"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2019

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: UNIDAD

— La unidad entre los cristianos, querida por Cristo.

— Lo que rompe la unidad fraterna.

—Evitar lo que pueda dañar la unidad.

I. La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma1. Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles son como un resumen de la profunda unidad y del amor fraterno de los primeros cristianos, que tanto llamó la atención de sus conciudadanos. «Los discípulos daban testimonio de la Resurrección no solo con la palabra sino también con sus virtudes»2. Brilla entre ellos la actitud –nacida de la caridad– que busca siempre la concordia.

La unidad de la Iglesia, manifestada desde sus mismos comienzos, es voluntad expresa de Cristo. Él nos habla de un solo pastor3, pone de relieve la unidad de un reino que no puede estar dividido4, de un edificio que tiene un único cimiento5... Esta unidad se fundamentó siempre en la profesión de una sola fe, en la práctica de un mismo culto y en la adhesión profunda a la única autoridad jerárquica, constituida por el mismo Jesucristo. «No hay más que una Iglesia de Jesucristo -enseñaba Juan Pablo II en su catequesis por España-, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es un don de Dios. No es solamente ni sobre todo unidad exterior, es un misterio y un don (...).

»La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro»6.

La unidad de fe era entre los primeros cristianos el soporte de la fortaleza y de la vida que se desbordaba hacia afuera. La misma vida cristiana es vivida desde entonces por gentes muy diferentes, cada una con sus peculiares características individuales y sociales, raciales y lingüísticas. Allí donde hubiese cristianos, «participaban, expresaban y transmitían una sola doctrina con la misma alma, con el mismo corazón y con idéntica voz»7.

Los primeros fieles defendieron esta unidad llegando a afrontar persecuciones y el mismo martirio. La Iglesia ha impulsado constantemente a sus hijos a que velen y rueguen por ella. El Señor la pidió en la Última Cena para toda la Iglesia: Ut omnes unum sint... que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros8.

La unidad es un inmenso bien que debemos implorar cada día, pues todo reino dividido contra sí no permanecerá y toda ciudad o casa dividida contra sí no se mantendrá9. Y comenta San Juan Crisóstomo: «La casa y la ciudad, una vez divididas, se destruyen prontamente; y lo mismo un reino, que es lo más fuerte que existe, siendo la unión de los súbditos la que afirma los reinos y las casas»10. Unidad con el Papa, unidad con los obispos, unidad con nuestros hermanos en la fe y con todos los hombres para atraerlos a la fe de Cristo.

II. «Lo uno –enseña Santo Tomás– no se opone a lo múltiple, sino a la división, y la multitud tampoco excluye la unidad; lo que excluye es la división de cada cosa en sus componentes»11. Divide lo que separa de Cristo: cualquier pecado, aunque esa separación sea más tangible en las faltas de caridad que aíslan de los demás y en las faltas de obediencia a los pastores que Cristo ha constituido para regir la Iglesia. A la unidad no se opone la variedad de caracteres, de razas, de modos de ser... Por eso la Iglesia puede ser católica, universal, y ser una y la misma en cualquier tiempo y lugar. Es «esa unidad interior –afirmaba Pablo VI– (...) lo que le confiere la sorprendente capacidad de reunir a los hombres más diversos respetando, aún más, revalorizando, sus características específicas, con tal de que sean positivas, es decir, verdaderamente humanas; lo que le confiere la capacidad de ser católica, de ser universal»12.

Los Apóstoles y sus sucesores hubieron de sufrir el dolor que provocaban quienes difundían errores y divisiones. «Hablan de paz y hacen la guerra -se dolía San Ireneo-, se tragan el camello y cuelan el mosquito. Las reformas que predican jamás podrán curar los destrozos de la desunión»13.

Los primeros cristianos estaban persuadidos de que si su fe «gozaba de buena salud, no tenían nada que temer»14. Debemos pedir mucho la unidad para toda la Iglesia: que todos seamos uno, que seamos fieles a la fe recibida, que sepamos obedecer prontamente los mandatos y las indicaciones del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él.

La unidad está estrechamente ligada a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos a Cristo. «Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda la Iglesia (...), si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida»15.

La unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como punto central a la Sagrada Eucaristía, que es «signo de unidad y vínculo de amor»16. El alejar las discordias y pedir por la unidad «nunca se hace más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ofrece el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino»17.

III. San Pablo hace frecuentes llamamientos a la unidad: Os ruego –pide a los cristianos de Éfeso– (...) que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.

A continuación hace referencia a una antigua aclamación, posiblemente usada en la liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la Iglesia y son causa de su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado18. Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos19.

San Pablo enumera diversas virtudes: humildad, mansedumbre, longanimidad..., manifestaciones diversas de la caridad, que es el vínculo de la unidad en la Iglesia. «El templo del Rey no está arruinado, ni agrietado, ni dividido; el cemento de las piedras vivas es la caridad»20. La caridad une, la soberbia separa.

