"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de diciembre de 2014

ULTIMO DIA DEL AÑO Te Deum Laudamus - Accion de Gracias

Juan 1,1-18.

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.  Al principio estaba junto a Dios.  


Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. 



En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. 



Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.  El no era la luz, sino el testigo de la luz. 



La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. 



Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.  Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. 



Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. 



Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. 



Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 



Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". 



De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia:  Porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. 



Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. 

ES EL MOMENTO DEL BALANCE

— Un día de balance. Nuestro tiempo es breve. Es parte muy importante de la herencia recibida de Dios.
— Actos de contrición por nuestros errores y pecados cometidos en este año que termina. Acciones de gracias por los muchos beneficios recibidos.
— Propósitos para el año que comienza.
I. Hoy, es un buen momento para hacer balance del año que ha pasado y propósitos para el que comienza. Buena oportunidad para pedir perdón por lo que no hicimos, por el amor que faltó; buena ocasión para dar gracias por todos los beneficios del Señor.
La Iglesia nos recuerda que somos peregrinos. Ella misma está «presente en el mundo y, sin embargo, es peregrina»1. Se dirige hacia su Señor «peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»2.
Nuestra vida es también un camino lleno de tribulaciones y de «consuelos de Dios». Tenemos una vida en el tiempo, en la cual nos encontramos ahora, y otra más allá del tiempo, en la eternidad, hacia la cual se dirige nuestra peregrinación. El tiempo de cada uno es una parte importante de la herencia recibida de Dios; es la distancia que nos separa de ese momento en el que nos presentaremos ante nuestro Señor con las manos llenas o vacías. Solo ahora, aquí, en esta vida, podemos merecer para la otra. En realidad, cada día nuestro es «un tiempo» que Dios nos regala para llenarlo de amor a Él, de caridad con quienes nos rodean, de trabajo bien hecho, de ejercitar las virtudes..., de obras agradables a los ojos de Dios. Ahora es el momento de hacer el «tesoro que no envejece». Este es, para cada uno, el tiempo propicio, este es el día de la salud3. Pasado este tiempo, ya no habrá otro.
El tiempo del que cada uno de nosotros dispone es corto, pero suficiente para decirle a Dios que le amamos y para dejar terminada la obra que el Señor nos haya encargado a cada uno. Por eso nos advierte San Pablo: andad con prudencia, no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo4, pues pronto viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar5. «Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno»6.
San Pablo, considerando la brevedad de nuestro paso por la tierra y la insignificancia que tienen las cosas en sí mismas, dice: pasa la sombra de este mundo7. Esta vida, en comparación de la que nos espera, es como su sombra.
La brevedad del tiempo es una llamada continua a sacarle el máximo rendimiento de cara a Dios. Hoy, en nuestra oración, podríamos preguntarnos si Dios está contento con la forma en que hemos vivido el año que ha pasado. Si ha sido bien aprovechado o, por el contrario, ha sido un año de ocasiones perdidas en el trabajo, en el apostolado, en la vida de familia; si hemos abandonado con frecuencia la Cruz, porque nos hemos quejado con facilidad al encontrarnos con la contradicción y con lo inesperado.
Cada año que pasa es una llamada para santificar nuestra vida ordinaria y un aviso de que estamos un poco más cerca del momento definitivo con Dios.
No nos cansemos de hacer el bien, que a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Por consiguiente, mientras hay tiempo hagamos el bien a todos8.
II. Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancia, malhumor, mal carácter, distracciones más o menos voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y de desagravio. Miramos cada uno de los días del año y «cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido»9. Ni un solo día se escapa a esta realidad: han sido muchas nuestras faltas y nuestros errores. Sin embargo, son incomparablemente mayores los motivos de agradecimiento, en lo humano y en lo sobrenatural. Son incontables las mociones del Espíritu Santo, las gracias recibidas en el sacramento de la Penitencia y en la Comunión eucarística, los cuidados de nuestro Ángel Custodio, los méritos alcanzados al ofrecer nuestro trabajo o nuestro dolor por los demás, las numerosas ayudas que de otros hemos recibido. No importa que de esta realidad solo percibamos ahora una parte muy pequeña. Demos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante el año.
«Es menester sacar fuerzas de nuevo para servir y procurar no ser ingratos, porque con esa condición las da el Señor; que si no usamos bien del tesoro y del gran estado en que nos pone, nos lo tornará a tomar y nos quedaremos muy más pobres, y dará Su Majestad las joyas a quien luzca y aproveche con ellas a sí y a los otros. Pues, ¿cómo aprovechará y gastará con largueza el que no entiende que está rico? Es imposible, conforme a nuestra naturaleza, a mi parecer, tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios, porque somos tan miserables y tan inclinados a cosas de tierra, que mal podrá aborrecer todo lo de acá de hecho con gran desasimiento, quien no entiende tiene alguna prenda de lo de allá»10.
Terminar el año pidiendo perdón por tantas faltas de correspondencia a la gracia, por tantas veces como Jesús se puso a nuestro lado y no hicimos nada por verle y le dejamos pasar; a la vez, terminar el año agradeciendo al Señor la gran misericordia que ha tenido con nosotros y los innumerables beneficios, muchos de ellos desconocidos por nosotros mismos, que nos ha dado el Señor.
Y junto a la contrición y el agradecimiento, el propósito de amar a Dios y de luchar por adquirir las virtudes y desarraigar nuestros defectos, como si fuera el último año que el Señor nos concede.
III. En estos últimos días del año que termina y en los comienzos del que empieza nos desearemos unos a otros que tengamos un buen año. Al portero, a la farmacéutica, a los vecinos..., les diremos ¡Feliz año nuevo! o algo semejante. Un número parecido de personas nos desearán a nosotros lo mismo, y les daremos las gracias.
Pero, ¿qué es lo que entienden muchas gentes por «un año bueno», «un año lleno de felicidad», etcétera? «Es, a no dudarlo, que no sufráis en este año ninguna enfermedad, ninguna pena, ninguna contrariedad, ninguna preocupación, sino al contrario, que todo os sonría y os sea propicio, que ganéis bastante dinero y que el recaudador no os reclame demasiado, que los salarios se vean incrementados y el precio de los artículos disminuya, que la radio os comunique cada mañana buenas noticias. En pocas palabras, que no experimentéis ningún contratiempo»11.
Es bueno desear estos bienes humanos para nosotros y para los demás, si no nos separan de nuestro fin último. El año nuevo nos traerá, en proporciones desconocidas, alegrías y contrariedades. Un año bueno, para un cristiano, es aquel en el que unas y otras nos han servido para amar un poco más a Dios. Un año bueno, para un cristiano, no es aquel que viene cargado, en el supuesto de que fuera posible, de una felicidad natural al margen de Dios. Un año bueno es aquel en el que hemos servido mejor a Dios y a los demás, aunque en el plano humano haya sido un completo desastre. Puede ser, por ejemplo, un buen año aquel en el que apareció la grave enfermedad, tantos años latente y desconocida, si supimos santificarnos con ella y santificar a quienes estaban a nuestro alrededor.
Cualquier año puede ser «el mejor año» si aprovechamos las gracias que Dios nos tiene reservadas y que pueden convertir en bien la mayor de las desgracias. Para este año que comienza Dios nos ha preparado todas las ayudas que necesitamos para que sea «un buen año». No desperdiciemos ni un solo día. Y cuando llegue la caída, el error o el desánimo, recomenzar enseguida. En muchas ocasiones, a través del sacramento de la Penitencia.
¡Que tengamos todos «un buen año»! Que podamos presentarnos delante del Señor, una vez concluido, con las manos llenas de horas de trabajo ofrecidas a Dios, apostolado con nuestros amigos, incontables muestras de caridad con quienes nos rodean, muchos pequeños vencimientos, encuentros irrepetibles en la Comunión...
Hagamos el propósito de convertir las derrotas en victorias, acudiendo al Señor y recomenzando de nuevo.
Pidamos a la Virgen la gracia de vivir este año que comienza luchando como si fuera el último que el Señor nos concede.

