"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2016

PASCUA 5a SEMANA SABADO


Juan 15,18-21.


Jesús dijo a sus discípulos: 
«Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia. 
Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes. 
Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió.» 

EL ROSARIO

— En el Rosario, Nuestra Señora nos enseña a contemplar la vida de su Hijo.
— El Rosario en familia. Es «arma poderosa».
— Las distracciones en el Rosario.
I. El amor a la Virgen se manifiesta en nuestra vida de formas muy diversas. En el Santo Rosario, la oración mariana más recomendada durante siglos por la Iglesia, la piedad nos muestra un resumen de las principales verdades de la fe cristiana; a través de la consideración de cada uno de los misterios, Nuestra Señora nos enseña a contemplar la vida de su Hijo. Ella, íntimamente unida a Jesús, ocupa en ocasiones el primer lugar; otras, es Cristo mismo quien atrae en primer término nuestra atención. María nos habla siempre del Señor: de la alegría de su Nacimiento, de su muerte en la Cruz, de su Resurrección y Ascensión gloriosa.
El Rosario es la oración preferida de Nuestra Madre, y «con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación»1.
Según su etimología, el Rosario «es una corona de rosas, costumbre encantadora que en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría»2. «Es el modo más excelente de oración meditada, constituida a manera de mística corona en donde la salutación angélica, la oración dominical y la doxología a la Augusta Trinidad se entrelazan con la consideración de los más altos misterios de nuestra fe: en él, por medio de muchas escenas, la mente contempla el drama de la Encarnación y de la Redención de Nuestro Señor»3.
En esta plegaria mariana se funden la oración vocal y la meditación de los misterios cristianos, que es como el alma del Rosario. Esta meditación pausada hace posible que, con las mismas palabras, cada uno exprese su oración personal. Ayuda a rezarlo bien «el meterse, como un personaje más», dentro de las escenas que se consideran. Así, «viviremos la vida de Jesús, María y José.
»Cada día les prestaremos un nuevo servicio. Oiremos sus pláticas de familia. Veremos crecer al Mesías. Admiraremos sus treinta años de oscuridad... Asistiremos a su Pasión y Muerte... Nos pasmaremos ante la gloria de su Resurrección... En una palabra: contemplaremos, locos de Amor (no hay más amor que el Amor), todos y cada uno de los instantes de Cristo Jesús»4.
Con la consideración de los misterios, la oración vocal –el Padrenuestro y las Avemarías– queda vivificada; la vida interior se enriquece con un hondo contenido, que es fuente de oración y de contemplación a lo largo del día. Poco a poco nos identifica con los sentimientos de Cristo y nos permite vivir en un clima de intensa piedad: gozamos con Cristo gozoso, nos dolemos con Cristo paciente, vivimos anticipadamente en la esperanza la gloria de Cristo resucitado. «Aunque sea en planos de realidad esencialmente diversos –decía Pablo VI– (la liturgia y el Rosario), tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo. La primera hace presentes (...) los misterios más grandes de nuestra redención; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida»5.
II. El Concilio Vaticano II pide «a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen (...); que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos»6. Y bien sabemos con qué insistencia ha recomendado la Iglesia el rezo del Santo Rosario. Concretamente, es «una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar»7, y en muchos casos será un objetivo de vida cristiana para muchas familias. En ocasiones bastará comenzar con el rezo de un misterio solamente, aprovechando quizá ocasiones tan singulares como es el mes de mayo, la visita a un santuario o ermita de la Virgen... Mucho se tiene ganado si se empieza a enseñarlo a los hijos desde que son pequeños.
El Rosario en familia es una fuente de bienes para todos, pues atrae la misericordia del Señor sobre el hogar. «Tanto el rezo del Ángelus como el del Rosario –decía Juan Pablo II– deben ser para todo cristiano y aún más para las familias cristianas como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para tomar valor y confianza»8. Y pocos días más tarde volvía a insistir el Santo Padre: «conservad celosamente ese tierno y confiado amor a la Virgen, que os caracteriza. No lo dejéis nunca enfriar (...). Sed fieles a los ejercicios de piedad mariana tradicionales en la Iglesia: la oración del Ángelus, el mes de María y, de modo muy especial, el Rosario. Ojalá resurgiese la hermosa costumbre de rezar el Rosario en familia»9.
