"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2023

El mundo entero es altar para nosotros


 Evangelio (Mt 13, 31-35)


Les propuso otra parábola:

—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.


Les dijo otra parábola:

—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:


Abriré mi boca con parábolas,

proclamaré las cosas que estaban ocultas

desde la creación del mundo.



PARA TU RATO DE ORACION 


Nosotros queremos seguir al Señor, y deseamos difundir su Palabra. Humanamente hablando, es lógico que nos preguntemos también: pero, ¿qué somos, para tanta gente? En comparación con el número de habitantes de la tierra, aunque nos contemos por millones, somos pocos. Por eso, nos hemos de ver como una pequeña levadura que está preparada y dispuesta para hacer el bien a la humanidad entera, recordando las palabras del Apóstol: un poco de levadura fermenta toda la masa, la transforma. Necesitamos aprender a ser ese fermento, esa levadura, para modificar y transformar la multitud.


¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore, convirtiéndose en alimento comestible y sano.


Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base, sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios —quizá lo habéis presenciado— la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.


Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta.


Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura —poca cantidad—, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa inadvertida.



El trabajo, con sus objetos y sus rutinas, era quizá la realidad que mejor conocían quienes escuchaban a Jesús. Por eso en su predicación aparece con tanta frecuencia y desde tantos ángulos diversos. Ahí está el sembrador que arroja la semilla en el campo, el negociante que busca perlas finas, el pescador que lanza la red en el mar... Un día, para explicar algo tan importante como el modo en que Dios obra en el mundo, Jesús se fija en una de las tareas más ancestrales: la de elaborar el pan. «¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda» (Lc 13,20). Así se desarrolla el Reino de Dios en la historia: codo a codo con nosotros, al compás de nuestro trabajo cotidiano, fermento que se inserta en el trabajo de Dios y que transforma el mundo desde dentro. Como dirá Jesús en otra ocasión, «mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17).


Con esta figura de la mujer que fermenta la harina, el Señor reviste de una dignidad inmensa una tarea que, de tan normal, parecería casi fuera de sitio. Quienes escuchaban al Señor tal vez imaginarían que, para describir algo tan trascendental como el desarrollo del Reino de Dios, habría sido más adecuado pensar en el trabajo de un noble de la época, o en las tareas de quienes se encargaban más directamente de las cosas religiosas. Pero el propio Jesús, siendo el Hijo del Altísimo, había ejercido un trabajo manual, sencillo. De modo que, en lugar de referirse a un puesto de influencia política, de eficacia económica, o de prestigio social, pensó en la labor de esas personas discretas que se despiertan temprano, antes que los demás, para que pueda llegar a tiempo ese pan de la primera comida, que usualmente dura apenas unas horas en su mejor estado.


Tres medidas de harina


Al describir la escena de esta mujer que trabaja la masa, Jesús menciona un detalle muy sugerente: la cantidad de harina. En el mundo judío de la época, tres «medidas» de harina equivalían aproximadamente a veintidós litros de masa, con lo que se podía producir pan para dar de comer a un centenar de personas. Tal cantidad de harina nos indica que la mujer no está trabajando solo para su propia familia, por numerosa que sea. Su tarea parece dirigirse más bien a una necesidad de la comunidad. No es difícil, pues, imaginarla en plena labor, poniendo el corazón en quienes disfrutarían de todo ese pan. Porque así sucede en todo trabajo: nuestra tarea nos pone en relación con los demás, nos ubica en algún lugar desde el que contribuimos al bien de los otros. De hecho, «las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la feliz escena del film “La fiesta de Babette”, donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: “¡Cómo deleitarás a los ángeles!”. Es dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en los demás»[1].


Tanto pan, para tanta gente, supondría un tiempo y un esfuerzo considerables. Pero esta mujer encara el reto y persevera en su labor «hasta que fermenta toda» la masa (Lc 13,20). Acabar la tarea emprendida, y acabarla bien, requiere fortaleza, concentración, perseverancia, puntualidad… Conseguir trabajar como esta mujer requiere sobreponerse a la pereza, que es de ordinario «el primer frente en el que hay que luchar»[2]. En ese sentido, sabemos que san Pablo no lo pensó dos veces a la hora de corregir la ociosidad que se había infiltrado entre los primeros cristianos de Tesalónica. Algunos de ellos pensaban que la segunda venida del Señor era inminente, y se decían que trabajar no tenía ya mucho sentido; vivían, pues, «sin hacer nada, solo ocupados en curiosearlo todo». Sin embargo, Pablo les dice: «El que no quiera trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10-11).


El Padre nos ha hablado de las potencialidades que tiene el trabajo, también el que nos cuesta un poco más, cuando encontramos en él un lugar de amor y de libertad: «Podemos cumplir con alegría también los deberes que puedan resultar desagradables. Como nos dice san Josemaría, “no es lícito pensar que sólo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta”. Se puede hacer con alegría ―y no de mala gana― lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[3].Esto rige incluso para dificultades en torno a la propia situación laboral, como pueden ser un momento de paro o de enfermedad, la pérdida de energías con el paso de los años, tensiones o incertidumbres en el propio sector, etc. San Josemaría, consciente de lo habituales que son ese tipo de situaciones en la vida, decía con realismo que «la enfermedad y la vejez, cuando llegan, se transforman en labor profesional. Y así no se interrumpe la búsqueda de la santidad, según el espíritu de la Obra, que se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional»[4].


Cuando el amor está de por medio


Son muchas las razones que nos pueden llevar a perseverar en una tarea honesta: la responsabilidad por sacar adelante a quienes dependen de nosotros, el deseo de servir a los demás, la ilusión de crear algo nuevo, etc. Sin embargo, también las buenas intenciones pueden adoptar progresivamente formas de amor propio, como el afán de reconocimiento, o los deseos de lucirse y aparentar ante los demás. Otras veces nos puede asediar la tentación de trabajar demasiado: un desvío sutil, que suele disfrazarse de virtud. El perfeccionismo y el eficientismo –o workaholism– se encuentran en este género de desorden. Lo que en su origen era un empeño por hacer las cosas bien, y de manera eficaz, puede derivar en lo que san Josemaría llamaba «profesionalitis»[5]: una dedicación excesiva al trabajo, que quita casi todo el tiempo a lo demás. «Vuestro trabajo —escribía en una ocasión— ha de ser responsable, perfecto, en la medida en la que la tarea humana pueda ser perfecta: con amor de Dios, pero teniendo en cuenta que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. Haced las cosas bien, sin manías ni obsesiones, pero acabándolas, poniendo siempre la última piedra y cuidando los detalles»[6].


El problema de la «profesionalitis» no estriba tanto en la manera en que se trabaja, como el peso que se da al trabajo en el horizonte de la vida. Es muy bueno, también para la salud mental y corporal, no perder de vista que el trabajo se ordena a una misión más grande, y que solo esa misión da sentido a la existencia de un hijo o una hija de Dios. La prudencia nos ayudará a integrar nuestro trabajo, aquí y ahora, dentro un horizonte que va mucho más allá del mismo trabajo. Un horizonte que está hecho no de objetivos, ni de plazos, sino de personas: empezando por Dios, que cuenta con esos momentos en que cuidamos especialmente nuestra relación con él, y siguiendo —también está allí el Señor esperándonos— por quienes nos rodean, que necesitan nuestro tiempo, nuestro afecto, nuestra atención.


La imagen de la mujer que amasa el pan nos pone ante los ojos la mejor razón para trabajar. Ella transforma su trabajo en un don, en una bendición: además de pan, la mujer da amor, porque cuando hacemos un regalo a alguien «lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien»[7]. La mujer no se limita a dar al prójimo lo que le corresponde; porque, cuando el amor está de por medio, es uno mismo el que se da. Por esto decía san Josemaría que no podemos limitarnos «a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor y conduce al amor»[8]. Cuando alguien trabaja así por nosotros, nos

conduce al amor, porque nos hace entrar en la lógica del don: un amor engendra otro, como una sonrisa engendra otra, transformando uno a uno los corazones. El amor de esta mujer, expresión del amor de Dios, es la levadura viviente que transforma, como un don suyo, a los que reciben el pan que ha trabajado con sus manos.


El mundo entero es altar para nosotros


La alusión a las tres medidas de harina tiene aún otro significado, que se entiende desde sus precedentes bíblicos: se trata de la misma medida que ofrecen Abrahán y Sara para honrar a los tres varones misteriosos que los visitan en Mambré (cfr. Gn 18,6), y también es la medida que usa Gedeón para ofrecer un sacrificio que el Señor consume con el fuego de un ángel (cfr. Ju 6,19-21). Tal vez para algún judío que escuchaba a Jesús, la sola mención de las medidas de harina evocaría estas acciones sagradas (a pesar de que los sacrificios se solían hacer sin levadura). Con esta alusión, el Señor parece querer recordarnos que el trabajo de esta mujer es una ofrenda a Dios, como lo puede ser el nuestro cuando lo unimos a la santa Misa. Convertimos así lo humano, nuestras horas de trabajo, en algo santo. Y entonces se realiza aquello tan hermoso de que «el mundo entero (…) es altar para nosotros»[9].