30 de diciembre de 2014

6ª dìa de la octava de Navidad

Lucas 2,22.36-40.

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. 

Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. 

Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. 


Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. 


El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él. 

SOMOS HIJOS DE DIOS ESTA VERDAD LO PUEDE TODO

— Jesucristo es siempre nuestra seguridad en medio de las dificultades y tentaciones que podamos padecer. Con Él se ganan todas las batallas.
— Sentido de nuestra filiación divina. Confianza en Dios. Él nunca llega tarde para socorrernos.
— Providencia. Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios.
I. La historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María1. Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas2. A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No tengáis miedo3. Este comienzo de la entrada de Dios en el mundo marca un estilo propio de la presencia de Jesús entre los hombres.
Más tarde, acompañado ya de sus discípulos, atravesaba Jesús un día el pequeño mar de Galilea. Y se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca4. San Marcos precisa el momento histórico del suceso: fue por la tarde del día en el que Jesús habló de las parábolas sobre el reino de los cielos5. Después de esta larga predicación, se explica que el Señor, cansado, se durmiese mientras navegaban.
La tormenta debió de ser imponente. Aquellas gentes, aunque estaban acostumbradas al mar, se vieron, sin embargo, en peligro. Y recurrieron angustiadas a Jesús: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Los Apóstoles respetarían al principio el sueño del Maestro (¡muy cansado tenía que estar para no despertarse!), y ponen los medios a su alcance para hacer frente al peligro: arriaron las velas, tomaron los remos con fuerza, achicaron el agua que comenzaba a entrar en la barca... Pero el mar se embravecía más y más, y el peligro de naufragio era inminente. Entonces, inquietos, con miedo, acuden al Señor como único y definitivo recurso. Le despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?6.
¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias que nos rodean: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. El temor es un fenómeno cada vez más extendido. Se tiene miedo de casi todo. Muchas veces es el resultado de la ignorancia, del egoísmo (la excesiva preocupación por uno mismo, la ansiedad por males que tal vez nunca llegarán, etc.) pero, sobre todo, es consecuencia de que en ocasiones apoyamos la seguridad de nuestra vida en fundamentos muy frágiles. Nos podríamos olvidar de una verdad esencial: Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. No se trata de ser insensibles ante los acontecimientos, sino de aumentar nuestra confianza y de poner, en cada caso, los medios humanos a nuestro alcance. No debemos olvidar jamás que estar cerca de Jesús, aunque parezca que duerme, es estar seguros. En momentos de turbación, de prueba, Jesús no se olvida de nosotros: «nunca falló a sus amigos»7, nunca.
II. Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos. Aun en los casos que parezcan más extremos, Dios llega siempre, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner, dan al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante los acontecimientos y circunstancias adversas.
«Si no le dejas, Él no te dejará»8. Y nosotros –se lo decimos en nuestra oración personal– no queremos dejarle. Junto a Él se ganan todas las batallas, aunque, con mirada corta, parezca que se pierden. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio nosotros, en Dios, somos lo permanente»9. Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades. San Pablo alentaba a los primeros cristianos de Roma, ante un panorama humanamente difícil, con estas palabras: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra.?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios10. El cristiano es, por vocación, un hombre entregado a Dios, y a Él ha entregado también todo cuanto pueda acontecerle.
Otra vez instruía el Señor a las gentes acerca del amor y cuidado que Dios tiene por cada criatura. Quienes le escuchan son personas sencillas y honradas que alaban la majestad de Dios, pero a las que les falta esa peculiar confianza de hijos en su Padre Dios.
