"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2015

VIERNES de la 17 semana del tiempo ordinario

Mateo 13,54-58.


Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. "¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros? 
¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? 
¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?". 
Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. 
Entonces les dijo: 
"Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia". 
Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente. 

La lectura hace muchos santos

— La influencia de la lectura en la conversión de San Ignacio.


— Importancia de la lectura espiritual.



— Cuidar lo que se lee. Modo de hacer la lectura espiritual.



I. Según cuenta en suAutobiografía Ignacio de Loyola «hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra»1. Después de haber sido herido en una pierna en la defensa de la ciudad de Pamplona fue llevado en una litera a su tierra, donde estuvo al borde de la muerte; después de una larga convalecencia recuperó la salud. En este tiempo, «y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo: mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los santos en romances»2. Se aficionó a estas lecturas, reflexionó en ellas en el largo tiempo que hubo de guardar cama, y «leyendo la vida de Nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿Qué seria, sí yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo?. Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas ...»3.



Se alegraba cuando se determinaba a seguir la vida de los santos y se entristecía cuando abandonaba estos pensamientos. «Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia de ella»4. Así, poco a poco, Dios se fue metiendo en su alma, y de caballero valeroso de un señor terreno pasó «a heroico caballero del Rey Eterno, Jesucristo. La herida que sufriera en Pamplona, la larga convalecencia en Loyola, las lecturas, la reflexión y la meditación bajo el influjo de la gracia, los diversos estados de ánimo por los que pasaba su espíritu, obraron en él una conversión radical: de los sueños de una vida mundana a una plena consagración a Cristo, que aconteció a los pies de Nuestra Señora de Montserrat y maduró en el retiro de Manresa»5.



El Señor se valió de la lectura para la conversión de San Ignacio. Y así ha sido en muchos otros: Dios ha penetrado en muchas almas a través de un buen libro. Verdaderamente, «la lectura ha hecho muchos santos»6. En ella encontramos una gran ayuda para nuestra formación, y también para nuestra conversación diaria con Dios. «En la lectura me escribes formo el depósito de combustible. Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar»7. Un buen libro para lectura espiritual es un gran amigo, del que nos cuesta separarnos porque nos enseña el camino que conduce a Dios, y nos alienta y ayuda a recorrerlo.



II. La lectura espiritual cobra particular importancia en nuestros días, pues de ordinario será uno de los medios más importantes para alcanzar esa buena doctrina que ha de servirnos para alimentar nuestra piedad y para dar a conocer la fe a un mundo lleno de una profunda ignorancia. No es raro que en nuestra conversación normal de todos los días con amigos, parientes, conocidos... nos encontremos con que desconocen las nociones más elementales de la fe y los criterios más fundamentales para enjuiciar los problemas del mundo. Desgraciadamente, sigue siendo actual lo que en los primeros siglos del cristianismo escribía San Juan Crisóstomo, lamentándose de la ignorancia religiosa de muchos cristianos de su época: «a veces ocurre escribe el Santo que consagramos todo nuestro esfuerzo a cosas, no solo superfluas, sino incluso inútiles o perjudiciales, mientras se abandona y desprecia el estudio de la Escritura. Aquellos que en las competiciones hípicas se excitan hasta el colmo, pueden referir con rapidez el nombre, la yeguada, la raza, la nación, el entrenamiento de los caballos, los años de su vida, la velocidad de su carrera, y quién con quién, si galoparan unidos, conseguirían la victoria; y qué caballo, entre estos o aquellos, si toma parte en la carrera y si fuera montado por tal jinete, vencería la prueba... Si, por el contrario, nos preguntamos cuántas son las epístolas de San Pablo, ni siquiera su número sabemos expresar»8. El Señor nos urge para que iluminemos con la doctrina católica la oscuridad y la cerrazón de tantos que ignoran las verdades fundamentales de la fe y de la moral.



Cuando son tantas las publicaciones, las imágenes que cada día nos llegan, que por sí mismas no acercan a Dios y muchas veces tienden a separar de Él, se hacen urgentes unos momentos de reflexión al hilo de esa lectura adecuada que nos recuerde nuestro fin último, el sentido de la vida y de los acontecimientos a la luz de las enseñanzas de la Iglesia9. Un buen libro puede llegar a ser un excelente amigo «que nos pone delante los ejemplos de los santos, condena nuestra indiferencia, nos recuerda los juicios de Dios, nos habla de la eternidad, disipa las ilusiones del mundo, responde a los falsos pretextos del amor propio, nos proporciona los medios para resistir a nuestras pasiones desordenadas. Es un monitor discreto que nos avisa en secreto, un amigo que jamás nos engaña...»10. A la lectura se le pueden aplicar las palabras que la Escritura reserva a una buena amistad: podemos decir que cuando encontramos un buen libro hemos hallado un tesoro11. En muchos casos, una buena lectura espiritual puede ser decisiva en la vida de una persona, como lo fue en la vida de San Ignacio de Loyola y en la de tantos cristianos. Aconsejar buenos libros es también una forma excelente de apostolado, de enriquecer espiritualmente a nuestros amigos.



