –nos dice San Lucas– todos se sintieron confortados y llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con toda libertad la palabra de Dios6.
Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.
IIDirumpamus víncula eorum... Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo7, parece repetir un clamor general. «Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse (cfr. Jn 18, 36)»8. Pero el que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira9. El castigo divino no solo se realiza en la vida terrena. A pesar de los aparentes triunfos de muchos que se declaran o comportan como enemigos de Dios, su mayor fracaso, si no se arrepienten, consistirá en no comprender ni alcanzar jamás lo que es la verdadera felicidad. Sus satisfacciones humanas, o infrahumanas, pueden ser el triste premio al bien que hayan podido realizar en el mundo. Con todo, algunos santos han afirmado que «el camino del infierno es ya un infierno». A pesar de todo, el Señor está siempre dispuesto al perdón, a darles la paz y la alegría verdaderas.
San Agustín, al comentar estos versículos del salmo, hace notar que también se puede entender por ira de Dios la ceguera de mente que se apodera de quienes faltan de esta forma a la ley divina10. No hay desgracia comparable a desconocer a Dios, a vivir de espaldas a Él, a la afirmación de la propia vida en el error y en el mal.
No obstante, a pesar de tanta infamia, Dios es paciente y quiere que todos los hombres se salven11. La ira de Dios, de la que habla el salmo, «no es tanto el furor cuanto la corrección necesaria, como hace el padre con el hijo, el médico con el enfermo, el maestro con el discípulo»12. Con todo, el tiempo para disponer de la misericordia divina es limitado: luego viene la noche, en la que ya no se puede trabajar13. Con la muerte acaba la posibilidad de arrepentimiento.
El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Ante todos aparece la imagen de muchos hombres que se cierran a la misericordia divina y a la remisión de sus pecados, que consideran «no esencial o sin importancia para su vida», y como una «impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón. En nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado»14.
Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia. Pidamos que no se agote nunca esta clemencia divina, que es para muchos como el último cable que cuelga y al que puede agarrarse el náufrago que ya había desechado otros auxilios de salvación.
III. Ante los profundos interrogantes que plantean la libertad humana, el misterio del mal, la rebelión de la criatura, el Salmo II da la solución proclamando la realeza de Cristo, por encima del mal que existe o pueda existir: Mas yo te constituí mi rey sobre Sión, mi monte santo. Predicaré su decreto. A mí me ha dicho el Señor: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»15. «La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.
»Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo!»16. Este es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades: las de un ambiente a veces hostil a la vida cristiana, y las tentaciones que el Señor permite para que reafirmemos la fe y el amor.
A nuestro Padre Dios le encontramos siempre muy cerca, su presencia es «como un olor penetrante que no pierde nunca esa fuerza con la que se introduce en todas partes, lo mismo en el interior de los corazones que lo aceptan, como en el exterior, en la naturaleza, en las cosas, en medio de un gentío. Dios está allí, esperando que se le descubra, que se le llame, que se le tenga en cuenta (...)»17.
Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra18. Cada día nos dice el Señor: ¡pídeme! De modo particular en esos momentos de la acción de gracias después de la comunión. ¡Pídeme!, nos dice Jesús. Sus deseos son dar y dársenos.
San Juan Crisóstomo comenta estas palabras del salmo y enseña que no se nos promete ya una tierra que mana leche y miel, ni una larga vida, ni muchedumbre de hijos, ni trigo, ni vino, ni rebaños, sino el Cielo y los bienes del Cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito, y tener parte en su herencia, y ser juntamente con Él glorificados y reinar con Él19.
Los regirás con vara de hierro, y como a vasos de alfarero los romperás. Ahora, pues, oh reyes, entendedlo bien: dejaos instruir, los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor, y ensalzadle con temblor santo20. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Según el testimonio de los Padres de la Iglesia, la vara de hierro es la Santa Cruz, «cuya materia es madera, pero cuya fuerza es de hierro»21. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas: los obstáculos se quebrarán como vasos de alfarero. La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: esta es el arma para vencer; una vida sobria, mortificada, sin huir del sacrificio amable que nos une a Cristo.
El salmo termina con un llamamiento para que nos mantengamos fieles en el camino y en la confianza en el Señor: Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje, y perezcáis fuera del camino, cuando dentro de poco se inflame su ira. Bienaventurados serán los que hayan puesto en Él su confianza22. Nosotros hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza. A los Santos Ángeles Custodios, fieles servidores de Dios, les pedimos que nos mantengan cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.