San Josemaría nos animaba a hacer de la Eucaristía «el centro de la vida interior, de tal manera que sepamos estar con Cristo, haciéndole compañía a lo largo de la jornada, bien unidos a su sacrificio: todo nuestro trabajo tiene ese sentido. Y esto nos llevará durante el día a decir al Señor que nos ofrecemos por Él, con Él y en Él a Dios Padre, uniéndonos a todas sus intenciones, en nombre de todas las criaturas. Si vivimos así, todo nuestro día será una Misa»[10].


***


La imagen de esta mujer con las manos en la harina se remontaba seguramente a la infancia de Jesús. ¿Quién sabe? Quizá incluso se trataba de su madre, santa María, que tantas veces preparó el pan. La imaginamos concentrada en su trabajo, poniendo de su parte lo necesario para que el proceso natural de la levadura siguiera su curso. Como sucede en nuestro trabajo: cuando lo hacemos cara a Dios, dejamos que él se sirva de nuestros esfuerzos para extender su reino, con su levadura divina. Así se lo hizo ver a san Josemaría: «Contemplo ya, a lo largo de los tiempos, hasta al último de mis hijos (…) actuar profesionalmente, con sabiduría de artista, con felicidad de poeta, con seguridad de maestro y con un pudor más persuasivo que la elocuencia, buscando —al buscar la perfección cristiana en su profesión y en su estado en el mundo— el bien de toda la humanidad»[11].



30 de julio de 2023

DIOS CUENTA CON NUESTRA INICIATIVA

 


Evangelio (Mt 13,44-52)


El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.


Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.


Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que, se echa en el mar y recoge todo clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.


¿Habéis entendido todo esto?

—Sí —le respondieron.


Él les dijo:

—Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de una casa, que saca de su almacén cosas nuevas y cosas antiguas.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA OCASIÓN, Jesús comparó el Reino de Dios como un tesoro escondido en el campo. Un hombre, al encontrarlo, no duda en vender todo cuanto tiene para conseguir ese terreno. Con frecuencia esta imagen ha servido para ilustrar, además de la llamada a seguir a Cristo, la experiencia de una llamada más específica que Dios a veces dirige a las personas. El Señor a todos nos tiene reservado un tesoro que, para hallarlo, es necesario vender todo cuanto tenemos. Sin embargo, surge de manera natural una pregunta: ¿cómo empiezo a buscar ese terreno en el que pueda haber un tesoro esperándome?, ¿cómo elijo el terreno que hay que comprar? O más directamente: ¿cómo puedo descubrir mi propia vocación?


Para dar respuesta a este interrogante, san Josemaría solía decir que no es posible «ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos». Sería como intentar «poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[1], que sopla donde quiere. Los caminos para llegar a Dios son tan variados como el número de personas. El Evangelio, sin embargo, nos muestra un rasgo común en todos aquellos interesados en descubrir el terreno donde se halla el tesoro: la inquietud de corazón. Nicodemo, al oír las enseñanzas de Jesús, deseaba saber si aquel hombre era el Mesías; como estaba lleno de dudas e incertidumbres, solo se atrevió a acercarse a él de noche en busca de respuestas. El joven rico, por su parte, se sentía insatisfecho con la existencia correcta que llevaba, y por eso se acercó corriendo a Cristo para preguntarle qué tenía que hacer para alcanzar la vida eterna.


Ellos, como tantos otros, eran buscadores: estaban a la espera de un acontecimiento que cambiara sus vidas y las llenara de aventura. Los santos, cuando descubrieron algo específico de su vocación, tenían el alma abierta y hambrienta. Soñaban con una mayor intimidad con Dios, se ilusionaban con hacer crecer la Iglesia, añoraban una existencia en la que pudieran rendir los talentos recibidos, deseaban aliviar el sufrimiento del mundo… Ellos supieron dar rienda suelta a esa inquietud de corazón en el diálogo con Dios: «¿Qué me quieres decir? ¿Qué significan estos deseos e inclinaciones en mi corazón?». Dios, a lo largo del camino, nos va dejando señales que, al unirlas en la oración, forman un dibujo reconocible que nos puede indicar dónde está el terreno con el tesoro escondido.


UNA VEZ que se ha comprado el terreno, puede surgir otra inquietud: ¿cómo sé si el tesoro que he encontrado es el mío? Es decir, ¿es este el camino correcto para mí? El inicio de una vocación, como el comienzo de cualquier proyecto, suele llevar consigo una dosis de incertidumbre. Detrás de esa duda se encuentra un temor bastante normal: no sabemos con certeza qué va a pasar en el futuro, adónde nos dirigirá ese camino, pues no lo hemos recorrido antes. Además, la conciencia de nuestra propia fragilidad también nos puede hacer pensar que quizás no estaremos a la altura de lo que Dios nos pide.


Con todo, no se trata de esperar un plan trazado hasta el último detalle. Dios nos ha entregado un terreno, pero cuenta también con nuestra iniciativa, cuenta con lo que nosotros pensamos, queremos y hacemos. Vivir significa aventura, riesgo, limitaciones; significa salir del pequeño mundo que controlamos, para encontrar la belleza de dedicar nuestra vida a algo que es más grande que nosotros, y que llena con creces nuestra sed de felicidad. Desde luego, es necesario pensar las cosas. Es lo que la Iglesia llama tiempo de discernimiento. Sin embargo, conviene tener en cuenta que «el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos»[2]. La vocación implica ampliar nuestro horizonte más allá del terreno conocido, esa zona llamada también de confort, de seguridad individual, para lanzarse a un proyecto que nos lleve por caminos de dar y recibir aún más amor.


«Sabes que tu camino no es claro –escribía san Josemaría–. –Y que no lo es porque al no seguir de cerca a Jesús te quedas en tinieblas. –¿A qué esperas para decidirte?»[3]. Solo si elijo el camino puedo recorrerlo, viviendo lo que he elegido. Toda vocación tiene una dosis de incertidumbre que Dios ha querido para salvaguardar nuestra libertad, para que nosotros demos el primer paso. Para ver la estrella, como los Reyes Magos, es necesario ponerse a caminar, porque los planes de Dios siempre nos superan, van más allá de nosotros mismos. Solo confiando en él nos hacemos capaces. Al principio uno no puede: necesita crecer. Pero para crecer hay que creer: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5), conmigo lo podéis todo.


HAY una tercera pregunta que se puede plantear al tener ya posesión del tesoro de aquella imagen que utiliza Jesús: ¿qué puedo hacer con él? Las riquezas encontradas ofrecen una gran cantidad de posibilidades para mejorar la vida de uno mismo y de los demás. Del mismo modo, el descubrimiento de una vocación enriquece nuestra propia existencia, nos abre a una felicidad que supera nuestras expectativas, e ilumina también a las personas que Dios ha puesto a nuestro lado.


A quienes hacen crecer ese tesoro, Dios les ha prometido que les recibirá en su Reino: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21). Sin embargo, el Señor no espera al Cielo para premiar a sus hijos, sino que ya en esta vida los va introduciendo en esa alegría divina con frutos de santidad y virtudes, sacando lo mejor de cada persona y de sus talentos. Pero el principal don que nos ofrece es él mismo, su amistad y su presencia en nosotros: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). «Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo –comentaba san Josemaría–. (…) En nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo»[4].


Podemos llevar a todas partes ese Cielo que llevamos dentro de nosotros. «En nuestros días, en los que se percibe frecuentemente una ausencia de paz en la vida social, en el trabajo, en la vida familiar… es cada vez más necesario que los cristianos seamos, con expresión de san Josemaría, “sembradores de paz y de alegría”»[5]. Sabemos por experiencia que esa paz y esa alegría no son nuestras. Por eso procuramos cultivar la presencia de Dios en nuestros corazones, para que sea él quien nos colme y quien comunique sus dones a quienes nos rodean. Santa María, que supo fructificar el tesoro de su vocación, nos ayudará a saborear las cosas grandes que Dios obrará en nuestra vida y en la de los demás con nuestra fidelidad en la búsqueda de ese mismo tesoro.


29 de julio de 2023

SANTA MARTA MARIA Y LAZARO

 


Evangelio (Lc 10, 38-42)


En aquel tiempo, cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:


—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.


Pero el Señor le respondió:


—Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS no puede caminar cerca de la aldea donde viven sus amigos sin pasar a visitarlos. La espontaneidad con la que el evangelista Lucas nos narra la escena subraya esa profunda confianza que existía entre el Señor y los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro. No hacía falta que anunciara su llegada; ni siquiera era necesario que se preocupara de llevar algún regalo. Sabía que siempre era bienvenido y que sus amigos se alegraban con su presencia y con la posibilidad de manifestarle su cariño. El evangelio nos dice que Marta recibió a Jesús al llegar a la casa. Es fácil imaginarse la emoción que le debió de invadir cuando vio llegar al Maestro. Pero a esa alegría le acompañaría también cierto nerviosismo. Como buena dueña del hogar, quiere que la estancia de su amigo sea lo más agradable posible, así que rápidamente se pone manos a la obra. Mientras él habla, Marta sigue las costumbres de toda anfitriona: facilita el agua para purificar las manos, dispone un poco de aceite para ungir la cabeza… Al mismo tiempo, se esmera para que los platos lleguen en el momento justo y en que no falte nada. Este es el modo que tiene para expresar su amor al Señor.