III. He venido a traer fuego a la tierra dice el Señor ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!12.



Para extender ese amor a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San Ignacio. Y la lectura espiritual da luces en la vida interior, propone ejemplos vivos de virtud, enciende en deseos de amor a Dios y es una gran ayuda para la oración, además de ser un excelente medio para una buena formación doctrinal. En los Santos Padres se encuentran frecuentes y concretas enseñanzas sobre la lectura espiritual. San Jerónimo, por ejemplo, aconseja que se lean cada día unos versículos de la Sagrada Escritura, y «escritos espirituales de hombres doctos, cuidando, sin embargo, de que sean autores de fe segura, porque no se puede buscar el oro en medio del fango»13. La lectura espiritual ha de hacerse con libros cuidadosamente escogidos, de modo que constituya con seguridad el alimento que necesita nuestra alma según las personales circunstancias. En estas, como en tantas otras ocasiones, la ayuda que recibimos en la dirección espiritual puede ser inestimable. En general, más que obras que intenten presentar nuevos problemas teológicos (que probablemente solo interesarán a especialistas de la ciencia teológica) hay que elegir libros que ilustren los fundamentos de la doctrina común, que expongan claramente el contenido de la fe, que nos ayuden a contemplar la vida de Jesucristo.



Para hacer con provecho la lectura espiritual a veces bastará que le dediquemos, por ejemplo, quince minutos diarios, incluyendo algunos versículos del Nuevo Testamento será necesario leer despacio, con atención y recogimiento, «parándote a considerar, rumiar, pensar y saborear las verdades que te tocan más de cerca, para grabarlas más hondamente en tu alma, y sacar de ella actos y afectos»14 que lleven a amar más a Dios. San Pedro de Alcántara solía dar un consejo parecido: la lectura «no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a ella no solo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo»15.



Ayuda mucho hacerla con continuidad, con el mismo libro, y podrá ser útil llevarlo con nosotros cuando nos ausentamos en fines de semana, viajes profesionales, etc., como hacemos con otros enseres, quizá más voluminosos y menos útiles. En determinadas épocas nos será también de gran provecho «volver a leer las obras que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas sin vida y sin valor»16.



A San Ignacio le pedimos que nos ayude desde el Cielo a sacar abundante provecho de nuestra lectura espiritual y que convierta nuestro corazón para un mayor servicio de Dios.



Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del Cielo17


30 de julio de 2015

JUEVES de la 17a semana del tiempo ordinario

Mateo 13,47-53.

Jesús dijo a la multitud: 
"El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". 
"Sí", le respondieron. 
Entonces agregó: 
"Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo". 
Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí.

