"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2023

¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme?

 


Evangelio (Lc 1, 39-45)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. 


PARA TU RATO DE ORACION


Textos de san Josemaría sobre la Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel


Ahora, niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte.

—Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David: Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén...

Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. (Luc., I, 39)

Llegamos. —Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista.

—Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! —¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43)

El Bautista nonnato se estremece... (Luc., I, 41) —La humildad de María se vierte en el Magníficat... —Y tú y yo, que somos —que éramos— unos soberbios, prometemos que seremos humildes.

Santo Rosario, 2º misterio gozoso

Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo.

Surco, 566

Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude «cum festinatione», —con prisa alegre. ¡Aprende!

Surco, 371

Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Amigos de Dios, 284

La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.

Es Cristo que pasa, 22


«POR AQUELLOS DÍAS, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Ha pasado poco tiempo desde la Anunciación. Al final de su embajada, el arcángel Gabriel había revelado a María que su prima Isabel, ya anciana, estaba esperando un niño, «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Nuestra Señora decide ir a acompañarla y parte «deprisa», con la ligereza que experimenta quien se ha puesto del todo en las manos de Dios.

María emprende este viaje en unas circunstancias particulares. Acaba de saber que será la madre del Mesías. Ella, una muchacha en apariencia como otra cualquiera, vive en una localidad anónima de Galilea. Humanamente, podría parecer lógico que estuviese centrada en lo que acababa de ocurrir y en las situaciones con las que tendría que lidiar: qué diría José, qué pensarían sus padres, sus otros familiares, el resto de la aldea… Sin embargo, su alma, llena de gracia, va por otro lado. Una vez que ha dado el sí a Dios –«hágase en mí según tú palabra» (Lc 1,38)– María se mueve al compás de las inspiraciones del Espíritu Santo. Por eso, enseguida sale en viaje hacia las montañas. Quiere ver a su prima para ofrecerle su ayuda y su cariño; quizá también para compartir su dicha, para hablar con la única que en ese momento puede comprender algo de las maravillas que Dios está haciendo.

De modo análogo a lo que contemplamos en María, también nuestra vida cristiana, si sigue el soplo del Espíritu Santo, estará también cada vez más abierta a los demás. Nuestro empeño por mejorar en las virtudes no será autorreferencial, sino inseparable de la fraternidad y del apostolado. Y asimismo nuestra intimidad con el Señor en la oración nos llevará a vivir de modo más delicado la caridad con todos: «Nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que ella es Hija, Esposa y Madre»[1].


LLEGA LA VIRGEN a Ain Karim, la aldea donde nacerá Juan. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,40-41). Por primera vez en los evangelios, vemos a María estrechamente asociada a su Hijo en la redención. Su presencia en casa de Zacarias es cauce de la gracia divina. Ella ha llevado a Cristo a esa casa y en eso, por la fe, estamos llamados a imitarla. San Josemaría lo expresa con estas palabras: «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con él por la acción del Espíritu Santo»[2].

Llena de entusiasmo sobrenatural por la acción del Paráclito, Isabel no cabe en sí de gozo por la visita que ha recibido. Dirigiéndose a su prima, exclama: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Estas palabras nos invitan a fijarnos en la fe de María, a reconocerla como maestra de esta virtud y a pedirle que nos ayude a vivir de fe. Así, sabremos reconocer a Jesús presente en nuestras vidas, nos convenceremos de que no hay imposibles para quien trabaja por él.

«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón»[3]. Hoy podemos pedirle a la Virgen una fe grande, que no se deje vencer por los obstáculos. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa»[4].


AL ESCUCHAR las palabras de su prima, María no le responde directamente, sino que entona un canto de alabanza a Dios: el Magnificat. La Virgen se ve a sí misma desde los ojos de Dios, se siente mirada y amada por él, y comprende con inmenso agradecimiento que la ha elegido por pura gracia. Al reconocerse así en la luz divina exulta de alegría, con ese gozo que vemos muy presente en toda la liturgia de la fiesta de hoy.

El canto humilde y exultante de alegría de María nos recuerda la generosidad, cercanía y ternura del Señor con los hombres. También el profeta Sofonías se hace eco de este cuidado paternal: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo» (Sof 3,17). «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas –expresa san Josemaría–: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[5].

Tener esta actitud nos llevará a vivir una continua acción de gracias por todo lo que recibimos de él. Valoraremos las cosas buenas que tenemos como regalos de Dios. Y mientras, aquellas que nos gustaría cambiar nos conducirán a ser humildes y a confiar en la gracia divina, que siempre acompaña y sostiene nuestro esfuerzo personal. De este modo, podremos decir con María: «Proclama mi alma las grandeza del Señor (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46).



30 de mayo de 2023

Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros

 



EVANGELIO Marcos 10, 28-31


En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús:

—«Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».

Jesús dijo:

—«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones—, y en la edad futura, vida eterna.

Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros».


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


Los frutos, las decisiones de entrega a Dios, vienen siempre de Dios, como enseñó Jesucristo: “El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo” (Mc 4,26-27).


En la parábola de los invitados a las bodas, Jesús explica la formación de la Iglesia como llamada universal a la salvación. La imagen del banquete permite describir el Reino de Dios. Pero cuando todo estaba preparado, resulta que muchos rechazaron al Hijo de Dios y la llamada se extendió a todos, también a los paganos: “Dijo el señor a su siervo: «Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa»” (Lc 14,23).


San Josemaría contemplaba en esa sorprendente “obligación” un gran respeto a la libertad de cada persona. Afirmó por ejemplo, refiriéndose a la floración de una vida cristiana coherente, que la expresión compelle intrare (“oblígales a entrar”) “es una invitación, una ayuda a decidirse, nunca -ni de lejos- una coacción”; “no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios [...]. Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare[27]”. Es así como actúa la gracia, a través de nosotros. San Basilio nota que “del mismo modo que los cuerpos nítidos y brillantes, cuanto les toca un rayo de sol, se tornan ellos mismos brillantes y desprenden de sí otro fulgor, así las almas que llevan el Espíritu son iluminadas por el Espíritu Santo, y se hacen también ellas espirituales y envían la gracias a otros[28]”.


