"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2024

PAZ


 Evangelio  (Jn 14, 27-31a)


“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis. 

Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó”.



PARA TU RATO DE ORACION 


QUIENES CONOCIERON de cerca al beato Álvaro del Portillo cuentan que encarnaba muy bien aquellas palabras de san Josemaría recogidas en Forja: «Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene “la paz” y da “la paz” a las personas que trata»[1]. Se trata de un deseo de todos los corazones: alcanzar la paz, no vivir en la incertidumbre, estar convencido de que no hay tristezas que no tengan consuelo. Sin embargo, no es fácil hacerlo: siempre hay asuntos que no funcionan, limitaciones con las que hemos de convivir, sucesos que parecen irremediables… Para tener una paz duradera y darla a los demás cuentan nuestros esfuerzos, pero lo más importante es encontrar en Dios su fuente inagotable.


«La paz que nos ofrece el mundo es una paz sin tribulaciones; nos ofrece una paz artificial, una paz que se reduce a tranquilidad. Es una paz que solo mira las propias cosas, las propias seguridades, a que no falte nada (...). Una tranquilidad que nos hace cerrados, que no ve más allá. El mundo nos enseña la senda de la paz con anestesia; nos anestesia para no ver otra realidad de la vida: la cruz. Por eso san Pablo dice que se debe entrar en el Reino del cielo pasando por muchas tribulaciones. Pero, ¿se puede tener paz en la tribulación? Por parte nuestra, no (...). Las tribulaciones existen: un dolor, una enfermedad, una muerte… La paz que da Jesús es un regalo: es un don del Espíritu Santo»[2].


En el trato con el Señor es donde encontramos la seguridad del alma que necesitamos para nosotros y para los demás. Solo él tiene la clave. Todos los sueños de felicidad se colman en Cristo. También nosotros anhelamos esa paz que se difunde naturalmente porque transmite el modo más real de ver las cosas: con la mirada de Dios.


NOS REMUEVEN LAS palabras que el Señor dirige a los apóstoles en la Última Cena y que recoge el evangelio de este día: «La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). ¿Qué inquietudes nos hacen perder la calma? ¿Qué provoca que nuestro corazón tiemble o flaquee? Solo en el Señor hallaremos reposo, la paz real de saber que el único descanso es ponerse en manos de Dios. «Fomenta, en tu alma y en tu corazón, en tu inteligencia y en tu querer –decía san Josemaría–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa voluntad del Padre celestial... —De ahí nace la paz interior que ansías»[3].


En cada Santa Misa vivimos esa comunicación de la paz que solo Dios concede. Justo antes de recibir la comunión, tras el Padrenuestro, el sacerdote abre los brazos a toda la humanidad y dice: «La paz del Señor esté con vosotros». La más profunda serenidad de espíritu brota del altar. Todo el bien de la Iglesia, de cada cristiano, de cada hombre, nace de Jesucristo, del Santo Sacrificio del Calvario. Un cristiano que viva unido a la Misa, «que viva unido al Corazón de Jesús, no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino»[4].


Escribía san Josemaría: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría»[5].


SANTO TOMÁS de Aquino explica, tomando la lista que ofrece san Pablo sobre los dones y los frutos del Espíritu Santo, que quien «vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo. Mas la perfección del gozo es la paz»[6]. Y, a la vez, esta implica que «no seamos perturbados por las cosas exteriores y que nuestros deseos descansen en una sola cosa. Por eso, después de la caridad y del gozo se pone, en tercer lugar, la paz»[7] que nos facilita poner en primer lugar al Señor y apartarnos de lo que nos aparta de él. En la vida interior, la iniciativa depende de él y de su gracia. Al mismo tiempo, con su ayuda, podemos fortalecer nuestra correspondencia, nuestra lucha personal: «Me escribes y copio: “Mi gozo y mi paz. Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz”»[8].


San Josemaría enseñaba que la paz es consecuencia de la guerra, pero no de una guerra cualquiera, sino principalmente de la que se mantiene con uno mismo: desechando el egoísmo, trabajando los propios deseos para que sean más parecidos a los de Jesús, concentrando nuestras fuerzas en extender el bien, etc. En definitiva, luchar para llevar a cabo lo que agrada a Dios, ganando espacio a lo que nos aparta de él. Para tener paz y para darla, en cierto sentido, hay que conquistarla poco a poco. Podría decirse que cuando uno está en guerra con el mundo, no está en paz consigo mismo. «Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo»[9].


La Santísima Virgen es Reina de la Paz porque vivió pendiente del Señor, a pesar de los sufrimientos y los avatares desconcertantes de su vida. A ella le pedimos que nos dé tranquilidad y serenidad cuando en nuestra vida se levantan las dificultades personales, familiares y sociales.


29 de abril de 2024

SANTA CATALINA DE SIENA

 


Evangelio (Mt 11,25-30)


En aquella ocasión Jesús declaró:


— Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.


PARA TU RATO DE ORACION 


Catalina Benincasa, conocida como santa Catalina de Siena, nació en Siena el 25 de marzo de 1347 y falleció en Roma el 29 de abril de 1380. Es copatrona de Europa e Italia y doctora de la Iglesia. San Josemaría apreciaba su amor incondicionado a la Iglesia y al romano pontífice. Parece que la idea del fundador del Opus Dei de invocar a santa Catalina para el apostolado de la opinión pública se remonta a 1964.

¿Quién fue Catalina de Siena? 

Santa Catalina, hija de Giacomo di Benincasa, un tintorero de Siena, y Lapa di Puccio di Piagente nació en el año 1347 en Siena y murió con solo 33 años el 29 abril del año 1380 en Roma. 


Su sepultura en la venerable Basílica de Santa Maria sopra Minerva es hasta hoy día meta de muchos peregrinos de todo el mundo que vienen a Roma. Catalina fue elevada al honor de los altares por su compatriota Pío II en el año 1461, Pablo VI declaró a la santa doctora de la Iglesia (junto con santa Teresa de Jesús) en el año 1970; Juan Pablo II la declaró en el año 1999 patrona de Europa (con santa Benedicta de la Cruz [Edith Stein] y santa Brígida de Suecia). 


En Italia hay una devoción muy particular hacia santa Catalina: el papa Pío XII la declaró patrona de Italia (con san Francisco de Asís) y la ciudad de Roma la venera como copatrona de la urbe (con los santos apóstoles Pedro y Pablo y san Felipe Neri). También otras ciudades como Varazze y —obviamente — Siena la tienen como santa patrona.


Siendo todavía niña, Catalina ya demostraba una piedad profunda. Cuando tenía unos seis años tuvo una visión de Cristo sobre un trono, acompañado de santos. A raíz de este suceso, hizo un voto de virginidad, decisión que fue recibida con incomprensión y oposición en su familia. Su madre, en particular, hizo todo lo posible para disuadirla de su oración cada vez más intensa y sus severas prácticas de penitencia. 


Catalina obtuvo, sin embargo, el apoyo de los frailes dominicos de la ciudad y, a la edad aproximada de 18 años consiguió —superando un sinfín de obstáculos— ser admitida entre las Mantellate, devotas mujeres terciarias dominicas de la ciudad. 


En los años sucesivos vivió, según las costumbres de las Mantellate, en casa de sus padres, pero totalmente retirada en la celda de su corazón, como le enseñó el mismo Señor Jesús en una de las múltiples visiones que tenía la joven terciaria. Dejaba la casa solo para asistir a la Santa Misa y a las reuniones de su comunidad religiosa

Dedicación a las obras de caridad y a la conversión de los pecadores 

Un cambio importante en la vida de la santa aconteció en el año 1368 — Catalina tenía en ese momento 21 años— cuando tuvo una visión de sus nupcias místicas con el Señor, y Jesús, su esposo místico, le encargó poco después en otra visión que se dedicase con todas sus fuerzas a obras de caridad y a la conversión de los pecadores. 


Comenzando por su familia, Catalina ensanchaba poco a poco su radio de acción, especialmente en los hospitales de Siena. En su labor caritativa incluía cada vez a más personas: por una parte, se ocupaba de su comunidad religiosa, pero también de religiosos, clérigos y laicos, que fueron formando poco a poco la Famiglia, en la que también personas de más edad la llamaban con afecto y veneración Madre.


Su obra caritativa y su carisma condujo a muchas personas a una profunda conversión, y fue acompañada de milagros. En consecuencia, su fama se difundió pronto más allá de Siena y la Toscana hasta alcanzar toda la península de Italia. 


Catalina comenzó a escribir cartas, o mejor dicho a dictarlas a uno de sus fieles amigos, porque carecía de formación académica y tenía dificultad para redactar. Iban dirigidas a laicos y clérigos cercanos, pero también a obispos, abades y cardenales, e incluso a los papas de su época. El estilo de estas cartas, de las que se conservan más de 380, es sorprendente: Catalina habla con gran fuerza e insistencia y, al mismo tiempo, anima al destinatario con palabras dulces y convincentes a cumplir siempre la voluntad del Señor. Afirma que «scrive nel sangue di Cristo» y acaba muchas de sus cartas con la exclamación Gesù dolce, Gesù amore.