Pero la agitación del trabajo quizá empieza a ser más de la esperada. Su estado de ánimo se angustia poco a poco. Mientras sigue realizando los servicios, continúa razonando para sus adentros. Se agobia por no llegar y, en un fácil cálculo, llega a la conclusión de que, si su hermana María la ayudase, todo cambiaría. Ella, por su parte, está sentada a los pies del Señor. Por eso, ante su aparente impasividad, Marta se planta delante de Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude» (Lc 10,40). Marta podría haber disimulado su apuro, su desasosiego; podría haberse acercado discretamente a su hermana, procurando que nadie lo notase, y requerir su ayuda. En cambio, ha optado por dirigirse abiertamente al Maestro y se siente «incluso con el derecho de criticar a Jesús»[1]. Pero, a fin de cuentas, esta es también una manifestación más de cercanía con el Señor, pues ante un buen amigo no hay necesidad de camuflar lo que uno piensa. Podemos pedir a santa Marta que nos ayude a tener esa misma familiaridad con Jesús, a mostrarnos tal como somos cuando hablamos con él, aunque a veces esa sea la oportunidad para que el Maestro nos muestre una mejor manera de ordenar nuestra vida.


JESÚS no responde a la frustración de Marta con palabras duras. Conoce su buena intención. Por eso, en señal de especial cariño, se refiere a ella con la repetición de su nombre: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41). En ningún momento el Señor le reprocha a Marta no hacer lo que corresponde. Tampoco la invita a sentarse a sus pies, como María, y a olvidarse de los deberes del hogar. ¿Cómo habrían podido comer y descansar del viaje el resto de acompañantes? El cambio que le pidió era, principalmente, interno: le invitaba a vivir sus quehaceres con otra actitud. Marta estaba haciendo muchas cosas, pero se había olvidado de lo más importante: Jesús estaba en su casa y ella quizás no escuchaba sus palabras.


Muchas veces, durante el día, podemos sentirnos desbordados como Marta. Tal vez pensamos que nuestras obligaciones laborales o familiares hacen imposible encontrar el tiempo que nos gustaría para el trato con Dios. Sin embargo, Jesús no nos propone que dejemos de lado nuestros deberes. Como a Marta, nos invita precisamente a encontrar al Señor en esas ocupaciones, a realizar cada tarea sabiendo que el Señor se encuentra siempre en la casa de nuestra alma. De este modo, el trabajo se convierte en un acto de amor constante, un «te quiero» continuo que va más allá de lo que podamos repetir con nuestros labios o con nuestros pensamientos. «Sobran las palabras –señala san Josemaría–, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[2].


NO FUERON las obras en sí las que distrajeron a Marta de Jesús. La ilusión santa por ofrecerle una buena y reparadora acogida acabó derivando en la tensión y en la angustia porque no llegaba a todo lo que se había propuesto. Había perdido de vista la finalidad de todas sus acciones. Quizá estaba realizando todos esos detalles de servicio por inercia, como lo haría con cualquier otro invitado. Pero Jesús le anima a no olvidar lo verdaderamente importante: Dios estaba en su casa. No estaba simplemente cumpliendo con su cometido de anfitriona: estaba haciendo descansar al Señor. «El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[3].


A todos los que deseamos encontrar a Dios en medio del mundo nos puede ocurrir como a Marta. Tenemos muchas cosas entre manos que requieren nuestra atención y nuestro esfuerzo constante. Esto, como es lógico, produce cansancio. Sin embargo, cuando sabemos que todo ese trabajo tiene un sentido más grande del que podemos intuir en un primer momento, es más difícil que esa fatiga pueda quitarnos la paz, porque sabemos que nuestro éxito no es medible con cálculos humanos. En el diálogo personal con Dios podemos redescubrir que todo lo que hacemos está dirigido a amarle; que nos hacemos cargo de este mundo porque es el suyo. De este modo, no nos moveremos simplemente por inercia o por lo que marquen las circunstancias, sino por el deseo de encontrar al Dios escondido en cada cosa que hacemos. «Sin amor, hasta las actividades más importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad sino Jesucristo?»[4]. ¿Y a quién podemos pedir que interceda por nosotros en esta misión de amar a Dios en nuestro trabajo cotidiano si no es a santa María?

28 de julio de 2023

CONVICCIONES FIRMES

 


Evangelio (Mt 13, 18-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


“Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino.

 Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. 

Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril.

 Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS APÓSTOLES no siempre entendían las palabras de Jesús. A pesar de la intimidad que tenían con él, muchas veces sus planteamientos humanos no conseguían recorrer los razonamientos divinos. Pero Cristo, en vez de impacientarse o de insinuar cansancio ante la incomprensión, no tenía reparos en repetir sus enseñanzas de una manera más clara. A fin de cuentas, lo que le importaba era que su mensaje llegara al corazón de los hombres. Esta realidad nos puede consolar cuando también nosotros podamos sentirnos perdidos, o cuando no entendamos con claridad la voluntad de Dios en un momento determinado: podemos estar seguros de que Jesús nos buscará para explicarnos esa situación inesperada o esa palabra incomprensible, como hizo con los apóstoles después de contar la parábola del sembrador.


«A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino» (Mt 10,19). Una palabra no entendida es como una semilla que se queda en la superficie: no puede desarrollar todas las potencialidades que esconde, no puede crecer para ofrecer sombra a los demás. Por eso, la lectura meditada y frecuente del Evangelio facilita que esa semilla se pueda adentrar en el terreno de nuestra alma para que crezca y dé fruto. «La Palabra de Dios hace un camino dentro de nosotros. La escuchamos con los oídos y pasa al corazón. Y del corazón pasa a las manos, a las buenas obras. Este es el recorrido que hace la Palabra de Dios: de los oídos al corazón y a las manos»[1]. Podemos preguntarnos: ¿Tengo el mismo deseo de los apóstoles por entender lo que Jesús me quiere decir para que su palabra dé fruto en mi vida? ¿Quiero disponerme a que la palabra de Dios germine en mi mente, en mi corazón y en mis manos?


EN OCASIONES hemos podido tener la experiencia de empezar ilusionados un proyecto. Nos sentimos felices sacándolo adelante porque nos entusiasma ser parte de él, o por los estupendos resultados que un día arrojará. Sin embargo, puede ocurrir que, ante la rutina de ciertas tareas o la aparición de algunas dificultades, perdamos ese impulso inicial. Entonces vemos de manera borrosa el sentido de aquello que estamos haciendo, y nos preguntamos hasta qué punto era una buena idea emprender aquella aventura. Algo similar puede suceder en nuestro trato con Dios: en ocasiones quizá se alternan momentos en los que todo es vibración y facilidad, con otros en los que notamos apatía o desinterés. Y Jesús habla de esta situación en la parábola: «Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae» (Mt 10,20-21).


El Señor nos habla de la constancia como un criterio importante para describir la fe que tenemos en la oración. Precisamente en el momento de la cruz, cuando ha desaparecido el entusiasmo, tenemos la ocasión de confiar en el poder de la oración, de crecer en la fe humana y sobrenatural. Aunque humanamente es comprensible que todos tengamos la tendencia a ponernos contentos cuando las cosas van bien, y perder la alegría cuando no es así, somos verdaderamente dueños de nosotros mismos cuando nuestra vida logra guiarse por las convicciones profundas y la ayuda de Dios. La monotonía o la falta de ganas en nuestro trato con el Señor no son obstáculos, sino oportunidades para buscar unirnos más a él; son un buen momento para que el fundamento de nuestra vida deje de ser un estado de ánimo o las circunstancias externas –muchas veces incontrolables–, sino plantar nuestra semilla en el terreno fértil de la llamada de Dios a compartir nuestra vida con él.


«Y LO SEMBRADO en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta» (Mt 10,23). El fruto de la buena semilla no depende solo de nuestras fuerzas. Como dejó escrito san Josemaría, no debemos olvidar que «Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna»[2]. Nuestra alma, por la misericordia de Dios, puede ser la buena tierra que ayude a la semilla a desarrollar todo su contenido.


El día a día nos presenta muchas situaciones en las que podemos vivir una caridad que prepara ese terreno y que permite que el Señor crezca en nuestro interior. «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes…»[3]. Estos son los frutos sabrosos que demuestran que la semilla del Señor cayó en buena tierra y que, a su vez, siguen preparando el terreno de la oración.


«Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra, ¡sin excluir a nadie! Podemos preguntarnos: yo, ¿qué tipo de terreno soy? ¿Me parezco al camino, al pedregal o al arbusto? Pero, si queremos, podemos convertirnos en terreno bueno, labrado y cultivado con cuidado, para hacer madurar la semilla de la Palabra. Está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla»[4]. La Virgen María fue el terreno bueno y fértil en el que Dios creció. Ella nos podrá ayudar para que también nosotros seamos tierra sin espinas ni piedras, y demos buenos frutos para nuestra vida y para la de los demás.


[1] Francisco, Audiencia, 31-01-2018.


[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151.


[3] San Josemaría, Camino, n. 173.


[4] Francisco, Ángelus, 12-VII-2020.

27 de julio de 2023

LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO

 



Evangelio (Mt 13, 10-17)


Los discípulos se acercaron a decirle:


—¿Por qué les hablas con parábolas?


Él les respondió:


—A vosotros se os ha concedido el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo con parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:


Con el oído oiréis, pero no entenderéis;

con la vista miraréis, pero no veréis.

Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,

han hecho duros sus oídos,

y han cerrado sus ojos;

no sea que vean con los ojos,

y oigan con los oídos,

y entiendan con el corazón y se conviertan,

y yo los sane.


Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN LA ORACIÓN podemos hablar con Jesús de nuestras vidas. Es natural sentir la necesidad de conversar con nuestro mejor amigo sobre los temas que nos importan, sobre las personas que dan sentido a nuestra vida, o sobre las tristezas y alegrías que, en un tejido a veces difícil de comprender, conforman nuestra existencia. Pero, al mismo tiempo, al contemplar la vida de Jesús, intentamos también ponernos de su lado para intuir sus preocupaciones, comprender cómo piensa, empaparnos de su lógica divina, y descubrir las intenciones que quiere transmitirnos con cada uno de sus gestos. La lectura meditada del Evangelio nos ayuda precisamente a comprender, poco a poco, los sentimientos de Cristo.


En varias ocasiones los apóstoles trataban de descubrir los motivos que movían sus enseñanzas. «¿Por qué les hablas con parábolas?» (Mt 13,10), le preguntan. Se dan cuenta de que las parábolas esconden cierta ambigüedad: por una parte, Jesús adapta su lenguaje a los intereses y conceptos de los oyentes; pero, por otra, con esas historias parece que el Señor quiere esconder unas verdades más profundas. Se trata de un lenguaje misterioso e indirecto que deja insatisfechas las ansias de sus apóstoles de que se revelara de una manera más clara al mundo. Seguramente era el cariño y la admiración los que movían a los apóstoles a pedir a Jesús que fuera más explícito en sus palabras. Pero la respuesta del Señor probablemente no se ajustó a lo que ellos esperaban: «Les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 10,13).


Quizá algunos de los que escuchaban a Jesús lo hacían de una manera superficial. Tal vez lo hacían para confirmar su manera de pensar o para detectar posibles incoherencias en sus palabras. Todas esas actitudes, en el fondo, impedían que la palabra de Cristo llegara a sus corazones. Y esas son maneras de escuchar de las que nadie está completamente a salvo. La palabra de Dios está siempre viva, nos impulsa a llenar de Evangelio primero nuestra vida y, así, también nuestro entorno. «Querer domesticar la Palabra de Dios es tentación de todos los días»[1], escuchar lo que queremos escuchar, y no lo que Dios quiere decirnos. Si nos acercamos a Jesús con la apertura de corazón de los apóstoles, también el Señor nos podrá dar a conocer sus sentimientos, que llegan a renovar constantemente la tierra.


EN MUCHOS deportes de alta exigencia, se suele afirmar que, además del estado físico, es fundamental la carrera interior, aquella que se recorre con la cabeza y el corazón. De forma análoga, para nuestra vida de oración, no basta con proponernos dedicarle un tiempo determinado a Jesús. Naturalmente, ese es un paso imprescindible para abrirnos a su voz. Pero, tal como el Señor les insinuó a sus apóstoles, también es necesario el cuidado de los sentidos internos, es decir, abrir los oídos del alma e intentar calibrar los ojos del corazón para poder percibir la cercanía de Cristo. La mortificación interior nos pone en sintonía con la presencia de Dios en nuestras almas. No se trata simplemente de una lucha negativa que tiene como fin rechazar imaginaciones o recuerdos, no dejarse llevar por la curiosidad, o frenar el impulso de los ojos o de los oídos. Todos esos esfuerzos van encaminados hacia un fin, que es el de centrarnos en lo realmente importante, aquello que nos da la felicidad: saborear la presencia de Cristo en nuestra vida; escuchar, mirar, imaginar y recordar lo que nos llena de Dios.


Por todo esto, san Josemaría escribió: «Si no eres mortificado nunca serás alma de oración»[2]. Algunos de los que seguían a Jesús eran incapaces de profundizar en sus palabras porque sus oídos y sus ojos estaban llenos de distracciones, estaban cansados de no percibir a Dios. También a nosotros nos puede ocurrir que, a pesar del deseo sincero por sintonizar con el Señor, las imágenes del día y los ruidos que resuenan en nuestra cabeza nos dificulten contemplar a Cristo. Del mismo modo que para adquirir una buena forma física es necesario hacer frecuentemente unos ejercicios, también la atención se puede entrenar de una manera similar. Así, con cada pequeño esfuerzo por rechazar o reconducir las distracciones –en el trabajo, en la vida social, en un rato de oración– ejercitamos esa fuerza que nos ayudará a conectar con la realidad que tenemos entre manos, ya que allí está Dios. De este modo podremos contemplar con mayor facilidad el rostro de Cristo en todas las circunstancias del día a día.


«EN VERDAD os digo –señala Jesús– que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). El Señor podría dirigir estas mismas palabras a la gente de cualquier momento y lugar. De hecho, aquellos profetas y justos no pudieron contemplar a Dios como nosotros podemos hacerlo en el sagrario ni recibirle sacramentalmente en nuestra alma. La oración cristiana, al tener a la Eucaristía como centro, nos introduce en una relación con el Señor mucho más cercana, familiar. «Si los hombres estaban acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco asustados por este misterio, fascinante y terrible (...), los cristianos se dirigen en cambio a él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”»[3].


Por eso, la oración, más que un esfuerzo humano, es un don que el Señor nos ha regalado. Cada instante que compartimos con él es un privilegio inmerecido. No somos nosotros los que le hacemos un favor a Dios dedicándole unos cuantos minutos de nuestro día; es él quien, movido por su misericordia infinita, nos invita a disfrutar de su presencia, nos ofrece el regalo gratuito de su amistad.


Y mientras más nos percatemos de nuestra fragilidad, más sentiremos la necesidad de refugiarnos en este don. «En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no solo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que “no sabemos orar como conviene” (Rm 8, 26)».[4] La Virgen María, maestra de oración, nos podrá ayudar a recibir con apertura de corazón el don que su Hijo nos ha regalado.


[1] Francisco, Homilía, 27-I-2019.


[2] San Josemaría, Camino, n. 172.


[3] Francisco, Audiencia, 13-V-2020.


[4] Benedicto XVI, Audiencia, 16-V-2012.

26 de julio de 2023

LOS ABUELOS DE JESUS


EVANGELIO Mateo     13,16-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 

«¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! 

Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.» 


PARA TU RATO DE ORACION 


 UN DÍA, mientras Jesús estaba predicando, una mujer se hizo oír entre la multitud para alabar a su Madre: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Hoy, la Iglesia nos invita a remontarnos más atrás en esa cadena de agradecimiento. Primero, nos dice: «Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: porque en ella el Señor les dio la bendición de todos los hombres»[1]. Y después, nos anima a ir aún más allá: «Hagamos el elogio de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido. En sus descendientes se conserva una rica herencia» (Sir 44,1.10-11).


Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias. Al acoger María a Jesús en su seno, toda su familia lo acogió con ella: una familia con raíces propias, con una historia en la que se entreteje la misericordia de Dios con las decisiones libres de muchos hombres y mujeres. Jesús se dejó moldear por esa herencia, que plasmó los rasgos de su personalidad, y le dio un pasado, unos lazos, unas costumbres, unas tradiciones. El Señor entró plenamente en aquel hogar: «Esta es mi casa por siempre, aquí viviré, porque la deseo» (Sal 131,14).


San Mateo y san Lucas dedicaron un amplio espacio en sus evangelios a la genealogía de Jesús. Hoy nosotros podemos también levantar la mirada hacia la cadena de generaciones que nos precede y de la que el Señor se ha servido para llamarnos a la vida. Es reconfortante descubrir que no nos ha querido como un verso suelto, sino como eslabones de una cadena; nos ha dado un terreno firme en donde podemos ponernos de pie, una tierra preparada por Dios con ilusión, pensando personalmente en nosotros, para que echemos allí nuestras raíces.


SEGÚN una tradición, Joaquín y Ana tenían una casa en Jerusalén, a dos pasos de la piscina probática, donde se reunía una gran multitud de enfermos y donde Jesús, ya adulto, curaría a un paralítico[2]. En aquella casa nació su madre, María; y quizá fue allí donde se alojó la Sagrada Familia en sus frecuentes subidas a Jerusalén, dando a Jesús la oportunidad de disfrutar del cariño de sus abuelos.