25 de febrero de 2019

PEDIR LA VIRTUD DE LA FE

— La fe es un don de Dios.
— Necesidad de buenas disposiciones 
— Fe y oración. Pedir la fe.

I. Llegó Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle1, como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario. Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

Los discípulos, que ya habían realizado algunos otros milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar el prodigio. El padre tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)»2, ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu misericordia!

La fe es un don divino; solo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad.

Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se torna insegura la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir los ojos –comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa propia; es a la vez obra divina y humana3. Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!

II. ¿Qué vieron en Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué pequeñez la de muchos fariseos, que andaban con aquellos enredos acerca de la ley...! ¡Ni siquiera en los mismos milagros supieron descubrir al Mesías!; al menos una buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo. Y su ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el cumplimiento de todo lo que se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta: Mi doctrina no es mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de Dios o mía4. No tuvieron las disposiciones adecuadas, no buscaban el honor de Dios, sino el suyo propio5. Ni siquiera los milagros pueden sustituir a las necesarias disposiciones interiores. La razón honda del rechazo al Mesías tanto tiempo esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no solo no poseían en su corazón a Dios como Padre, sino que tenían «al diablo por padre», porque sus obras no eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones6.

«Dios se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su falta de capacidad para ver»7. ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra!

En el apostolado debemos tener en cuenta que, con frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma»8. Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para entender un ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias de su llamada.

La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una persona purifica y limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del Perdón. Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.

III. Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos al joven lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron: ¿Por qué no hemos podido expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta de gran utilidad también para nosotros y para el apostolado. Les dijo: Esta raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.

Solo con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este pasaje del Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio para superar incluso las mayores tentaciones. La oración no solo son las palabras con que invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor, movidos por la fe9. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.

Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante Dios abre también camino a un aumento de fe en el alma. «Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16, 14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a su propia vida»10, y a todo lo que a ella atañe.

Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe! Así pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!

»Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)»11.

24 de febrero de 2019

MAGNANIMIDAD


— La disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los hombres 
— Capacidad para perdonar y olvidar rencores,.
— Es fruto de la vida interior. 
I. La Primera lectura de la Misa nos muestra a David huyendo del rey Saúl por las tierras desérticas de Zif1. Una noche en la que el rey descansa en medio de sus hombres, David se acercó al campamento con su más fiel amigo, Abisaí. Vieron a Saúl durmiendo, echado en medio del círculo de carros, la lanza hincada en tierra junto a la cabecera. Abner y la tropa dormían echados alrededor. Abisaí dijo a David: Dios te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en la tierra de un solo golpe; no hará falta repetirlo. La muerte del rey era sin duda el camino corto para librarse de una vez de todos los peligros y para llegar al trono; pero David escogió, por segunda vez2, la senda más larga, y prefirió perdonar la vida a Saúl. David se nos muestra, en esta y en otras muchas ocasiones, como un hombre de alma grande, y con este espíritu supo ganarse primero la admiración y luego la amistad de su más encarnizado enemigo, y del pueblo. Sobre todo, se ganó la amistad de Dios.
El Evangelio de la Misa3 también nos invita a ser magnánimos, a tener un corazón grande, como el de Cristo. Nos manda bendecir a quienes nos maldigan, orar por quienes nos injurian..., realizar el bien sin esperar nada a cambio, ser compasivos como Dios es compasivo, perdonar a todos, ser generosos sin cálculo ni medida. Acaba el Señor diciéndonos: dad y se os dará; os verterán una buena medida, apretada, colmada, rebosante. Y nos advierte: con la misma medida que midáis seréis medidos.
La virtud de la magnanimidad, muy relacionada con la fortaleza, consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes4, y la llama Santo Tomás «ornato de todas las virtudes»5. Esta disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los demás acompaña siempre a una vida santa. El empeño serio de luchar por la santidad es ya una primera manifestación de magnanimidad. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante los obstáculos, ni las críticas, ni los desprecios, cuando hay que sobrellevarlos por una causa elevada. De ninguna forma se deja intimidar por los respetos humanos ni por un ambiente adverso y tiene en muy poco las murmuraciones. Le importa mucho más la verdad que las opiniones, con frecuencia falsas y parciales6.
Los santos han sido siempre personas con alma grande (magna anima) al proyectar y realizar las empresas de apostolado que han llevado a cabo, y al juzgar y tratar a los demás, a quienes han visto como a hijos de Dios, capaces de grandes ideales. No podemos ser pusilánimes (pusillus animus), almas cortas y estrechas, con ánimo encogido. «Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»7. Ninguna manifestación mayor que esta: la entrega a Cristo, sin medida, sin condiciones.