En sus cartas a los papas conjuga un amor filial y obediente —es muy característica la expresión il dolce Cristo in terra que suele usar para referirse al romano pontífice— con las exigencias que presenta sin vacilación: vida personal ejemplar, reforma de las costumbres —sobre todo entre los colaboradores del papa—, retorno del papa a Roma, paz y concordia en los Estados Pontificios y un esfuerzo común, comenzando por el papa, de liberar los lugares santos y a los cristianos de Tierra Santa.


Punto culminante de su fervor por el pontífice y su ministerio es el viaje a Aviñón que Catalina realizó junto a algunos amigos en el año 1376, para presentar en el nombre del Señor a Gregorio XI las mismas exigencias que antes había manifestado en sus cartas, y luego, en la situación trágica del Cisma de Occidente, a partir de septiembre de 1378, lucha con determinación por la causa del papa Urbano VI y se traslada a Roma, donde permanece ya hasta su muerte.


La obra maestra de santa Catalina es el Dialogo della divina Provvidenza, obra dictada a sus discípulos sobre las visiones de la santa en los últimos años de su vida.


La veneración de san Josemaría hacia santa Catalina 

San Josemaría tenía una veneración muy arraigada en su corazón por Catalina, y por eso llamaba Catalinas a sus Apuntes íntimos —anotaciones personales todavía inéditas que recogen, a modo de diario, sucesos biográficos, ideas para la meditación o fruto de ella, etc.— por devoción a la santa: «Son notas ingenuas —‘catalinas’ las llamaba, por devoción a la santa de Siena—, que escribí durante mucho tiempo de rodillas y que me servían de recuerdo y de despertador. Creo que, ordinariamente, mientras escribía con sencillez pueril, hacía oración». Probablemente tenía presente al usar este nombre la conexión entre las inspiraciones de la santa de Siena y sus manifestaciones posteriores en las cartas y en el Diálogo. Así sirven para documentar el progreso de la vida interior de san Josemaría y a la vez su aplicación a la obra que Dios le había encargado, el Opus Dei.


San Josemaría, en una carta de 1932 a los fieles del Opus Dei, hace el siguiente comentario: «Los santos resultan necesariamente unas personas incómodas, hombres o mujeres —¡mi santa Catalina de Siena!— que con su ejemplo y con su palabra son un continuo motivo de desasosiego, para las conciencias comprometidas con el pecado».


San Josemaría admiraba por una parte la franqueza con la que Catalina defendía la verdad. Por temperamento suyo y porque consideraba esta sinceridad una virtud fundamental: «Estoy seguro —escribió ya en el año 1957— de que habrá quienes no me perdonarán fácilmente que hable con esta claridad, pero debo hacerlo en conciencia y delante de Dios, por amor a la Iglesia, por lealtad a la santa Iglesia, y por el cariño que os debo. Tengo una especial devoción a santa Catalina —¡aquella “gran murmuradora”!—, porque no se callaba y decía grandes verdades por amor a Jesucristo, a la Iglesia de Dios y al romano pontífice».


En una carta escrita el 15 de agosto de 1964 vuelve a tocar el tema de la verdad que hay que decir con valentía, cuando hay confusión que obscurece el claro juicio de la conciencia: «En todas las épocas han existido divergencias, errores, exageraciones o actitudes disparadas: y la voz, que ha traspasado estas barreras, ha sido siempre la voz de la verdad ungida por la caridad. La voz de los verdaderos sabios, la voz del Magisterio; la voz, hijos míos, de los santos, que han sabido hablar en mil tonos, para aclarar, para exhortar, para llamar a una auténtica renovación. (…) Hijos míos, conocéis bien la historia de la Iglesia, y sabéis cómo el Señor se suele servir de almas sencillas y fuertes, para hacer su querer en momentos de confusión o de modorra de la vida cristiana. A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana; me llenan de fervor las enseñanzas de un san Bernardo (…) Tantas y tantas voces proféticas, junto con el Magisterio iluminado de la Iglesia, inundan de luz a todo el Pueblo de Dios».


Santa Catalina, intercesora del apostolado de la opinión pública

Mientras los otros intercesores de la Obra, es decir, san Pío X, san Nicolás de Bari, san Juan María Vianney y santo Tomás Moro ya habían sido nombrados en años precedentes, parece que la idea de san Josemaría de invocar a santa Catalina para el apostolado de la opinión pública se remonta a 1964, como se lee en una carta dirigida a don Florencio Sánchez Bella, consiliario del Opus Dei en aquellos años en España, el 10 mayo de este año: «Voy a contarte ahora que se me ha avivado la devoción, que en mí es vieja, a santa Catalina de Siena: porque supo amar filialmente al papa, porque supo servir sacrificadamente a la santa Iglesia de Dios y… porque supo heroicamente hablar. Estoy pensando en declararla internamente patrona (intercesora) celestial de nuestros apostolados de la opinión pública ¡Ya veremos!».


Ya algunos días antes de esta carta, el fundador comentaba en la tertulia del 30 de abril, que antes de la reforma litúrgica era el día de la fiesta de santa Catalina: «Deseo que se celebre la fiesta de esta santa en la vida espiritual de cada uno, y en la vida de nuestras casas o centros. Siempre he tenido devoción a santa Catalina: por su amor a la Iglesia y al papa, y por la valentía que demostró al hablar con claridad siempre que fue necesario, movida precisamente por ese mismo amor. Antes lo heroico era callar, y así lo hicieron vuestros hermanos. Pero ahora lo heroico es hablar, para evitar que se ofenda a Dios Nuestro Señor. Hablar; procurando no herir, con caridad, pero también con claridad». Algunos días antes, también el romano pontífice san Pablo VI había hablado en una audiencia de esta fiesta eminente: «Sí, la fuerza del papa es el amor de sus hijos, y la unión de la comunidad eclesiástica, y la caridad de los fieles que bajo su guía forman un solo corazón y una sola alma. Esta contribución de energías espirituales, que viene del pueblo católico a la jerarquía de la Iglesia, que procede de cada cristiano y llega hasta el papa, nos hace pensar en la santa a quien mañana la Iglesia honrará de un modo especial, santa Catalina de Siena, la humilde, sabia, valiente virgen dominica que, como todos saben, amó al papa y a la Iglesia, a un nivel y con una fuerza de espíritu que no se han conocido en ningún otro».


El 13 de mayo de 1964, san Josemaría decide poner en práctica lo que había anunciado a don Florencio Sánchez Bella. En una tertulia volvió a tocar el tema de la futura intercesora y, después, sonriendo dijo: «¿Para qué esperar más? Es a mí, como fundador, a quien corresponde nombrarla, y en Casa hacemos las cosas de manera sencilla, sin solemnidades. La nombro intercesora ahora mismo». En ese momento pidió a José Luis Illanes que tomara papel y lápiz y dictó un aviso para enviar a todas las regiones: «El día 13 de mayo, considerando con cuánta claridad de palabra y con cuánta rectitud de corazón, santa Catalina de Siena manifestó, con audacia y sin acepción de personas, los caminos de la verdad a los hombres de su propio tiempo, decreté que el apostolado que los miembros del Opus Dei desarrollan en todo el mundo, con verdad y con caridad, para informar rectamente a la opinión pública, estuviera encomendado a la especial intercesión de esta santa».



28 de abril de 2024

Unión con Cristo



Evangelio (Jn 15, 1-8)


«Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. 

Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. 

Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos».


 PARA TU RATO DE ORACION 


LAS LABORES del campo son bien conocidas por quienes escuchan a Jesús. Las viñas han sido parte importante en la historia del pueblo de Israel, también en sus textos sagrados. Por eso, Cristo se centra en uno de sus elementos y lo aplica a la relación de los apóstoles con él. «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador (…). Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco, si no permanecéis en mí» (Jn 15,1.4).


«Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo»[1].


Vivir unidos a Cristo es la clave de la felicidad. Y la unidad es fruto del cariño; por eso, las personas que se quieren acaban viviendo en sintonía de ideas, de voluntades, de afectos. Se acaban compartiendo de tal modo las cosas propias que lo del otro me interesa como si fuese mío. Dejar que esta afinidad vaya prendiendo en nuestro trato con Jesús es fuente de alegría y de seguridad. Podemos vivir unidos a él a través del diálogo de la oración. Podemos crecer en esa identificación con Cristo a través de la gracia que se nos da en los sacramentos.


PUEDE SUCEDER que atravesemos alguna época con poco entusiasmo, en la que parece que hay menos luz. Se repiten los días en que todo cuesta más. Llega, entonces, el momento de recordar que es el Señor quien da la vida, las flores y los frutos. Las plantas suelen podarse a finales del invierno, en preparación para la llegada de la primavera. «¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? –se pregunta san Josemaría–. Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, ut fructum plus afferas –para que des más fruto. ¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!»[2].


«Para dar fruto Jesús ha vivido el amor hasta el fondo, dejándose romper por la muerte como una semilla se deja romper bajo tierra. Precisamente allí, en el punto extremo de su abajamiento –que es también el punto más alto del amor– ha germinado la esperanza (...). Escuchad bien cómo es la transformación que hace la Pascua: Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto porque allí, en la cruz, ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús cada oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza»[3].


Sabiendo que es Dios quien quiere cuidarnos y hacernos mejores, queremos que haga ese trabajo de quitar lo que estorba, de perder lo que sobra. Aprendemos a querer mejor, a confiar más en el Señor. Dios, para prepararnos para nuestra misión, cuenta con los desconciertos, con las incomprensiones, con nuestros esfuerzos que pasan desapercibidos. Así adquiere nueva vitalidad nuestro interior, crece nuestra capacidad de amar como él, con la raíz en la cruz. Nos hacemos un poco más generosos, a imitación del divino derroche de Cristo.