Hoy podemos examinar en nuestra oración si acudimos al Santo Rosario como «arma poderosa»10 para conseguir de la Virgen aquellas gracias y favores que tanto necesitamos, si lo rezamos con la necesaria atención, si procuramos ahondar en su riquísimo contenido, particularmente deteniéndonos y meditando durante unos momentos cada uno de los misterios, si procuramos que nuestros familiares y amigos comiencen a rezarlo y así traten y amen más a nuestra Madre del Cielo.
III. A veces, cuando los cristianos tratamos de difundir el rezo del Santo Rosario como una forma de tratar a la Virgen cada día, nos encontramos con personas, incluso de buena voluntad, que se excusan diciendo que se distraen con frecuencia en él y que «para rezarlo mal es mejor no rezarlo», o algo similar. Enseñaba el Papa Juan XXIII que «el peor de los rosarios es el que no se reza». Nosotros podemos decir a nuestros amigos que, en vez de dejarlo, es más grato a la Virgen procurar rezarlo lo mejor que podamos, aunque tengamos distracciones. También puede ocurrir que –como escribe San Alfonso Mª de Ligorio– «si tú tienes muchas distracciones durante la oración, puede ser que al diablo le moleste mucho esa oración»11.
Algunos han comparado el Rosario a una canción: la canción de la Virgen. Por eso, aunque alguna vez no tengamos del todo presente «la letra», la melodía nos llevará, casi sin darnos cuenta, a tener puesto el pensamiento y el corazón en Nuestra Señora.
Las distracciones involuntarias no anulan los frutos del Rosario, ni de otra oración vocal, con tal de que se luche por evitarlas. Santo Tomás señala que en la oración vocal puede ponerse una triple atención: la correcta pronunciación de todas las palabras de que consta, el fijarse más en el sentido de esas palabras y el poner especial empeño en el fin de la oración, es decir, en Dios y en aquello por lo que se ora. Esta última es la atención más importante y necesaria, y pueden tenerla incluso personas de pocas letras o que no entienden bien el sentido de las palabras que pronuncian, y «puede ser tan intensa que arrebate la mente a Dios»12.
Si nos esforzamos, cada vez podemos rezar mejor el Santo Rosario: cuidando la pronunciación, las pausas, la atención, deteniéndonos unos instantes para considerar el misterio que iniciamos, ofreciendo quizá esas diez Avemarías por una intención concreta (la Iglesia Universal, el Romano Pontífice, las intenciones del obispo de la diócesis, la familia, las vocaciones sacerdotales, el apostolado, la paz y la justicia en determinado país, un asunto que nos preocupa...), tratando de que esas «rosas» ofrecidas a la Virgen no estén ajadas o marchitas por la rutina o por dejar paso a distracciones más o menos voluntarias... Evitar todas las distracciones será muy difícil; en ocasiones, prácticamente imposible, pero la Virgen también lo sabe y acepta nuestro deseo y nuestro esfuerzo.
Para rezarlo con devoción, convendrá reservarle una hora oportuna. «Un triste medio de no rezar el Rosario: dejarlo para última hora.
»Al momento de acostarse se recita, por lo menos, de mala manera y sin meditar los misterios. Así, difícilmente se evita la rutina, que ahoga la verdadera piedad, la única piedad»13. «Siempre retrasas el Rosario para luego, y acabas por omitirlo a causa del sueño. —Si no dispones de otros ratos, recítalo por la calle y sin que nadie lo note. Además, te ayudará a tener presencia de Dios»14.
El Rosario tiene la ventaja de que puede rezarse en cualquier parte: en la iglesia, en la calle, en el coche..., solo o en familia, mientras se espera en la sala de visitas del médico, o en la cola para retirar unos impresos. Pocos cristianos podrán decir con sinceridad que no encuentran tiempo para rezar «la oración más querida y recomendada por la Iglesia».
Un día, el Señor nos mostrará las consecuencias de haber rezado, con devoción, aunque con algunas distracciones también, el Santo Rosario: desastres que se evitaron por especial intercesión de la Virgen, ayudas a personas queridas, conversiones, gracias ordinarias y extraordinarias para nosotros y para otros, y los muchos que se beneficiaron de esta oración y a quienes ni siquiera conocíamos.
Esta oración tan eficaz y grata a la Virgen será en muchos momentos de nuestra vida el cauce más eficaz para pedir, para dar gracias. También para reparar por nuestros pecados: «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...”. Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»15.
1 San Josemaría EscriváSanto Rosario, Rialp, 24ª ed., Madrid 1979, Al lector, p. 11. — 2 Pío XIIAlocución, 16-X-1940. — 3 Juan XXIII, Enc. Grata recordatio, 26-lX-1959. — 4 San Josemaría Escriváloc. cit., p. 15. — 5Pablo VI, Enc. Marialis cultus, 46. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 67. — 7 Pablo VIloc. cit., 54. — 8 Juan Pablo IIÁngelus en Otranto, 5-X-1980. — 9 ídemHomilía, 12-X-1980. — 10 San Josemaría Escriváloc. cit., p. 9. — 11 San Alfonso Mª de LigorioTratado de la oración. — 12 Santo TomásSuma Teológica, 2-2, q. 83, a. 3. — 13 San Josemaría EscriváSurco, n. 476. — 14 Ibídem, n. 478. — 15 Ibídem, n. 475.