23 de febrero de 2019

LOS PROPÓSITOS DE LA ORACIÓN

— Jesús nos habla en la oración.
— No desalentarnos Él nos atiende siempre 
— Propósitos concretos y bien determinados.

I. Subió Jesús al Tabor con tres de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, que más tarde habrían de acompañarle en Getsemaní1. Allí oyeron la voz inefable del Padre: Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle. Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús con ellos.

En Cristo tiene lugar la plenitud de la Revelación. En su palabra y en su vida se contiene todo lo que Dios ha querido decir a la humanidad y a cada hombre. En Jesús encontramos todo lo que debemos saber acerca de nuestra propia existencia, en Él entendemos el sentido de nuestro vivir diario. En Cristo se nos ha dicho todo; a nosotros nos toca escucharle y seguir el consejo de Santa María: Haced lo que Él os diga2. Esa es nuestra vida: oír lo que Jesús nos dice en la intimidad de la oración, en los consejos de la dirección espiritual y a través de los acontecimientos y sucesos que Él manda o permite, y llevar a cabo lo que Él quiere de nosotros. «Por esto –enseña San Juan de la Cruz–, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos solo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”»3.

A la oración hemos de ir a hablar con Dios, pero también a escuchar sus consejos, inspiraciones y deseos acerca del trabajo, de la familia, de los amigos, a quienes debemos acercar a Él. Porque en la oración hablamos a Dios y Él nos habla mediante esos impulsos que nos llevan a mejorar en el cumplimiento de los deberes diarios, a ser más audaces en el apostolado, y nos da luces para resolver –según su querer divino– las cuestiones que se presentan.

Nuestra Madre Santa María –a quien por ser hoy sábado podemos honrar con particular cariño a lo largo del día– nos enseña a escuchar a su Hijo, a considerar las cosas en nuestro corazón como Ella, según lo hace constar por dos veces el Evangelio4. «Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, a compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en santidad, en unión de Dios. Nuestra Señora, contrariamente a la impresión habitual que existe entre nosotros, no se lo encontró todo hecho en su camino hacia Dios, pues le fueron exigidos esfuerzos y fue sometida a pruebas que ningún nacido de mujer –excepto su Hijo– hubiera podido atravesar»5. En la intimidad con Dios, conoció lo que quería de Ella; allí penetró más y más en el misterio de la Redención, y en la oración encontró sentido a los acontecimientos de su vida: la alegría inmensa e incomparable de su vocación, la misión de José, la pobreza de Belén, la llegada de los Magos, la zozobra de la huida precipitada a Egipto, la búsqueda dolorosa y el feliz encuentro de Jesús cuando este tenía doce años, la normalidad de los días de Nazaret... La Virgen oraba y comprendía. Así nos ocurrirá a nosotros si aprendemos a tratar con intimidad a Jesús.

II. Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Muchas veces debemos oírle, y también preguntarle sobre aquello que no entendemos, que nos sorprende, o sobre las decisiones que hayamos de tomar. Le preguntaremos: Señor, en este asunto, ¿qué quieres que haga?, ¿qué te es más grato?, ¿cómo puedo vivir mejor mi trabajo?, ¿qué esperas de este amigo?, ¿cómo puedo ayudarle?... Y si sabemos estar atentos, oiremos esas palabras de Jesús que nos invitan a una mayor generosidad y nos alumbran para movernos según el querer de Dios. Verdaderamente, podemos decir a Jesús en nuestra oración de hoy: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero6, sin la cual andaría dando tropezones, sin rumbo y sin sentido. Guíame, Señor, en mis caminos y no me dejes en medio de tanta oscuridad.

A la oración sincera, con rectitud de intención, y sencilla, como habla un hijo con su padre, un amigo con su amigo, «están siempre atentos los oídos de Dios»7. Él nos oye siempre, aunque en alguna ocasión tengamos la impresión de que no nos atiende. Como cuando Bartimeo gritaba a Jesús a la salida de Jericó y este seguía adelante sin pararse ante los ruegos del ciego8, o en aquella otra ocasión en la que los discípulos piden al Señor que atienda a la mujer sirofenicia que les sigue sin dejar de suplicar por su hija enferma9. Jesús conocía muy bien el deseo de estas personas y la fe que, con aquella perseverancia en la oración, se hacía más firme y sincera. Él está atento a lo que decimos, interesado en nuestros asuntos, recibe las alabanzas, las acciones de gracias que le dirigimos, los actos de amor, las peticiones, y nos habla, nos abre caminos nuevos, nos sugiere propósitos... En ocasiones será la oración una conversación sin palabras, como ocurre a veces con amigos que se aprecian y se conocen de verdad. Pero, aun sin palabras, ¡se pueden decir tantas cosas!...