QUÉ MARAVILLA, entonces, sabernos todos sarmientos de la misma vid. Esta realidad nos hará admirar las virtudes y los talentos de los demás, dando gracias a Dios porque embellece y llena de frutos a nuestros hermanos, parientes y amigos. Vivimos así unidos a Cristo y entre nosotros. Saboreando en nuestra alma esa pasión por la unidad, no nos turban los errores de quienes nos rodean, pues los entendemos como un posible camino de crecimiento tanto para la persona como para nosotros. No guardamos rencores ni recelos; queremos servir a todos, porque todos somos sarmientos unidos a Jesús.


Por eso la unión con Cristo es, al mismo tiempo, unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí. «Los sarmientos no tienen vida propia: viven sólo si permanecen unidos a la vid donde han brotado. Su vida se identifica con la de la vid. La misma savia circula entre la vid y los sarmientos; ambos dan el mismo fruto. Entre ellos existe, por consiguiente, un vínculo indisoluble, que simboliza muy bien el que existe entre Jesús y sus discípulos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15, 4)»[4].


Sabemos que «nuestro amor no se confunde con una postura solamente sentimental ni con la simple camaradería (...). Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo»[5]. La criatura más unida a Dios, y que mejor ha reflejado el rostro de Cristo, es la Santísima Virgen, de quien heredó la carne y la sangre. Ella puede recordarnos que también en los sarmientos está el Señor y que, como nosotros, también nuestras hermanas y hermanos en la fe están unidos a la vid verdadera.

27 de abril de 2024

FESTIVIDAD de la VIRGEN de MONTSERRAT

 


Hoy celebramos la festividad de la Virgen de Montserrat cuya imagen y monasterio se encuentra en Barcelona y que este año cumple mil años desde que se fundo la abadia y se encuentra allí la imagen de “la moreneta” patrona de Cataluña. 

Por tal motivo y estar esta advocación marina muy cerca del corazón de San Josemaría y al Opus Dei os dejamos esta homilía del Obispo del lugar y unos comentarios históricos donde podemos llevar a la oración su intercesión

 Hermanos todos, reunidos aquí atraídos por la fe y el cariño a la Virgen de Montserrat

Nuestra celebración hoy en el monasterio y abadía de Montserrat tiene motivos específicos y valiosos. Llevamos en el corazón nuestra vida particular, la vida de la Iglesia y la vida de Cataluña, para alabar a Dios que nos hace un regalo tan preciado en su Madre y para revivir las vicisitudes de nuestra existencia ante su mirada.

Pero junto a la solemnidad de hoy que añade motivos propios, nos preguntamos qué nos motiva venir a Montserrat. A menudo venimos cargados con nuestra mochila llena de necesidades, que se traducen en plegarias de petición a la Virgen. Esto es plenamente legítimo: somos contingentes y limitados y tratamos a la Virgen también como nuestra madre. Sabemos que Ella nos comprende y merece a nuestros ojos toda nuestra confianza.

Pero al mismo tiempo intuimos que un hijo no puede limitar su trato con la madre a la satisfacción de sus necesidades. Hace un tiempo una señora se me quejaba de que le había pedido insistentemente a la Virgen María un determinado favor para su hijo y la Virgen María no le había hecho caso. Espontáneamente, sin pensarlo demasiado, le respondí: ¿ha pensado qué le puede pedir ella a usted?, ¿qué quiere decirle?, ¿qué palabra tendrá ella para usted? Siguió un silencio lleno de dudas.

Conviene que vengamos a Montserrat con los ojos bien dispuestos a la contemplación y las orejas bien abiertas para escuchar. Y un corazón franco para acoger el testimonio que nos llega de la Virgen.

Por eso, debemos mirar el fondo de nuestra imagen de la Virgen. ¿Quién es pues María para nosotros? ¿Qué significa para la nuestra la Iglesia? ¿Y para nuestro pueblo?

Quizás todo responde sólo a una devoción o una piedad afectiva y sensible, a una necesidad de intercesión o a un compromiso de imitación moral de sus virtudes. Quizás también con estos sentimientos se mezclen otros, como el gusto por la tradición y la conciencia de pueblo. Sin embargo, hoy es oportuno que nos acerquemos a la Virgen María en tanto que miembros del Pueblo de Dios, fieles que llevamos en el corazón las vicisitudes de una Iglesia en un momento histórico no fácil.

La tradición más antigua, los Santos Padres y el propio Nuevo Testamento, mantenía bien vivo el vínculo con María y la Iglesia. María, la Madre de Jesús, es la Iglesia perfectamente realizada, el paradigma de la Iglesia, la Iglesia más pura. Ella es la primera discípula, el primer miembro del Pueblo de Dios, y está ahí en medio, garantizando a la Iglesia su autenticidad, su verdadero rostro.


Volver a esta verdad de nuestra fe viene exigido por el momento en que vivimos como Iglesia: necesitamos recuperar justamente lo que somos. Resulta, por eso, bien oportuno el lema que ha escogido la Cofradía de la Virgen de Montserrat para orientar la peregrinación a Roma con motivo de los 800 años de su fundación: subrayando la dimensión eclesial de la devoción mariana, este lema dice, “Dónde se refleja nuestra Iglesia”. 

En efecto, la Virgen María es para la Iglesia un verdadero espejo. No un espejo de lo que de hecho somos como Iglesia, sino de lo que debemos ser. Ella es para nosotros un espejo perfecto, que nos devuelve siempre el rostro más auténtico de lo que somos y debemos ser.



Hay situaciones en las que parece que la Iglesia es sacudida desde afuera y desde dentro, cuando los fieles tienen la sensación de que ha desaparecido la Iglesia tal y como siempre la han visto, como si hubiera perdido su identidad. Una sensación provocada ante, por ejemplo, una variedad tan grande de estilos y modos, o ante fracasos de sistemas que siempre habían sido eficaces en la evangelización… Entonces hay que volver a la Virgen. No por qué nos dé lecciones de organización pastoral, sino porque Ella no deja de estar, cerca, testimoniando lo esencial en la Iglesia, es decir, su relación de amor con Jesucristo, como en Esposa y como Madre. Con Ella volvemos una y otra vez a Jesucristo, de quien nos viene toda luz y fuerza.

Esta recuperación del rostro mariano de la Iglesia nos permitirá recobrar dos vivencias importantes: el disfrute de ser Iglesia y la respuesta a quien no la acepta.

Hoy parece extraño que se llegue a decir que para él la Iglesia es verdadero gozo, un don de Dios que nos llena de alegría y acción de gracias. Estamos lejos de ese entusiasmo de S. Pablo VI, que, a pesar de haber sufrido tanto en la Iglesia, le llamaba “experta en humanidad” y le dedicó el mejor cántico de alabanza. Justamente una de las razones de ese entusiasmo eclesial era que, para él, fiel a la tradición y al Concilio Vaticano II, la Iglesia siempre contenía en su seno a la Virgen.

Vernos en María como Iglesia nos permite recuperar la alegría de ser miembros suyos, si nunca nuestros pecados la han adulterado. Porque ella no está afuera de nuestro pueblo, sino más bien en medio de él, prestándonos lo que nos falta y soportando nuestras cargas.

Por otra parte, a veces encontramos a alguien que no sabe, no entiende, o no cree en la Iglesia, incluso contraponiéndola a Jesucristo, como un factor que impide acceder a Él. Entonces no tendremos otra imagen mejor que ofrecer de la Iglesia que su rostro mariano, el de esposa de Cristo, creyente y amante. Bien entendido que no es necesario poseer el carisma de la visión mística (como el P. Francesc Palau) para contemplar y vivir esta imagen. Basta con una mirada atenta y orante que se traduzca en una vivencia concreta.

Eso sí: quien sabe cómo María se convirtió en Madre de Jesús, tendrá que hacer algo parecido, en la medida de sus posibilidades. Me refiero a ese momento en el que María se vio ante Dios y, consciente de su pobreza, hizo de sí misma una verdadera ofrenda, un acto profundo de donación y disponibilidad.

Estamos ante el misterio que ilumina a nuestro ser más profundo de Iglesia. El misterio que hemos visto a lo largo de la historia: Dios siempre ha buscado el lugar y el espacio humanos adecuados para hacerse presente en la humanidad y utilizarlos como instrumento de salvación. Lo encontró en la humanidad humilde y disponible de María… ¿Pensamos que hoy Dios asumirá otros instrumentos de salvación más eficaces, mejor planificados, más organizados, para hacerse presente y liberar a este mundo nuestro, como parece que ¿nos piden los expertos en sociología y en estrategias?

Se entiende que no menospreciamos las aportaciones de las ciencias instrumentales en nuestra labor pastoral. Pero precisamente hoy, ante la Virgen María, llevando en el corazón la vida real de nuestra Iglesia, tenemos bien claro que todo resultará inútil si no reflejamos personal y comunitariamente lo que María hizo y vivir como sierva fiel de Dios junto al su Hijo Jesucristo: poner lo que somos, nuestra pobreza, como ofrenda a disposición de su voluntad.

