"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2023

QUE SEA DIOS QUIEN ACTUE EN NOSOTROS



 


Evangelio (Mc 5, 21-43)

Y tras cruzar de nuevo Jesús en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre a su alrededor mientras él estaba junto al mar. Viene uno de los jefes de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Al verlo, se postra a sus pies y le suplica con insistencia diciendo:


-Mi hija está en las últimas. Ven, pon las manos sobre ella para que se salve y viva.


Se fue con él, y le seguía la muchedumbre, que le apretujaba. Y una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y le tocó el manto -porque decía: ‘Con que toque su ropa, me curaré’-. Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía:


-¿Quién me ha tocado la ropa?


Y le decían sus discípulos:


-Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: ‘¿Quién me ha tocado?’.


Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad. Él entonces le dijo:


-Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia.


Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo:


-Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?


Jesús, al oír lo que hablaban, le dice al jefe de la sinagoga:


-No temas, tan sólo ten fe.


Y no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice:


-¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme.


Y se burlaban de él. Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:


-‘Talitha qum’ -que significa: ‘Niña, a ti te digo, levántate’.


Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro. Les insistió mucho en que nadie lo supiera, y dijo que le dieran a ella de comer.


PARA TU ORACION 


DE CAMINO HACIA la casa de Jairo, se detuvo Jesús y, mirando a su alrededor, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Una multitud acompañaba al Señor. Todos querían estar cerca, escucharle, pedirle algún favor… Una mujer que padecía frecuentes hemorragias, que le hacían sufrir mucho y le impedían tener una vida normal, se acerca sigilosamente al grupo que rodea a Cristo. Después de mil intentos con todo tipo de tratamientos, el evangelista nos dice que había ido «de mal en peor» (Mc 5,26). La noticia de la llegada de Jesús enciende en su corazón una chispa de esperanza. Ella no pretende exigir nada, no quiere molestar al Señor, pero nace en su interior la fe en su poder de curación.


«Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28), piensa; tal era su disposición. Efectivamente, en cuanto lo hizo, la hemorroísa se curó. Casi podríamos decir que robó un milagro al Señor. Jesús, al sentir que «una fuerza» había salido de él, quiso que se supiera lo que había pasado, así que preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Todo invita a pensar que muchos estaban en contacto con él, pero solo esta buena mujer le «tocaba» de verdad. «Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa “tocó” sino que creyó?»1, comenta san Agustín. Todo sucede rápidamente, casi de manera instantánea. Ella se acercó, llena de vergüenza, pero «nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado»2.


Es envidiable la fe operativa y humilde de la hemorroísa. «Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo –decía san Josemaría–. ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él»3.


JAIRO, QUE ACOMPAÑABA a Jesús, fue testigo de la curación de la hemorroísa. Quizás estaba inquieto por la lentitud con la que avanzaban hacia su casa. Llegaron entonces mensajeros diciéndole: «Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?». Intervino entonces Jesús, tranquilizándole: «No temas, tan solo ten fe» (Mc 5,36). Momentos después, al acercarse a la casa, había un gran alboroto. El Señor hizo salir a la gente, entró en la habitación, y dirigiéndose a la niña moribunda le dijo: «A ti te digo, levántate» (Mc 5,41). E inmediatamente ella se levantó, como despertándose de un sueño profundo.


En el sacramento del perdón, Jesús nos dice a cada uno palabras semejantes: levántate, yo te perdono, no te desanimes, porque la gracia es mucho más fuerte que el pecado. Todos los que lloraban en la casa de Jairo pensaban que la niña había muerto. Pero delante de Jesús la muerte nunca es definitiva. El pecado nunca tiene la última palabra, porque la voz tierna y fuerte del Padre nos vuelve a llamar cuando hemos caído, diciéndonos: «A ti te digo, levántate».


Para la mirada de Cristo, la muerte no es más que un sueño. De un modo similar, si miramos con sus ojos a las personas que nos rodean, a las circunstancias y a las dificultades presentes en el camino, no perderemos nunca la esperanza; encontraremos motivos de optimismo también cuando humanamente todo parezca un callejón sin salida. Si miramos con esos ojos de Cristo hacia nosotros mismos y hacia los demás, descubriremos que siempre es momento de volver a la vida. Podemos aprender de Jairo a «creer con fe firme en quien nos salva (...). Creer con tanta más fuerza cuanto mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos»4.


LOS RELATOS de estos dos milagros, el de la hemorroísa y el de la hija de Jairo, están entrelazados. En ambos casos, la fe ocupa un lugar central, junto a la vida nueva que brota de Cristo. «De Cristo sale la vida a torrentes: una virtud divina. Hijo mío, –sugería san Josemaría– tú le hablas, le tocas, le comes todos los días: le tratas en la Sagrada Eucaristía y en la oración, en el Pan y en la Palabra»5.


La mujer venció su timidez con audacia. Jairo superó también las dificultades alentado por Jesús. Ambos se sentían muy necesitados y se postran a sus pies. «Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús, hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo les pregunto: ¿cada uno de ustedes se siente necesitado de curación?»6. Esta combinación entre tener confianza en Jesús y, al mismo tiempo, sentirse muy necesitados de él, es la puerta para la salvación. Al contrario, la autosuficiencia que desecha lo que no nace de uno mismo, y la sospecha sobre el bien que Dios puede traernos, nos aleja de la curación.


Con ocasión de la canonización del fundador de la Obra, escribió el cardenal Ratzinger: «Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad»7. Nadie puede curarse a sí mismo. Nuestras vidas se llenarán de la misericordia divina siempre que estemos disponibles para dejar que Dios actúe. Así sucedió de un modo sublime en la vida de María. Desde el principio ella dijo «hágase en mí» (Lc 1,38), porque estaba convencida de que era Dios quien lo haría todo.


30 de enero de 2023

SOLO JESUS NOS LIBERA DEL PECADO

 



Evangelio (Mc 5, 1-20)


Y llegaron a la orilla opuesta del mar, a la región de los gerasenos. Apenas salir de la barca, vino a su encuentro desde los sepulcros un hombre poseído por un espíritu impuro, que vivía en los sepulcros y nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; porque había estado muchas veces atado con grilletes y cadenas, y había roto las cadenas y deshecho los grilletes, y nadie podía dominarlo. Y se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras. Al ver a Jesús desde lejos, corrió y se postró ante él; y, gritando con gran voz, dijo:


—¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te conjuro por Dios que no me atormentes! -porque le decía: ‘¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!’


Y le preguntó:


—¿Cuál es tu nombre?