JESUS SIGUE CON NOSOTROS EN EL SAGRARIO

— Dios vive en medio de nosotros.
— Presencia de Cristo en el Sagrario.
— El culto y la devoción a Jesús Sacramentado. El himno Adoro te devote.
I. A lo largo del Antiguo Testamento había revelado Dios la intención de habitar perennemente entre los hombres. La llamada Tienda de la reunión fue como el primer templo de Dios en el desierto, y allí se posaba una nube que era símbolo de la gloria de Dios y de su presencia: Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el santuario1. Esta nube era el signo de la presencia divina2.
Más tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas encontraban a Dios3; el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando iban a la casa de Dios con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables son tus moradas, // Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo4. Estar lejos del suntuario era estar privados de toda felicidad verdadera: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?5.
Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne. En el momento de la Encarnación el poder del Altísimo cubre con su sombra a Nuestra Señora6; es la expresión de la omnipotencia de Dios. Y después de descender el Espíritu Santo sobre María, la Virgen queda constituida en el nuevo Tabernáculo de Dios: el Verbo de Dioshabitó entre nosotros7. La palabra griega que emplea San Juan correspondiente ahabitar «significa etimológicamente “plantar la tienda de campaña” y, de ahí, habitar en un lugar. El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahvé mostraba su presencia en medio del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada sobre la tienda. En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que Dios habitará en medio del pueblo (cfr. p. ej. Jer 7, 3). A las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del Enmanuel o “Dios con nosotros” (Is 7, 14) se cumple plenamente en este habitar del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres»8. Desde entonces podemos decir con total exactitud que Dios vive entre nosotros. Cada día podemos estar junto a Él en una cercanía como jamás hombre alguno pudo soñar. ¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con nosotros!
II. Desde el momento de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Diosestá con nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió de allí9, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas10. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que me oyes...
El Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real, es decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una imagen; verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y toda la sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la Consagración»11; «realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica, porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva»12.
Jesús está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la Encarnación.
Desde el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto a la Sagrada Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo conscientes. Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa o parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)»13.
III. Ha sido constante la práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el Tabernáculo. Si los israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda del encuentro en el desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén, que eran figuras anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos nosotros a honrar a Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el Sagrario? En los primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar las Sagradas Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos para asistir a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los encarcelados a causa de la fe. El Sacramento del Señor era llevado con unción y fervor para que también ellos pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la presencia de Cristo llevó no solamente a visitar con frecuencia el lugar donde se reservaba, sino que originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad de la Iglesia lo ha ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos –declaraba el Concilio de Trento– tributan a este Santísimo Sacramento, al adorarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada de la Iglesia católica»14.
En el siglo xiii, Santo Tomás compuso un himno eucarístico que, de una manera fiel y piadosa, contiene la fe de la Iglesia. Nosotros podemos hacerlo nuestro en muchas ocasiones para alimentar nuestra piedad y honrar a Jesús Sacramentado: Adoro te devote latens deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte; acato con humildad y agradecimiento –deslumbrado ante el poder de Dios, pasmado por su misericordia– todo lo que nos enseña la fe. Dios mismo se entrega, inerme, en nuestras manos: ¡qué gran lección para mi soberbia! Y, con la confianza que se acrecienta al tenerle ahí, tan cerca, pedimos al Señor su gracia para someter nuestro yo a su Voluntad...
Junto al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos las fuerzas necesarias para ser fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él nos espera siempre y se alegra cuando estamos –aunque sea un tiempo corto– junto a Él. En el Sagrario Jesús espera a los hombres maltratados tantas veces por las asperezas de la vida, y los conforta con el calor de su comprensión y de su amor. Junto al Sagrario cobran diariamente su más plena actualidad aquellas palabras del Señor: Venid a Mí, todos los que andáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré15. No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los bienes que nos tiene reservados.

29 de julio de 2015

Memoria de SANTA MARTA

Juan 11,19-27.

Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. 

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. 
Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. 
Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". 
Jesús le dijo:
"Tu hermano resucitará". 
Marta le respondió: 
"Sé que resucitará en la resurrección del último día". 
Jesús le dijo: 
"Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; 
y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". 

Ella le respondió: 

"Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". 

