"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2024

DON DE LA SABIDURÍA

 

Evangelio (Mc 6, 1-6)


Salió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Y cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados:


-¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?


Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús:


-No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.


Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad. Y recorría las aldeas de los contornos enseñando.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA DE LAS primeras ocasiones en que Jesús, al inicio de su vida pública, visita la sinagoga de Nazaret, sus vecinos se sorprendieron y comentaban entre sí: «¿De dónde sabe este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado?» (Mc 6,2). Podemos suponer que el Señor conocía a los que allí se encontraban; quizá incluso había trabajado para algunos de ellos y tenía allí muchos amigos. A su vez, sus conciudadanos sabían que Jesús era justo, pero nunca le habían visto predicar ni habían visto obrar milagros. Lo que estaba sucediendo ese día no se lo esperaban. Por eso murmuraban: «¿No es este el artesano? (…) ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?» (Mc 6,3).


En diversos momentos los evangelistas nos cuentan que Jesucristo estaba lleno de sabiduría. San Lucas lo muestra cuando narra la conversación con los doctores del Templo: «Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2,47). Al cerrar el relato de la vida oculta en Nazaret, añade: «Crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Después, durante los años de vida pública, su persona y su doctrina suscitaban estupor a su alrededor: «Jamás habló así hombre alguno» (Jn 7,46). La sabiduría de Jesús le llevaba a enseñar de manera distinta a los escribas y fariseos: él mismo se situaba por encima de la Ley que ellos interpretan y del Templo en el que ellos adoran.


Jesús ha venido porque ha querido transmitirnos la sabiduría de Dios, que es más profunda que los ricos conocimientos que podemos adquirir humanamente; una sabiduría que está al alcance de todo corazón bueno. «Para ser verdaderamente sabios –predicaba en una ocasión san Josemaría–, no es preciso tener una cultura amplia», porque el Señor reparte su sabiduría «a manos llenas entre quienes le buscan con corazón recto»[1]. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos otorgue este don, que lleva a ver la realidad con una mirada divina. «Algunas veces vemos las cosas según nuestro gusto o según la situación de nuestro corazón, con amor o con odio, con envidia... No, esto no es el ojo de Dios. La sabiduría es lo que obra el Espíritu Santo en nosotros a fin de que veamos todas las cosas con los ojos de Dios»[2].


LLENAR nuestra vida de esta sabiduría divina no es cuestión de poseer un gran conocimiento humano; no es algo que dependa directamente de nuestras cualidades o de nuestro empeño personal. Es, ante todo, un don que nos concede el Señor como fruto de la intimidad con él. «Hay un saber al que solo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso», con un sorprendente saber que especialmente «está en conocer a Dios y en amarle»[3].


San Pablo señala que la auténtica sabiduría nos permite conocer la voluntad de Dios y hace posible comportarse «de una manera digna del Señor, agradándole en todo, dando como fruto toda clase de obras buenas y creciendo en el conocimiento de Dios» (Col 1,9-10). El apóstol de las gentes entiende el Evangelio como una sabiduría que no es «de este mundo ni de los gobernantes de este mundo que son pasajeros; sino que enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria. Sabiduría que ninguno de los gobernantes de este mundo ha conocido» (1 Cor 2,6-8).


En su vida con Cristo los apóstoles adquirieron progresivamente esta sabiduría divina. La relación con él fue dejando en cada uno de ellos un poso de sensatez y prudencia, de delicadeza y magnanimidad, de conocimiento profundo de la realidad, que se iría perfeccionando con el envío del Espíritu Santo. Nosotros también podemos recibir ese don de muchas maneras, especialmente en los sacramentos. Cuando recibimos al Señor en la Comunión, o al hacer un rato de oración, entramos en una relación íntima con él que nos permite acoger la sabiduría divina y ser así contemplativos en medio del mundo.


CON LA SABIDURÍA, subraya la Escritura, vienen «a la vez todos los bienes» (Sab 7,11). Tanto valor tiene este don que el rey Salomón lo prefirió antes que cualquier otra cosa: «La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza y preferí tenerla como luz, porque su resplandor no tiene ocaso» (Sab 7,7-10).


Conducidos por ella aprendemos a vivir junto a Dios en todas las circunstancias, entregándonos a nuestros hermanos, pues «precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría»[4]. Cada día nos presenta multitud de momentos para vivir según ese don de Dios. Cuando dos esposos «riñen, y luego no se miran o, si se miran, se miran con la cara torcida: ¿esto es sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si dicen: “Pasó la tormenta, hagamos las paces”, y recomienzan a ir hacia adelante en paz: ¿esto es sabiduría? ¡Sí! (...) Y esto no se aprende: esto es un regalo del Espíritu Santo»[5].


Jesús no pudo permanecer mucho tiempo en Nazaret. La visita terminó abruptamente por la hostilidad de algunos de sus vecinos. Su sabiduría no conmovió a todos, más bien lo contrario: fue la causa de su rechazo. Más adelante revelaría su sabiduría precisamente en otro escándalo: el de la cruz. Ahí «manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al hombre»[6]. Es probable que la Madre de Jesús estuviera ese día acompañando a su Hijo en Nazaret y viera con dolor la desconfianza en los ojos de sus paisanos. Ella, que fue el trono que sentó sobre sus rodillas a la Sabiduría divina, nos puede ayudar a acoger también en nuestra vida ese don.