29 de abril de 2016

SANTA CATALINA DE SIENA *

Juan 15,12-17.

Jesús dijo a sus discípulos: 
«Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. 
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. 
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. 
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»


* Nació en Siena en el año 1347. Ingresó muy joven en la Tercera Orden de Santo Domingo, sobresaliendo por su espíritu de oración y de penitencia. Llevada de su amor a Dios, a la Iglesia y al Romano Pontífice, trabajó incansablemente por la paz y unidad en la Iglesia en los tiempos difíciles del destierro de Avignon. Se trasladó a esta ciudad y pidió al Papa Gregorio XI que regresara cuanto antes a Roma, donde el Vicario de Cristo en la tierra debía gobernar la Iglesia. «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia», declaró unos días antes de su muerte, ocurrida el 30 de abril de 1380.
Escribió innumerables cartas de las que se conservan alrededor de cuatrocientas, algunas oraciones y «elevaciones» y un solo libro, El Diálogo, que recoge las conversaciones íntimas de la Santa con el Señor. Fue canonizada por Pío II y su culto se extendió pronto por toda Europa. Santa Teresa dijo de ella que, después de Dios, debía a Santa Catalina, muy singularmente, el progreso de su alma. Pío IX la nombró segunda Patrona de Italia y Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia.

«El dulce Cristo en la tierra». Santa Catalina de Siena

— Amor a la Iglesia y al Papa, «el dulce Cristo en la tierra».
— Santa Catalina ofreció su vida por la Iglesia.
— Afán de dar a conocer con claridad la verdad 
I. Sin una instrucción particular (aprendió a escribir siendo ya muy mayor) y con una corta existencia, Santa Catalina pasó por la vida, llena de frutos, «como si tuviese prisa de llegar al eterno tabernáculo de la Santísima Trinidad»1. Para nosotros es modelo de amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, a quien llamaba «el dulce Cristo en la tierra»2, y de claridad y valentía para hacerse oír por todos.
Los Papas residían entonces en Avignon, con múltiples dificultades para la Iglesia universal, mientras que Roma, centro de la Cristiandad, se volvía poco a poco una gran ruina. El Señor hizo entender a la Santa la necesidad de que los Papas volvieran a la sede romana para iniciar la deseada y necesaria reforma. Incansablemente oró, hizo penitencia, escribió al Papa, a los Cardenales, a los príncipes cristianos...
A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe: «Quien no obedezca a Cristo en la tierra, el cual está en el lugar de Cristo en el Cielo, no participa del fruto de la Sangre del Hijo de Dios»3.
Con enorme vigor dirigió apremiantes exhortaciones a Cardenales, Obispos y sacerdotes para la reforma de la Iglesia y la pureza de las costumbres, y no omitió graves reproches, aunque siempre con humildad y respeto a su dignidad, pues son «ministros de la sangre de Cristo»4. Es principalmente a los pastores de la Iglesia a los que dirige una y otra vez llamadas fuertes, convencida de que de su conversión y ejemplaridad dependía la salud espiritual de su rebaño.
Nosotros pedimos hoy a la Santa de Siena alegrarnos con las alegrías de nuestra Madre la Iglesia, sufrir con sus dolores. Y podemos preguntarnos cómo es nuestra oración diaria por los pastores que la rigen, cómo ofrecemos, diariamente, alguna mortificación, horas de trabajo, contrariedades llevadas con serenidad..., que ayuden al Santo Padre en esa inmensa carga que Dios ha puesto sobre sus hombros. Pidamos también hoy a Santa Catalina que nunca le falten buenos colaboradores al «dulce Cristo en la tierra».
«Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”»5. Esta sola palabra podrá ayudarnos a mantener la presencia de Dios durante el día y expresar nuestra unidad con el Romano Pontífice y nuestra petición por él. Quizá nos pueda servir hoy para aumentar nuestro amor a la Iglesia.
II. Santa Catalina fue profundamente femenina, sumamente sensible6. A la vez, fue extraordinariamente enérgica, como lo son aquellas mujeres que aman el sacrificio y permanecen cerca de la Cruz de Cristo, y no permitía debilidades en el servicio de Dios. Estaba convencida de que, tratándose de uno mismo y de la salvación de las almas que Cristo rescató con su Sangre, era improcedente una excesiva indulgencia, adoptar por comodidad o cobardía una débil filantropía, y por eso gritaba: «¡Basta ya de ungüento! ¡Que con tanto ungüento se están pudriendo los miembros de la Esposa de Cristo!».
Fue siempre fundamentalmente optimista, y no se desanimaba si, a pesar de haber puesto los medios, no salían los asuntos a la medida de sus deseos. Durante toda su vida fue una mujer profunda, delicada. Sus discípulos recordaron siempre su abierta sonrisa y su mirada franca; iba siempre limpia, amaba las flores y solía cantar mientras caminaba. Cuando un personaje de la época, impulsado por un amigo, acude a conocerla, esperaba encontrar a una persona de mirada esquinada y sonrisa ambigua. Su sorpresa fue grande al encontrarse con una mujer joven, de mirada clara y sonrisa cordial, que le acogió «como a un hermano que volviera de un largo viaje».
