"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2020

LOS PROTOMARTIRES



— Ejemplares en medio del mundo.
— Actitud ante las contradicciones.
— Apostolado en toda circunstancia.

I. La fe cristiana llegó muy pronto a Roma, centro en aquellos momentos del mundo civilizado; quizá los primeros cristianos de la capital del Imperio fueron judíos conversos que habían conocido la fe en el mismo Jerusalén o en otras ciudades del Asia Menor evangelizadas por San Pablo. La fe se transmitía de amigo a amigo, entre colegas que tenían la misma profesión, entre los parientes... La llegada de San Pedro, hacia el año 43, significó el fortalecimiento definitivo de la pequeña comunidad romana. A través de Roma, la religión se difundió a muchos lugares del Imperio. La paz interior que se gozaba entonces, la mejora de las comunicaciones, que facilitaba los viajes y la rápida transmisión de ideas y noticias, favoreció la extensión del Cristianismo. Las calzadas romanas, que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta los más remotos confines del Imperio, y las naves comerciales que cruzaban regularmente las aguas del Mediterráneo fueron vehículos de difusión de la novedad cristiana por toda la extensión del mundo romano1.

Es difícil describir el proceso de cada persona que se convertía al Cristianismo en aquella Roma del siglo i, como lo sigue siendo ahora, pues cada conversión es siempre un milagro de la gracia y de la correspondencia personal. Influencia decisiva fue sin duda la ejemplaridad cristiana –el bonus odor Cristi2–, que se reflejaba en el modo de trabajar, en la alegría, en la caridad y en la comprensión con todos, en la austeridad de vida y en la simpatía humana... Son hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, tratan de vivir plenamente su fe. Abarcan todos los estratos de la sociedad: «joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro, centurión, como Cornelio, otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»3.

De la caridad y de la hospitalidad de los cristianos romanos nos han dejado un precioso testimonio los Hechos de los Apóstoles, al relatar la acogida que hicieron a Pablo cuando este llegó prisionero a Roma. Los hermanos -dice San Lucas-, al enterarse de nuestra llegada, vinieron desde allí a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimos4. Pablo se sintió confortado por estas muestras de caridad fraterna.

Los primeros cristianos no abandonaban sus quehaceres profesionales o sociales (esto lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de dos siglos), y se consideraban parte constituyente de ese mundo, del que se sentían sal y luz, con sus vidas y con sus palabras: «lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»5, resumía un escritor de los primeros tiempos.

Nosotros podemos examinar hoy si, como aquellos primeros, somos también ejemplares, hasta tal punto que de hecho movamos a otros a acercarse más a Cristo: en la sobriedad, en los gastos, en la alegría, en el trabajo bien hecho, en el cumplimiento fiel de la palabra dada, en el modo de vivir la justicia con la empresa, con los subordinados y compañeros, en el ejercicio de las obras de misericordia, en que nunca hablamos mal de nadie...

II. Los primeros cristianos encontraron, en ocasiones, graves obstáculos e incomprensiones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte por defender su fe en el Maestro. Hoy celebramos el testimonio de los primeros mártires romanos, ocurrida a raíz del incendio de Roma del año 646. Esta catástrofe desencadenó la primera gran persecución. A San Pedro y San Pablo, cuya fiesta celebramos ayer, «se les agregó una gran multitud de elegidos que, padeciendo muchos suplicios y tormentos por envidia, fueron el mejor modelo entre nosotros»7, leemos en un testimonio vivo de los primeros escritos cristianos.

Los obstáculos e incomprensiones con que se encontraban quienes se convertían a la fe no siempre les llevaron al martirio, pero con frecuencia experimentaron en sus vidas las palabras del Espíritu Santo que recoge la Escritura: Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución8. A veces, esas actitudes enfrentadas de los paganos contra los seguidores de Jesús provenían de que aquellos no podían soportar la lozanía y resplandor de la vida cristiana. Otras veces, quienes habían recibido la fe tenían el deber de abstenerse de las manifestaciones religiosas tradicionales, estrechamente ligadas a la vida pública, y consideradas incluso como exponentes de fidelidad cívica a Roma y al emperador. En consecuencia, los paganos que abrazaban el Cristianismo se exponían a sufrir incomprensiones y calumnias «por no ser como los demás».

Es más que probable que el Señor no nos pida derramar la sangre por confesar la fe cristiana; aunque, si esto lo permitiera Dios, le pediríamos su gracia para dar la vida en testimonio de nuestro amor a Él. Pero sí encontraremos, de una forma u otra, la contrariedad en formas muy diferentes, pues «estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios (...). Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo»9.

Las calumnias, el ver quizá que se nos cierran puertas en lo profesional, amigos o compañeros que vuelven la espalda, palabras despectivas o irónicas..., si el Señor permite que lleguen, nos han de servir para vivir la caridad de modo más heroico con aquellos mismos que no nos aprecian, quizá por ignorancia. Actitud siempre compatible con la defensa justa, cuando sea necesaria, sobre todo cuando se han de evitar escándalos o daños a terceros. Estas situaciones nos ayudarán mucho a purificar los propios pecados y faltas y a reparar por los ajenos, y, en definitiva, a crecer en las virtudes y en el amor al Señor. Dios quiere a veces limpiarnos como se limpia al oro en el crisol. «El fuego limpia el oro de su escoria, haciéndolo más auténtico y más preciado. Lo mismo hace Dios con el siervo bueno que espera y se mantiene constante en medio de la tribulación»10.

Si nos llegan contrariedades y molestias por seguir de cerca a Jesús, hemos de estar especialmente alegres y dar gracias al Señor, que nos hace dignos de padecer algo por Él, como hicieron los Apóstoles. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del nombre de Jesús11. Los Apóstoles recordarían sin duda las palabras del Maestro, como las meditamos nosotros en esta fiesta de los santos mártires romanos de la primera generación: Bienaventurados seréis cuando os injurien y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron12.

III. A pesar de las calumnias burdas, de las infamias, de las persecuciones abiertas, nuestros primeros hermanos en la fe no dejaron de hacer un proselitismo eficaz, dando a conocer a Cristo, el tesoro que ellos habían tenido la suerte de encontrar. Es más, su comportamiento sereno y alegre ante la contradicción, y ante la misma muerte, fue la causa de que muchos encontraran al Maestro.

La sangre de los mártires fue semilla de cristianos13. La misma comunidad romana, después de tantos hombres, mujeres y niños como dieron su vida en esta gran persecución, siguió adelante más fortalecida. Años más tarde escribía Tertuliano: «Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros solo hemos dejado los templos...»14.