30 de enero de 2024

TU FE TE HA SALVADO

 



Evangelio (Mc 5, 21-43)


Y tras cruzar de nuevo Jesús en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre a su alrededor mientras él estaba junto al mar. Viene uno de los jefes de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Al verlo, se postra a sus pies y le suplica con insistencia diciendo:


-Mi hija está en las últimas. Ven, pon las manos sobre ella para que se salve y viva.


Se fue con él, y le seguía la muchedumbre, que le apretujaba. Y una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y le tocó el manto -porque decía: ‘Con que toque su ropa, me curaré’-. Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía:


-¿Quién me ha tocado la ropa?


Y le decían sus discípulos:


-Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: ‘¿Quién me ha tocado?’.


Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad. Él entonces le dijo:


-Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia.


Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo:


-Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?


Jesús, al oír lo que hablaban, le dice al jefe de la sinagoga:


-No temas, tan sólo ten fe.


Y no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice:


-¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme.


Y se burlaban de él. Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:


-‘Talitha qum’ -que significa: ‘Niña, a ti te digo, levántate’.


Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro. Les insistió mucho en que nadie lo supiera, y dijo que le dieran a ella de comer.



PARA TU RATO DE ORACION 


DE CAMINO HACIA la casa de Jairo, se detuvo Jesús y, mirando a su alrededor, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Una multitud acompañaba al Señor. Todos querían estar cerca, escucharle, pedirle algún favor… Una mujer que padecía frecuentes hemorragias, que le hacían sufrir mucho y le impedían tener una vida normal, se acerca sigilosamente al grupo que rodea a Cristo. Después de mil intentos con todo tipo de tratamientos, el evangelista nos dice que había ido «de mal en peor» (Mc 5,26). La noticia de la llegada de Jesús enciende en su corazón una chispa de esperanza. Ella no pretende exigir nada, no quiere molestar al Señor, pero nace en su interior la fe en su poder de curación.


«Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28), piensa; tal era su disposición. Efectivamente, en cuanto lo hizo, la hemorroísa se curó. Casi podríamos decir que robó un milagro al Señor. Jesús, al sentir que «una fuerza» había salido de él, quiso que se supiera lo que había pasado, así que preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Todo invita a pensar que muchos estaban en contacto con él, pero solo esta buena mujer le «tocaba» de verdad. «Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa “tocó” sino que creyó?»1, comenta san Agustín. Todo sucede rápidamente, casi de manera instantánea. Ella se acercó, llena de vergüenza, pero «nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado»2.


Es envidiable la fe operativa y humilde de la hemorroísa. «Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo –decía san Josemaría–. ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él»3.


JAIRO, QUE ACOMPAÑABA a Jesús, fue testigo de la curación de la hemorroísa. Quizás estaba inquieto por la lentitud con la que avanzaban hacia su casa. Llegaron entonces mensajeros diciéndole: «Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?». Intervino entonces Jesús, tranquilizándole: «No temas, tan solo ten fe» (Mc 5,36). Momentos después, al acercarse a la casa, había un gran alboroto. El Señor hizo salir a la gente, entró en la habitación, y dirigiéndose a la niña moribunda le dijo: «A ti te digo, levántate» (Mc 5,41). E inmediatamente ella se levantó, como despertándose de un sueño profundo.


En el sacramento del perdón, Jesús nos dice a cada uno palabras semejantes: levántate, yo te perdono, no te desanimes, porque la gracia es mucho más fuerte que el pecado. Todos los que lloraban en la casa de Jairo pensaban que la niña había muerto. Pero delante de Jesús la muerte nunca es definitiva. El pecado nunca tiene la última palabra, porque la voz tierna y fuerte del Padre nos vuelve a llamar cuando hemos caído, diciéndonos: «A ti te digo, levántate».


Para la mirada de Cristo, la muerte no es más que un sueño. De un modo similar, si miramos con sus ojos a las personas que nos rodean, a las circunstancias y a las dificultades presentes en el camino, no perderemos nunca la esperanza; encontraremos motivos de optimismo también cuando humanamente todo parezca un callejón sin salida. Si miramos con esos ojos de Cristo hacia nosotros mismos y hacia los demás, descubriremos que siempre es momento de volver a la vida. Podemos aprender de Jairo a «creer con fe firme en quien nos salva (...). Creer con tanta más fuerza cuanto mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos»4.


LOS RELATOS de estos dos milagros, el de la hemorroísa y el de la hija de Jairo, están entrelazados. En ambos casos, la fe ocupa un lugar central, junto a la vida nueva que brota de Cristo. «De Cristo sale la vida a torrentes: una virtud divina. Hijo mío, –sugería san Josemaría– tú le hablas, le tocas, le comes todos los días: le tratas en la Sagrada Eucaristía y en la oración, en el Pan y en la Palabra»5.


La mujer venció su timidez con audacia. Jairo superó también las dificultades alentado por Jesús. Ambos se sentían muy necesitados y se postran a sus pies. «Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús, hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo les pregunto: ¿cada uno de ustedes se siente necesitado de curación?»6. Esta combinación entre tener confianza en Jesús y, al mismo tiempo, sentirse muy necesitados de él, es la puerta para la salvación. Al contrario, la autosuficiencia que desecha lo que no nace de uno mismo, y la sospecha sobre el bien que Dios puede traernos, nos aleja de la curación.