Poco tiempo después de su llegada a Roma murió el Papa. Y con la elección del sucesor se inicia el cisma que tantas desgarraduras y tanto dolor habría de producir en la Iglesia. Santa Catalina hablará y escribirá a Cardenales y reyes, a príncipes y Obispos... Todo inútil. Exhausta y llena de una inmensa pena, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. Un día del mes de enero, rezando ante la tumba de San Pedro, sintió sobre sus hombros el peso inmenso de la Iglesia, como ha ocurrido en ocasiones a otros santos. Pero el tormento duró pocos meses: el 29 de abril, hacia el mediodía, Dios la llamaba a su gloria. Desde el lecho de muerte, dirigió al Señor esta conmovedora plegaria: «¡Oh Dios eterno!, recibe el sacrificio de mi vida en beneficio de este Cuerpo Místico de la Santa Iglesia. No tengo otra cosa que dar, sino lo que me has dado a mí»7. Unos días antes había comunicado a su confesor: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte es el celo y el amor a la Iglesia, que me abrasa y me consume...». Pidamos nosotros hoy a Santa Catalina ese amor ardiente por nuestra Madre la Iglesia, que es característica de quienes están cerca de Cristo.
Nuestros días son también de prueba y de dolor para el Cuerpo Místico de Cristo, por eso «hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is 58, l), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles»8. Ofrezcamos nuestra vida diaria, con sus mil pequeñas incidencias, por el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor nos bendecirá y Santa María –Mater Ecclesiae– derramará su gracia sobre nosotros con particular generosidad.
III. Santa Catalina nos enseña a hablar con claridad y valentía cuando los asuntos de que se trate afecten a la Iglesia, al Romano Pontífice o a las almas. En muchos casos tendremos la obligación grave de aclarar la verdad, y podemos aprender de Santa Catalina, que nunca retrocedía ante lo fundamental, porque tenía puesta su confianza en Dios.
En la Primera lectura de la Misa, enseña el Apóstol Juan: Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin ninguna oscuridad9. Ahí tenía su origen la fuerza de los primeros cristianos y la de los santos de todos los tiempos: no enseñaban una verdad propia, sino el mensaje de Cristo que nos ha sido transmitido de generación en generación. Es el vigor de una Verdad que está por encima de las modas, de la mentalidad de una época concreta. Nosotros debemos aprender cada vez más a hablar de las cosas de Dios con naturalidad y sencillez, pero a la vez con la seguridad que Cristo ha puesto en nuestra alma. Ante la campaña de silencio organizada sistemáticamente –tantas veces denunciada por los Romanos Pontífices– para oscurecer la verdad, silenciar los sufrimientos que los católicos padecen a causa de su fe, o las obras rectas y buenas, que a veces apenas tienen ningún eco en los grandes medios de difusión, nosotros, cada uno en su ambiente, hemos de servir de altavoz a la verdad. Algunos Papas han calificado esta actitud de conspiración del silencio10 ante las obras buenas, literarias, científicas, religiosas, de promoción social, de buenos católicos o de las instituciones que las promueven. Por el hecho mismo de ser católicos, muchos medios de difusión callan o los dejan en la penumbra.
Nosotros podemos hacer mucho bien en este apostolado de opinión pública. A veces llegaremos solo a los vecinos o a los amigos que visitamos o nos visitan, o mediante una carta a los medios de comunicación o una llamada a un programa de radio que pide opiniones sobre un tema controvertido y que quizá tiene un fondo doctrinal que debe ser aclarado, respondiendo con criterio a una encuesta pública, aconsejando un buen libro... Debemos rechazar la tentación de desaliento, de que quizá «podemos poco». Un inmenso río que lleva un caudal enorme está alimentado de pequeños regueros que, a su vez, se han formado quizá gota a gota. Que no falte la nuestra. Así comenzaron los primeros cristianos en la difusión de la Verdad.
Pidamos hoy a Santa Catalina que nos transmita su amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, y que tengamos el afán santo de dar a conocer la doctrina de Jesucristo en todos los ambientes, con todos los medios a nuestro alcance, con imaginación, con amor, con sentido optimista y positivo, sin dejar a un lado una sola oportunidad. Y, con palabras de la Santa, rogamos a Nuestra Señora: «A Ti recurro, María, te ofrezco mi súplica por la dulce Esposa de Cristo y por su Vicario en la tierra, a fin de que le sea concedida la luz para regir con discernimiento y prudencia la Santa Iglesia»11.

