"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de abril de 2024

JESUS ES EL CAMINO

 



Evangelio (Jn 14,1-6)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. 

Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.” Tomás le dijo: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?” “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” -le respondió Jesús- “nadie va al Padre si no es a través de mí.”


PARA TU RATO DE ORACION 


«NO SE TURBE vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Encontramos estas palabras en la Última Cena de Jesús. El Señor expresa su inmenso cariño por aquellos que lo habían seguido durante tres años. Al mismo tiempo, les advierte sobre algunos hechos dolorosos que se avecinan: la traición de uno de sus más íntimos y las negaciones de Pedro. Están por llegar momentos duros para sus discípulos, pero Jesús no quiere que sus corazones se derrumben. Ante la cercanía de las contradicciones, el Señor mueve a los suyos a dirigir la mirada hacia el cielo. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar?» (Jn 14,2).


El cielo es la meta hacia la que caminamos. Ciertamente, amamos este mundo que ha salido de las manos de Dios, y nuestro corazón se alegra con tantas cosas buenas que encontramos en él. Nos sabemos queridos por el Señor ya en esta tierra y esto nos colma de gozo. Pero sabemos que esta alegría se refuerza con la certeza de la alegría definitiva. «Estoy feliz –afirmaba san Josemaría– con la certeza del cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus, porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia»[1].


Cuánto nos ayuda no perder de vista la esperanza del cielo. Así podremos valorar en su dimensión adecuada todo lo que nos sucede, tanto lo agradable como lo desagradable. «Solo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo»[2]. La vida eterna es el premio que no decepciona, será el momento en que estaremos íntimamente unidos a Dios y a una multitud de gente. Todos los esfuerzos habrán valido la pena. «Digo que importa mucho, y el todo –dice santa Teresa de Jesús–, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare»[3].


¿CÓMO SERÁ el cielo? ¿En qué consiste la eternidad? ¿Cómo experimentaremos ese amor infinito sin cansancio? Sabemos por fe que será el momento de felicidad plena, la bienaventuranza esperada, pero no podemos comprender con claridad de qué modo. «La expresión vida eterna trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; vida nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[4].


En cualquier caso, podemos tener la certeza de que el Señor en el momento de llamarnos a su presencia irá mucho más allá de nuestras expectativas. Después de todo, es él quien nos prepara un lugar (cfr. Jn 14,2). Pero pensar en el cielo no nos separa de las cosas del mundo. Al contrario: en nuestra entrega diaria a los demás, en detalles que a veces parecen menudos, vamos preparando nuestro corazón para recibir toda esa dicha que se derramará en nosotros. «La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra –decía san Josemaría–, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo»[5].


LAS PALABRAS que el Señor pronunció durante aquella noche resultaban difíciles de comprender para sus apóstoles. Tomás muestra su perplejidad sin tapujos: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,5). La respuesta de Jesús es muy concreta: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (…); nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14,6).


En nuestro camino hacia la vida eterna siempre podemos dirigirnos hacia Jesús en busca de orientación. En él podemos confiar: «¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. ¡Solo él lo conoce!»[6]. Si Cristo es el camino, la verdad y la vida, entonces podemos intentar leer todo lo que sucede en nuestra existencia a la luz de su persona. En esta tarea ayuda mucho la lectura asidua de los evangelios. «El Señor nos ha llamado a los católicos –decía san Josemaría– para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida»[7]. Muchos santos han encontrado la clave para comprender lo que les sucedía después de haber leído algún pasaje del evangelio. Allí encontraremos la voz de Cristo para renovar el deseo de llegar al cielo con él.


Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a «llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte; que interceda por nosotros para que podamos adquirir la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la salvación»[8].

25 de abril de 2024

SAN MARCOS EVANGELISTA

 


Evangelio  (Mc 16, 15-20)


Y les dijo:


—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios.


Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


PARA TU RATO DE ORACION 


SAN MARCOS fue un estrecho colaborador de san Pedro en Roma. Fue tal la ayuda que le prestó, que el apóstol en una de sus cartas lo considera como su propio hijo (cfr. 1P 5,13). Marcos, al haber acompañado a Pedro durante su predicación, «puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»[1].


