"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2023

DIOS ESPERA NUESTRA RESPUESTA

 




EVANGELIO San Juan 10,1-10:


En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: -«Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas caminan delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Jesús, les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: -«Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».



PARA TU RATO DE ORACION



El 30 de abril, en el domingo del “Buen Pastor”, 

se celebra la 60ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones


Queridos hermanos y hermanas, queridísimos jóvenes:


Es la sexagésima vez que se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, instituida por san Pablo VI en 1964, durante el Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta iniciativa providencial se propone ayudar a los miembros del pueblo de Dios, personalmente y en comunidad, a responder a la llamada y a la misión que el Señor confía a cada uno en el mundo de hoy, con sus heridas y sus esperanzas, sus desafíos y sus conquistas.


Este año les propongo reflexionar y rezar guiados por el tema “Vocación: gracia y misión”. Es una ocasión preciosa para redescubrir con asombro que la llamada del Señor es gracia, es un don gratuito y, al mismo tiempo, es un compromiso a ponerse en camino, a salir, para llevar el Evangelio. 


Estamos llamados a una fe que se haga testimonio, que refuerce y estreche en ella el vínculo entre la vida de la gracia —a través de los sacramentos y la comunión eclesial— y el apostolado en el mundo. 


¿Qué es la vocación? ¿Todos tenemos vocación?


Animado por el Espíritu, el cristiano se deja interpelar por las periferias existenciales y es sensible a los dramas humanos, teniendo siempre bien presente que la misión es obra de Dios y no la llevamos a cabo solos, sino en la comunión eclesial, junto con todos los hermanos y hermanas, guiados por los pastores. Porque este es, desde siempre y para siempre, el sueño de Dios: que vivamos con Él en comunión de amor.


«Elegidos antes de la creación del mundo»

El apóstol Pablo abre ante nosotros un horizonte maravilloso: en Cristo, Dios Padre «nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4-5). Son palabras que nos permiten ver la vida en su sentido pleno. Dios nos “concibe” a su imagen y semejanza, y nos quiere hijos suyos: hemos sido creados por el Amor, por amor y con amor, y estamos hechos para amar.


A lo largo de nuestra vida, esta llamada, inscrita en lo más íntimo de nuestro ser y portadora del secreto de la felicidad, nos alcanza, por la acción del Espíritu Santo, de manera siempre nueva, ilumina nuestra inteligencia, infunde vigor a la voluntad, nos llena de asombro y hace arder nuestro corazón. 


A veces incluso irrumpe de manera inesperada. Fue así para mí el 21 de septiembre de 1953 cuando, mientras iba a la fiesta anual del estudiante, sentí el impulso de entrar en la iglesia y confesarme. Ese día cambió mi vida y dejó una huella que perdura hasta hoy. Pero la llamada divina al don de sí se abre paso poco a poco, a través de un camino: al encontrarnos con una situación de pobreza, en un momento de oración, gracias a un testimonio límpido del Evangelio, a una lectura que nos abre la mente, cuando escuchamos la Palabra de Dios y la sentimos dirigida directamente a nosotros, en el consejo de un hermano o una hermana que nos acompaña, en un tiempo de enfermedad o de luto. La fantasía de Dios para llamarnos es infinita.


Y su iniciativa y su don gratuito esperan nuestra respuesta. La vocación es «el entramado entre elección divina y libertad humana» [1], una relación dinámica y estimulante que tiene como interlocutores a Dios y al corazón humano. Así, el don de la vocación es como una semilla divina que brota en el terreno de nuestra vida, nos abre a Dios y nos abre a los demás para compartir con ellos el tesoro encontrado. 


Esta es la estructura fundamental de lo que entendemos por vocación: Dios llama amando y nosotros, agradecidos, respondemos amando. Nos descubrimos hijos e hijas amados por el mismo Padre y nos reconocemos hermanos y hermanas entre nosotros. Santa Teresa del Niño Jesús, cuando finalmente “vio” con claridad esta realidad, exclamó: «¡Al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia [...]. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor» [2].


«Yo soy una misión en esta tierra»

La llamada de Dios, como decíamos, incluye el envío. No hay vocación sin misión. Y no hay felicidad y plena realización de uno mismo sin ofrecer a los demás la vida nueva que hemos encontrado. La llamada divina al amor es una experiencia que no se puede callar. «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16), exclamaba san Pablo. Y la Primera Carta de san Juan comienza así: “Lo que hemos oído, visto, contemplado y tocado —es decir, el Verbo hecho carne— se lo anunciamos también a ustedes para que nuestra alegría sea plena” (cf. 1,1-4).


Hace cinco años, en la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, me dirigía a cada bautizado y bautizada con estas palabras: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión» (n. 23). Sí, porque cada uno de nosotros, sin excluir a nadie, puede decir: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).


La misión común de todos los cristianos es testimoniar con alegría, en toda situación, con actitudes y palabras, lo que experimentamos estando con Jesús y en su comunidad que es la Iglesia. Y se traduce en obras de misericordia material y espiritual, en un estilo de vida abierto a todos y manso, capaz de cercanía, compasión y ternura, que va contracorriente respecto a la cultura del descarte y de la indiferencia. Hacerse prójimo, como el buen samaritano (cf. Lc 10,25-37), permite comprender lo esencial de la vocación cristiana: imitar a Jesucristo, que vino para servir y no para ser servido (cf. Mc 10,45).


Esta acción misionera no nace simplemente de nuestras capacidades, intenciones o proyectos, ni de nuestra voluntad, ni tampoco de nuestro esfuerzo por practicar las virtudes, sino de una profunda experiencia con Jesús. Sólo entonces podemos convertirnos en testigos de Alguien, de una Vida, y esto nos hace “apóstoles”. Entonces nos reconocemos como marcados «a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).


Icono evangélico de esta experiencia son los dos discípulos de Emaús. Después del encuentro con Jesús resucitado se confían recíprocamente: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» ( Lc 24,32). En ellos podemos ver lo que significa tener “corazones fervientes y pies en camino” [3]. Es lo que deseo también para la próxima Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, que espero con alegría y que tiene por lema: «María se levantó y partió sin demora» ( Lc 1,39). ¡Que cada uno y cada una se sienta llamado y llamada a levantarse e ir sin demora, con corazón ferviente!



Llamados juntos: convocados

El evangelista Marcos narra el momento en que Jesús llamó a doce discípulos, cada uno con su propio nombre. Los instituyó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, curar las enfermedades y expulsar a los demonios (cf. Mc 3,13-15). El Señor pone así las bases de su nueva Comunidad. Los Doce eran personas de ambientes sociales y oficios diferentes, y no pertenecían a las categorías más importantes. Los Evangelios nos cuentan también otras llamadas, como la de los setenta y dos discípulos que Jesús envía de dos en dos (cf. Lc 10,1).


La Iglesia es precisamente Ekklesía, término griego que significa: asamblea de personas llamadas, convocadas, para formar la comunidad de los discípulos y discípulas misioneros de Jesucristo, comprometidos a vivir su amor entre ellos (cf. Jn 13,34; 15,12) y a difundirlo entre todos, para que venga el Reino de Dios.