Es una labor que no cabe realizarla aisladamente, sino con un auténtico sentido eclesial, que manifiesta que es Dios quien llama a través de su Iglesia. Empapada de visión sobrenatural, la obediencia da fecundidad al esfuerzo apostólico. Así comenta san Josemaría una pesca milagrosa: “"Duc in altum". -¡Mar adentro! -Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" -y echa tus redes para pescar. ¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" -Jesús, en tu nombre, buscaré almas?[29]”.


QUIEN PLANTEA LA VOCACIÓN A ALGUIEN PEDIRÁ EN SU ORACIÓN AL SEÑOR QUE MUEVA EL CORAZÓN DE SU AMIGO PARA QUE LE SIGA


En el Opus Dei, antes de hablar a una persona de su posible vocación, se cuenta con el acuerdo de quien dirige el Centro a donde esa persona suele ir. Quien plantea la vocación a alguien pedirá en su oración al Señor que mueva el corazón de su amigo para que le siga. Hablar de vocación implica una gran amistad: empatía, confianza recíproca, comprensión mutua y la capacidad de escuchar mucho, en el respeto de la libertad de las conciencias y el cuidado de la debida reserva. Todo eso se construye a partir del “apostolado de amistad y de confidencia[30]” y se fundamenta en la oración, en el espíritu de sacrificio por el otro y en el testimonio de una vida coherente.


Alguna vez una persona puede afirmar: “no lo veo”, y puede ser que Dios no la llame, o quizá puede ser que, más que no ver, falte querer. Por eso, además de recomendarle que se aconseje, también conviene animarle a que pida la fuerza al Señor para querer aquello que le pueda pedir. Es significativo como san Josemaría, cuando intuía la llamada divina, no solo pedía ver el querer del Señor ‒Domine, ut videam! ‒ sino también que se cumpliera efectivamente en su vida ‒Domine, ut sit! Decir que sí al Señor no es posible sin una plena libertad potenciada por la gracia divina[31].


La vocación a la Obra impulsa a convertirse en fermento para mejorar toda la masa (cf. Lc 13,21). En este sentido, quienes acompañan a alguien que desea pedir la admisión, deben saber valorar su idoneidad espiritual, física y psicológica, moral e intelectual, a la vez que la autenticidad de su motivación.


Importa pensar en cada persona y ayudarla a valorar con realismo su propia situación, de modo que no tome decisiones que con el paso del tiempo no sea capaz de poner en práctica. En este ambiente de confianza, el interesado procurará abrirse y darse a conocer, para realizar juntos el necesario discernimiento de la voluntad de Dios. Es un camino que se recorre en la oración, para entender la realidad de la vida de una persona –virtudes, carácter, historia, familia, formación, salud, etc.– y buscar su bien a la luz del Espíritu Santo.


Para entregarse a Dios en el Opus Dei es importante el equilibrio personal, entendido como la capacidad de vivir habitualmente los compromisos que se asumen con paz interior, sin rigideces o agobios desproporcionados. Esto no quiere decir que uno tenga que ser impasible o inquebrantable, pues todas las personas con compromisos serios ‒religiosos, familiares, civiles‒ pueden pasar por momentos de tensión o cansancio. “Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria[39]”.


DECÍA SAN JOSEMARÍA: “CABEN: LO ENFERMOS, PREDILECTOS DE DIOS, Y TODOS LOS QUE TENGAN EL CORAZÓN GRANDE, AUNQUE HAYAN SIDO MAYORES SUS FLAQUEZAS”


Decía san Josemaría: “Caben: lo enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas[40]”. La generosidad, por tanto, es una virtud esencial. Etimológicamente, la palabra “generosidad” significa “de buena raza”. Quien es generoso, puede decir: “somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios dará a los que no retiran de Él su confianza” (Tob 2,18 vg.). Desde esa generosidad llena de libertad interior se puede formar a cada persona en los distintos ámbitos, contando con su “deseo sincero y eficaz de tender a la virtud[41]”.


El crecimiento de la propia familia es causa de alegría. Por otro lado, así como una familia que no tiene hijos desaparece, comentaba san Josemaría aplicándolo a la importancia de buscar más apóstoles que perpetúen la familia sobrenatural del Opus Dei. El beato Álvaro glosaba la idea anterior, diciendo que el fundador deseaba que todos sus hijos albergaran un gran celo “que no haga acepción de personas, ni discriminación alguna, para que nuestra familia se dilate cada vez más, y contribuya con eficacia a que todos los hombres formen un solo rebaño, con un solo pastor (Jn 10, 16)[42]”: el rebaño de la Iglesia, apacentado por Jesucristo.




29 de mayo de 2023

MARIA MADRE DE LA IGLESIA

 



Evangelio (Jn 19, 25-34)


“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:


—Mujer, aquí tienes a tu hijo.


Después le dice al discípulo:


—Aquí tienes a tu madre.


Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.


Después de esto, como Jesús sabía que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo:


—Tengo sed.


Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo:


—Todo está consumado.


E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.


Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les rompieran las piernas y los retirasen. Vinieron los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua”.



PARA TU RATO DE ORACIÓN 



DESPUÉS de la Ascensión de Jesús, los Hechos nos muestran a los apóstoles reunidos en el Cenáculo. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús» (Hch 1,14). La Tradición ha considerado en esta escena la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia. Ella es la persona que une dos momentos clave en la historia de la salvación: la encarnación del Verbo y el nacimiento de la Iglesia. «La que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace (...) presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue teniendo una presencia materna»[1].