Los primeros cristianos pusieron de manifiesto su amor a la Iglesia mediante la caridad, que superó todas las barreras sociales, económicas, de raza o cultura. El que tenía bienes materiales los compartía con quienes carecían de ellos21, y todos rezaban unos por otros, animándose a perseverar en la fe de Cristo. Uno de los primeros apologistas, en el siglo ii, describía así el proceder de los primeros cristianos: «se aman unos a otros, no desprecian a las viudas y libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene, da sin envidia al que no tiene...»22.

Sin embargo, la mejor caridad se dirigía a fortalecer en la fe a los hermanos. Las Actas de los Mártires recogen casi en cada página detalles concretos de esta preocupación por la fidelidad de los demás. Verdaderamente «fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido»23. Amor a los hermanos en la fe y amor a los paganos. También nosotros llevaremos nuestro mundo a Dios, si sabemos imitar a los primeros cristianos en nuestra comprensión y cariño por todos, aunque en ocasiones no sean correspondidos nuestros desvelos y nuestras atenciones por los demás. Y fortaleceremos en la fe a quienes flaquean, con el ejemplo, con la palabra y con nuestro trato siempre amable y acogedor: El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada, enseña la Sagrada Escritura24.

Por amor a la Iglesia, pondremos los medios para no dañar, ni de lejos, la unidad de los cristianos: «Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...: evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos»25. Por el contrario, fomentaremos siempre todo aquello que es ocasión de entendimiento mutuo y de concordia. Si alguna vez no podemos alabar, callaremos26. Y la liturgia pide al Señor: Que sepamos rechazar hoy el pecado de discordia y de envidia27.

Para aprender a vivir bien la unidad dentro de la Iglesia acudimos a nuestra Madre Santa María. «Ella, Madre del Amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser “uno” y para convertirnos en instrumentos de unidad entre los cristianos y entre todos los hombres»28.

