"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de febrero de 2020

SALVAR LO PERDIDO

— Jesús viene como Médico para sanarnos.
— Eficacia del sacramento de la Penitencia.
— Esperanza en el Señor ante las propias flaquezas. 

I. El Evangelio de la Misa1 nos narra la vocación de Mateo: su llamada por el Señor y la pronta respuesta del recaudador de tributos. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.

El nuevo apóstol quiso mostrar su agradecimiento a Jesús con un convite que San Lucas califica de grande. Estaban sentados a la mesa gran número de recaudadores y otros. Allí estaban todos sus amigos.

Los fariseos se escandalizaron. Les preguntaban a los discípulos: ¿cómo es que coméis y bebéis con publicanos y con pecadores? Los publicanos eran considerados como pecadores, por los beneficios desorbitados que podían obtener en su profesión y por las relaciones que mantenían con los gentiles.

Jesús replicó a los fariseos con estas consoladoras palabras: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan2.

Jesús viene a ofrecer su reino a todos los hombres, su misión es universal. «El diálogo de salvación no quedó condicionado por los méritos de aquellos a quienes se dirigía, se abrió para todos los hombres sin discriminación alguna...»3.

Jesús viene para todos, pues todos andamos enfermos y somos pecadores, nadie es bueno, sino uno, Dios4. Todos debemos acudir a la misericordia y al perdón de Dios para tener vida5 y alcanzar la salvación. La humanidad no está dividida en dos bloques: quienes ya están justificados por sus fuerzas, y los pecadores. Todos necesitamos, cada día, del Señor. Quienes piensan que no tienen necesidad de Dios no alcanzan la salud, siguen en su muerte o en su enfermedad.

Las palabras del Señor que se nos presenta como Médico nos mueven a pedir perdón con humildad y confianza por nuestros pecados y también por los de aquellas personas que parecen querer seguir viviendo alejados de Dios. Le decimos hoy, con Santa Teresa: «¡Oh qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar a los pecadores. Éstos, Señor son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros, resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra»6. Si acudimos así a Jesús, con humildad, siempre tendrá misericordia de nosotros y de aquellos a quienes procuramos acercar a Él.

II. En el Antiguo Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir para cuidar con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y enfermas7. Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los pecadores, a dar su vida como rescate por muchos8. Fue Él, según se había profetizado, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido curados9.

Cristo es el remedio de nuestros males: todos andamos un poco enfermos y por eso tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma»10. Debemos ir a Él como el enfermo va al médico, diciendo la verdad de lo que pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza, siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor. Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»11.

Unas veces, el Señor actuará directamente en nuestra alma: Quiero, sé limpio12, sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones, y siempre que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los sacerdotes13, al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra siempre la medicina oportuna.

«Reflexionando sobre la función de este sacramento –dice el Papa Juan Pablo II–, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio..., un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como Médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis. “Yo quiero curar, no acusar” –decía San Agustín refiriéndose a la práctica pastoral penitencial–, y, gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia del pecado no degenera en desesperación»14. Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.

Contamos siempre con el aliento y la ayuda del Señor para volver y recomenzar. Él es quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»15. No solo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se levanta. Lo malo no es tener defectos –porque defectos tenemos todos–, sino pactar con ellos, no luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a luchar.

III. Si alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras palabras de Jesús: Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Todo tiene remedio. Él está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente en esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las miserias. Basta ser sincero de verdad.

No lo olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro apostolado personal nos pareciera que alguien tiene una enfermedad del alma sin aparente solución. Sí la hay, siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más oración y mortificación, más comprensión y cariño.

«Se curarán todas tus enfermedades –dice San Agustín–. “Pero es que son muchas”, dirás. Más poderoso es el Médico. Para el Todopoderoso no hay enfermedad insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus manos»16.

Debemos llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas que le rodeaban. Como acudían los ciegos, los cojos, los paralíticos..., que deseaban ardientemente su curación. Solo aquel que se sabe y se siente manchado experimenta la necesidad profunda de quedar limpio; solamente quien es consciente de sus heridas y de sus llagas experimenta la urgencia de ser curado. Hemos de sentir la inquietud por curar aquellos puntos que nuestro examen de conciencia general o particular nos enseña que deben ser sanados.