Con ocasión de la canonización del fundador de la Obra, escribió el cardenal Ratzinger: «Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad»7. Nadie puede curarse a sí mismo. Nuestras vidas se llenarán de la misericordia divina siempre que estemos disponibles para dejar que Dios actúe. Así sucedió de un modo sublime en la vida de María. Desde el principio ella dijo «hágase en mí» (Lc 1,38), porque estaba convencida de que era Dios quien lo haría todo.

29 de enero de 2024

NO CERRARNOS A LA MISERICORDIA DE DIOS


Evangelio (Mc 5, 1-20)


Y llegaron a la orilla opuesta del mar, a la región de los gerasenos. Apenas salir de la barca, vino a su encuentro desde los sepulcros un hombre poseído por un espíritu impuro, que vivía en los sepulcros y nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; porque había estado muchas veces atado con grilletes y cadenas, y había roto las cadenas y deshecho los grilletes, y nadie podía dominarlo. Y se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras. Al ver a Jesús desde lejos, corrió y se postró ante él; y, gritando con gran voz, dijo:


—¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te conjuro por Dios que no me atormentes! -porque le decía: ‘¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!’


Y le preguntó:


—¿Cuál es tu nombre?


Le contestó:


—Mi nombre es Legión, porque somos muchos.


Y le suplicaba con insistencia que no lo expulsara fuera de la región.


Había por allí junto al monte una gran piara de cerdos paciendo. Y le suplicaron:


—Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos.


Y se lo permitió. Salieron los espíritus impuros y entraron en los cerdos; y la piara, alrededor de dos mil, se lanzó corriendo por la pendiente hacia el mar, donde se iban ahogando. Los porqueros huyeron y lo contaron por la ciudad y por los campos. Y acudieron a ver qué había pasado. Llegaron junto a Jesús, y vieron al que había estado endemoniado -al que había tenido a ‘Legión’- sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo. Los que lo habían presenciado les explicaron lo que había sucedido con el que había estado poseído por el demonio y con los cerdos. Y comenzaron a rogarle que se alejase de su región. En cuanto él subió a la barca, el que había estado endemoniado le suplicaba quedarse con él; pero no lo admitió, sino que le dijo:


—Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.


Se fue y comenzó a proclamar en la 



PARA TU RATO DE ORACION 



 ANTE EL DOLOR de los enfermos o la angustia de los endemoniados, Jesús se conmueve y acude rápidamente a ofrecer su misericordia. En el Evangelio de hoy, el Señor cura a un hombre que sufría entre los sepulcros, poseído por una multitud de demonios, en la región de Gerasa. Era una zona poblada por paganos, de origen griego y sirio. Por eso, no es sorprendente la presencia de una enorme piara de cerdos, cuya crianza y comida estaba prohibida a los judíos. Jesús arrojó los demonios que atormentaban a este hombre y les permitió que se quedasen en los cerdos, que eran cerca de dos mil; estos, entonces, se lanzaron «corriendo por la pendiente hacia el mar» (Mc 5,13).


Este impresionante episodio, además de mostrar el poder de Jesús, deja ver con claridad que su misión es universal y se extiende a todos los pueblos. Para Dios no hay extranjeros. Al final de la escena, el hombre intentó subir a la barca para quedarse definitivamente con Jesús, pero el Señor le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Su misión será proclamar que la misericordia de Dios también se derrama sobre los paganos que allí habitaban. «Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban» (Mc 5,20).


Dios se ha encarnado para todos los hombres y mujeres. Movido por esta convicción, señalaba san Josemaría que «quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»1. Aquel hombre del pasaje evangélico, sanado por Jesús, fue motivo de admiración entre quienes escuchaban su mensaje de misericordia: se trata de un buen resumen de la misión de los cristianos.


LOS EVANGELISTAS subrayan el poder de Jesús sobre los demonios, a los que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). En esta ocasión, se describe cómo el maligno había destrozado la vida de este hombre. San Marcos nos hace comprender su situación con detalles que hacen más viva su desgracia: «Nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; (…) se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras» (Mc 5,3-5). Su desdicha es una representación gráfica y fuerte de la pérdida de dignidad a la que nos puede conducir el pecado: soledad, esclavitud, e incluso rabia hacia uno mismo.


Al reconocer a Jesús desde lejos, el endemoniado salió al camino, «corrió y se postró ante él» (Mc 5,6). Asistimos a un coloquio insólito entre Jesús y el demonio, que termina con estas palabras liberadoras: «¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!» (Mc 5,8). El endemoniado vivía encadenado a su propia desesperanza y apartado de la comunidad. Las palabras del Señor le liberan del mal más profundo, de todo aquello que le separa de Dios e impide su felicidad. «La liberación de los endemoniados cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado»2.


Así hace el Señor con cada uno de nosotros cuando acudimos a él. «¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que eso existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.


LOS MILAGROS suelen suscitar diversas reacciones: junto a personas que ven fortalecida su fe, también encontramos otras que se resisten a creer. Algunos vecinos de Gerasa vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo», así que pidieron a Jesús que «se alejase de su región» (Mc 5,15-17). En vez de compadecerse del hombre de los sepulcros, los gerasenos calcularon las pérdidas económicas por los cerdos ahogados. Miraron exclusivamente a su propio bienestar. Jesús se había convertido en algo incomprensible para ellos y por eso le pidieron que se fuera, ahuyentando su misericordia.