29 de abril de 2019

LIDER EN EL AMOR AL PAPA Y A LA IGLESIA


— Amor a la Iglesia y al Papa, «el dulce Cristo en la tierra».
— Santa Catalina ofreció su vida por la Iglesia.
— Hablar a los demás con desparpajo, sin vergüenzas 
I. Sin una instrucción particular (aprendió a escribir siendo ya muy mayor) y con una corta existencia, Santa Catalina*  pasó por la vida, llena de frutos, «como si tuviese prisa de llegar al eterno tabernáculo de la Santísima Trinidad». Para nosotros es modelo de amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, a quien llamaba «el dulce Cristo en la tierra», y de claridad y valentía para hacerse oír por todos.
Los Papas residían entonces en Avignon, con múltiples dificultades para la Iglesia universal, mientras que Roma, centro de la Cristiandad, se volvía poco a poco una gran ruina. El Señor hizo entender a la Santa la necesidad de que los Papas volvieran a la sede romana para iniciar la deseada y necesaria reforma. Incansablemente oró, hizo penitencia, escribió al Papa, a los Cardenales, a los príncipes cristianos...
A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe: «Quien no obedezca a Cristo en la tierra, el cual está en el lugar de Cristo en el Cielo, no participa del fruto de la Sangre del Hijo de Dios».
Con enorme vigor dirigió apremiantes exhortaciones a Cardenales, Obispos y sacerdotes para la reforma de la Iglesia y la pureza de las costumbres, y no omitió graves reproches, aunque siempre con humildad y respeto a su dignidad, pues son «ministros de la sangre de Cristo». Es principalmente a los pastores de la Iglesia a los que dirige una y otra vez llamadas fuertes, convencida de que de su conversión y ejemplaridad dependía la salud espiritual de su rebaño.
Nosotros pedimos hoy a la Santa de Siena alegrarnos con las alegrías de nuestra Madre la Iglesia, sufrir con sus dolores. Y podemos preguntarnos cómo es nuestra oración diaria por los pastores que la rigen, cómo ofrecemos, diariamente, alguna mortificación, horas de trabajo, contrariedades llevadas con serenidad..., que ayuden al Santo Padre en esa inmensa carga que Dios ha puesto sobre sus hombros. Pidamos también hoy a Santa Catalina que nunca le falten buenos colaboradores al «dulce Cristo en la tierra».
«Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”». Esta sola palabra podrá ayudarnos a mantener la presencia de Dios durante el día y expresar nuestra unidad con el Romano Pontífice y nuestra petición por él. Quizá nos pueda servir hoy para aumentar nuestro amor a la Iglesia.
II. Santa Catalina fue profundamente femenina, sumamente sensible. A la vez, fue extraordinariamente enérgica, como lo son aquellas mujeres que aman el sacrificio y permanecen cerca de la Cruz de Cristo, y no permitía debilidades en el servicio de Dios. Estaba convencida de que, tratándose de uno mismo y de la salvación de las almas que Cristo rescató con su Sangre, era improcedente una excesiva indulgencia, adoptar por comodidad o cobardía una débil filantropía, y por eso gritaba: «¡Basta ya de ungüento! ¡Que con tanto ungüento se están pudriendo los miembros de la Esposa de Cristo!».
Fue siempre fundamentalmente optimista, y no se desanimaba si, a pesar de haber puesto los medios, no salían los asuntos a la medida de sus deseos. Durante toda su vida fue una mujer profunda, delicada. Sus discípulos recordaron siempre su abierta sonrisa y su mirada franca; iba siempre limpia, amaba las flores y solía cantar mientras caminaba. Cuando un personaje de la época, impulsado por un amigo, acude a conocerla, esperaba encontrar a una persona de mirada esquinada y sonrisa ambigua. Su sorpresa fue grande al encontrarse con una mujer joven, de mirada clara y sonrisa cordial, que le acogió «como a un hermano que volviera de un largo viaje».
Poco tiempo después de su llegada a Roma murió el Papa. Y con la elección del sucesor se inicia el cisma que tantas desgarraduras y tanto dolor habría de producir en la Iglesia. Santa Catalina hablará y escribirá a Cardenales y reyes, a príncipes y Obispos... Todo inútil. Exhausta y llena de una inmensa pena, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. Un día del mes de enero, rezando ante la tumba de San Pedro, sintió sobre sus hombros el peso inmenso de la Iglesia, como ha ocurrido en ocasiones a otros santos. Pero el tormento duró pocos meses: el 29 de abril, hacia el mediodía, Dios la llamaba a su gloria. Desde el lecho de muerte, dirigió al Señor esta conmovedora plegaria: «¡Oh Dios eterno!, recibe el sacrificio de mi vida en beneficio de este Cuerpo Místico de la Santa Iglesia. No tengo otra cosa que dar, sino lo que me has dado a mí». Unos días antes había comunicado a su confesor: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte es el celo y el amor a la Iglesia, que me abrasa y me consume...». Pidamos nosotros hoy a Santa Catalina ese amor ardiente por nuestra Madre la Iglesia, que es característica de quienes están cerca de Cristo.
Nuestros días son también de prueba y de dolor para el Cuerpo Místico de Cristo, por eso «hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is 58, l), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles». Ofrezcamos nuestra vida diaria, con sus mil pequeñas incidencias, por el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor nos bendecirá y Santa María –Mater Ecclesiae– derramará su gracia sobre nosotros con particular generosidad.
III. Santa Catalina nos enseña a hablar con claridad y valentía cuando los asuntos de que se trate afecten a la Iglesia, al Romano Pontífice o a las almas. En muchos casos tendremos la obligación grave de aclarar la verdad, y podemos aprender de Santa Catalina, que nunca retrocedía ante lo fundamental, porque tenía puesta su confianza en Dios.
En la Primera lectura de la Misa, enseña el Apóstol Juan: Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin ninguna oscuridad. Ahí tenía su origen la fuerza de los primeros cristianos y la de los santos de todos los tiempos: no enseñaban una verdad propia, sino el mensaje de Cristo que nos ha sido transmitido de generación en generación. Es el vigor de una Verdad que está por encima de las modas, de la mentalidad de una época concreta. Nosotros debemos aprender cada vez más a hablar de las cosas de Dios con naturalidad y sencillez, pero a la vez con la seguridad que Cristo ha puesto en nuestra alma. Ante la campaña de silencio organizada sistemáticamente –tantas veces denunciada por los Romanos Pontífices– para oscurecer la verdad, silenciar los sufrimientos que los católicos padecen a causa de su fe, o las obras rectas y buenas, que a veces apenas tienen ningún eco en los grandes medios de difusión, nosotros, cada uno en su ambiente, hemos de servir de altavoz a la verdad. Algunos Papas han calificado esta actitud de conspiración del silencio ante las obras buenas, literarias, científicas, religiosas, de promoción social, de buenos católicos o de las instituciones que las promueven. Por el hecho mismo de ser católicos, muchos medios de difusión callan o los dejan en la penumbra.
Nosotros podemos hacer mucho bien en este apostolado de opinión pública. A veces llegaremos solo a los vecinos o a los amigos que visitamos o nos visitan, o mediante una carta a los medios de comunicación o una llamada a un programa de radio que pide opiniones sobre un tema controvertido y que quizá tiene un fondo doctrinal que debe ser aclarado, respondiendo con criterio a una encuesta pública, aconsejando un buen libro... Debemos rechazar la tentación de desaliento, de que quizá «podemos poco». Un inmenso río que lleva un caudal enorme está alimentado de pequeños regueros que, a su vez, se han formado quizá gota a gota. Que no falte la nuestra. Así comenzaron los primeros cristianos en la difusión de la Verdad.
Pidamos hoy a Santa Catalina que nos transmita su amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, y que tengamos el afán santo de dar a conocer la doctrina de Jesucristo en todos los ambientes, con todos los medios a nuestro alcance, con imaginación, con amor, con sentido optimista y positivo, sin dejar a un lado una sola oportunidad. Y, con palabras de la Santa, rogamos a Nuestra Señora: «A Ti recurro, María, te ofrezco mi súplica por la dulce Esposa de Cristo y por su Vicario en la tierra, a fin de que le sea concedida la luz para regir con discernimiento y prudencia la Santa Iglesia».