Mateo dejó aquel día su antigua vida para recomenzar otra nueva junto a Cristo. Hoy podemos hacer nuestra esta oración de San Ambrosio: «También yo como él quiero dejar mi antigua vida y no seguir a otro más que a ti, Señor, que curas mis heridas. ¿Quién podrá separarme del amor a Dios que se manifiesta en ti?... Estoy atado a la fe, clavado en ella; estoy atado por los santos vínculos del amor. Todos tus mandamientos serán como un cauterio que tendré siempre adherido a mi cuerpo...; la medicina escuece, pero aleja la infección de la llaga. Corta, pues, Señor Jesús, la podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes unido con los vínculos del amor, corta cuanto esté infecto. Ven pronto a sajar las pasiones escondidas, secretas y múltiples; saja la herida, no sea que la enfermedad se propague a todo el cuerpo.

»He hallado un médico que habita en el Cielo, pero que distribuye sus medicinas en la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, porque no las padece; solo Él puede quitar del corazón la pena y del alma el temor, porque conoce las cosas más íntimas»17.

Muchos de los amigos de Mateo que estuvieron con Jesús en aquel banquete se sentirían acogidos y comprendidos por el trato amable del Señor. Tendría con ellos, sin duda, singulares muestras de amistad. Más tarde, se convertirían a Él de todo corazón y aceptarían plenamente su doctrina, que les obligaba a cambiar de vida en muchos puntos. Formarían parte de la primitiva comunidad de cristianos en Palestina. Los amigos de Mateo encontraron al Maestro en un banquete. Jesús aprovechó siempre cualquier circunstancia para llevar a las gentes a la salvación. También en esto debemos imitarle en nuestro apostolado personal.

28 de febrero de 2020

TIEMPO DE PENITENCIA


— El ayuno y otras muestras de penitencia en la predicación de Jesús.
— Contemplar la Humanidad Santísima del Señor en el Vía Crucis. 
— La fuente de las mortificaciones pequeñas en la tarea cotidiana. 

I. Narra el Evangelio de la Misa que los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a Jesús: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?

El ayuno era, entonces y siempre, una muestra más del espíritu de penitencia que Dios pide al hombre. «En el Antiguo Testamento se descubre, cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y el abandono en Dios». Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios: el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y de abandono totales. En la Sagrada Escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil, para implorar el perdón de una culpa, obtener el cese de una calamidad, conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión, prepararse al encuentro con Dios, etc.

Juan el Bautista, conocedor de los frutos del ayuno, enseñó a sus discípulos la importancia y la necesidad de esta práctica de penitencia. En esto coincidía con los fariseos piadosos y amantes de la Ley, a quienes les sorprende que Jesús no lo haya inculcado a los Apóstoles. Pero el Señor sale en defensa de los suyos: ¿Acaso los amigos del esposo pueden andar afligidos mientras el esposo está con ellos?. El esposo, según los Profetas, es el mismo Dios que manifiesta su amor a los hombres.

Cristo declara aquí, una vez más, su divinidad y llama a sus discípulos los amigos del esposo, sus amigos. Están con Él y no necesitan ayunar. Sin embargo, cuando les sea arrebatado el esposo, entonces ayunarán. Cuando Jesús no esté visiblemente presente, será necesaria la mortificación para verle con los ojos del alma.

Todo el sentido penitencial del Antiguo Testamento «no era más que sombra de lo que había de venir. La penitencia –exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas».

La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones del culto acompañadas de ayuno. San Pablo, durante su desbordante labor apostólica, no se contenta con padecer hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos. Y siempre la Iglesia ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, determinando en cada época los días en que los fieles deben ayunar y recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección espiritual.

Pero el ayuno es solo una de las formas de penitencia. Existen otras formas de mortificación corporal que hemos de practicar, que nos facilitan la conversión y la unión con Dios. Podemos preguntarnos hoy cómo vivimos el sentido penitencial en toda nuestra vida, y de modo singular en este tiempo litúrgico de Cuaresma en que nos encontramos.

II. Haced penitencia, dice Jesús al comienzo de su vida pública, como había predicado ya el Bautista, y como luego hicieron los Apóstoles en el comienzo de la Iglesia. Tenemos necesidad de ella para nuestra vida de cristianos, y para reparar por tantos pecados propios y ajenos. Sin un verdadero espíritu de penitencia y de conversión sería imposible el trato con Jesucristo, y nos dominaría el pecado. No debemos rehuirla por miedo, por considerarla inútil, por falta de sentido sobrenatural. «¿Tienes miedo a la penitencia?... A la penitencia, que te ayudará a obtener la vida eterna. —En cambio, por conservar esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil torturas de una cruenta operación quirúrgica?». Rehuir la penitencia significaría también rehuir la santidad y quizá, por sus consecuencias, la misma salvación.

Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con Él. La Cuaresma nos prepara a contemplar los acontecimientos de la Pasión y Muerte de Jesús. Sobre todo, los viernes de Cuaresma, que tienen un recuerdo especial del Viernes Santo en que Cristo consumó la Redención, podemos meditar los acontecimientos de aquel día, que han quedado recogidos en la tradicional devoción del Vía Crucis. Por eso aconseja San Josemaría Escrivá: «El Vía Crucis. —¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. —Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana».

Con esta devoción contemplaremos la Humanidad Santísima de Cristo, que se nos revela sufriendo como hombre en su carne sin perder la majestad de Dios. Acompañando a Jesús por la Vía Dolorosa, podremos revivir aquellos momentos centrales de la Redención del mundo y contemplar a Jesús condenado a muerte que carga con la Cruz (2ª estación) y emprende un camino que también nosotros debemos seguir. Cada vez que Jesús cae al suelo por el peso del madero, hemos de espantarnos, porque son nuestros pecados –los pecados de todos los hombres– los que agobian a Dios; y los deseos de conversión acudirán a nuestro corazón: «La Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor (...). El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados (...). Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre».

La contemplación de esos sufrimientos de Jesús, y las mortificaciones voluntarias que hagamos deseando unirnos al afán redentor de Cristo, aumentarán también nuestro espíritu apostólico en esta Cuaresma. Él dio su Vida para acercar los hombres a Dios.

III. La fuente de las mortificaciones que nos pide el Señor está casi siempre en la tarea cotidiana. Muchas nacen con el día: levantarnos a la hora prevista, venciendo la pereza en este primer momento; la puntualidad; el trabajo bien acabado en los detalles; las molestias del calor o del frío; sonreír, aunque estemos cansados o sin ganas; sobriedad en la comida y bebida; orden y cuidado en las cosas que tenemos y usamos; rendir el propio juicio... Pero para eso es preciso, ante todo, seguir este consejo: «Si de veras deseas ser alma penitente –penitente y alegre–, debes defender, por encima de todo, tus tiempos diarios de oración –de oración íntima, generosa, prolongada–, y has de procurar que esos tiempos no sean a salto de mata, sino a hora fija, siempre que te resulte posible. No cedas en estos detalles.

»Sé esclavo de este culto cotidiano a Dios, y te aseguro que te sentirás constantemente alegre».

Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Entre estas, tienen especial importancia para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón las mortificaciones que hacen referencia a nuestros sentidos internos: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía, y procurando convertirlo en diálogo con Dios, presente en nuestra alma en gracia; también, cuando tendemos a dar muchas vueltas en nuestro interior a un suceso en el que parece que hemos quedado mal, a una pequeña injuria (probablemente hecha sin mala intención) que, si no cortamos a tiempo, el amor propio y la soberbia van haciendo cada vez mayor hasta quitarnos la paz y la presencia de Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento19; también, en muchas ocasiones, rindiendo el juicio, para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. En definitiva, se trata de apartar de nosotros hábitos internos que veríamos mal en un hombre de Dios20, en una mujer de Dios. Decidámonos a acompañar de cerca al Señor en estos días, contemplando su Humanidad Santísima en las escenas del Vía Crucis: ver cómo voluntariamente recorre el camino del dolor por nosotros.

27 de febrero de 2020

LA CRUZ DE CADA DÍA

+ No puede haber un Cristianismo verdadero sin Cruz. 
+ La Cruz en las cosas pequeñas de cada día.
+ Ofrecer las contrariedades. Mortificación.

I. Ayer comenzó la Cuaresma y hoy nos recuerda el Evangelio de la Misa que para seguir a Cristo es preciso llevar la propia Cruz: También les decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame1.

