"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2019

10 MENSAJES DEL PAPA A LOS JÓVENES DESPUÉS DE PANAMÁ



El papa Francisco habló durante la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Panamá del derecho de los jóvenes a cuestionar su entorno y a tener cimientos, de los pecados de la Iglesia, la necesidad de más inclusión, y de luchar contra la corrupción.

A continuación, diez ideas y frases destacadas pronunciadas por el pontífice en la JMJ 2019, cuya nueva edición se celebrará en el 2022 en Lisboa:
.- "Qué fácil resulta criticar a los jóvenes y pasar el tiempo murmurando si les privamos de oportunidades laborales, educativas y comunitarias desde donde agarrarse y soñar el futuro", en un mundo "que no está dando raíces ni cimientos a los jóvenes".
.- Francisco clamó contra el intento de nuestras sociedades de "tranquilizar y adormecer a los jóvenes para que no hagan ruido, para que no se pregunten ni pregunten, para que no se cuestionen ni cuestionen".
.- "María, la 'influencer' de Dios (...) era una joven de Nazaret, no salía en las redes sociales de la época, y no era una 'influencer', pero sin quererlo ni buscarlo se volvió la mujer que más influyó en la historia".
.- La vida de salvación que regala Jesús no es "una salvación colgada 'en la nube' esperando ser descargada", ni una "aplicación" nueva o un ejercicio mental fruto de técnicas de autosuperación, tampoco un tutorial con el cual aprender la última novedad, "sino una invitación a ser parte de una historia de amor que se entreteje con nuestras historias".
.- "El cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en el que se escondía el grito del Maestro", y provoca "las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando".
.- "Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien mayor para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor".
.- El viacrucis de Cristo "se prolonga en el dolor oculto e indignante de quienes, en vez de solidaridad por parte de una sociedad repleta de abundancia, encuentran rechazo, dolor y miseria, y además son señalados y tratados como los portadores y responsables de todo el mal social".
.- Los peregrinos de la JMJ "con sus gestos y actitudes, con sus miradas, sus deseos y especialmente con su sensibilidad desmienten y desautorizan todos esos discursos que se concentran y se empeñan en sembrar división, en excluir o expulsar a los que 'no son como nosotros'".
.- "Son muchos los jóvenes que dolorosamente han sido seducidos con respuestas inmediatas que hipotecan la vida", lo que les ha llevado a situaciones conflictivas, entre las que citó "la violencia doméstica, feminicidios -qué plaga que vive nuestro continente en este sentido-, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, explotación sexual de menores y de no tan menores, etc".

.- "Llevar una vida que demuestre que el servicio público es sinónimo de honestidad y justicia, y antónimo de cualquier forma de corrupción". Hay que "tener la osadía" de crear "una cultura de mayor transparencia entre los gobiernos, el sector privado y la población". 

30 de enero de 2019

LA SIEMBRA Y LA COSECHA

—  Las disposiciones de las almas pueden cambiar.
— Optimismo en el apostolado.
— El fruto es siempre superior a la semilla que se pierde. 

I. Salió el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio1. El campo, el camino, los espinos y los pedregales recibieron la semilla: el sembrador siembra a voleo y la simiente cae en todas partes. Con esta parábola quiso declarar el señor que Él derrama en todos su gracia con mucha generosidad. Lo mismo que el labrador no distingue la tierra que pisa con sus pies, sino que arroja natural e indistintamente su semilla, así el Señor no distingue al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde2. Dios siembra en todos; da a cada hombre las ayudas necesarias para su salvación.

En la oficina, en la empresa, en la farmacia, en la consulta, en el taller, en la tienda, en los hospitales, en el campo, en el teatro..., en todas partes, allí donde nos encontremos, podemos dar a conocer el mensaje del Señor. Él mismo es quien esparce la semilla en las almas y quien da a su tiempo el crecimiento. «Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra»3. Somos colaboradores suyos y en su campo: Jesús, «por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo»4, con infinita generosidad.

Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra. No deberíamos desaprovechar ninguna ocasión de dar a conocer a nuestro Dios: viajes, descanso, trabajo, enfermedad, encuentros inesperados..., todo puede ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor5: que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende solo de Dios, de su gracia que nunca niega. Debemos recordar siempre «que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios pueda utilizarlos»6. Gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: estar en buen estado.

En todas partes cayó la semilla del sembrador: en el campo, en el camino, en los espinos, en los pedregales. «Y ¿qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendría razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno»7. No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios. Nuestra oración y nuestra mortificación, si somos humildes y pacientes, pueden conseguir del Señor la gracia necesaria que transforme las condiciones interiores de las almas que queremos acercar a Dios.

II. Siempre es eficaz la labor en las almas. El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos. Mis elegidos no trabajarán en vano8, nos ha prometido.

La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido y monótono que permaneció inadvertido a los ojos humanos. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador9. El apostolado es tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección.

La tarea apostólica es también labor paciente y constante. De la misma manera que el labriego sabe esperar días y más días hasta ver despuntar la simiente, y más aún hasta la recolección, así debemos hacer nosotros en nuestro empeño de acercar almas a Dios. El Evangelio y la propia experiencia nos enseñan que la gracia, de ordinario, necesita tiempo para fructificar en las almas. Sabemos también de la resistencia a la gracia en muchos corazones, como pudo suceder con el nuestro anteriormente. Nuestra ayuda a otros se manifestará entonces en una mayor paciencia –muy relacionada con la virtud de la fortaleza– y en una constancia sin desánimos. No intentemos arrancar el fruto antes de que esté maduro. «Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»10.

La espera no se confunde con la dejadez ni con el abandono. Por el contrario, mueve a poner los medios más oportunos para aquella situación concreta en la que se encuentra esa persona a la que queremos ayudar: abundancia de la luz de la doctrina, más oración y alegría, espíritu de sacrificio, profundizar más en la amistad...

Y cuando la semilla parece que cae en terreno pedregoso o con espinos, y que tarda en llegar el fruto deseado, entonces hemos de rechazar cualquier sombra de pesimismo al ver que el trigo no aparece cuando queríamos. «A menudo os equivocáis cuando decís: “me he engañado con la educación de mis hijos”, o “no he sabido hacer el bien a mi alrededor”. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a Él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado»11. Sobre todo estará Cristo, para quien nos hemos esforzado.

Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de intención, buena señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea solo para la gloria de Dios. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.

»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»12.

III. Otra semilla, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta.

Aunque una parte de la siembra se perdió porque cayó en mal terreno, la otra parte dio una cosecha imponente. La fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. No debemos olvidar nunca el optimismo radical que comporta el mensaje cristiano: el apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo que ofrecimos por otros, las conversaciones que sostuvimos con nuestros amigos, las horas de enfermedad ofrecidas, el resultado de aquel encuentro del que nunca más tuvimos noticias, los frutos de todo lo que aquí nos pareció un fracaso, a quiénes alcanzó aquella oración del Santo Rosario que rezamos cuando veníamos de la Facultad o de la oficina... Nada quedó sin fruto: una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para que fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no saber sembrar bien la semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras palabras, o nos diga que no le interesan, o...

En el apostolado hemos de tener presente que Dios ya sabe que unas personas responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al hombre criatura libre, el Señor –en su Sabiduría infinita– contó con el riesgo de que usara mal su libertad: aceptó que algunos hombres no quisieran dar fruto; «cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal (...). Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza»13.

Dios se complace en los que corresponden voluntariamente a su gracia. Un alma que se decide libremente a aceptar sus gracias en lugar de rechazarlas, ¡cuánta gloria da a Dios!; una persona que se empeña en dar frutos de santidad con la ayuda divina en lugar de quedarse en la tibieza, ¡cuánto se complace Dios en ella!; pensemos cuánto le han agradado los santos, cuánto le ha glorificado la Santísima Virgen en el tiempo de su estancia en la tierra. Este ha de ser el fundamento de nuestro optimismo en el apostolado.

Dios nos podría haber creado sin libertad, de modo que le diéramos gloria como dan gloria los animales y las plantas, que se mueven por las leyes necesarias de su naturaleza, de sus instintos, sometidos a la servidumbre de unos estímulos externos o internos. Podríamos haber sido como animales más perfeccionados, pero sin libertad. Sin embargo, Dios nos ha querido crear libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él. Sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor14. Hacernos esclavos de Dios por amor compensa al Señor de todas las ofensas que otros pueden hacerle por utilizar mal la libertad.

Vivamos la alegría de la siembra, «cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de que, “buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente”, dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia»

29 de enero de 2019

LA VOLUNTAD DE DIOS

— El cumplimiento de la voluntad de Dios.
— Manifestaciones del querer de Dios. 
— Buscar en la oración los planes de Dios para nosotros.

I. San Marcos nos dice en el Evangelio de la Misa1 que se presentó la Madre de Jesús con algunos parientes preguntando por Él, mientras hablaba a un gran número de personas. María, quizá a causa de la multitud que debía de abarrotar la casa, se quedó fuera, y pasó aviso a su Hijo. Entonces, Jesús respondió al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Es la nueva familia de Cristo, con lazos más fuertes que los de la sangre, y a la que pertenece María en primer término, pues nadie cumplió jamás la voluntad divina con más amor y más hondura que Ella.

Santa María está unida a Jesús por un doble vínculo. En primer lugar porque, al aceptar el mensaje del Ángel, se unió íntimamente, de un modo que nosotros apenas podemos comprender, a la voluntad de Dios, adquiriendo una maternidad espiritual sobre el Hijo que concibe, perteneciendo ya a esta familia, de vínculos más fuertes, que Jesucristo proclama ahora delante de sus discípulos. «De poco hubiera servido a María la maternidad corporal –señala San Agustín–, si no hubiese concebido primero a Cristo, de manera más dichosa, en su corazón, y solo después en su cuerpo»2. María es Madre de Jesús al concebirlo en su seno, al cuidarlo, alimentarlo y protegerlo, como toda madre con su hijo. Pero Jesús vino a formar la gran familia de los hijos de Dios, y «con benignidad incluyó en ella a la misma María, pues ella hacía la voluntad del Padre (...), y al aludir ante sus discípulos a esa parentela celestial, mostró que la Virgen María estaba unida a Él en un nuevo linaje de familia»3; María es Madre de Jesús según la carne, y es también la «primera» entre todos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen con plenitud4.

Nosotros tenemos la inmensa alegría de poder pertenecer, con lazos más fuertes que los de la sangre, a la familia de Jesús en la medida en que cumplimos la voluntad divina. Por eso el discípulo de Cristo debe decir, como su Maestro: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado5, aun cuando para ello tenga que sacrificar –poner en su sitio– los sentimientos naturales de la familia. Santo Tomás explica, a su vez, esta declaración de Jesús en la que antepone el vínculo de la gracia al del orden familiar, diciendo que Él tenía una generación eterna y otra temporal, y antepone la eterna a la temporal. Y todo fiel que hace la voluntad divina es hermano de Cristo, porque se hace semejante a Él, que hizo siempre la voluntad del Padre6.

En la oración de hoy podemos examinar si deseamos cumplir siempre lo que Dios quiere de nosotros, en lo grande y en lo pequeño, en lo que es grato y en lo que nos desagrada, y pedir a Nuestra Madre Santa María que nos enseñe a amar esta santa voluntad en todos los acontecimientos, también en aquellos que nos cuesta entender o interpretar adecuadamente. Así somos de la familia de Jesús.

II. He aquí una consecuencia de la vocación cristiana: pertenecer a la misma familia de Dios, estar unidos a Él mediante unos lazos fuertes que nacen del cumplimiento de la voluntad divina en todas las cosas. En esto consiste la santidad a la que debemos aspirar, en identificar nuestro querer con el de Cristo: «esta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los Cielos: “qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in regnum coelorum” —el que hace la voluntad de mi Padre..., ¡ese entrará!»7.

En contraste con la actitud de quienes a veces miran con triste resignación el cumplimiento de la tarea redentora del Maestro, Él ama ardientemente la voluntad de su Padre Dios, y así lo manifiesta en muchas ocasiones8. Y si nosotros queremos imitar a Cristo, esa ha de ser nuestra actitud: amar lo que Dios quiere, que, entendámoslo o no, es siempre el camino que conduce al Cielo, el fin de nuestra vida. Santa Catalina de Siena pone en labios del Señor estas palabras consoladoras: «Mi voluntad no quiere más que vuestro bien, y cuanto doy o permito, lo permito o lo doy para que consigáis vuestro fin, para el cual os crié»9. Él solo desea nuestro bien.