En su Evangelio, Marcos no recoge algunos de los grandes discursos de Jesús. En cambio, es particularmente vivo en la narración de los momentos de su vida junto a sus discípulos. Se detiene a describir el ambiente de los lugares, contempla los gestos del Señor, relata las reacciones espontáneas de los apóstoles… En definitiva, permite descubrir el encanto de la figura de Cristo que tanto atrajo a los Doce y a los primeros cristianos.


San Josemaría, durante sus primeros años como sacerdote, solía regalar ejemplares del Evangelio. Y explicaba que es necesario tener, como san Marcos, la vida de Jesús «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[2]. La riqueza de detalles con la que está escrito el primer Evangelio nos facilita adentrarnos en el caminar terreno de Jesús. Si a eso le sumamos nuestra imaginación, podremos revivir algunas escenas de su vida y desarrollar así, poco a poco, los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).


ANTES de vivir en Roma, san Marcos fue uno de los primeros cristianos de Jerusalén. Era primo de Bernabé, quien le invitó a difundir el Evangelio. Los dos se embarcaron junto a Pablo en su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13,5-13), pero no todo salió como esperaban. Cuando llegaron a Chipre, Marcos no se vio capaz de proseguir y volvió a Jerusalén. Esto, al parecer, causó un disgusto a Pablo; de hecho, cuando planearon un segundo viaje y Bernabé quiso, otra vez, que Marcos les acompañara, Pablo se opuso. La expedición, por tanto, se dividió, y Pablo y Bernabé separaron sus caminos.


Años más tarde, cuando Marcos acabó en Roma, volvió a encontrarse con Pablo y se le ve colaborar con él en el anuncio del Evangelio. A aquel que no quiso que le acompañara en su viaje, san Marcos ahora le llena de un profundo consuelo. De hecho, cuando tuvo que ausentarse, Pablo escribirá a Timoteo: «Toma a Marcos y tráelo contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim 4,11). Los problemas que tuvieron en Chipre habían quedado olvidados. Pablo y Marcos son amigos y trabajan conjuntamente en lo más importante: difundir la buena noticia de Cristo.


Es normal que, en el día a día, podamos tener algunos conflictos con las personas que nos rodean, como le sucedió a Pablo con Marcos, también con quienes son nuestros compañeros en la tarea de llevar a Cristo a las gentes. Pueden surgir al constatar las diferencias a la hora de enfocar un determinado asunto, por ciertos rasgos del carácter que puede resultar complicado entender, o por tantas razones más. El propio cansancio puede acentuar estos roces. Sin embargo, lo decisivo no son esas diferencias, que siempre existirán, sino ser capaces de reconocer esa diversidad como una riqueza. Así, como Pablo, podremos apreciar a quienes nos rodean, sabiendo que es mayor lo que nos une que lo que nos separa. Como decía san Josemaría: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN MARCOS cierra su narración con la invitación de Jesús a los apóstoles a difundir su palabra: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El evangelista no se limitó solamente a recoger este mandato, sino que también intentó ponerlo por obra. Puede ser que cuando hizo su viaje a Chipre no se haya caracterizado por su audacia, pero aquella primera desilusión no le frenó. Más tarde acabaría lanzándose hacia otras aventuras, dejando atrás su tierra natal.


«La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[4]. San Marcos tuvo esta misma experiencia. En un primer momento sintió vértigo al alejarse de la tranquilidad y de las realidades que conocía; pero después supo dejar la seguridad de la orilla para transmitir por todo el mundo la alegría de vivir junto a Jesús. Y con su Evangelio, además, ha contribuido a que las generaciones de cristianos posteriores puedan conocer con mayor detalle la figura del Señor.