En nuestro propio ámbito, en las actuales circunstancias, si sufrimos alguna contradicción, quizá pequeña, por permanecer firmes en la fe, hemos de entender que de aquello resultará un gran bien para todos. Es entonces, con serenidad, cuando más hemos de hablar de la maravilla de la fe, del inmenso don de los sacramentos, de la belleza y de los frutos de la santa pureza bien vivida. Hemos de entender que hemos elegido «la parte ganadora» en este combate de la vida, y también en la otra que nos espera un poco más adelante. Nada es comparable a estar cerca de Cristo. Aunque no tuviéramos nada, y nos llegaran las enfermedades más dolorosas o las calumnias más viles, teniendo a Jesús lo tenemos todo. Y esto se ha de notar hasta en el porte externo, en el sentido y en la conciencia de ser en todo momento, también en esas circunstancias, la sal de la tierra y la luz del mundo, como nos dijo el Maestro.

San Justino, refiriéndose a los filósofos de su tiempo, afirmaba con verdad que «cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para participar de nuestros sufrimientos y curarnos»15.

Con la liturgia de la Misa, pedimos hoy: Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria16 en este mundo nuestro que hemos de llevar hasta Ti.

29 de junio de 2020

SAN PABLO APOSTOL



— El Señor elige a los suyos.
— Llamada de Dios y vocación apostólica.
— El apostolado, una tarea sacrificada y alegre
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I. ¿Qué he de hacer, Señor?1, preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesús: Levántate, entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer. El perseguidor, transformado por la gracia, recibirá la instrucción cristiana y el Bautismo por medio de un hombre –Ananías–, según las vías ordinarias de la Providencia. Y enseguida, teniendo a Cristo como lo verdaderamente importante de su vida, se dedicará con todas sus fuerzas a dar a conocer la Buena Nueva, sin que le importen los peligros, las tribulaciones y sufrimientos y los aparentes fracasos. Sabe que es el instrumento elegido para llevar el Evangelio a muchas gentes: Aquel que me escogió desde el seno materno y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles...2, leemos en la Segunda lectura de la Misa.

San Agustín afirma que el celo apasionado anterior a su encuentro con Cristo era como una selva impracticable que, siendo un gran obstáculo, era sin embargo el indicio de la fecundidad del suelo. Luego, el Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron incontables3. Lo que sucedió con Pablo puede ocurrir con cada hombre, aunque hayan sido muy graves sus faltas. Es la acción misteriosa de la gracia, que no cambia la naturaleza sino que la sana y purifica, y luego la eleva y la perfecciona.

San Pablo está convencido de que Dios contaba con él desde el mismo momento de su concepción, desde el seno materno, repite en diversas ocasiones. En la Sagrada Escritura encontramos cómo Dios elige a sus enviados incluso antes de nacer4; se pone así de manifiesto que la iniciativa es de Dios y antecede a cualquier mérito personal. El Apóstol lo señala expresamente: Nos eligió antes de la constitución del mundo5, declara a los primeros cristianos de Éfeso. Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio6, concreta aún más a Timoteo.

La vocación es un don divino que Dios ha preparado desde la eternidad. Por eso, cuando el Señor se le manifestó en Damasco, Pablo no pidió consejo «a la carne y a la sangre», no consultó a ningún hombre, porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había llamado. No atendió a los consejos de la prudencia carnal, sino que fue plenamente generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, también dejaron las redes al instante7 y, relictis omnibus, abandonadas todas las cosas8, se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los cristianos, sigue ahora al Señor con toda prontitud.

Todos nosotros hemos recibido, de diversos modos, una llamada concreta para servir al Señor. Y a lo largo de la vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en nuestras propias circunstancias, y es preciso ser generosos con el Señor en cada nuevo encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la oración, como San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por Ti?, ¿en qué deseas que mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer por Ti?

II. Dios llamó a San Pablo con signos muy extraordinarios, pero el efecto que produjo en él es el mismo que ocasiona la llamada específica que Dios hace a muchos para que le sigan en medio de sus tareas seculares. A todos los cristianos llama el Señor a la santidad y al apostolado; se trata de una vocación exigente, en muchos casos heroica, pues el Señor no quiere seguidores tibios, discípulos de segunda fila. Pero a algunos, permaneciendo en sus propios quehaceres del mundo, Cristo les llama a una particular entrega para extender su reinado entre todos los hombres. Y cada uno, respondiendo a la vocación específica a la que ha sido llamado, si quiere ser discípulo del Maestro, ha de tener un sentido apostólico de la vida que le llevará a no dejar ninguna oportunidad de acercar a otros a Cristo, que es, a la vez, llevarlos a la alegría, a la paz, a la plenitud.

El apostolado fue en Pablo, y lo es en cada cristiano que vive su vocación, parte de su vida o, mejor, su vida misma; el trabajo se convierte en apostolado, en deseos de dar a conocer a Cristo, y lo mismo el dolor o el tiempo de descanso..., y a la vez este celo apostólico es el alimento imprescindible del trato con Jesucristo. Conocer al Señor con intimidad lleva forzosamente a comunicar este hallazgo: es la «señal cierta de tu entregamiento»9. Cuando seguir a Cristo es una realidad, llega «la necesidad de expandirse, de hacer, de dar, de hablar, de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (...). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se siente la urgencia de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos»10. ¡Ay de mí si no evangelizara!11, exclama el Apóstol.

Cuando llevamos la Buena Nueva a otros estamos cumpliendo el mandato que Cristo nos ha dado: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura12. Además, la vida interior queda enriquecida, como la planta que recibe el agua necesaria en el momento oportuno. San Pablo nos da hoy ejemplo y nos ayuda a hacer examen de ese interés vivo que tenemos para acercar a los demás un poco más a Dios. Identificado con Cristo –el descubrimiento supremo de su vida–, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en redención por muchos13, el Apóstol se hace siervo de todos para ganar a los más que pueda. Con los judíos -les dice a los de Corinto- me hice judío, para ganar a los judíos... Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos14.

Hoy nosotros le pedimos un corazón grande como el suyo, para pasar por encima de las pequeñas humillaciones o de los aparentes fracasos que todo apostolado lleva consigo. Y le decimos a Jesús que estamos dispuestos a convivir con todos, a ofrecer a todos la posibilidad de conocer a Cristo, sin tener demasiado en cuenta los sacrificios y molestias que nos pueda acarrear.