JESUS VERDADERO DIOS VERDADERO HOMBRE

— Confianza y amor al Maestro.
— La Humanidad Santísima de Jesús.
— La amistad con el Señor nos hace fácil el camino.
I. La festividad de Santa Marta nos permite entrar una vez más en el hogar de Betania, bendecido tantas veces por la presencia de Jesús. Allí, en la familia formada por aquellos hermanos, Marta, María y Lázaro, el Señor encontraba cariño, y también descanso para su cuerpo fatigado por recorridos interminables por aldeas y ciudades. Jesús buscaba refugio entre sus amigos, especialmente cuando en los últimos días tropezaba más frecuentemente con la incomprensión y el desprecio, por parte principalmente de los fariseos. Los sentimientos del Maestro hacia los hermanos de Betania vienen expresados por San Juan en su Evangelio: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro1. ¡Eran amigos!
El Evangelio de la Misa2 nos relata la llegada de Jesús al hogar de esta familia, cuando hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Poco tiempo antes, cuando ya Lázaro estaba muy grave, las hermanas enviaron al Maestro este recado lleno de confianza:Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo3. Y Jesús, que se encontraba en Galilea, a varias jornadas de camino, cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en el mismo lugar. Después, pasados estos, dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea4. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días sepultado.
Marta, siempre atenta y activa, probablemente antes de que Jesús llegara a la casa se enteró de que se aproximaba, y salió enseguida a recibirlo. Y a pesar de que, aparentemente, el Señor no había acudido a la llamada, su confianza y su amor no han disminuido. Señor le dice Marta, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano...5. Le reprocha con suma delicadeza no haber llegado antes. Marta esperaba la curación de su hermano cuando estaba todavía enfermo. Y Jesús, con un gesto amable, quizá con una sonrisa en los labios, la sorprende: Tu hermano resucitará6. Marta acoge estas palabras como un consuelo y piensa en la resurrección definitiva, y contesta: Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día7. Estas palabras provocan una portentosa declaración de Jesús acerca de su divinidad: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre8. Y le pregunta: ¿Crees tú esto? ¿Quién podría sustraerse a la autoridad soberana de esta declaración? ¡Yo soy la Resurrección y la Vida! ¡Yo...! ¡Yo soy la razón de ser de todo cuanto existe! Jesús es la Vida, no solo la que empieza en el más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Son palabras extraordinarias que nos llenan de seguridad, que nos acercan cada vez más a Cristo, y que nos llevan a hacer nuestra la respuesta de Marta: Yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo9. El Señor, momentos después, resucitará a Lázaro.
Admiramos en Marta su fe, y querríamos imitarla en su amistad confiada con el Maestro. «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...
»-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»10.
II. Un tiempo después, estando ya cercana la Pascua, Jesús visitó de nuevo a estos amigos: fue a Betania donde vivía Lázaro, al que Jesús resucitó de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con Él11.
Marta servía... ¡Con qué amor agradecido lo haría! Allí, en su casa, estaba el Mesías, allí estaba Dios necesitado de sus atenciones. Y ella podía servirle. Dios se ha hecho Hombre para estar muy cerca de nuestras necesidades, para que aprendamos a amarle a través de su Humanidad Santísima, para que podamos ser sus amigos entrañables. No podemos dejar de considerar una y otra vez que el mismo Jesús de Nazareth, de Cafarnaún, de Betania, es el mismo que nos espera en el Sagrario más próximo, «necesitado» de nuestras atenciones. «Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario»12. Allí está Él. No podemos pasar indiferentes, no debemos dejar de visitarle cada día..., y permanecer en su compañía esos minutos de acción de gracias, después de la Comunión, sin prisas, sin inquietud. Nada hay más importante.
Enseña Santo Tomás que no hubo otro modo más conveniente para redimir a los hombres que el de su Encarnación13. Y aduce estas razones: en cuanto a la fe, porque se hacía más fácil creer, ya que Dios mismo era el que hablaba; en cuanto a la esperanza, por la prueba tan grande de su voluntad salvífica que esto representaba; en cuanto a la caridad, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos14; en cuanto a las obras, porque el mismo Dios nos iba a servir de modelo: asumiendo nuestra carne nos mostraba la importancia de la criatura humana, con su humillación curaba nuestra soberbia...