En la vida de María se produjo una vivencia similar. Ella también sintió un temor inicial cuando el ángel Gabriel se presentó en su casa y le dirigió aquel misterioso saludo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Ese encuentro le haría alejarse de la seguridad de Nazaret para visitar a Isabel y, después, dar a luz a su Hijo en Belén. Años más tarde, volverá a dejar su tierra para seguir de cerca a Jesús durante su predicación. Y aunque al principio quizá le costó abandonar su hogar, sintió, como san Marcos, la alegría de estar junto a Jesús y transmitir su Evangelio a todos los hombres



24 de abril de 2024

LA PACIENCIA DE DIOS




 Evangelio (Jn 12, 44-50)


Jesús clamó y dijo: —El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquél que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. 


Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO de la Misa de hoy recoge un discurso proclamado por Jesús poco antes de su pasión. «Clamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas» (Jn 12,44-46). Cristo, en estos últimos momentos de su vida pública, manifiesta ese amor infinito con el que vino al mundo para darnos claridad, para mostrarnos el amor del Padre y, así, sembrar en las almas el gozo y la paz.


En el pasaje observamos que «Jesús vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. A él se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: “Abbá”; también durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra. Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el “Padre nuestro”. Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Así, pues, por medio del Hijo, Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad»[1].


Una parte fundamental de la misión de Cristo fue mostrarnos con claridad a “aquel que le ha enviado”; y no solo eso, sino, con su muerte y su resurrección, hacernos hijos de Dios. Para san Josemaría, esta realidad es el fundamento sobre el cual construir la vida interior. Por eso recordaba continuamente que «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios –pocas, pero constantes, insisto–, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo»[2].


JESÚS CONTINÚA con su discurso: «Si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn 12,47). Jesús es salvador, pero uno mucho más grande que la imagen que podemos hacernos de un salvador en esta tierra. Jesús también es juez, pero su justicia no se imparte como la impartimos los hombres. Para salir al paso de un modo demasiado humano de pensar en Jesús, podemos recordar que «sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos. Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables (...). Por tanto, hay que decir que ante esta luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno»[3].


La predicación del Señor estuvo marcada por la mansedumbre. El Evangelio ve en esta actitud el cumplimiento de las profecías: «No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante, hasta que haga triunfar la justicia» (Is 42,2-3; cfr. Mt 12,19-20). El Señor anuncia la verdad con claridad, pero rechaza cualquier actitud que lleve a humillar o aplastar a quienes no aceptaban su predicación. Quiere ganarse el corazón de cada uno: «Jesús no quiere convencer por la fuerza –decía san Josemaría– y, estando junto a los hombres, entre los hombres, les mueve suavemente a seguirle, en busca de la verdadera paz y de la auténtica alegría»[4].


Es bueno recordar la inconmensurable paciencia de Dios, que cuenta con los límites de sus hijos. Cada alma tiene su tiempo. Son innumerables las historias de personas que, gracias al acompañamiento comprensivo de un buen amigo, acaban descubriendo la alegría de abrir el corazón a Jesucristo. «La verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas»[5]: a esta convicción, tomada de la vida de Cristo y de la experiencia de la Iglesia, se la ha considerado el «principio de oro»[6] para la evangelización.


LA PREDICACIÓN del Señor estaba sostenida por su íntimo deseo de cumplir la voluntad del Padre: «Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49). Jesús vivía de cara al Padre y de ahí sacaba la fuerza para iluminar a la gente que le rodeaba. La actividad del Señor no se comprende como un acto de simple filantropía sino que surge del manantial de su amor a Dios Padre. Deseamos descubrir y asociarnos a la voluntad divina porque ahí está la vida: cuando hablamos con otras personas, cuando sacamos adelante actividades de formación o en medio de nuestros quehaceres ordinarios.


Realizar nuestras tareas cara a Dios nos ayudará también a ver desde su perspectiva los aparentes fracasos y los momentos en los que no llegan los frutos. Cualquier energía gastada por hacer el bien es fecunda, aunque no lo veamos externamente: «Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo»[7]. Y cuando el desánimo llegue a nuestra vida, podemos mirar de nuevo a nuestro Padre Dios: «Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»[8]. Quizá en esos momentos, cuando vemos claramente que la misión nos supera, es cuando Dios nos enseña que es él quien hace nuevas todas las cosas a partir de nuestra limitada correspondencia; entenderlo y vivirlo es el modo de fundamentar la propia vida sobre roca.