Le contestó:


—Mi nombre es Legión, porque somos muchos.


Y le suplicaba con insistencia que no lo expulsara fuera de la región.


Había por allí junto al monte una gran piara de cerdos paciendo. Y le suplicaron:


—Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos.


Y se lo permitió. Salieron los espíritus impuros y entraron en los cerdos; y la piara, alrededor de dos mil, se lanzó corriendo por la pendiente hacia el mar, donde se iban ahogando. Los porqueros huyeron y lo contaron por la ciudad y por los campos. Y acudieron a ver qué había pasado. Llegaron junto a Jesús, y vieron al que había estado endemoniado -al que había tenido a ‘Legión’- sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo. Los que lo habían presenciado les explicaron lo que había sucedido con el que había estado poseído por el demonio y con los cerdos. Y comenzaron a rogarle que se alejase de su región. En cuanto él subió a la barca, el que había estado endemoniado le suplicaba quedarse con él; pero no lo admitió, sino que le dijo:


—Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.


Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban.


PARA TU ORACION


ANTE EL DOLOR de los enfermos o la angustia de los endemoniados, Jesús se conmueve y acude rápidamente a ofrecer su misericordia. En el Evangelio de hoy, el Señor cura a un hombre que sufría entre los sepulcros, poseído por una multitud de demonios, en la región de Gerasa. Era una zona poblada por paganos, de origen griego y sirio. Por eso, no es sorprendente la presencia de una enorme piara de cerdos, cuya crianza y comida estaba prohibida a los judíos. Jesús arrojó los demonios que atormentaban a este hombre y les permitió que se quedasen en los cerdos, que eran cerca de dos mil; estos, entonces, se lanzaron «corriendo por la pendiente hacia el mar» (Mc 5,13).


Este impresionante episodio, además de mostrar el poder de Jesús, deja ver con claridad que su misión es universal y se extiende a todos los pueblos. Para Dios no hay extranjeros. Al final de la escena, el hombre intentó subir a la barca para quedarse definitivamente con Jesús, pero el Señor le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Su misión será proclamar que la misericordia de Dios también se derrama sobre los paganos que allí habitaban. «Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban» (Mc 5,20).


Dios se ha encarnado para todos los hombres y mujeres. Movido por esta convicción, señalaba san Josemaría que «quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»1. Aquel hombre del pasaje evangélico, sanado por Jesús, fue motivo de admiración entre quienes escuchaban su mensaje de misericordia: se trata de un buen resumen de la misión de los cristianos.


LOS EVANGELISTAS subrayan el poder de Jesús sobre los demonios, a los que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). En esta ocasión, se describe cómo el maligno había destrozado la vida de este hombre. San Marcos nos hace comprender su situación con detalles que hacen más viva su desgracia: «Nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; (…) se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras» (Mc 5,3-5). Su desdicha es una representación gráfica y fuerte de la pérdida de dignidad a la que nos puede conducir el pecado: soledad, esclavitud, e incluso rabia hacia uno mismo.


Al reconocer a Jesús desde lejos, el endemoniado salió al camino, «corrió y se postró ante él» (Mc 5,6). Asistimos a un coloquio insólito entre Jesús y el demonio, que termina con estas palabras liberadoras: «¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!» (Mc 5,8). El endemoniado vivía encadenado a su propia desesperanza y apartado de la comunidad. Las palabras del Señor le liberan del mal más profundo, de todo aquello que le separa de Dios e impide su felicidad. «La liberación de los endemoniados cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado»2.


Así hace el Señor con cada uno de nosotros cuando acudimos a él. «¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que eso existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.


LOS MILAGROS suelen suscitar diversas reacciones: junto a personas que ven fortalecida su fe, también encontramos otras que se resisten a creer. Algunos vecinos de Gerasa vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo», así que pidieron a Jesús que «se alejase de su región» (Mc 5,15-17). En vez de compadecerse del hombre de los sepulcros, los gerasenos calcularon las pérdidas económicas por los cerdos ahogados. Miraron exclusivamente a su propio bienestar. Jesús se había convertido en algo incomprensible para ellos y por eso le pidieron que se fuera, ahuyentando su misericordia.


Cierto rechazo a Dios está siempre en la esencia del pecado, tanto de las ofensas grandes como de las pequeñas. Al rezar el Padrenuestro, siguiendo el consejo de Jesús, pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal, porque todos estamos expuestos a las insidias del maligno. Ninguno puede considerarse al margen de esta lucha. Y lo primero, para no dejarnos arrastrar por el mal, es reconocerlo sin miedo. Al sentir esta fragilidad interior, pediremos a Dios con humildad la fuerza que necesitamos.


«Todos tenemos al alcance de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios –predicaba el beato Álvaro del Portillo–. Estos medios son los sacramentos». Y, refiriéndose al sacramento de la Penitencia, se preguntaba: «¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma? ¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?»4. Para no cerrarnos a la misericordia de Dios, ni siquiera en pequeños detalles cotidianos, podemos acudir al refugio de María Inmaculada. Al contemplarla, aprendemos la alegría que surge del «sí» que ella pronunció continuamente ante los proyectos de Dios.


29 de enero de 2023

Primer Domingo de San José

 



Evangelio (Mt 5, 1-12)


Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:


—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.


»Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.


»Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.


»Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.


»Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.


»Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.


»Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.


»Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.


»Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros. (Mt 5, 1-12)


Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:


—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.


»Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.


»Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.


»Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.


»Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.


»Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.


»Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.


»Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.


»Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.


PARA TU ORACION


CUANDO JESÚS, durante su ministerio público por Galilea, llegó a predicar en la sinagoga de su propia ciudad, todos «se quedaban admirados» (Mt 13,54). La actitud de sus paisanos nos habla de la impresión que causaba aquel a quien habían visto crecer entre sus plazas y calles: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?» (Mt 13, 55-56).


Uniéndose a esa curiosidad santa por saber más acerca del entorno familiar de Cristo, la tradición de la Iglesia ha identificado en la Sagrada Escritura siete momentos cruciales en la vida de san José; son siete vivencias suyas en las que, como es normal también en nosotros, se mezclan el gozo y el dolor, la alegría y el sufrimiento. Por eso en muchos lugares se dedican los siete domingos previos a su fiesta a meditar estos pasajes. Un día, en una tierra con especial devoción a san José, alguien preguntó a san Josemaría cómo acercarse más a Jesús: «Piensa en aquel hombre maravilloso, escogido por Dios para hacerle de padre en la tierra; piensa en sus dolores y en sus gozos. ¿Haces los siete domingos? Si no, te aconsejo que los hagas»[1].