Quisiéramos una Iglesia bienaventurada: la Iglesia de las Bienaventuranzas. Pero ya conocemos qué concreción hizo de ellas María. ¿Cómo podríamos proclamar las Bienaventuranzas prescindiendo del lenguaje de María en el Magnificat y de la experiencia profunda que transmite? Hoy, a los pies de la Virgen de Montserrat, deseamos recuperar lo que somos por gracia del Espíritu y, con Ella, revivir a la vez la alegría de ser Iglesia.

Virgen de Montserrat, ruega por nosotros.

RELATOS DE LA HISTORIA DE LA RELACION DE SAN JOSEMARIA Y DON ALVARO DEL PORTILLO CON LA VIRGEN DE MONTSERRAT LA ABADIA Y EL ABAD ESCARRRE

PRIMERA RELACIÓN CON LOS BENEDICTINOS DE MONTSERRAT

La primera relación de san Josemaría con los benedictinos de Montserrat fue en Andorra, después de pasar los Pirineos, cuando el 5 y 6 de diciembre de 1937 celebró Misa en la capilla del Colegio de Nuestra Señora de Meritxell, que habían establecido los monjes de Montserrat en Escaldes-Engordany. Empieza entonces una relación de amistad que duró toda su vida.


Poco después, el 17 de diciembre de 1937, san Josemaría llegó a Pamplona, acogido por el obispo Mons. Marcelino Olaechea, y permaneció allí hasta el 7 de enero. Durante este período, a menudo hacía las comidas en el seminario, donde se juntaban algunos sacerdotes refugiados. Uno de ellos, con el que fraguó una profunda amistad, era el padre Pedro Celestino Gusi, monje de Montserrat. El 3 de enero de 1938, visitó a un grupo de monjes de Montserrat en el balneario de Belascoain (Navarra), convertido eventualmente en monasterio. En ese lugar se había establecido el abad Marcet con algunos benedictinos más, entre los que se encontraba el padre Gusi, que hacía las funciones de superior. Siguió el trato con el abad Marcet, que el 3 de mayo de 1938 le devolvió la visita a Burgos.

San Josemaría con el Abad Escarré y el monje Adalbert Franquesa en Montserrat, el 8 de mayo de 1948.


BENDICIÓN ABACIAL DEL ABAD ESCARRÉ

El 27 de abril de 1941 el abad Aurelio M. Escarré recibió la solemne bendición abacial de manos del obispo de Pamplona Mons. Marcelino Olaechea, con el que quiso contrastar las informaciones negativas que le llegaban sobre el Opus Dei desde Barcelona y las impresiones muy distintas que el abad Marcet y otras personas tenían sobre el fundador y el Opus Dei.


Mons. Marcelino Olaechea, que conocía personalmente a san Josemaría, tranquilizó al nuevo abad, pero ante la magnitud de las acusaciones contra el Opus Dei que habían llegado a Montserrat y la insistencia del abad, le aconsejó pedir informes al obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay, que recientemente había aprobado el Opus Dei como Pía Unión.


El abad escribió al obispo de Madrid pidiendo información, y el obispo respondió a continuación. Empieza aquí un carteo de notable importancia histórica entre el abad Escarré y Mons. Leopoldo Eijo y Garay. El abad pide aclaraciones concretas y el obispo responde con informaciones precisas. La influencia espiritual de Montserrat en Cataluña contribuyó a esclarecer la situación, apaciguar los ánimos y trajo tranquilidad a las familias.


EL ABAD ESCARRÉ CONOCE AL BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO

Entre el 18 y el 25 de junio de 1941, el abad Escarré acompañó a Madrid al abad Marcet e intentó ver a Mons. Leopoldo, pero no le fue posible.


Decidió ir a la residencia del Opus Dei con la intención de saludar al fundador, pero se encontró con el beato Álvaro del Portillo, que entonces era el secretario general, y que sorprendió al abad porque desdramatizaba totalmente la persecución de que eran objeto y mantenía un buen humor y una serenidad espirituales admirables. Para el abad Aurelio, el cariñoso conocimiento del beato Álvaro precedió al del fundador del Opus Dei. Las cartas intercambiadas entre el beato Álvaro y el abad Aurelio tendrán siempre el tono de una franqueza y de una familiaridad entrañables. Se conservan un total de 23 cartas: 9 del beato Álvaro al abad Escarré, y 14 del abad Escarré al beato Álvaro.


Pocos días después, el beato Álvaro viajó a Barcelona y permaneció allí del 27 al 30 de junio de 1941. Aprovechó la ocasión para pasar por Montserrat y hablar con el abad Escarré.


Por fin se conocen personalmente san Josemaría y el abad Escarré

El abad Aurelio no conoció personalmente a san Josemaría hasta el 20 de abril de 1942. Volvía a Madrid acompañando al abad Marcet, y esta vez fue el fundador del Opus Dei quien visitó a los dos abades.


Desde ese día, Escrivá y Escarré se encontraron más de 45 veces, y casi siempre eran largas conversaciones. La relación de estas dos personalidades tan distintas se convirtió en una amistad entrañable. A ambos les movía un celo abrumador por la gloria de Dios, una verdadera pasión por la vida contemplativa, por la dignidad del culto y la fidelidad a la Iglesia romana.


A menudo, cuando iba a Madrid, el abad Aurelio pasaba a ver a san Josemaría, o bien éste le visitaba donde se alojaba. A partir de 1946, cuando el abad Aurelio viajaba a Roma, se encontraba con san Josemaría, que ya vivía allí.


SEMANA SANTA 1943. EL BEATO ÁLVARO EN MONTSERRAT

Llevado por el deseo de conocer mejor el significado de la nueva fundación, el abad Escarré invitó al beato Álvaro a pasar la Semana Santa de 1943 como huésped de la Abadía, junto con otras personas relevantes de Barcelona. Su presencia, como secretario general del Opus Dei, fue otra demostración pública de reconocimiento y aprecio por parte de los benedictinos de Montserrat, tan importantes en Cataluña. El beato Álvaro hizo nuevas amistades en la hospedería.


VISITAS DE SAN JOSEMARÍA A MONTSERRAT


El 30 de septiembre de 1943 san Josemaría visitó Montserrat por primera vez. La crónica del Monasterio recoge esta visita como si se tratara de una persona que disfrutase de la familiaridad de la comunidad.


El 16 de mayo de 1945 fue a comer, de camino hacia Valencia. El 28 de enero de 1946, san Josemaría visitó de nuevo Montserrat, y el abad Aurelio le acogía con todos los honores de una gran personalidad y le preparaba una comida solemne en el llamado refectorio de los obispos.


Unos meses después, san Josemaría decidió emprender el viaje a Roma, que comportaría establecerse definitivamente en el corazón de la cristiandad. Dirigiéndose a Barcelona para embarcarse en dirección a Génova, al pasar por los Brucs y ver el desvío hacia Montserrat, decidió realizar una visita a la Virgen para encomendarle los problemas que le abrumaban. No había anunciado su visita y se encontraba en Montserrat de incógnito, pero el padre Pau Pizá le reconoció y fue a avisar inmediatamente al abad Aurelio y, cuando el fundador del Opus Dei y su acompañante -José Orlandis- salieron de la basílica fueron abordados por el padre Pau que les comunicó que el padre abad estaría muy contento de poder saludarles. Inmediatamente el abad salió al encuentro de san Josemaría y se fundían en un cordial abrazo y acto seguido se encerraban ellos dos solos en el recibidor abacial durante una hora.


San Josemaría volvió a visitar Montserrat el 8 de mayo de 1948, acompañado de Luis Valls-Taberner. Ésta fue la única visita del fundador del Opus Dei que fue objeto de un reportaje fotográfico, con la particularidad de que se encontraba afectado de una parálisis facial y no siempre sale muy favorecido en las fotografías.


UNA ESPECIAL FRATERNIDAD

Una carta de san Josemaría al abad Escarré, firmada el 27 de abril de 1943, es la primera de una colección de más de sesenta cartas intercambiadas entre él y el abad de Montserrat, además de los telegramas y tarjetas de felicitación por Navidad, por Pascua, por San José, por la fiesta de la Virgen de Montserrat el 27 de abril y con ocasión de otros eventos. Un total de 94 misivas. El abad Aurelio había propuesto a Escrivá de Balaguer tratarse personalmente como hermanos. Este hecho es inusitado y único en toda la biografía del abad Aurelio, que tenía un concepto muy elevado de su dignidad de padre y señor del monasterio y de los acogidos. Sólo con san Josemaría estableció una relación y un trato de fraternidad espiritual.


FACILITANDO LOS CONTACTOS EN ROMA

Durante los años cuarenta, a medida que aumentaba el número de fieles del Opus Dei, crecía también la necesidad de sacerdotes. San Josemaría entendía que debían proceder de los fieles laicos, pero surgían inconvenientes de tipo jurídico para esta realidad. Después de darle muchas vueltas, de nuevo el Señor le hizo ver la solución. Fue el 14 de febrero de 1943, celebrando la Eucaristía. Así empezó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que permite que fieles seglares reciban el presbiterado y puedan dedicarse a los apostolados propios del Opus Dei, y también que este mensaje llegue a los sacerdotes diocesanos, sin dejar de estar incardinados en sus respectivas diócesis.


