"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2022

EL GRAN DON DE LA EUCARISTIA


 


Evangelio (Lc 4, 38-44)

Saliendo Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón tenía una fiebre muy alta, y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, conminó a la fiebre, y la fiebre desapareció. Y al instante, ella se levantó y se puso a servirles.

Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias se los traían. Y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. De muchos salían demonios gritando y diciendo:

— ¡Tú eres el Hijo de Dios! Y él, increpándoles, no les dejaba hablar porque sabían que él era el Cristo.

Cuando se hizo de día, salió hacia un lugar solitario, y la multitud le buscaba. Llegaron hasta él, e intentaban detenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo:

— Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado.

E iba predicando por las sinagogas de Judea.


Comentario


Jesús entra en la casa de Simón. Su suegra tiene fiebre alta y le piden que la cure. Jesús se acerca al lecho de la enferma, la toma de la mano y la mira con una sonrisa de cariño. Y aquella mujer, de pronto, se siente curada, totalmente curada, levantándose con la fuerza de siempre, sin requerir siquiera un tiempo de convalecencia. Después, agradece a Jesús el milagro y se pone a servir a Él y a sus discípulos, llena de alegría y vitalidad.

Podemos pensar en algunas enfermedades de nuestra alma: la pereza para servir a los demás, el orgullo y la vanidad, la ambición y la avaricia, los enfados frecuentes con nuestros familiares o las faltas de pureza y castidad. ¡Cuánto nos gustaría que Jesús nos tomase de la mano, nos mirase con una sonrisa, y nos curase de repente!

Este es el consejo de un santo: «Recibamos nosotros a Jesús, porque cuando nos visita y le llevamos en la mente y en el corazón extingue en nosotros el ardor de las más enormes pasiones, y nos mantendrá incólumes para que le sirvamos, esto es, para que hagamos lo que le agrada»[1].

Recibir a Jesús en la mente y en el corazón: he ahí el secreto. Recibirlo en nuestra mente es pensar como Él piensa. Recibirlo en nuestro corazón es amar lo que Él ama. ¿Cómo hacer para lograrlo? Desear esa gracia de todo corazón, de verdad, con sinceridad, y pedirla al Espíritu Santo confiando totalmente en Él.

Hay un momento privilegiado para recibir al Señor en el corazón: la Eucaristía. En la Comunión, Jesús viene a nosotros con todo su amor y todo su poder de curación. Si nos preparamos bien, con la ayuda de la Virgen María, y evitamos caer en la rutina, también nosotros nos sentiremos curados de nuestras enfermedades, locamente enamorados de Dios, y podremos servir a los demás con alegría.


PARA PENSAR Y LLEVAR A LA ORACION 


No agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Papa Francisco, Audiencia 5 de febrero de 2014.


1. ¿Qué significa recibir la Comunión o la Eucaristía? ¿Quienes pueden comulgar?


Recibir la comunión o la Eucaristía, es recibir al mismo Cristo, el Hijo de Dios vivo, que está bajo las especies sacramentales.


En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero".


Esta presencia se denomina "real", no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen "reales", sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente en nuestra alma cuando comulgamos.


Por esto, para recibir a Cristo en la Comunión eucarística es necesario estar bautizado y hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente, es decir de haber ofendido a Dios en materia grave, con plena advertencia, no debe acercarse a la Eucaristía sin pedir perdón y haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.


Textos de san Josemaría para meditar


Vamos a recibir al Señor. Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?


Cuando yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor. Es Cristo que pasa, 91


Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.

—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres... y cómo lo recibes tú.

—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino. Forja, 887


2. ¿Por qué es importante recibir la Comunión?


El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,53). La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.


Además, la comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el perdón de los pecados". Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él.


Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia, es decir de los que están en gracia de Dios. Catecismo de la Iglesia Católica, 1391- 1395


Textos de san Josemaría para meditar

Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía ganas de gritar: ¡ahí te entrego la Felicidad! Forja, 267


Tus comuniones eran muy frías: prestabas poca atención al Señor: con cualquier bagatela te distraías... —Pero, desde que piensas —en ese íntimo coloquio tuyo con Dios— que están presentes los Ángeles, tu actitud ha cambiado...: “¡que no me vean así!”, te dices... —Y mira cómo, con la fuerza del “qué dirán” —esta vez, para bien—, has avanzado un poquito hacia el Amor. Surco, 694


3. ¿Cómo hay que prepararse para recibir la Comunión?


Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo" (1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.


Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia, que obliga a abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped. Catecismo de la Iglesia Católica, 1384- 1389


Textos de san Josemaría para meditar


Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...» —Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma. Forja, 834


¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? »—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle. Forja, 828


4.¿Cuándo conviene comulgar?


La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la sagrada comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía; y les impone la obligación de hacerlo al menos una vez al año.


La Iglesia obliga a los bautizados a participar los domingos y días de fiesta en la Santa Misa y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.


Textos de san Josemaría para meditar


Comulga. —No es falta de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo.

—¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos? Camino, 536


Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. —¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con El, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Forja, 268


5.¿Qué hay que hacer cuando se ha recibido la comunión?


Después de comulgar, es aconsejable dedicar unos minutos para dar gracias a Jesús por su presencia real en nuestras almas. Es un detalle de respeto y amor. Cada persona encontrará el modo de agradecer personalmente a Dios la posibilidad de recibirle.


Textos de san Josemaría para meditar


El Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo. Es Cristo que pasa, 92


Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir.


Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése entrará.


Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.


Es Maestro de una ciencia que sólo El posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece: El entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos, hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas.

Jesús espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que tenga sed, venga a mi y beba. Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir —¿recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del maestro?—, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.


Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y El fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos. Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida. Es Cristo que pasa, 93


30 de agosto de 2022

TENER UNA FE VIVA



 Evangelio (Lc 4, 31-37)


Bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y el sábado se puso a enseñarles. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque su palabra iba acompañada de potestad.


Se encontraba en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro, que gritó con gran voz:


— ¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!


Y Jesús le conminó:


— ¡Cállate, y sal de él!


Entonces el demonio, arrojándolo al suelo, allí en medio, salió de él, sin hacerle daño alguno. Y todos se llenaron de estupor y se decían unos a otros:


— ¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?


Y se divulgaba su fama por todos los lugares de la región.


Comentario


Jesús enseña en la sinagoga de Cafarnaún, una aldea bañada por las aguas del lago de Genesaret. La gente se queda admirada de su doctrina, porque no dice palabras huecas, sino que las confirma con su poder.


Un hombre con un demonio impuro. De su boca sale una gran voz: «¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!».


Jesús no responde a las preguntas del demonio. No dialoga con él. Con plena autoridad, le manda callar y salir de aquel hombre. Y el demonio obedece y sale sin hacer daño alguno.


La existencia de Satanás y sus ángeles es una verdad revelada por Dios y enseñada por la Iglesia. Buscan cómo perdernos, pero nada hemos de temer, porque quien tiene la autoridad es Jesús, nuestro Dios, que ha entregado su vida por nosotros, para rescatarnos del poder del diablo, del pecado y de la muerte.


Dios pone su autoridad a nuestra disposición, porque nos ama. «A menudo, para el hombre –afirma Benedicto XVI– la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor»[1]. Si Dios emplea su autoridad para servir a sus hijos, ¿qué hemos de temer?


Ante la curación de un endemoniado, la gente se pregunta admirada: «¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?». ¿Quién es el que pronuncia una palabra así? ¿Quién es este hombre que expulsa a un demonio? Y divulgan la fama de Cristo por todos los lugares de la región.


Los milagros de Jesús nos ayudan a creer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, y a entregarle nuestra vida. Pero solo nos ayudan si tenemos un corazón bien dispuesto por la humildad; también lo hacen si tenemos la buena voluntad de buscar la verdad y desear el bien.


Algunos tienen una fe lánguida, sin apenas consecuencias prácticas en su vida. Nosotros queremos tener una fe viva, que llene de alegría y esperanza nuestra vida en la tierra, que se encarne entregándose a los demás, para construir un mundo más justo, más humano, más cristiano; que nos lance a contagiar con nuestra vida y nuestro testimonio el buen olor de Cristo por todos los lugares, por el mundo entero.


MARIA MAESTRA DE FE 


Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso, es maestra de fe.