La devoción al santo patriarca siempre ha estado presente en el arte y en la piedad popular a lo largo de la historia de la Iglesia. En el siglo XVII, el Papa Gregorio XV instituyó por primera vez una fiesta litúrgica en su nombre. Posteriormente, en 1870, el santo Papa Pío IX nombró a san José patrono universal de la Iglesia. A partir de entonces, Leon XIII dedicó una encíclica al santo patriarca y en el centenario de este documento san Juan Pablo II escribió la exhortación apostólica Redemptoris custos. Ya en el tercer milenio, el papa Francisco publicó también una carta sobre san José bajo el título Patris corde, Con corazón de Padre. Este reiterado interés de la Iglesia, de manera especial en los últimos tiempos, puede renovar en nosotros una actitud de agradecimiento, admiración y puede llevar a que nos preguntemos: ¿qué lugar ocupa san José en mi corazón?


«JOSÉ, HIJO DE DAVID, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). De esta manera, tan sencilla, el ángel disipa las dudas y temores de José. No sabemos con certeza qué es lo que pasaba por su corazón y su mente. Con seguridad no dudó de la inocencia de su esposa, por lo que el ángel le confirma lo que quizá ya intuía en su alma: allí había algo de Dios. En efecto, a través del ángel, Dios mismo le confía cuáles son sus planes y cómo cuenta con él para llevarlos adelante. José está llamado a ser padre de Jesús; esa va a ser su vocación, su misión.


«¡Qué grandeza adquiere la figura silenciosa y oculta de san José –decía san Juan XXIII– por el espíritu con que cumplió la misión que le fue confiada por Dios. Pues la verdadera dignidad del hombre no se mide por el oropel de los resultados llamativos, sino por las disposiciones interiores de orden y de buena voluntad»[2]. El santo patriarca, a pesar de ser consciente de la importante y nobilísima tarea que el Señor le encomendó, ha llegado a nosotros como un ejemplo de humildad y discreción. Es en el silencio de aquel «ocultarse y desaparecer» en donde los planes divinos dan sus mayores frutos.


También ahora, Dios continúa confiando en José para que cuide de su familia, de la Iglesia y de cada uno de sus hijos, con la misma dedicación y ternura que lo haría con el Señor. Un antiguo aforismo judío dice que un verdadero padre es aquel que enseña la Torá –la ley de Dios– a su hijo, porque es entonces cuando le engendra de verdad. San José cuidó del Hijo de Dios y, en cuanto a hombre, le introdujo en la esperanza del pueblo de Israel. Y eso mismo hace con nosotros: con su poderosa intercesión nos lleva hacia Jesús. San Josemaría, cuya devoción a san José fue creciendo a lo largo de su vida, decía que «san José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre»[3


«LA IGLESIA entera reconoce en san José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos –señala san Josemaría– se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor»[4]. Este título es un honor y una responsabilidad. Junto con María, José alimenta, cuida y protege a la familia. Y la Iglesia, al ser la familia de Jesús, tiene a san José como patrono y protector: «La Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias»[5].


El Concilio Vaticano II habla de «escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida»[6]. Por eso, como familia, nos preguntamos constantemente qué es lo que el Señor quiere que aprendamos de cada situación y en cada encrucijada. La intercesión de los santos es una ayuda del cielo para descubrir a Dios en todos los acontecimientos y hacer presente su poder. San José guía y custodia a la Iglesia en este caminar.


Y también san José es patrono de esta familia que es la Obra. En los primeros años, san Josemaría acudió especialmente a él para poder hacer presente a Jesús Sacramentado en uno de los primeros centros del Opus Dei. Por su intercesión, en marzo de 1935 fue posible tener al Señor reservado en el oratorio de la Academia-Residencia DYA, de la calle Ferraz, en Madrid. Desde entonces, el fundador de la Obra quiso que la llave de los sagrarios de los centros del Opus Dei tuvieran una pequeña medalla de san José con la inscripción Ite ad Ioseph; el motivo es recordar que, de modo similar a como el José del Antiguo Testamento lo hace con su pueblo, el santo patriarca nos había facilitado el alimento más preciado: la Eucaristía.


Pidamos a José que nos siga ayudando a acercarnos a Jesús Sacramentado, que es el alimento del que se nutre la Iglesia. Así lo hizo junto a María, en Nazaret, y así lo hará también con ella en nuestros hogares.

28 de enero de 2023

¿Por qué tenéis miedo?

 



Evangelio (Mc 4, 35-41)


Aquel día, llegada la tarde, les dice:


— Crucemos a la otra orilla.


Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:


— Maestro, ¿no te importa que perezcamos?


Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:


— ¡Calla, enmudece!


Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:


— ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?


Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:


— ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?


PARA TU ORACION


EL LAGO DE GENESARET, con sus 165 kilómetros cuadrados de superficie y 43 metros de profundidad, es un lago más bien modesto. Sin embargo, pese a sus reducidas dimensiones, era rico en peces y en sus aguas se desataban violentas tempestades, como sigue ocurriendo hoy en día. Se encuentra en una hondonada de terreno, rodeado de montañas, entre las que se abren paso el valle del Jordán y la llanura de Esdrelón. Por esos pasillos naturales llegan fuertes ráfagas de viento que confluyen en el lago provocando olas furiosas, suficientes incluso para volcar una embarcación pequeña.


Una de esas tempestades llegó al lago mientras Jesús y sus discípulos estaban atravesándolo. Era el atardecer. Había terminado una jornada intensa de predicación a una gran multitud de personas. Era tanta la gente, que el Señor tuvo que subir a una barca y apartarse un poco de la orilla para que pudieran verle y oírle. En esa misma barca iba después Jesús, cansado: «Estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal» (Mc 4,38). Es la única vez que los evangelios nos lo presentan dormido. «Cada uno de esos gestos humanos es un gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad»1. Es conmovedor contemplarlo así: agotado, después de un día de trabajo en el que se ha entregado completamente, hasta quedarse sin energías y necesitar de un profundo sueño para recuperarlas.


«El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención»2. Se nos muestra como perfecto hombre, igual a nosotros en todo excepto en el pecado. Y entendemos más fácilmente que, con su gracia, también nosotros podemos encarnar su vida, aunque a veces nos cueste, aunque nos cansemos, aunque se note el peso del trabajo cotidiano realizado por amor.