28 de abril de 2016

PASCUA 5a SEMANA JUEVES

Juan 15,9-11.

Jesús dijo a sus discípulos: 

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. 
Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 
Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.» 


LO PRIMERO DEL DIA OFRECIMIENTO DE OBRAS

— El ofrecimiento de obras dirige a Dios nuestro día desde los comienzos.
— Cómo hacerlo. El «minuto heroico».
— Ofrecer nuestra tarea al Señor muchas veces al día.
I. Para ordenar nuestra vida, el Señor nos ha dado los días y las noches. El día habla al día y la noche comunica sus pensamientos a la noche1. Y cada nuevo día, al despedirse el día pasado, nos recuerda que hemos de continuar nuestros trabajos interrumpidos y renovar nuestros proyectos y nuestras esperanzas. «El hombre sale a trabajar hasta el anochecer: entonces llega la noche y, con una amable sonrisa, (Dios) nos manda dejar todos nuestros juguetes, con los cuales nos alborotamos tanto nosotros (...), nos cierra los libros, nos esconde las distracciones, extiende un gran manto negro sobre nuestra vida...; cuando la oscuridad se cierra a nuestro alrededor, vivimos un ensayo general de la muerte; el alma y el cuerpo se dan las buenas noches... Luego llega la mañana y con la mañana el renacimiento»2.
Cada día comienza, en cierto modo, con un nacimiento y acaba con una muerte; cada día es como una vida en miniatura. Al final, nuestro paso por el mundo habrá sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada fuera grata a Dios, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del mismo modo la hemos ofrecido al Señor. El hoy es lo único de que disponemos para santificarlo. El día habla al día; el día de ayer susurra al de hoy, y nos dice de parte del Señor: Comienza bien. «Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»3. El día de ayer ha desaparecido para siempre, con todas sus posibilidades y con todos sus peligros. De él solo han quedado motivos de contrición por las cosas que no hicimos bien, y motivos de gratitud por las innumerables gracias, beneficios y cuidados que recibimos de Dios. El «mañana» está aún en las manos del Señor.
Lo que debemos santificar es el día de hoy. ¿Y cómo vamos a empezarlo si no es ofreciéndoselo a Dios? Solo quienes no conocen a Dios y los cristianos tibios comienzan sus días de cualquier manera. El ofrecimiento de obras por la mañana es un acto de piedad que orienta bien el día, que lo dirige a Dios desde sus comienzos, de la misma manera que la brújula señala al Norte. El ofrecimiento de obras nos dispone desde el primer momento para escuchar y atender las innumerables inspiraciones y mociones del Espíritu Santo en este día, que ya no se repetirá nunca más. Hoy si oís su voz no queráis endurecer vuestros corazones4. Y en cada jornada nos habla Dios.
Le decimos al Señor que le queremos servir en el día de hoy, que le queremos tener presente. «Renovad cada mañana, con un serviam! decidido –¡te serviré, Señor!–, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero»5.
Nuestras obras llegarán antes a Dios si hacemos el ofrecimiento a través de su Madre, que es también Madre nuestra. «Aquello poco que desees ofrecer, procura depositarlo en aquellas manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor sin sufrir de Él repulsa»6.
II. La costumbre de ofrecer el día a Dios también la vivían los primeros cristianos: «apenas despertar, antes de enfrentarse de nuevo con el trasiego de la vida, antes de concebir en su corazón cualquier impresión, antes incluso de acordarse del cuidado de sus intereses familiares, consagran al Señor el nacimiento y principio de sus pensamientos»7.
San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a ofrecer todo su día a Dios. Recomendaba a los primeros cristianos de Corinto: Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios8. Y a los colosenses: Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él9.
Muchos buenos cristianos tienen el hábito adquirido de dirigir su primer pensamiento a Dios. Y enseguida el «minuto heroico», que es una buena ayuda para hacer bien elofrecimiento de obras y comenzar bien el día. «Sin vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! —El minuto heroico: ahí tienes una mortificación que fortalece tu voluntad y no debilita tu naturaleza»10. «Si, con la ayuda de Dios, te vences, tendrás mucho adelantado para el resto de la jornada.
«¡Desmoraliza tanto sentirse vencido en la primera escaramuza!»11.