Dios nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos, que son la expresión de todas las obligaciones y la norma práctica para que nuestra conducta esté dirigida a Dios. Cuanto más fielmente los cumplamos, tanto mejor amaremos lo que Él quiere. Dios se nos manifiesta también a través de las indicaciones, consejos y Mandamientos de nuestra Madre la Iglesia, «que nos ayudan a guardar los Mandamientos de la ley de Dios»10, y de los consejos recibidos en la dirección espiritual. Las obligaciones del propio estado determinan lo que Dios quiere de nosotros según las propias circunstancias en las que se desenvuelve la vida de cada uno. Nunca amaremos a Dios, nunca podremos santificarnos, si no cumplimos con fidelidad estas obligaciones: atención y cuidado de la familia, afán por mejorar en el estudio o en el ejercicio de la profesión... En estas obligaciones del propio estado que llenan el día, el cristiano distingue en cada instante lo que Dios quiere personalmente de él. Reconocer y amar la voluntad del Señor en esos deberes nos dará la fuerza necesaria para hacerlos con perfección, y en ellos encontraremos el campo para ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales.

También se nos manifiesta la voluntad de Dios en aquellos sucesos que Él permite, y que siempre están dirigidos a un mayor bien si permanecemos junto a nuestro Padre Dios con más confianza, con más amor. Hay una providencia oculta detrás de cada acontecimiento: todo está ordenado y dispuesto –también lo que no entendemos, aquello que nuestra voluntad se resiste en un principio a admitir– para que sirva al bien de todos. En esta vida no comprenderemos del todo cada uno de los sucesos que el Señor permite.

Producirá abundantes frutos en nuestra alma acostumbrarnos a realizar actos de identificación con la voluntad de Dios en las circunstancias importantes y en lo pequeño de la vida diaria: «Jesús, lo que Tú “quieras”... yo lo amo»11. Y solo deseo amar lo que Tú quieres que ame.

III. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. El cumplimiento de la voluntad de Dios debe ser el único afán del cristiano. Por eso ha de preguntarse con frecuencia ante los acontecimientos diarios: ¿qué quiere Dios de mí en este asunto, en el trato con aquella persona?, ¿qué es más grato al Señor?..., y hacerlo. La oración personal sobre nuestro actuar diario, sobre el comportamiento en la vida familiar, con los amigos, en el trabajo, nos da una gran luz para acertar en el cumplimiento de la voluntad divina. La oración personal nos moverá muchas veces a actuar de una determinada manera, a cambiar o a rectificar nuestra vida o nuestro comportamiento para que se realice más de acuerdo con el querer divino. En otros asuntos, el Señor nos dará luz sobre su voluntad en la dirección espiritual personal.

Cuando veamos que Dios quiere algo de nosotros, debemos hacerlo con prontitud y alegría. Porque muchos se rebelan cuando los proyectos del Señor no coinciden con los suyos; otros aceptan la voluntad de Dios con resignación, como un mero doblegarse a los planes divinos porque no hay otro remedio; otros se conforman simplemente, pero sin amor. El Señor, sin embargo, quiere que amemos con santo abandono el querer divino, confiando plenamente en nuestro Padre Dios, sin dejar de poner, por otra parte, los medios que el caso requiera. ¿Qué quieres que haga? ¡Qué pocas personas se encuentran en esta disposición de obediencia plena, que hayan renunciado a su voluntad hasta el punto de no pertenecerles los deseos de su propio corazón!12.

Para tener esos vínculos tan estrechos –más que los de la sangre– de los que Cristo nos habla en el Evangelio, debemos procurar, cada día, entregarnos, abandonarnos sin reservas y aun sin entender todo lo que Dios permite; ser incondicionalmente dóciles a su acción, manifestada en las pruebas internas y externas con las que quiere purificar el alma; aceptar y acoger las innumerables alegrías de la vida familiar, del trabajo, del descanso...; aceptar y acoger las dificultades, obstáculos y penas que la vida lleva también consigo, las tentaciones, la sequedad en la vida de piedad cuando no se debe a la tibieza, al poco amor... «Debemos aceptar esta acción de Dios y estas permisiones de su providencia sin reserva alguna, sin curiosidad, inquietud o desconfianza, porque sabemos que Dios quiere siempre nuestro bien; aceptarlas con agradecimiento, confiando en su proximidad y en la asistencia de su gracia. Nuestra única respuesta a esta acción de Dios en nosotros sea siempre: “Sea como tú, Señor, lo quieres, hágase tu voluntad”»13. Y esto ante el dolor y la enfermedad, el fracaso, un desastre que parece irreparable... Y, enseguida, pedir fuerzas a nuestro Padre Dios y poner los medios humanos que razonablemente se deban poner; pedir que aquellas contrariedades pasen, si es su voluntad, y gracias para sacar el mayor fruto sobrenatural y humano de aquello que al principio solo se veía bajo el aspecto de mal irreparable.

Lo que ocurre cada día en el pequeño universo de nuestra profesión y familia, en el círculo de nuestros amigos y conocidos, puede y debe ayudarnos a encontrar a Dios providente. El cumplimiento del querer divino es fuente de serenidad y de agradecimiento. En muchas ocasiones terminaremos dando gracias por aquello que en un principio nos pareció un desastre sin arreglo posible.

«La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ese –esa– es mi madre!...”»14.

28 de enero de 2019

FORMACIÓN EL ALIMENTO D ELA PIEDAD

— El camino hacia Dios: piedad y doctrina.
— Necesidad de formación.
— La doctrina, alimento de la piedad.

I. En la asamblea le da la palabra, el Señor lo llena de espíritu de sabiduría e inteligencia, lo viste con un traje de honor1.

Cuando Santo Tomás tenía aún pocos años solía preguntar reiteradamente a su maestro de Montecassino: «¿Quién es Dios?», «explicadme qué cosa es Dios». Y pronto comprendió que para conocer al Señor no bastan los maestros y los libros. Se necesita además que el alma le busque de verdad y se entregue con corazón puro, humilde, y con una intensa oración. En él se dio una gran unión entre doctrina y piedad. Nunca comenzó a escribir o a enseñar sin haberse encomendado antes al Espíritu Santo. Cuando trabajaba en el estudio y exposición del Sacramento de la Eucaristía solía bajar a la capilla y pasar largas horas delante del Sagrario.