Los trámites para la aprobación de la Sociedad Sacerdotal de Santa Cruz también tienen cierta relación con Montserrat. El fundador del Opus Dei, al sentirse plenamente comprendido y amado, había abierto el corazón al abad Aurelio y le explicaba los asuntos del Opus Dei y los pasos que estaba dando para obtener el 'Nihil Obstat' de la Santa Sede para la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que permitiría incardinar sacerdotes en la misma Obra. El abad Aurelio se comprometió a ayudar en aquella gestión tanto como pudiera.


Fue el beato Álvaro quien viajó a Roma el 25 de mayo de 1943, para presentar en la Santa Sede la documentación correspondiente. El abad Aurelio le dio cartas de recomendación ante dos monjes de Montserrat que tenían cargos importantes en la Santa Sede para que lo introdujeran ante la Curia Romana: el abad Gregorio Sunyol, presidente del Pontificio Instituto de Música Sacra y el padre Anselmo Albareda, prefecto de la Biblioteca Vaticana y más tarde cardenal.


En una carta del 13 de julio de 1943, san Josemaría agradecía al abad Escarré las atenciones que el abad Sunyol y del padre Albareda habían tenido con el beato Álvaro; y cuando el 11 de octubre se firmaba el 'Nihil Obstat' de la Santa Sede para que el Opus Dei tuviera clero propio, el abad Escarré les hizo llegar unas botellas de Aromes de Montserrat, para celebrarlo.


Esta ayuda del abad Escarré volvió a repetirse en 1946, cuando el beato Álvaro, ya sacerdote, volvía a estar en Roma para gestionar la aprobación pontificia del Opus Dei.


AUDIENCIA DEL PAPA PÍO XII AL ABAD ESCARRÉ

En marzo de 1946, el abad Aurelio fue a Roma y tuvo una audiencia con Pío XII, y el Papa que le conocía de otras muchas veces le preguntó espontáneamente 'por sus amigos del Opus Dei'.


El abad Aurelio explicó al Papa el prodigioso crecimiento de la Obra, y sobre esto el Papa dijo 'mi rallegro molto' [me alegro mucho], y la ordenación de los primeros sacerdotes de la Obra y que el beato Álvaro se encontraba precisamente en Roma, y el Papa respondió: 'Lo so, lo so' [lo sé, lo sé].


El 4 de marzo el abad Aurelio, acompañado del padre Gusi y del abad Sunyol, que se había convertido en un amigo y visitante asiduo del grupo del Opus Dei de Roma, fueron a visitarlos a la casa que tenían entonces y que daba a la Piazza Navona y les contó su audiencia con el Papa.


PETICIONES Y FAVORES MUTUOS

Esta relación de amistad se ve en muchos detalles. Aprovechando que el beato Álvaro iba a Roma para gestionar el 'Nihil Obstat' de la Santa Sede, el 25 de mayo de 1943, el abad Escarré le pide que le compre unos solideos y un birrete morado.


El 27 de mayo de 1943 san Josemaría celebró la Santa Misa en el oratorio del Palau, el primer centro del Opus Dei en Cataluña, y dejó reservado al Santísimo en el sagrario. Por la tarde, el abad Escarré le invitó a regresar con él en coche hacia Madrid.


En su visita a Montserrat del 30 de septiembre de 1943 san Josemaría había consultado la biblioteca y había tomado nota de algunos libros que le interesaban porque estaba preparando la edición de su tesis doctoral, por eso escribió una carta al “Muy venerado P. Abad y querido Hermano” pidiéndole que le enviara a Madrid los libros que necesitaba. Sabía perfectamente que su petición era algo excepcional, por eso decía en la carta con muy buen humor: “Supongo que habrá terribles penas y excomuniones para quien saque un libro de la Biblioteca. Pero... ¡siempre hay bulas para difuntos!”. Se refería a que siempre se pueden realizar excepciones a las normas establecidas. Efectivamente, los libros llegaron, y san Josemaría lo agradece en la carta del 17 de diciembre, así como los Aromas de Montserrat. Los libros están citados en la bibliografía del libro "La Abadesa de las Huelgas".


El 16 de marzo de 1944 el beato Álvaro comunica al abad Escarré que en poco tiempo recibirían la ordenación presbiteral quienes serían los primeros sacerdotes del Opus Dei, entre los que se encontraba él. Le manifestó el deseo de pasar unos días en Montserrat con los otros dos compañeros -José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica- antes de la tonsura, para que el padre Franquesa les hablara de liturgia y les enseñara a celebrar la Misa. Al final no pudo ser, a causa de los estudios y otros motivos.


Cuando llegó la tarjeta que anunciaba la ordenación sacerdotal, el abad Aurelio felicitó a su 'Muy querido Hermano en el Señor' porque con aquella ordenación el fundador del Opus Dei se convertía en 'Padre de sacerdotes'.


En 1949 el abad Aurelio pidió a monseñor Escrivá de Balaguer que predicara los ejercicios espirituales a la comunidad de Montserrat, pero no pudo ser debido a sus viajes y a los compromisos ya contraídos.


27 DE ABRIL DE 1954. CURACIÓN DE LA DIABETES

Desde hacía años, san Josemaría sufría diabetes, que le habían diagnosticado en 1944 y que probablemente tenía desde bastante antes. La enfermedad, muy grave y con efectos secundarios especialmente dolorosos, siguió su curso hasta el 27 de abril de 1954, fiesta de la Virgen de Montserrat. Ese día sufrió un “shock” y cuando llegó el médico descubrió con asombro que habían desaparecido todos los síntomas de la diabetes, que, como se sabe, es una enfermedad incurable. Estaba tan claro que suspendió el tratamiento y le dio el alta.


San Josemaría sólo comentó que, al igual que el Señor le había enviado aquella enfermedad, ahora le había curado en una fiesta de la Virgen, precisamente en la de la Virgen de Montserrat, a la que tenía tanta devoción.


SANCTA MARIA, STELLA ORIENTIS

Un año y ocho meses después de haber quedado curado de la diabetes, acompañado por el beato Álvaro, san Josemaría hizo un viaje por el centro de Europa preparando la expansión apostólica por estos países. Fue a Colonia, Múnich, Salzburgo y Linz.


El 3 de diciembre de 1955, llegó a Viena, y el 4 por la mañana celebró la Misa en la catedral de san Esteban. Dando gracias después de la Misa, ante la imagen de Maria Pöstch, la invocó por primera vez con la jaculatoria 'Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva!', Santa María, Estrella de Oriente, ¡ayuda a tus hijos!.


No era una más de sus advocaciones a la Virgen María. Por lo que se deduce de la correspondencia de aquellos días, había tenido la seguridad de que con estas palabras quedaba encomendada a la Virgen la protección del apostolado futuro de la Obra en los países del este de Europa sometidos en ese momento al comunismo, y en los países asiáticos.


Un mes después, el 6 de enero de 1956, fiesta de la Epifanía, predicó una homilía que más adelante se recogió bajo el título En la Epifanía del Señor en el libro Es Cristo que pasa, donde hace referencia a esta invocación.


El origen de la advocación mariana Stella Orientis como tal, es incierto. No aparece en la literatura patrística ni en la medieval. Pero está claro que equivale a Stella Matutina, invocación que se recita en las letanías del Rosario, (de hecho, en el párrafo 38b de la homilía, san Josemaría traduce Stella Orientis como 'Estrella de la mañana').


Mosén Cinto Verdaguer empleó la advocación al escribir, en 1880, en honor de la Virgen de Montserrat el Virolai. La estrofa donde aparece dice así:


De los catalanes siempre seréis Princesa,

de los españoles Estrella de Oriente,

sed para los buenos pilar de fortaleza,

para los pecadores el puerto de salvación.


No nos consta documentalmente la relación de san Josemaría con este precedente, pero sabemos que había leído a mosén Verdaguer. Si añadimos su devoción a la Virgen de Montserrat, no es inverosímil establecer su relación.


Poco después de este viaje, dispuso que un pequeño oratorio que se estaba construyendo en la sede central del Opus Dei en Roma estuviera dedicado a la Virgen bajo la advocación Stella Orientis, y se puso como retablo un pequeño cuadro que había estado en casa de su madre en Madrid, en una habitación donde san Josemaría empezó a impartir charlas de formación a chicos jóvenes en 1933.


LOS ÚLTIMOS AÑOS DEL ABAD ESCARRÉ

Desde 1952 la salud del abad Aurelio iba por mal camino; a la antigua enfermedad cardíaca se le había añadido la diabetes y una insuficiencia renal que a menudo le dejaban dañado y retirado del trabajo diario.


El 8 de octubre de 1961, el abad Aurelio presentó su dimisión de abad de régimen y fue elegido abad coadjutor su prior el padre Gabriel Brasó. La relación epistolar entre san Josemaría y el abad Escarré continuó regularmente hasta 1963, pero no hay ninguna alusión al nuevo estatus del abad emérito ni a su estado de abatimiento.


En noviembre de ese año 1963 el abad Aurelio hizo unas declaraciones públicas en el diario Le Monde, que provocaron un gran estruendo mediático. Las presiones políticas se sumaron a las tensiones internas de la comunidad y el abad Aurelio tuvo que salir del monasterio y de Cataluña para fijar su residencia en Viboldone, un monasterio de benedictinas en la diócesis de Milán.