Es probable que en el preciso momento en que se dirigía a su auditorio, pasara cerca una bandada de pájaros buscando cobijo en un lugar cercano. ¿Quién se preocupa de ellos? ¿Acaso las amas de casa no solían comprarlos por unos pocos céntimos para mejorar sus comidas ordinarias? Estaban al alcance del más modesto bolsillo. Tenían poco valor.
El Señor los señalaría con un ademán, a la vez que decía a su auditorio: «Ni uno solo de estos gorriones está olvidado por Dios». Dios los conoce a todos. Ninguno de ellos cae al suelo sin el consentimiento de vuestro Padre. Y el Señor vuelve a darnos confianza: No temáis, vosotros valéis más que muchos pájaros11. Nosotros no somos criaturas de un día, sino sus hijos para siempre. ¿Cómo no se va a cuidar de nuestras cosas? No temáis. Nuestro Dios nos ha dado la vida y nos la ha dado para siempre. Y el Señor nos dice: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis12. «Todo hombre, con tal que sea amigo de Dios –son palabras de Santo Tomás–, debe tener confianza en ser librado por Él de cualquier angustia... Y como Dios ayuda de modo especial a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios»13. La única condición: ser amigos de Dios, vivir como hijos suyos.
III. «Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor»14. En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro «descanso», nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Echad sobre Él vuestras preocupaciones –decía San Pedro a los primeros cristianos–, pues Él tiene cuidado de vosotros15.
La filiación divina no puede considerarse como algo metafórico: no es simplemente que Dios nos trate como un padre y quiera que le tratemos como hijos; el cristiano es, por la fuerza santificadora del mismo Dios presente en su ser, hijo de Dios. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo ser del hombre, hasta el punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser16.
La filiación divina es el fundamento de la libertad, seguridad y alegría de los hijos de Dios, y en donde el hombre encuentra la protección que necesita, el calor paternal y la seguridad del futuro, que le permite un sencillo abandono ante las incógnitas del mañana y le confiere el convencimiento de que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una última razón de bien: Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios17. Los mismos errores y desviaciones del camino acaban siendo para bien, porque «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho...»18.
El saberse hijo de Dios hace adquirir al cristiano, en todas las circunstancias de su vida, un modo de ser en el mundo esencialmente amoroso, que es una de las manifestaciones principales de la virtud de la fe; el hombre que se sabe hijo de Dios no pierde la alegría, como no pierde la serenidad. La conciencia de la filiación divina libera al hombre de tensiones inútiles y, cuando por su debilidad se descamina, si verdaderamente se siente hijo de Dios, es capaz de volver a Él, seguro de ser bien recibido.
La consideración de la Providencia nos ayudará a dirigirnos a Dios, no como a un Ser lejano, indiferente y frío, sino como a un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y que ha puesto un Ángel –como esos Ángeles que anunciaron a los pastores el Nacimiento del Señor– para que nos guarde en todos nuestros caminos.
La serenidad que esta verdad comunica a nuestro modo de ser y de vivir no procede de permanecer de espaldas a la realidad, sino de verla con optimismo, porque confiamos siempre en la ayuda del Señor. «Esta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios: estos, en la adversidad, se quejan y murmuran; a nosotros las cosas adversas no nos apartan de la virtud, sino que nos afianzan en ella»19, porque sabemos que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados.
Estemos siempre con paz. Si de verdad buscamos a Dios, todo será ocasión para mejorar.
Al terminar nuestra oración hagamos el propósito de acudir a Jesús, presente en el Sagrario, siempre que las contradicciones, las dificultades o la tribulación nos pongan en situación de perder la alegría y la serenidad. Acudamos a María, a la que contemplamos en el belén tan cercana a su Hijo. Ella nos enseñará en estos días llenos de paz de la Navidad, y siempre, a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas.