Tras meditar sobre diversos aspectos de la fe a través de la contemplación de la vida de algunas de las grandes figuras del Antiguo Testamento —Abraham, Moisés, David y Elías—, seguimos recorriendo esta historia de nuestra fe también de la mano de los personajes del Nuevo Testamento, donde, con Cristo, la Revelación llega a su plenitud y cumplimiento: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo»[1].


Icono perfecto de la fe


«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley»[2]. En la actitud de fe de la Santísima Virgen se ha concentrado toda la esperanza del Antiguo Testamento en la llegada del Salvador: «en María (…) se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva»[3]. Al igual que Abraham —«nuestro padre en la fe»[4]—, que dejó su tierra confiado en la promesa de Dios, María se abandona con total confianza en la palabra que le anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La Virgen, «icono perfecto de la fe»[5], creyó que nada es imposible para Dios, e hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.


Nuestra Madre es modelo de fe. «Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14; 2, 1-4)»[6].


La Virgen Santísima vivió la fe en una existencia plenamente humana, la de una mujer corriente. «Durante su vida terrena no le fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: "bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron", el Señor responde: "bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 27-28). Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»[7].


La Santísima Virgen «vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia»[8].


Maestra de fe


Por la fe, María penetró en el Misterio de Dios Uno y Trino como no le ha sido dado a ninguna criatura, y, como «madre de nuestra fe»[9], nos ha hecho partícipes de ese conocimiento. «Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima»[10].


La Virgen es maestra de fe. Todo el despliegue de la fe en la existencia tiene su prototipo en Santa María: el compromiso con Dios y el conformar las circunstancias de la vida ordinaria a la luz de la fe, también en los momentos de oscuridad. Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino «incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cfr. Lc 2, 35)»[11]. Su plena confianza en el Dios fiel y en sus promesas no disminuye, aunque las palabras del Señor sean difíciles o aparentemente imposibles de acoger.




Por eso, «si nuestra fe es débil, acudamos a María»[12]. En la oscuridad de la Cruz, la fe y la docilidad de la Virgen dan un fruto inesperado. «En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él»[13]. Su maternidad se extiende a todo el Cuerpo Místico del Señor. Jesús nos da como madre a su Madre, nos pone bajo su cuidado, nos ofrece su intercesión. Por ese motivo la Iglesia invita constantemente a los fieles a dirigirse con particular devoción a María.


Nuestra fragilidad no es obstáculo para la gracia. Dios cuenta con ella, y por eso nos ha dado una madre. «En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener —todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha—, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros (...), nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal»[14].


De la escuela de la fe, la Virgen es la mejor maestra, pues siempre se mantuvo en una actitud de confianza, de apertura, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor. Así nos la presenta el Evangelio: «"María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón"[15]. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios»[16]. Su camino de fe, aunque en modo diverso, es parecido al de cada uno de nosotros: hay momentos de luz, pero también momentos de cierta oscuridad respecto a la Voluntad divina: cuando encontraron a Jesús en el Templo, María y José «no comprendieron lo que les dijo»[17]. Si, como la Virgen, acogemos el don de la fe y ponemos en el Señor toda nuestra confianza, viviremos cada situación cum gaudio et pace —con el gozo y la paz de los hijos de Dios—.


Imitar la fe de María


«Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado»[18]. En la Anunciación, la respuesta de la Virgen resume su fe como compromiso, como entrega, como vocación: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»[19]. Como Santa María, los cristianos debemos vivir «de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (...) del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero»[20].


Pero, ¿cómo responder siempre con una fe tan firme como María, sin perder la confianza en Dios? Imitándola, tratando de que en nuestra vida esté presente esa actitud suya de fondo ante la cercanía de Dios: no experimenta miedo o desconfianza, sino que «entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio»[21]. Al igual que la Virgen, procuremos reunir en nuestro corazón todos los acontecimientos que nos suceden, reconociendo que todo proviene de la Voluntad de Dios. María mira en profundidad, reflexiona, pondera, y así entiende los diferentes acontecimientos desde la comprensión que solo la fe puede dar. Ojalá fuera esa —con la ayuda de nuestra Madre— nuestra respuesta.