A partir de 1963 se interrumpió la correspondencia entre ambos, y Mons. Escrivá perdió la pista de su viejo amigo.


Mn. Joan Baptista Torelló recuerda: “Enfermo de corazón, diabético, se encerró en un silencio y aislamiento radicales. Yo, que entonces estaba en Viena, me enteré de su dirección y le escribí una carta en señal de reverencia y amistad intactas. Me respondió en marzo de 1967, y aparecía como deprimido, malherido, por las incomprensiones de todas partes, pero dedicó un elogio al sucesor, el padre Cassià, 'en quien puedo confiar plenamente', que era una muestra de espíritu sobrenatural y del amor a su monasterio.


Poco después fui a Roma, y encontré al beato Josemaría muy preocupado porque, como el padre Escarré se había encerrado en ese aislamiento tan grande, no tenía contacto con nadie. El beato Escrivá no sabía dónde estaba, ni qué había hecho. Yo le pude informar, y me dijo: ¡vete corriendo!


Y entonces hice el viaje de Roma a Viboldone para visitarle. Me recibió muy cariñosamente y visiblemente conmovido por la fidelidad del beato Josemaría, pero no me hizo ningún comentario sobre su situación. Se le veía gravemente enfermo”. Era el verano de 1967.


Un año después, el 15 de octubre de 1968, pudo regresar a España y le ingresaron en la Clínica Platón de Barcelona, donde murió el 21 de octubre de 1968, a los sesenta años.


El abad Escarré está sepultado en la cripta de la basílica de Montserrat, donde además del abad Marcet y otros monjes, también están sepultados el cardenal Albareda, el abad Sunyol y el abad Gusi, que tan gran amistad mantuvieron con san Josemaría y el beato Álvaro.


EL VIROLAI (Canción himno a la Virgen de Montserrat)

La relación del beato Álvaro con Montserrat quedó profundamente grabada en su corazón.

Muchos años después, el 22 de junio de 1987, Mn. Lluís Bru Ribé de Pont, recién ordenado sacerdote, celebró la primera misa en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, en la sede central del Opus Dei. Uno de los que le acompañaron era Mn. Iñaki Celaya, uno de los colaboradores del beato Álvaro en el gobierno de la Obra. Tras el almuerzo, en un rato de tertulia con el beato Álvaro y otros colaboradores, comentó que "los catalanes habían tomado la iglesia prelaticia, e incluso habían cantado el Virolai".


En ese momento, el beato Álvaro empezó a cantarlo durante un buen rato, ante la sorpresa de todos. Les dijo que lo había aprendido aquella Semana Santa de 1943, cuando cada día iba a oír a la escolanía, y que no lo había olvidado.


CELEBRACIONES

El abad de Montserrat, padre Josep María Soler, presidió el día 1 de junio de 2002 en el monasterio una Eucaristía de acción de gracias por el centenario del nacimiento del -en ese momento- beato Josemaría. Ante unas cuatro mil personas que llenaban la basílica, el patio de entrada, los porches e incluso una parte de la explanada, el abad recordó la relación que el fundador del Opus Dei mantuvo con el abad Escarré, y afirmó que cuando se conocieron personalmente, en 1942, “quedaron cautivados mutuamente, y ligados con una amistad espiritual que duró toda su vida. Era el encuentro de dos hombres que soñaban con un resurgimiento de la Iglesia y de la sociedad promoviendo un ardiente cristianismo, pero fuertemente fundamentado sobre las virtudes humanas. Hoy damos gracias a Dios por el carisma que suscitó en la Iglesia por medio del beato Josemaría; lo hacemos en el año del centenario de su nacimiento y pocos meses antes de su canonización, a los pies de esta Santa Imagen que él veneró y en torno a ese altar cuya construcción el beato siguió con interés y con alegría. Un altar que es como la prolongación del regazo de la Virgen, porque recibimos a su Hijo en la celebración de la Eucaristía”.


Años después, el 30 de mayo de 2015, el mismo abad Soler presidió la Misa de celebración de la fiesta del beato Álvaro, que había sido beatificado el 27 de septiembre de 2014. En esta ocasión la Eucaristía se celebró en la plaza para acoger a la gran cantidad de fieles que participaron.


AHORA SIEMPRE PRESENTE SAN JOSEMARIA Y DON ALVARO EN MONTSERRAT


Y el 24 de febrero de 2024 el abad padre Manel Gasch bendijo un alto relieve realizado por la escultora Rebeca Muñoz, emplazado en el Camino de san Miguel, subiendo en dirección a la ermita, poco antes de llegar al portal de reja de hierro con el arcángel, en un entrante en la orilla derecha del camino; en recuerdo de la amistad de san Josemaría y el beato Álvaro con Montserrat.


26 de abril de 2024

JESUS ES EL CAMINO

 



Evangelio (Jn 14,1-6)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. 

Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.” Tomás le dijo: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?” “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” -le respondió Jesús- “nadie va al Padre si no es a través de mí.”


PARA TU RATO DE ORACION 


«NO SE TURBE vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Encontramos estas palabras en la Última Cena de Jesús. El Señor expresa su inmenso cariño por aquellos que lo habían seguido durante tres años. Al mismo tiempo, les advierte sobre algunos hechos dolorosos que se avecinan: la traición de uno de sus más íntimos y las negaciones de Pedro. Están por llegar momentos duros para sus discípulos, pero Jesús no quiere que sus corazones se derrumben. Ante la cercanía de las contradicciones, el Señor mueve a los suyos a dirigir la mirada hacia el cielo. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar?» (Jn 14,2).


El cielo es la meta hacia la que caminamos. Ciertamente, amamos este mundo que ha salido de las manos de Dios, y nuestro corazón se alegra con tantas cosas buenas que encontramos en él. Nos sabemos queridos por el Señor ya en esta tierra y esto nos colma de gozo. Pero sabemos que esta alegría se refuerza con la certeza de la alegría definitiva. «Estoy feliz –afirmaba san Josemaría– con la certeza del cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus, porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia»[1].


Cuánto nos ayuda no perder de vista la esperanza del cielo. Así podremos valorar en su dimensión adecuada todo lo que nos sucede, tanto lo agradable como lo desagradable. «Solo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo»[2]. La vida eterna es el premio que no decepciona, será el momento en que estaremos íntimamente unidos a Dios y a una multitud de gente. Todos los esfuerzos habrán valido la pena. «Digo que importa mucho, y el todo –dice santa Teresa de Jesús–, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare»[3].


¿CÓMO SERÁ el cielo? ¿En qué consiste la eternidad? ¿Cómo experimentaremos ese amor infinito sin cansancio? Sabemos por fe que será el momento de felicidad plena, la bienaventuranza esperada, pero no podemos comprender con claridad de qué modo. «La expresión vida eterna trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; vida nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[4].


En cualquier caso, podemos tener la certeza de que el Señor en el momento de llamarnos a su presencia irá mucho más allá de nuestras expectativas. Después de todo, es él quien nos prepara un lugar (cfr. Jn 14,2). Pero pensar en el cielo no nos separa de las cosas del mundo. Al contrario: en nuestra entrega diaria a los demás, en detalles que a veces parecen menudos, vamos preparando nuestro corazón para recibir toda esa dicha que se derramará en nosotros. «La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra –decía san Josemaría–, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo»[5].


LAS PALABRAS que el Señor pronunció durante aquella noche resultaban difíciles de comprender para sus apóstoles. Tomás muestra su perplejidad sin tapujos: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,5). La respuesta de Jesús es muy concreta: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (…); nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14,6).


En nuestro camino hacia la vida eterna siempre podemos dirigirnos hacia Jesús en busca de orientación. En él podemos confiar: «¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. ¡Solo él lo conoce!»[6]. Si Cristo es el camino, la verdad y la vida, entonces podemos intentar leer todo lo que sucede en nuestra existencia a la luz de su persona. En esta tarea ayuda mucho la lectura asidua de los evangelios. «El Señor nos ha llamado a los católicos –decía san Josemaría– para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida»[7]. Muchos santos han encontrado la clave para comprender lo que les sucedía después de haber leído algún pasaje del evangelio. Allí encontraremos la voz de Cristo para renovar el deseo de llegar al cielo con él.


Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a «llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte; que interceda por nosotros para que podamos adquirir la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la salvación»[8].

25 de abril de 2024

SAN MARCOS EVANGELISTA

 


Evangelio  (Mc 16, 15-20)


Y les dijo:


—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios.


Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


PARA TU RATO DE ORACION 


SAN MARCOS fue un estrecho colaborador de san Pedro en Roma. Fue tal la ayuda que le prestó, que el apóstol en una de sus cartas lo considera como su propio hijo (cfr. 1P 5,13). Marcos, al haber acompañado a Pedro durante su predicación, «puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»[1].


En su Evangelio, Marcos no recoge algunos de los grandes discursos de Jesús. En cambio, es particularmente vivo en la narración de los momentos de su vida junto a sus discípulos. Se detiene a describir el ambiente de los lugares, contempla los gestos del Señor, relata las reacciones espontáneas de los apóstoles… En definitiva, permite descubrir el encanto de la figura de Cristo que tanto atrajo a los Doce y a los primeros cristianos.