Aunque no hay por qué adaptarse a una fórmula concreta, es conveniente tener un modo habitual de hacer esta práctica de piedad, tan útil para que marche bien toda la jornada. Unos recitan alguna oración sencilla aprendida de pequeños... o de mayores. Es muy conocida esta oración a la Virgen, que sirve a la vez de ofrecimiento de obras y de consagración personal diaria a Nuestra Señora: ¡Oh Señora mía! ¡Oh madre mía! Yo me ofrezco del todo a Vos, y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, ¡oh Madre de bondad!, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén.
Aparte del ofrecimiento de obras, cada cual verá lo que estima oportuno añadir a sus oraciones al levantarse: alguna oración más a la Virgen, a San José, al Ángel de la Guarda. Es un momento también oportuno para traer a la memoria los propósitos de lucha que se concretaron en el examen de conciencia del día anterior, renovando el deseo y pidiendo a Dios la gracia para cumplirlos.
Señor, Dios todopoderoso, que nos has hecho llegar al comienzo de este día: sálvanos hoy con tu poder, para que no caigamos en ningún pecado; sino que nuestras palabras, pensamientos y acciones sigan el camino de tus mandatos12.
III. Hemos de dirigirnos al Señor cada día pidiéndole ayuda para tenerle siempre presente; y no solo en los momentos expresamente dedicados a hablar con Él, sino también en las normales actividades diarias, pues queremos que además de estar bien realizadas sean oración grata a Dios. Por eso podemos decir con la Iglesia: Te pedimos, Señor, que prevengas nuestras acciones y nos ayudes a proseguirlas, para que todo nuestro trabajo empiece en Ti y por Ti alcance su fin13.
En la Santa Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de nuestra vida y de las obras del día. Cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino, nosotros ofrecemos cuanto somos y poseemos, y todo aquello que nos proponemos hacer en esa jornada que comienza. En la patena ponemos la memoria, la inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, dolor, preocupaciones... Y las jaculatorias y actos de desagravio, las comuniones espirituales, las pequeñas mortificaciones, los actos de amor con que esperamos llenar el día. Siempre resultarán pobres y pequeños estos dones que ofrecemos, pero al unirse a la oblación de Cristo en la Misa se hacen inconmensurables y eternos. «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (Cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor»14.
En el altar, junto al pan y al vino, hemos dejado cuanto somos y poseemos: ilusiones, amores, trabajos, preocupaciones... Y en el momento de la Consagración se lo entregamos definitivamente a Dios. Ahora, ya nada de eso es solo nuestro, y por tanto –como quien lo ha recibido en depósito y administración– deberemos utilizarlo para el fin al que lo hemos destinado: para la gloria de Dios y para hacer el bien a quienes están cerca de nosotros.
El haber ofrecido todas nuestras obras a Dios nos ayudará a hacerlas mejor, a trabajar con más eficacia, a estar más alegres en la vida de familia aunque estemos cansados, a ser mejores ciudadanos, a vivir mejor la convivencia con todos. El ofrecimiento de nuestras obras podemos repetirlo, aunque solo sea con el pensamiento, muchas veces a lo largo del día; por ejemplo, cuando iniciamos una nueva actividad, o cuando lo que estamos haciendo nos resulte particularmente dificultoso. El Señor también acepta nuestro cansancio, que así adquiere un valor redentor.
Vivamos cada día como si fuera el único que tenemos para ofrecer a Dios, procurando hacer las cosas bien, rectificando cuando las hemos hecho mal. Y un día será el último y también se lo habremos ofrecido a Dios nuestro Padre. Entonces, si hemos procurado vivir ofreciendo continuamente a Dios nuestra vida, oiremos a Jesús que nos dice, como al buen ladrón: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso15.
1 Sal 18, 3. — 2 R. A. KnoxEjercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, pp. 45-46. — 3 San Josemaría EscriváCamino, n. 253. — 4 Sal 94, 7-8. — 5 San Josemaría EscriváAmigos de Dios, 217. — 6 San Bernardo,Hom. en la Natividad de la B. Virgen María, 18. — 7 CasianoColaciones, 21. — 8 1 Cor 10, 31. — 9 Col 3, 17. — 10 San Josemaría EscriváCamino, n. 206. — 11 Ibídem, n. 191. — 12 Liturgia de las Horas. Laudes. — 13Ibídem, Oración de Laudes. Lunes 1ª semana. — 14 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 34. — 15 Lc 23, 43.