Dotado de un talento prodigioso, Santo Tomás llevó a cabo la síntesis teológica más admirable de todos los tiempos. Su vida, relativamente corta, fue una búsqueda profunda y apasionada del conocimiento de Dios, del hombre y del mundo a la luz de la Revelación divina. El saber antiguo de los autores paganos y de los Santos Padres le proporcionó elementos para llevar a cabo una síntesis armoniosa de razón y fe que ha sido propuesta repetidamente por el Magisterio de la Iglesia como modelo de fidelidad a la Iglesia y a las exigencias de un sano razonamiento.

Santo Tomás es ejemplo de humildad y de rectitud de intención en el trabajo. Un día, estando en oración, oyó la voz de Jesús crucificado que le decía: «Has escrito bien de Mí, Tomás: ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?». Y él respondió: «Señor, no quiero ninguna cosa, sino a Ti»2. También en este momento se manifestaron la sabiduría y la santidad de Tomás, y nos enseña lo que hemos de pedir y desear nosotros sobre cualquier otra cosa.

Con su enorme talento y sabiduría, siempre tuvo conciencia de la pequeñez de su obra ante la inmensidad de su Dios. Un día en que había celebrado la Santa Misa con especial recogimiento, decidió no volver a escribir más: dejó inconclusa su obra magna, la Suma Teológica. Y ante las preguntas insistentes de sus colaboradores acerca de la interrupción de su trabajo, contestó el Santo: «Después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir más»3. Dios es siempre más de lo que puede pensar la inteligencia más poderosa, de lo que desea el corazón más sediento.

El Doctor Angélico nos enseña cómo hemos de buscar a Dios: con la inteligencia, con una honda formación, adecuada a las peculiares circunstancias de cada uno, y con una vida de amor y de oración4.

II. El Magisterio de la Iglesia ha recomendado frecuentemente a Santo Tomás como guía de los estudios y de la investigación teológica. La Iglesia ha hecho suya esta doctrina, por ser la más conforme con las verdades reveladas, las enseñanzas de los Santos Padres y la razón natural5. Y el Concilio Vaticano II recomienda profundizar en los misterios de la fe y descubrir su mutua conexión «bajo el magisterio de Santo Tomás»6. Los principios de Santo Tomás son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes de la filosofía y hacen posible entender mejor la fe en nuestro tiempo7.

La fiesta de Santo Tomás trae a nuestra meditación de hoy la necesidad de una sólida formación doctrinal religiosa, soporte indispensable de nuestra fe y de una vida plenamente cristiana en toda ocasión. Solo así, meditando y estudiando los puntos capitales de la doctrina católica, enriqueceremos nuestro vivir cristiano y podremos contrarrestar mejor esa ola de ignorancia religiosa que, a todos los niveles, recorre el mundo. Si tenemos buena doctrina en nuestra inteligencia no estaremos a merced de los estados de ánimo y del solo sentimiento, que puede ser frágil y cambiante. En ocasiones esta formación comienza por el repaso del Catecismo de la doctrina cristiana y por la constancia en la lectura espiritual que nos indica quién aconseja a nuestra alma.

La formación adecuada, profunda, es imprescindible en una época en que la confusión y los errores doctrinales se multiplican y los medios a través de los cuales pueden difundirse son más abundantes y poderosos (lecturas, televisión, radio, etc.). Es necesario decir «creo todo lo que Dios ha revelado», pero esta fe entraña el compromiso de no desentenderse de lograr una mejor y más profunda comprensión de los misterios de la fe, según las propias circunstancias, pues en caso contrario no daríamos importancia a aquello que Dios, en su infinito amor, ha querido revelarnos para que crecieran la fe, la esperanza y la caridad. Santa Teresa de Jesús decía que «quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen las obras»8, interpreta con una visión más aguda los acontecimientos, santifica mejor su quehacer y encuentra sentido al dolor que toda vida lleva consigo. «No sé cuántas veces me han dicho –escribe un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que solo sepa rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (y muchos de mis antepasados lo han sido) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba del amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor habría sido mayor»9. Y nosotros sabremos amar más a Jesús si ponemos empeño en conocerle a Él y en conocer su doctrina, que se nos transmite en la Iglesia. Por esto, hoy, que celebramos a este Santo Doctor de la Iglesia, es oportuno que nos preguntemos si ponemos verdadero interés en aprovechar aquellos medios de formación que tenemos a nuestro alcance, y si sentimos la urgencia de una adecuada formación doctrinal que contrarreste esa enorme ola de ignorancia y de error que se abate sobre tantos fieles indefensos.

III. Considerando la vida y la obra de Santo Tomás, advertimos cómo la piedad exige doctrina; por eso, la formación nos lleva a una piedad profunda, manifestada casi siempre de modo sencillo. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran, por ejemplo, las palabras del Ave María repartidas por los márgenes, como jaculatorias que ayudaban al Santo a mantener el corazón encendido. Y cuando quería probar la pluma, lo hacía escribiendo estas y otras jaculatorias10. Todos sus escritos y sus enseñanzas orales llevan a amar más a Dios, con más profundidad, con más ternura. De él es esta sentencia: de la misma manera que quien poseyese un libro en el que estuviera contenida toda la ciencia solo buscaría saber este libro, así nosotros no debemos sino buscar solo a Cristo, porque en Él, como dice San Pablo, están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia11. Toda la doctrina que aprendemos nos ha de llevar a amar a Jesús, a desear servirle con más prontitud y alegría.

«Piedad de niños y doctrina de teólogos», solía inculcar San Josemaría Escrivá, porque la fe firme, cimentada sobre sólidos principios doctrinales, se manifiesta frecuentemente en una vida de infancia en la que nos sentimos pequeños ante Dios y nos atrevemos a manifestarle el amor a través de cosas muy pequeñas, que Él bendice y acoge con una sonrisa, como hace un padre con su hijo. El amor -enseñó Santo Tomás lleva al conocimiento de la verdad12, y todo el conocimiento está ordenado a la caridad como a su fin13. El conocimiento de Dios debe llevar a realizar frecuentes actos de amor, a una disposición firme de trato amable, sin miedos, con Él. Mientras la mente atiende al pequeño deber de cada momento, el corazón está fijo en Dios, recibiendo el suave impulso de la gracia, que la hace tender hacia el Padre, en el Hijo y por el Espíritu Santo.