Imitar a María, dejar que nos lleve de la mano, contemplar su vida nos conduce también a suscitar en quienes tenemos alrededor —familiares y amigos— esa mayor apertura a la luz de la fe: con el ejemplo de una vida coherente, con conversaciones personales, de amistad y confidencia, con la necesaria doctrina, para facilitarles el encuentro personal con Cristo a través de los sacramentos y las prácticas de piedad, en el trabajo y en el descanso. «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»[22].


***


Mirando a María, pidámosle que nos ayude a vivir de fe y reconocer a Jesús presente en nuestras vidas: fe en que nada es comparable con el Amor de Dios que nos ha sido donado; fe en que no hay imposibles para el que trabaja por Cristo y con Él en su Iglesia; fe en que todos los hombres pueden convertirse a Dios; fe en que pese a las propias miserias y derrotas podemos rehacernos totalmente con su ayuda y la de los demás; fe en los medios de santidad que Dios ha puesto en su Obra, en el valor sobrenatural del trabajo y de las cosas pequeñas; fe en que podemos reconducir este mundo a Dios si vamos siempre de su mano. En definitiva, fe en que Dios pone a cada uno en las mejores circunstancias —de salud o de enfermedad, de situación personal, de ámbito laboral, etc.— para que lleguemos a ser santos, si correspondemos con nuestra lucha diaria.


«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis(Mt 21, 22)»[23]. Impulsados por la fuerza de la fe, decimos a Jesús: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor(Lc1, 45)»[24]. «¡Madre, ayuda nuestra fe!»[25].

29 de agosto de 2022

Siempre fieles a Cristo

 



Evangelio (Mc 6,17-29)


En efecto, el propio Herodes había mandado apresar a Juan y le había encadenado en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo; porque se había casado con ella y Juan le decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Herodías le odiaba y quería matarlo, pero no podía: porque Herodes tenía miedo de Juan, ya que se daba cuenta de que era un hombre justo y santo. Y le protegía y al oírlo le entraban muchas dudas; y le escuchaba con gusto.


Cuando llegó un día propicio, en el que Herodes por su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea, entró la hija de la propia Herodías, bailó y gustó a Herodes y a los que con él estaban a la mesa. Le dijo el rey a la muchacha:


—Pídeme lo que quieras y te lo daré.


Y le juró varias veces:


—Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino.


Y, saliendo, le dijo a su madre:


—¿Qué le pido?


—La cabeza de Juan el Bautista —contestó ella.


Y al instante, entrando deprisa donde estaba el rey, le pidió:


—Quiero que enseguida me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.


El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales no quiso contrariarla. Y enseguida el rey envió a un verdugo con la orden de traer su cabeza. Éste se marchó, lo decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha y la muchacha la entregó a su madre. Cuando se enteraron sus discípulos, vinieron, tomaron su cuerpo muerto y lo pusieron en un sepulcro.


Comentario


Todos los Evangelios comienzan la vida pública de Jesús con el relato de Su Bautismo en el río Jordán por medio de Juan Bautista. San Lucas, enmarca la entrada en escena del Bautista, con un solemne telón de fondo histórico. El libro de Benedicto XVI "Jesús de Nazaret" también tiene como punto de partida el Bautismo de Jesús en el Jordán, un acontecimiento que tuvo una enorme resonancia en su época. De Jerusalén y de toda Judea acudía la gente a escuchar a Juan el Bautista y a dejarse bautizar por él en el río, confesando sus pecados (cf. Mc 1,5). La fama de Juan creció hasta tal punto que muchos se preguntaron si no sería realmente el Mesías. Pero él -subraya el evangelista- lo negó rotundamente: "Yo no soy el Cristo" (Jn 1,20). Sin embargo, sigue siendo el primer "testigo" de Jesús, habiendo recibido instrucciones del Cielo: "El hombre sobre el que veréis descender el Espíritu y permanecer es el que bautiza en el Espíritu Santo" (Jn 1,33). Esto sucedió precisamente cuando Jesús, habiendo recibido el Bautismo, salió del agua: Juan vio que el Espíritu descendía sobre Él como una paloma. Fue entonces cuando "conoció" la plena realidad de Jesús de Nazaret, y comenzó a darlo a conocer a Israel (Jn 1,31), señalándolo como Hijo de Dios y Redentor del hombre: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).