En la Iglesia, todos somos servidores y servidoras, según diversas vocaciones, carismas y ministerios. La vocación al don de sí en el amor, común a todos, se despliega y se concreta en la vida de los cristianos laicos y laicas, comprometidos a construir la familia como pequeña iglesia doméstica y a renovar los diversos ambientes de la sociedad con la levadura del Evangelio; en el testimonio de las consagradas y de los consagrados, entregados totalmente a Dios por los hermanos y hermanas como profecía del Reino de Dios; en los ministros ordenados (diáconos, presbíteros, obispos) puestos al servicio de la Palabra, de la oración y de la comunión del pueblo santo de Dios. Sólo en la relación con todas las demás, cada vocación específica en la Iglesia se muestra plenamente con su propia verdad y riqueza. En este sentido, la Iglesia es una sinfonía vocacional, con todas las vocaciones unidas y diversas, en armonía y a la vez “en salida” para irradiar en el mundo la vida nueva del Reino de Dios.


Gracia y misión: don y tarea

Queridos hermanos y hermanas, la vocación es don y tarea, fuente de vida nueva y de alegría verdadera. Que las iniciativas de oración y animación vinculadas a esta Jornada puedan reforzar la sensibilidad vocacional en nuestras familias, en las comunidades parroquiales y en las de vida consagrada, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales. Que el Espíritu del Señor resucitado nos quite la apatía y nos conceda simpatía y empatía, para vivir cada día regenerados como hijos del Dios Amor (cf. 1 Jn 4,16) y ser también nosotros fecundos en el amor; capaces de llevar vida a todas partes, especialmente donde hay exclusión y explotación, indigencia y muerte. Para que se dilaten los espacios del amor [4] y Dios reine cada vez más en este mundo.


Que en este camino nos acompañe la oración compuesta por san Pablo VI para la primera Jornada Mundial de las Vocaciones, el 11 de abril de 1964:


«Jesús, divino Pastor de las almas, que llamaste a los Apóstoles para hacerlos pescadores de hombres, atrae a Ti también las almas ardientes y generosas de los jóvenes, para hacerlos tus seguidores y tus ministros; hazlos partícipes de tu sed de redención universal […], descúbreles los horizontes del mundo entero […]; para que, respondiendo a tu llamada, prolonguen aquí en la tierra tu misión, edifiquen tu Cuerpo místico, la Iglesia, y sean “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13)».


Que la Virgen María los acompañe y los proteja. Con mi bendición.


Roma, San Juan de Letrán, 30 de abril de 2023, IV Domingo de Pascua.


Francisco

29 de abril de 2023

SABER COMUNICAR

 



Evangelio (Mt 11,25-30)


En aquella ocasión Jesús declaró:


— Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN LA FIESTA de hoy, la liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios la siguiente oración: «Señor Dios, que hiciste a santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la pasión de tu Hijo y en su entrega al servicio de la Iglesia; concédenos, por su intercesión, vivir asociados al misterio de Cristo para que podamos llenarnos de alegría con la manifestación de su gloria»[1]. Estas palabras resumen la vida de la santa que celebramos: un amor ardiente por Jesucristo que la llevó a dedicarse a trabajar por los demás y por la Iglesia.


Catalina Benincasa nació en el año 1347 en Siena, en el seno de una familia numerosa. Desde su infancia cultivó una profunda piedad que la impulsó a dedicar su vida al Señor, a pesar de la incomprensión de su familia. A los dieciocho años consiguió ser aceptada entre las mujeres terciarias dominicas de la ciudad. Siguió viviendo en casa de sus padres, llevando una intensa vida de oración en medio del lógico ajetreo de una familia con muchos hijos. A los veintiún años, Catalina tuvo una experiencia que marcaría para siempre su vida: comprendió que Dios la llamaba a dedicarse con todas sus fuerzas a realizar obras de caridad y a trabajar por la conversión de los pecadores. A san Josemaría le atraía precisamente que esta santa «estaba en la calle, y en su alma ella hizo su celda interior, de modo que en cualquier lado que estuviera, no salía de la celda»[2]. Con aquella decisión, comienzan unos años en los que la joven se mueve por la ciudad de Siena para cuidar de los enfermos, a la vez que encendía los corazones de muchas personas en el amor a Dios y al prójimo.


«No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,14-15). Catalina había sido iluminada por el rostro amable de Jesús y comprendió que su luz no podía quedarse encerrada en las paredes de su casa. Generó así una revolución a su alrededor, hecha de oración y de obras de servicio.


TANTO EN EL epistolario de santa Catalina como en su conocida obra El diálogo, llama la atención la armonía entre doctrina y experiencia mística, sobre todo si tenemos en cuenta que la santa no había podido recibir una formación cultural amplia. Acudió, sin embargo, desde muy joven a la predicación de los padres dominicos en su ciudad: allí escuchaba con atención las explicaciones de la Escritura, los ejemplos de las vidas de los santos o las catequesis sobre la fe. Pasado el tiempo, también alimentaría su vida interior con la orientación de un director espiritual del lugar.


En santa Catalina se cumplen aquellas palabras que Jesús pronunció un día, lleno de gozo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). «La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas (...). Si tú sabes muchas cosas pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los “pequeños”, a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, sienten la necesidad de él y esperan todo de él; tienen el corazón abierto y confiado hacia el Señor»[3]. Santa Catalina acogió las luces que el Señor le iba concediendo y así alcanzó un profundo conocimiento del misterio de Dios. «¡Oh inestimable, dulcísima caridad! –escribe–. ¿Quién no se enardece con tanto amor? ¿Qué corazón puede resistir sin desfallecer? Tú, abismo de caridad, parece que enloqueces por tus criaturas, como si no pudieses vivir sin ellas, aunque seas un Dios que no precisa de nosotros. Por nuestras buenas obras no crece tu grandeza, porque no puede sufrir mutación; de nuestro mal no se te sigue daño, porque eres el sumo y eterno Bien. ¿Quién te mueve a tanta misericordia?»[4].


Llevada por esa intensa contemplación, la santa de Siena comunicaba el amor de Dios a la gente que tenía a su alrededor. Comenzó por quienes se reunían para escucharla y para ser alentados en su vida espiritual. Pero ese desbordarse de su vida interior no acabó ahí: pasados los años, dirigiría cartas a numerosas personas, muchas de ellas personajes públicos de la época. No pocas veces sus misivas iban acompañadas de llamadas a vivir de manera coherente con el Evangelio y a buscar la voluntad divina. De su relación íntima con Jesús sacaba la energía para hablar de Dios con claridad y dulzura.


ENTRE TANTOS cristianos que se han inspirado en la vida de santa Catalina encontramos a san Josemaría. Desde joven tuvo una devoción especial por ella; por ejemplo, solía llamar catalinas a las anotaciones que hacía sobre los sucesos de su vida interior. «A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina –confesaba el fundador del Opus Dei–, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana»[5]. Así, en 1964 el fundador del Opus Dei decidió nombrarla intercesora para un apostolado por el que guardaba una especial estima: el de informar con la caridad de Cristo el amplio campo de la opinión pública.