Al igual que los padres, los abuelos ofrecen «un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[3]. Al mismo tiempo, contribuyen de una manera única al ambiente familiar a través de la comprensión y el cariño. En efecto, es propio de la juventud querer que las cosas salgan con perfección a la primera. No obstante, tarde o temprano es inevitable darse cuenta de que los fracasos, muchas veces, serán más frecuentes que las victorias. Es entonces cuando la frustración amenaza con robar la esperanza. Los abuelos, que han pasado ya por esa situación y han visto muchas cosas en la vida, pueden comprender el sentimiento de sus nietos.


Dios nos puede hacer llegar su ternura a través de los abuelos. Ellos, con su disponibilidad y su escucha, nos ayudan a relativizar nuestras derrotas y, sobre todo, a fijarnos en todo lo bueno que nos rodea. «Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos»[4].


EN OCASIONES, el ritmo con el que nos movemos no nos facilita compartir tiempo suficiente con los miembros de nuestra familia; cuánto más esto puede darse con aquellos que no habitan en nuestra casa. San Josemaría solía repetir que quien padece alguna limitación o quien está enfermo es un tesoro para la familia, pues puede ser el detonante del crecimiento del amor. Algo similar se podría decir también de los mayores. Con el cuidado y el cariño que les dirigimos no solo estamos realizando un acto de justicia, sino que estamos ensanchando nuestra capacidad de amar. Escucharles con atención, ayudarles en una tarea o manifestarles cariño y cercanía son algunos gestos que sacian nuestra sed por construir relaciones fuertes, especialmente dentro de la familia.


Entre jóvenes y ancianos se puede entablar una relación que enriquece a los dos. Los jóvenes pueden aprender de los mayores actitudes como la disponibilidad o la generosidad, además de las experiencias concretas de la vida que les puedan transmitir; también les permiten conocer el pasado para afrontar el futuro. Los ancianos, por su parte, se sienten rejuvenecidos al contacto con los más jóvenes; estos últimos les recuerdan que no se encuentran solos y que tienen mucho que aportar. «La ancianidad (...) es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos enseñe a honrar a nuestros abuelos y a nuestros mayores, para perpetuar esta cadena de bendiciones que Dios derrama abundantemente de generación en generación.


[1] Misal General Romano, Antífona de entrada de la fiesta de san Joaquín y santa Ana.


[2] Cfr. Huellas de nuestra fe, pp. 142-144.


[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 28.


[4] Francisco, Homilía, 25-VII-2021.


[5] Francisco, Mensaje, 24-VII-2022.

25 de julio de 2023

SANTIAGO Apostol




Evangelio (Mt 20, 20-28)

Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.

Él le preguntó: ¿Qué quieres?

Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?

Podemos —le dijeron.

Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.

Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.

Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

PARA TU RATO DE ORACION 



MIENTRAS caminaba Jesús a orillas del mar de Galilea, «vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que reparaban sus redes, y los llamó»[1]. Ellos, después de dejar todas las cosas, le siguieron. Así comienza la nueva vida de Santiago junto al Señor. Su aventura será tan veloz como intensa: se convertirá en el primero de los apóstoles en dar su vida por Cristo, que quiso reclamarlo pronto junto a sí (cfr. Hch 12,2). A Juan, en cambio, el Señor le pedirá que espere hasta que él vuelva a buscarlo, después de gastarse en una vida tan larga que hizo pensar a los discípulos que no moriría nunca (cfr. Jn 21,23).


El Maestro pidió a los dos hermanos una entrega total, aunque con manifestaciones distintas. Ofreció a ambos beber de su mismo cáliz, y ellos acogieron la invitación con todo el ardor de su naturaleza apasionada (cfr. Mt 20,22). Jesús llamaba a aquellos hermanos los Boanerges, es decir, «los hijos del trueno» (Mc 3,17), y les enseñó a encauzar toda su energía hacia una donación total en el servicio. Cuando la madre de los Zebedeo le pidió para sus hijos el primer puesto en su reino, Jesús les explicó que reinar con él es servir; que el primero en su reino es el que se hace el último y el servidor de todos (cfr. Mt 20,25-28). Esta lógica muchas veces contrasta con la nuestra, es revolucionaria porque se opone a la dominación de unos sobre otros; por eso, Jesús también nos anima a estar vigilantes, a estar siempre atentos para no engañarnos con lecturas atenuadas de su Evangelio.


Cristo «no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad que, de lo contrario, sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor»[2]. Jesús ayudó a Santiago y a Juan a llenar sus vidas de sentido, de amor por las demás personas, abriendo a aquellos sencillos pescadores de Galilea horizontes insospechados, «los horizontes del servicio»[3], muchos más amplios de los que se hubieran imaginado. Y así, transformó su vida en una apasionante aventura.


IMPULSADOS por Jesús, Santiago y Juan tuvieron «prisa en amar»[4], en apostar toda su existencia a una vida de intenso servicio. La de Santiago –haciendo honor a su apelativo– fue como un relámpago que cruza el cielo en un instante, llenándolo de luz. Él se puso inmediatamente en marcha y llevó a Jesucristo hasta los confines del mundo conocido, antes de regresar a Jerusalén y fecundar con su sangre los inicios de la misión de la Iglesia. La vida de Juan, en cambio, fue como el trueno, que llega sin prisa pero con contundencia, con peso, llenándolo todo con sus palabras profundas y bellas. Juan pudo meditar largamente sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, para dejarnos el tesoro de sus escritos.


El relámpago y el trueno se reclaman el uno al otro, manifiestan una misma fuerza y traen un mismo mensaje. No podemos separarlos, como no podemos separar a los Boanerges. Mientras estaba con ellos, Jesús los quiso juntos. De hecho, los dos formaban junto a Pedro un pequeño grupo de discípulos con los que el Maestro tenía más intimidad. Cuando el Señor subió al cielo, Santiago y Juan continuaron propagando el mismo mensaje, cada uno a su modo.


Santiago lo sigue haciendo hoy, convocando a los pueblos a su tumba en Compostela. Nos invita a ponernos en camino, a estar dispuestos a llegar a los confines de nuestro mundo y superar nuestras seguridades y comodidades. «Esto es fundamental para los cristianos; nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? No es cristiano decir: “Pero que vengan, yo estoy aquí, que vengan”. No, ve tú a buscarlos, da tú el primer paso»[5]. Juan, en cambio, nos recuerda que, si no estamos radicados en el amor a Jesucristo, todo ese movimiento y ese caminar valen muy poco. Escribía san Agustín: «Quien corre fuera del camino corre en vano; más aún, solo corre para fatigarse. Fuera de él, cuanto más corre, más se extravía. ¿Cuál es el camino por el que corremos? Cristo lo dijo: Yo soy el camino. ¿Cuál es la patria a donde nos dirigimos? Cristo dijo: Yo soy la verdad. Por él corres, hacia él corres, en él hallas el descanso»[6].


HAY algo grande en la vida del apóstol Santiago que permanece oculto a nuestros ojos. Es muy poco lo que sabemos de este apóstol de vida tan corta, que no dejó ningún escrito. El Evangelio, además, recoge muy pocas palabras suyas. Frente al silencio del Zebedeo, aparece la figura de otro Santiago, con títulos tan importantes como «hermano del Señor» (Gal 1,19), testigo destacado de su resurrección (cfr. 1 Cor 15,7), obispo de Jerusalén (cfr. He 15,12-21) y columna de la Iglesia (cfr. Gal 2,9). Este otro Santiago gozó de gran autoridad en la primera comunidad cristiana, como se lee en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo. Da nombre, además, a uno de los escritos del Nuevo Testamento. Por eso, sorprende que la Tradición haya querido atribuir el título de Mayor al hermano de Juan, de quien conocemos poco.


El hijo de Zebedeo llegó a ser el Mayor, siguiendo el camino que le había propuesto el Maestro. Jesús le había dicho: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos. (Mt 20, 26-28). Eso hizo Santiago: vivir para servir, dar su vida. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24), escribirá Juan en su Evangelio, arrojando un poco de luz que nos permite entender el misterio de la vida y de la muerte de su hermano Santiago. Un misterio que se extiende al impresionante poder de convocatoria que tiene aún hoy el sepulcro del apóstol.


Jesús dio a los Boanerges otro ejemplo destacado de la grandeza del servicio: la Virgen María, a quien acompañarían con frecuencia. Ella también nos ayudará para que nos lancemos a la aventura de «ser felices en amistad con Dios y llevar una vida de dedicación y de servicio»[7].


[1] Misal General Romano, Antífona de entrada de la fiesta de Santiago Apóstol.


[2] Benedicto XVI, Ángelus, 1-VII-2007.


[3] Francisco, Audiencia, 11-I-2023.


[4] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 140.


[5] Francisco, Audiencia, 11-I-2023.


[6] San Agustín, Homilía X sobre la primera Carta de San Juan.


[7] San Josemaría, Carta 6, n. 35.

