"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2022

CAMINO HACIA LA FELICIDAD

 



Evangelio (Mc 10, 17-27)


Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó:


—Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?


Jesús le dijo:


—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre.


—Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud —respondió él.


Y Jesús fijó en él su mirada y lo amó. Y le dijo:


—Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.


Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones.


Jesús, mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:


—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!


Los discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo, dijo:


—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.


Y ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:


—Entonces, ¿quién puede salvarse?



Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:


—Para los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible.





Los mandamientos son el camino hacia la felicidad.

En Cristo, Dios sale a nuestro encuentro.

Podemos aceptar o no la invitación de Jesús.




«MAESTRO bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). Así inicia la conversación entre Jesús y un joven que se acerca. Esta fundamental pregunta, que el joven realiza de rodillas, es la misma que le «han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos (...). Es el interrogante fundamental de todo cristiano»1 y de todo hombre. Lo que este joven anhela es lo que deseamos todos: ser felices en la tierra y después en el cielo.


Hemos escuchado la respuesta de Cristo: «Ya conoces los mandamientos» (Mc 10,19). Ante todo, Jesús le confirma que debe estar atento a los ecos de la ley que Dios ha inscrito en su corazón y que ha revelado a su pueblo. El Señor, «con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»2. El camino para saciar la sed de sentido que anida en su corazón es preciso: vive de acuerdo a los mandamientos, hazlos vida de tu vida.


Los mandamientos son el camino de felicidad que Dios ha trazado para sus hijos. Aunque algunos vienen formulados en negativo, para establecer fácilmente los límites del bien y del mal, los mandamientos son en realidad un «sí» a Dios, a su amor. Son un «sí» también a los demás hombres, porque el amor al prójimo brota de un corazón dispuesto a entregarse. Son, finalmente, un «sí» a nosotros mismos. Más que una meta, son «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad»3. Con los mandamientos, Dios nos quiere educar en la verdadera libertad: «El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien»4.


EL JOVEN escuchó atentamente a Jesús y le contestó con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». En ese momento, el Evangelio subraya que «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,20-21). En esa mirada serena de Cristo se reflejaba el brillo del amor de Dios por los hombres; en ella «está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»5.


La auténtica felicidad nace al descubrir que Dios nos busca y sale a nuestro encuentro. Dios, «en su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre»6.


«Una cosa te falta –continuó diciendo Jesús al joven–: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). El Señor «no pretende imponerse»7, sencillamente le invita. El Señor no se cansa de mirarnos y, con paciencia, espera nuestra respuesta. Siempre estamos a tiempo de aceptar su invitación. «Yo quiero que vosotros seáis felices –decía san Josemaría en una reunión familiar–, y lo pido al Señor con toda mi alma. Pero si queréis ser felices tenéis que estar dispuestos a seguir al Señor, poniendo los pies donde Él los puso»8.


EN AQUEL MOMENTO, el joven rico lamentablemente no acogió la invitación de Jesús. Se llenó de tristeza y se dió la vuelta para volver a su rutina habitual. Los evangelistas hacen un diagnóstico unánime de la causa del rechazo: el joven «tenía muchas posesiones» (Mc 10,22; cfr. Mt 19,22 y Lc 18,23). Las ataduras a lo que poseía le impidieron dar el paso de amor hacia Jesús. No tuvo la soltura suficiente como para desprenderse de ellas y adquirir un bien mucho más grande. «Cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste –predicaba san Josemaría–: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»9.


Sobre el ambiente alegre que se había creado, se cierne ahora el nubarrón del desaliento. «Sólo nosotros, los hombres, nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana»10. Los santos, por su parte, se han dejado mover por el Espíritu Santo y su libertad se ha engrandecido de ese modo; sin dejarse atar por las cosas de la tierra, se han hecho ligeros para moverse al paso de Dios.


Seguir a Jesús supone imitar su estilo sencillo de vida. La pobreza «acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo»11. María, al ser llena de gracia, era también llena de libertad. A ella le podemos pedir que no nos dejemos llevar por otros bienes que no son el más grande: seguir de cerca a su hijo Jesús.


27 de febrero de 2022

SIN FORMACION IMPOSIBLE AVANZAR



EVANGELIO  Lc 6, 39-45


Y les dijo una parábola: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un pozo? Ningún discípulo es superior al maestro; pero cuando esté completamente entrenado, cada discípulo será como su maestro.

¿Por qué notas la astilla en el ojo de tu hermano, pero no percibes la viga de madera en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Hermano, déjame quitarte esa astilla que tienes en el ojo', cuando ni siquiera te das cuenta de la viga de madera que tienes en tu propio ojo? ¡Hipócrita! Quita primero la viga de madera de tu ojo; entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano.