III. San Pablo exhorta a Timoteo y a todos nosotros a hablar de Dios opportune et importune15, con ocasión y sin ella; es decir, también cuando las circunstancias sean adversas. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos16. Parece como si el Apóstol estuviera presente en nuestros tiempos. Pero tú -señala a Timoteo, y en él a cada cristiano- sé sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio17. Los sacerdotes lo harán principalmente con la predicación de la palabra de Dios, con el ejemplo personal, con su caridad, con los consejos en el sacramento de la Penitencia. Los seglares –la inmensa mayoría del Pueblo de Dios–, ordinariamente a través de la amistad, con el consejo amable, con la conversación a solas con el amigo que parece que se aleja del Señor o con el que nunca estuvo cerca de Él... Y esto a la salida de la Facultad o del trabajo, en el mismo lugar donde se pasa el verano... Los padres con los hijos..., aprovechando el mejor momento o creando la ocasión...

Juan Pablo II alentaba a los jóvenes –y todo cristiano que tiene a Cristo permanece siempre joven en su corazón– a un apostolado vivo, directo y alegre: «Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, limpia y alegre. Sed siempre jóvenes cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada de Él. Anunciad a todos con vuestra vida que solo Cristo es la verdadera salvación de la humanidad»18.

Hemos de pedir hoy a San Pablo saber convertir en oportuna cualquier situación que se nos presente. Incluso «quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad»19, con la sinceridad que expresa un alma que ha constituido a Cristo como eje sobre el cual se organizan todos los demás asuntos de su vida. Hasta los niños –¡qué buenos instrumentos del Espíritu Santo pueden ser!– tienen su propia actividad apostólica, según señala el Concilio Vaticano II, pues «según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros»20.

Es sorprendente, dichosamente sorprendente, la infatigable labor apostólica del Apóstol. Y quien verdaderamente ama a Cristo sentirá la necesidad de darlo a conocer, pues –como dice Santo Tomás de Aquino– lo que admiran mucho los hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la boca21.

Pidamos a Nuestra Señora –Regina Apostolorum– que cada vez comprendamos mejor que el apostolado es una tarea alegre, aunque sea sacrificada, y la gran responsabilidad que tenemos respecto a todos los hombres, y particularmente con los que cada día nos relacionamos.

28 de junio de 2020

HOMILIA DEL PRELADO DEL OPUS DEI EN LA FIESTA DE SAN JOSEMARIA


Hoy, en la fiesta litúrgica de san Josemaría, aquí junto a sus restos mortales, en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, acudimos a su intercesión por todos los que están sufriendo las consecuencias del coronavirus, sobre todo por los difuntos y sus familias. Ahora, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia los países en que sigue más presente la pandemia. La comunión de los santos nos lleva a hacer propio lo que afecta a los demás, porque “si un miembro sufre, todos sufren con él”. “En esta barca estamos todos”, dijo el Papa Francisco. Estamos “llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente"[1].

Las lecturas de la Misa de hoy nos recuerdan tres realidades, que san Josemaría llevaba muy en el corazón: la Eucaristía, el omnia in bonum (¡todo es para bien!) y el sentido de misión.

“El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Estas palabras, que leeremos en la antífona de comunión, resumen el caminar terreno de Jesús, que estuvo marcado por la entrega a los demás. “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia” (1 P 2,24). Y este sacrificio se vuelve a hacer presente en la santa Misa, donde Cristo se nos entrega totalmente. Él mismo se ofrece como alimento que nos sostiene, nos llena de su misericordia y de su amor, como lo hizo en el Calvario.

Durante los meses de confinamiento, estamos aprendiendo a valorar más la participación en el Sacrificio eucarístico. Muchas familias, en medio de esta difícil situación, la primera cosa que hacían cada día era seguir por televisión la santa Misa. De ese momento sacaban las fuerzas necesarias para afrontar la jornada y, a la vez, aumentaban su deseo de recibir al Señor sacramentalmente.

SABERNOS HIJAS E HIJOS DE UN DIOS NOS HA DE DAR UNA PROFUNDA ALEGRÍA
En estas circunstancias difíciles del mundo, de este mundo del que somos y al que amamos como creación de Dios, nos llenan de consuelo estas palabras que hemos leído en la segunda lectura y que san Josemaría meditó tantas veces: “Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rm 8,15). Sabernos hijas e hijos de un Dios que todo lo sabe y todo lo puede nos ha de dar una profunda alegría que es fruto del Espíritu Santo.

Esto no significa que no encontremos dificultades y sufrimiento. San Pablo termina así el texto que acabamos de leer: somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él” (Rm 8,17). Estas palabras nos ayudan a entender el sentido del dolor. Cuando algo nos hace sufrir, podemos unirnos al sacrificio de Jesús en la Cruz, con la esperanza puesta en la resurrección. Porque “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”[2].

La fe nos da la seguridad de que todo es para bien: Omnia in bonum!, le gustaba repetir a san Josemaría con palabras de san Pablo (cfr. Rm 8, 28). Sí, todo es para bien, aunque a veces cueste entender el bien que puede traer una situación como la que estamos atravesando. Pero lo cierto es que, en este tiempo, hemos presenciado innumerables muestras de generosidad, de creatividad, de iniciativa y el trabajo abnegado de tantas personas, llegando incluso a arriesgar su propia vida: personal sanitario, fuerzas de seguridad, sacerdotes, voluntarios… También hemos conocido historias de padres y madres desviviéndose por sacar adelante cada hogar durante el confinamiento. Estos ejemplos de entrega nos han llevado a estar más unidos, a ser más conscientes de que necesitamos de los demás y que los demás nos necesitan.

En el Evangelio de hoy, leemos esta invitación de Jesús a Simón Pedro, que le impulsa a la misión: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar” (Lc 5,4). Estas mismas palabras nos las dirige también hoy a cada uno de nosotros: dejar a un lado la propia comodidad para salir al encuentro de los demás y transmitir la alegría del Evangelio, la alegría de una vida junto a Jesús, que ha dado su vida por amor a cada uno de nosotros.

Para lanzarse mar adentro, hace falta audacia, deseos de cambiar el mundo. Pero, por encima de todo, es necesario tener un corazón enamorado, dejar que Cristo sea el centro de nuestra vida, de modo que Él sea “el único motor de todas nuestras actividades”[3].

Después de la invitación de Jesús a remar mar adentro, leemos: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red” (Lc 5,6). Tampoco la eficacia sobrenatural de nuestro trabajo depende de nuestras cualidades, sino de dejar obrar al Señor. “Cuando nos ponemos con generosidad a su servicio –explica el Papa Francisco–, Él obra grandes cosas en nosotros. Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide que lo acojamos en la barca de nuestra vida, para recomenzar con él a surcar un nuevo mar, que se revela cuajado de sorpresas”[4]. Este fue el ideal que inspiró la vida de san Josemaría. Sentía que “la Obra ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado”[5]. Ojalá nosotros sepamos también lanzarnos con esa misma confianza a todo lo que el Señor nos pida.