24 de julio de 2023

ESCUCHAR LA VOZ DE DIOS


Evangelio (Mt 12, 38-42)


Entonces algunos escribas y fariseos se dirigieron a él: -Maestro, queremos ver de ti una señal. Él les respondió: 

-Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. Igual que 'estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches', así estará el Hijo del Hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches. 


Los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación en el Juicio y la condenarán: porque se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Jonás. La reina del Sur se levantará contra esta generación en el Juicio y la condenará: porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Salomón.


PARA TU RATO DE ORACION 


CUANDO Jesús era apenas un niño recién nacido, el anciano Simeón dijo a María: «Este ha sido puesto para signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35). Durante su paso por la tierra, el contacto con Cristo difícilmente dejaba a las personas indiferentes. Su palabra y sus acciones invitaban a cada hombre y a cada mujer a adentrarse en el propio corazón para conocerlo mejor. Los relatos evangélicos se detienen con particular insistencia en el efecto que el encuentro con Jesús produjo en los escribas y fariseos. Para ellos, que en general gozaban de una formación elevada y de reputación social reconocida, el Señor les resultaba un personaje incómodo. En efecto, hacía descubrir a la gente los pensamientos de sus corazones; algunas veces ponía de manifiesto el desprecio que sentían hacia los demás, y cómo, paradójicamente, quienes eran los guías religiosos se cerraban a la luz de Dios (cfr. Lc 18,9; Jn 9,41).


El Señor escandalizaba a los fariseos con su conducta y con su doctrina (cfr. Mt 15,12); al mismo tiempo, la evidencia de sus milagros les movía a creer en él (cfr. Jn 3,2), sobre todo a quienes no habían contagiado con lógicas mundanas sus convicciones espirituales. Jesús les invitaba a la conversión sincera, a abrazar sin reservas a la persona del Hijo de Dios, lo que suponía también abrazar a los demás, sin distinciones. Esta situación se transformó para muchos fariseos en un callejón sin salida (cfr. Jn 9,16).


Un día, al no poder tolerar más esta tensión, pidieron a Jesús un gesto definitivo: «Maestro, queremos ver de ti una señal» (Mt 12, 38). Ellos, que son maestros de Israel, tenían a su disposición señales más que suficientes para abrirse a la luz de la fe; han presenciado cómo Cristo ha respondido muchas veces a sus preguntas y ha obrado milagros. De todos modos, Jesús les dará la señal definitiva que piden: «Igual que estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12, 40). Si disponemos nuestro interior para dejarnos sorprender por Jesús, encontraremos en su resurrección la más grande señal para abrazarnos a él y acoger la fe que transforma nuestra vida. Pero se trata de una señal reconocible para los sencillos de corazón: para quienes no enredan mezquinamente sus conocimientos, ni ponen su honra por encima de la de Dios.


«SI DECIMOS que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad» (1 Jn 1,8-9). Esta es la experiencia del apóstol Juan que, como demuestra en su Evangelio, reflexionó mucho sobre la luz que Jesús traía al mundo; una luz que nos libera de la esclavitud del pecado (cfr. Jn 8,31-47) y que nos permite vivir con la libertad de los hijos de Dios (cfr. 1 Jn 3,1-10). Esa fue también la experiencia de los habitantes de Nínive que «se convirtieron ante la predicación de Jonás» (Mt 12,41). Nos cuenta la Sagrada Escritura que la enseñanza del profeta no fue especialmente brillante o entusiasta, pero bastó a las gentes de aquella ciudad para cambiar de vida y abrirse a la infinita misericordia de Dios (cfr. Jo 3,10).


Dios nos conoce más que nadie, por eso sabe que lo que sana nuestra alma es la doble confesión de, por una parte, nuestra debilidad y, por otra, la realidad de su perdón: «Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí». Este reconocimiento remueve un obstáculo que muchas veces puede separarnos de él: el orgullo. «Si uno de nosotros dice: “Ah, gracias Señor, porque soy una persona buena, yo hago cosas buenas, no hago pecados grandes…”. Este no es un buen camino, este es un camino de autosuficiencia, es un camino que no nos justifica»[1]. En cambio, escrutar nuestro corazón para descubrir allí todas las veces que nos preferimos a nosotros mismos en lugar de amar a Dios y a los demás, es el camino hacia la conversión, que es el secreto de una auténtica alegría.


Los santos se han sentido siempre necesitados de la misericordia de Dios. San Josemaría se definía como un pobre pecador que amaba con locura a Jesucristo. Y señalaba que si tenemos el deseo de volver siempre a la casa del Padre, para refugiarnos en su misericordia, encontraremos una felicidad que nuestras debilidades no nos podrán arrebatar: «La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza»[2].


DIOS bendice con su gracia abundante a quien se abre con sencillez a las luces que él envía, aunque a veces sean tan tenues como la que recibieron las gentes de Nínive. Cuando un alma se esfuerza por mantener el alma sensible y a la escucha, le basta entonces una pequeña insinuación del Señor para llenarse de amor, de agradecimiento, de contrición o de propósitos de lucha. Son almas sensibles a la luz, con una disposición que es un don del Espíritu Santo.


En ocasiones, estas insinuaciones vendrán explícitamente a través de personas que nos quieren, que se preocupan por nosotros, y que nos dan su opinión sobre algo que podríamos cambiar. Otras veces, el Espíritu Santo nos dispone de otro modo, empujándonos a ponernos en marcha para buscar la luz. Es lo que hizo la Reina de Sabá, que soportó un largo viaje para escuchar a Salomón, en cuya sabiduría se reconocía la acción de Dios (cfr. 1 Re 10,1-13). Nosotros tenemos en Jesús a alguien que es mucho más que Salomón, y no tenemos que ir hasta los confines de la tierra para escuchar su voz (cfr. Mt 12,42). Su luz nos llega, entre muchas maneras, a través del contacto directo con la Sagrada Escritura, a través de la lectura de algún libro espiritual, o a través del acompañamiento espiritual, en donde otra persona nos ayuda a descubrir esas insinuaciones divinas.


Pero siempre es el Espíritu Santo el que «nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar»[3]. Cualquier vía por la que escuchamos a Dios será sana y fructífera solo si somos conscientes, personalmente, de que es el Paráclito el que nos guía con suavidad y grandeza de horizontes. La Virgen María, que vivió siempre abierta para acoger la palabra divina, nos podrá ayudar a escuchar con humildad y agradecimiento la voz de Dios.

23 de julio de 2023

Acoger la buena semilla.




Evangelio (Mt 13,24-43)


Jesús les propuso otra parábola:


— El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» Él les dijo: «Algún enemigo lo habrá hecho». Le respondieron los siervos: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: “Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero”».


Les propuso otra parábola:


— El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.


Les dijo otra parábola:


— El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:


Abriré mi boca con parábolas, proclamaré las cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo.


Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:


— Explícanos la parábola de la cizaña del campo.


Él les respondió:


— El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.



PARA TU ORACION PERSONAL 



JESÚS, durante su predicación, recurre a parábolas para ilustrar algunos aspectos de su enseñanza. En una ocasión, explicó el Reino de Dios usando tres imágenes: la buena semilla que se siembra junto a la cizaña, el pequeño grano de mostaza que llega a ser un árbol frondoso y la levadura que fermenta la masa (cfr. Mt 13,31-33). Los tres ejemplos están unidos por una acción común: el crecimiento. La buena semilla y la cizaña crecen juntas hasta que son separadas en el momento de la siega; la semilla de mostaza crece para convertirse en un gran árbol donde llegan a anidar los pájaros del cielo; un poco de levadura en la harina hace crecer la masa.


El Reino de Dios se caracteriza, por lo tanto, por su dinamismo, por estar siempre en movimiento. No es una realidad estática: está destinada a crecer cada día y en cada circunstancia histórica. El Reino de Dios crece sobre todo cuando el hombre deja espacio a la iniciativa divina, cuando aquella semilla puede desplegar toda su fuerza, especialmente en nuestro interior. Como un buen jardinero, el Señor cuida ese terreno que somos cada uno de nosotros, sabe esperar, «mira el campo de la vida de cada persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con confianza que maduren»[1].


Jesús nos da a entender que «dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de todos los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto madurará»[2]. Se trata de una consoladora realidad: si no obstaculizamos el crecimiento de Dios en nosotros, su Reino está creciendo en nuestro corazón, muchas veces sin que nos percatemos con demasiada claridad.


EN LA PRIMERA de las parábolas, crecen en un campo, al mismo tiempo, la buena semilla del trigo y la mala de la cizaña. Cuando los discípulos le preguntan por el significado de la imagen, Jesús les explica: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo» (Mt 13,37-39). De este modo, aclara que, aunque el mal esté presente en el mundo, no proviene de Dios.


El Señor muestra que la cizaña coexiste con la buena semilla hasta el final de la cosecha. «No es posible pensar la historia humana sin cizaña; es decir, como dice el mismo Jesús, no es posible erradicar totalmente la cizaña porque está mezclada con lo bueno»[3]. Y esta realidad la miramos fuera de nosotros, pero sobre todo la experimentamos en nuestro propio corazón, donde conviven auténticos deseos de santidad y también malas inclinaciones. Tenemos la misma experiencia que tanto dolor le causaba a san Pablo, al notar que el pecado habitaba en él: «No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago» (Rm 7,15).