En este anhelo por sintonizar, como Cristo, verdaderamente con los deseos del corazón de Dios Padre, nos puede servir saborear con novedad el Padrenuestro. «Rezando “hágase tu voluntad”, no estamos invitados a bajar servilmente la cabeza, como si fuéramos esclavos. ¡No! Dios nos quiere libres; y es su amor el que nos libera. El Padre Nuestro es, de hecho, la oración de los hijos, no de los esclavos; sino de los hijos que conocen el corazón de su padre y están seguros de su plan de amor»[9]. También nos puede servir saborear con novedad aquellas palabras de nuestra Madre, “hágase tu voluntad”, con las que manifestó su deseo de ir siempre a la par con Dios



23 de abril de 2024

"Yo y el Padre somos uno"

 


Evangelio (Jn 10, 22-30)


Se celebraba por aquel tiempo en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón. Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle: —¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.


Les respondió Jesús: —Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


CON CIERTA frecuencia, los jefes del pueblo de Israel pedían a Jesús que les mostrara una señal definitiva de que era el Mesías: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente» (Jn 10,24). A lo que el Señor respondió: «Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25). En efecto, Jesús había realizado ya muchos milagros y prodigios que los mismos jefes del pueblo habían presenciado. Y no solo eso, sino que también había expuesto su doctrina llena de esperanza y amor. Su predicación quedaba avalada por su actuación. Por eso, en otro momento dijo: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras» (Jn 10,37-38).


Jesús obraba entonces y lo sigue haciendo ahora. Por ejemplo, lo hace y lo ha hecho de manera generosa en nuestra vida. Este es un ámbito de las acciones de Dios que necesitamos recordar frecuentemente; a veces «se pierde la memoria de las grandes cosas que el Señor ha hecho en nuestra vida, en su Iglesia, en su pueblo, y nos acostumbramos a ir nosotros con nuestras fuerzas, con nuestra autosuficiencia (...). Moisés advierte al pueblo a que, una vez llegue a la tierra que no ha conquistado, se acuerde de todo el camino que el Señor le ha hecho hacer»[1].


A veces, como aquellos jefes del pueblo de Israel, podemos tener la tentación de pedir a Jesús pruebas de su divinidad, cuando las podemos encontrar en nuestra propia vida. Como le gustaba recordar a san Josemaría, el poder de Dios no ha disminuido (cfr. Is 59,1), sigue realizando en nosotros los mismos prodigios que realizó hace más de dos mil años. Podremos recordar tantos momentos en los que Jesús ha estado presente cuidándonos o dándonos una luz inesperada para nuestro camino. Esas realidades –lo bueno que realizamos o que nos sucede– nos llenarán de alegría y serán siempre expresión de la cercanía de Cristo Resucitado en nuestra vida. «Nos vendrá bien repetir continuamente el consejo de Pablo a Timoteo, su amado discípulo: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos” (2Tim 2,8). Acuérdate de Jesús; me acompañó hasta ahora y me acompañará hasta el momento en el que deba comparecer ante él glorioso»[2].


LAS OVEJAS de Cristo saben reconocer su voz y su actuación. Al confiar en él podemos tener la seguridad de su protección. «Yo les doy vida eterna –dice Jesús–; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,28-30).


Queremos estar siempre en aquellas manos del pastor. Sin embargo, no faltarán ocasiones en nuestra vida en las que pareciera que nos alejamos de su cobijo. Pueden ser momentos de gracia porque el Señor nos dará la fuerza para permanecer agarrados a él; nos descubrirá con mayor profundidad cómo es y cómo actúa. Podremos decir con san Pablo: «Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Aquellas palabras de Jesús en las que nos asegura estar siempre en sus manos «nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz»[3].