Con frecuencia nos ayudará considerar en la oración que somos los amigos más íntimos de Jesús, como los Apóstoles, que nos ha llamado a servirle desde nuestro lugar de trabajo, y con quien hemos de tratar muchos asuntos, como aquellos que le seguían. «El Señor, después de enviar a sus discípulos a predicar, a su vuelta, los reúne y les invita a que vayan con Él a un lugar solitario para descansar... ¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús! Pues... el Evangelio sigue siendo actual»10. Y también nosotros debemos prestar atención a Jesús que nos habla en la intimidad de la oración.

El Señor deja en el alma abundantes frutos, aunque a veces nos pasen inadvertidos; habla entonces de modo apenas perceptible, pero nos da siempre su luz y su ayuda, sin la cual no saldríamos adelante. Procuremos rechazar cualquier distracción voluntaria, veamos qué debemos cuidar para mejorar ese rato de conversación con el Señor (guarda de los sentidos, mortificación en lo habitual de cada día, poner más atención en la oración preparatoria, pedir más ayudas...) y seguir el ejemplo de los santos, que perseveraron en su oración a pesar de las dificultades. «Muy muchas veces –recuerda Santa Teresa– algunos años tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración»11. No la dejemos nunca nosotros, aunque alguna vez nos resulte árida, seca y costosa.

«También aprovecha –señala San Pedro de Alcántara– considerar que tenemos al Ángel de la Guarda a nuestro lado, y en la oración mejor que en otra parte, porque allí está él para ayudarnos y llevar nuestras oraciones al Cielo y defendernos del enemigo»12.

Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Jesús nos habla en la oración. Y la Virgen, nuestra Madre, nos señala cómo hemos de proceder: Haced lo que Él os diga..., nos aconseja, como a los sirvientes de Caná. Porque hacer lo que Jesús nos va diciendo cada día en la oración personal y a través de la dirección espiritual es encontrar la llave que permite abrir las puertas del Reino de los Cielos, es situarse en la línea de esos deseos de Dios sobre la propia existencia. Y cuando somos dóciles a esas insinuaciones y consejos hallamos que nuestra vida se colma de frutos, como aquellos sirvientes de Caná, quienes, por su obediencia a las palabras de nuestra Madre Santa María, encontraron las tinajas de piedra llenas de espléndido vino.

Acudamos a Ella y pidámosle que nos enseñe a hablar con Jesús y a saber escucharle; renovemos el propósito firme de poner cada vez más empeño en la oración; examinemos si estamos atentos a lo que quiera decirnos en ese diálogo.

III. Haced lo que Él os diga... Las palabras de la Virgen son una invitación permanente para llevar a cabo los propósitos que cada día nos sugiere el Señor en nuestra oración personal.

Estos propósitos deben estar bien determinados para que sean eficaces, para que se plasmen en realidades o, al menos, en el empeño por que así sea: «planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego»13.

Muchas veces se referirán a cosas pequeñas de mejora en el trabajo, en el trato con los demás, en procurar aumentar en ese día la presencia de Dios al ir por la calle o en medio de la familia...

Otras veces nos habla el Señor a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, que serán de ordinario el principal empeño por mejorar y tema frecuente de oración. Así cada día, cada semana, casi sin darnos cuenta, el querer divino irá señalando nuestros pasos como una brújula indica al caminante el sendero que lleva hasta la meta. El fin de nuestro viaje es Dios, a Él queremos encaminarnos con seguridad, sin titubeos, sin retrasos, con toda nuestra voluntad. Nuestra primera misión es aprender a escuchar, a conocer esa voz divina que se va manifestando en la vida. Los propósitos diarios y esos puntos de lucha bien determinados –el examen particular– nos llevarán de la mano hasta la santidad, si no dejamos de luchar con empeño.

Hoy podemos ir hasta el Señor a través de Nuestra Señora, quizá diciendo más jaculatorias, rezando mejor el Santo Rosario, deteniéndonos con más amor en la breve contemplación de cada misterio. «Cómo enamora la escena de la Anunciación. —María –¡cuántas veces lo hemos meditado!– está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al hablar con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen!»14. A Ella le suplicamos hoy que nos dé un oído atento para escuchar la voz de su Hijo, que se nos manifiesta en momentos bien determinados. Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle. También a Ella le pedimos un mayor empeño por llevar a la práctica los propósitos de la oración y los consejos recibidos en la dirección espiritual.