En la Humanidad Santísima de Jesús toma forma humana el amor que Dios nos tiene, abriéndose así un plano inclinado que nos lleva suavemente a Dios Padre. Por eso, la vida cristiana consiste en querer a Cristo, en imitarle, en seguirle de cerca, atraídos por su vida. La santificación no tiene su centro en la lucha contra el pecado, no es algo negativo; está centrada en Jesucristo, objeto de nuestro amor: no se trata solo de evitar el mal, sino de amar al Maestro y de imitarle a Él, que pasó haciendo el bien...15. La vida cristiana es profundamente humana: el corazón tiene un importante lugar en la obra de nuestra santidad porque Dios se ha puesto a su alcance. Y cuando se descuida la vida de piedad, la amistad personal con el Maestro, dejando que el corazón ande desparramado en las criaturas, la fuerza de la voluntad no basta para ir hacia adelante en el camino de la santidad. Por eso, hemos de esforzarnos en verle siempre cercano a nuestra vida, y servirnos de la imaginación para representarnos a Cristo vivo: el que nació en Belén, trabajó en Nazareth, tuvo amigos durante su vida mortal a los que apreciaba de verdad y a quienes acudió muchas veces porque su compañía lo confortaba.
Aprendamos de los amigos de Jesús a tratarle con inmenso respeto, porque es Dios, y con gran confianza, por ser el Amigo de siempre, que busca continuamente nuestro trato.
III. En otra ocasión, Jesús y sus discípulos se detuvieron en casa de estos amigos de Betania, antes de llegar a Jerusalén. Las dos hermanas se dispusieron a preparar todo lo necesario para dar hospitalidad al Maestro y al grupo de los que le acompañaban. Pero María, quizá al poco tiempo de llegar Jesús, se sentó a sus pies, y escuchaba su palabra16, y Marta quedó sola en el trabajo de la casa. María se despreocupa de lo mucho que aún falta por disponer y se entrega por completo a escuchar al Maestro. «La familiaridad con que se instala a sus pies, el hábito que tiene de escucharle, el hambre de oír sus palabras, demuestran que no es este un primer encuentro, sino que hay una verdadera intimidad»17. Marta no es ciertamente indiferente a las palabras de Jesús; ella también atiende, pero está más ocupada en las tareas domésticas. Sin darse cuenta, Jesús ha pasado a un segundo plano: la absorbe aquello mismo que ha de disponer para atenderle bien. Y se inquieta al sentirse sola, con más trabajo quizá del que puede realizar. Mientras, contempla a su hermana a los pies de Jesús. Quizá un tanto desasosegada, y con gran confianza, se puso delante de Jesús, precisa San Lucas, y le dijo: Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude18. ¡Qué confianza tan grande tiene con el Maestro!: Dile que me ayude...
Jesús le responde en el mismo tono familiar, como parece indicar la misma repetición del nombre: Marta, Marta le dice, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria19. María, que con toda seguridad tendría que haber estado ayudando a su hermana, no ha olvidado con todo lo esencial, lo verdaderamente necesario: tener a Cristo como centro de su atención y de su vida. No alaba el Señor toda su actitud, sino lo principal: su amor.
Ni siquiera las cosas que se refieren al Señor nos deben hacer olvidar al Señor de las cosas. Nunca olvidaría Marta esta amable reconvención de Jesús. A pesar de lo indispensable que era su trabajo, mayor aún era el esmero que debía tener por no dejar a Jesús en segundo plano.
Ni siquiera en las tareas que se refieren directamente al Señor debemos olvidar nosotros que lo principal, lo necesario, es su Persona. También en nuestra vida ordinaria debemos tener presente que asuntos que parecen primordiales, como es el trabajo, tampoco se han de anteponer a la familia misma; de poco servirían otras ayudas mejoras económicas, relaciones sociales... si la misma vida familiar se fuera deteriorando por quedar en segundo plano, excepto en casos excepcionales que pueden llevar a que, por ejemplo, sea necesario que el cabeza de familia trabaje en un lugar distante de donde reside el resto de la familia (emigrantes, marinos...). Si un padre o una madre de familia gana más dinero, pero descuida el trato con los hijos, ¿de qué servirá?
Santa Marta, que goza en el Cielo para siempre de la presencia inefable de Cristo, nos alcanzará la gracia de apreciar más la amistad con el Maestro; nos enseñará a cuidar con diligencia de las cosas del Señor, sin olvidar al Señor de las cosas; ella intercederá ante Jesús para que nosotros aprendamos a no posponer tampoco la familia a esos logros buenos que queremos alcanzar en favor de la familia misma.