Observamos como Herodes admira a Juan y le escucha con gusto (v.20) pero termina por decapitarle (v.27) Un gran cambio se produce en poco tiempo. Primero apresa a Juan injustamente, después organiza una fiesta lasciva, hace un juicio temerario, y finalmente le lleva a cometer un delito mucho mayor: el homicidio. Este pasaje nos muestra el poder del pecado. El pecado se comporta como una espiral, nos introduce en un círculo vicioso. Cuando nos dejamos llevar por nuestros pecados, estos nos arrastran a la posibilidad de cometer otros mayores. Por eso, siempre debemos arrepentirnos de cualquier pecado y acudir a la confesión donde Dios nos perdona y podemos recomenzar de nuevo. Con la ayuda de Dios, siempre tenemos la posibilidad de vencer al pecado.


“Como auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin componendas. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así, cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona. Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que también en nuestros días la Iglesia se mantenga siempre fiel a Cristo y testimonie con valentía su verdad y su amor a todos.” (Benedicto XVI, Ángelus, 24 de junio de 2007).

26 de agosto de 2022

Nuestro sentir ha de ser el sentir de Cristo.

 



Evangelio (Mt 25,1-13)


Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.


Comentario


Jesús sigue exhortando a una vida de vela activa. Lo hace ahora con una parábola sobre unas bodas. El esposo está por llegar y un cortejo de vírgenes está esperando para acompañarle con sus lámparas encendidas. El relato nos dice que el novio se retrasa, y con ello se aclara la idea general sobre la que Jesús quiere ofrecer su enseñanza: las bodas son el Reino de los Cielos; el esposo es Cristo que vendrá al final de los tiempos a juzgar y retribuir a cada uno según sus obras; el momento de la llegada es incierto y de ahí la necesidad de permanecer en vela. La parábola, así, nos interpela a través del tiempo: invitados a una vida de comunión con Dios, para poder acceder a su Reino debemos permanecer en vela, demostrando así nuestros deseos.


San Pablo dice a los de Tesalónica que no duden que Cristo vendrá en gloria, pero que la forma de esperar esa Parusía bien preparados es vivir con amor las obligaciones de cada instante (cfr. 1Ts 4,1-12). Tenemos una misión encomendada: dirigir a Cristo todas nuestras actividades, hacer que sea él el corazón de nuestro obrar, para que todo pueda ser en él recapitulado, vivificado y elevado al Padre. Dios cuenta con nosotros para avanzar en la instauración de su Reino entre los hombres. Para ello debemos tomarnos en serio esta vida, viviéndola con la conciencia de que el bautizado puede pensar como Cristo, puede pensar las cosas de arriba (cfr. Col 3,1-3), al mismo tiempo que ama este mundo, ya que Cristo, cabeza de la Iglesia, está sentado a la derecha del Padre.


No sabemos ni el día ni la hora. Pero sí sabemos que la caridad no tiene ni día ni hora: sabemos que toda nuestra existencia es vocación al amor y, por tanto, no tenemos que esperar ocasiones señaladas o especiales para amar. El cristiano no vive calculando o dividiendo su vida en compartimentos estancos, como si alguno de ellos fuese ajeno a Dios. Nada nuestro le es ajeno: nos espera en todo lo que hacemos, pensamos y sentimos, las veinticuatro horas del día. Si queremos ser luz de Cristo en el mundo, el amor de Cristo ha de estar presente en toda nuestra existencia: nuestro sentir ha de ser el sentir de Cristo.

24 de agosto de 2022

BARTOLOME APOSTOL





 Evangelio (Jn 1,45-51)

En aquel tiempo, Felipe encontró a Natanael y le dijo:

— Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José. Entonces le dijo Natanael:

— ¿De Nazaret puede salir algo bueno?

—Ven y verás, le respondió Felipe.

Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:

— Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez. Le contestó Natanael:

— ¿De qué me conoces? Respondió Jesús y le dijo:

— Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.

Respondió Natanael:

—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.

Contestó Jesús:

—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás. Y añadió:

— En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


Comentario

Entre los primeros discípulos de Jesús, según nos cuenta San Juan, había algunos amigos y hermanos de los que el Maestro había llamado personalmente. Andrés le presenta a su hermano Pedro y Felipe le lleva a Natanael, tradicionalmente identificado con el apóstol Bartolomé.