Cierto rechazo a Dios está siempre en la esencia del pecado, tanto de las ofensas grandes como de las pequeñas. Al rezar el Padrenuestro, siguiendo el consejo de Jesús, pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal, porque todos estamos expuestos a las insidias del maligno. Ninguno puede considerarse al margen de esta lucha. Y lo primero, para no dejarnos arrastrar por el mal, es reconocerlo sin miedo. Al sentir esta fragilidad interior, pediremos a Dios con humildad la fuerza que necesitamos.


«Todos tenemos al alcance de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios –predicaba el beato Álvaro del Portillo–. Estos medios son los sacramentos». Y, refiriéndose al sacramento de la Penitencia, se preguntaba: «¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma? ¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?»4. Para no cerrarnos a la misericordia de Dios, ni siquiera en pequeños detalles cotidianos, podemos acudir al refugio de María Inmaculada. Al contemplarla, aprendemos la alegría que surge del «sí» que ella pronunció continuamente ante los proyectos de Dios.

28 de enero de 2024

Ser almas de oración



Evangelio (Mc 1,21b-28)


Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. Se encontraba entonces en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, que comenzó a gritar:


—¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!


Y Jesús le conminó:


—Cállate, y sal de él.


Entonces, el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos:


—¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen.


Y su fama corrió pronto por todas partes, en toda la región de Galilea



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO de este domingo nos muestra a Jesús en Cafarnaún enseñando en la sinagoga un sábado. Si en otros momentos una situación similar provocaría el rechazo de los que le escuchaban (cfr. Mt 13,53-57), esta vez el evangelista subraya que «se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad» (Mc 1,22). De este modo, se cumplía la vieja profecía de Moisés, que recoge la primera lectura: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis» (Dt 18,15).


La palabra de Jesús asombró a los habitantes de Cafarnaún porque era radicalmente distinta a la de los maestros de entonces. Posiblemente, la gente estaba acostumbrada a escuchar predicaciones más o menos parecidas, que en muchas ocasiones tendrían poco que ver con sus problemas y sus inquietudes reales. Además, observaban una cierta incoherencia entre lo que algunos escribas enseñaban y lo que después realizaban. En cambio, el mensaje del Señor no solo era novedoso, sino que respondía a los deseos de salvación que habitaban en los corazones de aquellos israelitas que permanecían abiertos a la acción de Dios en su alma. Además, allí mismo pudieron darse cuenta de que aquellas palabras eran confirmadas por sus obras, pues en cuanto apareció un hombre poseído por un espíritu inmundo Jesús lo liberó (cfr. Mc 1,24-26).


«Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”» (Mc 1,27). Jesús no solo habla, sino que también actúa. Él nos salva con su palabra y con sus obras: así es como manifiesta su cercanía y su preocupación por cada uno de nosotros, hoy a través de la mediación de la Iglesia. Cristo «nos comunica toda la luz que ilumina las calles, a veces oscuras, de nuestra existencia; nos comunica también la fuerza necesaria para superar las dificultades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en la gran gracia que es para nosotros haber conocido a este Dios tan poderoso y bueno! Un maestro y un amigo, que nos indica el camino y nos cuida, especialmente cuando lo necesitamos»[1].


«OJALÁ escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,8), clama el salmista. Dios nos habla cada día. Sin embargo, somos conscientes de que, dentro de nosotros, hay algunos principios que se oponen a que su palabra arraigue, germine y madure hasta dar fruto. En la primera lectura se hace referencia a uno de esos obstáculos: el miedo. Cuando Moisés anunció la venida de un profeta al que el pueblo tendría que escuchar, los israelitas respondieron con cierto temor: «No quiero seguir oyendo la voz del Señor, mi Dios, ni ver más este gran fuego, no vaya a morir» (Dt 18, 16).


Es normal que, al escuchar las enseñanzas del Señor, sintamos cierto vértigo. Por un lado contemplamos la maravilla de saltar hacia la vida que él nos propone; por otro, la propia fragilidad nos hace creer que ese salto es imposible. Pero sabemos que Jesús ha saltado antes que nosotros y nos acompaña en todo momento. Él es ese profeta del que hablaba Moisés: uno de nosotros, nuestro hermano (cfr. Dt 18,15). No se trata de alguien «que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado. Por lo tanto, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno» (Hb 4, 15-16).


San Josemaría comentaba que ese salto es cuestión de fe: confiar en que la vida que nos ofrece el Señor, con sus alegrías y con sus dolores, es más dichosa que la que podamos lograr con nuestras seguridades. «Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural»[2].


SAN PABLO, en la segunda lectura, se hace eco de otro obstáculo que puede dificultar la escucha de la voz de Dios: las preocupaciones. El apóstol, después de advertir a los corintios de las inquietudes que les pueden rodear, concluye: «Os digo esto solo para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino en atención a lo que es más noble y al trato con el Señor, sin otras distracciones» (1 Co, 7,35).