ESTALLA LA TORMENTA. Las olas se encrespan. Se escucha con claridad el crujir de la madera de la barca. Los discípulos, expertos pescadores, están tensos. Su experiencia les dice que aquella tormenta es peligrosa. Se maravillan de que, en esa situación crítica, Jesús siga dormido. Lo despiertan con una frase en la que, bajo la apariencia de reproche, hay mucha confianza: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). El Señor se pone en pie, increpa al viento, y dice al mar: «–¡Calla, enmudece! Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: –¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?» (Mc 4,39-40).


Asombrados, los discípulos se llenan otra vez de temor, aunque ahora es un temor distinto: la grandeza del mar deja paso a la grandeza del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. «El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este –se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos–, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios»3.


También nuestra fe se está todavía formando, está siempre creciendo. Muchas veces nos asustamos, tenemos miedo, estamos inseguros ante pequeñas o grandes tormentas: tentaciones, contrariedades, desilusiones con nosotros mismos, fracasos… Es el momento de invocar a Jesús para que nos ayude a afrontar esas situaciones con paz y abandono. Como aconsejaba san Agustín: «Que las olas no os arrastren ante las confusiones de vuestro corazón. De todos modos, aunque seamos hombres, no desesperemos si el viento arrastra los afectos de nuestra alma. Despertemos a Cristo: nuestra singladura será tranquila y arribaremos a buen puerto»4.


EN LA PLAZA de San Pedro completamente vacía, bajo la lluvia, ante un crucifijo y una imagen de la Virgen, en marzo de 2020 el Papa Francisco presidió una vigilia de oración durante un momento difícil para toda la humanidad, en plena pandemia. Eligió comentar precisamente el pasaje del evangelio que estamos meditando. Sus palabras también pueden servirnos para afrontar otros momentos de dificultad que pueden aparecer en nuestra vida.


«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti (…). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás (…). “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»5.


«Cuando llega el padecimiento en forma tan humana, tan normal —dificultades y problemas familiares... o esas mil pequeñeces de la vida ordinaria—, te cuesta trabajo ver a Cristo detrás de eso. —Abre con docilidad tus manos a esos clavos... y tu dolor se convertirá en gozo»6. Por intercesión de santa María, «estrella del mar», pidamos al Señor que aumente nuestra fe, que nos libere de nuestros miedos y nos llene de esperanza.

27 de enero de 2023

SUMAR

 



Evangelio (Mc 4, 26-34)


Y decía:


— El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga. Y en cuanto está a punto el fruto, enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega.


Y decía:


— ¿A qué se parecerá el Reino de Dios?, o ¿con qué parábola lo compararemos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.


Y con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos


PARA TU ORACION


PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.


«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»1.


«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»2.


EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad3.


Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»4.


Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»5.


«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.


Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»6, y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante.

26 de enero de 2023

TITO Y TIMOTEO Todos podemos mejorar

 



Evangelio (Lc 10,1-9)


Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:


- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.


PARA TU ORACION


EN EL NUEVO TESTAMENTO se menciona a más de sesenta colaboradores de san Pablo. El Apóstol actuaba acompañado por otros fieles a quienes solía dejar a cargo de las comunidades que iban naciendo. Entre esos colaboradores destacan los santos Timoteo y Tito, cuya memoria recordamos el día siguiente a la fiesta de la conversión de san Pablo.


Timoteo, desde su primera juventud, fue un colaborador fiel de san Pablo: lo acompañó por toda Asia Menor, compartieron prisión al menos una vez y fue enviado a distintas misiones. Es patente que el Apóstol siempre pudo sentir su proximidad, aunque a veces estuvieran lejos físicamente. San Pablo correspondía a este apoyo rezando por él y por su familia, a la que conocía bien: «Continuamente te tengo presente en mis oraciones, noche y día. Al acordarme de tus lágrimas ansío verte para llenarme de gozo. Guardo recuerdo de tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice» (2 Tm 1,3-5). Así le escribe, probablemente desde Roma, durante su segundo cautiverio que culminaría con el martirio.


Tito también fue un colaborador fiel del Apóstol. Se conserva al menos una carta que recibió de san Pablo y es parte de las llamadas «epístolas pastorales», porque en ellas se ofrecen orientaciones y normas para la buena marcha de las nacientes comunidades cristianas. «Verdadero hijo en la fe que nos es común», dice de Tito, al comienzo de esa carta. Tras darle algunas orientaciones, concluye san Pablo: «Que aprendan también los nuestros a que se les reconozca por sus buenas obras» (Tt 3,14). Es un buen consejo también para nosotros, que deseamos ser apóstoles como Timoteo y Tito: nuestra preocupación sincera por todos será el mejor anuncio del Evangelio.


EN LA SEGUNDA CARTA que escribió a Timoteo, san Pablo agradece la perseverancia de su colaborador y lo insta a permanecer firme, en los siguientes términos: «Desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17).


Para asimilar bien ese alimento, de manera que nos llene de sabiduría, es preciso fomentar en nuestro corazón una actitud de escucha, de asombro, de diálogo íntimo siempre renovado. «Todos podemos mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...) Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por ella? (...) Y pienso en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»1.


De 1933 data un documento escrito a mano por san Josemaría. Se trata de unas cuartillas en las que había copiado 112 textos del Nuevo Testamento, precedidos por el siguiente título: «Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas»2. Si acudimos con asiduidad a la Palabra de Dios, también nosotros tendremos nuestros pasajes destacados, aquellos que guardamos de manera especial en nuestra alma, que nos han dado luz y nos han confirmado en la fe.


JESÚS ELIGE setenta y dos discípulos y los envía de dos en dos, diciéndoles: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2-3). El mensaje es claro: van enviados por el Señor y, aunque el trabajo sea inmenso, es él mismo quien se encargará de fructificar lo que le parezca. Por eso, san Pablo alienta a Timoteo a poner su esperanza en Dios: «Nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad» (2 Tm 1,8-9). San Josemaría señalaba que «la fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos»3.


«La mies es abundante también hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega (...). Al mismo tiempo, el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar solo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración»4. María, reina de los apóstoles, acompañó a muchos de los primeros cristianos en este gozoso empeño y, de la misma manera, nos sigue acompañando a nosotros.

25 de enero de 2023

CONVERSION DE SAN PABLO


 Evangelio (Mc 16,15-18)


En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:

— Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


PARA TU ORACION

CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).


Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).


Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol»1. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.


LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da»2. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).


El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación»3.


San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión»4. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).

«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran»5. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).


Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.


En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos»6. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.


Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.






24 de enero de 2023

GUIA PARA UNA VIDA FELIZ

 



Evangelio (Mc 3,31-35)


Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:


—Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.