28 de julio de 2015

MARTES de la 17a semana del tiempo ordinario

Mateo 13,31-35.

Jesús propuso a la gente otra parábola: 
"El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas". 
Después les dijo esta otra parábola: 

"El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa". 
Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Hablaré en parábolas, anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo. 

AMIGOS DE DIOS

— Amistad con Jesús.
— Jesucristo, ejemplo de toda amistad verdadera.
— Fomentar una amistad cordial y optimista con quienes nos relacionamos. Apostolado y amistad.
I. En la larga travesía del desierto, el pueblo de Dios instalaba, fuera del lugar donde acampaba, la llamada Tienda de la reunión o del encuentro. Se trataba de un sitio sagrado, santo, un lugar aparte. El que visitaba al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la Tienda del encuentro. Allí iba Moisés para exponer al Señor las necesidades del pueblo, y Dios hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo1.
En diversas ocasiones nos muestra la Sagrada Escritura a Dios como amigo de los hombres. También Abrahán es llamado el amigo de Dios2, y el pueblo apelaba con frecuencia a esta amistad para invocar el perdón y la protección divina. Es más, toda la revelación tiende a formar un pueblo amigo de Dios, enlazado con Él por una estrecha Alianza, que es continuamente renovada. «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía»3. Este designio divino tuvo su pleno cumplimiento cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Santa, se hizo hombre. Como la amistad supone cierta igualdad y comunidad de vida4, y la distancia entre Dios y el hombre es infinita, Dios tomó la naturaleza humana, y el hombre se hizo partícipe de la divinidad mediante la gracia santificante5.
«El amigo es amigo para el amigo», la amistad exige benevolencia mutua. Primero nos amó Dios, y así pudimos corresponder; nosotros le amamos porque Él nos amó primero6. El hombre manifiesta su correspondencia aceptando este amor de Dios, abriéndole su alma, dejándose amar, expresando en obras su amor.
La esencia de la amistad entre Dios y los hombres se fundamenta en la naturaleza de la caridad, que es sobrenatural y se derrama en nuestros corazones7 para que podamos amar a Dios con el mismo amor con el que Él nos ama. Jesús nos dice: Como el Padre me amó a Mí, Yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor8. Y dirigiéndose al Padre: el amor con que Tú me has amado esté en ellos, y Yo en ellos9. La seguridad de que Dios nos ama es la raíz de la alegría y gozo del cristiano: Vosotros sois mis amigos...10. ¡Qué inmensa alegría podernos llamar amigos de Dios!
A lo largo de su vida terrena, Nuestro Señor estuvo siempre abierto a una amistad sincera con quienes se le acercaban; es más, en muchas ocasiones fue Él quien tomó la iniciativa para atraerse a todos a Sí: con Zaqueo, con la mujer samaritana..., con todos. Era amigo de sus discípulos, que son conscientes de este particular aprecio. Cuando no entendían algo, se acercaban a Él con confianza, como nos muestra el Evangelio de la Misa de hoy11explícanos la parábola, le piden con toda naturalidad. Y el Señor les toma aparte y les desvela el contenido de sus enseñanzas de una manera más íntima. También participaban de sus alegrías y de sus preocupaciones; y recibían aliento y ánimo cuando lo necesitaban.
Del mismo modo, el Señor nos ofrece ahora su amistad desde el Sagrario. Allí nos consuela, nos anima, nos perdona. En el Sagrario, como en aquella Tienda del encuentro, habla el Señor con todos, cara a cara, como un hombre habla con su amigo. Con la gran diferencia de que aquí, en nuestros templos, está Dios hecho Hombre: Jesús, el mismo que nació de Santa María, el que murió por nosotros en una cruz.
II. A Jesús le gustaba conversar con quienes acudían a Él o con quienes encontraba en el camino. Aprovechaba estas ocasiones para llegar al fondo del alma y levantar el corazón hasta un plano más alto, muchas veces –cuando sus interlocutores estaban bien dispuestos– hasta la conversión y la entrega plena. También quiere hablar con nosotros en la intimidad de la oración. Y para eso debemos estar abiertos al diálogo, a la amistad sincera. «Él mismo nos ha cambiado de siervos en amigos, como claramente lo dijo:vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os he mandado (Jn 15, 14). Nos ha dejado el modelo que debemos imitar. Por tanto, hemos de compartir la voluntad del amigo, revelarle confidencialmente lo que tenemos en el alma y no ignorar nada de cuanto Él lleva en su corazón. Abrámosle nuestra alma, y Él nos abrirá la suya. En efecto, el Señor declara: os he llamado mis amigos porque os he comunicado todo lo que he oído a mi Padre (Jn15, 14). El verdadero amigo, pues, no oculta nada al amigo; le descubre todo su ánimo, así como Jesús derramaba en el corazón de los Apóstoles los misterios del Padre»12.