No podemos extrañarnos ni perder la esperanza al palpar la cizaña de nuestro corazón: envidias, celos, deseos poco nobles... En este sentido, san Josemaría decía: «No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre!»[4].


LA PARÁBOLA del trigo y la cizaña resume, de alguna manera, el misterio de la historia humana: en ella están presentes tanto la acción de Dios, como la libertad del hombre cuando es usada para el pecado. Con nuestros actos podemos contribuir al crecimiento de la semilla del Reino de Dios, pero también hacer crecer la cizaña. Y esta no es arrancada de antemano del campo, porque el Señor nos ha dejado enteramente libres. Él no nos ha creado predeterminados a alimentar solo la semilla buena, ni rodeó el terreno de altos muros para protegerlo: lo dejó al descubierto para que pudiera crecer sin límites, aun a sabiendas de que quizá alguien podría sabotear temporalmente alguna zona de la cosecha.


En el campo de nuestro corazón, la semilla buena convive con la semilla de la hierba mala. En la libertad de nuestro corazón se decide si la cizaña sofocará al trigo, o si este vencerá a la cizaña. A veces, sin embargo, no es sencillo hacer ese discernimiento, pues el bien y el mal están entrelazados. Es el momento de tomar la decisión de querer ser buen grano, «con todas nuestras fuerzas, y entonces alejarse del maligno y de sus seducciones»[5]. Solo seremos verdaderamente felices si acogemos la buena semilla, utilizando la libertad para amar a Dios y a los demás. En el discernimiento por ser buen grano, un buen criterio puede ser escoger siempre el servicio.


«Quien, al escudriñar su conciencia, encuentre ser cizaña –escribía san Agustín–, no tema cambiar. Todavía no hay orden de cortar, aún no es el momento de la siega; no seas hoy lo que eras ayer, o no seas mañana lo que eres hoy»[6]. La Virgen María, esperanza nuestra, nos sostendrá en esta batalla por dejar que la buena semilla crezca, conquiste nuestros corazones y los corazones de quienes nos rodean.

22 de julio de 2023

SANTA MARIA MAGDALENA

 



Evangelio  San Juan (20,1.11-18):


El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.

Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?»

Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»

Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.

Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?»

Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.»

Jesús le dice: «¡María!»

Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!»

Jesús le dice: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: "Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro."»

María Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor y ha dicho esto.»


PARA TU RATO DE ORACION 


“La Magdalena irrumpe en el Evangelio con la fuerza de quien ama profundamente y desea amar siempre más”, escribió Mons. Javier Echevarría sobre esta gran figura del Evangelio. 

A lo largo del año, la liturgia invita a los cristianos a recordar algunas de las figuras que siguieron de cerca a Cristo. Hacer memoria de los santos constituye un incentivo para revitalizar la propia vida cristiana, mirando a quienes —hombres o mujeres—, con su ejemplo y su intercesión, invitan al Pueblo de Dios a contemplar el futuro con esperanza segura.


El Papa Francisco, en este año de la misericordia, ha querido subrayar la relevancia de una gran figura, seguidora de Cristo, María Magdalena, disponiendo que su memoria litúrgica se eleve a la categoría de fiesta. Con tal decisión, el Santo Padre desea que el ejemplo de esta santa discípula de Jesús se halle más presente en la vida de piedad de la Iglesia.


La Magdalena irrumpe en el Evangelio con la fuerza de quien ama profundamente y desea amar siempre más. De ella se escribe en el texto que Jesús había expulsado siete demonios, una afirmación que puede referirse a situaciones dolorosas, físicas o morales. En cualquier caso, el sufrimiento la condujo a Cristo y, desde entonces, no miró atrás. Comprendió que su caminar ya sólo tenía sentido si se gastaba al servicio de Dios y de los hermanos. Liberada de esos males, se muestra grande y generosa ante nuestros ojos, cuando —cercana a la Cruz— nos ofreció una lección de fortaleza; y luego, acudiendo a la tumba del Crucificado, no permitió que la esperanza se apagara en el mundo. ¡Gran discípula de Cristo fue María 


«Mujer, ¿por qué lloras?», le preguntó Cristo cuando había llegado a buscarle al sepulcro, para ungir su cadáver, y lo buscaba con pasión santa, con perseverancia. Como señaló muchas veces el fundador del Opus Dei, «sin Jesús no estamos bien». En 1964, en la memoria litúrgica de esta mujer, san Josemaría hizo su oración personal ante el Sagrario y, entre otras cosas, comentaba: «¡El sepulcro vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste: para que tú y yo saquemos consecuencias; para que aprendamos a amar y a esperar de verdad».


En un primer momento, ella no reconoció al Maestro. Pero perseveró en su afán de encontrarle. Sólo al escuchar su nombre, con el acento personalísimo con que Jesús se dirige a cada uno, reconoce al Salvador. Y a ella, la primera entre los discípulos que vio al Resucitado, se le confía el primer anuncio de la resurrección: un mensaje que no ha cesado de difundirse desde entonces en el mundo. Una preciosa responsabilidad que recae ahora en cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces se sirve el Señor de otras personas, para llamarnos a cada uno por nuestro nombre y comunicarnos también el encargo de darle a conocer a otras gentes!


Las mujeres del Evangelio —María Magdalena, Marta y María de Betania, Juana, Susana y Salomé—, sirvieron a Jesucristo con una lealtad que no siempre demostraron los discípulos. Ellas acompañaban al Maestro por los senderos de Palestina o lo alojaron en su hogar; lloraron a su lado en el camino de la Cruz; fueron con la Madre, Santa María, hasta el patíbulo; y quisieron honrar el cuerpo de Jesús tras la sepultura...


Hoy como entonces, la mujer está convocada a contribuir a la misión de la Iglesia con su inteligencia, su sensibilidad y fortaleza, su piedad, su celo apostólico y su afán de servicio, su capacidad de iniciativa y su generosidad. Pero, por encima de todo, puede contribuir —como los demás fieles cristianos— con su santidad personal. Esta es la enseñanza primordial de la vida de María Magdalena: quien desea verdaderamente servir a la Iglesia, ante todo pone sus ojos en Cristo, le sigue de cerca por los caminos de la tierra, con fidelidad total, incluso cuando los demás huyen ante la aparente victoria del mal.


Este 22 de julio supone una ocasión para recordar la vida de la Magdalena, que viene a presentarse como el resumen de la biografía de cada cristiano: comenzar y recomenzar, con humildad; amar a Cristo; confiar en Él pese a las sombras que, a veces, quizá oscurezcan el camino; servir a los demás con empeño creciente, en el lugar donde nos ha tocado vivir. La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar —en las tareas ordinarias de cada jornada— el propio nombre de los labios del Resucitado.


Javier Echevarría (Madrid, 1932 - Roma, 2016)




21 de julio de 2023

EL SENTIDO DEL DIA DEL SEÑOR

 



Evangelio (Mt 12, 1-8)


En aquel tiempo pasaba Jesús un sábado por entre unos sembrados; sus discípulos tuvieron hambre y comenzaron a arrancar unas espigas y a comer. Los fariseos, al verlo, le dijeron:


Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer el sábado.


Pero él les respondió: ¿No habéis leído lo que hizo David y los que le acompañaban cuando tuvieron hambre? ¿Cómo entró en la Casa de Dios y comió los panes de la proposición, que no les era lícito comer ni a él ni a los que le acompañaban, sino sólo a los sacerdotes? ¿Y no habéis leído en la Ley que, los sábados, los sacerdotes en el Templo quebrantan el descanso y no pecan? Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo. Si hubierais entendido qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio, no habríais condenado a los inocentes. Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN CIERTA ocasión, mientras Jesús y sus discípulos atravesaban un espacioso sembrado, nos cuenta Mateo que tenían hambre (cft. Mt 12,1). Viéndose rodeados de alimento, los apóstoles comenzaron a arrancar algunas espigas, «las desgranaban con las manos y se las comían» (Lc 6,1). La ley judía permitía coger algunos granos de trigo con la mano en la mies del prójimo (cfr. Dt 23,25). La controversia surge, sin embargo, porque lo hacen en sábado. Cuando los fariseos tuvieron noticia de este suceso, le dijeron al Maestro: «Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado» (Mt 12,2).


Se lee en el libro del Éxodo que Dios le pide al pueblo de la Alianza: «Recuerda el día del sábado para santificarlo» (Ex 20,8). Por iniciativa divina, el shabbat no se colocó junto a los preceptos que hacían referencia al culto, sino dentro del mismo Decálogo. El texto inspirado explica el motivo del mandamiento: «Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20,11). Al precepto divino del shabbat, con el paso del tiempo, se le fueron añadiendo prescripciones humanas cada vez más rigurosas. En la época de Jesús se había concretado tanto el precepto, hasta el punto de que existía una clasificación de 39 especies de trabajos prohibidos.


