"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de junio de 2019

SAN PABLO

— El Señor elige a los suyos.
— Llamada de Dios y vocación apostólica.
— El apostolado, una tarea sacrificada y alegre.

I. ¿Qué he de hacer, Señor?1, preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesús: Levántate, entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer. El perseguidor, transformado por la gracia, recibirá la instrucción cristiana y el Bautismo por medio de un hombre –Ananías–, según las vías ordinarias de la Providencia. Y enseguida, teniendo a Cristo como lo verdaderamente importante de su vida, se dedicará con todas sus fuerzas a dar a conocer la Buena Nueva, sin que le importen los peligros, las tribulaciones y sufrimientos y los aparentes fracasos. Sabe que es el instrumento elegido para llevar el Evangelio a muchas gentes: Aquel que me escogió desde el seno materno y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles...2, leemos en la Segunda lectura de la Misa.

San Agustín afirma que el celo apasionado anterior a su encuentro con Cristo era como una selva impracticable que, siendo un gran obstáculo, era sin embargo el indicio de la fecundidad del suelo. Luego, el Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron incontables3. Lo que sucedió con Pablo puede ocurrir con cada hombre, aunque hayan sido muy graves sus faltas. Es la acción misteriosa de la gracia, que no cambia la naturaleza sino que la sana y purifica, y luego la eleva y la perfecciona.

San Pablo está convencido de que Dios contaba con él desde el mismo momento de su concepción, desde el seno materno, repite en diversas ocasiones. En la Sagrada Escritura encontramos cómo Dios elige a sus enviados incluso antes de nacer4; se pone así de manifiesto que la iniciativa es de Dios y antecede a cualquier mérito personal. El Apóstol lo señala expresamente: Nos eligió antes de la constitución del mundo5, declara a los primeros cristianos de Éfeso. Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio6, concreta aún más a Timoteo.

La vocación es un don divino que Dios ha preparado desde la eternidad. Por eso, cuando el Señor se le manifestó en Damasco, Pablo no pidió consejo «a la carne y a la sangre», no consultó a ningún hombre, porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había llamado. No atendió a los consejos de la prudencia carnal, sino que fue plenamente generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, también dejaron las redes al instante7 y, relictis omnibus, abandonadas todas las cosas8, se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los cristianos, sigue ahora al Señor con toda prontitud.

Todos nosotros hemos recibido, de diversos modos, una llamada concreta para servir al Señor. Y a lo largo de la vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en nuestras propias circunstancias, y es preciso ser generosos con el Señor en cada nuevo encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la oración, como San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por Ti?, ¿en qué deseas que mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer por Ti?

II. Dios llamó a San Pablo con signos muy extraordinarios, pero el efecto que produjo en él es el mismo que ocasiona la llamada específica que Dios hace a muchos para que le sigan en medio de sus tareas seculares. A todos los cristianos llama el Señor a la santidad y al apostolado; se trata de una vocación exigente, en muchos casos heroica, pues el Señor no quiere seguidores tibios, discípulos de segunda fila. Pero a algunos, permaneciendo en sus propios quehaceres del mundo, Cristo les llama a una particular entrega para extender su reinado entre todos los hombres. Y cada uno, respondiendo a la vocación específica a la que ha sido llamado, si quiere ser discípulo del Maestro, ha de tener un sentido apostólico de la vida que le llevará a no dejar ninguna oportunidad de acercar a otros a Cristo, que es, a la vez, llevarlos a la alegría, a la paz, a la plenitud.

El apostolado fue en Pablo, y lo es en cada cristiano que vive su vocación, parte de su vida o, mejor, su vida misma; el trabajo se convierte en apostolado, en deseos de dar a conocer a Cristo, y lo mismo el dolor o el tiempo de descanso..., y a la vez este celo apostólico es el alimento imprescindible del trato con Jesucristo. Conocer al Señor con intimidad lleva forzosamente a comunicar este hallazgo: es la «señal cierta de tu entregamiento»9. Cuando seguir a Cristo es una realidad, llega «la necesidad de expandirse, de hacer, de dar, de hablar, de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (...). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se siente la urgencia de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos»10. ¡Ay de mí si no evangelizara!11, exclama el Apóstol.

Cuando llevamos la Buena Nueva a otros estamos cumpliendo el mandato que Cristo nos ha dado: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura12. Además, la vida interior queda enriquecida, como la planta que recibe el agua necesaria en el momento oportuno. San Pablo nos da hoy ejemplo y nos ayuda a hacer examen de ese interés vivo que tenemos para acercar a los demás un poco más a Dios. Identificado con Cristo –el descubrimiento supremo de su vida–, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en redención por muchos13, el Apóstol se hace siervo de todos para ganar a los más que pueda. Con los judíos -les dice a los de Corinto- me hice judío, para ganar a los judíos... Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos14.

Hoy nosotros le pedimos un corazón grande como el suyo, para pasar por encima de las pequeñas humillaciones o de los aparentes fracasos que todo apostolado lleva consigo. Y le decimos a Jesús que estamos dispuestos a convivir con todos, a ofrecer a todos la posibilidad de conocer a Cristo, sin tener demasiado en cuenta los sacrificios y molestias que nos pueda acarrear.

III. San Pablo exhorta a Timoteo y a todos nosotros a hablar de Dios opportune et importune15, con ocasión y sin ella; es decir, también cuando las circunstancias sean adversas. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos16. Parece como si el Apóstol estuviera presente en nuestros tiempos. Pero tú -señala a Timoteo, y en él a cada cristiano- sé sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio17. Los sacerdotes lo harán principalmente con la predicación de la palabra de Dios, con el ejemplo personal, con su caridad, con los consejos en el sacramento de la Penitencia. Los seglares –la inmensa mayoría del Pueblo de Dios–, ordinariamente a través de la amistad, con el consejo amable, con la conversación a solas con el amigo que parece que se aleja del Señor o con el que nunca estuvo cerca de Él... Y esto a la salida de la Facultad o del trabajo, en el mismo lugar donde se pasa el verano... Los padres con los hijos..., aprovechando el mejor momento o creando la ocasión...