Jesús es la verdad que ilumina a todo hombre y lo rescata de la oscuridad. Ofrecer esta luz a los demás –procurando tenerla encendida primero en nuestra vida– es una de las obras de misericordia. Así, llevar nuestra fe a los demás «es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente mediante el testimonio: como testigo, con el servicio. El servicio es un modo de vivir (...). Si digo que soy cristiano y vivo como tal, eso atrae (...). La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro»[6].


Santa Catalina, antes de exhortar a alguien a acercarse más a la fe, había pasado mucho tiempo cuidando a los enfermos de su ciudad. La misma caridad que la llevó a dedicarse a los más necesitados la movió después a escribir cartas en las que invitaba a ser fieles hijos de la Iglesia. La credibilidad de su mensaje se apoyaba en una vida en la que resplandecía el amor a Dios y al prójimo. A ella y a nuestra Madre les pedimos que intercedan ante Dios para que nos conceda una caridad que se alimente en la oración, se manifieste en obras de amor y anuncie la verdad que conduce a la vida. «La enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el cual hemos sido amados (cf. 1 Gv 4, 10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor!»[7].

28 de abril de 2023

EL SACRAMENTO DE LA UNIDAD

 


Evangelio (Jn 6,52-59)

Los judíos se pusieron a discutir entre ellos:

— ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?

Jesús les dijo:

—En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente.

Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en Cafarnaún.


PARA TU RATO DE ORACION


CUANDO JESÚS termina su discurso sobre la Eucaristía en la sinagoga, se inicia una discusión inesperada. «Los judíos disputaban entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”» (Jn 6,52). Si algo nos queda claro es que se han dado cuenta del realismo de las palabras del Maestro. Saben que no se está hablando de un simple símbolo. Y la fuerza de aquellas palabras les genera inquietud. Ante la reacción escéptica, el Señor no matiza su expresión; al contrario, reafirma la necesidad de la Eucaristía para tener vida divina. «Entonces Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”» (Jn 6,53).

«Al escuchar este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías, como ellos querían, que aspirase a un trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, en cuerpo y sangre ofrecidos en expiación»[1].

Pero, también en el mismo pasaje, encontramos una promesa maravillosa: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56). Jesús nos promete la posibilidad de vivir en Dios y de que, al mismo tiempo, él pueda permanecer en nosotros. «No humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos: es él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: sobrenaturaliza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados»[2]. Por eso, «cada vez que comulgamos, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en eucaristía viviente (...). La comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en él. Este es el prodigio de la comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!»[3].

LA EUCARISTÍA es llamada signo de unidad y vínculo de caridad. Esto se debe a que «la comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús»[4]. San Pablo, en los primeros tiempos del cristianismo, explicó esta unidad que se genera al compartir la mesa eucarística: «El pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1Co 10,16-17). Podemos decir, por eso, que la Iglesia forma un Cuerpo; y, también por estas razones, uno de los nombres con los que se conoce a este sacramento es precisamente el de «comunión».

San Josemaría era muy consciente de esa unidad fuerte que se fundamenta en la Eucaristía. Por ese motivo, puso en el sagrario del Consejo general del Opus Dei las palabras de Jesús en la última cena: «Consummati in unum! (Jn 17,23), que sean completamente uno. Porque es como si todos estuviéramos aquí –decía el fundador del Opus Dei–, pegados a ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón (...). Para reparar, para agradar, para dar gracias»[5].

«La Eucaristía es el sacramento de la unidad. Quien la recibe se convierte necesariamente en artífice de unidad (...). Pidamos a Dios que este pan de unidad nos sane de la ambición de estar por encima de los demás, de la voracidad de acaparar para sí mismo, de fomentar discordias y diseminar críticas; que suscite la alegría de amarnos sin rivalidad, envidias ni chismorreos calumniadores. Y ahora, viviendo la Eucaristía, adoremos y agradezcamos al Señor por este don supremo: memoria viva de su amor, que hace de nosotros un solo cuerpo y nos conduce a la unidad»[6].

«COMO EL PADRE que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). La comunión de Jesús con el Padre es el modelo para que vivamos en Dios. Esta unión se manifiesta en el deseo de unirnos siempre a su voluntad. Y, en cada Eucaristía, nos da la fuerza para lograrlo: «Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como él trabajaba y amar como él amaba?»[7].

Por nuestra alma sacerdotal podemos convertir cada jornada en una Misa; podemos unir nuestro trabajo cotidiano al sacrificio de Cristo en el Calvario, que se renueva en el altar. Esa unión puede verse simbolizada en la gota de agua que el sacerdote añade al vino cuando prepara las ofrendas mientras dice: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana»[8]. Con razón enseña el Catecismo que «en la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo»[9].

Cristo concluye su discurso en la sinagoga diciendo: «El que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58-59). Jesús, que bajó del cielo gracias a la respuesta afirmativa de su madre, es el pan vivo y que da la vida. «María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía»[10].

27 de abril de 2023

DIOS ESTA AQUI

 

Evangelio (Jn 6,44-51)


Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.


Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Hoy la fiesta de la Virgen de Montserrat

PARA TU RATO DE ORACION


CUANDO JESÚS anunció en la sinagoga de Cafarnaún que él era el pan de vida, los asistentes, con una comprensible lógica humana, se preguntaban: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42). El Señor reaccionó de inmediato y explicó: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado» (Jn 6,44).

Este pasaje nos introduce «en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana y la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente también el Espíritu Santo, que está implícito. No basta encontrar a Jesús para creer en él. No basta leer la Biblia. Eso es importante, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro como el de la multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron. Es más, lo despreciaron y condenaron. ¿Por qué? ¿No fueron atraídos por el Padre? Esto sucedió porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Si tenemos el corazón cerrado, la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos»[1].

También a nosotros el Padre nos lleva hasta su Hijo para que aprendamos de él y le demos toda la gloria. Esta misión nos exige procurar estar siempre cerca de Jesús, dejarnos instruir por él para ser sus discípulos. «La fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios: entonces reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de Dios»[2].


VER A DIOS, contemplarlo a lo largo del día, no es una meta imposible. Al contrario, es una promesa que podemos alcanzar, de varias maneras, gracias a Jesús. El mismo Dios, que puso en nuestros corazones las ansias de eternidad, se quedó en la Eucaristía para estar siempre con nosotros. En Cristo presente en la Eucaristía es donde mejor se satisfacen nuestros anhelos de amor eterno. Podemos dialogar con él en la oración, visitarlo en el sagrario, escuchar sus palabras en el evangelio. Jesús se convertirá poco a poco en nuestro mejor amigo y podremos pedir al Padre cualquier cosa en su nombre: «Si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros. La oración ha sido siempre el secreto, el arma poderosa (...). La oración es el fundamento de nuestra paz»[3].

En este impulso de petición, Jesús nos enseñó a pedir sobre todo ese «pan de vida», ese alimento de eternidad. «Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron» (Jn 6,49), dice Cristo, comparándose con el alimento que envió Dios por intercesión de Moisés. Señala que, mientras aquel era efímero, la Eucaristía es pan eterno; no se trata de un simple recuerdo, sino de un memorial, una actualización, como rezamos en todas las plegarias eucarísticas y en algunos himnos: O memoriale mortis Domini! Panis vivus, vitam praestans homini![4]; ¡oh, memorial de la muerte del Señor, pan vivo que da vida al hombre! La Eucaristía no mira solamente al pasado, sino al presente y al futuro. Nuestro paso por la tierra es una peregrinación de Eucaristía en Eucaristía hasta la participación definitiva en el banquete celestial. «Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4)»[5].