Los asuntos del día a día pueden agitar nuestro mundo interior y monopolizar nuestros pensamientos y afectos. En lugar de prestar atención a lo que Dios nos quiere decir a través de esos sucesos, quizá damos más importancia a nuestro modo de abordar esas cuestiones. Sin embargo, podemos alimentar nuestra oración precisamente con esas preocupaciones, contándoselas a Jesús, pidiendo su gracia y abandonándolas en sus manos. En ocasiones, además, encontraremos una posible misión. Como muchas de esas distracciones quizá están relacionadas con las personas a las que queremos, pueden ser una oportunidad para llenar la oración con sus rostros y ver cómo podemos servirles como lo haría Jesús mismo: así el Señor podrá ayudarnos a fortalecer nuestra relación con cada persona que tenemos cerca. De esta manera, lo que antes tal vez podía ser un obstáculo, nos impulsa a buscar el diálogo divino y su ayuda para adentrarnos de nuevo en la vida con un sentido aún más cristiano.


En otros momentos será necesario hacer un esfuerzo mayor para dejar a un lado ciertas preocupaciones, ya sea porque no son tan relevantes o porque solo nos llevan a dar continuamente vueltas a un mismo pensamiento. Ese combate[3] por dirigir nuestra atención hacia el diálogo con Dios nos ayudará a tener un corazón desprendido, atento a lo que Jesús quiere decirnos. «En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro Señor: en ese día, bienaventurados los siervos que él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que realmente importa. No se han dispersado siguiendo todas las atracciones que les venían a la mente, sino que han tratado de caminar por el camino correcto, haciendo el bien y haciendo el propio trabajo»[4]. Jesús nos indicó su Madre como modelo de corazón que acoge la palabra del Señor sin miedo y la deja resonar en su interior. Podemos acogernos a su intercesión para que nos enseñe a ser almas de oración.

27 de enero de 2024

¿Por qué tenéis miedo?

 



Evangelio (Mc 4, 35-41)


Aquel día, llegada la tarde, les dice:


— Crucemos a la otra orilla.


Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:


— Maestro, ¿no te importa que perezcamos?


Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:


— ¡Calla, enmudece!


Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:


— ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?


Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:


— ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?



PARA TU RATO DE ORACION 


EL LAGO DE GENESARET, con sus 165 kilómetros cuadrados de superficie y 43 metros de profundidad, es un lago más bien modesto. Sin embargo, pese a sus reducidas dimensiones, era rico en peces y en sus aguas se desataban violentas tempestades, como sigue ocurriendo hoy en día. Se encuentra en una hondonada de terreno, rodeado de montañas, entre las que se abren paso el valle del Jordán y la llanura de Esdrelón. Por esos pasillos naturales llegan fuertes ráfagas de viento que confluyen en el lago provocando olas furiosas, suficientes incluso para volcar una embarcación pequeña.


Una de esas tempestades llegó al lago mientras Jesús y sus discípulos estaban atravesándolo. Era el atardecer. Había terminado una jornada intensa de predicación a una gran multitud de personas. Era tanta la gente, que el Señor tuvo que subir a una barca y apartarse un poco de la orilla para que pudieran verle y oírle. En esa misma barca iba después Jesús, cansado: «Estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal» (Mc 4,38). Es la única vez que los evangelios nos lo presentan dormido. «Cada uno de esos gestos humanos es un gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad»1. Es conmovedor contemplarlo así: agotado, después de un día de trabajo en el que se ha entregado completamente, hasta quedarse sin energías y necesitar de un profundo sueño para recuperarlas.


«El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención»2. Se nos muestra como perfecto hombre, igual a nosotros en todo excepto en el pecado. Y entendemos más fácilmente que, con su gracia, también nosotros podemos encarnar su vida, aunque a veces nos cueste, aunque nos cansemos, aunque se note el peso del trabajo cotidiano realizado por amor.


ESTALLA LA TORMENTA. Las olas se encrespan. Se escucha con claridad el crujir de la madera de la barca. Los discípulos, expertos pescadores, están tensos. Su experiencia les dice que aquella tormenta es peligrosa. Se maravillan de que, en esa situación crítica, Jesús siga dormido. Lo despiertan con una frase en la que, bajo la apariencia de reproche, hay mucha confianza: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). El Señor se pone en pie, increpa al viento, y dice al mar: «–¡Calla, enmudece! Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: –¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?» (Mc 4,39-40).


Asombrados, los discípulos se llenan otra vez de temor, aunque ahora es un temor distinto: la grandeza del mar deja paso a la grandeza del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. «El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este –se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos–, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios»3.


También nuestra fe se está todavía formando, está siempre creciendo. Muchas veces nos asustamos, tenemos miedo, estamos inseguros ante pequeñas o grandes tormentas: tentaciones, contrariedades, desilusiones con nosotros mismos, fracasos… Es el momento de invocar a Jesús para que nos ayude a afrontar esas situaciones con paz y abandono. Como aconsejaba san Agustín: «Que las olas no os arrastren ante las confusiones de vuestro corazón. De todos modos, aunque seamos hombres, no desesperemos si el viento arrastra los afectos de nuestra alma. Despertemos a Cristo: nuestra singladura será tranquila y arribaremos a buen puerto»4.


EN LA PLAZA de San Pedro completamente vacía, bajo la lluvia, ante un crucifijo y una imagen de la Virgen, en marzo de 2020 el Papa Francisco presidió una vigilia de oración durante un momento difícil para toda la humanidad, en plena pandemia. Eligió comentar precisamente el pasaje del evangelio que estamos meditando. Sus palabras también pueden servirnos para afrontar otros momentos de dificultad que pueden aparecer en nuestra vida.