27 de abril de 2016

VIRGEN DE MONTSERRAT *

Juan 15,1-8.

Jesús dijo a sus discípulos: 
«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. 
Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. 
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. 
Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. 
Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. 
La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»


* El culto de la Virgen de Montserrat, Patrona de Cataluña, es antiquísimo. pues se remonta más allá de la invasión de España por los árabes. La imagen, ocultada entonces, fue descubierta en el siglo ix. Para darle culto, se edificó una capilla a la que el rey Wifredo el Velloso agregó más tarde un monasterio benedictino.
En los orígenes fue un santuario mariano de ámbito regional, pero los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos, y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron y la fama del santuario catalán trascendió las fronteras. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat, bajo cuya advocación se erigieron algunas de las primeras iglesias de México, Chile y Perú, y con el nombre de Montserrat han sido bautizados monasterios, pueblos, montes e islas en América.

MARÍA NUESTRA ESPERANZA

— Los santuarios de la Virgen, «signos de Dios».
— Nuestra Señora, esperanza nuestra en cualquier necesidad.
— Esperanza y filiación divina.
I. Y vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, Él nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé1.
Incontables peregrinos se dirigen diariamente a los innumerables santuarios dedicados a Nuestra Señora, para encontrar los caminos de Dios o reafirmarse en ellos, para hallar la paz de sus almas y consuelo en sus aflicciones. En estos lugares de oración, la Virgen hace más fácil y asequible el encuentro con su Hijo. Todo santuario se convierte en «una antena permanente de la buena Nueva de la Salvación»2.
Hoy celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat, a la que durante siglos tantos cristianos han acudido a buscar el auxilio de María para seguir adelante en un camino no siempre fácil. ¡Cuántos han encontrado allí la paz del alma, la llamada de Dios a una mayor entrega, la curación, el consuelo en medio de una tribulación...! La liturgia de la fiesta está centrada en el misterio de la Visitación, «que constituye la primera iniciativa de la Virgen. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos»3, pues eso somos. No podemos olvidar que nos dirigimos a una meta bien concreta: el Cielo. El fin de un viaje determina en buena parte el modo de viajar, los enseres que se llevan, las vituallas del camino... La Virgen nos dice a cada uno que no llevemos demasiados pertrechos, ni atuendos excesivamente pesados, que entorpecen la marcha, y que debemos caminar deprisa hacia la casa del Padre. Nos recuerda que no existen metas definitivas aquí en la tierra y que todo ha de estar orientado al término de ese recorrido, del que quizá ya hemos hecho una buena parte.
Además, «en la marcha, hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39)»4. Ella marcha con presteza, con paso rápido y alegre. Así hemos de ir nosotros por la senda que nos lleva a Dios. Además, hemos de llevar en el corazón la alegría y el espíritu de servicio que llevaba Nuestra Señora en el suyo.
II. La virtud del peregrino es la esperanza; sin ella dejaría de caminar. o lo haría cansinamente. La Virgen es nuestra esperanza, pues nos alienta continuamente a seguir adelante, nos ayuda a superar los momentos de desaliento, nos saca adelante maternalmente en las circunstancias más difíciles. Siempre que acudimos a Ella –aunque sea con la brevedad de una jaculatoria, o con una mirada a una imagen suya salimos reconfortados. «Incluso sin que nos demos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea, interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo de forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto –continuaba Juan Pablo II que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Deu vos salve, vida, dolcesa i esperança nostra»5, Dios te salve, vida, dulzura y esperanza nuestra... Así podemos saludarla en muchas ocasiones.