Y, en respuesta, les dice:


—¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?


Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:


—Éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


PARA TU ORACION


UNA GRAN muchedumbre se encuentra junto a Jesús. Su vida pública apenas ha comenzado y ya ha despertado todo tipo de pasiones. Muchos lo escuchan atentos, emocionados por las curaciones que realiza. Otros, sin embargo, ya están planeando cómo acabar con él, pues se ha presentado como el Hijo de Dios y ha declarado que el hombre es más importante que el sábado. Es tan numeroso el gentío que lo rodea que ni siquiera su Madre y sus discípulos pueden acercarse a él. En cuanto varios advierten a Jesús que le están buscando, responde: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?». Y acto seguido concluye: «Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35).


Con la pregunta que plantea Jesús puede parecer que muestra cierta indiferencia, como si no supiera quiénes son su madre y sus hermanos. Sin embargo, con lo que añade a continuación, deja entrever el fundamento del parentesco que tiene con ellos. No son solo aquellos que le siguen de cerca o con los que tiene más confianza, sino que la familiaridad con Jesús la pueden tener todos aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios. Sus discípulos son aquellos que han puesto todas sus expectativas e ilusiones en el Señor, de forma que sus vidas giren en torno a lo qué él quiere. Aunque tendrán que ir purificando su modo de comprender y de seguir al Maestro, reconocen que, junto a él, encontrarán la voluntad divina para cada uno, y que ese caminar juntos se ha de convertir en la referencia de toda su existencia. Esta es la llave para abrir la puerta de la santidad: vivir según la voluntad de Dios[1]. Como afirmará Cristo en otra ocasión: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).


SON muchos los momentos en los que Jesús afirma que su prioridad es cumplir lo que su Padre espera de él. Incluso cuando es un niño y permanece en Jerusalén responde así cuando María y José lo encuentran en el Templo: «¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Más adelante dirá también que su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado (cfr. Jn 4,34). Este fue el deseo que guió toda su existencia.


La persona que quiere imitar a Cristo puede encontrarse con que no siempre sabe qué es lo que Dios espera de él. Y aunque lo descubra, puede también sentir la contrariedad. En este sentido, resulta consolador saber que también Jesús experimentó en Getsemaní la tensión entre sus propias fuerzas y lo que le pedía su Padre: «Si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Sabía que era difícil llevar a cabo aquello por lo que había venido al mundo. Pero el deseo de hacer la voluntad de su Padre era más grande que ese peso.


El amor a la voluntad de su Padre dio a Jesús un juicio adecuado sobre el valor de las realidades terrenas: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30). Este criterio es el que nos permite llevar una vida feliz, pues Dios es el primero que desea nuestro bien en la tierra y en el cielo. Nadie mejor que él sabe cómo construir esa felicidad, que muchas veces puede ir unida al sacrificio y al dolor. Amar su voluntad no es cuestión de someterse a unas condiciones en vista de un premio futuro, sino de confiar en la bondad de los planes de Dios, que también lo son para nosotros: su deseo es compartir su felicidad con nosotros, aunque en la tierra no sea plena. Como escribe san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).


CON FRECUENCIA san Josemaría hablaba sobre la obediencia inteligente: «Dios no nos impone una obediencia ciega». En efecto, esta virtud no consiste en poner por obra sin más lo que otro ha pedido, sino que previamente pone en juego sus capacidades para llevar adelante ese propósito. Precisamente en el huerto de los Olivos Jesús está valorando cómo actuar ante aquello que su Padre le está pidiendo. Al reconducir su voluntad humana al sí pleno a Dios, «nos dice que el ser humano solo alcanza su verdadera altura, solo llega a ser divino, conformando su propia voluntad a la voluntad divina»[2].


Es normal que a veces no sepamos cuál es la voluntad de Dios. Por eso buscamos la ayuda de la dirección espiritual, de alguien que pueda darnos un consejo. Al mismo tiempo, no siempre será fácil reconocer el sentido de aquello que nos proponen cuando choca con lo que pensábamos. Efectivamente, esa persona no es infalible, y nadie puede transmitir, sin más, la voluntad de Dios. Pero también sabemos que nosotros mismos no somos infalibles y podemos engañarnos. Y aunque un consejo no siempre se identifique necesariamente con lo que Dios quiere, el Señor cuenta con nuestra disponibilidad para secundarlo, por amor. Esto mismo es lo que el profeta Samuel transmitió a Saúl cuando le desobedeció: «¿Se complace el Señor en holocaustos y sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (1S 22). De este modo aclaraba «la jerarquía de valores: es más importante tener un corazón dócil y obedecer que hacer sacrificios, ayunos, penitencias»[3].


Después de encontrar a Jesús en el Templo, san Lucas hace notar que ni María ni José comprendieron lo que había ocurrido. Sin embargo, señala que «su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Es decir, consideraba lo que le ocurría para tratar de descubrir por qué el Señor lo permitía. Efectivamente, hay realidades que solamente llegaremos a entender completamente con el paso del tiempo. Y María, con su obediencia, supo fiarse de la voluntad de Dios.


23 de enero de 2023

RESPUESTA DE AMOR

 


Evangelio (Mc 3, 22-30)


En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.


PARA TU ORACION


«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»1 que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.


Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»2; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»3. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).


Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.


«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»4.


Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»5. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»6. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.


SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»7. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»8, entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.


El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»9.


Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»10.


22 de enero de 2023

QUÉ ÉS LO QUE NOS UNE?

 



Evangelio (Mt 4,12-23)


Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:


Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí


en el camino del mar,


al otro lado del Jordán,


la Galilea de los gentiles,


el pueblo que yacía en tinieblas


ha visto una gran luz;


para los que yacían en región


y sombra de muerte


una luz ha amanecido.


Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir:


— Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.


Mientras caminaba junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:


— Seguidme y os haré pescadores de hombres.


Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.


Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo.


.PARA TU ORACION


EL PROFETA Isaías habla de un pueblo que caminaba en tinieblas y que llegó a ver «una gran luz» (Is 9,1). Sus habitantes, acostumbrados a morar entre sombras, se llenan de gozo, pues la oscuridad que los envuelve se disipa. Esta profecía anuncia lo que supone la llegada de Jesús al mundo: él es esa «gran luz» que da sentido a la vida de los hombres y que libera de la oscuridad del pecado.