En un simpático intercambio de palabras, delante de un Natanael escéptico sobre la posibilidad de que el Mesías viniese de un pueblo tan oscuro como Nazaret, Felipe consigue organizar un encuentro con Jesús.

La insistencia de Felipe, “Ven y verás”, que tiene sentido solo en una perspectiva de amistad y de mutua confianza, lleva a la conversión del nuevo discípulo.

Como Natanael, todos necesitamos de una experiencia viva de Jesús. Aunque normalmente la vida cristiana comience con el anuncio que nos llega a través de uno o varios testigos, es importante llegar pronto a una relación personal con Jesús.

La franqueza de Natanael lleva al Señor a alabar en voz alta a ese hombre “en quien no hay doblez”, y abre un diálogo que acaba por conquistar el corazón del nuevo discípulo.

Jesús conoce la vida íntima de Natanael, quizá una oración dirigida a Dios debajo de una higuera. El estar debajo de la higuera recuerda una expresión que se encuentra varias veces en el Antiguo Testamento para indicar una situación de tranquilidad: “Cada cual se sentaba bajo su parra y bajo su higuera. Y no había quien les inquietara” (1 Mac 14,12).

No sabemos qué estilo de vida llevaba Natanael antes de esa llamada que le cambió la vida. Podemos imaginar, como se ve en su actitud sincera y un poco desilusionada, que estuviese esperando ese encuentro pero sin buscarlo con suficiente ilusión.

La llamada de Bartolomé nos recuerda la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas apareciendo precisamente donde no lo esperábamos, a veces en nuestra tranquilidad, debajo de una higuera. Si nos dejamos conquistar por Jesús, llegaremos a ver “cosas mayores” en nuestra vida y en la vida de los demás.

23 de agosto de 2022

Gastarse gustosamente

 



Evangelio (Mt 23, 23-26)


»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello!


»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia! Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera.


Comentario


Este Evangelio de hoy forma parte del discurso de los ayes donde Jesús explica las consecuencias derivadas de un mero cumplimiento externo de la Ley. Hay un calificativo de Jesús que se repite: hipócritas y ciegos. El hipócrita es el que dice una cosa, pero hace otra, se comporta como un actor en la vida real. Y el hipócrita fácilmente cambia interiormente su corazón y se convierte en un ciego. Cambia su modo de ver las cosas, las acomoda a sus circunstancias personales, piensa en sí mismo según su propia conveniencia y esta actitud le conduce a la ceguera.


Los escribas y fariseos realizan acciones externas como pagar el diezmo, limpiar la copa y el plato, etc. pero lo hacen para ser vistos por los demás. Todas estas obras son buenas. Pero la actitud interior es egoísta. No lo hacen por amor, misericordia o por fidelidad, tal y como indica Jesús. Estas son el corazón de la Ley, el motivo por el que se realizan las acciones exteriores.


De cara a los ojos de Dios tiene primacía la interioridad sobre la exterioridad. Nuestras acciones exteriores son consecuencia de nuestra interioridad. Nos hacemos santos purificando nuestras intenciones, luchando por elegir bien, fomentando el deseo de amar a Dios sobre todas las cosas. Por tanto, lo que hacemos exteriormente es causado por el corazón. Es por eso que lo que debemos cambiar es nuestro corazón. Como dice el papa Francisco “La frontera entre el bien y el mal no está fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros. Podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? (...). Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor, de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer solo el corazón sincero y purificado” [1].


El Evangelio conserva siempre su palpitante actualidad. Por eso, nos podemos preguntar si también a nosotros nos sucede lo mismo que a los escribas y fariseos ¿qué me mueve a realizar esta acción, el amor a Dios y a los demás, o mi propia satisfacción personal? San Josemaría nos alentaba “cuando se ama a Dios con sinceridad no se regatea la entrega, el amor, que va apareciendo en miles de detalles diarios. Y cuando se ama de verdad, se da con alegría, sin llevar la cuenta y sin buscar agradecimiento: ¡es suficiente, entonces, para el alma, la oportunidad de gastarse gustosamente!”[2]. Pidamos a nuestra Madre Santa María ayuda para obrar siempre por el amor a Dios y al prójimo.