Una formación doctrinal más profunda lleva a tratar mejor a la Humanidad Santísima del Señor, a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a San José, «nuestro Padre y Señor», a los ángeles custodios, a las benditas almas del Purgatorio... Examinemos hoy cómo es nuestro empeño por adquirir esa formación sólida y cómo la difundimos a nuestro alrededor -con naturalidad y como quien da un tesoro en la propia familia, entre los amigos... y siempre que tenemos la menor oportunidad.

27 de enero de 2019

FORMACIÓN DOCTRINAL

— Oír con fe y devoción la Palabra de Dios.
— Necesidad de una buena formación.
— La lectura espiritual.
I. La Primera lectura de la Misa1 nos narra con gran emotividad la vuelta a Judea del pueblo elegido, después de tantos años de destierro en Babilonia. En suelo judío, un sacerdote, Esdras, explica al pueblo el contenido de la Ley que habían olvidado en aquellos años pasados en «tierra extraña». Leyó el libro sagrado desde el amanecer hasta el medio día, y todos, de pie, seguían atentamente las enseñanzas, y el pueblo entero lloraba. Es un llanto en el que se mezclan la alegría por reconocer de nuevo la Ley de Dios, y la tristeza porque su anterior olvido de la Ley les acarreó el destierro.
Cuando nos congregamos para participar en la Santa Misa escuchamos de pie, en actitud de vigilia, la Buena Nueva que siempre nos trae el Evangelio. Hemos de oírlo con una disposición atenta, humilde y agradecida, porque sabemos que el Señor se dirige a cada uno en particular. «Nosotros –escribía San Agustín– debemos oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: “felices aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron y se guardaron y conservaron para nosotros»2.
Solo se ama a quien se conoce; por eso, muchos cristianos dedican además, cada día, unos minutos a leer y meditar el Santo Evangelio, que nos conduce como de la mano al conocimiento y a la contemplación de Jesucristo. Nos enseña a verlo como lo vieron los Apóstoles, a observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus palabras llenas siempre de sabiduría y autoridad; nos lo muestra compasivo ante la desgracia en unas ocasiones, santamente enfadado en otras, comprensivo con los pecadores, firme ante los fariseos falsificadores de la religión, lleno de paciencia con aquellos discípulos que no entienden muchas veces el sentido de sus palabras...
Nos sería muy difícil amar a Jesucristo, conocerle de verdad, si no escucháramos frecuentemente la Palabra de Dios, si no leyéramos con atención, cada día, el Santo Evangelio. Esa lectura –quizá unos pocos minutos– alimenta nuestra piedad.
Al terminar el sacerdote cada una de las lecturas de la Sagrada Escritura, dice: Palabra de Dios. Y todos los fieles contestan: ¡Te alabamos, Señor! Y ¿cómo le alabamos? El Señor no se contenta con nuestras palabras: quiere también una alabanza con obras. No podemos arriesgarnos a olvidar la ley de Dios, a que las enseñanzas de la Iglesia queden en nosotros como verdades difusas e inoperantes, o conocidas solo superficialmente; eso supondría para nuestra vida un destierro mucho más amargo que el de Babilonia. El gran enemigo de Dios en el mundo es la ignorancia, «que es causa y como raíz de todos los males que envenenan los pueblos y perturban a muchas almas»3.
Y sabemos bien que el mal que afecta a gran número de cristianos es la falta de formación doctrinal. Es más, muchos están inficcionados del error, enfermedad más grave que la misma ignorancia. ¡Qué pena si nosotros, por falta de la necesaria doctrina, no supiéramos darles a conocer a Cristo y la luz necesaria para que comprendan sus enseñanzas!
II. En la Misa de hoy leemos el comienzo del Evangelio de San Lucas4, quien nos dice que ha resuelto poner por escrito la vida de Cristo para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. La obligación de conocer con profundidad la doctrina de Jesús, cada uno según las circunstancias de su vida, atañe a todos y dura mientras continúe nuestro caminar sobre la tierra. «El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día»5. Nunca hemos de considerarnos con la suficiente formación, nunca deberemos conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas que hayamos adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada. En la vida profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano. También a la formación doctrinal se le puede aplicar aquella sentencia de San Agustín: «¿Dijiste basta? Pereciste»6.
La calidad del instrumento –eso somos todos: instrumentos en manos de Dios– puede mejorar, desarrollar nuevas posibilidades. Cada día podemos amar un poco más y ser más ejemplares. Esto no lo conseguiremos si nuestro entendimiento no recibe continuamente el alimento de la sana doctrina. «No sé cuántas veces me han dicho –comenta un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que no sepa más que rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y, por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (...) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba de amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor»7.
La llamada «fe del carbonero» (lo creo todo, aunque no sepa qué es) no es suficiente para el cristiano que, en medio del mundo, encuentra cada día confusión y falta de luz en cuanto a la doctrina de Jesucristo –la única salvadora– y a los problemas éticos, nuevos y antiguos, con que se tropieza en el ejercicio de su profesión, en la vida familiar, en el ambiente en que se desarrolla su vida.
El cristiano debe conocer bien los argumentos que le permitan contrarrestar los ataques de los enemigos de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se gana nada con la intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin poner matices donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni titubeos).
La «fe del carbonero» puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia, desamor: «frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza», repetía San Juan Crisóstomo8. Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad poseer un conocimiento preciso y completo de la teología católica. Por eso «cualquier chico bien instruido en el Catecismo es, sin él sospecharlo, un auténtico misionero»9. Con el estudio del Catecismo, verdadero compendio de la fe, y de las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual, combatiremos la ignorancia y el error en muchos lugares y en muchas personas, que podrán hacer frente a tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del error.
III. La buena formación requiere tiempo y constancia. La continuidad ayuda a comprender y a incorporar, a hacer vida propia la doctrina que llega a nuestro entendimiento. Para eso, debemos procurar, en primer lugar, que los canales estén expeditos y circule por ellos la sana doctrina: dedicar el interés necesario a nuestra formación, convencidos de la trascendental importancia que tiene para nosotros cuidar con esmero la práctica de la lectura espiritual, de acuerdo a un plan bien orientado, de modo que su contenido deje continuo poso en nuestra alma.
Se ha dicho que para curar a un enfermo basta ser médico; no es preciso contraer la misma enfermedad. Nadie debe ser «tan ingenuo como para pensar que, si se quiere tener formación teológica, es necesario tomarse todo tipo de brebajes..., aunque sean emponzoñados. Esto es de sentido común, no solo de sentido sobrenatural, y la experiencia de cada uno podría corroborarlo con muchos ejemplos»10. Por este motivo, pedir consejo en las lecturas de libros es parte importante de la virtud de la prudencia, de modo muy particular si se trata de libros teológicos o filosóficos, que pueden afectar esencialmente a nuestra formación y a la misma fe. ¡Qué importante es acertar en la lectura de un libro! Pero esta importancia se acrecienta en aquellos libros que específicamente deben estar destinados a la formación de nuestra alma.
Si somos constantes, si cuidamos aquellos medios por los que nos llega la buena doctrina (lectura espiritual, retiros, círculos de estudio, charlas de formación, dirección espiritual...), nos encontraremos, casi sin darnos cuenta, con una gran riqueza interior que incorporaremos poco a poco a nuestra vida. Por otra parte, cara a los demás nos hallaremos, como el labriego, con el cesto de la siembra repleto ante el campo en barbecho dispuesto a recibir la buena semilla, pues aquello que recibimos es útil para nuestra alma y para transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando no se hace fructificar, y el mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere que sembremos su doctrina.