Una madre se desvive por su hijo desde el seno materno. Suya es la responsabilidad de sacar adelante ese don que Dios le ha concedido. Cuando nace, es evidente que la criatura sigue necesitando su protección, y conforme va creciendo le ayuda a desenvolverse en la vida. El Evangelio nos muestra algunos rasgos de ese cuidado de la Virgen con Jesús. Y en los Hechos observamos esa misma actitud con la Iglesia naciente, velando por los apóstoles y los primeros cristianos. Era un tiempo de gestación, entre persecuciones y dificultades, en el que necesitaban especialmente su ayuda. Ella es «la protagonista, humilde y discreta, de los primeros pasos de la comunidad cristiana: María está en el corazón espiritual, porque su misma presencia entre los discípulos es memoria viviente del Señor Jesús y signo del don de su Espíritu»[2].


También hoy la Virgen se sigue desviviendo por cada uno de sus hijos que forman la Iglesia. Sentirnos parte de un pueblo que tiene una misma Madre nos ayudará a unirnos a cada uno de los fieles que lo componemos, al igual que los primeros cristianos. «Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, –decía san Josemaría– los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: “Multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una” –la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma»[3].


CUANDO el Señor se dirigió a Juan desde lo alto de la cruz, le regaló algo de lo que no había querido privarse hasta el último momento: el cariño de su madre. Jesús no quiso prescindir de su ayuda en los momentos más difíciles de su vida. Era Dios, pero necesitaba su apoyo y cercanía para salvarnos. Y cuando ya estaba todo cumplido, nos entregó lo único que le quedaba pronunciando aquellas palabras: «Mujer, aquí tienes a tu hijo. (...) Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).


La Virgen nos ayuda a perseverar cuando el camino se hace más costoso. El claroscuro de la fe no se le ahorró a nuestra Madre. Nadie como ella nos puede acompañar en esos momentos para que suponga un tiempo de crecimiento y madurez. «Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es Madre nuestra? ¿O la creemos lejana, muy diferente a nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la vemos a ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solamente nuestro bien?»[4].


Con esas palabras Jesús invita a todos los cristianos a acoger a María en sus vidas. Quiere que nos acerquemos a ella con confianza. «Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible»[5].


APENAS María tuvo noticia de que su prima estaba embarazada, «marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39). Más allá de la ayuda material que le pudo prestar en esos días, sobre todo le llevó a Jesús y, con él, la alegría plena. Tanto Isabel como Zacarías estarían ya contentos por aquel embarazo que parecía ya imposible. Pero es María quien les hace presente el gozo completo que nace del encuentro con Jesús y el Espíritu Santo.


«Nuestra Señora quiere traernos a todos el gran regalo que es Jesús; y con él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así, la Iglesia es como María (...), tiene que llevar a todos hacia Cristo y su Evangelio»[6]. Este es el centro de la vida de la Iglesia y de cada uno de los cristianos: llevar el amor de Jesús a todas las almas como hizo la Virgen con Isabel. La Iglesia recuerda que la verdadera felicidad no depende del éxito, la riqueza o el placer, sino de acoger a Cristo: solo él puede ofrecer la alegría más profunda.


A través del esfuerzo por identificarnos con la Virgen, Jesús podrá nacer, por la gracia, en el alma de las personas que nos rodean. «Si imitamos a María –decía el fundador del Opus Dei– , de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»[7].

28 de mayo de 2023

Consagración al Espíritu Santo. Opus Dei




EVANGELIO Jn 20, 19-23.


Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo.


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quien


 PARA TU RATO DE ORACION


En 1971, San Josemaría acudió al Espíritu Santo para que ayudase a todos los fieles del Opus Dei. Desde entonces, esa consagración se repite en los centros del Opus Dei todos los años el día de Pentecostés.


El 30 de mayo de 1971, San Josemaría quiso consagrar el Opus Dei al Espíritu Santo, pensando en la particular necesidad que tenía la Iglesia de la santidad de todos sus miembros.


Él mismo compuso la oración, que después se ha renovado cada año en todos los centros del Opus Dei en la solemnidad de Pentecostés.


En épocas anteriores, ante situaciones que le llevaron a recurrir a Dios de modo especial, había realizado la consagración del Opus Dei al Dulcísimo Corazón de María, al Corazón de Jesús y a la Sagrada Familia.


Andrés Vázquez de Prada lo relata así en la biografía de san Josemaría:


A las locuciones de 1970, que tanto le ayudaron en su perseverante oración por la Iglesia, siguió pronto un “descubrimiento”: la acción, la efusión del Espíritu Santo en la Misa. Con ello se ensanchó la visión apostólica del Padre para contemplar cómo, por bondad divina, se había dado el florecer del Opus Dei en almas de toda raza, lengua y nación.


No era amigo de proponer devociones particulares, pero sintió la necesidad de que toda la familia del Opus Dei hiciese juntamente una Consagración. Ofrecería la Obra al Espíritu Santo para que siempre fuese instrumento fiel al servicio de la Iglesia.


El día de Pentecostés, 30 de mayo de 1971, a las doce y media de la mañana, hizo la Consagración al Espíritu Santo en el oratorio del Consejo General. Detrás del altar, una gran vidriera iluminada reproducía la escena de la Pentecostés. Durante la ceremonia leyó don Álvaro el texto de la Consagración. Se imploraban los dones del Espíritu Santo, para que los derramase entre sus fieles, uno a uno: el don de entendimiento; el don de sabiduría; el don de ciencia; y el de consejo; y el de temor; y el de fortaleza, «que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios». Y, finalmente, el don de piedad, «que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres».



No faltaba la petición por el Pueblo de Dios y sus pastores, cuya situación era causa de tantas lágrimas:


«Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza en la fe, lleguemos a la gloria del cielo».