Juan Pablo II alentaba a los jóvenes –y todo cristiano que tiene a Cristo permanece siempre joven en su corazón– a un apostolado vivo, directo y alegre: «Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, limpia y alegre. Sed siempre jóvenes cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada de Él. Anunciad a todos con vuestra vida que solo Cristo es la verdadera salvación de la humanidad»18.

Hemos de pedir hoy a San Pablo saber convertir en oportuna cualquier situación que se nos presente. Incluso «quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad»19, con la sinceridad que expresa un alma que ha constituido a Cristo como eje sobre el cual se organizan todos los demás asuntos de su vida. Hasta los niños –¡qué buenos instrumentos del Espíritu Santo pueden ser!– tienen su propia actividad apostólica, según señala el Concilio Vaticano II, pues «según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros»20.

Es sorprendente, dichosamente sorprendente, la infatigable labor apostólica del Apóstol. Y quien verdaderamente ama a Cristo sentirá la necesidad de darlo a conocer, pues –como dice Santo Tomás de Aquino– lo que admiran mucho los hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la boca21.

Pidamos a Nuestra Señora –Regina Apostolorum– que cada vez comprendamos mejor que el apostolado es una tarea alegre, aunque sea sacrificada, y la gran responsabilidad que tenemos respecto a todos los hombres, y particularmente con los que cada día nos relacionamos.

28 de junio de 2019

EL AMOR DE JESÚS

— Amor único y personal por cada criatura.
— Desagravio y reparación.
— Un horno ardiente de caridad.
INosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él, se lee en una lectura de la Misa.
La plenitud de la misericordia divina hacia los hombres se expresa en el envío de la Persona de su Hijo Unigénito. No solo hemos conocido que Dios nos ama por ser esta la continua enseñanza de Jesús, sino que su presencia entre nosotros es la prueba máxima de este amor: Él mismo es la plena revelación de Dios y de su amor a los hombres. Enseña San Agustín que la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado no solo con palabras, sino también con obras. El hecho supremo de este amor tuvo lugar cuando su Hijo Unigénito asumió carne mortal y se hizo hombre como nosotros, excepto en el pecado.
Hoy hemos de pedir nuevas luces para, de un modo más hondo, entender el amor de Dios a todos los hombres, a cada uno. Debemos suplicar al Espíritu Santo que, con su gracia y nuestra correspondencia, cada día podamos decir personalmente y con más hondura: he conocido el amor que Dios me tiene. A esa sabiduría –la que verdaderamente importa– llegaremos, con la ayuda de la gracia, meditando muchas veces la Humanidad Santísima de Jesús: su vida, sus hechos, lo que padeció por redimirnos de la esclavitud en la que nos encontrábamos y elevarnos a una amistad con Él, que durará por toda la eternidad. El Corazón de Jesús, un corazón con sentimientos humanos, fue el instrumento unido a la Divinidad para expresarnos su amor indecible; el Corazón de Jesús es el corazón de una Persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y, «por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene ahora. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la fe cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que Él mismo afirmó: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí (Jn 14, 6)».
No hubo un solo acto del alma de Cristo o de su voluntad que no estuviera dirigido a nuestra redención, a conseguirnos todas las ayudas para que no nos separemos jamás de Él, o para volver si nos hubiéramos extraviado. No hubo una parte de su cuerpo que no padeciera por nuestro amor. Toda clase de penas, injurias y oprobios las aceptó gustoso por nuestra salvación. No quedó una sola gota de su Sangre preciosísima que no fuese derramada por nosotros.
Dios me ama. Esta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más resonancias prácticas en mi vida. ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de la bondad de Jesús manifestada en la llamada que hemos recibido a compartir con Él su misma Vida, su amistad...? Una Vida y una amistad que ni la muerte logrará romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura.
«Dios me ama... y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»-Es la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!».
II. En la Misa de esta Solemnidad rezamos: Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una amplia reparación.
De este rato de oración hemos de sacar la alegría inmensa de considerar, una vez más, el amor vivo y actual de Jesús por cada uno. ¡Un Dios con corazón de carne, como el nuestro! Jesús de Nazareth sigue pasando por nuestras calles y plazas haciendo el bien como cuando estaba en carne mortal entre los hombres: ayudando, curando, consolando, perdonando, otorgando la vida eterna a través de sus sacramentos... Son los infinitos tesoros de su Corazón, que sigue derramando a manos llenas. San Pablo enseña que, al subir a lo alto, llevó cautiva a la cautividad, y derramó sus dones sobre los hombres. Cada día son inconmensurables las gracias, las inspiraciones, las ayudas, espirituales y materiales, que recibimos del Corazón amante de Jesús. Sin embargo, Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas». ¡Con cuánta frecuencia se lo hemos negado! ¡Cuántas veces ha esperado más amor, más fervor, en esa Visita al Santísimo, en aquella Comunión... !
Mucho debemos reparar y desagraviar al Corazón Sacratísimo de Jesús, Por nuestra vida pasada, por tanto tiempo perdido, por tanta tosquedad en el trato con Él, por tanto desamor... «Te pido –le decimos con palabras que dejó escritas San Bernardo– que acojas la ofrenda del resto de mis años. No desprecies, Dios mío, este corazón contrito y humillado, por todos los años que malgasté de mala manera». Dame, Señor, el don de la contrición por tanta torpeza actual en mi trato y amor hacia Ti, aumenta la aversión a todo pecado venial deliberado, enséñame a ofrecerte como expiación las contrariedades físicas y morales de cada día, el cansancio en el trabajo, el esfuerzo para dejar las labores terminadas, como Tú quieres.
Ante tantos que parecen huir de la gracia, no podemos quedar indiferentes. «No pidas a Jesús perdón tan solo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...
»Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido.
»Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier.
III. Aquellos dos discípulos a quienes acompaña Jesús camino de Emaús le reconocen por fin al partir el pan, después de unas horas de viaje. Y se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?12. Sus corazones, que poco antes estaban apagados, desalentados y tristes, ahora están llenos de fervor y de alegría. Esto hubiera sido motivo suficiente para reconocer que Cristo los acompañaba, pues este es el efecto que Jesús produce en aquellos que están cercanos a su Corazón amabilísimo. Ocurrió entonces y tiene lugar cada día.
En esta «arca preciosísima» del Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda caridad. Esta, don por excelencia «del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta derramar por ella su sangre». De ahí sacamos nosotros la firmeza necesaria para dar a conocer a Cristo. Es en el trato con Jesús donde se enciende el verdadero celo apostólico, el que es capaz de perdurar por encima de los aparentes fracasos, de los obstáculos de un ambiente que en ocasiones parece que huye de Jesús.
El amigo hace llegar al amigo lo mejor que tiene. Nosotros nada poseemos que se pueda comparar al hecho de haber conocido a Jesús. Por eso, a nuestros parientes, a los amigos, a los compañeros de profesión hemos de darles a conocer a Cristo.
En el Corazón de Jesús hemos de encender nuestro celo apostólico por las almas. En Él encontramos un horno ardiente de caridad por las almas, como rezamos en las Letanías del Sagrado Corazón. «El horno arde –comentaba el Papa Juan Pablo II–. Al arder, quema todo lo material, sea leña u otra sustancia fácilmente combustible.
»El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Jesús, quema con el amor que lo colma. Y este es el amor al Eterno Padre y el amor a los hombres: a las hijas y los hijos adoptivos.
»El horno, quemando, poco a poco se apaga. El Corazón de Jesús, en cambio, es horno inextinguible. En esto se parece a la zarza ardiente del libro del Éxodo, en la que Dios se reveló a Moisés. La zarza que ardía con el fuego, pero... no se consumía (Ex 3, 2).
»Efectivamente, el amor que arde en el Corazón de Jesús es sobre todo el Espíritu Santo, en el que Dios-Hijo se une eternamente al Padre. El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue.
»Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. El horno, mientras arde, ilumina las tinieblas de la noche y calienta los cuerpos de los viandantes ateridos.
»Hoy queremos rogar a la Madre del Verbo Eterno, para que en el horizonte de la vida de cada una y de cada uno de nosotros no cese nunca de arder el Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. Para que Él nos revele el Amor que no se extingue ni se deteriora jamás, el Amor que es eterno. Para que ilumine las tinieblas de la noche terrena y caliente los corazones.
»Dándole las gracias por el único amor capaz de transformar el mundo y la vida humana, nos dirigimos con la Virgen Inmaculada, en el momento de la Anunciación, al Corazón Divino que no cesa de ser horno ardiente de caridad. Ardiente: como la zarza que Moisés vio al pie del monte Horeb»