26 de enero de 2019

LA BUENA DOCTRINA

— Conservar la buena doctrina.
— Conocer con profundidad la fe.
— Difundir la Buena Nueva 

I. Tito y Timoteo fueron discípulos y colaboradores de San Pablo. Timoteo acompañó al Apóstol en muchas de sus tareas misionales como un hijo a su padre1. San Pablo le tuvo siempre un especial afecto. En su último viaje por Asia Menor le encargó el gobierno de la Iglesia de Éfeso, mientras que a Tito le confió la de Creta. Desde la prisión de Roma les escribe a ambos encareciéndoles el cuidado de la grey a ellos confiada, el encargo de mantener la doctrina recibida y de estimular la vida cristiana de los fieles, amenazada por el ambiente pagano que les rodeaba y por las doctrinas heréticas de algunos falsos maestros. En primer lugar, han de conservar intacto el depósito de la fe2 que les ha sido confiado y dedicarse con esmero a la enseñanza de la doctrina3, conscientes de que la Iglesia es columna y fundamento de la verdad4; por esto, deben rechazar con firmeza los errores y refutar a quienes los propagan5.

Desde los comienzos, la Iglesia ha procurado que la formación doctrinal de sus hijos se dirija a los contenidos fundamentales, expuestos con claridad, evitando pérdidas de tiempo y posibles confusiones que podrían seguirse de enseñar teorías poco probadas o marginales a la fe. Ya te encarecí –escribe el Apóstol a Timoteo– al marcharme a Macedonia, que permanecieras en Éfeso para que mandases a algunos que no enseñaran doctrinas diferentes, ni prestaran atención a mitos y genealogías interminables, que más bien fomentan discusiones que de nada sirven al plan salvífico de Dios en la fe6. El Papa Juan Pablo II, comentando este pasaje de la Escritura, indica a todos aquellos que se dedican a la formación de otros que «se abstengan de turbar el espíritu de los niños y de los jóvenes en esta etapa de su catequesis, con teorías extrañas, problemas inútiles o discusiones estériles...»7.

Quienes se presentan como maestros, pero no enseñan las verdades de la fe sino sus teorías personales, que siembran dudas o confusión, son un peligro grande para los fieles. A veces, con la intención de adaptar los contenidos de la fe al «mundo moderno» para hacerla más comprensible, no solo cambian el modo de explicarla sino su esencia misma, de tal manera que ya no enseñan la verdad revelada.

Hoy, también hay en medio del trigo una abundante siembra de cizaña, de mala doctrina. La radio, televisión, literatura, conferencias..., son medios poderosos de difusión y comunicación social, para el bien y el mal: junto con mensajes buenos, difunden errores que afectan de modo más o menos directo a la doctrina católica sobre la fe y las costumbres. Los cristianos no nos podemos considerar inmunes al contagio de esta enorme epidemia que sufrimos. Los maestros del error han aumentado en relación a aquella primera época en la que San Pablo escribe estas fuertes recomendaciones. Y sus advertencias, a pesar del tiempo transcurrido, son de plena actualidad. Pablo VI hablaba de «un terremoto brutal y universal»8: terremoto, porque subvierte; brutal, porque va a los fundamentos; universal, porque lo encontramos por todas partes9.

Conocedores de que la fe es un inmenso tesoro, hemos de poner los medios necesarios para conservarla en nosotros y en los demás, y para enseñarla con especial responsabilidad a aquellos que de alguna manera tenemos a nuestro cargo. La humildad de saber que también podemos sufrir el contagio nos moverá a ser prudentes, a no comprar o leer un libro de moda por el solo hecho de estar de moda, a pedir información y consejo sobre espectáculos, programas de televisión, lecturas, etc. La fe vale más que todo.

II. Guarda el precioso depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros10.

En el Derecho romano el depósito eran aquellos bienes que se entregaban a una persona con la obligación de custodiarlos para devolverlos íntegros cuando el que los había depositado lo requería11. San Pablo aplica el mismo término al contenido de la Revelación, y así ha pasado a la tradición católica. Este conjunto de verdades que es entregado a cada generación, que a su vez los transmite a la siguiente, no es fruto –como hemos meditado muchas veces del ingenio y de la reflexión humanos, sino que procede de Dios. Por eso, a quienes no son fieles a su enseñanza se podrían dirigir las palabras que el Profeta Jeremías pone en labios de Yahvé: Dos pecados ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, fuente de las aguas vivas, para excavarse aljibes agrietados que no pueden retener las aguas12. Quienes dejan a un lado el Magisterio de la Iglesia, solo pueden enseñar doctrinas de hombres, que resultan no solo vanas y vacías, sino también dañinas –a veces demoledoras para la fe y la salvación. El verdadero evangelizador es aquel que, «aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar»13.