NOS UNIMOS CON CARIÑO Y ORACIÓN A TODO EL SUFRIMIENTO DEL MUNDO
Los que participamos en esta Santa Misa –de modo presencial o a través de la red– nos unimos con cariño y oración a todo el sufrimiento del mundo, y nos encomendamos a los difuntos para que desde el Cielo –con san Josemaría, en el día de su fiesta- intercedan por todos nosotros.

Acudamos muy especialmente a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, Consuelo de los afligidos, nos ayudará a ver, con los ojos de la fe, el amor de su Hijo en las dificultades que estamos atravesando. Ella, Estrella de la mañana, nos guiará por ese camino de amor y confianza en Dios.

(En italiano)
Mi rivolgo adesso a coloro che, in condizioni normali, avrebbero partecipato a questa celebrazione nella Basilica di Sant’Eugenio. Anche se in Italia abbiamo già superato il momento più critico della pandemia, in altre parti del mondo continua l’isolamento, richiesto dagli effetti del coronavirus. Uniamoci ora nell’orazione per questi paesi, e nello stesso tempo preghiamo per tutti coloro che ci hanno lasciato nei mesi scorsi e per le loro famiglie.

DA OGNI CONTRARIETÀ, DIO RICAVA UN BENE
È difficile capire perché Dio ha permesso questa situazione. San Paolo scrive che “tutto concorre al bene di coloro che amano Dio”, e san Josemaría lo riassumeva a modo di giaculatoria: Omnia in bonum! Tutto è per il bene! Da ogni contrarietà, Dio ricava un bene, come, probabilmente, abbiamo visto anche noi, in qualche modo, in questi mesi.

Nella festa di san Josemaría, accanto ai suoi resti mortali, possiamo ricorrere alla sua intercessione affinché ci aiuti a restare sempre molto uniti tra di noi e con tutti coloro che soffrono. Sosteniamoci gli uni gli altri per mezzo dell’orazione, dell’affetto, del servizio disinteressato. Come diceva il Papa Francesco durante il momento straordinario di preghiera per la pandemia, siamo “tutti chiamati a remare insieme, tutti bisognosi di confortarci a vicenda. Su questa barca… ci siamo tutti”. Non dimentichiamoci di pregare per il Santo Padre e per il suo ministero nella Chiesa.

Così sia.

Hoy domingo 28 de Junio en La Paz falleció el padre Marcelo Rojo Vicario del Opus Dei en Bolivia desde Enero de 2015. Era Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma se ordenó en 2005. Experto en pedagogía trabajo en el campo de la Educación en el colegio Los Arroyos y de capellán y profesor de Antropología en la Universidad Austral .
El padre Marcelo estuvo Santa Cruz impulsando y alentando la labor del Opus Dei en nuestra ciudad, fue el que empujo la nueva construcción del nuevo centro Sutó y de muchas otras iniciativas de la Obra en Bolivia.


El padre Marcelo Rojo concelebrando la Santa Misa 
con el prelado del Opus Dei Fernando Ocariz y con el Padre Victor.





AMOR A DIOS

— Dios es quien únicamente merece ser amado
— No hay tasa ni medida en el amor a Dios.
— Manifestaciones del amor a Dios.

I. Jesús nos enseña en incontables ocasiones que Dios ha de ser nuestro principal amor; a las criaturas debemos amarlas de modo secundario y subordinado. En el Evangelio de la Misa1 nos advierte, con palabras que no dejan lugar a dudas: Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí. Y aún más: Quien ame su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará.

Dios es únicamente quien merece ser amado de un modo absoluto y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida en que es amado por Dios. El Señor nos enseña el auténtico amor y nos pide que amemos a la familia y al prójimo, pero ni aun estos amores debemos anteponerlos al amor de Dios, que ha de ocupar siempre el primer lugar. Amando a Dios se enriquecen, crecen y se purifican los demás amores de la tierra, se ensancha el corazón y se hace verdaderamente capaz de querer, superando las barreras y reservas del egoísmo, presente siempre en cada criatura. Los amores limpios de esta vida se elevan y ennoblecen aún más cuando se ama a Dios como lo primero.

Para querer a Dios como Él pide es necesario, además, perder la propia vida, la del hombre viejo. Es necesario morir a las tendencias desordenadas que inclinan al pecado, morir a ese egoísmo, a veces brutal, que lleva al hombre a buscarse sistemáticamente en todo lo que hace2. Dios quiere que conservemos lo sano y recto que tiene la naturaleza humana, lo bueno y distinto de todo hombre: nada de lo positivo y perfecto, de lo verdaderamente humano, se perderá. La vida de la gracia lo penetra y lo eleva, enriqueciendo así la personalidad del cristiano que ama a Dios. El hombre, cuanto más muere a su yo egoísta, más humano se vuelve y está más dispuesto para la vida sobrenatural.

El cristiano que lucha por negarse a sí mismo encuentra una nueva vida, la de Jesús. Respetando lo propio de cada uno, la gracia nos transforma para adquirir los mismos sentimientos que Cristo tiene sobre los hombres y los acontecimientos; vamos imitando sus obras, de tal manera que nace un nuevo modo de actuar, sencillo y natural, que mueve a las gentes a ser mejores; nos llenamos de los mismos deseos de Cristo: cumplir la voluntad del Padre, que es expresión clara del amor. El cristiano se identifica con Jesús, conservando su propio modo de ser, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, se va despojando de sí mismo: tengo deseos de disolverme para estar con Cristo3, exclamaba San Pablo.

El amor a Dios no puede darse por supuesto; si no se cuida, muere. Si, por el contrario, nuestra voluntad se mantiene firme en Él, las mismas dificultades lo encienden y fortalecen. El amor a Dios se alimenta en la oración y en los sacramentos, en la lucha contra los defectos, en el esfuerzo por mantener viva su presencia a lo largo del día mientras trabajamos, en las relaciones con los demás, en el descanso... La Sagrada Eucaristía debe ser especialmente la fuente donde se sacie y se fortalezca nuestro amor al Señor. Amar es, en cierto modo, poseer ya el Cielo aquí en la tierra.

II. Por la elevación al orden de la gracia, el cristiano ama con el mismo amor de Dios, que se le da como don inefable4. Esta es la esencia de la caridad, que se recibe en el Bautismo y que el cristiano puede disponerse a incrementar con la oración, los sacramentos y el ejercicio de las buenas obras.