«En los días llenos de ocupaciones y de problemas, pero también en los de descanso y distensión, el Señor nos invita a no olvidar que, aunque es necesario preocuparnos por el pan material y recuperar las fuerzas, más fundamental aún es hacer que crezca la relación con él, reforzar nuestra fe en aquel que es el “pan de vida”, que colma nuestro deseo de verdad y de amor»[6].


JESÚS NOS PROMETE un alimento divino que estará siempre a nuestra disposición «para que el hombre coma de él y no muera» (Jn 6,50). Con ese pasaporte podemos confiar en que, si somos fieles, nuestra llamada a la vida eterna será una realidad. Así, el mismo Dios nos llena de esperanza, aquella «virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena»[7].

Jesús concluye su predicación en la sinagoga reiterando el mensaje central de todo el discurso: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). El Señor nos promete lo impensable: la comunión en su propia vida, por toda la eternidad. Esta esperanza, aunque encuentra su plenitud en el cielo, ilumina nuestros pasos aquí en la tierra. Esta esperanza «nos dice también que nuestras actividades diarias tienen un sentido que va más allá de lo que vemos inmediatamente: como afirmaba san Josemaría, adquieren vibración de eternidad si las hacemos por amor a Dios y a los demás»[8].

Todo esto nos llena de optimismo, conscientes de que Dios está siempre junto a nosotros. La alegría cristiana se funda en aquella promesa divina de que viviremos para siempre con él. Por esa razón, la tradición llama a la Eucaristía «prenda de la gloria futura»: porque nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, a la Santísima Virgen y a todos los santos[9].


26 de abril de 2023

Pedir al Señor hacer su voluntad.

 



Evangelio (Jn 6, 35-40)


Jesús les respondió:


—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed. Pero os lo he dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.



PARA TU RATO DE ORACION


ES SÁBADO y Jesús predica en la sinagoga de Cafarnaún. Despierta el interés de los presentes cuando dice que la obra de Dios es cuestión de fe. La expectativa crece cuando, como signo para refrendar sus palabras, les ofrece el pan del cielo. Y el diálogo llega a su punto máximo al afirmar: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,34). Añade una promesa, unida a una exigencia: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37).


El Padre nos da a su Hijo para que recibamos la adopción filial. Pero nuestro ir a Jesús es libre, nadie se acerca a él por obligación. «Ir a Jesús: puede parecer una exhortación espiritual obvia y genérica. Pero probemos a hacerla concreta, haciéndonos preguntas como estas: Hoy, en el trabajo que he tenido entre manos en la oficina, ¿me he acercado al Señor? ¿Lo he convertido en ocasión de diálogo con él? Y con las personas que he encontrado, ¿he acudido a Jesús, las he llevado a él en la oración? ¿O he hecho todo más bien encerrándome en mis pensamientos, alegrándome solo de lo que me salía bien y lamentándome de lo que me salía mal? En definitiva, ¿vivo yendo al Señor o doy vueltas sobre mí mismo? ¿Cuál es la dirección de mi camino? ¿Busco solo causar buena impresión, conservar mi puesto, mi tiempo, mi espacio, o voy al Señor?»[1].


«Al que viene a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37). Nosotros hemos venido para estar con Jesús, queremos aceptar libremente en cada momento la invitación del Padre. Y le agradecemos esa seguridad de que no nos echará, de que siempre estará a nuestro lado, de nuestra parte. El Señor nos impulsa a comenzar y a recomenzar cuantas veces haga falta.


«HE BAJADO del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). El sendero que recorrió Jesús fue el de hacer suya la voluntad del Padre. Este es el modelo para llevar una vida feliz. Porque Dios es quien desea, con más fuerza que nadie, nuestra felicidad eterna y terrena. Sintonizar con ese proyecto es la manera más segura de edificar esa felicidad. Amar la voluntad de Dios no es someterse a unas reglas arbitrarias, sino confiar en su inmenso deseo de compartir con nosotros su felicidad.


Y vale la pena confiar en ese plan de Dios también en los momentos difíciles; también aquí nuestro modelo sigue siendo Cristo. «¡No es fácil cumplir la voluntad de Dios! No fue fácil para Jesús que, en esto, fue tentado en el desierto y también en el Huerto de los Olivos donde, con agonía en el corazón, aceptó el suplicio que le esperaba. No fue fácil para algunos discípulos, que lo abandonaron por no entender qué era hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). No lo es para nosotros, desde que cada día tenemos en bandeja tantas opciones»[2].


En los momentos de sufrimiento podemos recordar que Jesús sufrió profundamente en el Huerto de los Olivos, con su corazón de hombre. La tentación del discípulo que desea agradar en todo a Dios puede consistir en luchar sin el corazón. Mientras nos parece tener claro en el pensamiento aquello que deberíamos realizar, incluso con una certeza muy grande, en cambio en el corazón puede que no exista la misma determinación, ni los afectos nos inviten hacia ese camino. Por esto, necesitamos buscar la voluntad de Dios también con el corazón. San Josemaría repetía estas palabras, sabiendo que nadie quiere nuestra felicidad tanto como nuestro creador: «Quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…»[3].


«¿QUÉ HAGO para hacer la voluntad de Dios? Primero, pedir la gracia de quererla hacer. ¿Pido que el Señor me dé ganas de hacer su voluntad? ¿O busco componendas porque me da miedo la voluntad de Dios? Y podemos hacer también otra cosa: rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, para saber qué decisión debo tomar ahora, cómo gestionar mis cosas, etc.»[4]. Esto es también lo que procuraba hacer san Josemaría: «Al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que tú quieres, se cumpla»[5].


Ese modo de hacer de los santos nos introduce en su familiaridad con Dios, en aquella sintonía de deseos que es el camino de la felicidad. Por esto, podemos pedir «que el Señor nos conceda la gracia, a todos, para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de aquel grupo, de esa gente que le seguía y que estaban sentados a su alrededor (...): “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Hacer la voluntad de Dios nos hace ser parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano»[6]. Jesús desea hacernos partícipes de sus proyectos de salvación y de amor; espera nuestra respuesta libre, creativa, y nos da la gracia para llevarlo a cabo. «La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor»[7].


María respondió que sí a Dios no solo en la anunciación del ángel, sino a lo largo de toda su vida, incluso en los momentos dolorosos de la pasión de su hijo. Pidámosle a ella tener un corazón sensible, que aspira a la vida grande y feliz a la que Dios desea asociarnos.

25 de abril de 2023

SAN MARCOS. LA ALEGRIA DE TRANSMITIR EL EVANGELIO

 



 

Evangelio (Mc 16, 15-20)


Y les dijo:


—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios.


Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


PARA TU RATO DE ORACION


SAN MARCOS fue un estrecho colaborador de san Pedro en Roma. Fue tal la ayuda que le prestó, que el apóstol en una de sus cartas lo considera como su propio hijo (cfr. 1P 5,13). Marcos, al haber acompañado a Pedro durante su predicación, «puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»[1].