“Un buen árbol no da frutos podridos, ni un árbol podrido da frutos buenos. Porque cada árbol se conoce por su propio fruto. Porque la gente no recoge higos de los espinos, ni recoge uvas de las zarzas. Una persona buena, del depósito de bondad en su corazón produce el bien, pero una persona mala, del depósito de maldad produce el mal; porque de la plenitud del corazón habla la boca.



La importancia de la formación para el apostolado.

Mirar primero los propios defectos.

Purificar nuestro corazón para dar frutos buenos.



«¿ACASO PUEDE un ciego guiar a otro ciego? –se pregunta Jesús, de manera retórica, en su predicación–. ¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6,39). Si recordamos que el Señor había dicho también que el ojo es la lámpara del alma (cfr. Mt 6,22), esta enseñanza adquiere una relevancia importante para nuestra tarea apostólica.


A un ciego no le vale recibir orientación de otro ciego, aunque este tuviera una intención generosa; los ojos sellados necesitan tener cerca unos ojos sabios, que puedan ver la senda con claridad. Y aquella ciencia imprescindible para guiar a otros no se alcanza por generación espontánea: el Espíritu Santo, al asistirnos, cuenta también con nuestro propia preparación para llevar a cabo la misión. Una mirada de fe que nos permita «guiar» con sabiduría a otras personas se adquiere con una formación adecuada. Así lo expresaba el profeta Isaías: «discite benefacere» (Is 1,17), aprended a hacer el bien; «es inútil que una doctrina sea maravillosa y salvadora, si no hay hombres capacitados que la lleven a la práctica»1.


La formación personal no se improvisa, requiere tiempo y dedicación. Necesitamos mantener siempre vivo el deseo de conocer mejor nuestra fe. Esta actitud abierta y joven solo se sostiene en el tiempo con humildad de corazón. Nunca somos completamente «maestros», porque continuamos siempre siendo «discípulos». Un buen maestro es el que no deja nunca de aprender; el mejor guía es aquel que mejor se deja guiar. Muchos de aquellos «guías ciegos» (Mt 23,16), por tanto, son quienes, desconociendo sus propios límites, piensan que nadie puede enseñarles algo nuevo. Al final de su vida, lo explicaba san Josemaría diciendo: «Nosotros nunca decimos basta. Nuestra formación no termina nunca: todo lo que habéis recibido hasta ahora es fundamento para lo que vendrá después»2. Sobre todo, nunca podemos dar por acabada la acción progresiva del Espíritu Santo en nuestra alma, que busca identificarla con el modo de ser de Jesucristo.


EN UNA SEGUNDA parábola, el Señor utiliza otra vez la metáfora del ojo. En esta oportunidad, el ojo está irritado por un cuerpo extraño que hace incómoda la visión. «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6,41-42). Jesús subraya la necesidad de la purificación personal para ver con claridad, en primer lugar, nuestro propio corazón, y después poder ver a los demás. No es difícil caer en el peligro de justificar una imperfección propia –la viga–, al mismo tiempo que condenamos un defecto ajeno, quizá insignificante –la mota–. «Parece, en verdad, que el conocimiento de sí mismo es el más difícil de todos –sostiene san Basilio–. Ni el ojo que ve las cosas exteriores se ve a sí mismo; y nuestro propio entendimiento, pronto para juzgar el pecado de otro, es lento para percibir sus propios defectos»3. Cristo indica el adecuado orden para tener una visión real de las cosas: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Lc 6,43).


¿Cómo evitar deslizarnos por una pendiente de juicios sobre los defectos ajenos? San Agustín ofrece una solución sencilla, y comienza por hacernos la pregunta: «¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella»4. El Señor nos sugiere que, antes de juzgar a los demás, miremos hacia nuestro interior, reconociendo nuestras fragilidades, y dejando en manos de Dios la delicada tarea de juzgar. «El primer paso, pues, es pedir la gracia al Señor de una conversión (...). ¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos. Ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»5.


UNA TERCERA parábola breve que encontramos en el Evangelio dice así: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal» (Lc 6,43-44). En el marco de su enseñanza sobre la pureza de intención, el Señor insiste que todas nuestras obras tienen su raíz en el corazón. De la misma manera que los frutos nos dan a conocer el árbol del que proceden, así las obras desvelan el fondo del alma. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo» (Lc 6,45). Más allá de las manifestaciones externas, lo realmente determinante son las disposiciones interiores. El valor de nuestras acciones se determina en el corazón que, como lo llama el Catecismo de la Iglesia, «es el lugar de la decisión» y «de la verdad»6.