27 de junio de 2019

FRUTOS DE LA SANTA MISA

— El sacrificio eucarístico y la vida ordinaria del cristiano.
— Participación consciente, activa y piadosa. Sacerdote y Víctima.
— Preparación para asistir a la Misa. 

I. El Concilio Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio»1. Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su sacrificio en la Cruz.

Estos cuatro fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y manera. Los fines que directamente se refieren a Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción de gracias, se producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo2, pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima que se ofrece en todas ellas.

Sin embargo, los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiciación y petición), que revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de la Misa, no siempre alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de reconciliación con Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia podrían también ser infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos aplican según las disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los suyos.

Para recibir los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo, a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él3. Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas –señala el Concilio Vaticano II–, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el Cuerpo del Señor»4. Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.

II. Para que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia quiere que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina5. Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia: las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.

En muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las oraciones del celebrante. El empeño por vivir la puntualidad –llegar al menos unos minutos antes del comienzo–, nos ayudará a prepararnos mejor y será una delicada atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con quienes van a participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de una importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa Misa.

La participación interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras que nuestra piedad nos sugiera.

Nuestra participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta oración, «en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no solo eso; ella es también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración personal... Sin una propia íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa, participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar, respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo»6. De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su momento culminante. «El efecto propio de este sacramento –enseña Santo Tomas de Aquino– es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí»7.

III. Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.

»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: esa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario»8. De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale fortalecido.

Los minutos de acción de gracias después de la Misa completarán esos momentos tan importantes del día, y tendrán una influencia directa en el trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca será un acto aislado; será alimento de todas nuestras acciones y les dará unas características peculiares...

Y en la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. «¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio sin recordar e invocar a la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el sacerdocio de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para siempre al ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario, está presente en la Misa, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a Jesús por medio de Nuestra Señora»9. Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.