En su Evangelio, Marcos no recoge algunos de los grandes discursos de Jesús. En cambio, es particularmente vivo en la narración de los momentos de su vida junto a sus discípulos. Se detiene a describir el ambiente de los lugares, contempla los gestos del Señor, relata las reacciones espontáneas de los apóstoles… En definitiva, permite descubrir el encanto de la figura de Cristo que tanto atrajo a los Doce y a los primeros cristianos.


San Josemaría, durante sus primeros años como sacerdote, solía regalar ejemplares del Evangelio. Y explicaba que es necesario tener, como san Marcos, la vida de Jesús «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[2]. La riqueza de detalles con la que está escrito el primer Evangelio nos facilita adentrarnos en el caminar terreno de Jesús. Si a eso le sumamos nuestra imaginación, podremos revivir algunas escenas de su vida y desarrollar así, poco a poco, los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).


ANTES de vivir en Roma, san Marcos fue uno de los primeros cristianos de Jerusalén. Era primo de Bernabé, quien le invitó a difundir el Evangelio. Los dos se embarcaron junto a Pablo en su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13,5-13), pero no todo salió como esperaban. Cuando llegaron a Chipre, Marcos no se vio capaz de proseguir y volvió a Jerusalén. Esto, al parecer, causó un disgusto a Pablo; de hecho, cuando planearon un segundo viaje y Bernabé quiso, otra vez, que Marcos les acompañara, Pablo se opuso. La expedición, por tanto, se dividió, y Pablo y Bernabé separaron sus caminos.


Años más tarde, cuando Marcos acabó en Roma, volvió a encontrarse con Pablo y se le ve colaborar con él en el anuncio del Evangelio. A aquel que no quiso que le acompañara en su viaje, san Marcos ahora le llena de un profundo consuelo. De hecho, cuando tuvo que ausentarse, Pablo escribirá a Timoteo: «Toma a Marcos y tráelo contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim 4,11). Los problemas que tuvieron en Chipre habían quedado olvidados. Pablo y Marcos son amigos y trabajan conjuntamente en lo más importante: difundir la buena noticia de Cristo.


Es normal que, en el día a día, podamos tener algunos conflictos con las personas que nos rodean, como le sucedió a Pablo con Marcos, también con quienes son nuestros compañeros en la tarea de llevar a Cristo a las gentes. Pueden surgir al constatar las diferencias a la hora de enfocar un determinado asunto, por ciertos rasgos del carácter que puede resultar complicado entender, o por tantas razones más. El propio cansancio puede acentuar estos roces. Sin embargo, lo decisivo no son esas diferencias, que siempre existirán, sino ser capaces de reconocer esa diversidad como una riqueza. Así, como Pablo, podremos apreciar a quienes nos rodean, sabiendo que es mayor lo que nos une que lo que nos separa. Como decía san Josemaría: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN MARCOS cierra su narración con la invitación de Jesús a los apóstoles a difundir su palabra: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El evangelista no se limitó solamente a recoger este mandato, sino que también intentó ponerlo por obra. Puede ser que cuando hizo su viaje a Chipre no se haya caracterizado por su audacia, pero aquella primera desilusión no le frenó. Más tarde acabaría lanzándose hacia otras aventuras, dejando atrás su tierra natal.


«La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[4]. San Marcos tuvo esta misma experiencia. En un primer momento sintió vértigo al alejarse de la tranquilidad y de las realidades que conocía; pero después supo dejar la seguridad de la orilla para transmitir por todo el mundo la alegría de vivir junto a Jesús. Y con su Evangelio, además, ha contribuido a que las generaciones de cristianos posteriores puedan conocer con mayor detalle la figura del Señor.


En la vida de María se produjo una vivencia similar. Ella también sintió un temor inicial cuando el ángel Gabriel se presentó en su casa y le dirigió aquel misterioso saludo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Ese encuentro le haría alejarse de la seguridad de Nazaret para visitar a Isabel y, después, dar a luz a su Hijo en Belén. Años más tarde, volverá a dejar su tierra para seguir de cerca a Jesús durante su predicación. Y aunque al principio quizá le costó abandonar su hogar, sintió, como san Marcos, la alegría de estar junto a Jesús y transmitir su Evangelio a todos los hombres.

24 de abril de 2023

Creo, pero ayuda mi falta de fe

 



Evangelio (Jn 6, 22-29)

Al día siguiente, la multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más que una sola barca, y que Jesús no había subido a ella con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. De Tiberíades otras barcas llegaron cerca del lugar donde habían comido el pan después de que el Señor diera gracias. Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la otra orilla del mar, le preguntaron:

—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?

Jesús les respondió:

—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.

Ellos le preguntaron: —¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: —Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.


PARA TU ORACION 


LA NOTICIA DE LA multiplicación de los panes se había divulgado por toda la región; tanto, que una muchedumbre se dirigió hacia el sitio del milagro. «Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la ciudad donde vivía, en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”» (Jn 6,24-25). Sucede que la misma noche del milagro, Jesús se había acercado caminando sobre las aguas a la barca donde estaban sus discípulos. El evento no había pasado inadvertido por los que vivían en aquella zona, pues «la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos» (Jn 6,22).

Por todas estas cosas, la gente se daba cuenta de que aquel profeta era especial, pues acompañaba su novedosa predicación con signos portentosos que daban autoridad a sus palabras. Pero el Señor aprovecha rápidamente para purificar poco a poco su interés e invitarlos a elevar la mirada. No se trataba de seguir a un taumaturgo que les diera alimento diario, sino de buscar la vida eterna, de procurar la salvación. «Jesús les contestó: “en verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”» (Jn 6,26).

Con el eco de aquellas palabras del Señor, podemos valorar y examinar cómo es nuestra rectitud de intención en el seguimiento de Cristo, si deseamos cumplir siempre y en todo su voluntad. Que no nos suceda lo que decía san Agustín a propósito de estas páginas del evangelio: «Me buscáis por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados solo por intereses temporales! (...). Apenas se busca a Jesús por Jesús»[1]. El Señor hizo ver a aquella muchedumbre que, aunque habían visto el signo, no estaban buscando el verdadero significado. «Es como si dijese: “Vosotros me buscáis por un interés”. Nos hace siempre bien preguntarnos: ¿por qué busco a Jesús? ¿Por qué sigo a Jesús? Nosotros somos todos pecadores. Y, por lo tanto, siempre tenemos algún interés, algo que purificar al seguir a Jesús; debemos trabajar interiormente para seguirlo, por Él, por amor»[2].


AQUELLOS admiradores de Jesús, al estar concentrados solo en su intereses personales, no cayeron en la cuenta de que estaban frente al enviado de Dios. «No habían comprendido que ese pan, partido para tantos, para muchos, era la expresión del amor de Jesús mismo. Han dado más valor a ese pan que a su donador»[3]. Pero Jesús aprovechó su interés para orientar sus deseos: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios» (Jn 6,27). De esa manera introdujo el gran tema del capítulo entero del evangelio que la liturgia de la Iglesia nos propone durante esta semana: la Eucaristía.