El Señor se dirige a todos y habla de la Cruz de cada día. Estas palabras de Jesús conservan hoy su más pleno valor. Son palabras dichas a todos los hombres que quieren seguirle, pues no existe un Cristianismo sin Cruz, para cristianos flojos y blandos, sin sentido del sacrificio. Las palabras del Señor expresan una condición imprescindible: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo2. «Un Cristianismo del que se pretendiera arrancar la cruz de la mortificación voluntaria y la penitencia, so pretexto de que esas prácticas son residuos oscurantistas, medievalismos impropios de una época humanista, ese Cristianismo desvirtuado lo sería tan solo de nombre; ni conservaría la doctrina del Evangelio ni serviría para encaminar en pos de Cristo los pasos de los hombres»3. Sería un Cristianismo sin Redención, sin Salvación.

Uno de los síntomas más claros de que la tibieza ha entrado en un alma es precisamente el abandono de la Cruz, de la pequeña mortificación, de todo aquello que de alguna manera suponga sacrificio y abnegación.

Por otra parte, huir de la Cruz es alejarse de la santidad y de la alegría; porque uno de los frutos del alma mortificada es precisamente la capacidad de relacionarse con Dios y con los demás, y también una profunda paz en medio de la tribulación y de dificultades externas. La persona que abandona la mortificación queda atrapada por los sentidos y se hace incapaz de un pensamiento sobrenatural.

Sin espíritu de sacrificio y de mortificación no hay progreso en la vida interior. Dice San Juan de la Cruz que si hay pocos que llegan a un alto estado de unión con Dios se debe a que muchos no quieren sujetarse «a mayor desconsuelo y mortificación»4. Y escribe el mismo santo: «Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz»5.

No olvidemos, pues, que la mortificación está muy relacionada con la alegría, y que cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. «Esta es la gran paradoja que lleva consigo la mortificación cristiana. Aparentemente, el aceptar y, más, el buscar el sufrimiento parece que debiera hacer de los buenos cristianos, en la práctica, los seres más tristes, los hombres que “peor lo pasan”.

»La realidad es bien distinta. La mortificación solo produce tristeza cuando sobra egoísmo y falta generosidad y amor de Dios. El sacrificio lleva siempre consigo la alegría en medio del dolor, el gozo de cumplir la voluntad de Dios, de amarle con esfuerzo. Los buenos cristianos viven quasi tristes, semper autem gaudentes (2 Cor 6, 10): como si estuvieran tristes, pero en realidad siempre alegres»6.

II. «La Cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo (...).

»El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Dios mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia, nulla die sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz»7.

La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que produce nuestros egoísmos, envidias, pereza, etcétera, no son los conflictos que producen nuestro hombre viejo y nuestro amar desordenado. Esto no es del Señor, no santifica.

En alguna ocasión, encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido: «(...) no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

»Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos»8. El Señor nos dará las fuerzas necesarias para llevar con garbo esa Cruz y nos llenará de gracias y frutos inimaginables. Comprendemos que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente, a sus amigos, haciéndonos partícipes de su Cruz y corredentores con Él.

Sin embargo, lo normal será que encontremos la Cruz de cada día en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter difícil de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más necesarios eran, molestias producidas por el frío o el calor o el ruido, incomprensiones, una leve enfermedad que nos disminuye la capacidad de trabajo en ese día...

Hemos de recibir estas contrariedades diarias con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación: sin quejarnos, pues esa queja frecuentemente señala el rechazo de la Cruz. Estas mortificaciones, que llegan sin esperarlas, pueden ayudarnos, si las recibimos bien, a crecer en el espíritu de penitencia que tanto necesitamos, y a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Si las recibiéramos con mal espíritu podrían sernos motivo de rebeldía, de impaciencia o de desaliento. Muchos cristianos han perdido la alegría al final de la jornada, no por grandes contrariedades, sino por no haber sabido santificar el cansancio propio del trabajo, ni las pequeñas dificultades que han ido surgiendo durante el día. La Cruz –pequeña o grande– aceptada, produce paz y gozo en medio del dolor y está cargada de méritos para la vida eterna; cuando no se acepta la Cruz, el alma queda desilusionada o con una íntima rebeldía, que sale enseguida al exterior en forma de tristeza y de mal humor. «Cargar con la Cruz es algo grande, grande... Quiere decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nunca faltarán en nuestra existencia; quiere decir comprender el dolor humano, y, por último, saber amar verdaderamente»9. El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Dios, no encontrará la felicidad. Rehúye también la propia santidad.

III. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo... Además de aceptar la Cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Para progresar en la vida interior será de gran ayuda tener varias mortificaciones pequeñas fijas, previstas de antemano, para hacerlas cada día.