Para la ceremonia de la Consagración, que se renovaría todos los años en los centros de la Obra, compuso el Padre un texto que pasó a don Álvaro, por si quería hacer alguna observación. Al texto original se añadió una referencia al Fundador, para subrayar la fidelidad que siempre deberían manifestarle sus hijos. El Padre hubiera preferido pasar inadvertido; y esa razón de humildad fue la que le llevó a pedir a don Álvaro leer el texto, que en ese pasaje dice actualmente: «Conserva siempre en tu Obra los dones espirituales que le has otorgado, para que, según tu voluntad amabilísima, indisolublemente unidos a nuestro Padre, al Padre y a todos nuestros hermanos, cor unum et anima una, seamos santos y fermento eficaz de santidad entre todos los hombres. Haz que seamos siempre fieles al espíritu que has confiado a nuestro Fundador, y que sepamos conservarlo y transmitirlo en toda su divina integridad» (PR vol. XVII, Documenta Vol. II, Opus Dei (Consagraciones), p. 17).


Aquellas lágrimas de dolor de amor trajeron consigo una lluvia de gracias. El clama, ne cesses! despertó en el alma del Padre un nuevo espíritu de vigilia, que le mantenía atento, siempre pendiente de Dios. Cada locución divina era un paso adelante, un peldaño en la escalada, un juego silencioso entre Dios y el alma. Las palabras estampadas en su espíritu, a fuego, indelebles, abrían cauces insospechados de amor.


Bajo el impulso del Espíritu Santo, buscó refugio en el Corazón Sacratísimo de Jesús, tabernáculo de la misericordia divina. Cuando a primeros de septiembre de 1971 regresó de Caglio, aconsejó a sus hijos recitar con frecuencia una jaculatoria: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem! 


Así, por parcelas, fragmentariamente, el Padre iba descubriendo a sus hijos algo de la acción del Espíritu Santo en su alma. De ello tomaban éstos nota puntual, después de las meditaciones o de las tertulias en que salía a relucir alguna nueva incidencia espiritual. En octubre de 1971, por ejemplo, les hablaba del acto de abandono que había compuesto:


Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.


Y, a continuación, pensativamente les comentaba: Para llegar a este acto de abandono, hay que dejarse el pellejo.


Las locuciones divinas impulsaban al Padre al desasimiento. A poco del clama, ne cesses! decía con sencillez a sus hijos:yo estoy siempre pendiente de Dios; estoy más fuera de la tierra que en la tierra. Estas locuciones reconducían su vida interior, metiéndola por cauces nuevos de Amor, hacia los sentimientos misericordiosos del Corazón de Jesús. Pero el Padre se lamentaba, no obstante, de que su correspondencia a la gracia fuese insatisfactoria:En cualquier profesión —exclamaba con desconsuelo—, después de tantos años, sería ya un maestro. En el amor de Dios soy siempre un aprendiz.


Eran las locuciones breves toques de la gracia, que avivaban su alma y le sostenían en la lucha constante contra el desconsuelo. Eran escuetas pinceladas del artista divino, que provocaban respuestas heroicas en el Fundador. Por entonces poseía ya el Padre más que suficiente experiencia para apreciar ese “algo” inconfundible que tienen las palabras de Dios. En su caso particular, describía la nota característica y distintiva de las locuciones diciendo que ese “algo” era breve, concreto, sin oír por el oído... y sin buscarlo.







27 de mayo de 2023

EL AMOR D3 DIOS




 Evangelio (Jn 21,20-25)


En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».


Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.


PARA TU RATO DE ORACION


«HAY, ADEMÁS, otras muchas cosas que hizo Jesús y que, si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir» (Jn 21,25). El amor de Dios no cabe en un libro, ni en una fórmula, ni hay palabras para explicarlo; es inefable, no podemos aferrarlo ni encerrarlo en nuestros esquemas. El amor es uno de los frutos del Espíritu Santo y precisamente a él podemos pedirle, en la víspera de su fiesta, que nos hable de ese amor. El será quien nos recuerde, día tras día, que «la obra de Cristo es obra de amor: amor de él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado»[1]. Amor es un término tan utilizado que nos puede dar la impresión de que a veces ha perdido su fuerza. Sin embargo, el Paráclito sabrá hacer vibrar nuestra alma con el único amor que no conoce traición ni cansancio.


Escribe san Clemente Romano, a finales del siglo primero: «¿Quién será capaz de explicar debidamente el vínculo que el amor divino establece? ¿Quién podrá dar cuenta de la grandeza de su hermosura? El amor nos eleva hasta unas alturas inefables. El amor nos une a Dios, el amor cubre la multitud de los pecados, el amor lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en él; el amor no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia (...). Por su amor hacia nosotros, nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo la voluntad del Padre, dio su sangre por nosotros, su carne por nuestra carne, su vida por nuestras vidas. Ya veis, amados hermanos, cuán grande y admirable es el amor y cómo es inenarrable su perfección. Nadie es capaz de practicarlo adecuadamente, si Dios no le otorga este don»[2].


Cuántas veces hemos buscado sucedáneos o hemos pensado que no necesitábamos ese cariño. Cuántas veces, como el hijo pródigo y su hermano, hemos soñado una felicidad lejos de nuestro padre y de nuestro hogar. Conscientes de nuestra fragilidad, podemos acudir al Paráclito para que nos haga pregustar y disfrutar el amor que Dios quiere regalarnos. «El Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). ¿Cuáles son esas profundidades que nuestro corazón está llamado a gozar? «Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor» (Jn 15,9), dijo Jesús. No queremos salir de ese lugar.


«EN ESTO consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Podemos, «antes que nada, pensar en lo que Dios ha hecho y hace por mí, no pretender basar la seguridad en lo que yo he hecho y hago por Dios, porque siempre será poco (lo mío). Lo que haga, en realidad, será –eso mismo– don de Dios»[3]. Podemos caer instintivamente en la tentación de pensar y vivir esa relación como si necesitáramos muy poco de él. Pero el amor de Dios tiene una dinámica muy diferente. «Del Señor procede todo lo bueno y, sin él, no sólo un poco, sino absolutamente nada puedes tú comenzar y perfeccionar»[4]. Por eso, en este aspecto, es todavía más importante la guía de un maestro que nos aconseje. San Josemaría tenía bien claro que quería contar con el Espíritu Santo: «Siento el amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: él me dará fuerzas, él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte. Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!»[5].