* Santa Catalina nació en 1347 en Siena, hija de padres virtuosos y piadosos. Ella fue favorecida por Dios con gracias extraordinarias desde una corta edad, y tenía un gran amor hacia la oración y hacia las cosas de Dios. A los siete años, consagró su virginidad a Dios a través de un voto privado. A los doce años, la madre y la hermana de Santa Catalina intentaron persuadirla para llegar al matrimonio, y así comenzaron a alentarla a prestar más atención a su apariencia. Para complacerlos, ella se vestía de gala y se engalanaba con joyas que se estilaban en esa época. Al poco tiempo, Santa Catalina se arrepintió de esta vanidad. Su familia consideró la soledad inapropiada para la vida matrimonial, y así comenzaron a frustrar sus devociones, privándola de su pequeña cámara o celda en la cual pasaba gran parte de su tiempo en soledad y oración. Ellos le dieron varios trabajos duros para distraerla. Santa Catalina sobrellevó todo esto con dulzura y paciencia. El Señor le enseñó a lograr otro tipo de soledad en su corazón, donde, entre todas sus ocupaciones, se consideraba siempre a solas con Dios, y donde no podía entrar ninguna tribulación.
Más adelante, su padre aprobó finalmente su devoción y todos sus deseos piadosos. A los quince años de edad, asistía generosamente a los pobres, servía a los enfermos y daba consuelo a los afligidos y prisioneros. Ella prosiguió el camino de la humildad, la obediencia y la negación de su propia voluntad. En medio de sus sufrimientos, su constante plegaria era que dichos sufrimientos podían servir para la expiación de sus faltas y la purificación de su corazón.
Patrona de los que se dedican al mundo de la comunicacción.

28 de abril de 2019

LA FE DE TOMÁS

— Aparición de Jesús a los Apóstoles.

— El acto de fe del Apóstol Tomás. 

— Necesidad de estar bien formados.

I. El primer día de la semana, el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano, cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche, muy tarde, cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea con vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no estaba con los demás Apóstoles, no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras.

Este Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con él. Y en la Última Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?. Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré6. Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor!

Tomás pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros: para muchos hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada día, que orienta y da sentido a nuestra vida.

De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.

II. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel8.

La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio.

Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de creer en Él. «¿Es que pensáis –comenta San Gregorio Magno– que aconteció por pura casualidad que estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección»9.

Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús. Pero, en ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás. Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el apostolado, ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de vista sobrenatural, en momentos de oscuridad, que Dios permite para que crezcamos en otras virtudes...

La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre»10.

Meditemos el Evangelio de la Misa de hoy. «Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20 27); y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad».

¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente presente en la Hostia Santa.

III. El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído: bienaventurados los que sin haber visto han creído. «Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros –dice San Gregorio Magno–, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque solo cree de verdad el que practica lo que cree».

La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo.

En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los barrios, en los mercados, en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo, las familias sean el cauce para la transmisión de la fe.

Para confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con claridad y precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié a lo largo de los siglos en el estudio del Catecismo, donde, de una manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de conocer para poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto de recibir el Bautismo: «Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la vigilia, si Dios quiere, habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo aprendéis, después, en la iglesia, no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo bien, decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a dormiros, dad vuestro símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena repetir para no olvidar. No digáis: “Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien grabado en la memoria”. Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo donde te mires. Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las verdades que de palabra dices creer, y regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tu riqueza, sean a modo de vestidos para el aderezo de tu alma»14. ¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han olvidado lo esencial del contenido de su fe!

Jesucristo nos pide también que le confesemos con obras delante de los hombres. Por eso, pensemos: ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no tendríamos que ser más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el ambiente que nos rodea: ¿se nos conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en el apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe?

Terminamos nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de los Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive.

27 de abril de 2019

MARE DE DEU DE MONTSERRAT



Repleatur os meum laude, ut                      
cantem gloriam tuam: tota die                    
magnitudinem tuam.                                
(Psalmo LXX. v. 8.)                              
                                                  
                                                  
No en las ardientes alas                          
de bélico entusiasmo el alma mía                  
hoy afanosa elevará su vuelo;                    
ni absorta al ver las deslumbrantes galas        
de grandezas y pompas mundanales                  
las vanas glorias cantará del suelo:              
No, que en más puro anhelo                        
mi enajenado corazón se inflama,                  
y ante tu altar, inmaculada Virgen,              
ardiendo en viva llama                            
de sacrosanta fe, mi pensamiento                  
a la etérea región raudo se eleva,                
y humilde y venturoso,                            
férvidos himnos a tus plantas lleva.              
                                                  