29 de diciembre de 2014

Lunes, 5 día de la Octava de Navidad

Lucas 2,22-35.

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. 


También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. 

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. 


Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, 


Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: 


"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación  que preparaste delante de todos los pueblos:  luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".

 
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: 


"Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".

CRISTIANOS EN MEDIO DEL MUNDO

— A los cristianos nos toca crear un orden más justo, más humano.
— Algunas consecuencias del compromiso personal de los cristianos.
— Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres. Justicia y misericordia.
I. De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna, nos dice San Juan en el comienzo de la Misa de hoy1.
El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del mundo y de cada hombre. Viene en primer lugar para darnos la vida eterna, como anticipo en nuestra existencia terrena y como posesión plena después de la muerte. Se hace hombre para llamar a los pecadores2, para salvar lo que estaba perdido3, para comunicarles a todos la vida divina4.
Durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que este sufre por parte de los romanos. Manifiesta en diversas ocasiones que no quiere ser un Mesías político o un libertador del yugo romano. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, en el que caímos y fuimos reducidos a la condición de esclavos; libertad de la muerte eterna, consecuencia también del pecado; libertad del dominio del demonio, pues el hombre puede vencer ya al pecado con el auxilio de la gracia; libertad de la vida según la carne, que se opone a la vida sobrenatural: «La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo nos ha restituido la capacidad –de la que nos había privado el pecado– de amar a Dios por encima de todo y permanecer en comunión con Él»5.
El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el fin de los tiempos.
A los cristianos nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación– contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal6. La solicitud de la Iglesia por los problemas sociales deriva de su misión espiritual y se mantiene en los límites de esa misión. Ella, en cuanto tal, no tiene como misión los asuntos temporales7. Sigue así a Cristo que afirmó que su reino no es de este mundo8, se negó expresamente a ser constituido juez o promotor de la justicia humana9.
Sin embargo, ningún cristiano debe renunciar a poner todo lo que esté de su parte para resolver los grandes problemas sociales que afectan hoy a la humanidad. «Que cada uno se examine –pedía Pablo VI– para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía. No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo esto no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal es la primera exigencia»10.
Podemos preguntarnos en nuestra oración si ponemos los medios y el interés necesario para conocer bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, si procuramos –en la medida en que esté de nuestra parte– que las leyes y costumbres reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a las leyes sobre la familia, educación, salarios, derecho al trabajo, etc. El Señor, que nos contempla desde la gruta de Belén, estará contento con nosotros si realmente estamos empeñados en hacer un mundo más justo en la gran ciudad o en el pueblo donde vivimos, en el barrio, en la empresa donde trabajamos, en la familia donde se desarrolla nuestra vida.
II. La solución última para instaurar la justicia y la paz en el mundo reside en el corazón humano, pues cuando este se aleja de Dios se constituye en la fuente de la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes11. Por eso no podemos olvidar en ningún momento que cuando –mediante el apostolado personal– tratamos de hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo tiempo, cuando procuramos que el ambiente –social, familiar, laboral– en el que vivimos sea más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido y amado.
La decisión de vivir la virtud de la justicia, sin recortes, nos llevará a pedir cada día por los responsables del bien común –gobernantes, empresarios, dirigentes sindicales, etc.–, pues de ellos depende en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos. A la vez, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal sin inhibiciones y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos urge la Iglesia: pagando lo que es debido a las personas que nos prestan un servicio; haciendo lo posible para mejorar las condiciones de vida de los más necesitados; comportándonos ejemplarmente, con competencia y dedicación profesional, en nuestro trabajo; ejercitando con responsabilidad e iniciativa nuestros derechos y deberes ciudadanos; participando en las diversas asociaciones a las que podamos llevar, junto con otras personas de buena voluntad, un sentido más humano y más cristiano. Y esto, aunque nos cueste un tiempo del que normalmente no disponemos; si nos esforzamos, el Señor alargará nues-tro día.
El programa de vida que nos ha dejado el Señor lleva consigo el mayor cambio que puede darse en la humanidad. Nos dice que todos somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos: esto incide de modo profundo en las relaciones entre los hombres; a todos nos ha dado el Señor los bienes de la tierra para ser buenos administradores; a todos nos ha prometido la vida eterna. Los logros que a lo largo de los siglos ha conseguido la doctrina de Cristo –la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la dignidad de la mujer, la protección de huérfanos y viudas, la atención a enfermos y marginados...– son consecuencia del sentido de fraternidad que lleva consigo la fe cristiana. En nuestro ambiente profesional y social, ¿se puede decir de nosotros que estamos verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, haciendo un mundo más justo, más humano?
Con palabras de San Josemaría Escrivá recordamos: «Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se transmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.
»(...) Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»12De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito...
III. Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres: «aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación»13. La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. Es más, la estricta justicia «puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida humana»14, y puede terminar «en un sistema de opresión de los más débiles por los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros»15.
La justicia y la misericordia se sostienen y se fortalecen mutuamente. «Únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios»16.
Y la caridad sin justicia no sería verdadera caridad, sino un simple intento de tranquilizar la conciencia. Sin embargo, nos encontramos con personas que se llaman a sí mismas «cristianas» pero «prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer.
»La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad»17.
La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos nos decidimos a llevar las exigencias del Evangelio a la propia vida personal, a la familia, al trabajo, al mundo en que diariamente nos movemos y del que participamos cambiaríamos la sociedad haciéndola más justa y más humana. El Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo. No nos desanime el que nos parezca que aquello que está a nuestro alcance es, quizá, poca cosa. Así transformaron el mundo los primeros cristianos: con una labor diaria, concreta y, en muchos casos, pequeña a primera vista.

28 de diciembre de 2014

DOMINGO DE NAVIDAD FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

Lucas     2: 22 - 40

Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.»

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones.

Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.


Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

SAGRADA FAMILIA. Comienza un año Mariano

Imagen de la Sagrada Familia que preside el Oratorio de CC Sutò en Santa Cruz (Bolivia)