26 de junio de 2019

SAN JOSEMARIA

— Llamada universal a la santidad.
— Filiación divina. Omnia in bonum!
— Apostolado. Trascendencia de nuestra vida.
IOs daré pastores conforme a mi corazón, que os apacentarán con ciencia y experiencia(Antífona de entrada).
El Señor ha querido dar a su Iglesia a San Josemaría como un buen pastor conforme a su corazón, para recordar a todos los hombres que somos llamados por Dios a ser santos, a una amistad creciente con Él. Esta cercanía con el Señor se traduce en un deseo ardiente de acercar a muchos a Cristo, para que le amen y le sirvan en la entraña misma de la sociedad. A todos nos pide Dios convertir nuestras ocupaciones ordinarias en medio y camino que nos lleve a Él: la familia, el trabajo, la amistad, el deporte, el dolor y la enfermedad, los éxitos y los fracasos... Del mismo modo, nos pide el Señor a todos señalar el camino de santidad a otros, con el ejemplo y la palabra. Este fue el mensaje fundamental de este Santo sacerdote, fundador del Opus Dei.
El que escribe estas líneas pudo oír de sus labios comentar aquel mandato del Señor: Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Nos decía, con una convicción profunda, que Dios nos quería santos no a pesar del trabajo en medio del mundo, de las dificultades..., sino a través de esas realidades. Nos inculcaba que para todos, cada uno según sus propias circunstancias, tiene el Señor grandes planes. El Maestro llama a la santidad sin distinción de edad, profesión, raza o condición social. Todos podemos y debemos ser seguidores de Cristo, con una llamada personal y única. Dios nos escogió para ser santos y sin mancha en su presencia.
Esta doctrina de la llamada universal de todos los bautizados a la santidad y a la santificación del trabajo profesional en la vida ordinaria, fue, por inspiración divina, uno de los puntos centrales de su mensaje espiritual. Volvió a recordar en nuestro tiempo que el cristiano, por su Bautismo, está llamado a la plenitud de la vida cristiana.
El Concilio Vaticano II declaró para toda la Iglesia esta «vieja y nueva» doctrina evangélica: «Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el mismo Padre es perfecto». Todos y cada uno de los fieles. Nosotros y quienes nos rodean.
Llama el Señor a los cristianos que están en medio del mundo en plena ocupación profesional, para que allí le encuentren, realizando aquella tarea según el espíritu de Jesucristo; es decir, con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, viviendo la caridad con las personas que tratan, con espíritu de servicio..., y así contribuir a la santificación del mundo.
Hoy podemos preguntarnos en nuestra oración ante el Señor si le damos gracias con frecuencia por esta llamada a seguirle de cerca, si estamos correspondiendo a las gracias recibidas mediante una lucha ascética clara y vibrante por adquirir las virtudes, si estamos vigilantes para rechazar todo aburguesamiento, que enflaquece los deseos de santidad y deja el alma sumida en la mediocridad espiritual y en la tibieza. No basta con querer ser buenos; el Señor nos pide que nos esforcemos decididamente por ser santos. Hoy puede ser un buen día para recomenzar en nuestro camino hacia el Señor.
IISabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, leemos en la segunda lectura de su Misa.
El sentido de la filiación divina nos ayuda a descubrir que todos los acontecimientos de nuestra vida son dirigidos, o permitidos para nuestro bien, para nuestra santidad, por la amabilísima Voluntad de Dios. Él, que es nuestro Padre, nos concede lo que más nos conviene y espera que sepamos ver su amor paternal tanto en los acontecimientos favorables como en los adversos. Este espíritu de confianza en Dios, de filiación, estuvo siempre en el núcleo de las enseñanzas de San Josemaría, «el santo de lo normal», como lo calificó Juan Pablo II.
El que ama a Dios con obras sabe que, pase lo que pase, todo será para bien, si no busca más que la gloria de Dios. Y, precisamente porque ama, pone los medios para que el resultado sea bueno. Y, después, se abandona en Dios y descansa en su providencia amorosa. Ante los acontecimientos en los que nada podemos hacer, diremos en la intimidad de nuestro corazón: Omnia in bonum, todo es para bien. Era esta una jaculatoria que San Josemaría empleó en muchas ocasiones: resuena aún en mis oídos. Expresaba su confianza en Dios Padre, fundamento de su vida y de sus enseñanzas.
Con esta convicción, también nosotros viviremos con optimismo y esperanza y superaremos así muchas dificultades en nuestro camino de santidad: «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.
»Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!»5.
Omnia in bonum! ¡Todo es para bien! Todo lo podemos convertir en algo agradable a Dios, y en bien del alma. Esta expresión, que resume la de San Pablo, puede servirnos para repetirla a modo de jaculatoria, como una pequeña oración, que nos dará paz en momentos difíciles.
III. El Evangelio de la Misa nos muestra a Jesús junto al lago de Genesaret con una gran muchedumbre que deseaba oír la Palabra de Dios. Pedro y sus compañeros de trabajo lavaban las redes después de bregar una noche sin pescar nada. Y Jesús, que quiere meterse hondamente en el alma de Simón, le pidió la barca y le rogó que la apartase un poco de tierra.