Podemos hacer este mismo propósito y dejarle fortalecer nuestros corazones. Un lugar privilegiado para disponernos a su acción es el sacramento de la Confesión: «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (...). Por esa razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»[6].


PUEDE SER que muchas veces, en nuestra relación con Dios, nos centremos más en lo que nosotros damos que en lo que recibimos, también de manera inconsciente. Y esa perspectiva nos limita porque, sin querer, nos sitúa enfrente de Dios, no a su lado. Es importante procurar purificar, cada vez más, la imagen de Dios que tenemos en nuestro interior. «Si tenemos en mente a un Dios que arrebata, que se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia (...). El Espíritu, memoria viviente de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas»[7].


También nos puede pasar que otras veces nos centremos en lo que recibimos, pero exigiéndolo. «Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué es lo que nos impide darnos. Decimos que tres son los principales enemigos del don, siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El narcisismo lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar solo el propio beneficio (...). El victimista está siempre quejándose de los demás: “Nadie me entiende, nadie me ayuda, nadie me ama, ¡están todos contra mí!”. ¡Cuántas veces hemos escuchado estas lamentaciones! (...). Por último, está el pesimismo. Aquí la letanía diaria es: “Todo está mal, la sociedad, la política, la Iglesia...”. El pesimista arremete contra el mundo entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”»[8].


A María le pedimos que nos enseñe a recibir el cariño divino como ella lo hizo, uniéndonos a unas palabras de san Josemaría: «Tus caídas involuntarias –caídas de niño– hacen que tu Padre-Dios tenga más cuidado y que tu Madre María no te suelte de su mano amorosa: aprovéchate, y, al cogerte el Señor a diario del suelo, abrázale con todas tus fuerzas y pon tu cabeza miserable sobre su pecho abierto, para que acaben de enloquecerte los latidos de su Corazón amabilísimo»[9].


26 de mayo de 2023

Sacia sin saciar

 


Evangelio (Jn 21,15-19)


Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas».


Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».


PARA TU RATO DE ORACION


SAN PABLO enumera entre los frutos del Espíritu Santo la mansedumbre (cfr. Gal 5,23). Y santo Tomás de Aquino señala que «es propio de la mansedumbre apaciguar la pasión de la ira»[1]. Quizá con frecuencia nos preguntamos por qué hay situaciones o personas que logran enfadarnos. A veces nos vemos sorprendidos por un sentimiento de ira o la sentimos fraguarse en nuestro corazón. Está claro que la ira puede estar presente en nuestra vida y que amenaza eficazmente nuestra paz y la de quienes tenemos cerca.


Uno de sus efectos es que «impide, a causa de su impulso, el que el ánimo del hombre juzgue libremente la verdad»[2]. Por lo tanto, un primer paso para vencerla puede ser conocernos lo mejor posible: saber cómo son nuestros enfados, cómo llegan y cómo se van. Ese conocimiento, junto con la gracia que pedimos a Jesús, que es «manso y humilde de corazón», son las bases firmes para afrontar esta batalla por lograr la paz interior. Nuestros comportamientos no surgen espontáneamente, sino que han sido gestados en nuestro corazón, a veces de manera inconsciente. Hay un obstáculo que muchas veces no detectamos y son los juicios que hacemos sobre nosotros mismos o sobre los demás, especialmente aquellos que son más críticos o negativos.


Por un lado, juzgar a los demás no es nuestra misión; no queremos hacernos como dioses en esa tarea, así que preferimos mirarlos como hijos de un mismo Padre y proyectarlos hacia la felicidad del cielo. Por otro lado, la crítica desesperanzada a nosotros mismos fácilmente puede convertirse en el caldo de cultivo de la ira. Si me siento juzgado, si siento frustración por mis aparentes resultados, es fácil que esos sentimientos influyan en la gestión de las circunstancias de cada día. Por eso, los enfados pueden servir para diagnosticar un corazón que necesita sosiego y paz interior. Al Espíritu Santo le pedimos que nos ayude a conocer bien los resortes más escondidos que impulsan nuestras acciones.


SAN PEDRO, en el evangelio de la Misa de hoy, recibe una ayuda incalculable de su Maestro. Jesús quiere sanar el corazón de Pedro, quiere recordarle que no guarda ningún rencor y que su traición no va a ser obstáculo para la misión que quiere confiarle. Por tres veces, para reparar la triple negación, le pregunta si le ama. Lo hace con delicadeza y con gradualidad. A cada pregunta le confirma la confianza absoluta en sus intenciones. Cuenta con Pedro, tal como es, para ayudar a sus hermanos. En él podemos encontrar, de alguna manera, la misión que nos ha regalado Dios a cada uno: «Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,29-30).


Podemos preguntarnos: «¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia?»[3]. Ciertamente, Pedro se entristece al oír, repetida tres veces, la pregunta sobre el amor que tenía a Jesús, ya que le hace recordar su traición. Pero con el tiempo, y con la ayuda del Espíritu Santo, esa conversación se convirtió en estímulo para su serenidad. La luz de la mirada de Jesús terminó convenciéndole de que le perdonaba de corazón; además, no le reprochó por cómo había actuado, a pesar de haber sido avisado con anterioridad. La confianza de Cristo en Pedro no había disminuido sino que aumentaba, era un dulce yugo que aligeraba su misión.


El apóstol, entonces, a pesar de la tristeza causada por el amargo recuerdo, descansó al fin. Las aguas turbulentas de su alma se calmaron con las palabras y con la mirada de Jesús. Dejó de juzgarse como había hecho hasta ese instante. Jesús deseaba que él disfrutara también de la carga ligera. Cuando nos dejamos querer por Dios descubrimos que «el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz»[4]. Junto a esa verdad de su traición, san Pedro descubría todo el cariño, la comprensión y la confianza de Cristo depositada en él: era su verdad definitiva.