Convencidos de estar en las manos de Dios, el modo en que encaramos nuestras actividades cotidianas cambia. De manera especial nos llenaremos de una mayor serenidad: ante nuestros defectos, ante los defectos de los demás, ante el pasado, el presente y el futuro. San Josemaría consideraba que los cristianos viven «amando a Dios y sabiendo aceptar las contrariedades como bendición venida de su mano»[4].


EN LA LECTURA del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos propone la liturgia de hoy, se narra la llegada de los cristianos a la ciudad de Antioquía. Habían llegado ahí en una situación de contradicción, porque la persecución que se desató después de la muerte de san Esteban los hizo abandonar el lugar donde se encontraban. Sin embargo, no se desaniman, sino que hablan con espontaneidad sobre Jesús y su Evangelio a la gente que los rodea. Narra la Escritura que «la mano del Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor» (Hch 11,21).


Las manos de Dios no solo nos protegen, sino que también nos impulsan a trabajar por él en el mundo. Todos podemos hacer algo por el Señor, por difundir su calor en nuestro ambiente, llevando ese amor que nos llena. ¡Cuánto entusiasmo nos da el sabernos colaboradores de Dios en el mundo! Se cuenta que durante uno de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, el Cristo de una iglesia alemana perdió los brazos; cuando se plantearon la restauración de la imagen, prefirieron dejar al Cristo sin esas extremidades y, en cambio, escribir una frase en el travesaño de la Cruz que recuerda a quien la lee que los brazos de Jesús en la tierra somos los cristianos. «El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás»[5].


El pasaje de los Hechos de los Apóstoles termina con la llegada de san Bernabé y san Pablo a Antioquía, para reafirmar en la fe a los que se habían convertido. En esa ciudad, la difusión del Evangelio crecía con fuerza. Y fue ahí mismo donde los discípulos fueron llamados por primera vez “cristianos” (cfr. Hch 11,26). Da la impresión de que ese nombre surgió fuera de la comunidad cristiana, pero que en cualquier caso fue bien recibido por nuestros primeros hermanos en la fe. ¡Con cuánto orgullo lo llevarían! Al decir que somos cristianos expresamos nuestra pertenencia al Señor y el deseo de identificarnos con él. Recordar que somos cristianos, y recordar las obras de Dios en nosotros, nos ayudará a avivar la conciencia de estar en las manos de Jesús y de ser colaboradores suyos en el mundo.



22 de abril de 2024

FELICIDAD PARA SIEMPRE



 EVANGELIO San Juan 10, 1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús:

«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».

Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:

«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.

Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.

El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».


PARA TU RATO DE ORACION 


«YO SOY la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Jesús se designa a sí mismo como la puerta por la que tienen que pasar los pastores y el rebaño. Advierte que algunos que intentan llegar al rebaño por otros caminos, intentan escalar la cerca, pero esos no son buenos pastores. Solo pasando por Cristo, la puerta, las ovejas pueden transitar con seguridad, encontrar pastos, vida en abundancia. Jesús está en el centro de nuestra fe, es el principio y el fin de la creación, el alfa y el omega, como proclama el sacerdote cuando enciende el cirio durante la Vigilia pascual. «Enciende tu fe –decía san Josemaría–. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!” –dice San Pablo– ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[1].


¡Con qué fuerza se quedó impresa la figura de Jesús en aquellos que entraban en contacto con él! San Pedro y san Juan, después de la curación del cojo de nacimiento y la advertencia del Sanedrín para que no hablasen más de Cristo resucitado, simplemente responden: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). San Pablo, que se encontró a Jesús camino de Damasco, lo consideraba su propia vida (cfr. Fil 1,21) y su gran afán era predicar «a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).


Al considerar la imagen de Cristo como puerta, podemos pensar si verdaderamente queremos pasar todo lo que nos sucede a través de él. En nuestra relación con Jesús, puede suceder que haya «una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva. El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina. Como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que ardía su corazón mientras el Resucitado hablaba a lo largo del camino. Es la maravillosa experiencia de sentirse amados por Jesús (...). Para él no somos nunca extraños»[2].