Pero, antes, Jesús tenía que preparar el terreno para esta predicación. «Ellos le preguntaron: “Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”» (Jn 6,28). De acuerdo con la mentalidad de la época, quienes escuchaban a Jesús pensaban que debían cumplir unas prácticas religiosas para merecer el alimento milagroso. El Señor los sorprendió con su respuesta: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). La obra de Dios es creer. La prioridad es de la gracia, más que de nuestras acciones. «Estas palabras están dirigidas, hoy, también a nosotros: la obra de Dios no consiste tanto en el “hacer” cosas, sino en el “creer” en aquel que Él ha enviado. Esto significa que la fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios. Si nos dejamos implicar en esta relación de amor y de confianza con Jesús, seremos capaces de realizar buenas obras que perfumen a Evangelio, por el bien y las necesidades de los hermanos»[4].

«La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). La clave de nuestra fe se encuentra en la confianza plena en la gracia de Dios. «El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo (...). La fe es lo fundamental. Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, dejarse conquistar totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte de la fe»[5].


«LA OBRA DE DIOS es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). «Jesús nos recuerda que el verdadero significado de nuestra existencia terrena está al final, en la eternidad, en el encuentro con él, que es don y donador; y nos recuerda también que la historia humana –con sus sufrimientos y sus alegrías– tiene que ser vista en un horizonte de eternidad, es decir, en aquel horizonte del encuentro definitivo con él. Y este encuentro ilumina todos los días de nuestra vida»[6].

De hecho, la fe nos acerca al punto de vista de Dios, a «la mente de Cristo» (1 Co 2,16), de modo que todo lo leemos y entendemos desde allí. Por esto, la fe no es un simple contenido teórico para confesar o predicar. Se manifiesta, ante todo, en la vida diaria del creyente, pues esa luz muestra el sentido de la vida, ilumina la existencia personal y comunitaria con la perspectiva de Dios. La fe, al descubrir la posibilidad de asociarse a los planes providentes de Dios, se hace operativa, «actúa por el amor» (Ga 5,6). «Fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad»[7], decía san Josemaría. ¿Me impulsa la fe a ver las cosas con la mente de Cristo? ¿Procuro descubrir la relación que tiene la realidad en la que vivo con los planes de Dios, especialmente a partir de la Sagrada Escritura?

Acudamos a Jesús como el personaje del Evangelio que le suplicaba: «Creo, pero ayuda mi falta de fe» (Mc 9,24). Digámosle también nosotros: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirijamos también esta plegaria a santa María, madre de Dios y madre nuestra, maestra de fe: “¡Bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor” (Lc 1,45)»[8].

23 de abril de 2023

Continúa contra corriente




 Evangelio (Lc 24,13-35)


Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y comenzó a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:


—¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?


Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:


—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?


Él les dijo:


—¿Qué ha pasado?


Y le contestaron:


—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.


Entonces Jesús les dijo:


—¡Necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?


Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:


—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.


Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:


—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?


Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían:


—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.


Y ellos contaban lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.


PARA TU ORACION PERSONAL


EN ESTOS DÍAS de Pascua, la liturgia recoge algunos fragmentos del discurso que Pedro dirigió a los israelitas el día de Pentecostés. El apóstol, tras recibir el don del Espíritu Santo, recuerda que ya el rey David había hablado de la resurrección de Cristo: «Por eso se alegró mi corazón y exultó mi lengua, y hasta mi carne descansará en la esperanza; porque no abandonarás mi alma en los infiernos, ni dejarás que tu Santo vea la corrupción» (Hch 2,26-27).


Los días de la Pasión parecen ya lejanos. Sin embargo, Pedro y los demás apóstoles los recuerdan bien: habían sido jornadas de oscuridad. Por unos momentos, todo aquello que les había ilusionado había perdido todo su sentido. Ahora, en cambio, después de haber sido testigos de la resurrección de Jesús y de recibir al Paráclito, pueden decir con el rey David: «Me diste a conocer los caminos de la vida y me llenarás de alegría con tu presencia» (Sal 16,11).


Los apóstoles han entendido que el camino de la vida no siempre está completamente iluminado. Puede haber etapas en las que, como en la Pasión, nos parece que está todo perdido, y la tristeza nos envuelve. Pero la certeza de que Cristo vive nos llena de esperanza y devuelve la alegría. Esta es la seguridad que nos impulsa a caminar aun en medio de la oscuridad. Al igual que a los apóstoles, él tampoco nos abandona, ni deja que veamos la corrupción, si le dejamos que guíe nuestra vida. «Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos»[1].


LOS DOS DISCÍPULOS de Emaús no reconocieron, en un primer momento, la luz de la resurrección. En medio de la oscuridad prefirieron dirigirse hacia el lugar en el que se sentían seguros: su tierra natal. Optaron por poner la esperanza en lo que ya conocían: su hogar, su trabajo, los proyectos personales… Todo esto lo habían abandonado para seguir a Jesús. Pero ahora que aparentemente había desaparecido aquel que daba sentido a esa entrega, piensan que lo único que les queda es volver a su vida de antes.


Estos discípulos, al poner sus ilusiones en recuperar su vida del pasado, no consiguen abrirse a la verdadera esperanza. De camino hacia Emaús tenían una meta clara, pero por dentro se sentían perdidos. Han oído que algunas mujeres no han encontrado el cuerpo de Jesús y que unos ángeles les han dicho que vive, pero ellos no creen. Tampoco la confirmación de que otros discípulos han visto lo mismo les hace cambiar de planes (cfr. Lc 24,22-24). Por eso, cuando se alejan de Jerusalén y se encuentran al Señor, «sus ojos eran incapaces de reconocerle» (Lc 24,16). El evangelista hace notar que, a la pregunta de Jesús sobre lo que estaban hablando, los dos «se detuvieron entristecidos» (Lc 24,17).


Ese estado de ánimo de los discípulos es el mismo de quien cede a la tentación de deshacer el camino andado. Al principio esa nueva dirección nos hipnotiza con «cosas bellas pero ilusorias, que no pueden mantener lo que prometen, y así nos dejan al final con un sentido de vacío y de tristeza. Ese sentido de vacío y de tristeza es una señal de que hemos tomado un camino que no era justo, que nos ha desorientado»[2]. En cambio, junto al Señor podemos iluminar el presente –con sus señales de vida y de muerte– para integrarlo en el proyecto que con él empezamos. La situación de sinsentido y oscuridad no es la definitiva, ni es una buena brújula en momentos de desorientación. En todo momento tenemos la oportunidad de recomenzar, de reconocer a Jesús resucitado que nos encuentra en el camino y nos da la verdadera esperanza: todo se puede integrar si se escucha de nuevo su invitación a escucharle y a seguirle. Nuestra vida no está perdida si vivimos junto a él. «Solo el Señor puede darnos confirmación de lo que valemos. Nos lo dice cada día desde la cruz: ha muerto por nosotros, para mostrarnos cuánto somos valiosos a sus ojos. No hay obstáculo o fracaso que pueda impedir su tierno abrazo»[3].


JESÚS acoge la tristeza de los dos discípulos. Escucha el desahogo que muestra la causa de su desilusión: «Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel» (Lc 24,21). El Señor «comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en él»[4]. Empieza a explicarles el verdadero sentido de las Escrituras y cómo era preciso que el Mesías padeciera esos sufrimientos. Con cada palabra que pronuncia Jesús, los dos hombres vuelven a recuperar la alegría que había marcado su vida de discípulos, pero siguen sin reconocer al Señor. Solamente cuando lo vean sentarse, partir y bendecir el pan se darán cuenta de que era el mismo Cristo resucitado (cfr. 24,31).