Acéptalos, Señora; que mi labio                  
pueda cantar tu célica hermosura;                
pintar el amoroso                                
semblante, de bondad y gracia lleno,              
con que al mundo te muestras, ya humillando      
del soberbio Luzbel la altiva frente;            
ya apacible calmando                              
las crespas ondas de la mar hirviente            
en desatada tempestad bravía;                    
o bien cuando a tu influjo en las batallas,      
sedientas del laurel de la victoria,              
conquistaban, con bélica oadía,                  
fúlgidos timbres de perpetua gloria              
las nobles huestes de la patria mía.              
                                                  
¡Oh España, ilustre, España!...                  
¿Qué pueblo consiguiera                          
lauro más bello presentar al mundo                
que el digno lauro que tu sien decora?            
Esclava de María                                  
orgullosa mostrabas por do quiera                
los altos templos que en tu amor profundo        
a la Madre del Verbo levantabas,                  
y con santa piedad, nunca extinguida,            
insigne ejemplo a las naciones dabas.            
¡Ah! ¿Cómo al recorrer las populosas              
ciudades que se admiran en tu seno,              
tu campiña feraz de mirto y rosas                
y de frutos dulcísimos vestida,                  
fúlgidas galas que le presta el Cielo,            
de la Fe no sentir el puro anhelo                
y la esperanza de la eterna vida?                
¡Santuarios do quier! ¡Do quier el signo          
de nuestra santa Religión sublime!                
Parece que su vista                              
perenne dicha al corazón imprime;                
y al contemplar en silencioso templo,            
de la Madre de Dios el busto santo,              
feliz al Cielo se remonta el alma                
bajo la sombra de su níveo manto.                
                                                  
Mas, como perla entre coral luciente,            
cual la cándida estrella de la aurora            
del grato abril al despuntar el día,              
aparece en su trono refulgente                    
una entre todas peregrina imagen                  
que célicos encantos atesora.                    
Contémplase grandiosa su morada                  
del elevado Montserrat umbrío                    
en la peña escarpada,                            
y a la sombra de fértil enramada                  
corre a sus plantas apacible río.                
Allí donde las águilas caudales,                  
vencedoras del viento,                            
entre las fuertes rocas desiguales                
tienen su firme asiento;                          
allí en medio de rústica belleza                  
se alza la mente a la sublime altura,            
y, olvidando feliz la tierra impura,              
sueña de Dios con la eternal grandeza.            
                                                  
¡Ah! ¿Quién al penetrar en el tranquilo          
y solitario albergue,                            
en otro tiempo venerable asilo                    
de justos, sapientísimos varones,                
no se siente un instante arrebatado              
a más dichosa edad?... Nuestra memoria            
de aquel templo sagrado                          
en los gratos recuerdos se enajena,              
y de la Imagen la piadosa historia                
evoca el alma de entusiasmo llena.                
Recordadla, cristianos:                          
En brazos de un Apóstol conducida                
de Barcino en las playas aparece                  
la multitud, de gozo estremecida,                
vítores mil y cánticos le ofrece;                
y al contemplar en ella                          
el fiel traslado de la Virgen bella,              
que es del que sufre celestial amparo,            
«Llega, le dice, matutina estrella,              
ven y serás el luminoso faro                      
que a las virtudes servirá de guía;              
augusto santuario te alzaremos,                  
y humildes a tus plantas rendiremos              
homenajes y ofrendas a María.»                    
                                                  
Y alzose el templo, y a los pies del ara          
santos, reyes y pueblos se humillaron,            
y siete siglos de ventura y gloria                
tus hijos, noble Iberia, contemplaron            
                                                  
Empero ya el momento                              
de la expiación tremenda se acercaba              
para el Monarca indigno, que olvidado            
de religión y patria, descuidado                  
a lascivos placeres se entregaba.                
Presto las puertas de la fiel Tarifa,            
de un vil traidor, por la maldad guiado,          
se abrieron a la intriga miserable;              
raudas las tribus de Ismael osadas                
la Bética invadieron,                            
y tras ruda batalla formidable                    
el cetro godo y su poder se hundieron.            
                                                  