Infundido en el alma del cristiano, este amor «debe ser la regla de todas las acciones. Del mismo modo que los objetos que construimos se consideran correctos y ultimados si se ajustan al proyecto trazado previamente, también cualquier acción humana será recta y virtuosa cuando concuerde con la regla divina del amor; y si se aparta de ella, no será buena ni perfecta»5. Para que todas nuestras obras puedan ser pesadas y medidas por esa regla, el alma en gracia no recibe el amor divino como algo extraño. La caridad no destruye, sino que ordena, imprimiendo esa unidad del querer tan propia del amor de Dios. Para esto perfecciona y eleva nuestra voluntad.

La caridad, con la que amamos a Dios y en Dios al prójimo, fructifica en la medida en que se pone en ejercicio: cuanto más se ama, más capacidad tenemos para amar. «Y si lo que ama no lo posee totalmente, tanto sufre cuanto le falta por poseer (...). Mientras esto no llega, está el alma como en un vaso vacío que espera estar lleno; como el que tiene hambre y desea la comida; como el enfermo que llora por su salud; y como el que está colgado en el aire y no tiene dónde apoyarse»6.

No hay tasa ni medida para amar a Dios. Él espera ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente7. Siempre podrá crecer el amor a Dios; Él dice a sus hijos, a cada uno en particular: Con amor eterno te amé; por eso, compadecido de ti, te atraje a Mí8.

Pidamos al Señor que nos persuada de esta realidad: solo hay un amor absoluto, que es la fuente de todos los amores rectos y nobles. Y aquel que ama a Dios, es quien mejor y más ama a sus criaturas, a todas; a algunas «es fácil amarlas; a otras, es difícil: no son simpáticas, nos han ofendido o hecho mal; solo si amo a Dios en serio, llego a amarlas en cuanto hijas de Dios y porque Él me lo manda. Jesús ha fijado también cómo amar al prójimo, esto es, no solo con el sentimiento, sino con los hechos: (...) tenía hambre en la persona de mis hermanos más pequeños, ¿me habéis dado de comer? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo?»9. ¿Me ayudasteis a llevar las cargas cuando eran demasiado pesadas para llevarlas Yo solo?

Amar al prójimo en Dios no es amarlo mediante un rodeo: el amor a Dios es un atajo para llegar a nuestros hermanos. Solo en Dios podemos entender de verdad a los hombres todos, comprenderlos y quererlos, aun en medio de sus errores y de los nuestros, y de aquello que humanamente tendería a separarnos de ellos o a pasar a su lado con indiferencia.

III. Nuestro amor a Dios solo es respuesta al suyo, pues Él nos amó primero10, y es el amor que Dios pone en nuestra alma para que podamos amar. Por eso le rogamos: Dame, Señor, el amor con el que quieres que te ame.

Correspondemos al amor de Dios cuando queremos a los demás, cuando vemos en ellos la dignidad propia de la persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, creada con un alma inmortal y destinada a dar gloria a Dios por toda la eternidad. Amar es acercarse a ese hombre herido que cada día está en nuestro mismo camino, vendarle las heridas, atenderle y cuidar de él en todo11; esmerarse de modo particular en acercarle al Señor, pues la lejanía de Dios es siempre el mayor de los males, el que pide más atención, el más urgente. El apostolado es una magnífica señal de que amamos a Dios y camino para amarle más.

El amor se manifiesta en muchas ocasiones en ser agradecidos. Cuando el Señor, después de haber expuesto la parábola de los deudores, pregunta a Simón el Fariseo: ¿Cuál de los dos amará más a quien les prestó el dinero?12, utiliza el verbo amar como sinónimo de estar agradecido, y nos descubre así la esencia del afecto que los hombres deben a su principal acreedor, Dios. La etimología nos desvela también el hondo sentido de la Eucaristía, que no es otra cosa que hacimiento de gracias por ese don del amor que ella misma nos concede.

Correspondemos al amor de Dios cuando luchamos contra lo que nos aparta de Él. Es necesario pelear cada día, aunque sea en pequeñas cosas, porque siempre encontraremos barreras que intentarán separarnos de Dios: defectos de carácter, egoísmos, pereza que impide acabar bien el trabajo...

Amamos a Dios cuando convertimos la vida en una incesante búsqueda de Él. Se ha dicho que no solo no busca Dios a los hombres, sino que sabe ocultarse para que nosotros le busquemos. Lo encontramos en el trabajo, en la familia, en las alegrías y en el dolor... Implora nuestro afecto, y no solo pone en nuestro corazón el deseo de buscarle, sino que nos anima constantemente a ello. ¡Si pudiéramos comprender el amor que Dios nos tiene! Si pudiéramos decir como San Juan: nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene13, todo nos resultaría más fácil y sencillo.

En esto hemos de convertir toda nuestra vida: en una búsqueda constante de Jesús en las horas buenas y en las que parecen malas, en el trabajo y en el descanso, en la calle y en medio de la familia. Esta empresa, la única que da sentido a las demás, no podemos llevarla a cabo solos. Acudimos a Santa María, y le decimos: «No me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo... ¡con todo mi ser! —Acuérdate, Señora, acuérdate»14. Enséñame a tenerle como el primer Amor, Aquel que amo en Sí mismo y de modo absoluto, por encima de los demás amores.

«¿Qué soy yo para Ti, oh Señor, para que mandes que te ame, y si no lo hago te enojes conmigo y me amenaces con grandes miserias? ¿Es acaso pequeña la miseria de no amarte?»15.

27 de junio de 2020

MARIA CORREDENTORA CON CRISTO

— María, presente en el sacrificio de la Cruz.
— Corredentora con Cristo.
— María y la Santa Misa.

I. A lo largo de la vida terrena de Jesús, su Madre Santa María cumplió la voluntad divina de atenderle con amorosa solicitud: en Belén, en Egipto, en Nazaret. Tuvo con Él todos los cuidados normales que necesitó, iguales a los de cualquier otro niño, y también los desvelos extraordinarios que fueron necesarios para proteger su vida. El Niño creció, entre María y José, en un ambiente lleno de amor sacrificado y alegre, de protección firme y de trabajo.

Más tarde, durante su vida pública, María pocas veces le sigue físicamente de cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían desde aquella boda en Caná de Galilea1. Salvo el milagro de la conversión del agua en vino, en el que tuvo una parte tan importante, los Evangelistas no señalan que estuviera presente en ningún otro milagro. Tampoco estuvo presente en los momentos en que las gentes desbordaban entusiasmo por su Hijo. «No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Caná– a la hora de los grandes milagros.

»—Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, “juxta crucem Jesu” —junto a la cruz de Jesús, su Madre»2. Ella se encuentra normalmente en Nazaret, en perfecta unión con su Hijo, ponderando en su corazón todo lo que iba ocurriendo; pero en la hora del dolor y del abandono, allí se encuentra María.