JESÚS HABÍA prometido que los mansos heredarían la tierra (cfr. Mt 5,5) y ahora le mostraba a Pedro cómo acceder a ese tesoro. La posesión de la tierra es el paraíso prometido, el descanso eterno, la bienaventuranza plena y completa, el cielo. Allí nadie se sentirá juzgado, porque contemplará entusiasmado la complacencia divina. Ese descanso no es el merecido por el duro trabajo de quien ha sido fiel; eso sería mucho, pero el cielo es infinitamente más grande. «¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar?»[5].


Un conocido consejo de san Josemaría podemos aplicarlo a los momentos en los que perdemos la paz al mirar nuestras debilidades: «Serenidad. ¿Por qué has de enfadarte, si, enfadándote, ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato, y no arreglas las cosas..., y te has de desenfadar, al fin?»[6]. Además, cuando no dejamos a Dios que nos perdone, terminamos molestando al prójimo: en eso consiste la ira. Podemos rogar al Paráclito su auxilio: «Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra»[7].


Pedro cumplió lo que Jesús le volvió a pedir después de esta conversación: «Sígueme» (Jn 21,19). A nuestra Madre, esposa del Espíritu Santo, le pedimos que nos ayude a disfrutar de la mansedumbre y que nos empuje a sembrar paz y alegría hasta el último rincón de la tierra.


[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q.157, a.1. «mansuetudo proprie respicit ipsum vindictae appetitum [iram]».


[2] Ibíd., a.4, co.: «Nam ira, quam mitigat mansuetudo, propter suum impetum maxime impedit animum hominis ne libere iudicet veritatem».


[3] Benedicto XVI, Ángelus, 3-VII-2011.


[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 31.


[5] San Josemaría, Hoja informativa sobre el proceso de beatificación del Siervo de Dios, n. 1, p. 5.


[6] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 881.


[7] Francisco, Homilía, 20-V-2018.

25 de mayo de 2023

Las grandezas del Señor

 


Evangelio (Jn 17,20-26)


En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.


Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».


PARA TU RATO DE ORACION


JESÚS, ANTES de subir a la cruz por amor a cada hombre y cada mujer, quiere elevarnos hasta la altura de su amor. El Señor quiere, de alguna manera, ponernos a su mismo nivel, regalarnos todo lo que tiene, todo lo que ha recibido. Por eso nos ofrece su intimidad con Dios Padre. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,22), leemos en el evangelio de la Misa de hoy. Jesús quiere que el Padre, de alguna manera, nos mire con el mismo orgullo con que le mira a él. Y para heredar todo este patrimonio es importante comprender, ante todo, «que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios (...). Si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don»[1].


Jesús nos regala el Espíritu Santo, el dador de todos los dones, el amor que hay entre Dios Padre y él. Y con él nos da uno de sus frutos: la longanimidad, que es grandeza de ánimo ante las dificultades. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes»[2], decía san Josemaría. Hemos sido llamados a recibir un amor infinito, pero muchas veces nuestra capacidad no se corresponde con las ansias de dilatarse que han sido regaladas a nuestro corazón. Es posible que, con frecuencia, nos concentremos demasiado en nuestras debilidades y pecados. Sin embargo, el Espíritu Santo siempre nos empuja a mirar hacia arriba, a contemplar el horizonte, a levantarnos con más fuerza. No son nuestras obras solas las que conquistan la santidad, ni siquiera son lo más importante: es Dios quien hace que nuestra entrega, esa pequeña semilla de mostaza, se multiplique y sirva para dar sombra a tantos.


«CUANDO LA VIDA de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la autoconservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”»[3].


La Iglesia camina hacia Pentecostés con la esperanza de alcanzar este don. Quiere llenarse de longanimidad: «No mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia y conforme a tu palabra...»[4], decimos en la Santa Misa. No queremos distraernos con una visión de corto alcance. Queremos fijar la mirada en lo definitivo, en lo que no pasa, en el amor de Dios por cada uno. San Josemaría nos animaba siempre a tener la mirada puesta en el horizonte: «No contempléis nada sólo con ojos humanos, hijas e hijos míos. No miréis con la nariz pegada al muro, porque entonces no veríais más que un poco de pared, algo de suelo y la punta de vuestros zapatos, que ni siquiera estarán limpios porque se habrán manchado con el polvo del camino. Alzad la cabeza, veréis el cielo, azul o nublado, pero esperando vuestro vuelo. Los obstáculos de la sensualidad, de la soberbia, de la vanidad; en una palabra, de la idiotez humana, no son tan altos que puedan, si nosotros no queremos, cegarnos por completo la vista»[5].


«LES HE DADO a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26), continúa diciendo Jesús en el evangelio de hoy. En algunos momentos llama la atención cómo los apóstoles, elegidos por Cristo desde toda la eternidad, a veces no eran demasiado conscientes de lo que sucedía a su alrededor. Pero, en realidad, así somos también nosotros tantas veces, que nos distraemos en lo más inmediato: «Muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos (...). Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo»[6].


Lo contrario a la longanimidad es el miedo, el apocamiento, las ganas de asegurar todo, de no arriesgar nada. Dejarse vencer por el miedo es lo más fácil pero también intuimos a dónde conduce ese camino. El Espíritu libera nuestros corazones encerrados en el miedo. Transforma nuestra vida, pero lo hace a su estilo: «El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza (...). ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón»[7].


«Proclama mi alma las grandezas del Señor» (Lc 1,46). Le pedimos a nuestra Madre que descubramos como ella la grandeza del Señor y nos dejemos encender por el fuego del Espíritu para incendiar, así, toda la tierra.


24 de mayo de 2023

Tu palabra es verdad.

 



Evangelio (Jn 17, 11-19)

En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo:

“Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi alegría completa en sí mismos.

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo.

No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad”.


PARA TU RATO DE ORACION


JESÚS, AL FINAL de su oración sacerdotal, pide al Padre por la unidad de sus discípulos: «Guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17,11). Se trata de una intención que perdura a lo largo de los siglos: que todos los cristianos formemos una unidad.