La razón de nuestra alegría no es otra que sabernos salvados por Cristo. «El Señor es mi luz y mi salvación –exclama el salmista–: ¿a quién temeré?» (Sal 27,1). Él nos ofrece una paz que no depende de las circunstancias externas o de nuestro estado de ánimo, sino de algo mucho más seguro: la certeza de que Dios se ha hecho hombre, nos ha salvado de nuestros pecados y está siempre con nosotros. Por eso podemos repetir también con el salmista: «El Señor es el refugio de mi vida: ¿de quién tendré miedo?» (Sal 27,1). El cristiano no teme a nada, pues sabe que Jesús siempre le acompaña. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31).


Ciertamente, todas las personas atravesamos situaciones difíciles. Algunas serán más ordinarias –una incomprensión, un cambio de planes, un dolor físico–, y otras más extraordinarias –una enfermedad grave, la pérdida de empleo, un problema familiar–. Pretender que todo esto no nos afecte puede resultar ingenuo. Al mismo tiempo, esas circunstancias nos llevan precisamente a anclarnos en lo que es importante para nosotros: Jesús, que nos ofrece consuelo y sentido. «El hombre ha sido creado para la felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en él»[1].


SAN PABLO había oído hablar de las divisiones producidas en la comunidad cristiana de Corinto. Al parecer, se habían formado diversos grupos alrededor de personajes importantes que les llevaba a decir: «“Yo soy de Pablo”, “Yo, de Apolo”, Yo, de Cefas”». El apóstol acaba su enumeración con una expresión que podría ser interpretada como irónica: «Yo, de Cristo» (1 Co 1,12). Es como si dijera: Vosotros sois de todos ellos, pero yo soy de Jesús. De este modo, san Pablo ponía de manifiesto lo absurdo que resultaban estos grupos, pues lo único que cuenta es pertenecer al Señor.


Es normal que en las relaciones con los demás experimentemos que unos y otros somos muy distintos. A veces podemos llegar a creer que esas diferencias son insalvables, que no hay modo de conciliar ese carácter o modo de pensar con el nuestro. Y aunque allí pueda existir algo de verdad, en realidad es mucho más decisivo lo que nos une que lo que nos separa. Sabernos hermanos en Cristo nos llevará a relativizar lo que nos distancia de los demás y a valorar ese común origen, buscando –con paciencia y esperanza– los modos posibles de ir ganando en conocimiento y comprensión mutua. Así, podríamos decir con el apóstol: Nosotros, a pesar de ser distintos o de pensar de manera diversa, somos de Jesús.


A veces basta escoger un buen punto de vista para valorar de manera diferente y mejor las acciones de los demás, hasta acercarnos un poco más al modo de ver de Dios. En este sentido, san Josemaría procuraba mirar a las personas con los ojos con los que lo haría su propia madre. Esta experiencia le llevó a escribir aquel punto de Camino: «No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»[2].


CUANDO Jesús se enteró de que Juan había sido encarcelado, se fue a vivir a Galilea. El evangelista señala que se cumplía así la profecía de Isaías sobre el pueblo que vivía en tinieblas, pero veía «una gran luz» (Is 9,1). Cristo comenzaría entonces a predicar y a llamar a sus primeros discípulos: «Vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: “Seguidme y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19).


Jesús llama a la conversión a los habitantes de Galilea porque ya han recibido la luz. «Convertíos –les dice–, porque está al llegar el Reino de los Cielos» (Mt 4,17). Este es el fundamento de esa invitación: el Señor les ha llamado. A veces puede parecer imposible «abandonar el camino del pecado porque el compromiso de conversión se centra solo en uno mismo y en las propias fuerzas, y no en Cristo y su Espíritu»[3]. Acoger esa llamada implica, ante todo, confiar en su palabra, dejarse curar por Dios y abrirnos a su compañía. De este modo, él actuará en nuestros buenos deseos y en nuestros esfuerzos por seguirle.


Los primeros discípulos supieron reconocer en Jesús esa gran luz que iluminaba sus vidas. Ese encuentro transformó su futuro. Por eso, «al momento dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4,22). Aquello que había sido parte esencial de su día a día –la pesca– queda entonces integrado y supeditado a los planes que el Maestro les confiere. Ciertamente, el Señor no pide a todos los hombres que dejen las redes de esa manera. Sin embargo, toda vocación «es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: esa es la llamada»[4]. Podemos pedir a María que sepamos acoger la luz de su Hijo para que nuestra vida pueda iluminar a las personas que nos rodean.


21 de enero de 2023

LA EUCARISTIA NUESTRA FUERZA

 



Evangelio (Mc 3,20-21)


Entonces llegó a casa; y se volvió a juntar la muchedumbre, de manera que no podían ni siquiera comer. Se enteraron sus parientes y fueron a llevárselo porque decían que había perdido el juicio.


PARA TU ORACION


TANTA GENTE se agolpaba en torno a Jesús y sus discípulos que, en no pocas ocasiones, «no los dejaban ni comer» (Mc 3,20). El Señor pasa horas y horas escuchando a personas, todas muy distintas. Para uno tiene palabras de perdón y de aliento; para otra, un gesto de ternura; para algunos, ese encuentro supone el final de una enfermedad o el principio de una nueva vida. Todo el que se acerca a Jesús se siente escuchado, atendido, querido, aunque sean encuentros de unos pocos segundos. Nosotros también estamos dentro de una de esas muchedumbres, esperando el momento de ver al Maestro cara a cara. ¿Qué le voy a pedir? ¿Qué me gustaría contarle? ¿Qué me preocupa? ¿Qué necesito sanar en mi alma? ¿A quiénes llevo hoy en el corazón de modo especial? Los ratos de oración son tan reales como esos encuentros que nos relata el Evangelio. El Señor nos espera con la misma atención.


Una humanidad necesitada consume las energías del Maestro y de sus discípulos. El amor por la muchedumbre puede más que el cansancio, más que el hambre, más que cualquier problema personal. Jesucristo se identifica de tal modo con su misión salvadora, que todo en él está supeditado a ella. Por estar un rato con nosotros, Jesús está dispuesto a quedarse sin comer o a permanecer en un sagrario sin que importe el tiempo. «Al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo –confesaba san Josemaría–, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado»1.