Los dos discípulos habían puesto rumbo a Emaús para regresar a su vida pasada. Pero no fueron sus seguridades las que les devolvieron la ilusión, sino el encuentro con Jesús: «¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,31). También nosotros, al escuchar sus palabras en el Evangelio y reconocer su presencia en la Eucaristía, podemos volver a experimentar la alegría de caminar junto a él. Una vida de sincera oración y de frecuencia de sacramentos permite reorientar el rumbo de la propia existencia, pues allí la inteligencia, la voluntad y los sentimientos pueden confluir de nuevo y con serenidad, y ser renovados por la gracia. Dios no es ajeno a nuestra suerte. Aun cuando atravesemos momentos de desorientación, él se hace nuevamente presente y nos ofrece un sentido más profundo del propio camino. Si buscamos un refugio al calor de Jesús resucitado, vemos renacer con fuerza la vocación y misión de discípulos.


La Virgen María también pasó por una oscuridad similar a la de los viajeros que iban hacia Emaús. A nadie le habría dolido más la muerte de Jesús como a ella. Pero su confianza en Dios le llevó a vivir la ausencia de su Hijo con esperanza, poniendo su seguridad en la victoria final de Cristo sobre la muerte: supo integrar los momentos de la Pasión –de modo anticipado– a los frutos de la Resurrección. «No admitas el desaliento en tu apostolado –escribió san Josemaría–. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz. ¡Ánimo!... Continúa contra corriente, protegido por el Corazón Materno y Purísimo de la Señora: Sancta Maria, refugium nostrum et virtus!, eres mi refugio y mi fortaleza»[5].


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.


[2] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.


[3] Ibíd.


[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105.


[5] San Josemaría, Vía Crucis, XIII estación, n. 3.

22 de abril de 2023

Dale gracias a Dios por todo, porque todo es bueno

 



Evangelio (Jn 6,16-21)


Cuando estaba atardeciendo, bajaron sus discípulos al mar, embarcaron y pusieron rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había oscurecido y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo:


—Soy yo, no temáis.


Entonces ellos quisieron que subiera a la barca; y al instante la barca llegó a tierra, al lugar adonde iban.


PARA TU ORACION PERSONAL


«EN AQUELLOS DÍAS, al crecer el número de los discípulos, se levantó una queja de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas estaban desatendidas en la asistencia diaria» (Hch 6,1). Ya desde los primeros pasos del cristianismo, la Iglesia debió afrontar situaciones de tensión que iban apareciendo, como la que se describe en este pasaje. La Iglesia, al mismo tiempo que cuenta con la asistencia incesante del Espíritu Santo, está formada por personas como nosotros que, animados por las mejores intenciones, tenemos las limitaciones de la condición humana y la herida del pecado.


A Pedro y a los demás apóstoles correspondía la tarea de discernir el problema que había surgido y proponer una solución. Esta vez fue la de designar «a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hch 6,3), que se dedicaran más directamente a ese servicio de caridad. Es interesante notar que desde el principio la Iglesia dirigió su atención a los más necesitados; y cómo, a la hora de encargar a algunos cristianos la organización material de esa labor asistencial, los apóstoles valoraron ante todo que fuesen personas dóciles al Espíritu Santo, dotadas de sabiduría. La vida interior, las virtudes personales, el amor a la verdad revelada y la actividad en favor de los demás se consideraban aspectos íntimamente unidos para llevar a cabo la misión de la Iglesia.


Cada cristiano estaba llamado entonces, como lo seguimos estando ahora, a mirar a Jesucristo, a vivir su misma vida, secundando la acción santificadora del Paráclito. De ahí se deriva la donación a los demás, que se concretará de modos diversos. En el fondo, para todos, como escribió san Josemaría, «se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir»[1].


«LA PALABRA de Dios se propagaba, y aumentaba considerablemente el número de discípulos en Jerusalén» (Hch 6,7). El salmo responsorial de la Misa de hoy es un eco de la alegría de los primeros cristianos de Jerusalén: «Alabad al Señor con la cítara, entonadle salmos con el arpa de diez cuerdas. La palabra del Señor es recta, y hace con fidelidad todas sus obras. Él ama la justicia y el derecho: la tierra está llena de su misericordia» (Sal 33,2.4-5). Se trata de un canto de alabanza al Señor que ha creado el mundo y lo sustenta en el ser; que mira desde el cielo a los hijos de Adán y conoce cada rincón de sus corazones; que incesantemente mantiene sobre los hombres una mirada de ternura, cercanía y salvación.


Al invitarnos a meditar este salmo, la Iglesia desea suscitar en nosotros un espíritu agradecido y misericordioso, a imagen del Padre. Esta actitud surge al reconocer las ayudas del cielo y se convierte en algo más profundo cuando entendemos que el Señor ha infundido en nosotros la fe y la caridad para difundir su benevolencia a nuestro alrededor, aprovechando las vicisitudes de nuestra vida. Podemos transformarnos en mujeres y hombres que ven cada vez más el mundo con los ojos de Dios y, por eso, aprecian en primer lugar el bien, la salvación y lo noble, también en los demás. «El Catecismo escribe: “Todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias”. La oración de acción de gracias comienza siempre aquí: en el reconocerse precedidos por la gracia. Hemos sido pensados antes de que aprendiéramos a pensar; hemos sido amados antes de que aprendiéramos a amar; hemos sido deseados antes de que en nuestro corazón surgiera un deseo. Si miramos la vida así, entonces el “gracias” se convierte en el motivo conductor de nuestras jornadas»[2].


«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día –recomendaba san Josemaría–. Porque te da esto y lo otro. Porque te han despreciado. Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a su madre, que es también madre tuya. Porque creó el sol y la luna y aquel animal y aquella otra planta. Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno»[3].


SAN JUAN NOS cuenta, de modo escueto y sobrio, lo que sucedió después de la primera multiplicación de los panes y los peces. Al atardecer de aquel día, los discípulos se embarcaron para atravesar el lago y llegar a Cafarnaún. Jesús no fue con ellos, sino que se quedó rezando en un monte. «El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar, unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo: “Soy yo, no temáis”» (Jn 6,18-20).


Los discípulos probablemente tuvieron que emplear varias horas para recorrer en barca, remando contra viento y marea, los casi cinco kilómetros que les separaban de Cafarnaún. Muchos han visto en esta barca, que crujiría ante cada embate de las olas, una figura de la Iglesia, que enfrenta riesgos y dificultades en el mar de la historia. Lo mismo puede suceder con nuestra propia vida: con frecuencia no nos faltan dificultades, trabajos y fatigas. Y, como los apóstoles, también nosotros podemos demostrar ser personas de fe débil, vencidos por miedos, inseguridades o preocupaciones.