«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti (…). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás (…). “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»5.


«Cuando llega el padecimiento en forma tan humana, tan normal —dificultades y problemas familiares... o esas mil pequeñeces de la vida ordinaria—, te cuesta trabajo ver a Cristo detrás de eso. —Abre con docilidad tus manos a esos clavos... y tu dolor se convertirá en gozo»6. Por intercesión de santa María, «estrella del mar», pidamos al Señor que aumente nuestra fe, que nos libere de nuestros miedos y nos llene de esperanza.



26 de enero de 2024

QUE BUSQUES A CRISTO


Evangelio (Lc 10,1-9)


Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:


- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.


PARA TU RATO DE ORACION 


PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.


«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»1.


«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»2.


EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad3.


Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»4.


Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»5.


«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.


Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»6, y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante.

25 de enero de 2024

CONVERSIÓN DE SAN PABLO

 



Evangelio (Mc 16,15-18)

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:

— Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.



PARA TU RATO DE ORACION 


CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).

Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).

Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol»1. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.

LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da»2. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).

El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación»3.

San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión»4. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).

«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran»5. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).

Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.

En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos»6. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.

Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.


24 de enero de 2024

Sembradores de paz y de alegría.


Evangelio (Mc 4,1-20)

En aquel tiempo, Jesús comenzó de nuevo a enseñar al lado del mar. Y se reunió en torno a él una muchedumbre tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, en el mar, mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra, en la orilla. Les explicaba con parábolas muchas cosas, y les decía en su enseñanza:

— Escuchad: salió el sembrador a sembrar. Y ocurrió que, al echar la semilla, parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotó pronto, por no ser hondo el suelo; pero cuando salió el sol se agostó, y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto. Y otra cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto: crecía y se desarrollaba; y producía el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.

Y decía:

— El que tenga oídos para oír, que oiga.

Y cuando se quedó solo, los que le acompañaban junto con los doce le preguntaron por el significado de las parábolas.

Y les decía:

— A vosotros se os ha concedido el misterio del Reino de Dios; en cambio, a los que están fuera todo se les anuncia con parábolas, de modo que los que miran miren y no vean, y los que oyen oigan pero no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone.

Y les dice:

— ¿No entendéis esta parábola? ¿Y cómo podréis entender las demás parábolas? El que siembra, siembra la palabra. Los que están junto al camino donde se siembra la palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, al instante viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Los que reciben la semilla sobre terreno pedregoso son aquellos que, cuando oyen la palabra, al momento la reciben con alegría, pero no tienen en sí raíz, sino que son inconstantes; y después, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropiezan y caen. Hay otros que reciben la semilla entre espinos: son aquellos que han oído la palabra, pero las preocupaciones de este mundo, la seducción de las riquezas y los apetitos de las demás cosas les asedian, ahogan la palabra y queda estéril. Y los que han recibido la semilla sobre la tierra buena son aquellos que oyen la palabra, la reciben y dan fruto: el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.



HOY ES SANTA MARIA DE LA PAZ


El 24 de enero celebramos la fiesta de Santa María de la Paz. Esa es la advocación mariana a la que está dedicada la iglesia prelaticia del Opus Dei en Roma, y es el lugar en el que reposan los sagrados restos de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

San Josemaría nos comento estas ideas referente a esta advocaciòn mariana:

1. Santa María es —así la invoca la Iglesia— la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: «Regina pacis, ora pro nobis!» —Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... —Te sorprenderás de su inmediata eficacia.

Surco, 874

2. Fomenta, en tu alma y en tu corazón —en tu inteligencia y en tu querer—, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial... —De ahí nace la paz interior que ansías.

Surco, 850

3. Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural.

Surco, 853

4. Aleja enseguida de ti —¡si Dios está contigo!— el temor y la perturbación de espíritu...: evita de raíz esas reacciones, pues sólo sirven para multiplicar las tentaciones y acrecentar el peligro.

Surco, 854

5. Aunque todo se hunda y se acabe, aunque los acontecimientos sucedan al revés de lo previsto, con tremenda adversidad, nada se gana turbándose. Además, recuerda la oración confiada del profeta: “el Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro Rey; El es quien nos ha de salvar”.

Rézale devotamente, a diario, para acomodar tu conducta a los designios de la Providencia, que nos gobierna para nuestro bien.

Surco, 855

6. Si —por tener fija la mirada en Dios— sabes mantenerte sereno ante las preocupaciones, si aprendes a olvidar las pequeñeces, los rencores y las envidias, te ahorrarás la pérdida de muchas energías, que te hacen falta para trabajar con eficacia, en servicio de los hombres.

Surco, 856

7. Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas —a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos— no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan.

Surco, 860

8. Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza, «Domine, ut videam!» —¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que El te concederá.

Surco, 862

9. Lucha contra las asperezas de tu carácter, contra tus egoísmos, contra tu comodidad, contra tus antipatías... Además de que hemos de ser corredentores, el premio que recibirás —piénsalo bien— guardará relación directísima con la siembra que hayas hecho.

Surco, 863

10. Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.

—Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad.

Surco, 864

11. Por caridad cristiana y por elegancia humana, debes esforzarte en no crear un abismo con nadie..., en dejar siempre una salida al prójimo, para que no se aleje aún más de la Verdad.