Cuando terminó de hablar, Jesús dijo a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Quizá han terminado de limpiar las redes de las algas y del fango del lago. Todo invita a la excusa: el cansancio, las redes lavadas y preparadas para la noche siguiente, la inoportunidad de la hora... Pero la mirada de Jesús, el modo imperativo y a la vez amable de dar la orden, el supremo atractivo que Cristo ejerce sobre las almas nobles... llevaron a Pedro a embarcarse de nuevo. El único motivo de echarse al agua con las barcas es Jesús: Maestro –le dice Pedro–, hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado; pero no obstante, sobre tu palabra echaré las redesIn verbo autem tuo..., sobre tu palabra. Esta es la gran razón de los santos, la que movió a San Josemaría en todos los momentos de su vida. In verbo autem tuo... En tu palabra; porque Tú lo quieres, porque esa es Tu voluntad...
Si en alguna ocasión aparece esa fatiga peculiar que origina el no ver frutos en la vida interior personal o en el apostolado, en la familia, cuando encontramos motivos humanos para abandonar la tarea, debemos oír la voz de Jesús que nos dice: Duc in altum, guía mar adentro, deja la orilla, recomienza de nuevo, vuelve a empezar... en mi Nombre.
¡Cuántas veces nos dijo San Josemaría que en la vida interior, en el apostolado habíamos de estar siempre recomenzando! El secreto de la victoria definitiva está en saber «volver a empezar», en intentarlo una vez más con la ayuda de la gracia, acudiendo con más confianza a la intercesión de la Virgen, que es garantía de que todo saldrá adelante.
Pedro se adentró en el lago con Jesús en su barca y pronto se dio cuenta de que las redes se llenaban de peces; tantos, que parecía que se iban a romper. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran y les ayudasen. Vinieron y llenaron las dos barcas de modo que casi se hundían. Dios premia siempre, con frutos incontables, el deseo de hacer su voluntad.
Así ha sucedido con el Opus Dei, que San Josemaría fundó por inspiración divina el 2 de octubre de 1928. Su fe operativa consiguió, con la ayuda del Señor, que se removiesen los obstáculos que se levantaban. Será también nuestra fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios, con la ayuda de la gracia y la intercesión de la Virgen, la que vencerá los obstáculos que podamos encontrar en nuestra vida, en el apostolado, en el ambiente...También nosotros podremos decir: Omnia possum in eo qui me confortat!, ¡todo lo puedo en Aquel que me conforta! Y «para cumplir una misión tan comprometedora, es necesario un incesante crecimiento interior, alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, a la que consideraba como una extraordinaria «arma» para redimir el mundo (...). Este es el fondo, el secreto de la santidad y del auténtico éxito de los santos».
Después de aquel milagro, Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora serán hombres los que has de pescar. Pedro y quienes le habían acompañado en la pesca, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Jesús comenzó pidiendo a Pedro una barca y se quedó con su vida. Algo parecido a lo que hizo con nosotros. El Apóstol dejaría tras de sí una huella imborrable en tantas almas que Cristo mismo puso a su alcance. Comenzó correspondiendo en lo pequeño y el Señor le manifestó los grandes planes que para él, pobre pescador de Galilea, tenía desde la eternidad. Nunca pudo sospechar la trascendencia y el valor de su vida. Miles y miles de personas encendieron su fe en la de aquellos que siguieron a Jesús, y muy particularmente en la de Pedro, que sería la roca, el cimiento inconmovible de la Iglesia.
La correspondencia fiel de San Josemaría, tuvo unas consecuencias insospechadas en pocos años: gracias a su oración y mortificación, y al influjo espiritual, miles de personas de los cinco continentes de toda condición social han dedicado su vida, en las circunstancias ordinarias, a seguir de cerca al Señor al servicio de la Iglesia y de todas las almas. La Prelatura del Opus Dei es como un río de paz para tantas personas en medio del mundo, en la entraña misma de la sociedad.
Tampoco nosotros podemos sospechar las consecuencias de nuestro seguimiento fiel a Cristo. Cada vez nos pide más correspondencia a lo que, de modo diferente, nos va manifestando. Si somos fieles, un día nos hará contemplar el Señor la trascendencia de nuestro seguirle con obras:
«Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. -Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y este, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?».
No pongamos límites al Señor, como no los puso Pedro, ni los santos, ni tampoco San Josemaría, cuya fiesta litúrgica celebramos hoy.
Nuestra Madre Santa María, Stella maris, Estrella del mar, nos enseñará a ser generosos con el Señor cuando nos pida prestada una barca y cuando quiera que le demos la vida entera. Ninguna condición hemos puesto para seguirle.
Nació en Barbastro (España) el 9-I-1902 y murió en Roma, en olor de santidad, el 26-VI-1975. Ordenado sacerdote el 28-III-1925, comenzó su labor pastoral en parroquias rurales, continuando después en las barriadas pobres y hospitales de Madrid, entre estudiantes universitarios y personas de toda clase y condición. El 2-X-1928, Dios le hizo ver un camino de santidad para cristianos corrientes que viven en medio del mundo, al que llamó más tarde Opus Dei. Contó desde el principio con la aprobación de la autoridad diocesana, y, desde 1943, también con la aprobación de la Santa Sede. A partir de 1928, la vida de San Josemaría Escrivá coincide con la historia y el desarrollo del Opus Dei. El camino jurídico de esta institución llegó al término deseado por su Fundador solo después de su muerte, el 28-XI-1982, cuando Su Santidad Juan Pablo II lo erigió en Prelatura personal.
Entre sus escritos de espiritualidad publicados se cuentan: CaminoSanto RosarioEs Cristo que pasaAmigos de DiosVía CrucisSurco, Forja. Han sido traducidos a numerosos idiomas, y frecuentemente citados en estos volúmenes de Hablar con Dios.