«Soy yo, no temáis». El Señor está siempre con nosotros, nos mira y nos acompaña. Por eso, «no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo»[4]. A veces, necesitaremos un tiempo para que vaya creciendo esa confianza en el Señor que llena nuestra vida de gratitud. En ocasiones, será preciso que interpretemos nuestra historia personal a la luz del cariño incondicional que nos tiene Dios. Jesús se manifestó caminando sobre las aguas para robustecer la fe todavía débil de sus discípulos. Podemos terminar este rato de oración pidiéndole que aumente nuestra confianza en él –¡aumenta nuestra fe!–, de manera que sepamos reconocer su presencia en nuestra historia personal y en todas las circunstancias de nuestra existencia.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 158.


[2] Francisco, Audiencia, 30-XII-2020.


[3] San Josemaría, Camino, n. 268.


[4] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “Consumados en la unidad”, 2c.



21 de abril de 2023

La Iglesia vive de la Eucaristía.

 



Evangelio (Jn 6,1-15)

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea, o de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:

—¿Con qué compraremos panes para que coman estos?

Lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.

Felipe le contestó:

—Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.

Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:

—Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?

Jesús dijo:

—Decid a la gente que se siente en el suelo.

Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:

—Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda.

Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:

—Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo.

Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.


PARA TU ORACION PERSONAL 


EL EVANGELIO de san Juan recoge siete milagros del Señor y entre ellos está la primera multiplicación de los panes y de los peces. Se trata de un pasaje que prefigura la Pascua del Señor y la institución de la Eucaristía. Una gran muchedumbre se había congregado junto a la orilla del lago de Genesaret, atraída por aquel maestro cuya fama se había ido extendiendo a causa de sus milagros y de sus enseñanzas. Desde lo alto de una ladera, el Señor vio a las multitudes que le seguían y, dirigiéndose a Felipe, que era quien tenía más cerca, formuló una pregunta desconcertante: «¿Dónde vamos a comprar pan para que coman estos?» (Jn 6,5). El primer pensamiento de Felipe quizá fue que el Maestro no lo decía del todo en serio, pero de inmediato debió de considerar también que Jesús con frecuencia era imprevisible. Así que, prudentemente, se limitó a hacer un presupuesto aproximativo: «Doscientos denarios de pan no bastan ni para que cada uno coma un poco» (Jn 6,7). Intervino entonces Andrés, que se mostró un poco más empático con el hambre de las multitudes, aunque también su propuesta ponía de relieve, sobre todo, la imposibilidad de hacer algo por ellos: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?» (Jn 6,9).


San Juan señala que, aunque Jesús conversó de este modo con los apóstoles, «él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,6). El autor sagrado destaca que humanamente era imposible dar de comer a tanta gente. Y esto lo hace no solo para que resalte, por contraste, lo grande que fue el milagro, sino, sobre todo, para subrayar que la salvación es un don que viene de Dios; no se trata de una obra humana, aunque el Señor quiera contar con los hombres para llevarla a cabo. «Muchas veces a lo largo de la historia de la Obra –comentaba san Josemaría–, he pensado que el Señor tiene las cosas pensadas desde la eternidad, pero que por otra parte nos deja libérrimos. El Señor en ocasiones parece que nos tienta, que quiere probar nuestra fe. Pero Jesucristo no nos deja: si nos mantenemos firmes, él está dispuesto a hacer milagros, a multiplicar los panes»[1].


«–MANDAD A LA GENTE que se siente. Había en aquel lugar hierba abundante. Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes y, después de dar gracias, los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces quisieron» (Jn 10,11). El evangelio no nos describe cómo Jesús realizó materialmente este milagro. Lo que sí podemos intuir es cómo se quedaría grabada en su corazón esa experiencia de fe. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprendieron que así sería en adelante: el Señor esperaba de ellos –como de cada uno de nosotros– que pusieran lo posible de su parte. Él también seguiría poniendo su parte. Esa acción de Dios muchas veces no se manifiesta del todo y no llegamos a descubrir a quién implica y qué consecuencias tiene; sin embargo, sigue siendo la parte más real e importante. Con la acción del hombre dentro de la acción de Dios, saldría adelante la misión apostólica y se iría haciendo la Iglesia.


Pero hubo además otra enseñanza que el Señor les transmitió en esta multiplicación de los panes y los peces: una lección de caridad. Les mostró cómo debe un cristiano estar atento y hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales de los demás: primero, con una mirada que las perciba, que sepa sentir compasión, que desee cuidar de los otros; y después, con una actitud generosamente proactiva: no basta pensar que sería bonito pero por desgracia no se puede hacer nada; no son suficientes los buenos sentimientos si al final quedan solo en eso. Jesús desea que cada uno haga lo que esté en su mano para ayudar a personas concretas en situaciones difíciles, sin resignarse a la pasividad: emplaza a sus discípulos a buscar una solución aunque sea solo para empezar, a que intenten poner en marcha un proceso positivo. En definitiva, a complicarse la vida, si hiciera falta, para ayudar a los demás.


«Para eso necesitamos que el Señor nos agrande el corazón, que nos dé un corazón a su medida, para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles. En el mundo actual, la pobreza presenta muchos rostros diversos: enfermos y ancianos que son tratados con indiferencia, la soledad que experimentan muchas personas abandonadas, el drama de los refugiados, la miseria en la que vive buena parte de la humanidad como consecuencia, muchas veces, de injusticias que claman al cielo. Nada de esto nos puede resultar indiferente. Cada cristiano ha de poner en movimiento la “imaginación de la caridad” de la que hablaba san Juan Pablo II, para llevar el bálsamo de la ternura de Dios a todos nuestros hermanos que pasan necesidad»[2].


«JESÚS TOMÓ LOS PANES y, después de dar gracias, los repartió» (Jn 6,11). En estas palabras que usa Juan hay una prefiguración de la Eucaristía. En este mismo capítulo del cuarto evangelio encontramos el discurso del pan de vida, en el que Jesús promete darse él mismo como alimento de nuestra alma.


En la Eucaristía, lo que era algo material y pequeño, un poco de pan y de vino, se convierte en alimento sobrenatural: en el cuerpo y la sangre de Cristo, el pan de los ángeles, nuevo maná que restaura las fuerzas del pueblo de Dios que es la Iglesia. «La Iglesia vive de la Eucaristía»[3]. «La comunidad cristiana nace y renace continuamente de esta comunión eucarística. Por ello, vivir la comunión con Cristo es otra cosa distinta a permanecer pasivos y ajenos a la vida cotidiana; por el contrario, nos introduce cada vez más en la relación con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para ofrecerles la señal concreta de la misericordia y de la atención de Cristo (...). Jesús ha visto a la muchedumbre, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes; así hace lo mismo con la Eucaristía. Y nosotros, creyentes que recibimos este pan eucarístico, estamos empujados por Jesús a llevar este servicio a los demás, con su misma compasión»[4].


«La Eucaristía nunca puede ser solo una acción litúrgica. Solo es completa, si el “ágape” litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo»[5]. Pidamos también a María, «presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas»[6], que nos ayude a difundir por el mundo la fuerza santificadora del sacrificio del altar.


[1] San Josemaría, Notas de una meditación, 1-IV-1962.


[2] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 199-200.


[3] San Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 1.


[4] Francisco, Audiencia, 17-VIII-2016.


[5] Benedicto XVI, Homilía, 9-IV-2009.


[6] San Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 57.