Surco, 865

12. Paradoja: desde que me decidí a seguir el consejo del Salmo: “arroja sobre el Señor tus preocupaciones, y El te sostendrá”, cada día tengo menos preocupaciones en la cabeza... Y a la vez, con el trabajo oportuno, se resuelve todo, ¡con más claridad!

Surco, 873


PARA TU RATO DE ORACIÓN


ES TAN grande la multitud que ha comenzado a seguir a Jesús, que se ve obligado a usar de su creatividad para que sus palabras puedan llegar a los oídos de todos. Decide entonces subirse a una barca y hablar desde ahí a la muchedumbre. Entre muchas otras parábolas, se detiene especialmente a describir las condiciones para que las semillas consigan dar fruto. Se trata de una imagen con la que el Señor quiere hacernos reflexionar sobre nuestra disposición a recibir su mensaje y que, por lo tanto, apela a la sinceridad con nosotros mismos.

«Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos» (Mc 4,15). La enseñanza de Cristo se dirige a toda la persona. Es decir, no solo se refiere a ciertos aspectos de la vida, sino que interpela todo nuestro ser y, por tanto, requiere también una adhesión plena, pues lo que busca es nuestra felicidad en la tierra y en el cielo. Hoy en día, al recibir tantas noticias y estímulos, quizá podemos comportarnos como caminantes curiosos. Escuchamos distintas informaciones sin tiempo para valorarlas con pausa y sin discernir demasiado aquello que permitimos que entre en nuestro corazón. De este modo, tal vez podamos hallar dificultad para percibir con claridad lo que puede ser relevante para nuestra vida y lo que responde solamente a cierto interés superficial.

La semilla de la Palabra «está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla. A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre»[1]. Jesús nos invita a dejar que su Palabra toque nuestra cabeza y nuestro corazón. Así es como podrá arraigar y crecer, y será más difícil que el demonio se la lleve. «La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo»[2].


«HAY otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra, enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes, y cuando viene una persecución por la palabra, enseguida sucumben» (Mc 4,16-17). La alegría es una señal de que lo escuchado encuentra resonancia en el propio corazón. Toda noticia buena va acompañada de cierto gozo. Sin embargo, Jesús nos invita a reflexionar sobre la profundidad de nuestra felicidad. En este mundo, todo lo que vale la pena cuesta, y muchas veces en el sacrificio se muestran las prioridades profundas de nuestro corazón.

Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder disfrutar después en la eternidad. «La felicidad del cielo –escribió san Josemaría– es para los que saben ser felices en la tierra»[3]. La propuesta de Jesús se encamina más bien a desear aquellos ideales que dan un rumbo a nuestra vida y que nos llenan por completo, y a manifestar esos anhelos en nuestra conducta. Él sabe que hay algunas alegrías más fáciles de lograr, pero que son más superficiales, y otras que requieren un mayor esfuerzo interior porque son más profundas. Una sonrisa cuando se está de mal humor cuesta, por lo general, mucho más que el disfrute de un plato favorito, pero puede proporcionar una felicidad más perdurable porque el bien que buscamos es mucho más ambicioso: el deseo de que las circunstancias externas o internas no nos impidan ser sembradores de paz y de alegría.

Al final, como decía el fundador del Opus, la verdadera felicidad no depende tanto de acumular vivencias intensas o placeres inmediatos, sino de la disposición interior de sentirse siempre acompañado por Dios: «Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban! Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. –“Laetetur cor quaerentium Dominum!” –cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»[4].


«HAY otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril» (Mc 4,18-19). A veces la semilla de la palabra divina puede ir perdiendo espacio en nuestro interior debido a las preocupaciones del día a día. Desde luego, Jesús no pretende que nos desentendamos de ellas. Posiblemente nuestra vida, como tantas otras personas, la enfocamos con el deseo de seguir a Dios en medio del mundo, y es lógico que los asuntos familiares y laborales ocupen un espacio importante de nuestro tiempo y de nuestra cabeza.

Esas ocupaciones conforman buena parte del camino a la santidad. Por eso el Señor desea que esas realidades no se queden al margen de nuestra vida cristiana, sino que sepamos vivirlas con él. «Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»[5]. El mensaje de Cristo no es un tema más de nuestra existencia, sino el horizonte desde el cual se comprenden y cobran sentido todos los demás aspectos de nuestra biografía. La semilla puede crecer cuando encuentra buen terreno e incluso si encuentra algunas zarzas en su desarrollo; si buscamos en todo momento la unión con el Señor, poco a poco encontraremos el modo de vivir conforme a su voluntad.

La parábola del sembrador, pronunciada por Jesús desde una barca, puede ayudarnos a hacer examen sobre la sinceridad interior con la que dejamos que Cristo reine en nuestros corazones. Sin duda, tenemos el deseo, como la Virgen, de ser contado entre aquellos en los que la palabra de Dios da un fruto que perdura y que regala felicidad a todos los que los rodean. «Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).



23 de enero de 2024

GUÍA PARA UNA VIDA FELIZ

 


Evangelio (Mc 3,31-35)


Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:


—Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.


Y, en respuesta, les dice:


—¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?


Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:


—Éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


PARA TU RATO DE ORACION 


UNA GRAN muchedumbre se encuentra junto a Jesús. Su vida pública apenas ha comenzado y ya ha despertado todo tipo de pasiones. Muchos lo escuchan atentos, emocionados por las curaciones que realiza. Otros, sin embargo, ya están planeando cómo acabar con él, pues se ha presentado como el Hijo de Dios y ha declarado que el hombre es más importante que el sábado. Es tan numeroso el gentío que lo rodea que ni siquiera su Madre y sus discípulos pueden acercarse a él. En cuanto varios advierten a Jesús que le están buscando, responde: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?». Y acto seguido concluye: «Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35).


Con la pregunta que plantea Jesús puede parecer que muestra cierta indiferencia, como si no supiera quiénes son su madre y sus hermanos. Sin embargo, con lo que añade a continuación, deja entrever el fundamento del parentesco que tiene con ellos. No son solo aquellos que le siguen de cerca o con los que tiene más confianza, sino que la familiaridad con Jesús la pueden tener todos aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios. Sus discípulos son aquellos que han puesto todas sus expectativas e ilusiones en el Señor, de forma que sus vidas giren en torno a lo qué él quiere. Aunque tendrán que ir purificando su modo de comprender y de seguir al Maestro, reconocen que, junto a él, encontrarán la voluntad divina para cada uno, y que ese caminar juntos se ha de convertir en la referencia de toda su existencia. Esta es la llave para abrir la puerta de la santidad: vivir según la voluntad de Dios[1]. Como afirmará Cristo en otra ocasión: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).


SON muchos los momentos en los que Jesús afirma que su prioridad es cumplir lo que su Padre espera de él. Incluso cuando es un niño y permanece en Jerusalén responde así cuando María y José lo encuentran en el Templo: «¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Más adelante dirá también que su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado (cfr. Jn 4,34). Este fue el deseo que guió toda su existencia.


La persona que quiere imitar a Cristo puede encontrarse con que no siempre sabe qué es lo que Dios espera de él. Y aunque lo descubra, puede también sentir la contrariedad. En este sentido, resulta consolador saber que también Jesús experimentó en Getsemaní la tensión entre sus propias fuerzas y lo que le pedía su Padre: «Si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Sabía que era difícil llevar a cabo aquello por lo que había venido al mundo. Pero el deseo de hacer la voluntad de su Padre era más grande que ese peso.


El amor a la voluntad de su Padre dio a Jesús un juicio adecuado sobre el valor de las realidades terrenas: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30). Este criterio es el que nos permite llevar una vida feliz, pues Dios es el primero que desea nuestro bien en la tierra y en el cielo. Nadie mejor que él sabe cómo construir esa felicidad, que muchas veces puede ir unida al sacrificio y al dolor. Amar su voluntad no es cuestión de someterse a unas condiciones en vista de un premio futuro, sino de confiar en la bondad de los planes de Dios, que también lo son para nosotros: su deseo es compartir su felicidad con nosotros, aunque en la tierra no sea plena. Como escribe san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).


CON FRECUENCIA san Josemaría hablaba sobre la obediencia inteligente: «Dios no nos impone una obediencia ciega». En efecto, esta virtud no consiste en poner por obra sin más lo que otro ha pedido, sino que previamente pone en juego sus capacidades para llevar adelante ese propósito. Precisamente en el huerto de los Olivos Jesús está valorando cómo actuar ante aquello que su Padre le está pidiendo. Al reconducir su voluntad humana al sí pleno a Dios, «nos dice que el ser humano solo alcanza su verdadera altura, solo llega a ser divino, conformando su propia voluntad a la voluntad divina»[2].


Es normal que a veces no sepamos cuál es la voluntad de Dios. Por eso buscamos la ayuda de la dirección espiritual, de alguien que pueda darnos un consejo. Al mismo tiempo, no siempre será fácil reconocer el sentido de aquello que nos proponen cuando choca con lo que pensábamos. Efectivamente, esa persona no es infalible, y nadie puede transmitir, sin más, la voluntad de Dios. Pero también sabemos que nosotros mismos no somos infalibles y podemos engañarnos. Y aunque un consejo no siempre se identifique necesariamente con lo que Dios quiere, el Señor cuenta con nuestra disponibilidad para secundarlo, por amor. Esto mismo es lo que el profeta Samuel transmitió a Saúl cuando le desobedeció: «¿Se complace el Señor en holocaustos y sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (1S 22). De este modo aclaraba «la jerarquía de valores: es más importante tener un corazón dócil y obedecer que hacer sacrificios, ayunos, penitencias»[3].


Después de encontrar a Jesús en el Templo, san Lucas hace notar que ni María ni José comprendieron lo que había ocurrido. Sin embargo, señala que «su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Es decir, consideraba lo que le ocurría para tratar de descubrir por qué el Señor lo permitía. Efectivamente, hay realidades que solamente llegaremos a entender completamente con el paso del tiempo. Y María, con su obediencia, supo fiarse de la voluntad de Dios.

22 de enero de 2024

LA SANTIDAD ES RECOMENZAR

 


Evangelio  Mc 3, 22-30


En aquel tiempo, los escribas que habían venido de Jerusalén, decían acerca de Jesús: "Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera".


Jesús llamó entonces a los escribas y les dijo en parábolas: "¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque si un reino está dividido en bandos opuestos no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.


Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno". Jesús dijo esto, porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.



PARA TU RATO DE ORACION 



«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»1 que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.


Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»2; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»3. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).


Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.


«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»4.


Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»5. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»6. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.


SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»7. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»8, entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.


El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»9.


Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»10.