Estas mortificaciones buscadas por amor a Dios serán valiosísimas para vencer la pereza, el egoísmo que aflora en todo instante, la soberbia, etc. Unas nos facilitarán el trabajo, teniendo en cuenta los detalles, la puntualidad, el orden, la intensidad, el cuidado de los instrumentos que utilizamos; otras estarán orientadas a vivir mejor la caridad, en particular con las personas con quienes convivimos y trabajamos: saber sonreír aunque nos cueste, tener detalles de aprecio hacia los demás, facilitarles su trabajo, atenderlos amablemente, servirles en las pequeñas cosas de la vida corriente, y jamás volcar sobre ellos, si lo tuviéramos, nuestro malhumor; otras mortificaciones están orientadas a vencer la comodidad, a guardar los sentidos internos y externos, a vencer la curiosidad; mortificaciones concretas en la comida, en el cuidado del arreglo personal, etcétera. No es preciso que sean cosas muy grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor a Dios.

Como la tendencia general de la naturaleza humana es la de rehuir lo que suponga esfuerzo, debemos puntualizar mucho en esta materia, para no quedarnos solo en los buenos deseos. Por eso en ocasiones será muy útil incluso apuntarlas, para repasarlas en el examen o en otros momentos del día y no dejar que se olviden. Recordemos también que las mortificaciones más gratas al Señor son aquellas que hacen referencia a la caridad, al apostolado y al cumplimiento más fiel de nuestro deber.

Digámosle a Jesús, al acabar nuestro diálogo con Él, que estamos dispuestos a seguirle, cargando con la Cruz, hoy y todos los días.

26 de febrero de 2020

CONVERSION Y PENITENCIA


— Fomentar la conversión del corazón, especialmente durante este tiempo.
— Obras de penitencia: Confesión frecuente, mortificación, limosna...
— La Cuaresma, un tiempo para acercarnos más al Señor.

I. Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor1. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.

Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso...2, leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir3.

Memento homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. «De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia»4.

Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: «Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio»5.

Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores6, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.

Jesús busca en nosotros un corazón contrito conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestros días que no fueron buenos...7. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día»8.

Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.

Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.

El Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.

II. La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la Confesión frecuente.

El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que «fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo»9.

Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. «Todos los cristianos pueden ejercitarse en la limosna, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen»10.

El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer diario. Porque «quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará»11. La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo realizamos, etc.; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en nuestro entorno. «Y la mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día– la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)»12. Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor diariamente en esta Cuaresma.

III. No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, nos dice que este es un tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación13. Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos. Volved a Mí de todo corazón.

Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.

«Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda»14. A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de tibieza.

Junto a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables. «Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo”.

»Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: “No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! “Volveos a Mí de todo corazón!”.

»(...) Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza»15.

25 de febrero de 2020

REY DE REYES

— El salmo de la realeza y del triunfo de Cristo.
— El rechazo de Dios en el mundo.
— La filiación divina.

I. A lo largo de muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un salmo para dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida aquí en la tierra1. Fueron las oraciones principales de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. La liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la parte principal de la oración –la Liturgia de las Horas– que los sacerdotes dirigen cada día a Dios en nombre de toda la Iglesia.

Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos lo han comentado repetidas veces2, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. Los primeros cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las adversidades. Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de esta oración. Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín por haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido que pedía limosna a la puerta del Templo3. Cuando fueron milagrosamente liberados volvieron a los suyos y les contaron cuanto les había sucedido, y todos juntos entonaron una plegaria al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo. Esta fue su oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de David, nuestro padre y siervo tuyo, dijiste: «¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos? Se han armado los reyes de la tierra, y los príncipes se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo»4.

Las palabras que el Salmista dirige a Dios contemplando la situación de su tiempo fueron palabras proféticas que se cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida de la Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera realidad: ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Por qué también –en ocasiones– esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha cesado un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada en tantos lugares, las calumnias, las difamaciones, poderosos medios de comunicación al servicio del mal, el aborto de cientos de miles de criaturas que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la sobrenatural para la que Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra el Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...

Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca5. A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos estaban reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la palabra del Señor. Cuando terminó aquella oración –nos dice San Lucas– todos se sintieron confortados y llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con toda libertad la palabra de Dios6.

Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.