«La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración. Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor –entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes– está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que “los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre (...). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad»[1].


«Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente. Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda»[2].


CONTINÚA LA SOLEMNE oración de Jesús a su Padre durante sus últimos momentos antes de la pasión: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo» (Jn 17,17-18). Nos anima, y también nos llena de responsabilidad, que Jesús haya pedido por la santidad de sus discípulos y que la ponga como fundamento para la misión que les asigna. Y no se quedó allí: después de la resurrección, les envió el Espíritu Santo para que los colmara con sus dones y con sus frutos. San Pablo explica a los gálatas que, «como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Ga 4,6-7). Somos hijos de Dios, llamados a ser santos. En este contexto de filiación divina se comprende la importancia del “temor de Dios”, don del Espíritu Santo anunciado en los salmos: «El temor del Señor es puro y eternamente estable» (19,10), «principio de la sabiduría» (111,10). San Josemaría escribió que el temor de Dios «es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»[3].


El temor de Dios como abandono confiado en la bondad de un Padre rico en misericordia le brinda nuevas perspectivas a nuestra lucha espiritual. «Nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y ante su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos (...). Adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre»[4]. El temor de Dios nos hace conscientes de los límites que tenemos como criaturas, de que hay algo grande que podemos desaprovechar. El santo temor de Dios nos da una cierta insatisfacción que nos lleva a estar atentos a ese Dios que sigue pasando a nuestro lado.


«Y POR ELLOS YO ME SANTIFICO a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Siguiendo a Jesús, decía san Josemaría: «Hemos de ser santos para santificar»[5]. Con esa conciencia de la prioridad de la gracia, podemos pedir al Espíritu Santo que nos llene de temor de Dios, para ser más humildes y dóciles a sus inspiraciones: «El Espíritu Santo abre los corazones con el don del temor de Dios. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados. Cuando estamos invadidos por el temor de Dios estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia»[6].


Somos hijos de Dios con la misión de reconciliar al mundo con Dios, de llevarlo a su felicidad plena. El temor de Dios no lleva al apocamiento: «Es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino que son movidos y conquistados por su amor»[7]. Otra consecuencia del temor de Dios en el alma es el rechazo de lo que pueda ofender al Padre amado: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»[8].


Podemos acudir a la Virgen Santísima, llena de gracia, para que nos alcance de Dios «el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad»[9].

23 de mayo de 2023

¡Somos apóstoles!

 



Evangelio (Jn 17,1-11a)


Jesús, después de pronunciar estas palabras, elevó sus ojos al cielo y dijo:


—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste potestad sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera.


»He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos.


»Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.


PARA TU RATO DE ORACION


PABLO se está dirigiendo a Jerusalén, donde le «esperan cadenas y tribulaciones» (Hch 20,23). Al pasar por Mileto, decide enviar un mensaje a Éfeso para convocar a los presbíteros de la Iglesia. El apóstol es consciente de que, con mucha probabilidad, será la última vez que le verán. Por eso, una vez reunidos, pronuncia emocionado un discurso en el que deja entrever aquello que ha dado sentido a su existencia. Desde que Cristo se le apareció camino a Damasco, no ha dejado de anunciar a todos los hombres «la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús» (Hch 20,21). Y aunque esto le haya acarreado todo tipo de dificultades, lo único que tiene valor para él es ser fiel a esa misión que Dios le ha encomendado: «A mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios» (Hch 20,24).


En estas semanas de Pascua, que están llegando a su fin, hemos meditado la verdad central de nuestra fe: la resurrección de Jesús. Como lo reconoce san Pablo, se trata de un auténtico tesoro que hemos recibido no solamente para custodiarlo, sino para compartirlo con los demás. Los dones de Dios son otorgados para el bien de todos; esto en ocasiones implica dejar a un lado las propias seguridades para emprender la carrera divina de ser apóstol. «Seguir, acompañar a Cristo, permanecer con él exige un salir. Salir de sí mismos, de un modo de vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de cerrarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creativa de Dios»[1]. En realidad, el mismo Dios llevó a cabo esta lógica de apertura: se hizo uno de nosotros, salió a nuestro encuentro, para darnos su misericordia y su salvación.


PODRÍA parecer que Pablo, al vivir únicamente para cumplir el encargo que recibió del Señor, no tuvo más expectativas o proyectos personales. En una ocasión, le hicieron un planteamiento similar a don Javier Echevarría cuando fue elegido segundo sucesor de san Josemaría: «¿Usted ha podido ser usted?». En su respuesta, don Javier echa una mirada atrás y pone de manifiesto, al igual que en el discurso de san Pablo, lo que Dios ha obrado en su existencia: «Sí que he tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo más estrechos, unos vuelos más cortos (…). Yo, como hombre de mi tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona ambiciosamente realizada»[2].


Dios cuenta con nuestros dones y con nuestra personalidad para dar forma al anuncio de salvación a todos los hombres. Jesús no eligió doce apóstoles idénticos. Algunos fueron más entusiastas o impulsivos, otros más bien introvertidos o reflexivos. Cada uno contribuyó a la expansión del cristianismo de modos diversos en función de su carácter, de su experiencia y de la gente a la que se dirigía. Además, sería extraño pensar que Dios, como Padre que nos ha creado con amor, al llamarnos a compartir la vida con él, es menos creativo que nosotros. Los apóstoles no percibieron su vocación como un encargo externo, ajeno a sus cualidades y a sus deseos más profundos. En realidad, vieron cómo sus propios talentos se ponían en juego y sus aspiraciones se colmaban cuando se dejaban guiar por el Espíritu Santo. Por eso san Pablo dice, cuando ve que poco a poco se acerca su final, que lo único que le importa es «ser testigo del Evangelio» (Hch 20,24): en todos esos años ha experimentado el atractivo y la pasión inigualable de ser fiel a la vocación que Jesús le dio.