NO TODO EL MUNDO participa del entusiasmo de aquella muchedumbre por Jesús. Algunos de sus paisanos y familiares, que le conocen desde que era un niño, no aceptan que haya alcanzado esa notoriedad. Conocen al hijo del carpintero desde siempre, piensan que ya saben lo que se puede esperar de él y, por eso, lo que está ocurriendo no entra dentro de sus expectativas. Quizá nosotros también hemos conocido a Jesús desde nuestra más tierna infancia. Y quizá, como sus paisanos, creemos también que ya sabemos lo que podemos esperar de él. Este puede ser un obstáculo para abrirnos a sus dones. Envejecer espiritualmente significa, precisamente, no esperar ya nada nuevo, ni siquiera de quien es la fuente de toda novedad. La presencia de Jesús rejuvenece el espíritu, hace siempre más audaz a la fe, más segura a la esperanza, más ardiente a la caridad.


«La Palabra de Dios en el libro del Apocalipsis dice así: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap. 21,5). La esperanza cristiana se basa en la fe en Dios que siempre crea novedad en la vida del hombre, crea novedad en el cosmos. Nuestro Dios es el Dios que crea novedad, porque es el Dios de las sorpresas»2. San Josemaría, cada vez que se acercaba al altar para celebrar la santa Misa, saboreaba interiormente el salmo 43, dirigiéndose a Dios como el Dios que alegra nuestra juventud. Si descubrimos síntomas de envejecimiento espiritual, podemos acudir al Banquete Eucarístico para renovarnos, para que Dios alegre nuestra vida con una fe siempre joven; entonces crecerá nuestra convicción de que para él no hay nada imposible (cfr. Lc 1, 37) y que su mano no se ha acortado (cfr. Is, 59, 1).


ES TARDE y todavía no han comido. Sin embargo, Jesús había hablado a sus discípulos de un alimento que ellos no conocían: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado (Cfr. Jn 4,34). La muchedumbre que, por un lado, les deja sin comer, por otro lado les permite ver que la voluntad del Padre es salvar a todos. Y esa voluntad del Padre acabará siendo su alimento preferido.


«Al ver a las multitudes, se llenó de compasión por ellas» (Mt, 9, 36). Hacer la voluntad del Padre produce todavía más hambre de hacer la voluntad del Padre. El alimento material sacia cuando se come; el alimento espiritual, cuanto más se prueba, más hambre da. Después de una jornada haciendo el bien a tantas personas, los discípulos están exhaustos y hambrientos, pero también con más hambre de almas. Es lo que ocurre a quien sigue a Jesús: que ya no puede vivir de espaldas a la muchedumbre y se llena de ansias de hacerla feliz.


Al final del día, se habrán sentado por fin a comer algo. Habían comido juntos muchas veces, pero llegará un día, casi al final de su paso por esta tierra, en la Última Cena, en que Cristo les dará a comer su misma hambre. En la Eucaristía comemos y nos llenamos de la misma hambre de Cristo, de sus mismos deseos salvadores, de su misma sed de almas. Le podemos pedir ayuda a nuestra Madre para participar cada vez con más amor en ese Banquete; así, junto a ella, nuestro corazón se compadecerá con el sufrimiento de la muchedumbre y se llenará de ansias de hacerla feliz.

20 de enero de 2023

Apostol de Jesús

 



Evangelio (Mc 3,13-19)


Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con potestad de expulsar demonios: a Simón, a quien le dio el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes les dio el nombre de Boanerges, es decir, «hijos del trueno»; a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo y a Judas Iscariote, el que le entregó.


PARA TU ORACION


JESÚS SUBIÓ AL MONTE, llamó a los que quiso y se fueron con Él» (Mc 3, 13). Es fácil darse cuenta de que se trata de un momento decisivo para el Señor, pues ellos serán quienes continuarán su misión. En la narración de san Marcos hay un detalle simbólico que nos introduce en la importancia sobrenatural del momento: «Jesús subió al monte». Por lo que nos cuenta el pasaje de la Escritura, el monte no se refiere solo a un lugar físico, sino que también es una imagen de la oración que está por encima del ajetreo y la actividad cotidiana: simboliza el lugar de la comunión con Dios.


Los apóstoles, por tanto, son engendrados en la oración de Jesús al Padre, proceden de la intimidad Trinitaria. «Su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre, y está anclada en él»1. Por eso, Jesús considera a cada apóstol como un don del Padre y habla de sus discípulos como de «los que me has dado» (Jn 17,9). También, en otro momento, se refiere al Padre como el dueño de la mies, a quien hay que pedir obreros (cfr. Mt 9,38). La llamada y la misión del apóstol se origina y permanece en la conversación amorosa entre el Padre y el Hijo. De ahí, del seno de la Trinidad, de ese monte que es en realidad un volcán, brota el fuego que debe mover toda acción apostólica.


Al compartir el Evangelio con los demás, «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu»2; el cristiano se convierte en apóstol en el monte de la oración. Ahí recibe el encargo de Jesús y ahí se renueva continuamente el calor de ese mandato. La ocupación más importante del apóstol consiste, por lo tanto, en frecuentar esa cima donde se transmite el fuego del amor de Dios. Si el apostolado pierde ese centro, es fácil que se torne en un conjunto de tareas vividas, quizás, como una pesada obligación que contradice los propios deseos, y no como algo natural que surge de nuestra identidad de apóstoles.


«INSTITUYÓ A DOCE, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A primera vista, las dos finalidades por las que Jesús escoge a los suyos pueden parecer opuestas: estar junto a él y enviarlos lejos. Y, sin embargo, son dos aspectos de una misma misión. Para los doce, estar con Cristo va a ser, al principio, convivir con él. Pero, pasado el tiempo, estar con Jesús acabará adquiriendo un significado interior. Los apóstoles tendrán que pasar de la comunión exterior con Jesús, a la interior. Los doce tendrán que aprender a vivir con Jesús de tal modo que puedan estar continuamente con él, incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra.


Solo quien vive en el amor de Cristo, puede anunciarlo a los demás con autenticidad. Si el apostolado no es auténtico, produce fatiga, hastío, desazón. No da calor porque le falta el fuego. «Ya hace muchos años considerando este modo de proceder de mi Señor –decía san Josemaría–, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior»3.


De esa comunión con Cristo brota el poder para expulsar los demonios. Jesús los envió para predicar, y también «para que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3, 15). Un apostolado que no nace del amor de Cristo, por su parte, tiene sus propios demonios: los celos, las comparaciones, las envidias… El apostolado auténtico está marcado por el sello de la caridad, de la fraternidad, de la comprensión, de la unidad, porque nace de la misma fuente ardiente de comunión con Cristo.