Dentro de las verdades que componen el depósito de la fe, la Iglesia ha señalado con todo cuidado las definiciones dogmáticas. Muchas de ellas fueron formuladas y precisadas ante ataques de los enemigos de la fe, en épocas de oscuridad, o para acrecentar la piedad de los fieles. En unas charlas a los universitarios católicos de Oxford, R. Knox explicaba que estas verdades venían a ser para nosotros, que recorremos el camino de la vida, lo que para los navegantes las boyas puestas a la desembocadura de un río. Señalan los límites entre los cuales se puede navegar con seguridad y sin miedo; fuera de ellos, siempre existe el peligro de tropezar con algún banco de arena y encallar. Mientras se discurre dentro del camino señalado, tan cuidadosamente marcado, en aquellas materias que se refieren a la fe y a la moral, se puede avanzar tranquilo y a buena marcha. Salirse de él equivale a naufragar. Cuando nos encontramos con estas verdades, nuestro pensamiento, lejos de sentirse coartado, discurre más seguro, porque la verdad se ha hecho más nítida14.

Desde muy antiguo, la Iglesia, maternalmente, ha procurado resumir las verdades de la fe en pequeños Catecismos, en los que de una manera clara y sin ambigüedad ha hecho asequible el tesoro de la Revelación divina –explicado por el Magisterio a lo largo de los siglos–, al alcance de todos. La catequesis, obra de misericordia cada vez más necesaria, es uno de los principales cometidos de la Iglesia, y en ella, en la medida de nuestras posibilidades, hemos de participar todos. A nosotros mismos, cuando ya han pasado los años de la infancia y quizá de la adolescencia, nos puede ser de gran ayuda el repaso de las verdades contenidas y explicitadas de modo sencillo en el Catecismo. Pero no basta con recordar estas ideas fundamentales que un día aprendimos: «poco a poco -señala Juan Pablo II se crece en años y en cultura, se asoman a la conciencia problemas nuevos y exigencias nuevas de claridad y certeza. Es necesario, pues, buscar responsablemente las motivaciones de la propia fe cristiana. Si no se llega a ser personalmente conscientes y no se tiene una comprensión adecuada de lo que se debe creer y de los motivos de la fe, en cualquier momento todo puede hundirse fatalmente...»15. Sin fidelidad a la doctrina no se puede ser fiel al Maestro, y en la medida en que penetramos más y más en el conocimiento de Dios se hace más fácil la piedad y el trato con Cristo.

III. Attende tibi et doctrinae... Cuida de ti mismo –aconseja San Pablo a Timoteo– y de la enseñanza; persevera en esta disposición, pues actuando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan16. Debemos aprovechar con empeño los medios de formación que tenemos a nuestro alcance: estudio de obras de la Sagrada Teología que nos recomiende quien sabe y nos conoce bien, aprovechamiento de los retiros, de la lectura espiritual... Se trata de adquirir una buena formación doctrinal según nuestras peculiares circunstancias, para conocer mejor a Dios, para darlo a conocer, para evitar el contagio de tantas falsas doctrinas como cada día, por un medio u otro, nos llegan.

La doctrina nos da luz para la vida, y la vida cristiana dispone el corazón para penetrar en el conocimiento de Dios. Él nos pide constantemente una respuesta de la inteligencia a todas aquellas verdades que, en su amor eterno, nos ha revelado. Este no es un conocimiento teórico: debe desplegarse en la totalidad de la existencia, para permitirnos actuar, hasta en lo más pequeño, de acuerdo con el querer del Señor. Hemos de vivir con arreglo a la fe que profesamos: sabiéndonos hijos de Dios en todas las situaciones, contando con un Ángel Custodio que el Señor ha querido que nos ampare, animados siempre con la ayuda sobrenatural que nos prestan todos los demás cristianos... Con esta vida de fe, casi sin darnos cuenta, daremos a conocer a otros muchos el espíritu de Cristo.
Discípulos y colaboradores de San Pablo, fueron Obispos de Éfeso y Creta, respectivamente. Son los destinatarios de las Cartas llamadas «pastorales» del Apóstol.
Timoteo nació en Listra, en Asia Menor, de madre judía y padre gentil, y se convirtió en el primer viaje de San Pablo a aquella ciudad. Destaca en él la fidelidad con que siguió al Apóstol; debía de ser muy joven cuando San Pablo ruega a los cristianos de Corinto que le traten con respeto, y aún no tenía muchos años cuando fue nombrado Obispo de Éfeso. La tradición nos ha transmitido que murió mártir en esta ciudad.

Tito fue uno de los discípulos más apreciados por San Pablo. Hijo de padres paganos, fue convertido seguramente por el mismo Apóstol. Asistió con él y con Bernabé al Concilio de Jerusalén. En las Cartas de San Pablo aparece como un hombre lleno de fortaleza ante los falsos maestros y las erróneas doctrinas que ya comenzaban a aparecer. Murió, casi centenario, hacia el año 105.

25 de enero de 2019

"¿Quién eres tú, Señor?"