II. Dirumpamus víncula eorum... Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo7, parece repetir un clamor general. «Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse (cfr. Jn 18, 36)»8. Pero el que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira9. El castigo divino no solo se realiza en la vida terrena. A pesar de los aparentes triunfos de muchos que se declaran o comportan como enemigos de Dios, su mayor fracaso, si no se arrepienten, consistirá en no comprender ni alcanzar jamás lo que es la verdadera felicidad. Sus satisfacciones humanas, o infrahumanas, pueden ser el triste premio al bien que hayan podido realizar en el mundo. Con todo, algunos santos han afirmado que «el camino del infierno es ya un infierno». A pesar de todo, el Señor está siempre dispuesto al perdón, a darles la paz y la alegría verdaderas.

San Agustín, al comentar estos versículos del salmo, hace notar que también se puede entender por ira de Dios la ceguera de mente que se apodera de quienes faltan de esta forma a la ley divina10. No hay desgracia comparable a desconocer a Dios, a vivir de espaldas a Él, a la afirmación de la propia vida en el error y en el mal.

No obstante, a pesar de tanta infamia, Dios es paciente y quiere que todos los hombres se salven11. La ira de Dios, de la que habla el salmo, «no es tanto el furor cuanto la corrección necesaria, como hace el padre con el hijo, el médico con el enfermo, el maestro con el discípulo»12. Con todo, el tiempo para disponer de la misericordia divina es limitado: luego viene la noche, en la que ya no se puede trabajar13. Con la muerte acaba la posibilidad de arrepentimiento.

El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Ante todos aparece la imagen de muchos hombres que se cierran a la misericordia divina y a la remisión de sus pecados, que consideran «no esencial o sin importancia para su vida», y como una «impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón. En nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado»14.

Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia. Pidamos que no se agote nunca esta clemencia divina, que es para muchos como el último cable que cuelga y al que puede agarrarse el náufrago que ya había desechado otros auxilios de salvación.

III. Ante los profundos interrogantes que plantean la libertad humana, el misterio del mal, la rebelión de la criatura, el Salmo II da la solución proclamando la realeza de Cristo, por encima del mal que existe o pueda existir: Mas yo te constituí mi rey sobre Sión, mi monte santo. Predicaré su decreto. A mí me ha dicho el Señor: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»15. «La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.

»Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo!»16. Este es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades: las de un ambiente a veces hostil a la vida cristiana, y las tentaciones que el Señor permite para que reafirmemos la fe y el amor.

A nuestro Padre Dios le encontramos siempre muy cerca, su presencia es «como un olor penetrante que no pierde nunca esa fuerza con la que se introduce en todas partes, lo mismo en el interior de los corazones que lo aceptan, como en el exterior, en la naturaleza, en las cosas, en medio de un gentío. Dios está allí, esperando que se le descubra, que se le llame, que se le tenga en cuenta (...)»17.

Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra18. Cada día nos dice el Señor: ¡pídeme! De modo particular en esos momentos de la acción de gracias después de la comunión. ¡Pídeme!, nos dice Jesús. Sus deseos son dar y dársenos.

San Juan Crisóstomo comenta estas palabras del salmo y enseña que no se nos promete ya una tierra que mana leche y miel, ni una larga vida, ni muchedumbre de hijos, ni trigo, ni vino, ni rebaños, sino el Cielo y los bienes del Cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito, y tener parte en su herencia, y ser juntamente con Él glorificados y reinar con Él19.

Los regirás con vara de hierro, y como a vasos de alfarero los romperás. Ahora, pues, oh reyes, entendedlo bien: dejaos instruir, los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor, y ensalzadle con temblor santo20. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Según el testimonio de los Padres de la Iglesia, la vara de hierro es la Santa Cruz, «cuya materia es madera, pero cuya fuerza es de hierro»21. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas: los obstáculos se quebrarán como vasos de alfarero. La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: esta es el arma para vencer; una vida sobria, mortificada, sin huir del sacrificio amable que nos une a Cristo.

El salmo termina con un llamamiento para que nos mantengamos fieles en el camino y en la confianza en el Señor: Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje, y perezcáis fuera del camino, cuando dentro de poco se inflame su ira. Bienaventurados serán los que hayan puesto en Él su confianza22. Nosotros hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza. A los Santos Ángeles Custodios, fieles servidores de Dios, les pedimos que nos mantengan cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.