¡Ay, que ya el Guadalete enrojecido              
ya publicando la victoria cierta                  
del Árabe temido,                                
y del triste Cristiano los dolores!...            
¡Ay, que ya los sangrientos invasores            
de Barcino a las puertas se adelantan,            
y al escuchar del pueblo los clamores            
su fácil triunfo con orgullo cantan!              
¿Será la santa Imagen peregrina                  
triste despojo de sus torpes manos?...            
No, jamás: ya un ilustre                          
prelado se encamina                              
al escarpado, silencioso monte                    
que humilde besa el Llobregat sonoro:            
Sobre sus hombros venerable carga                
con paso incierto y tembloroso lleva,            
y por un noble godo conducido                    
la deposita en solitaria cueva.                  
Y al alejarse acaso para siempre                  
de aquel monte y del Busto sacrosanto,            
así exclama, con eco dolorido,                    
de sus ojos vertiendo acerbo llanto:              
«Guarda, guarda en tu seno,                      
fuerte risco, tan célico tesoro;                  
no en tus cumbres jamás el Agareno                
ose imprimir su destructora huella;              
que en ti dejamos, con dolor profundo,            
la imagen sacratísima de aquella                  
que en las penas del mundo                        
es fuente de esperanza y de consuelo:            
Concha serás de perla misteriosa                  
que por nosotros te confía el Cielo.              
Y tú, Madre amorosa,                              
por las lágrimas tristes que derraman,            
por las fervientes súplicas que elevan            
los fieles hijos que tu nombre aclaman            
y hoy hondo cáliz de amargura prueban,            
ahuyenta la ansiedad que les oprime,              
tiende, Señora, tu benigna mano,                  
y a tu pueblo redime                              
del ominoso yugo mahometano.                      
Haz que llegue la hora                            
en que, fúlgido sol de esta montaña,              
torne a lucir tu imagen bienhechora;              
que de tus hijos el amparo sea,                  
y, protectora de la madre España,                
el orbe todo tu grandeza vea.»                    
                                                  
Dijo; y cual si presente                          
tuviera lo futuro ante sus ojos,                  
el grato anuncio se miró cumplido.                
Tras largos años de sangrienta lucha              
del Musulmán los bélicos laureles                
trocáronse en abrojos,                            
y ante el bravo Español gimió vencido.            
Barcino se entregaba a la alegría                
del bárbaro opresor al fin salvada,              
que ya en sus muros tremolar veía                
la sacrosanta enseña que debía                    
brillar más tarde en la oriental Granada.        
                                                  
Empero bien más alto y permanente                
quiso otorgarle en su bondad inmensa              
el supremo Hacedor omnipotente.                  
Era una noche plácida y suave                    
del floreciente Mayo;                            
tímida luna, en lánguido desmayo,                
en el mar de occidente se ocultaba,              
y con acento grave                                
el viento en la floresta murmuraba.              
En esplendor bañado                              
el Monserrat de súbito aparece,                  
óyese el canto de celeste coro,                  
y vaga nube de amaranto y oro                    
en elevada cima resplandece.                      
A contemplar tan singular prodigio                
el pueblo presuroso se adelanta,                  
y, salvando del monte la aspereza,                
oculta cueva mira entre maleza                    
a do penetra con segura planta.                  
Empero ¿qué grandiosa maravilla                  
viene de todos a embargar la mente?              
De improviso descúbrense la frente,              
doblan enajenados la rodilla...                  
La imagen de la Virgen sin mancilla,              
del antro oscuro en escondida estancia,          
con Jesús en los brazos                          
a sus ojos atónitos se muestra:                  
Suavísima fragancia                              
difunde en derredor, vivo destello                
de luz fulgente y pura                            
circunda en torno su semblante bello...          
¿Qué más alta hermosura                          
el fervoroso espíritu cristiano                  
en éxtasis divino soñaría?                        
Así, cercado de radiante lumbre,                  
Jesús a sus discípulos amados                    
en la elevada cumbre                              
del sagrado Thabor se mostraría.                  
                                                  
Ya eminentes varones, rodeados                    
de la entusiasta multitud que llena              
con vítores el viento,                            
conduciendo la Imagen sacrosanta                  
a la ciudad cercana se encaminan:                
Mas, ah, ¡nuevo portento!                        
¿qué poderosa mano                                
sus plantas a las rocas encadena?                
¿Quién del cristiano pueblo de María              
la generosa voluntad enfrena?                    
¡Oh! dejadla, dejadla; es que no quiere          
abandonar su albergue misterioso:                
Otro templo le alzad en ese monte                
do en apacible calma                              
nueva vida parece.                                
Del alto Cielo recibir el alma,                  
y un aire respirar menos impuro...                
Ella en su excelso trono                          
será la blanca nube que se mece                  
de la esperanza en el oriente puro,              
la escala santa de Jacob que ofrece              
fácil camino al inmortal seguro.                  
                                                  
¡Ah! ¿Quién narrar pudiera los blasones          
los altos timbres de su nueva historia?          
Subid al Montserrat, y vuestros ojos              
atónitos contemplen los despojos                  
de extranjeras naciones                          
que príncipes y reyes                            
a los pies ofrecieron de María...                
Contad, contad sus triunfos... Ah, que en vano    
la mente con afán lo intentaría                  
Ved allí las banderas                            
que en Lepanto se alzaban arrogantes              
del potente Selim en las galeras;                
ved de Túnez los ínclitos laureles,              
digna alfombra a su planta,                      
de España gloria, encanto de sus fieles.          
Y si buscáis de paz dulces ofrendas,              
la vista dirigid a la alta cimbria,              
de lámparas ornada;                              
el camarín suntuoso, la estimada                  
corona de brillante pedrería,                    
de sacrosanta fe fúlgidas prendas,                
un instante admirad, y absorta el alma            
en la atmósfera pura y trasparente                
de tiempo más dichoso                            
se agitará con entusiasmo ardiente;              
o del órgano grave y sonoroso                    
al escuchar la grata melodía,                    
de los antiguos, fieles peregrinos                
se fingirá los férvidos cantares,                
que el manso Llobregat entre sus olas            
raudo llevaba a los tendidos mares.              
                                                  