Dios la amó de un modo singular y único. Sin embargo, no la dispensó del trance del Calvario, haciéndola participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo, haya jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos del Calvario, en la compañía amable de las mujeres; «al fin y al cabo, nada podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su humillación. Y no lo hizo por la misma razón por la que una madre permanece junto al lecho de su hijo agonizante en lugar de marcharse a distraerse, en vista de que no puede hacer nada para que siga viviendo o deje de sufrir. La Virgen se solidarizó con su Hijo; su amor la llevó a sufrir con Él»3. Poco a poco se fue aproximando a la Cruz; al final, los soldados le permitieron estar muy cerca. Mira a Jesús, y su Hijo la mira. En una estrechísima unión, ofrece a su Hijo a Dios Padre, corredimiendo con Él. En comunión con su Hijo doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte; «abdicó de los derechos de madre sobre su Hijo, para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la justicia divina, en cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que se puede afirmar con razón que redimió con Cristo al linaje humano»4.

La Virgen no solo «acompañaba» a Jesús, sino que estaba unida activa e íntimamente al sacrificio que se ofrecía en aquel primer altar. De modo voluntario participaba en la redención de la humanidad, consumando su fiat, que años antes había pronunciado en Nazaret. Por eso, podemos pensar que en cada Misa, centro y corazón de la Iglesia, se encuentra María. En muchas ocasiones nos ayudará esta realidad a vivir mejor el sacrificio eucarístico –uniendo a la entrega de Cristo la nuestra, que también ha de ser holocausto–, sintiéndonos en el Calvario, muy cerca de Nuestra Señora.

II. Desde la Cruz, Jesús confía su Cuerpo Místico, la Iglesia, a Santa María, en la persona de San Juan. Sabía que constantemente necesitaríamos de una Madre que nos protegiera, que nos levantara y que intercediera por nosotros. A partir de ese momento, «Ella lo custodia y custodiará con la misma fidelidad y la misma fuerza con que custodió a su Primogénito: desde el portal de Belén, a través del Calvario, hasta el Cenáculo de Pentecostés, donde tuvo lugar el nacimiento de la Iglesia. María está presente en todas las vicisitudes de la Iglesia (...). De modo muy particular está unida a la Iglesia en los momentos más difíciles de su historia (...). María aparece particularmente cercana a la Iglesia, porque la Iglesia es siempre como su Cristo, primero Niño, y después Crucificado y Resucitado»5.

La Virgen Santa María intercede para que Dios imprima en las almas de los cristianos el mismo afán que puso en la suya, el deseo corredentor de que vuelvan a ser amigos de Dios todos los hombres. «La fe, la esperanza y la ardiente caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora con Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser fuertes humana y sobrenaturalmente ante las dificultades externas; a insistir, sin desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que no hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal.

«Luchemos –¡lucha tú!– contra ese acostumbramiento, contra ese ir tirando monótonamente, contra ese conformismo que equivale a la inacción. Mira a Cristo en la Cruz, mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos...; pero Cristo, y secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos de paz, con optimismo en el dolor, cumpliendo la misión que la Trinidad les ha confiado. Es un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la hora del dolor, de la fatiga y de la contradicción más horrenda, Cristo –y tú y yo hemos de ser otros Cristos– da cumplimiento a su misión (...). Me decido a aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos: Madre, que tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que –como tú, Madre– queramos ser corredentores...»6. Participar en la Redención, cooperar en la santificación del mundo, salvar almas para la eternidad: ¿cabe un ideal más grande para llenar toda una vida? La Virgen corredime ahora junto a su Hijo en el Calvario, pero también lo hizo cuando pronunció su fiat al recibir la embajada del Ángel, y en Belén, y en el tiempo que permaneció en Egipto, y en su vida corriente de Nazaret... Como Ella, podemos ser corredentores todas las horas del día, si las llenamos de oración, si trabajamos a conciencia, si vivimos una amable caridad con quienes encontremos en nuestras tareas, en la familia..., si ofrecemos con serenidad las contrariedades que cada día lleva consigo.

III. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo7. Era la última donación de Jesús antes de su Muerte; nos dio a su Madre como Madre nuestra.

Desde entonces el discípulo de Cristo tiene algo que le es propio: tiene a María como Madre suya. Su puesto de Madre en la Iglesia será para siempre: Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa8. Aquella es la hora de Jesús, que inaugura con su Muerte redentora una era nueva hasta el fin de los tiempos. Desde entonces, «si queremos ser cristianos, debemos ser marianos»9; para ser buen cristiano es preciso tener un gran amor a María. La obra de Jesús se puede resumir en dos maravillosas realidades: nos ha dado la filiación divina, haciéndonos hijos de Dios, y nos ha hecho hijos de Santa María.

Un autor del siglo iii, Orígenes, hace notar que Jesús no dijo a María «ese es también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; y como María no tuvo más hijo que Jesús, sus palabras equivalen a decirle: «ese será para ti en adelante Jesús»10. La Virgen ve en cada cristiano a su hijo Jesús. Nos trata como si en nuestro lugar estuviera Cristo mismo. ¿Cómo se olvidará de nosotros cuando nos vea necesitados? ¿Qué no conseguirá de su Hijo en favor nuestro? Nunca podremos imaginar, ni de lejos, el amor de María por cada uno.

Acostumbrémonos a encontrar a Santa María mientras celebramos o participamos en la Santa Misa. Allí, «en el sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad del Padre, cooperando con el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.

»El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes –los Reyes Magos– que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre (Mt 2, 11)»11. Con Ella podemos ofrecer toda nuestra vida –todos los pensamientos, afanes, trabajos, afectos, acciones, amores– identificándonos con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús12: ¡Padre Santo!, le decimos en la intimidad de nuestro corazón, y lo podemos repetir interiormente durante la Santa Misa, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús vuestro Hijo muy amado y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas13.

Celebrar o asistir como conviene al Santo Sacrificio del Altar es el mejor servicio que podemos prestar a Jesús, a su Cuerpo Místico y a toda la humanidad. Junto a María, en la Santa Misa estamos particularmente unidos a toda la Iglesia.

26 de junio de 2020

FESTIVIDAD DE SAN JOSEMARÍA*


* Homilía del actual prelado del Opus Dei en la Festividad de San Josemaría en el año 2019.


En el Evangelio que acabamos de escuchar, san Lucas nos cuenta que “la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios” (Lc 5,1). Aquel día muchas personas rodeaban a Cristo; tantas, que era difícil que todos le escuchasen con claridad. Se encontraban a la orilla de un lago y no había una colina cercana en la que Jesús pudiese situarse mejor, tal como lo había hecho en otras ocasiones. Entonces decide subir a una barca y apartarse un poco de la tierra firme. El Señor conocía perfectamente los corazones de aquellas gentes; aunque unos estarían allí por curiosidad, otros por simple coincidencia, otros por verdadera sed de Dios, Jesús sabía que todos necesitaban de su palabra para descubrir el sentido de sus vidas.