San Josemaría, durante sus primeros años como sacerdote, solía regalar ejemplares del Evangelio. Y explicaba que es necesario tener, como san Marcos, la vida de Jesús «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[2]. La riqueza de detalles con la que está escrito el primer Evangelio nos facilita adentrarnos en el caminar terreno de Jesús. Si a eso le sumamos nuestra imaginación, podremos revivir algunas escenas de su vida y desarrollar así, poco a poco, los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).


ANTES de vivir en Roma, san Marcos fue uno de los primeros cristianos de Jerusalén. Era primo de Bernabé, quien le invitó a difundir el Evangelio. Los dos se embarcaron junto a Pablo en su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13,5-13), pero no todo salió como esperaban. Cuando llegaron a Chipre, Marcos no se vio capaz de proseguir y volvió a Jerusalén. Esto, al parecer, causó un disgusto a Pablo; de hecho, cuando planearon un segundo viaje y Bernabé quiso, otra vez, que Marcos les acompañara, Pablo se opuso. La expedición, por tanto, se dividió, y Pablo y Bernabé separaron sus caminos.


Años más tarde, cuando Marcos acabó en Roma, volvió a encontrarse con Pablo y se le ve colaborar con él en el anuncio del Evangelio. A aquel que no quiso que le acompañara en su viaje, san Marcos ahora le llena de un profundo consuelo. De hecho, cuando tuvo que ausentarse, Pablo escribirá a Timoteo: «Toma a Marcos y tráelo contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim 4,11). Los problemas que tuvieron en Chipre habían quedado olvidados. Pablo y Marcos son amigos y trabajan conjuntamente en lo más importante: difundir la buena noticia de Cristo.


Es normal que, en el día a día, podamos tener algunos conflictos con las personas que nos rodean, como le sucedió a Pablo con Marcos, también con quienes son nuestros compañeros en la tarea de llevar a Cristo a las gentes. Pueden surgir al constatar las diferencias a la hora de enfocar un determinado asunto, por ciertos rasgos del carácter que puede resultar complicado entender, o por tantas razones más. El propio cansancio puede acentuar estos roces. Sin embargo, lo decisivo no son esas diferencias, que siempre existirán, sino ser capaces de reconocer esa diversidad como una riqueza. Así, como Pablo, podremos apreciar a quienes nos rodean, sabiendo que es mayor lo que nos une que lo que nos separa. Como decía san Josemaría: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN MARCOS cierra su narración con la invitación de Jesús a los apóstoles a difundir su palabra: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El evangelista no se limitó solamente a recoger este mandato, sino que también intentó ponerlo por obra. Puede ser que cuando hizo su viaje a Chipre no se haya caracterizado por su audacia, pero aquella primera desilusión no le frenó. Más tarde acabaría lanzándose hacia otras aventuras, dejando atrás su tierra natal.


«La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[4]. San Marcos tuvo esta misma experiencia. En un primer momento sintió vértigo al alejarse de la tranquilidad y de las realidades que conocía; pero después supo dejar la seguridad de la orilla para transmitir por todo el mundo la alegría de vivir junto a Jesús. Y con su Evangelio, además, ha contribuido a que las generaciones de cristianos posteriores puedan conocer con mayor detalle la figura del Señor.


En la vida de María se produjo una vivencia similar. Ella también sintió un temor inicial cuando el ángel Gabriel se presentó en su casa y le dirigió aquel misterioso saludo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Ese encuentro le haría alejarse de la seguridad de Nazaret para visitar a Isabel y, después, dar a luz a su Hijo en Belén. Años más tarde, volverá a dejar su tierra para seguir de cerca a Jesús durante su predicación. Y aunque al principio quizá le costó abandonar su hogar, sintió, como san Marcos, la alegría de estar junto a Jesús y transmitir su Evangelio a todos los hombres



24 de abril de 2024

LA PACIENCIA DE DIOS




 Evangelio (Jn 12, 44-50)


Jesús clamó y dijo: —El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquél que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. 


Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO de la Misa de hoy recoge un discurso proclamado por Jesús poco antes de su pasión. «Clamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas» (Jn 12,44-46). Cristo, en estos últimos momentos de su vida pública, manifiesta ese amor infinito con el que vino al mundo para darnos claridad, para mostrarnos el amor del Padre y, así, sembrar en las almas el gozo y la paz.


En el pasaje observamos que «Jesús vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. A él se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: “Abbá”; también durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra. Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el “Padre nuestro”. Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Así, pues, por medio del Hijo, Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad»[1].


Una parte fundamental de la misión de Cristo fue mostrarnos con claridad a “aquel que le ha enviado”; y no solo eso, sino, con su muerte y su resurrección, hacernos hijos de Dios. Para san Josemaría, esta realidad es el fundamento sobre el cual construir la vida interior. Por eso recordaba continuamente que «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios –pocas, pero constantes, insisto–, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo»[2].


JESÚS CONTINÚA con su discurso: «Si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn 12,47). Jesús es salvador, pero uno mucho más grande que la imagen que podemos hacernos de un salvador en esta tierra. Jesús también es juez, pero su justicia no se imparte como la impartimos los hombres. Para salir al paso de un modo demasiado humano de pensar en Jesús, podemos recordar que «sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos. Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables (...). Por tanto, hay que decir que ante esta luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno»[3].


La predicación del Señor estuvo marcada por la mansedumbre. El Evangelio ve en esta actitud el cumplimiento de las profecías: «No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante, hasta que haga triunfar la justicia» (Is 42,2-3; cfr. Mt 12,19-20). El Señor anuncia la verdad con claridad, pero rechaza cualquier actitud que lleve a humillar o aplastar a quienes no aceptaban su predicación. Quiere ganarse el corazón de cada uno: «Jesús no quiere convencer por la fuerza –decía san Josemaría– y, estando junto a los hombres, entre los hombres, les mueve suavemente a seguirle, en busca de la verdadera paz y de la auténtica alegría»[4].


Es bueno recordar la inconmensurable paciencia de Dios, que cuenta con los límites de sus hijos. Cada alma tiene su tiempo. Son innumerables las historias de personas que, gracias al acompañamiento comprensivo de un buen amigo, acaban descubriendo la alegría de abrir el corazón a Jesucristo. «La verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas»[5]: a esta convicción, tomada de la vida de Cristo y de la experiencia de la Iglesia, se la ha considerado el «principio de oro»[6] para la evangelización.


LA PREDICACIÓN del Señor estaba sostenida por su íntimo deseo de cumplir la voluntad del Padre: «Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49). Jesús vivía de cara al Padre y de ahí sacaba la fuerza para iluminar a la gente que le rodeaba. La actividad del Señor no se comprende como un acto de simple filantropía sino que surge del manantial de su amor a Dios Padre. Deseamos descubrir y asociarnos a la voluntad divina porque ahí está la vida: cuando hablamos con otras personas, cuando sacamos adelante actividades de formación o en medio de nuestros quehaceres ordinarios.


Realizar nuestras tareas cara a Dios nos ayudará también a ver desde su perspectiva los aparentes fracasos y los momentos en los que no llegan los frutos. Cualquier energía gastada por hacer el bien es fecunda, aunque no lo veamos externamente: «Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo»[7]. Y cuando el desánimo llegue a nuestra vida, podemos mirar de nuevo a nuestro Padre Dios: «Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»[8]. Quizá en esos momentos, cuando vemos claramente que la misión nos supera, es cuando Dios nos enseña que es él quien hace nuevas todas las cosas a partir de nuestra limitada correspondencia; entenderlo y vivirlo es el modo de fundamentar la propia vida sobre roca.


En este anhelo por sintonizar, como Cristo, verdaderamente con los deseos del corazón de Dios Padre, nos puede servir saborear con novedad el Padrenuestro. «Rezando “hágase tu voluntad”, no estamos invitados a bajar servilmente la cabeza, como si fuéramos esclavos. ¡No! Dios nos quiere libres; y es su amor el que nos libera. El Padre Nuestro es, de hecho, la oración de los hijos, no de los esclavos; sino de los hijos que conocen el corazón de su padre y están seguros de su plan de amor»[9]. También nos puede servir saborear con novedad aquellas palabras de nuestra Madre, “hágase tu voluntad”, con las que manifestó su deseo de ir siempre a la par con Dios



23 de abril de 2024

"Yo y el Padre somos uno"

 


Evangelio (Jn 10, 22-30)


Se celebraba por aquel tiempo en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón. Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle: —¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.


Les respondió Jesús: —Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


CON CIERTA frecuencia, los jefes del pueblo de Israel pedían a Jesús que les mostrara una señal definitiva de que era el Mesías: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente» (Jn 10,24). A lo que el Señor respondió: «Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25). En efecto, Jesús había realizado ya muchos milagros y prodigios que los mismos jefes del pueblo habían presenciado. Y no solo eso, sino que también había expuesto su doctrina llena de esperanza y amor. Su predicación quedaba avalada por su actuación. Por eso, en otro momento dijo: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras» (Jn 10,37-38).


Jesús obraba entonces y lo sigue haciendo ahora. Por ejemplo, lo hace y lo ha hecho de manera generosa en nuestra vida. Este es un ámbito de las acciones de Dios que necesitamos recordar frecuentemente; a veces «se pierde la memoria de las grandes cosas que el Señor ha hecho en nuestra vida, en su Iglesia, en su pueblo, y nos acostumbramos a ir nosotros con nuestras fuerzas, con nuestra autosuficiencia (...). Moisés advierte al pueblo a que, una vez llegue a la tierra que no ha conquistado, se acuerde de todo el camino que el Señor le ha hecho hacer»[1].