22 de agosto de 2022

SANTA MARIA REINA

 




Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Y el ángel se retiró de su presencia.


Comentario


Hoy celebramos la fiesta de Santa María Reina. María es Reina por ser Madre de Jesús, Rey del Universo. La fiesta de hoy fue instituida por el Papa Pío XII en 1954 para venerar a María como Reina, igual que se hace con su Hijo, Cristo Rey.


El Evangelio de San Lucas nos presenta a María, una muchacha de Nazaret, un pueblo minúsculo de Israel. En esa muchacha de aquel pueblecito lejano, alejada de los focos del mundo, se posó la mirada del Señor, que la había elegido para ser la madre de su Hijo.


La historia de María es así la historia de un Dios que sorprende. Y María se deja sorprender ante el anuncio del Ángel, no oculta su admiración. Es el asombro de ver que Dios quiere hacerse hombre, y que la ha elegido precisamente a Ella, para ser su madre. Una sencilla muchacha de Nazaret, que no vive en los palacios del poder y de la riqueza, que no ha hecho cosas extraordinarias.


Es el asombro de ver que Dios está enamorado de ella: es la llena de gracia. Esta expresión, “llena de gracia”, tan familiar para el pueblo cristiano, es un saludo de gran profundidad, porque le recuerda la grandeza de su vocación: Ella ha sido elegida para ser la Madre de Dios y por ello ha sido preservada del pecado original en el instante mismo de su Concepción. La "llena de gracia" es el nombre que Dios mismo le da para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, el amor encarnado de Dios.


Contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, totalmente pura, humilde, sin soberbia ni presunción, podemos reconocer nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, por la belleza de Dios. Dios ha puesto su mirada de amor sobre cada uno de nosotros, con nombre y apellidos. De la misma manera que a María, Él nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados.


La Virgen María está abierta a Dios, se fía de él, aunque no lo comprenda del todo: se deja sorprender. "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Esa es su respuesta. Dios nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos, y nos dice: fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender, sal de ti mismo y sígueme. Él espera que nos dejemos sorprender: en la sencillez, en la humildad de nuestra vida. Ahí quiere manifestarse.


Consideremos ahora la realeza de María que no es como la de otros reyes. Tal y como afirma el papa Benedicto XVI “Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar.” Esta actitud de servicio es la que nos incentiva a acudir con frecuencia a María, que puede interceder por nosotros, como Madre y como Reina. María tiene un poder real, pero lo pone al servicio de sus hijos, con profunda humildad. San Josemaría lo expresaba así: “Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado. —¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo.” [2]


En la fiesta de hoy, acudamos a nuestra Madre, santa María Reina, qué con su poder real, nos consigue las gracias necesarias en nuestro camino hacia el Cielo.


Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. —Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. —Veni: coronaberis. —Ven: serás coronada. (Cant., IV, 7, 12 y 8.)

     Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.

     Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. —Vestido de sol. —La luna a sus pies. (Apoc., XII, 1.) María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal. Hija de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios.

     El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.

     Y le rinden pleitesía de vasallos los Angeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo.


Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado. —¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. —Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes. —¡Anímate!

Forja, 285


La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios. No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.

Amigos de Dios, 276


Llénate de seguridad: nosotros tenemos por Madre a la Madre de Dios, la Santísima Virgen María, Reina del Cielo y del Mundo.

Forja, 273


Señora, Madre de Dios y Madre mía, ni por asomo quiero que dejes de ser la Dueña y Emperatriz de todo lo creado.

Forja, 376


Ella intercede por nosotros


Santa María es —así la invoca la Iglesia— la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: Regina pacis, ora pro nobis! —Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... —Te sorprenderás de su inmediata eficacia.

Surco, 874


Cuando te veas con el corazón seco, sin saber qué decir, acude con confianza a la Virgen. Dile: Madre mía Inmaculada, intercede por mí. Si la invocas con fe, Ella te hará gustar —en medio de esa sequedad— de la cercanía de Dios.