Contemplando a Cristo que desea dejarse ver por la multitud que le busca, podemos preguntarnos: ¿Se trata simplemente de una escena del pasado? ¿Ver a Jesús rodeado de tanta gente no es la imagen de un mundo que en nuestros días ya no existe?

San Josemaría, cuya festividad celebramos, al meditar este mismo pasaje, concluía que aquello que había sucedido hace dos mil años sigue sucediendo siempre: todos “están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen”; todos, aunque muchas veces no tienen las palabras ni las fuerzas para expresar ese deseo, “sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor” (Amigos de Dios, n. 260 y ss.). De manera similar se han expresado, en estos últimos años, los Romanos Pontífices. El Papa Francisco, por ejemplo, nos invita a dar a conocer a Jesús a quienes “buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro” (Evangelii gaudium, n. 15). Benedicto XVI, después de comparar nuestro tiempo a un desierto que anhela refrescarse con el agua viva, reconoce que ahora “son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita” (Homilía, 11-X-2012).

Existen tantos testimonios de personas que, ante el descubrimiento de la alegría que trae a sus vidas el camino cristiano, exclaman: ¡Pero yo no sabía! ¡Nadie me lo había dicho! ¡Yo pensaba que era otra cosa! Por eso, la escena que nos narra san Lucas no pertenece a un mundo del pasado. La gente quiere agolparse alrededor de Jesús porque busca sin cesar cosas buenas y bellas que llenen su corazón; todos tenemos, en lo más profundo de nuestra alma, anhelos que solo Él es capaz de saciar. Pidamos a Dios que nos haga capaces de reconocer esa nostalgia de su rostro, esos signos de la sed de Cristo en las demás personas. Pidamos a Dios que sepamos transmitir su verdadera imagen a quienes nos rodean; la imagen de ese Cristo que busca alejarse un poco de la orilla para que todos, hasta los más alejados, puedan verlo y escucharlo.

Al final de este pasaje del Evangelio, Jesús invita a Pedro, a Santiago y a Juan a seguirle como discípulos. Es impresionante pensar que, tan solo unos pocos años después, su afán apostólico haya llevado la Buena Nueva a muchos lugares importantes de la época; también hasta Roma. Los primeros cristianos, a pesar de enfrentar persecuciones e incomprensiones, sabían que el mundo les pertenecía. San Pablo, en la segunda lectura, enuncia con toda claridad la convicción que les llenaba de confianza: “Si somos hijos, también herederos” (Rom 8,17).

Efectivamente: este mundo es parte de nuestra herencia. En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo "para que lo trabajara y lo custodiara"(Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (Cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria.

Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios. Como enseña santo Tomás de Aquino: todo está sometido a su gobierno omnipotente, nada se escapa a su misericordia, aunque muchas veces nosotros no alcancemos a verlo (Summa, I, q. 103, a.5, risp.). Estamos llamados a amar este mundo, no otro en el que pensamos que tal vez nos sentiríamos más a gusto; solo podemos amar a las personas concretas que nos rodean, a los desafíos concretos que tenemos por delante. No se puede emprender una tarea apostólica con la resignación de quien preferiría otro momento.

Cuando san Josemaría invitaba a amar el mundo apasionadamente, muchas veces nos ponía en guardia frente a esa “mística ojalatera” que pone condiciones al terreno que quiere evangelizar, pensando: “Ojalá las cosas fueran distintas”. Pidamos al Señor la capacidad de ilusionarnos con esta misión que nos ha confiado, como un hijo que se entusiasma por trabajar en las tareas de su propia casa.

Este día, en el que dirigimos nuestra mirada especialmente hacia san Josemaría, podemos tomar ejemplo de su fe para lanzarse a empresas que parecían imposibles, en un tiempo que en no pocos aspectos era más complicado y difícil que el nuestro. Dejémonos contagiar por esa confianza de nuestro Padre, que nos lleva a amar este mundo que hemos recibido por herencia y a procurar colmar esa nostalgia de Cristo en tantas personas con las que nos encontramos. Para esto nos apoyamos muy especialmente en la mediación de Nuestra Madre Santa María, que vela con amor y paciencia materna por la felicidad de todos sus hijos. Así sea.


25 de junio de 2020

AMOR Y CARIDAD EN SAN JOSEMARIA 2

1. La caridad en san Josemaría

2. La caridad en lo ordinario

3. La libertad de amar







1. La caridad en san Josemaría

“Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!”1. San Josemaría traducía muchas veces de manera libre el versículo Dios es Amor por “Dios es cariño”, para destacar la dimensión humana de la caridad cristiana.

La palabra corazón en la Sagrada Escritura alude a la totalidad del ser humano, con sus afectos, pensamientos, deseos, anhelos y decisiones. “El «corazón» hace referencia al «centro» de la persona desde el que brota todo pensamiento y toda acción. Es la sede del amor, mucho más que de los sentimientos, como a veces afirman algunos autores. San Josemaría lo señala con claridad: «Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresar- se los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su co- razón, podemos decir con lenguaje nuestro (...). Cuando en la Sagrada Escritura se habla del co- razón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella –alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6,21)»”2.

San Josemaría “ejemplificó en su vida lo que sig- nifica tener corazón. Dotado de cordialidad, de buen humor, de intuición profunda, de grandes pasiones, sabía manifestar el cariño con con- creción, también material, de atención huma- na (...). Lo que traslucía en su persona remitía a una fundamentación más honda (...): «Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupa- ciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor»”3.


El papa Francisco, en la catequesis sobre el año de la fe, afirmó que “la caridad es la mayor riqueza de la Iglesia. Vivir la comunión en la caridad significa no buscar el propio interés, sino ser capaces de compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos, ser capaces de llevar los unos las cargas de los otros”4.

En el quinto aniversario de la canonización de san Josemaría, don Javier Echevarría publicó un artículo titulado El resplandor de la caridad, en el que mostraba cómo el santo de lo ordinario practicó la caridad todos los días de su vida. Afirmaba don Javier que “La caridad cristiana no consiste jamás en algo instrumental, no busca obtener otros objetivos: el amor es gratuito”5. Para san Josemaría, vivir la caridad en la vida ordinaria reclamaba “corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas”6.