SAN PABLO resume así su vida de apóstol: «Nunca me he reservado nada» (Hch 20,27). Desde que había conocido a Cristo, era incapaz de darse a medias: quien ha experimentado el «Amor con mayúscula, el término medio es muy poco, es cicatería, cálculo ruin»[3]. Su vocación le llevó a dedicar todas sus fuerzas al ideal que iluminaba su existencia. «¿Cuál es entonces mi recompensa? –se preguntaba en la carta a los Corintios–. Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, sin hacer valer mis derechos por el Evangelio» (1 Co 9,18).


El prelado del Opus Dei ha recordado con frecuencia que «no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles!»[4]. El deseo de acercar almas a Dios no se limita solamente a unas horas concretas o a una tarea determinada: el corazón de un apóstol late en todo momento. Si pensamos en las personas que han marcado positivamente nuestra vida –unos padres que nos han hecho crecer, un profesor que supo sacar lo mejor de nosotros mismos, un amigo con el que siempre se puede contar…– es posible que podamos notar un rasgo común: la magnanimidad. Difícilmente podrían habernos cambiado si se hubieran limitado a cumplir su cometido más inmediato: asegurar el sustento material, dar una lección, dedicar algo de tiempo…


De un modo similar, un apóstol deja huella en las almas cuando se excede, cuando procura no dejarse llevar por cálculos o acepción de personas. Por eso san Josemaría consideraba la magnanimidad como «la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»[5]. El magnánimo no se conforma con dar algo de su tiempo o de sus fuerzas: se da por entero; sigue, de alguna manera, la lógica de la Virgen María: entregó su corazón a Dios y él, a su vez, la hizo capaz de acoger a todos los hombres.



22 de mayo de 2023

No estoy solo




 Evangelio (Jn 16, 29-33)

En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:

—Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación: ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios.

—¿Ahora creéis? —les dijo Jesús—. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.


PARA TU RATO DE ORACION 


CUANDO SAN PABLO llegó a Éfeso, «encontró unos discípulos y les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?”» (Hch 19,1-2). Llama la atención que la primera pregunta del apóstol de las gentes sea precisamente sobre el conocimiento acerca de la tercera persona de la Santísima Trinidad; esto manifiesta la prioridad que tenía en la iglesia primitiva y que sigue teniendo ahora. «Contestaron: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo”. Él les dijo: “Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?”. Respondieron: “El bautismo de Juan”» (vv. 2-3).


San Pablo quería que quienes abrazaban la fe conocieran la profundidad de la vida de Dios; en este caso, les aclara que «“Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que iba a venir después de él, es decir, en Jesús”. Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús» (vv. 4-5). En la escena vemos una comunidad que, además del Bautismo, recibió la Confirmación en la fe con el don del Paráclito: «Cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres» (vv. 6-7).


En el sacramento de la Confirmación nosotros también recibimos el Espíritu Santo «para comprometernos más plenamente en la batalla que libra la Iglesia contra el pecado (...). Para que podáis trabajar con fe profunda y caridad constante, para ayudar a que el mundo consiga los frutos de la reconciliación y de la paz»[1]. En nuestro camino de preparación para la fiesta de Pentecostés, podemos preguntarnos: «¿Qué sitio ocupa en nuestra vida el Espíritu Santo? ¿Soy capaz de escucharlo? ¿Soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? (...). ¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida, y también todos los días? ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? (...). Pidamos la gracia de aprender ese lenguaje para escuchar al Espíritu Santo»[2].


EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy se lee el discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor quiere preparar a sus discípulos para lo que ocurrirá dentro de pocas horas. Después de la alegoría de la vid y los sarmientos, el maestro les promete que enviará al Espíritu Santo. «Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”» (Jn 16,29-32).


«Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización, y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser todavía más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad»[3]. Jesús demuestra a sus discípulos que conoce lo que va a suceder; sabe que padecerá sufrimientos y les asegura que, a pesar de todo, él seguirá ofreciéndose como fundamento para que su fe no decaiga. Cristo confía en el amor del Padre; ese será su consuelo y el de sus discípulos en el futuro: «No estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16,32).


Después de la Resurrección, los apóstoles recordarían estas palabras como un bálsamo, al ver que se había cumplido el resto del discurso. El Señor no había prometido a los discípulos una vida sin inquietudes ni problemas, sino que les anunció con realismo la misión apostólica. Sin embargo, también les dio la clave para superarlas: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). La vida del cristiano en la tierra entraña un esfuerzo constante para luchar con uno mismo y procurar encontrar en Dios el fundamento, abandonar en él nuestra alegría y nuestra paz. «Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz –decía san Josemaría–. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz»[4].


«OS HE HABLADO de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Podemos pedir al Señor que nos conceda y nos aumente la paciencia, fruto del Espíritu Santo que «es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar dentro de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús»[5]. La paciencia nos ayuda a «soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias»[6]; nos ayuda a mantener la esperanza en la propia lucha, a pesar de nuestras debilidades. Decía san Josemaría: «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer»[7].


Ante las dificultades externas o las contrariedades que pueden surgir en el trato con los demás, nos servirá el consejo de Jesús: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Si entramos en esa escuela, aprenderemos a «ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios»[8]. Es verdad que siempre «se presentan ocasiones en las que surge la impaciencia: interrupciones imprevistas en el trabajo, retrasos que hacen esperar, pequeñas o grandes contrariedades del día a día. Pensemos –¡hablemos!– enseguida con el Señor: ¡más paciencia has tenido tú conmigo, Jesús! La impaciencia, además de lo que pueda tener de reacción instintiva, es falta de mortificación interior y, en su raíz, falta de caridad. Al revés, la comprensión, la disculpa, la paz, son efecto del cariño a Dios y a los demás. Ante cualquier movimiento de impaciencia, procuremos sonreír y rezar por quien interrumpe, hace esperar o nos cansa en un momento determinado y ofrecérselo al Señor con alegría (...). Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda»[9].