24 de febrero de 2020

IMPLORAR MAS FE

— La fe es un don de Dios.
— Necesidad de buenas disposiciones para creer.
— Fe y oración. Pedir la fe.
I. Llegó Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle, como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario. Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.
Los discípulos, que ya habían realizado algunos otros milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar el prodigio. El padre tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)», ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu misericordia!
La fe es un don divino; solo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad.
Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se torna insegura la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir los ojos –comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa propia; es a la vez obra divina y humana. Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!
II. ¿Qué vieron en Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué pequeñez la de muchos fariseos, que andaban con aquellos enredos acerca de la ley...! ¡Ni siquiera en los mismos milagros supieron descubrir al Mesías!; al menos una buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo. Y su ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el cumplimiento de todo lo que se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta: Mi doctrina no es mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de Dios o mía. No tuvieron las disposiciones adecuadas, no buscaban el honor de Dios, sino el suyo propio. Ni siquiera los milagros pueden sustituir a las necesarias disposiciones interiores. La razón honda del rechazo al Mesías tanto tiempo esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no solo no poseían en su corazón a Dios como Padre, sino que tenían «al diablo por padre», porque sus obras no eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones.
«Dios se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su falta de capacidad para ver». ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra!
En el apostolado debemos tener en cuenta que, con frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma». Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para entender un ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias de su llamada.
La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una persona purifica y limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del Perdón. Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.
III. Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos al joven lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron: ¿Por qué no hemos podido expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta de gran utilidad también para nosotros y para el apostolado. Les dijo: Esta raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.
Solo con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este pasaje del Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio para superar incluso las mayores tentaciones. La oración no solo son las palabras con que invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor, movidos por la fe. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.
Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante Dios abre también camino a un aumento de fe en el alma. «Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16, 14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a su propia vida», y a todo lo que a ella atañe.
Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe! Así pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!
»Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)».

Saber quién es el de la foto: Que vivió implorando más fé
https://www.romereports.com/2018/08/06/carlo-acutis-el-quinceanero-informatico-que-el-papa-ha-declarado-venerable/

23 de febrero de 2020

TRATAR BIEN A TODOS

— Debemos vivir la caridad en toda ocasión y circunstancia. 
— Caridad con quienes no nos aprecian, calumnian y difaman.
— La caridad nos lleva a vivir la amistad con sentido cristiano.

I. Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1, que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres. Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia –también para exigir los propios derechos– y la prudencia, pero no debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana.

Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2. «Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que, junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque este es el vivir verdadero. El que solo vive para sí y desprecia a los demás es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje»3.

Las múltiples llamadas del Señor –y especialmente su mandamiento nuevo4– para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará solo en pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento, un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma del cristiano el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.

La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir con todos, de modo que «quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).

«Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa»5. «Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar»6, y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.

II. El precepto de la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todos, sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian.

También, si alguna vez nos sucede, debemos vivir la caridad con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan positivamente perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la Cruz7, y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8. Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con heroísmo los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como el único mal verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones que no están reñidas con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser hermano»9.

Esta manera de actuar, que supone una honda vida de oración, nos distingue claramente de los paganos y de quienes de hecho no quieren vivir como discípulos de Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo los paganos? La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano recto, sino virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir ordinario.

También, con la ayuda de la gracia, viviremos la caridad con quienes no se comportan como hijos de Dios, con los que le ofenden, porque «ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor, pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios»10. Todos siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la gloria eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy de cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas injurias, no lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a Dios que significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y nos moverán a desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en nuestras manos.

III. El corazón del cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser ordenada y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin embargo, nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse a ámbitos reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos horizontes.

La unión con Dios que procuramos hacer fructificar con su gracia en nuestra conducta nos debe llevar a tener presente la dimensión entrañablemente humana del apostolado. La actitud del cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse a un generoso caudal de cariño sobrenatural y cordialidad humana, procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.

En nuestra oración personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón; que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque sea necesario a menudo enterrar nuestro propio yo, ceder en el propio punto de vista o en un gusto personal. La amistad leal incluye un esfuerzo positivo –que mantendremos en el trato asiduo con Jesucristo– «por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas»11 porque no puedan conciliarse con nuestras convicciones de cristianos.

El Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre que volvemos a Él movidos por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras mezquindades y errores; por eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de apartarnos de esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas positivas, apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda espiritual en quienes los padecen: han de ser estímulo para intensificar nuestro interés por ellos, por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.

Formulemos un propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y conocidos que más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen para llevarlo a cabo.