Como atestiguaba en Surco, la caridad no tiene que estar adecuada o ajustada a las necesidades de uno mismo, sino a la de los demás7. Así, “Ama y practica la caridad, sin límites y sin discriminaciones, porque es la virtud que nos caracteriza a los discípulos del Maestro. –Sin embargo, esa caridad no puede llevarte –dejaría de ser virtud– a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios”8.

La doctrina de san Josemaría en torno a la caridad se basa en el amor de Cristo, “el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo”9. Como virtud, la caridad está llamada al progreso, al aumento, a crecer; de ahí que san Josemaría sostenga que sería ingenuo pensar que las exigencias de la caridad se cumplen con facilidad: siempre es necesario el empeño personal10.


2. La caridad en lo ordinario

El papa Francisco, en la catequesis sobre el año de la fe, afirmó que “la caridad es la mayor riqueza de la Iglesia. Vivir la comunión en la caridad significa no buscar el propio interés, sino ser capaces de compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos, ser capaces de llevar los unos las cargas de los otros”4.

En el quinto aniversario de la canonización de san Josemaría, don Javier Echevarría publicó un artículo titulado El resplandor de la caridad, en el que mostraba cómo el santo de lo ordinario practicó la caridad todos los días de su vida. Afirmaba don Javier que “La caridad cristiana no consiste jamás en algo instrumental, no busca obtener otros objetivos: el amor es gratuito”5. Para san Josemaría, vivir la caridad en la vida ordinaria reclamaba “corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas”6.

Como atestiguaba en Surco, la caridad no tiene que estar adecuada o ajustada a las necesidades de uno mismo, sino a la de los demás7. Así, “Ama y practica la caridad, sin límites y sin discriminaciones, porque es la virtud que nos caracteriza a los discípulos del Maestro. –Sin embargo, esa caridad no puede llevarte –dejaría de ser virtud– a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios”8.

La doctrina de san Josemaría en torno a la caridad se basa en el amor de Cristo, “el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo”9. Como virtud, la caridad está llamada al progreso, al aumento, a crecer; de ahí que san Josemaría sostenga que sería ingenuo pensar que las exigencias de la caridad se cumplen con facilidad: siempre es necesario el empeño personal10.


3. La libertad de amar

“No poseemos -señalaba san Josemaría- un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma”11.

En la primera semblanza sobre san Josemaría, aparecida al año siguiente de su fallecimiento, Salvador Bernal escribió: “Como expresaba en septiembre de 1975 don Álvaro del Portillo, uno de los rasgos capitales del espíritu del Fundador del Opus Dei «era precisamente ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor»”12.

“Ese corazón grande y apasionado, que tan fácilmente se identificaba con el sufrimiento ajeno, padeció lo indecible en los años cuarenta, porque las tremendas injusticias que sufrió ofendían a Dios, confundían a muchas personas y empecataban el alma de quienes las cometían. El Fundador del Opus Dei, que sabía querer, calló, perdonó y rezó, quitando importancia a su heroísmo”13.

“El corazón del Fundador del Opus Dei era de veras paterno. Por eso comprendía muy bien los sentimientos de todos los padres. Y por eso tenía siempre en cuenta a las familias de los miembros de la Obra. Cuando las necesidades del trabajo los llevaban lejos, les animaba siempre a que les escribieran con frecuencia, a que les dieran buenas noticias, a que les hicieran partícipes de su alegría: pues la dicha del hijo es lo que más alegra el corazón de unos padres”14.

Esta relación entre la caridad y las demás virtudes fue tratada ampliamente por san Josemaría. “Persuadíos de que un cristiano, si de veras pretende actuar rectamente, cara a Dios y cara a los hombres, necesita de todas las virtudes, por lo menos en potencia. Padre, me preguntaréis: ¿y de mis flaquezas, qué? Os responderé: ¿acaso no cura un médico que esté enfermo, aun cuando el trastorno que le aqueja sea crónico?; ¿le impedirá su enfermedad prescribir a otros enfermos la receta adecuada? Claro que no: para curar, le basta poseer la ciencia oportuna y ponerla en práctica, con el mismo interés con el que combate su propia dolencia”15.

Muchas más manifestaciones de la caridad entendida y practicada por san Josemaría se recogen en la reciente biografía Que solo Jesús se luzca16. Ilustrada con más de 300 fotos, mapas, infografías y textos autógrafos, facilita sintonizar con su vida a través de muchas imágenes vivas.


“No existe corazón (…) que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre”17. Una de las enseñanzas de san Josemaría es que las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales, porque fomentan las disposiciones necesarias para los actos propios de éstas, especialmente los que se refieren a la caridad.

La cita anterior se incluye en una homilía de 1941 que se publicó precisamente con el título de “Virtudes humanas”. Allí considera entre otras: la fortaleza, serenidad, paciencia, magnanimidad, laboriosidad, diligencia, veracidad, sencillez, naturalidad, etc. Cuando habla de la prudencia, la denomina “sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes”. Al practicarlas, “el cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre. Y no se siente víctima, ni capitidisminuido, ni coartado. Camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios. Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes (…). Por eso el que sigue a Cristo es capaz –no por mérito propio, sino por gracia del Señor– de comunicar a los que le rodean lo que a veces barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico servicio al prójimo pasa sólo por el Corazón de Nuestro Redentor, perfectus Deus, perfectus homo ”18.

“Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre”19.

Lo que podemos considerar una jaculatoria dirigida a Jesús: “Danos un corazón a la medida del Tuyo” son las palabras finales del n. 813 de Surco, que se refiere a la humanidad del Señor: “¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!”20.

“No existe corazón (…) que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre”17. Una de las enseñanzas de san Josemaría es que las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales, porque fomentan las disposiciones necesarias para los actos propios de éstas, especialmente los que se refieren a la caridad.
La cita anterior se incluye en una homilía de 1941 que se publicó precisamente con el título de “Virtudes humanas”. Allí considera entre otras: la fortaleza, serenidad, paciencia, magnanimidad, laboriosidad, diligencia, veracidad, sencillez, naturalidad, etc. Cuando habla de la prudencia, la denomina “sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes”. Al practicarlas, “el cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre. Y no se siente víctima, ni capitidisminuido, ni coartado. Camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios. Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes (…). Por eso el que sigue a Cristo es capaz –no por mérito propio, sino por gracia del Señor– de comunicar a los que le rodean lo que a veces barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico servicio al prójimo pasa sólo por el Corazón de Nuestro Redentor, perfectus Deus, perfectus homo ”18.
“Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre”19.
Lo que podemos considerar una jaculatoria dirigida a Jesús: “Danos un corazón a la medida del Tuyo” son las palabras finales del n. 813 de Surco, que se refiere a la humanidad del Señor: “¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!”20.