— En el camino de Damasco.
— Correspondencia a la gracia.
— Afán de almas.
ISé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día, en que vendrá como juez justo, el encargo que me dio1.
Pablo, gran defensor de la Ley de Moisés, consideraba a los cristianos como el mayor peligro para el judaísmo; por eso, dedicaba todas sus energías al exterminio de la naciente Iglesia. La primera vez que aparece en los Hechos de los Apóstoles, verdadera historia de la primitiva cristiandad, lo vemos presenciando el martirio de San Esteban, el protomártir cristiano2. San Agustín hace notar la eficacia de la oración de Esteban sobre el joven perseguidor3. Más tarde, Pablo se dirige hacia Damasco, con poderes para llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino4. El cristianismo se había extendido rápidamente, gracias a la acción fecunda del Espíritu Santo y al intenso proselitismo que ejercían los nuevos fieles, aun en las condiciones más adversas: los que se habían dispersado iban de un lugar a otro anunciando la palabra del Evangelio5.
Pablo iba camino de Damasco, respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor; pero Dios tenía otros planes para aquel hombre de gran corazón. Y estando ya cerca de la ciudad, hacia el mediodía, de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues6. Y enseguida la pregunta fundamental de Saulo, que es ya fruto de su conversión, de su fe, y que marca el camino de la entrega: ¿Señor, qué quieres que haga?7. Pablo ya es otro hombre. En un momento lo ha visto todo claro, y la fe, la conversión, le lleva a la entrega, a la disponibilidad absoluta en las manos de Dios. ¿Qué tengo que hacer de ahora en adelante?, ¿qué esperas de mí?
Muchas veces, quizá cuando más lejos estábamos, el Señor ha querido meterse de nuevo hondamente en nuestra vida y nos ha manifestado esos planes grandes y maravillosos que tiene sobre cada hombre, sobre cada mujer. «¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.
»Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me vis facere?” -Señor, ¿qué quieres que haga?
»-Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam!” -¡te serviré sin condiciones!»8. También ahora se lo repetimos una vez más. ¡Tantas veces se lo hemos dicho ya, en tonos tan diversos! Serviam!Con tu ayuda, te serviré siempre, Señor.
IIVivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí9.
Siempre recordaremos esos instantes en que Jesús, quizá inesperadamente, nos detuvo en nuestro camino para decirnos que se quiere meter de lleno en nuestro corazón. Nunca olvidó San Pablo aquel momento único, cuando tuvo lugar el encuentro personal con Cristo resucitado: en el camino de Damasco..., indica a veces, como si dijera: allí comenzó todo. En otras ocasiones señala que aquel fue el instante decisivo de su existencia. Y en último lugar, como a un abortivo, se me apareció a mí también...10.
La vida de San Pablo es una llamada a la esperanza, pues «¿quién dirá, cargado con el peso de sus faltas, “Yo no puedo superarme”, cuando (...) el perseguidor de los creyentes se transforma en propagador de su doctrina?»11. Esta misma eficacia sigue operando hoy en los corazones. Pero la voluntad del Señor de sanarnos y convertirnos en apóstoles en el lugar donde trabajamos y donde vivimos necesita nuestra correspondencia; la gracia de Dios es suficiente, pero es necesaria la colaboración del hombre, como en el caso de Pablo, porque el Señor quiere contar con nuestra libertad. Comentando las palabras del Apóstol -no yo, sino la gracia de Dios en mí señala San Agustín: «Es decir, no solo yo, sino Dios conmigo; y por ello, ni la gracia de Dios sola, ni él solo, sino la gracia de Dios con él»12.
Contar siempre con la gracia nos llevará a no desanimarnos jamás, a pesar de que una y otra vez experimentemos la inclinación al pecado, los defectos que no acaban de desaparecer, las flaquezas e incluso las caídas. El Señor nos llama continuamente a una nueva conversión y hemos de pedir con constancia la gracia de estar siempre comenzando, actitud que lleva a recorrer con paz y alegría el camino que conduce a Dios –afianzados en la filiación divina y que mantiene siempre la juventud del corazón. Pero es necesario corresponder en esos momentos bien precisos en los que, como San Pablo, le diremos a Jesús: Señor, ¿qué quieres que haga?, ¿en qué debo luchar más?, ¿qué cosas debo cambiar? Jesús se nos hace encontradizo muchas veces; entonces, «es menester sacar fuerzas de nuevo para servir –escribe Santa Teresa y procurar no ser ingratos, porque en esa condición las da el Señor; que si no usamos bien del tesoro y del gran estado en que nos pone, nos los tornará a tomar y quedarnos hemos muy más pobres, y dará su Majestad las joyas a quien luzca y aproveche con ellas a sí y a otros»13.
Señor, ¿qué quieres que haga? Si se lo decimos de corazón -como una jaculatoria muchas veces a lo largo del día, Jesús nos dará luces y nos manifestará esos puntos en los que nuestro amor se ha detenido o no avanza como Dios desea.
IIISé en quién he creído...
Estas palabras explican toda la vida posterior de Pablo. Ha conocido a Cristo, y desde ese momento todo lo demás es como una sombra, en comparación a esta inefable realidad. Nada tiene ya valor si no es en Cristo y por Cristo. «La única cosa que él temía era ofender a Dios; lo demás le tenía sin cuidado. Por esto mismo, lo único que deseaba era ser fiel a su Señor y darlo a conocer a todas las gentes»14. Lo que deseamos nosotros; lo único que queremos.
Desde el momento de su encuentro con Jesús, Pablo se convirtió a Dios de todo corazón. El mismo afán que le llevaba antes a perseguir a los cristianos lo pone ahora, aumentado y fortalecido por la gracia, en el servicio del ideal grandioso que acaba de descubrir. Hará suyo el mensaje que recibieron los demás Apóstoles y que recoge el Evangelio de la Misa: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación15. Pablo aceptó este compromiso e hizo de él, desde ese momento, la razón de su vida. «Su conversión consiste precisamente en esto: en haber aceptado que Cristo, al que encontró por el camino de Damasco, entrará en su existencia y la orientará hacia un único fin: el anuncio del Evangelio. Me debo tanto a los griegos como a los bárbaros, tanto a los sabios como a los ignorantes... Yo no me avergüenzo del Evangelio: es fuerza de salvación para todos los que creen en él (Rom 1, 13-16)»16.
Sé en quién he creído... Por Cristo afrontará riesgos y peligros sin cuento, se sobrepondrá continuamente a la fatiga, al cansancio, a los aparentes fracasos de su misión, a los miedos, con tal de ganar almas para Dios. Cinco veces recibí cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez; y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la solicitud por todas las iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?17.
Pablo centró su vida en el Señor. Por eso, a pesar de todo lo que padeció por Cristo, podrá decir al final de su vida, cuando se encuentra casi solo y un tanto abandonado: Abundo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones... La felicidad de Pablo, como la nuestra, no estuvo en la ausencia de dificultades sino en haber encontrado a Jesús y en haberle servido con todo el corazón y todas las fuerzas.
Terminamos esta meditación con una oración de la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, Tú que has instruido a todos los pueblos con la predicación del apóstol San Pablo, concédenos a cuantos celebramos su conversión caminar hacia Ti, siguiendo su ejemplo, y ser ante el mundo testigos de tu verdad18. A nuestra Madre Santa María le pedimos que no dejemos pasar esas gracias bien concretas que nos da el Señor para que, a lo largo de la vida, volvamos una y otra vez a recomenzar.