A veces, como aquellos jefes del pueblo de Israel, podemos tener la tentación de pedir a Jesús pruebas de su divinidad, cuando las podemos encontrar en nuestra propia vida. Como le gustaba recordar a san Josemaría, el poder de Dios no ha disminuido (cfr. Is 59,1), sigue realizando en nosotros los mismos prodigios que realizó hace más de dos mil años. Podremos recordar tantos momentos en los que Jesús ha estado presente cuidándonos o dándonos una luz inesperada para nuestro camino. Esas realidades –lo bueno que realizamos o que nos sucede– nos llenarán de alegría y serán siempre expresión de la cercanía de Cristo Resucitado en nuestra vida. «Nos vendrá bien repetir continuamente el consejo de Pablo a Timoteo, su amado discípulo: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos” (2Tim 2,8). Acuérdate de Jesús; me acompañó hasta ahora y me acompañará hasta el momento en el que deba comparecer ante él glorioso»[2].


LAS OVEJAS de Cristo saben reconocer su voz y su actuación. Al confiar en él podemos tener la seguridad de su protección. «Yo les doy vida eterna –dice Jesús–; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,28-30).


Queremos estar siempre en aquellas manos del pastor. Sin embargo, no faltarán ocasiones en nuestra vida en las que pareciera que nos alejamos de su cobijo. Pueden ser momentos de gracia porque el Señor nos dará la fuerza para permanecer agarrados a él; nos descubrirá con mayor profundidad cómo es y cómo actúa. Podremos decir con san Pablo: «Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Aquellas palabras de Jesús en las que nos asegura estar siempre en sus manos «nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz»[3].


Convencidos de estar en las manos de Dios, el modo en que encaramos nuestras actividades cotidianas cambia. De manera especial nos llenaremos de una mayor serenidad: ante nuestros defectos, ante los defectos de los demás, ante el pasado, el presente y el futuro. San Josemaría consideraba que los cristianos viven «amando a Dios y sabiendo aceptar las contrariedades como bendición venida de su mano»[4].


EN LA LECTURA del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos propone la liturgia de hoy, se narra la llegada de los cristianos a la ciudad de Antioquía. Habían llegado ahí en una situación de contradicción, porque la persecución que se desató después de la muerte de san Esteban los hizo abandonar el lugar donde se encontraban. Sin embargo, no se desaniman, sino que hablan con espontaneidad sobre Jesús y su Evangelio a la gente que los rodea. Narra la Escritura que «la mano del Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor» (Hch 11,21).


Las manos de Dios no solo nos protegen, sino que también nos impulsan a trabajar por él en el mundo. Todos podemos hacer algo por el Señor, por difundir su calor en nuestro ambiente, llevando ese amor que nos llena. ¡Cuánto entusiasmo nos da el sabernos colaboradores de Dios en el mundo! Se cuenta que durante uno de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, el Cristo de una iglesia alemana perdió los brazos; cuando se plantearon la restauración de la imagen, prefirieron dejar al Cristo sin esas extremidades y, en cambio, escribir una frase en el travesaño de la Cruz que recuerda a quien la lee que los brazos de Jesús en la tierra somos los cristianos. «El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás»[5].


El pasaje de los Hechos de los Apóstoles termina con la llegada de san Bernabé y san Pablo a Antioquía, para reafirmar en la fe a los que se habían convertido. En esa ciudad, la difusión del Evangelio crecía con fuerza. Y fue ahí mismo donde los discípulos fueron llamados por primera vez “cristianos” (cfr. Hch 11,26). Da la impresión de que ese nombre surgió fuera de la comunidad cristiana, pero que en cualquier caso fue bien recibido por nuestros primeros hermanos en la fe. ¡Con cuánto orgullo lo llevarían! Al decir que somos cristianos expresamos nuestra pertenencia al Señor y el deseo de identificarnos con él. Recordar que somos cristianos, y recordar las obras de Dios en nosotros, nos ayudará a avivar la conciencia de estar en las manos de Jesús y de ser colaboradores suyos en el mundo.



22 de abril de 2024

FELICIDAD PARA SIEMPRE



 EVANGELIO San Juan 10, 1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús:

«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».

Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:

«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.

Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.

El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».


PARA TU RATO DE ORACION 


«YO SOY la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Jesús se designa a sí mismo como la puerta por la que tienen que pasar los pastores y el rebaño. Advierte que algunos que intentan llegar al rebaño por otros caminos, intentan escalar la cerca, pero esos no son buenos pastores. Solo pasando por Cristo, la puerta, las ovejas pueden transitar con seguridad, encontrar pastos, vida en abundancia. Jesús está en el centro de nuestra fe, es el principio y el fin de la creación, el alfa y el omega, como proclama el sacerdote cuando enciende el cirio durante la Vigilia pascual. «Enciende tu fe –decía san Josemaría–. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!” –dice San Pablo– ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[1].


¡Con qué fuerza se quedó impresa la figura de Jesús en aquellos que entraban en contacto con él! San Pedro y san Juan, después de la curación del cojo de nacimiento y la advertencia del Sanedrín para que no hablasen más de Cristo resucitado, simplemente responden: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). San Pablo, que se encontró a Jesús camino de Damasco, lo consideraba su propia vida (cfr. Fil 1,21) y su gran afán era predicar «a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).


Al considerar la imagen de Cristo como puerta, podemos pensar si verdaderamente queremos pasar todo lo que nos sucede a través de él. En nuestra relación con Jesús, puede suceder que haya «una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva. El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina. Como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que ardía su corazón mientras el Resucitado hablaba a lo largo del camino. Es la maravillosa experiencia de sentirse amados por Jesús (...). Para él no somos nunca extraños»[2].


DURANTE LOS años de su predicación en la tierra, el Señor fue dando luz a una multitud de personas. La Sagrada Escritura nos dice que la gente que se acercaba a él quedaba admirada por su modo de predicar, muy distinto a lo que estaban acostumbrados a escuchar (cfr. Mc 1,22). Sus palabras de una profunda y nueva esperanza –una esperanza que no termina aquí en la tierra– hacían que las multitudes se reunieran en torno a él como las ovejas que desean escuchar la voz de su pastor. Cristo «llama a sus propias ovejas por su nombre» (Jn 10,3), habla al corazón de cada persona. Esto implica que detrás de su voz podemos encontrar siempre una llamada personal del Señor. No son ideas con poca trascendencia en nuestra vida diaria: la fe es auténtica cuando se hace propia, cuando descubrimos que orienta nuestros deseos más profundos e ilumina realmente las circunstancias en que vivimos, nuestras relaciones familiares, profesionales, sociales... Entonces nos movemos con libertad, como las ovejas que entran y salen del redil, encontrando la seguridad que les dan los pastos (cfr. Jn 10,9).


Al sacar a las ovejas del redil, el pastor «va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz» (Jn 10,4). Para conocer con mayor claridad la voz de Cristo necesitamos profundizar siempre más en los contenidos de la fe. San Pablo compara la fe a un escudo que nos sirve para «apagar los dardos encendidos del Maligno» (Ef 6,16). Estas convicciones, al asumirlas en nuestra propia vida con la gracia de Dios, nos sostienen, pero sobre todo nos impulsan a llevar paz a los ambientes en los que nos movemos. Así, por ejemplo, quien ha asimilado la verdad de ser hijo de Dios sabrá hacer frente con serenidad a las dificultades de cada día, sabrá tratar mejor a los demás porque son sus hermanos, sabrá pensar en este mundo nuestro como el hogar que nos ha regalado Dios Padre.


La experiencia de encontrarnos con Cristo nos transforma. No nos lleva solamente a creer en algo, sino a ser alguien nuevo, a ser Cristo para los demás. San Josemaría señalaba que «ser santo, ser feliz en la tierra y conseguir la felicidad eterna –que en eso consiste la santidad–, es ser Cristo»[3].


LAS OVEJAS del redil de Cristo reconocen su voz y rechazan la de los extraños (cfr. Jn 10,5.8). Creer en Jesús es también entrar a formar parte de la gran comunidad de hombres y mujeres de una gran variedad de condiciones y procedencias que configuran la Iglesia. Así lo expresa el apóstol san Juan: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).


Al profundizar en nuestra fe, surge el deseo de hacerlo por medio de las enseñanzas del Magisterio. Se trata de la puerta para apreciar la herencia que nos ha dejado el Señor, el tesoro familiar que se transmite de generación en generación, aquella voz del pastor que no cesa con el paso del tiempo. «Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de fe»[4].


Muchas veces, hemos recibido esta fe en el seno de nuestros hogares, como sucedió a Timoteo, a quien san Pablo podía decir: «Me viene a la memoria tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también en ti» (1 Tim 1,5). Muchas veces «son las mamás, las abuelas, quienes realizan la transmisión de la fe»[5]; al ser un encuentro que transforma a las personas, la transmisión de la vida junto a Jesús encuentra un canal privilegiado en la amistad familiar o social, ya que es amor gratuito que se expande.


Podemos pedir a Jesús, el pastor, la puerta del rebaño, escuchar su voz, ese susurro que nos quiere llevar a la felicidad, aquí y en el cielo.