Hoy comienza el año Mariano de la familia. Una año para rezar por todas las familias de todo el mundo. El Prelado del Opus Dei, monseñor Javier Echevarría, ha convocado un año mariano que inicia el próximo 28 de diciembre para rezar por la familia. Precisamente en ese día se celebra la festividad litúrgica de la Sagrada Familia. El año mariano finalizará en la misma fiesta de 2015, que tendrá lugar el 27 de diciembre. 
De este modo, se desea "poner en las manos de la Virgen todas las necesidades de la Iglesia y de la humanidad, y secundar fielmente las intenciones del Papa", ha señalado el Prelado.
El Prelado ha extendido esta invitación a todas aquellas personas que reciben formación cristiana a través de las actividades organizadas por la Prelatura. 
Entre otras sugerencias para vivir este año mariano, el Prelado invita a rezar en familia y con especial devoción las diversas oraciones dedicadas a la Madre de Dios, como el rosario y el Ángelus. "A través de la Virgen –ha dicho Mons. Echevarría– el Señor derramará abundantes gracias sobre la Iglesia y la sociedad civil".
— Jesús quiso comenzar la Redención del mundo enraizado en una familia.
— La misión de los padres. Ejemplo de María y de José.
— La Sagrada Familia, ejemplo para todas las familias.
I. Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él1.
El Mesías quiso comenzar su tarea redentora en el seno de una familia sencilla, normal. Lo primero que santificó Jesús con su presencia fue un hogar. Nada ocurre de extraordinario en estos años de Nazaret, donde Jesús pasa la mayor parte de su vida.
José era el cabeza de familia; como padre legal, él era quien sostenía a Jesús y a María con su trabajo. Es él quien recibe el mensaje del nombre que ha de poner al Niño: Le pondrás por nombre Jesús; y los que tienen como fin la protección del Hijo: Levántate, toma al Niño y huye a Egipto. Levántate, toma al Niño y vuelve a la patria. No vayas a Belén, sino a Nazaret. De él aprendió Jesús su propio oficio, el medio de ganarse la vida. Jesús le manifestaría muchas veces su admiración y su cariño.
De María, Jesús aprendió formas de hablar, dichos populares llenos de sabiduría, que más tarde empleará en su predicación. Vio cómo Ella guardaba un poco de masa de un día para otro, para que se hiciera levadura; le echaba agua y la mezclaba con la nueva masa, dejándola fermentar bien arropada con un paño limpio. Cuando la Madre remendaba la ropa, el Niño la observaba. Si un vestido tenía una rasgadura buscaba Ella un pedazo de paño que se acomodase al remiendo. Jesús, con la curiosidad propia de los niños, le preguntaba por qué no empleaba una tela nueva; la Virgen le explicaba que los retazos nuevos cuando se mojan tiran del paño anterior y lo rasgan; por eso había que hacer el remiendo con un paño viejo... Los vestidos mejores, los de fiesta, solían guardarse en un arca. María ponía gran cuidado en meter también determinadas plantas olorosas para evitar que la polilla los destrozara. Años más tarde, esos sucesos aparecerán en la predicación de Jesús. No podemos olvidar esta enseñanza fundamental para nuestra vida corriente: «la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor a Dios!»2.
Entre José y María había cariño santo, espíritu de servicio, comprensión y deseos de hacerse la vida feliz mutuamente. Así es la familia de Jesús: sagrada, santa, ejemplar, modelo de virtudes humanas, dispuesta a cumplir con exactitud la voluntad de Dios. El hogar cristiano debe ser imitación del de Nazaret: un lugar donde quepa Dios y pueda estar en el centro del amor que todos se tienen.
¿Es así nuestro hogar? ¿Le dedicamos el tiempo y la atención que merece? ¿Es Jesús el centro? ¿Nos desvivimos por los demás? Son preguntas que pueden ser oportunas en nuestra oración de hoy, mientras contemplamos a Jesús, a María y a José en la fiesta que les dedica la Iglesia.