DURANTE LOS años de su predicación en la tierra, el Señor fue dando luz a una multitud de personas. La Sagrada Escritura nos dice que la gente que se acercaba a él quedaba admirada por su modo de predicar, muy distinto a lo que estaban acostumbrados a escuchar (cfr. Mc 1,22). Sus palabras de una profunda y nueva esperanza –una esperanza que no termina aquí en la tierra– hacían que las multitudes se reunieran en torno a él como las ovejas que desean escuchar la voz de su pastor. Cristo «llama a sus propias ovejas por su nombre» (Jn 10,3), habla al corazón de cada persona. Esto implica que detrás de su voz podemos encontrar siempre una llamada personal del Señor. No son ideas con poca trascendencia en nuestra vida diaria: la fe es auténtica cuando se hace propia, cuando descubrimos que orienta nuestros deseos más profundos e ilumina realmente las circunstancias en que vivimos, nuestras relaciones familiares, profesionales, sociales... Entonces nos movemos con libertad, como las ovejas que entran y salen del redil, encontrando la seguridad que les dan los pastos (cfr. Jn 10,9).


Al sacar a las ovejas del redil, el pastor «va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz» (Jn 10,4). Para conocer con mayor claridad la voz de Cristo necesitamos profundizar siempre más en los contenidos de la fe. San Pablo compara la fe a un escudo que nos sirve para «apagar los dardos encendidos del Maligno» (Ef 6,16). Estas convicciones, al asumirlas en nuestra propia vida con la gracia de Dios, nos sostienen, pero sobre todo nos impulsan a llevar paz a los ambientes en los que nos movemos. Así, por ejemplo, quien ha asimilado la verdad de ser hijo de Dios sabrá hacer frente con serenidad a las dificultades de cada día, sabrá tratar mejor a los demás porque son sus hermanos, sabrá pensar en este mundo nuestro como el hogar que nos ha regalado Dios Padre.


La experiencia de encontrarnos con Cristo nos transforma. No nos lleva solamente a creer en algo, sino a ser alguien nuevo, a ser Cristo para los demás. San Josemaría señalaba que «ser santo, ser feliz en la tierra y conseguir la felicidad eterna –que en eso consiste la santidad–, es ser Cristo»[3].


LAS OVEJAS del redil de Cristo reconocen su voz y rechazan la de los extraños (cfr. Jn 10,5.8). Creer en Jesús es también entrar a formar parte de la gran comunidad de hombres y mujeres de una gran variedad de condiciones y procedencias que configuran la Iglesia. Así lo expresa el apóstol san Juan: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).


Al profundizar en nuestra fe, surge el deseo de hacerlo por medio de las enseñanzas del Magisterio. Se trata de la puerta para apreciar la herencia que nos ha dejado el Señor, el tesoro familiar que se transmite de generación en generación, aquella voz del pastor que no cesa con el paso del tiempo. «Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de fe»[4].


Muchas veces, hemos recibido esta fe en el seno de nuestros hogares, como sucedió a Timoteo, a quien san Pablo podía decir: «Me viene a la memoria tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también en ti» (1 Tim 1,5). Muchas veces «son las mamás, las abuelas, quienes realizan la transmisión de la fe»[5]; al ser un encuentro que transforma a las personas, la transmisión de la vida junto a Jesús encuentra un canal privilegiado en la amistad familiar o social, ya que es amor gratuito que se expande.


Podemos pedir a Jesús, el pastor, la puerta del rebaño, escuchar su voz, ese susurro que nos quiere llevar a la felicidad, aquí y en el cielo.

20 de abril de 2024

Buscar, encontrar y amar a Cristo en el Evangelio.

 



Evangelio (Jn 6,60-69)

Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron:

—Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?

Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo:

—¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen.

En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.

Y añadía:

—Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre.

Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.

Entonces Jesús les dijo a los doce:

—¿También vosotros queréis marcharos?