Surco, 695


REINA DE LA PAZ, ¡RUEGA POR NOSOTROS! ¿HAS PROBADO, AL MENOS, CUANDO PIERDES LA TRANQUILIDAD?

Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.

Amigos de Dios 285


Sed audaces. Contáis con la ayuda de María, Regina apostolorum. Y Nuestra Señora, sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus precisas responsabilidades. (…) Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que El os dirá se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal.

Es Cristo que pasa, 149

21 de agosto de 2022

Puerta estrecha

 



Evangelio (Lc 13,22-30)

Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Y uno le dijo:

— Señor, ¿son pocos los que se salvan?

Él les contestó:

— Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos». Y os responderá: «No sé de dónde sois». Entonces empezaréis a decir: «Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas». Y os dirá: «No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad». Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.


Comentario

La escena que nos presenta el evangelio es muy actual. Jesús está en camino hacia Jerusalén. Mientras avanza, las gentes que lo rodean van hablando con Él y le comentan sus inquietudes. Como ellos, también nosotros somos caminantes, que nos dirigimos hacia la patria celestial.

El camino de la vida se puede afrontar con la actitud de un turista tranquilo y despreocupado, atento sólo a disfrutar de todo lo placentero que se le ofrezca, o como un peregrino que va ligero de equipaje y se entretiene poco en lo que le sale al paso, porque su objetivo es alcanzar su destino. Pero, y si caminamos con comodidad disfrutando de lo que nos apetece en cada momento ¿no llegaremos también a la presencia del Señor? Aquel que es bueno y misericordioso ¿no nos abrirá gustoso la puerta para invitarnos a su banquete eterno? Es frecuente encontrarse con personas que están convencidas de que, al final, serán muchísimos, todos, lo que se salven. Así pensarían algunos de los que iban caminando con Jesús, y tal vez al escuchar sus palabras, un poco temeroso, uno de ellos le pregunta para quedarse tranquilo: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (v. 23).

Jesús no le responde directamente, sino que le invita a reflexionar. Le dice que lo importante no es el número, si serán muchos o pocos, sino acertar con el buen camino, el que lleva a la puerta que da acceso a la salvación.

Jesucristo es la puerta (cf. Jn 10,9) que nos abre el acceso a Dios Padre y, en comunión con él, disfrutamos de su misericordia, de su protección y de su cariño. La puerta es estrecha porque nos exige ser sacrificados, comprimir nuestro orgullo, quitarnos de encima la carga de nuestras faltas, y perder el miedo a abrir el corazón con humildad. Es estrecha, pero está siempre abierta de par en par.

En su respuesta, Jesús alude a que la invitación al banquete de la vida inmortal se ha cursado a la humanidad entera, y las gentes se dirigen hacia allá desde todos los puntos cardinales. Se espera a pobres y ricos, sanos y enfermos, ancianos y niños, hombres y mujeres, y a todos se les quiere dispensar una gran acogida. La salvación no es clasista, ni está reservada a algunos privilegiados. Pero Jesús hace notar que hay “una sola condición igual para todos: la de esforzarse por seguirlo e imitarlo, tomando sobre sí, como hizo él, la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos”[1].

La salvación es asequible a todos, pero no es una baratija. La vida de verdad no se disputa ante una videoconsola, ni es como una serie de televisión donde se interpreta un rol ficticio sin mayores consecuencias reales. Se dirimen en ella asuntos importantes, y por eso se requiere actuar con responsabilidad y esfuerzo. En el día del juicio seremos juzgados según nuestras obras. No bastará con declararse amigos de Jesús: “Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas” (v. 26). Hay cielo y hay infierno.Los “servidores de la iniquidad” (v. 27) estarán allí donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (v. 28). En cambio, serán acogidos todos los que hayan obrado el bien y buscado la justicia, aun a costa de sacrificios. Dios no excluye a nadie, pero quedarán fuera quienes no quieran entrar por la puerta estrecha.

“Quisiera haceros una propuesta –decía el Papa Francisco-. Pensemos ahora, en silencio, por un momento, en las cosas que tenemos dentro de nosotros y que nos impiden atravesar la puerta: mi orgullo, mi soberbia, mis pecados. Y luego, pensemos en la otra puerta, aquella abierta de par en par por la misericordia de Dios que al otro lado nos espera para darnos su perdón”[2].