II. En la familia, «los padres deben ser para sus hijos los primeros educadores de la fe, mediante la Palabra y el ejemplo»3. Esto se cumplió de manera singularísima en el caso de la Sagrada Familia. Jesús aprendió de sus padres el significado de las cosas que le rodeaban.
La Sagrada Familia recitaría con devoción las oraciones tradicionales que se rezaban en todos los hogares israelitas, pero en aquella casa todo lo que se refería a Dios particularmente tenía un sentido y un contenido nuevo. ¡Con qué prontitud, fervor y recogimiento repetiría Jesús los versículos de la Sagrada Escritura que los niños hebreos tenían que aprender!4. Recitaría muchas veces estas oraciones aprendidas de labios de sus padres.
Al meditar estas escenas, los padres han de considerar con frecuencia las palabras del Papa Pablo VI recordadas por Juan Pablo II: «¿Enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad: confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos? ¿Rezáis el Rosario en familia? (...) ¿Sabéis rezar con vuestros hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común, vale una lección de vida, vale un acto de culto de mérito singular; lleváis de este modo la paz al interior de los muros domésticos: Pax huic domui. Recordad: así edificáis la Iglesia»5.
Los hogares cristianos, si imitan el que formó la Sagrada Familia de Nazaret, serán «hogares luminosos y alegres»6, porque cada miembro de la familia se esforzará en primer lugar en su trato con el Señor, y con espíritu de sacrificio procurará una convivencia cada día más amable.
La familia es escuela de virtudes y el lugar ordinario donde hemos de encontrar a Dios. «La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
»Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...»7.
Esta virtudes fortalecerán la unidad que la Iglesia nos enseña a pedir: Tú, que al nacer en una familia fortaleciste los vínculos familiares, haz que las familias vean crecer la unidad8.
III. Una familia unida a Cristo es un miembro de su Cuerpo místico y ha sido llamada «iglesia doméstica»9. Esa comunidad de fe y de amor se ha de manifestar en cada circunstancia, como la Iglesia misma, como testimonio vivo de Cristo. «La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino, como la esperanza de la vida bienaventurada»10. La fidelidad de los esposos a su vocación matrimonial les llevará incluso a pedir la vocación de sus hijos para dedicarse con abnegación al servicio del Señor.
En la Sagrada Familia cada hogar cristiano tiene su ejemplo más acabado; en ella, la familia cristiana puede descubrir lo que debe hacer y el modo de comportarse, para la santificación y la plenitud humana de cada uno de sus miembros. «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida»11.
La familia es la forma básica y más sencilla de la sociedad. Es la principal «escuela de todas las virtudes sociales». Es el semillero de la vida social, pues es en la familia donde se ejercita la obediencia, la preocupación por los demás, el sentido de responsabilidad, la comprensión y ayuda, la coordinación amorosa entre las diversas maneras de ser. Esto se realiza especialmente en las familias numerosas, siempre alabadas por la Iglesia12. De hecho, se ha comprobado que la salud de una sociedad se mide por la salud de las familias. De aquí que los ataques directos a la familia (como es el caso de la introducción del divorcio en la legislación) sean ataques directos a la sociedad misma, cuyos resultados no se hacen esperar.
«Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea también Madre de la “Iglesia doméstica”, y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una pequeña Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.
»Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente, como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza»13.
De modo muy especial le pedimos hoy a la Sagrada Familia por cada uno de los miembros de nuestra familia, por el más necesitado.