Los cristianos podemos ser hombres y mujeres con más capacidad de amistad, porque el trato habitual con Jesucristo nos dispone a salir de nuestro egoísmo, de la preocupación excesiva por los problemas personales, y así estar abiertos a quienes frecuentan nuestro trato, aunque sean de diferente edad, aficiones, cultura o posición. La amistad, con todo, no nace de un simple encuentro ocasional, ni de la mutua necesidad de ayuda. Ni siquiera la camaradería, el trabajo en común o la misma convivencia llevan necesariamente a la amistad. No son amigas dos personas que se encuentran todos los días en la misma escalera, en el transporte público o en la oficina. Ni la mutua simpatía es, por sí misma, amistad.
Afirma Santo Tomás13 que no todo amor indica amistad, sino el amor que entraña benevolencia, es decir, cuando apreciamos a alguien de tal manera que deseamos para él el bien. Existe más posibilidad de amistad cuanto más grande es la ocasión de difundir el bien que se posee: «solo son verdaderos amigos aquellos que tienen algo que dar y, al mismo tiempo, la humildad suficiente para recibir. Por eso es más propia de los hombres virtuosos. El vicio compartido no produce amistad sino complicidad, que no es lo mismo. Nunca podrá ser legitimado el mal con una pretendida amistad»14; el mal, el pecado, no une jamás en la amistad y en el amor.
Nosotros, los cristianos, podemos dar a nuestros amigos comprensión, tiempo, ánimo y aliento en las dificultades, optimismo y alegría, muchos detalles de servicio..., pero, sobre todo, podemos y debemos darles el bien más grande que poseemos: Cristo mismo, el Amigo por excelencia. Por eso la amistad verdadera lleva al apostolado, en el que comunicamos los bienes inmensos de la fe.
III. ...Y conversaba con Moisés, cara a cara, como habla un hombre con su amigo. Quien vive en amistad con Dios entenderá con más facilidad el valor de la amistad en sí misma y, sin instrumentalizarla, será cauce de un apostolado fecundo, como exigencia que le es natural, que pide comunicar al amigo los bienes propios.
Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable15. Por eso mismo la amistad necesita ser protegida y defendida contra el paso del tiempo, que lleva al olvido, al distanciamiento; contra la envidia, que es frecuentemente lo que más corrompe la amistad16. Ojalá podamos decir como aquel hombre, que terminaba así unos apuntes autobiográficos: «De algo puedo ufanarme: no creo haber perdido jamás un amigo».
Al amigo se le pide que sea fiel, que se mantenga firme en las dificultades, que resista la prueba del tiempo y de las contradicciones, que salga en defensa de su amigo en cualquier situación que se presente: «ser fieles a la amistad verdadera –aconsejaba San Ambrosio–, porque nada hay más hermoso en las relaciones humanas. Ciertamente consuela mucho en esta vida tener un amigo a quien abrir el corazón, desvelar la propia intimidad y manifestar las penas del alma; alivia mucho tener un amigo fiel que se alegre contigo en la prosperidad, comparta tu dolor en la adversidad y te sostenga en los momentos difíciles»17.
Fomentemos la amistad cordial y sincera, optimista, con quienes nos relacionamos todos los días: con los vecinos, con los compañeros de trabajo o de estudio, con esas personas de las que recibimos o a quienes prestamos cada día un servicio exigido por el quehacer profesional o voluntario... Seamos amigos de modo particular de nuestro Ángel Custodio. «Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana»18. El Ángel Custodio no se aleja por nuestros caprichos y defectos; sabe las flaquezas y miserias, y tal vez por eso nos ame más19.
Pero, sobre toda amistad, debemos hacer fuerte y piadosa la amistad «con el Gran Amigo, que nunca traiciona»20. A Él lo encontramos con suma facilidad; está siempre dispuesto a recibirnos, a permanecer con nosotros el tiempo que deseemos. «Id a cualquier parte del mundo donde queráis, cambiad de casa cuantas veces lo deseéis, en la iglesia católica más próxima vuestro Amigo está siempre esperándoos, día tras día»21. Allí le podemos hablar cara a cara, como un hombre habla con su Amigo; nos espera siempre y desea que vayamos a verle... y a oírle. En Él aprendemos de verdad a ser amigos de nuestros amigos, a estar siempre prontos y abiertos a toda amistad sincera, que será camino natural por el que Cristo, nuestro Amigo, llegue hasta lo más profundo de sus almas.