Mas ¡ay! ¿por qué cercada                        
de ingrata soledad y honda tristeza              
hoy se contempla tu mansión, Señora?              
¿Es que la duda y la impiedad ahora              
arrogantes se alzan? ¿Extinguida                  
la fe pudo quedar en nuestro pecho,              
y nuestra mente al seductor halago                
del mundano placer adormecida?                    
¡Deplorable verdad!... ¡Época infausta!...        
¿Qué importa que en el vago                      
círculo del saber, de fama ansiosa,              
oh desdichada humanidad, despliegues              
el mapa de tus triunfos, y orgullosa              
a contemplarlo con afán te entregues?            
¿Qué importa, sí, que de tu seno broten          
mil inventos y mil, si en sed de oro              
te abrasas, cual la Roma degradada                
del pérfido Nerón y de Vitelio,                  
y en el falaz tesoro                              
de tu mezquina ciencia                            
se mira despreciada                              
la sublime verdad del Evangelio?                  
Oro y aplausos prestas al impío                  
que niega de Jesús la omnipotencia,              
en tanto que la Iglesia en hondo duelo            
persecuciones llora,                              
y el Padre de los fieles, sin consuelo,          
tu ciego error y tu ambición deplora.            
                                                  
¡Oh inmaculada Virgen!                            
¿Será que ya en la tierra                        
no brille la justicia? ¿Tu mirada                
del suelo apartas, con desdén profundo,          
al ver de lodo inmundo                            
la miserable humanidad manchada?                  
¡Piedad, piedad, Señora!                          
Aún queda un noble pueblo                        
que extraños cultos de su seno aleja,            
y sólo al Dios omnipotente adora.                
Contémplalo a tus plantas, oh María,              
y concédele pía                                  
la salvación que para el mundo implora.          
Que su llanto copioso, del Eterno                
pueda alcanzar, por tu benigna mano,              
el perdón a los míseros errores                  
en que se abisma el pensamiento humano,          
y llevar dulce alivio al triste anciano,          
al sucesor de Pedro en sus dolores.              
                                                  
¡Oh! dame, Madre mía,                            
que contemple la plácida alborada                
de tan risueño y venturoso día...                
Que por siempre humillada                        
se mire la impiedad, hoy arrogante,              
y la prole de Adán, por ti salvada,              
hosanna eterno a su Hacedor levante.              
Sí; logre yo un momento                          
disfrutar de tan célica ventura,                  
y a tus plantas después, oh Virgen pura,          
tranquilo exhale mi postrer aliento.   

VILORAI

Rosa de abril, morena de la sierra
de Montserrat estrella,
ilumina la catalana tierra,
guíanos hacía el cielo.

1.- Con sierra de oro los angelitos cortaban
sendos montículos para construiros un palacio.
Reina de los cielos que los serafines bajaron,
Os pedimos abrigo dentro vuestro manto azul.

2.- De los catalanes siempre seréis Princesa, 
de los españoles , estrella de Oriente:
Ser para los buenos un pilar de fortaleza;
Para los pecadores, el puerto de salvamento.

La Virgen de Montserrat, conocida popularmente como "La Moreneta" es la patrona de Cataluña y es una de las siete Patronas de las Comunidades Autónomas de España. Está situada en el Monasterio de Montserrat, es un símbolo para Cataluña y se ha convertido en un punto de peregrinaje para creyentes y de visita obligada para los turistas.

Según la leyenda, la primera imagen de la Virgen de Montserrat la encontraron unos niños pastores en el año 880. Tras ver una luz en la montaña, los niños encontraron la imagen de la Virgen en el interior de una cueva. Al enterarse de la noticia el obispo, intentó trasladar la imagen hasta la ciudad de Manresa pero el traslado fue imposible ya que la estatua pesaba demasiado. El obispo lo interpretó como el deseo de la Virgen de permanecer en el lugar en el que se la había encontrado y ordenó la construcción de la ermita de Santa María, origen del actual monasterio.

La imagen que en la actualidad se venera es una talla románica del siglo XII realizada en madera de álamo. Representa a la Virgen con el niño sentado en su regazo y mide unos 95 centímetros de altura. En su mano derecha sostiene una esfera que simboliza el universo; el niño tiene la mano derecha levantada en señal de bendición mientras que en la mano izquierda sostiene una piña.