Nuestra Señora fue motivo de alegría, de paz y de esperanza para todos mientras estuvo presente aquí en la tierra. El sábado santo, cuando con la Muerte de Jesús se hizo la oscuridad más completa sobre el mundo, solo quedó encendida la esperanza de María. Por ello, los Apóstoles se congregaron bajo su amparo. Ahora, desde el Cielo, «con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada»6. San Bernardo explica bellamente que la Virgen es el acueducto que, recibiendo la gracia de la fuente que brota del corazón del Padre, nos la distribuye a nosotros. Este hilo de agua celestial desciende sobre los hombres, «no todo de una vez, sino que hace caer la gracia gota a gota sobre nuestros corazones resecos»7, según nuestra necesidad y los deseos de recibir.
La Virgen nos reconforta siempre y está presente cuando necesitamos protección, pues esta vida es como una larga singladura en la que hemos de padecer vientos y tormentas. Ella es puerto seguro, donde ninguna nave naufraga8. No dejemos que entre la rutina en esas devociones con las que cada día nos acogemos a su protección: el Ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías para pedir por la santa pureza de todos, la devoción del escapulario... Cuando hacemos alguna romería, o vamos a buscar su intercesión en algún santuario o ermita a Ella dedicada, nos acoge con especial misericordia y amor.
III. Porque la peregrinación de la vida prosigue y no tenemos aquí morada permanente9, es una medida de elemental prudencia solicitar de nuestra Madre del Cielo «provisión de energías en vista de ulteriores etapas»10, las que aún nos falta por recorrer. Uno de los mayores enemigos del caminante, lo que resta más fuerzas, es el desaliento, la falta de esperanza en llegar a la meta. No cae en el desánimo quien padece dificultades y dolor, sino quien deja de aspirar a la santidad y quien después de un error, de una caída, no se levanta deprisa y sigue caminando.
El que ha puesto su esperanza en Cristo vive de ella, y lleva ya en sí mismo algo del gozo celestial que le espera, pues la esperanza es fuente de alegría y permite soportar con paciencia las dificultades11; ora confiadamente y con constancia en todas las situaciones de la vida; soporta pacientemente la tentación, las tribulaciones y el dolor; trabaja esforzadamente por el Reino de Dios, en un apostolado eficaz, principalmente con aquellos con quienes más se relaciona... La esperanza lleva al abandono en Dios, a la filiación divina, pues sabe el cristiano que Él conoce y cuenta con las situaciones por las que hemos de pasar: edad, enfermedad, problemas familiares o profesionales... Sabe también que en cada situación tendremos las ayudas necesarias para salir adelante. Y es la Virgen la que adelanta esas ayudas y gracias, la que las multiplica... Ella nos da la mano después de una caída, de un momento de vacilación, facilita la contrición por nuestras faltas y pone en nuestro corazón los sentimientos del hijo pródigo.
Cuenta Santa Teresa que al morir su madre, cuando tenía unos doce años, se dio cuenta de lo que realmente había perdido, y «afligida –escribe la Santa– fuime a una imagen de nuestra Señora y suplicaba fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella y, en fin, me ha tornado a sí»12. Con esta sencillez y confianza hemos de acudir a Nuestra Señora en cada una de sus fiestas y de sus advocaciones. Hoy acudimos a Nuestra Señora de Montserrat, pidiéndole que nos enseñe el camino de la esperanza, que es el mismo de la filiación divina. Ella, «sentada en su trono, con el Hijo en sus rodillas, parece estar esperando poder abrazar con Él a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado (Ef 1, 3-6)»13.
1 Is 2, 3. — 2 Juan Pablo IIA los rectores de los santuarios, 22-I-1981. — 3 ídemDiscurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, 17-XI-1982. — 4 Ibídem. — 5 Ibídem. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 62. — 7 San BernardoHomilía en la Natividad de la Bienaventurada Virgen María, 3-5. — 8 Cfr. San Juan DamascenoHomilía en la Dormición de la Bienaventurada Virgen María. — 9 Heb 13, 14. — 10 Juan Pablo IIDiscurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, cit. — 11 Cfr. Col 1, 11-24. — 12 Santa Teresa,Vida, 1, 7. — 13 Juan Pablo IIDiscurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, cit.