25 de junio de 2019

CAMINO ESTRECHO

— El camino que conduce al Cielo es estrecho. Templanza y mortificación.
— Lucha contra la comodidad y el aburguesamiento.
— Algunos ejemplos de templanza y de mortificación.
I. Mientras iban de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?. Jesús no le contestó directamente, sino que le dijo: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Y en el Evangelio de la Misa de hoy San Mateo nos ha dejado esta exclamación del Señor: ¡Qué angosta es la puerta, y qué estrecha la senda que conduce a la vida, y qué pocos son los que atinan con ella!.
La vida es como un camino que acaba en Dios, un camino corto. Importa sobre todo que, al llegar, se nos abra la puerta y podamos entrar: «caminamos peregrinos hacia la consumación de la historia humana. Dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras... (Apoc 22, 12-13)».
Dos sendas, dos actitudes en la vida. Buscar lo más cómodo y placentero, regalar el cuerpo y huir del sacrificio y de la penitencia; o bien, buscar la voluntad de Dios aunque cueste, tener los sentidos guardados y el cuerpo sujeto. Vivir como peregrinos que llevan lo justo y se entretienen poco en las cosas porque van de paso, o quedar anclados en la comodidad, el placer o los bienes temporales utilizados como fines y no como simples medios.
Un camino conduce al Cielo; el otro, a la perdición, y son muchos los que andan por él. Con frecuencia nos hemos de preguntar por dónde caminamos nosotros y a dónde vamos. ¿Nos dirigimos derechamente al Cielo, aunque no falten derrotas y flaquezas? ¿Es el camino estrecho por el que andamos? ¿Vivimos habitualmente la templanza y la mortificación, pequeños sacrificios, pequeños pero reales? ¿A dónde vamos nosotros? ¿Cuál es realmente el fin de nuestros actos?
«Si miramos las cosas, no como una pura teoría, sino con referencia a la vida, quizá sea posible entenderlo mejor. Si un universitario quiere ser médico no se matricula en Filología Románica... En realidad, si un estudiante se matricula en Filología Románica está demostrando que lo que de verdad quiere es ser filólogo, no médico, a pesar de cuanto se diga (...). Y ello es así porque cuando se quiere algo hay que elegir los medios adecuados (...). Si uno quiere ir a su propio hogar y deliberadamente elige el camino que conduce a la casa de su enemigo, lo que sin duda está queriendo es ir a donde, según dice, no desea». Y si diera la razón de que ha elegido ese determinado camino porque es más cómodo, entonces lo que de verdad le importa es el camino, no el fin al que este le conduce.
Muchos viven persiguiendo fines inmediatos, sin orientar su vida al fin último, Dios, que debe determinarlo todo. Pero no olvidemos que, para conseguirlo, «cada día un poco más –igual que al tallar una piedra o una madera–, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones (...)».
II. El hombre tiende a ir por la senda ancha, aunque posea pocos bienes, y por el camino cómodo de la vida. Prefiere también una puerta ancha, que no conduce al Cielo: con frecuencia se abalanza sin medida sobre las cosas, sin regla ni templanza.
La senda que nos señala el Señor es alegre, pero es, a la vez, de cruz y de sacrificio, de templanza y de mortificación. Si alguno quiere venir en pos de mí, que tome su cruz, cada día, y me siga. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto.
Nos es necesaria la templanza en esta vida para poder entrar en la otra. Se nos pide a los cristianos estar desprendidos de los bienes que tenemos y usamos, evitar la solicitud desmedida, prescindir de lo superfluo y, en lo necesario, poner mortificación, que garantiza la rectitud de intención. No podemos ser como esos hombres que «parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista». Ponen los medios materiales como fin de sus vidas; piensan que su felicidad está en ellos y se llenan de ansiedad por adquirirlos, olvidando fácilmente que su vida es un camino hacia Dios. Solo eso: un camino hacia Dios. Estad vigilantes, nos previene el Señor, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vidaTened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas.
En la senda ancha de la comodidad, el confort y la falta de mortificación, las gracias que Dios nos da quedan agostadas y sin fruto. Ocurre como con la semilla caída entre espinas: se ahoga a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres y no llega a dar fruto. La sobriedad, por el contrario, facilita el trato con Dios, pues «con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto».
Nos dirigimos a Dios deprisa, y lo único verdaderamente importante es no equivocar el camino. ¿Estamos nosotros en el camino bueno, el del sacrificio y la penitencia, el de la alegría y la entrega a los demás? ¿Luchamos decididamente, con obras, contra los deseos de comodidad que continuamente nos acechan?
III. En medio de un ambiente con frecuencia materialista, la templanza es de gran eficacia apostólica. Es uno de los ejemplos más atrayentes de la vida cristiana. Donde quiera que nos encontremos debemos de esforzarnos para dar siempre ese ejemplo, que se manifestará con sencillez en nuestro comportamiento. Para muchos, la ejemplaridad de un cristiano ha sido el comienzo de un verdadero encuentro con el Señor.
Una vida sobria es una vida mortificada y alegre. La mortificación la encontraremos frecuentemente en cosas pequeñas que mantienen el cuerpo sujeto a la razón y disponen al alma para entender las cosas de Dios. Así, la mortificación interior, por una parte, lleva al control de la imaginación y de la memoria, alejando pensamientos y recuerdos inútiles o inconvenientes; y se manifiesta también en la mortificación de la lengua: evitando, por ejemplo, conversaciones inútiles y frívolas, murmuraciones, etc.
Para caminar por la senda estrecha de la templanza hemos de practicar también la mortificación de los sentidos externos: la vista, el oído, el gusto... «Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición». Un poco menos de lo justo en comodidad, en caprichos, etc. Mortificaciones, en fin, en nuestra vida de cada día: «en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia...».
La senda estrecha pasa por todas las actividades del cristiano: desde las comodidades del hogar, hasta el uso de los instrumentos de trabajo y el modo de divertirse. En el descanso, por ejemplo, no es preciso realizar grandes gastos, ni dedicar excesivas horas al deporte en perjuicio de otros quehaceres. También da ejemplo de austeridad y de templanza quien sabe hacer uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de confort que ofrece la técnica.
El camino estrecho es seguro y es amable. Y en medio de esa vida, que tiene un cierto tono austero y sacrificado, encontramos la alegría, porque la «Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también. La Virgen Santa te alcanzará la fortaleza que necesitas para marchar con decisión tras los pasos de su Hijo».