Con excepción de la cara y de las manos de María y el niño, la imagen es dorada. La Virgen, sin embargo, es de color negro, lo que le ha dado el apelativo popular de La Moreneta (la morenita). Pertenece al grupo de las llamadas virgen negra que tanto se extendió por la Europa románica y cuyo significado ha dado lugar a múltiples estudios. Si bien en este caso su color parece ser el resultado de la transformación del barniz de su cara y de sus manos a causa del paso del tiempo.

El 11 de septiembre de 1844, el Papa León XIII declaró oficialmente a la Virgen de Montserrat como patrona de la diócesis de Cataluña. Se le concedió también el privilegio de tener misa y oficios propios. Su festividad se celebra el 27 de abril.

La Virgen de Montserrat fue la primera imagen mariana de España en recibir la Coronación Canónica ya en 1881, seguida de la Virgen de la Merced de Barcelona (1886), la Virgen de la Candelaria de Tenerife, Patrona de Canarias (1889), la Virgen de los Reyes de Sevilla (1904) y la Virgen de la Misericordia de Reus (1904).

A la Virgen de Montserrat se la conoce popularmente como "La Moreneta" (La Morenita). En España existen otras vírgenes negras conocidas con el nombre de "morenita" o "moreneta", como la Virgen de Lluc (Mallorca) o la Virgen de Candelaria (Tenerife).

Réplicas de la imagen

Canarias (España)
En la Iglesia Matriz de la Concepción de la ciudad de San Cristóbal de La Laguna (Tenerife), hay una pequeña imagen de la Virgen de Montserrat situada debajo de uno de estos retablos. En la isla de La Palma en el municipio de San Andrés y Sauces, en la Iglesia gótica de Nuestra Señora de Montserrat de los Sauces (fundada en 1513, por conquistadores y colonos catalanes) se venera una talla de la Virgen de Montserrat, que es además la patrona de este municipio. La fiesta es del 1 al 15 de septiembre.

Perú
En la ciudad de Lima (Perú) se venera desde fines del siglo XVI una réplica de la Virgen, en la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat, ubicada en el Jr. Callao nº 842, Cercado de Lima. El antiguo barrio extramuros lleva el nombre de Montserrat y sus fiestas se realizan todos los segundos domingos de septiembre en que la Hermandad realiza la Romeria, Novena y Procesión.

Guatemala
En la Diócesis de Santiago de Guatemala existe una parroquia dedicada a la Virgen de Montserrat. Su fiesta patronal se celebra el 27 de abril.

Colombia
En el Santuario de Monserrate, en Bogotá, existe una réplica de la citada Vírgen "Negra" o "Moreneta".

El Salvador
En El Salvador existe una pequeña comunidad llamada Colonia Montserrat ahí se encuentra la parroquia que lleva el mismo nombre, se celebra el día 27 de abril, además ella es la patrona de los telecomunicadores de ese mismo país.

Venezuela
Igualmente en Venezuela, en el municipio Urdaneta del Estado Lara, se encuentra la Virgen de Monserrat, específicamente en la comunidad San Pedro de Monserrat. Su fiesta se celebra el 27 de abril. Festividades que son muy concurridas, debido a la cantidad de milagros que ha realizado Nuestra Señora de Monserrat, como también es conocida esta virgen morena. Cabe destacar que la Virgen de Monserrat o mejor conocida como la Virgen Morena es Patrona del Municipio José Ángel Lamas, el cual se encuentra ubicado en el Edo. Aragua. Sus fieles devotos celebran su día el 08 de septiembre venerando a su Patrona con ofrendas florales y realizando actividades religiosas en honor a ella.

Brasil
En Brasil, existe una réplica en la ciudad de Santos (estado de São Paulo) en la Igreja da Ordem Terceira do Carmo. También la Virgen de Montserrat es la patrona de Santos, y su fiesta se celebra el 8 de septiembre. El "Santuário de Nossa Senhora do Monte Serrat" (1603) se encuentra en la cima del "Monte Serrat" en Santos y las festividades son muy concurridas.

México
En México, se venera en el Templo del Ex-Convento de San Bernardino de Siena en Taxco de Alarcón, Guerrero, siendo una talla exacta de la original de Cataluña y se festeja el 27 de abril, es considerada patrona de la mujeres embarazadas

Argentina
Exactamente en San Miguel de Tucumán, provincia de Tucumán, al noroeste del país, se encuentra la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat, cuya imagen que es una replica exacta de la original y traída de su lugar de origen es venerada desde el año 1957. Llegada de la mano del sacerdote Joaquín Cucala Boix que trajo la devoción de la llamada "Moreneta" y con el ímpetu que lo caracterizaba fundó el templo en 1961, un establecimiento educativo para niños y jóvenes de la comunidad naciente. El establecimiento lleva el nombre de Colegio Nuestra Señora de Montserrat dedicado a los niños y El Instituto Nuestra Señora de Montserrat avocado a la enseñanza de adolescentes. Se festeja su día el 27 de abril.