EL GRUPO DE LOS DOCE tuvo que aprender a ejercitarse en la caridad. Cuando leemos la lista de los doce apóstoles, no nos encontramos con un grupo homogéneo. No se han elegido unos a otros, como se eligen los amigos. Dios ha elegido a cada uno, y son muy distintos unos de otros, en su origen, maneras de ser, costumbres… Al parecer, Simón el de Caná y Judas Iscariote pertenecían al grupo radical de los zelotes. Podemos imaginar cómo les hervía la sangre con todo lo que se refería a la ocupación romana. Mateo, sin embargo, era un recaudador de impuestos: trabajaba para los romanos. Los pescadores Pedro y Andrés, hermanos, mandaban en lo que podía ser una pequeña cooperativa de pesca, en la que los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, de carácter impetuoso, eran empleados. ¿Cómo sería la relación entre ellos? Probablemente tendría sus altibajos. Felipe y Andrés, por su parte, tienen nombre griego, y a ellos acuden los visitantes griegos venidos para la Pascua.


«Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse al “celo” de Jesús, que se consumará en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los doce representan a la Iglesia de todos los tiempos, y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús»4. Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, la caridad entre los apóstoles ha sido, desde el principio, la piedra de toque del auténtico apostolado. Ubi divisio, ibi peccatum, decía Orígenes: donde hay división, ahí está el pecado. Por el contrario, como reza el canto, Ubi caritas est vera, Deus ibi est: donde hay caridad, ahí está el Señor. Mirar cómo se aman entre ellos ha sido, desde los inicios de la Iglesia, la señal inequívoca de la presencia de Cristo entre los cristianos. Y, también desde los inicios, santa María era el foco de unidad alrededor del cual todos se congregaban (cfr. Hch 1,14).

19 de enero de 2023

UNA LLAMADA UNIVERSAL

 



Evangelio (Mc 3,7-12)


Jesús se alejó con sus discípulos hacia el mar. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea y de Judea. También de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía. Y les dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le aplastasen; porque sanaba a tantos, que todos los que tenían enfermedades se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus impuros, cuando lo veían, se arrojaban a sus pies y gritaban diciendo:


—¡Tú eres el Hijo de Dios!


Y les ordenaba con mucha fuerza que no le descubriesen.


PARA TU ORACION


EN DIVERSAS ocasiones Jesús lleva a sus apóstoles a lugares apartados para descansar con ellos. La predicación del Evangelio es un trabajo extenuante. Muchas veces no tienen tiempo ni para comer. Sin embargo, algunas veces esos intentos de retirarse en busca de tranquilidad no daban buen resultado, porque quienes buscaban a Jesús lograban descubrirlos. Así lo refleja san Marcos: «Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón» (Mc 3,7-8). Es tal el entusiasmo de las gentes, que Jesús tiene que protegerse para no ser aplastado: «Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío» (Mc 3,9). La fama del Señor había traspasado fronteras: no son únicamente galileos, paisanos suyos, los que le escuchan con gusto, sino que son gentes de todas las comarcas, incluso de lugares más lejanos como Tiro o Sidón. Este recorrido que hace la Escritura por los lugares de procedencia de la muchedumbre es signo y preludio de la universalidad del Evangelio: la llamada de Dios no es para unos pocos, de cierto origen geográfico, pertenencia cultural o poseedores de algún bagaje intelectual concreto. La llamada es para la humanidad entera.


La alegría de llevar el Evangelio ha empujado a muchos santos a cruzar el planeta de un extremo a otro. San Josemaría soñaba con llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La evangelización era para él un «mar sin orillas», una tarea que no tiene límites. A este respecto le gustaba utilizar el mapa del mundo como motivo decorativo, porque le ayudaba a rezar por la expansión de la fe tanto geográficamente como para encender a más gente en el lugar propio. «La universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia abraza a todo el universo. Los apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna»1.


EN ESTOS primeros meses acompañando a Jesús, los apóstoles pudieron tocar con sus manos el fruto de su trabajo apostólico, vieron numerosas curaciones y conversiones. Todos ellos participan con gozo del entusiasmo que suscita Cristo a su alrededor. Sin embargo, más adelante el Señor les anuncia que no será siempre así, ya que también experimentarán la prueba de las contradicciones: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles (…): esto os sucederá para dar testimonio (…). Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21,12-17). Con el tiempo se cumplieron estas palabras, y sus apóstoles experimentaron en propia carne el sabor del fracaso, al menos aparente; asistieron con dolor al abandono de muchos discípulos e incluso a la traición. Todos tuvieron que aprender a superar las dificultades que entrañaba la predicación del nombre de Jesús. Dios nos llama a «una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»2. Tanto en los momentos de gozo como en los de dolor, el discípulo no puede olvidar que está con Cristo, y que esto es lo verdaderamente decisivo.


Todos los hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, buscamos el rostro de Jesús. Esta certeza nos mueve a no detenernos cuando arrecien los obstáculos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad», exclamaba san Juan Pablo II a una multitud de jóvenes que había llegado a Roma desde todas las partes del mundo. «Es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»3. Encontrar a Jesús es un regalo más grande que cualquier obstáculo del camino.


«COMO había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo» (Mc 3,10). La gente, que ha venido de los cuatro puntos cardinales, se agolpa en torno al Señor y quieren tocarlo. Esta es una imagen de lo que queremos hacer los cristianos sobre todo al recibir los sacramentos, pero también al pasar un tiempo de oración delante del sagrario, o simplemente al besar un crucifijo. Buscamos ese contacto con Cristo también cuando cuidamos de los enfermos, de las personas necesitadas o de los ancianos: tocando sus «llagas, acariciándolas, es posible adorar al Dios vivo en medio de nosotros»4.


Jesús es el camino para nuestra salvación. Su humanidad atrae nuestros corazones porque sabemos que no cansa ni decepciona. Es verdad que en el amor radica nuestra felicidad, pero incluso en las relaciones humanas más profundas podemos encontrar «una cierta medida de desilusión»5, porque nadie nos puede dar lo que nos ofrece Dios en su Hijo. «Solo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano»6.


Para continuar atrayendo a muchos a Cristo, necesitamos acercarnos a él en los sacramentos, en la oración y en las demás personas, para recibir allí la vida sobrenatural. Encontrar siempre a Jesús nos dará energía y consuelo en nuestro apostolado. «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado (…) depende de su unión vital con Cristo»7. Al descubrir a Cristo en lo que nos rodea nos llenaremos de fecundidad apostólica, quizás distinta a la que imaginábamos. María es testigo feliz de la marea de personas que corren detrás de su Hijo, buscando luz y salvación. Con el aliento de quien es Reina de los apóstoles iremos al encuentro con Cristo para, después, poder compartirlo con los demás.