23 de junio de 2019

SAN JUAN BAUTISTA


— La misión del Bautista.
— Nuestro cometido es llevar a los demás a Cristo.
— Oportet illum crescere... Conviene que Cristo crezca .
ISurgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía para dar testimonio de la luz y preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto.
Hace notar San Agustín que «la Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único cuyo nacimiento festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo». Es el último Profeta del Antiguo Testamento y el primero que señala al Mesías. Su nacimiento, cuya Solemnidad celebramos, «fue motivo de gozo para muchos», para todos aquellos que por su predicación conocieron a Cristo; fue la aurora que anuncia la llegada del día. Por eso, San Lucas resalta la época de su aparición, en un momento histórico bien concreto: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea.... Juan viene a ser la línea divisoria entre los dos Testamentos. Su predicación es el comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios, y su martirio habrá de ser como un presagio de la Pasión del Salvador. Con todo, «Juan era una voz pasajera; Cristo, la Palabra eterna desde el principio».
Los cuatro Evangelistas no dudan en aplicar a Juan el bellísimo oráculo de lsaías: He aquí que yo envío a mi mensajero, para que te preceda y prepare el camino. Voz que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. El Profeta se refiere en primer lugar a la vuelta de los judíos a Palestina, después de la cautividad de Babilonia: ve a Yahvé como rey y redentor de su pueblo, después de tantos años en el destierro, caminando a la cabeza de ellos, por el desierto de Siria, para conducirlos con mano segura a la patria. Le precede un heraldo, según la antigua costumbre de Oriente, para anunciar su próxima llegada y hacer arreglar los caminos, de los que, en aquellos tiempos, nadie solía cuidar, a no ser en circunstancias muy relevantes. Esta profecía, además de haberse realizado en la vuelta del destierro, había de tener un significado más pleno y profundo en un segundo cumplimiento al llegar los tiempos mesiánicos. También el Señor había de tener su heraldo en la persona del Precursor, que iría delante de Él, preparando los corazones a los que había de llegar el Redentor.
Contemplando hoy, en la Solemnidad de su nacimiento, la gran figura del Bautista que tan fielmente llevó a cabo su cometido, podemos pensar nosotros si también allanamos el camino al Señor para que entre en las almas de amigos y parientes que aún están lejos de Él, para que se den más los que ya están próximos. Somos los cristianos como heraldos de Cristo en el mundo de hoy. «El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».
II. La misión de Juan se caracteriza sobre todo por ser el Precursor, el que anuncia a otro: vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino el que había de dar testimonio de la luz. Así consigna en el inicio de su Evangelio aquel discípulo que conoció a Jesús gracias a la preparación y a la indicación expresa que recibió del Bautista: Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. ¡Qué gran recuerdo y qué inmenso agradecimiento tendría San Juan Apóstol cuando, casi al final de su vida, rememora en su Evangelio aquel tiempo junto al Bautista, que fue instrumento del Espíritu Santo para que conociera a Jesús, su tesoro y su vida!
La predicación del Precursor estaba en perfecta armonía con su vida austera y mortificada: Haced penitencia –clamaba sin descanso–, porque está cerca el reino de los Cielos. Semejantes palabras, acompañadas de su vida ejemplar, causaron una gran impresión en toda la comarca, y pronto se rodeó de un numeroso grupo de discípulos, dispuestos a oír sus enseñanzas. Un fuerte movimiento religioso conmovió a toda Palestina. Las gentes, como ahora, estaban sedientas de Dios, y era muy viva la esperanza del Mesías. San Mateo y San Marcos refieren que acudían de todos los lugares: de Jerusalén y de todos los demás pueblos de Judea; también llegaban gentes de Galilea, pues Jesús encontró allí sus primeros discípulos, que eran galileos. Ante los enviados del Sanedrín, Juan se da a conocer con las palabras de Isaías: Yo soy la voz que clama.
Con su vida y con sus palabras Juan dio testimonio de la verdad; sin cobardías ante los que ostentaban el poder, sin conmoverse por las alabanzas de las multitudes, sin ceder a la continua presión de los fariseos. Dio su vida defendiendo la ley de Dios contra toda conveniencia humana: no te es lícito tener por mujer a la esposa de tu hermano, reprochaba a Herodes.
Poca era la fuerza de Juan para oponerse a los desvaríos del tetrarca, y limitado el alcance de su voz para preparar al Mesías un pueblo bien dispuesto. Pero la palabra de Dios tomaba fuerza en sus labios. En la Segunda lectura de la Misa la liturgia aplica al Bautista las palabras del Profeta: Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba. Y mientras Isaías piensa: en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas, el Señor le dice: te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
El Señor quiere que le manifestemos en nuestra conducta y en nuestras palabras allí donde se desenvuelve diariamente el trabajo, la familia, las amistades..., en el comercio, en la Universidad, en el laboratorio..., aunque parezca que ese apostolado no es de mucho alcance. Es la misma misión de Juan la que el Señor nos encomienda ahora, en nuestros días: preparar los caminos, ser sus heraldos, los que le anuncian a otros corazones. La coherencia entre la doctrina y la conducta es la mejor prueba de la convicción y de la validez de lo que proclamamos; es, en muchas ocasiones, la condición imprescindible para hablar de Dios a las gentes.
III. La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano, cuando llega el que es anunciado. «Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo– que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos». Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la humildad y el desprendimiento. De los doce Apóstoles, cinco, según mención expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación. En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ese es el tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes, su predicación..., habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos pensaran que quizá Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan solo desea la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua, símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes esperaban al Mesías. El Bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que purifica como lo hace el fuego.
Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. Algo parecido nos pide a nosotros el Señor: pasar ocultos haciendo el bien, cumpliendo con perfección nuestras obligaciones.
Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él... Es necesario que Él crezca y que yo disminuyaOportet illum crescere, me autem minui: conviene que Él crezca y que yo disminuya. Esta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet illum crescere... Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible.
Pidámosle al Señor, con el poeta: «Que yo sea como una flauta de caña, simple y hueca, donde solo suenes tú. Ser, nada más, la voz de otro que clama en el desierto». Ser tu voz, Señor, en medio del mundo, en el ambiente y en el lugar en el que has querido que transcurra mi existencia.
NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA
Este es el único santo al cual se le celebra la fiesta el día de su nacimiento.
San Juan Bautista nació seis meses antes de Jesucristo (de hoy en seis meses - el 24 de diciembre - estaremos celebrando el nacimiento de nuestro Redentor, Jesús).
El capítulo primero del evangelio de San Lucas nos cuenta de la siguiente manera el nacimiento de Juan: Zacarías era un sacerdote judío que estaba casado con Santa Isabel, y no tenían hijos porque ella era estéril. Siendo ya viejos, un día cuando estaba él en el Templo, se le apareció un ángel de pie a la derecha del altar.