Jesús, como auténtico intérprete de los preceptos divinos, responde a la queja de los fariseos subrayando el verdadero –y quizá olvidado– sentido del sábado: el servicio a Dios o al prójimo, por lo que la inactividad no debía ser el supremo criterio. Más que fijarse en una casuística sobre lo permitido o lo prohibido, Cristo invita a poner la mirada en la razón profunda por la que Yahvé ha establecido el descanso sabático: abstenerse de ciertas ocupaciones para poder honrar al Señor con más holgura. El mandamiento relativo al sábado hacía referencia al misterioso descanso de Dios después de la creación, y también a la salvación de Israel de la esclavitud de Egipto. Por eso puede decirse que la observancia de este día tiene un carácter liberador. El propósito de la ley divina no era atar a las personas a innumerables preceptos, sino liberarlas semanalmente de lo menos importante para que dirigieran su mirada hacia Dios: recordar que somos hijos del creador de todas las cosas y de quien nos libera de toda esclavitud.


EN EL CONTEXTO de la discusión sobre la cuestión del sábado, Jesús desvela la grandeza de su identidad. «¿No habéis leído en la Ley que, los sábados, los sacerdotes en el Templo quebrantan el descanso y no pecan? Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo» (Mt 12,5-6). El Templo tenía la máxima dignidad por ser la casa donde habitaba Yahvé. Solo Dios mismo era superior al Templo. Cristo claramente proclama con estas palabras su divinidad. Al terminar la conversación, como colofón, añade: «Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado» (Mt 12,8). Teniendo en cuenta que el precepto del sábado es de institución divina, Jesús se estaba presentando implícitamente como Dios: este es el gran acontecimiento cristiano.


Con sus palabras el Maestro no pretendía despreciar el descanso sabático. Sabemos que Jesús cumplía la ley, tanto la religiosa como la civil: acudía con sus discípulos cada sábado a la sinagoga, pagaba los impuestos, peregrinaba con los suyos al Templo y vivía las fiestas como cualquier judío devoto. De hecho, después de la Resurrección, sus discípulos continuaron yendo a la sinagoga los sábados, aunque comenzaron también a reunirse el primer día de la semana, haciendo memoria de Jesús Resucitado. El primer día de la semana había pasado a ser el día de la nueva creación y de la definitiva liberación.


Con el paso del tiempo, en la primitiva comunidad cristiana, el domingo fue sustituyendo paulatinamente al sábado como el dies Domini, el día del Señor. El domingo no era un día más para aquellos cristianos de los primeros siglos, sino que constituía el centro mismo de su vida. Por este motivo, siglos después, la Iglesia estableció el precepto dominical. De este modo, los fieles, absteniéndose de ciertas actividades que impiden dar culto a Dios, pueden «gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo»[1]. Jesús «nos entrega “su día” como un don siempre nuevo de su amor. (...) El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida»[2].


TESTIMONIOS del siglo II cuentan que los primeros cristianos se reunían el domingo para celebrar la Eucaristía: «El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas. (...) Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados»[3]. En la Misa del domingo nos dejamos encontrar por Dios: escuchamos su palabra y nos alimentamos con el Pan de vida, en comunión con toda la Iglesia. «Nos recuerda también, con el descanso de nuestras ocupaciones, que no somos esclavos sino hijos de un Padre que nos invita constantemente a poner la esperanza en él»[4].


De esta manera, el domingo es realmente el «día de Cristo» y, al mismo tiempo, es el «día del hombre». El reposo propio de esa jornada, compartido con Dios y con toda la Iglesia, nos ayuda a renovar nuestras fuerzas para llevar a cabo las tareas de la semana. Entregamos a Dios, a través del sacrificio de su Hijo, todos los sucesos de la semana que ha terminado, y aquellos de la semana que comienza. «Siempre he entendido el descanso –consideraba san Josemaría– como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio. Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[5]. La Virgen María, que habrá participado de aquellas primeras reuniones dominicales, puede interceder por nosotros para que Dios nos aumente el deseo de alimentarnos de su Pan y de su palabra.



20 de julio de 2023

DESCANSAR Y NO AGOTARSE

 


EVANGELIO (Mt 11,28-30)


Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. 

Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS sabe que necesitamos descansar. Por eso, en una ocasión dijo a los apóstoles: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). El mismo Dios experimentó el cansancio y, por tanto, la necesidad de recuperar las fuerzas. A san Josemaría le gustaba contemplar este aspecto de la humanidad del Señor: «Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer!»[1].


Durante las temporadas de intensa actividad, Jesús animaría a los discípulos a no dejarse llevar por el activismo, a no juzgar todo en términos de utilidad, a no pensar que todo dependía de lo que hacían: ir de prisa de un lugar a otro, estar siempre atareados… De ahí la invitación a descansar, pero no de cualquier manera, sino acudiendo a él. «No se trata solo de descanso físico, sino también de descanso del corazón. Porque no basta “desconectar”, es necesario descansar de verdad. ¿Y esto cómo se hace? Para hacerlo, es preciso regresar al corazón de las cosas: detenerse, estar en silencio, rezar»[2].


Puede ocurrir, incluso, que la presión por ser productivos solo desde el punto de vista humano se traslade también a los periodos de descanso. Queremos realizar tantas cosas durante ese tiempo que, al final, podemos acabar incluso más agotados que antes. Quizá hay personas que en cambio tienden a buscar un descanso en sentido opuesto, tratando de no organizar más que lo imprescindible. En cualquier caso, Jesús propone un descanso que lleva a mirar, con recogimiento, nuestro corazón en su presencia para sacar brillo a los ideales que mueven nuestro día a día. Ese silencio «es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[3]. Y ese descanso está a nuestro alcance en cualquier momento del año.


HAY MOMENTOS de la vida que pueden resultar especialmente desgastantes. Estos normalmente ocurren cuando, a las exigencias normales del día a día, se añaden otras más extraordinarias que también requieren nuestro tiempo y dedicación: la enfermedad de un ser querido, el nacimiento de un nuevo hijo, proyectos complejos que hay que cerrar, un contratiempo económico… Todo esto, si se alarga, hace necesario defender modos de descanso, aunque sean pequeños, para evitar que el desgaste se convierta en un problema mayor: hacer deporte, leer, escuchar música, dedicar tiempo a una afición, disfrutar de la compañía de los demás, etc.


Una buena manera de descansar es aprender a no agotarse. Para eso a veces será necesario dejar momentáneamente en manos de otros la primera línea del frente en alguna tarea, aunque pueda costarnos. Esto no implica falta de esfuerzo: significa simplemente reconocer los propios límites, y también, a veces, desprenderse un poco de los resultados de nuestro trabajo. Dios quiere que nos gastemos por amor, no que nos desgastemos de modo que el amor se extinga por derrumbe del edificio, como sucede a la casa construida sobre arena (cfr. Mt 7,24-27). Escribía san Josemaría: «Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. –Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados»[4].


«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», aconseja la sabiduría popular. Aunque esta frase tiene su parte de verdad, pues nos invita a ser diligentes y a no retrasar nuestros trabajos, también conviene leerla al revés: «Deja para mañana lo que no puedas hacer hoy». Es decir, no cargues hoy más de lo que puedes hacer. El libro de la Sabiduría también expresa esta máxima: «Hijo, no te ocupes de muchos asuntos; si te desbordan, no estarás falto de culpa; por más que corras no los alcanzarás, y aunque huyas no te podrás escapar de ellos» (Si 11,10). En este sentido, san Josemaría también comentaba: «A mí siempre me quedan cosas para el día siguiente. Hemos de llegar a la noche, después de un día lleno de trabajo, con faena de sobra para la siguiente jornada. Hemos de llegar a la noche cargados, como borriquillos de Dios»[5].


UNO de los signos más frecuentes del cansancio es que las limitaciones de nuestro carácter se suelen hacer más evidentes. De algún modo es como si las defensas de nuestra personalidad se debilitaran y actuamos de una manera que quizá puede extrañar a los demás. Por ejemplo, una persona que suele ser optimista, de pronto reacciona con cierta apatía, o alguien que es habitualmente manso, responde con una brusquedad que no es habitual.


En esos momentos, en los que la vista se nubla un poco, una mano amiga nos puede ayudar a conocernos y a leer los signos del cansancio, para entonces descansar antes de agotarnos. San Josemaría aconsejaba así a una persona que pasaba por momentos de este tipo: «–¿Que te da todo igual? –No quieras engañarte (…) No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento»[6].


Una muestra de amistad es ayudar a los demás, enseñarles con simpatía –sin condescendencia, poniéndose a su lado–, a decir que no a ciertas peticiones, sin cargarse por ello de remordimientos; a descartar proyectos que se les puedan ocurrir, si no es realista acometerlos; a aplicar la proporcionalidad y dejar quizá algunas cosas menos acabadas de lo que querrían; a ver que, más allá de lo que tienen entre manos en ese momento, o de los nuevos frentes que se les ocurren, está su deber de reponer fuerzas. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos descansar y hacer descansar a los demás, para poder vivir así con la alegría de servir a su Hijo.