27 de julio de 2015

LUNES de la 17a semana del tiempo ordinario

Mateo 13,31-35.

Jesús propuso a la gente otra parábola: 
"El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo.  En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas". 
Después les dijo esta otra parábola: 

"El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa". 
Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Hablaré en parábolas, anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo. 

LA LEVADURA EN LA MASA


— Los cristianos, como la levadura en la masa, están llamados a transformar el mundo desde dentro de él.
— Ejemplaridad.
— Unión con Cristo para ser apóstoles.
I. Nos enseña el Señor en el Evangelio de la Misa1 que el Reino de Dios es semejante a la levadura que tomó una mujer y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo. Aquellas gentes que escuchaban las palabras del Señor conocían bien y estaban familiarizadas con este fenómeno, pues lo habían visto muchas veces en los hornos familiares. Un poco de aquella levadura guardada desde el día anterior podía transformar una buena masa de harina y convertirla en una gran hogaza de pan.
En esta semejanza que nos pone el Señor hemos de considerar en primer lugar lo poco que es la levadura en relación a la masa que debe transformar. Siendo tan poca cosa, su poder es muy grande. Esto nos permite ser audaces en el apostolado, porque la fuerza del fermento cristiano no es simplemente humana: es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. También el Señor cuenta con nuestras poquedades y flaquezas. «¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore, convirtiéndose en alimento comestible y sano.
»Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base, sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.
»Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta.
»Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente que pasa inadvertida»2. Sin ese poco de levadura, la masa se habría quedado en algo inútil, incomestible, inservible. Nosotros, en la vida corriente de cada día, podemos ser causa de luz o de oscuridad, de alegría o de tristeza, fuente de paz o de inquietud, peso muerto que retrase el caminar de los demás o fermento que transforma la masa. Nuestro paso por la tierra no es indiferente, acercamos a los demás a Cristo, los enriquecemos o los separamos de Él.
Nos envía el Señor para proclamar su mensaje por todas partes, para llevarle, uno a uno, a quienes no le conocen, como hicieron los primeros cristianos con sus amigos, con sus familias, con los colegas y vecinos. Para esto no necesitamos hacer cosas extrañas y sorprendentes, pues «al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?
»Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones»3.
¿Somos levadura en la familia, en el ambiente de trabajo o de estudio? ¿Manifestamos con nuestra alegría que Cristo vive?
II. Además, hemos de considerar que la levadura solo actúa cuando está en contacto con la masa. Y así, sin distinguirse de ella, desde dentro, la transforma: «la mujer no solo puso la levadura, sino que además la escondió entre la masa. Del mismo modo tenéis que hacer vosotros cuando estéis mezclados, identificados con la gente..., como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad»4. Solo estando en la entraña del mundo, en medio de toda profesión y oficio, podremos llevar de nuevo la creación a Dios. Y a esto hemos sido llamados por vocación divina.
Los primeros cristianos, que eran verdadero fermento en un mundo descompuesto, lograron que la fe penetrara en poco tiempo en las familias, en el senado, en la milicia y hasta en el palacio imperial: «somos de ayer y llenamos el mundo y todo lo vuestro, casas, ciudades, islas, municipios, asambleas y hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los palacios, el senado, el foro»5.
Sin excentricidades, como fieles corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de cerca a Cristo. Nos han de conocer como personas leales, sinceras, alegres, trabajadoras; nos hemos de comportar ejemplarmente en la vida familiar y social: cumpliendo con rectitud nuestros deberes y actuando serenamente, como hijos de Dios. Nuestra vida, con sus flaquezas, debe ser una señal que les lleve a Cristo. «Por este camino se llega a Dios», deben pensar al ver nuestra vida coherente con la fe que profesamos.
Las normas corrientes de la convivencia, por ejemplo, pueden ser, para muchos, el comienzo de un acercamiento a Dios. Con frecuencia, estas normas se quedan en algo externo y solo se practican porque hacen más fácil el trato social, por costumbre... Para los cristianos deben ser también fruto de una verdadera caridad, manifestaciones de una actitud interior de sincero interés por los demás. Han de ser el reflejo exterior de una íntima unión con Dios.
La templanza del cristiano es una de las manifestaciones más convincentes y más atractivas de la vida cristiana. Dondequiera que estemos hemos de esforzarnos en dar siempre ese ejemplo, que se desprenderá con sencillez de nuestro comportamiento; con frecuencia esa actitud ha sido para muchos el comienzo de un verdadero encuentro con Dios. Esa templanza debe notarse a la hora de la comida y de la bebida, en el modo como evitamos gastos superfluos o inútiles, a la hora del descanso y de la sana diversión... «Cristo nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro deber de levadura (...). Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos»6.
En ese clima de ejemplaridad, de alegría serena, de ayudas quizá pequeñas pero frecuentes, de trabajo bien hecho, nos será más fácil llevar al Señor a quienes conviven o trabajan con nosotros. De modo especial en ese apostolado de la Confesión, tan urgente en este tiempo, que la Iglesia nos invita a llevar a cabo. «Toda solicitud y todo trabajo son poco en comparación con el interés de una sola alma. El que devuelve una oveja errante al redil se ha asegurado un abogado poderoso ante Dios»7. Muchos «abogados poderosos» debemos ganar a través de un apostolado paciente y constante.
III. Para vibrar, para ser fermento, es necesaria la unión con Cristo. No podemos perder esa fuerza interior que nos impulsa al apostolado y que nace de nuestro amor al Señor. Sin esa unión, todo el trabajo y todo el esfuerzo se convertirían en agitación estéril. Siempre ha habido quienes se imaginan –no sin presunción– que van a transformar el mundo con sus fuerzas; pero pronto, en su misma vida y en la de los demás, ven la inconsistencia de sus propósitos. Se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: sin Mí no podéis hacer nada8.
«Si la levadura no fermenta, se pudre. Puede desaparecer reavivando la masa, pero puede también desaparecer porque se pierde, en un monumento a la ineficacia y al egoísmo»9. El cristiano «se pudre» cuando deja entrar la tibieza en su alma, que da lugar a una falta de prontitud en la entrega, un cansancio ante las cosas de Dios incluso antes de acometerlas, cuando piensa en «sus cosas», no en las de Dios. Por el contrario, cumple su misión de levadura cuando procura que su fe amorosa se manifieste en obras. El amor a Cristo es el origen de todo apostolado, lo que permite al cristiano ser levadura. De aquí la necesidad urgente de alimentar ese amor continuamente mediante una oración personal, sin anonimato, y la recepción frecuente, y sin rutina, de los sacramentos. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”»10.
Podemos medir nuestro amor a Dios por el empeño que ponemos en influir como cristianos en el trabajo, en la familia, en el ambiente.
Para ser audaces en nuestra vida ordinaria hemos de mirar a Nuestra Señora, porque «el modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo singularísimo a la obra del Salvador»11.