Al verlo se asustó, mas el ángel le dijo: "No tengas miedo, Zacarías; pues vengo a decirte que tú verás al Mesías, y que tu mujer va a tener un hijo, que será su precursor, a quien pondrás por nombre Juan. No beberá vino ni cosa que pueda embriagar y ya desde el vientre de su madre será lleno del Espíritu Santo, y convertirá a muchos para Dios".
Pero Zacarías respondió al ángel: "¿Cómo podré asegurarme que eso es verdad, pues mi mujer ya es vieja y yo también?".
El ángel le dijo: "Yo soy Gabriel, que asisto al trono de Dios, de quien he sido enviado a traerte esta nueva. Mas por cuanto tú no has dado crédito a mis palabras, quedarás mudo y no volverás a hablar hasta que todo esto se cumpla".
Seis meses después, el mismo ángel se apareció a la Santísima Virgen comunicándole que iba a ser Madre del Hijo de Dios, y también le dio la noticia del embarazo de su prima Isabel.
Llena de gozo corrió a ponerse a disposición de su prima para ayudarle en aquellos momentos. Y habiendo entrado en su casa la saludó. En aquel momento, el niño Juan saltó de alegría en el vientre de su madre, porque acababa de recibir la gracia del Espíritu Santo al contacto del Hijo de Dios que estaba en el vientre de la Virgen.
También Santa Isabel se sintió llena del Espíritu Santo y, con espíritu profético, exclamó: "Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde me viene a mí tanta dicha de que la Madre de mi Señor venga a verme? Pues en ese instante que la voz de tu salutación llegó a mis oídos, la criatura que hay en mi vientre se puso a dar saltos de júbilo. ¡Oh, bienaventurada eres Tú que has creído! Porque sin falta se cumplirán todas las cosas que se te han dicho de parte del Señor". Y permaneció la Virgen en casa de su prima aproximadamente tres meses; hasta que nació San Juan.
De la infancia de San Juan nada sabemos. Tal vez, siendo aún un muchacho y huérfano de padres, huyó al desierto lleno del Espíritu de Dios porque el contacto con la naturaleza le acercaba más a Dios. Vivió toda su juventud dedicado nada más a la penitencia y a la oración.
Como vestido sólo llevaba una piel de camello, y como alimento, aquello que la Providencia pusiera a su alcance: frutas silvestres, raíces, y principalmente langostas y miel silvestre. Solamente le preocupaba el Reino de Dios.
Cuando Juan tenía más o menos treinta años, se fue a la ribera del Jordán, conducido por el Espíritu Santo, para predicar un bautismo de penitencia.
Juan no conocía a Jesús; pero el Espíritu Santo le dijo que le vería en el Jordán, y le dio esta señal para que lo reconociera: "Aquel sobre quien vieres que me poso en forma de paloma, Ese es".
Habiendo llegado al Jordán, se puso a predicar a las gentes diciéndoles: Haced frutos dignos de penitencia y no estéis confiados diciendo: Tenemos por padre a Abraham, porque yo os aseguro que Dios es capaz de hacer nacer de estas piedras hijos de Abraham. Mirad que ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego".
Y las gentes le preguntaron: "¿Qué es lo que debemos hacer?". Y contestaba: "El que tenga dos túnicas que reparta con quien no tenga ninguna; y el que tenga alimentos que haga lo mismo"…
"Yo a la verdad os bautizo con agua para moveros a la penitencia; pero el que ha de venir después de mí es más poderoso que yo, y yo no soy digno ni siquiera de soltar la correa de sus sandalias. El es el que ha de bautizaros en el Espíritu Santo…"
Los judíos empezaron a sospechar si el era el Cristo que tenía que venir y enviaron a unos sacerdotes a preguntarle "¿Tu quién eres?" El confesó claramente: "Yo no soy el Cristo" Insistieron: "¿Pues cómo bautizas?" Respondió Juan, diciendo: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis. El es el que ha de venir después de mí…"
Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser bautizado. Juan se resistía a ello diciendo: "¡Yo debo ser bautizado por Ti y Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús, diciendo: "Déjame hacer esto ahora, así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia". Entonces Juan condescendió con El.
Habiendo sido bautizado Jesús, al momento de salir del agua, y mientras hacía oración, se abrieron los cielos y se vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y permaneció sobre El. Y en aquel momento se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias".
Al día siguiente vio Juan a Jesús que venía a su encuentro, y al verlo dijo a los que estaban con él: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquél de quien yo os dije: Detrás de mí vendrá un varón, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo".
Entonces Juan atestiguó, diciendo: "He visto al Espíritu en forma de paloma descender del cielo y posarse sobre El. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquél sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y posa sobre El, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que El es el Hijo de Dios".
Herodías era la mujer de Filipo, hermano de Herodes. Herodías se divorció de su esposo y se casó con Herodes, y entonces Juan fue con él y le recriminó diciendo: "No te es lícito tener por mujer a la que es de tu hermano"; y le echaba en cara las cosas malas que había hecho.
Entonces Herodes, instigado por la adúltera, mandó gente hasta el Jordán para traerlo preso, queriendo matarle, mas no se atrevió sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía, pues estaba muy perplejo y preocupado por lo que le decía.
Herodías le odiaba a muerte y sólo deseaba encontrar la ocasión de quitarlo de en medio, pues tal vez temía que a Herodes le remordiera la conciencia y la despidiera siguiendo el consejo de Juan.
Sin comprenderlo, ella iba a ser la ocasión del primer mártir que murió en defensa de la indisolubilidad del matrimonio y en contra del divorcio.
Estando Juan en la cárcel y viendo que algunos de sus discípulos tenían dudas respecto a Jesús, los mandó a El para que El mismo los fortaleciera en la fe.
Llegando donde El estaba, le preguntaron diciendo: "Juan el Bautista nos ha enviado a Ti a preguntarte si eres Tú el que tenía que venir, o esperamos a otro".
En aquel momento curó Jesús a muchos enfermos. Y, respondiendo, les dijo: "Id y contad a Juan las cosas que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio…"
Así que fueron los discípulos de Juan, empezó Jesús a decir: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Alguna caña sacudida por el viento? o ¿Qué salisteis a ver? ¿Algún profeta? Si, ciertamente, Yo os lo aseguro; y más que un profeta. Pues de El es de quien está escrito: Mira que yo te envío mi mensajero delante de Ti para que te prepare el camino. Por tanto os digo: Entre los nacidos de mujer, nadie ha sido mayor que Juan el Bautista…"
Llegó el cumpleaños de Herodes y celebró un gran banquete, invitando a muchos personajes importantes. Y al final del banquete entró la hija de Herodías y bailó en presencia de todos, de forma que agradó mucho a los invitados y principalmente al propio Herodes.
Entonces el rey juró a la muchacha: "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino".
Ella salió fuera y preguntó a su madre: "¿Qué le pediré?" La adúltera, que vio la ocasión de conseguir al rey lo que tanto ansiaba, le contestó: "Pídele la cabeza de Juan el Bautista". La muchacha entró de nuevo y en seguida dijo al rey: "Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista".
Entonces se dio cuenta el rey de su error, y se puso muy triste porque temía matar al Bautista; pero a causa del juramento, no quiso desairarla, y, llamando a su guardia personal, ordenó que fuesen a la cárcel, lo decapitasen y le entregaran a la muchacha la cabeza de Juan en la forma que ella lo había solicitado.
Juan Bautista: pídele a Jesús que nos envíe muchos profetas y santos como tú.
FUENTE: www.ewtn.com