27 de diciembre de 2014

SAN JUAN APOSTOL Y EVANGELISTA

Juan 20,2-8.

El primer día de la semana, María Magdalena corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". 

Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. 


Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. 


Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. 


Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. 

EL JOVEN QUE ENTREGO TODO SU CORAZON

— La vocación del Apóstol. Su fidelidad. Nuestra propia vocación.
— Detalles particulares de predilección por parte del Señor. El encargo de cuidar de Santa María. Nuestra devoción a la Virgen.
— La pesca en el lago después de la Resurrección. La fe y el amor le hacen distinguir a Cristo en la lejanía; nosotros debemos aprender a verle en nuestra vida ordinaria. Peticiones a San Juan.
I. El Apóstol San Juan era natural de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera norte del mar de Tiberíades. Sus padres eran Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el Mayor. Formaban una familia acomodada de pescadores que, al conocer al Señor, no dudan en ponerse a su total disposición. Juan y Santiago, en respuesta a la llamada de Jesús,dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron1. Salomé, la madre, siguió también a Jesús, sirviéndole con sus bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario2.
Juan había sido discípulo del Bautista cuando este estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le señaló: He ahí el Cordero de Dios. Al oír esto fueron tras el Señor y pasaron con Él aquel día3. Nunca olvidó San Juan este encuentro. No quiso decirnos nada de lo que aquel día habló con el Maestro. Solo sabemos que desde entonces no le abandonó jamás; cuando ya anciano escribe su Evangelio, no deja de anotar la hora en la que se produjo el encuentro con Jesús: Era alrededor de la hora décima4, las cuatro de la tarde.
Volvió a su casa en Betsaida, al trabajo de la pesca. Poco después, el Señor, tras haberle preparado desde aquel primer encuentro, le llama definitivamente a formar parte del grupo de los Doce. San Juan era, con mucho, el más joven de los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del Señor5, y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo.
En San Juan, y en todos, la vocación da sentido aun a lo más pequeño. La vida entera se ve afectada por los planes del Señor sobre cada uno de nosotros. «El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza»6.
Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los demás habían desaparecido. Así ha de ser nuestra vida, pues, aunque el Señor hace llamamientos especiales, toda su predicación tiene algo que comporta una vocación, una invitación a seguirle en una vida nueva, cuyo secreto Él posee: si alguno quiere venir en pos de Mí...7.
A todos nos ha elegido el Señor8 –a algunos con una vocación específica– para seguirle, imitarle y proseguir en el mundo la obra de su Redención. Y de todos espera una fidelidad alegre y firme, como fue la del Apóstol Juan. También en los momentos difíciles.
II. Este es el apóstol Juan, que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del Señor. Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la palabra de vida por toda la tierra9.
Junto con Pedro, San Juan recibió del Señor particulares muestras de amistad y de confianza. El Evangelista se cita discretamente a sí mismo como el discípulo a quien Jesús amaba10. Ello nos indica que Jesús le tuvo un especial afecto. Así, ha dejado constancia de que, en el momento solemne de la Última Cena, cuando Jesús les anuncia la traición de uno de ellos, no duda en preguntar al Señor, apoyando la cabeza sobre su pecho, quién iba a ser el traidor11. La suprema expresión de confianza en el discípulo amado tiene lugar cuando, desde la Cruz, el Señor le hace entrega del amor más grande que tuvo en la tierra: su santísima Madre. Si fue trascendental en la vida de Juan el momento en que Jesús le llamó para que le siguiera, dejando todas las cosas, ahora, en el Calvario, tiene el encargo más delicado y entrañable: cuidar de la Madre de Dios.
Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice el discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa12. A Juan, como a ningún otro, pudo hablar la Virgen de todo aquello que guardaba en su corazón13.
Hoy, en su festividad, miramos al discípulo a quien Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, y a la vez hemos de agradecer los cuidados que con Ella tuvo hasta el final de sus días aquí en la tierra.
Todos los cristianos, representados en Juan, somos hijos de María. Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza. Él, «el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores principales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»14.
Podemos también imaginar la enorme influencia que la Virgen ejerció en el alma del joven Apóstol. Nos podemos hacer una idea más acabada al recordar esas épocas de nuestra vida –quizá ahora– en que nosotros mismos hemos acudido y hemos tratado de modo especial a la Madre de Dios.
III. Pocos días después de la Resurrección del Señor se encuentran algunos de sus discípulos junto al mar de Tiberíades, en Galilea, cumpliendo lo que les ha dicho Jesús resucitado15. Están dedicados de nuevo a su oficio de pescadores. Entre ellos se encuentran Juan y Pedro.
El Señor va a buscar a los suyos. El relato nos muestra una escena entrañable de Jesús con los que, a pesar de todo, han permanecido fieles. «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él; y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...). Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
»Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
»Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistiose la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»16.
¡Es el Señor! Ese grito ha de salir también de nuestros corazones en medio del trabajo, cuando llega la enfermedad, en el trato con aquellos que conviven con nosotros. Hemos de pedirle a San Juan que nos enseñe a distinguir el rostro de Jesús en medio de esas realidades en las que nos movemos, porque Él está muy cerca de nosotros y es el único que puede darle sentido a lo que hacemos.
Además de sus escritos inspirados por Dios, conocemos por la tradición detalles que confirman el desvelo de San Juan para que se mantuviera la pureza de la fe y la fidelidad al mandamiento del amor fraterno17. San Jerónimo cuenta que a los discípulos que le llevaban a las reuniones, cuando ya era muy anciano, les repetía continuamente: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Le preguntaron por su insistencia en repetir siempre lo mismo. San Juan respondió: «Este es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo basta»18.
A San Juan podemos pedirle hoy muchas cosas: de modo especial que los jóvenes busquen a Cristo, lo encuentren y tengan la generosidad de seguir su llamada; también podemos acudir a su intercesión para nosotros ser fieles al Señor como él lo fue; que sepamos tener al sucesor de Pedro el amor y el respeto que él manifestó al primer Vicario de Cristo en la tierra; que nos enseñe a tratar a María, Madre de Dios y Madre nuestra, con más cariño y más confianza; le pedimos que quienes están a nuestro alrededor puedan saber que somos discípulos de Jesús por el modo en que los tratamos.
Dios y Señor nuestro, que nos has revelado por medio del apóstol San Juan el misterio de tu Palabra hecha carne; concédenos, te rogamos, llegar a comprender y a amar de corazón lo que tu apóstol nos dio a conocer19.