Le respondió Simón Pedro:

—Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS está por concluir su discurso en la sinagoga de Cafarnaún. Minutos antes, algunos de los presentes habían reaccionado con estupor ante la revelación de que les daría a comer su propio cuerpo. Habla el Señor: «¿Esto os escandaliza? ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?» (Jn 6,61-62). Si antes ha hablado de su carne y de su sangre como fuentes de la vida eterna, ahora subraya la importancia de sus palabras: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63). Esa es la razón por la cual se dice que la Santa Misa se celebra en dos mesas: en el ambón de la Palabra y en el altar de la Eucaristía. En cada una de ellas se nos dispensa el alimento del Padre: sus enseñanzas y la comunión con su cuerpo y con su sangre.

Para asimilar mejor la riqueza de la Palabra de Dios conviene, además de escucharla con atención en la liturgia, meditarla con frecuencia en la oración, estudiarla y tratar de hacerla vida. «La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana»[1].

San Josemaría aconsejaba: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y en ese texto santo encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...”. –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos»[2].

«LAS PALABRAS que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63). Jesús vino para darnos vida en abundancia y nos dejó la Sagrada Escritura para que ahondáramos en su riqueza, para que lo conociéramos cada vez mejor y, de esa manera, pudiéramos amarlo sobre todas las cosas. «Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar en la propia vida. Pero para ser ipse Christus –el mismo Cristo– hay que mirarse en él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz»[3].

Podemos pedir al Señor la gracia de «mirarnos en él» como en un espejo. Para lograrlo, san Josemaría acostumbraba a meterse en las escenas del Evangelio y lo recomendaba como un medio eficaz para crecer en amistad con Jesús, para ver la vida con sus ojos y reaccionar como Jesús lo haría. Entonces, los frutos de esa contemplación de la vida del Señor emergerán de modo espontáneo en nuestra conversación y en nuestra vida; ese reflejo encenderá en nuestros amigos el deseo de conocer más detalles del paso de Jesús por la tierra: «Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige (...) proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante»[4].

San Josemaría contaba una anécdota de su vida que sucedió cuando iba por la calle leyendo el evangelio en un libro pequeño con las cubiertas forradas en tela. Al pasar junto a unos trabajadores, oyó que se preguntaban qué estaría leyendo aquel sacerdote. Y uno de aquellos hombres contestó, también en voz alta: “La vida de Jesucristo”. La conclusión sobrenatural del fundador del Opus Dei quedó plasmada en el segundo punto de Camino: «Pensé y pienso que ojalá fuera tal mi compostura y mi conversación que todos pudieran decir al verme o al oírme hablar: éste lee la vida de Jesucristo»[5].

EL SANTO EVANGELIO es el libro «que nos conserva la voz de Jesús, y que es la fuente donde nuestra oración bebe mejor el agua de la gracia, donde nuestra ansia de verdad se sacia tan plenamente con la luz del cielo prendida en las palabras del Maestro»[6]. Muchas veces preparamos la Santa Misa meditando sus textos, y cada día podemos leer un pasaje del Nuevo Testamento en donde experimentamos que esas palabras de Jesús «son espíritu y vida» (Jn 6,63). San Josemaría sugería que, «para aprender de él, hay que tratar de conocer su vida: leer el santo evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús. Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración»[7].

Si entramos por ese camino, también aprenderemos a tratar al Señor siguiendo el ejemplo de los personajes del Evangelio: a pedirle con fe, como el padre del hijo enfermo; a escucharlo con piedad, como María en Betania; a tocarlo discretamente, como la hemorroísa; a seguirlo sobre todas las cosas, como los discípulos. Pero, ante todo, aprenderemos de María y de José, que lo conocieron más de cerca, a cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Por esa razón, el fundador del Opus Dei aconsejaba un sendero sobrenatural a partir de la lectura del Santo Evangelio: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo»[8].

Pidamos a la Virgen santísima y a san José que nos alcancen del Señor la gracia de encontrar a su hijo en la Escritura, de conocerlo y de seguirlo. «¡Amad la Santísima Humanidad de Jesucristo! (...). Y de la Humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su Omnipotencia y su Providencia, y al fruto de la cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este amor, para encontrar la verdadera vida»[9].