«Cuando la persona habla, se descubren sus defectos, (...) la palabra revela el corazón» (Ecl 27,4-6), dice la Sagrada Escritura. Y Jesús añade: «De la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,45). Es algo que se corresponde con nuestra experiencia. Basta prestar atención a nuestras conversaciones para caer en la cuenta de lo que llevamos en el corazón, lo que nos preocupa o nos llena de alegría. Por eso, al reflexionar sobre nuestras conversaciones podremos descubrir egoísmos, resentimientos o envidias que no aligeran nuestro corazón. Santa María guardaba en su interior las palabras y los gestos de su hijo; por eso, de sus labios solo surgían conversaciones de consuelo para quienes le rodeaban. Ella puede ayudarnos a, siguiendo las enseñanzas de Jesús, formarnos mejor y no juzgar a los demás, alegrándonos de los dones que Dios les ha dado.

26 de febrero de 2022

INFANCIA ESPIRITUAL

 



Evangelio (Mc 10,13-16)


Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les dijo:


—Dejad que los niños vengan conmigo, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.


Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.



El Reino de Dios es de quienes son como niños.

Un camino de infancia espiritual.

Hacerse como niños requiere madurez.



EN TIEMPOS de Jesús, era normal que los jefes de la sinagoga bendijeran a los niños; lo mismo sucedía entre padres e hijos, o entre maestros y discípulos. Por eso, a las personas que escuchaban al Señor les pareció natural acercar sus hijos al Maestro para que los tomara en brazos y los bendijera. Sin embargo, a los discípulos les pareció inoportuno ese buen deseo. Quizás pensaron que se trataba de una interrupción que se debía evitar, así que decidieron reñir a quienes intentaban aproximarse a Cristo. El Evangelio nos dice que, «al verlo, Jesús se enfadó. Y les dijo: “Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él”» (Mc 10,13-15).


Hay que tener en cuenta la consideración que se tenía con los niños en la antigüedad: lo cierto es que apenas contaban, a nadie se le habría ocurrido que se pudiera aprender de un pequeño. En cambio, «¡qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el “Evangelio del niño”. En efecto, ¿qué quiere decir: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos”? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros»1.


«No quieras ser mayor. —Niño, niño siempre», aconsejaba san Josemaría. «Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño? No quieras ser mayor. —Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano tu Padre-Dios»2.


«ESTAMOS EN UN SIGLO de inventos –escribía santa Teresa de Lisieux, a finales del siglo XIX–. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los libros sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: “El que sea pequeño, que venga a mí” (Pr 9,4)»3.


Hacerse pequeños: Dios hizo descubrir a santa Teresa del niño Jesús esta vía para acceder a la santidad. «Yo siempre he deseado ser santa –escribía en otra ocasión–. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña, cuya cumbre se pierde en el cielo, y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad»4.


También san Josemaría tuvo en su propia vida experiencias análogas, aunque con matices y acentos distintos. En Camino dedica todo un capítulo a numerosas consideraciones bajo el título «Infancia espiritual». El fundador del Opus Dei siempre se vio ante Dios como un niño, como un instrumento inadecuado que, sin embargo, se sentía seguro en los brazos de su Padre del cielo: «Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»5. Y aconsejaba también: «¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor (…). Fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina»6.


«CAMINO DE INFANCIA. –Abandono. –Niñez espiritual. –Todo esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana»7. Hacerse como niños ante Dios nada tiene que ver con el sentimentalismo o la puerilidad, sino que «exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto»8. La vida de infancia «supone una viva fe en la existencia de Dios, un rendimiento práctico a su poder y a su misericordia, un acudir confiado a la Providencia de Aquel que nos da su gracia para evitar todo mal y conseguir todo bien»9.


La persona que emprende este camino deberá adecuar su corazón para acoger los dones de Dios y adquirir las virtudes del niño, que solo se alcanzan a cambio de «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»10.


«Y todo eso lo aprendemos tratando a María. La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (…). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos»11.

25 de febrero de 2022

SER SANTOS EN EL MATRIMONIO

 



Evangelio (Mc 10, 1-12)


Saliendo de allí llegó a la región de Judea, al otro lado del Jordán, y de nuevo se congregó ante él la multitud. Y, como era también su costumbre, se puso a enseñarles.


Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es lícito al marido repudiar a su mujer.


Él les respondió: —¿Qué os mandó Moisés?


Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla —dijeron ellos.


Pero Jesús les dijo: —Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.


Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.


Y les dijo: —Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.



El matrimonio es una realidad natural.

Los esposos reflejan el amor de Dios por los hombres.

Dios está presente en las dificultades.



MIENTRAS MARCHA hacia Jerusalén, Jesús se detiene en algún lugar de Judea. Las multitudes se congregan para escucharle. También unos fariseos se acercan, pero su actitud contrasta con la sencillez de los demás. Aquellos le hacen una pregunta comprometida, «para tentarle» (Mc 10,2): quieren saber si para el marido es lícito repudiar a su mujer. Las escuelas rabínicas discutían sobre cuáles eran los motivos suficientes para el repudio, con posiciones que iban desde admitirlo por razones muy banales hasta reservarlo solo para casos graves. La casuística era intrincada y el propósito oculto de los fariseos era enredar a Jesús. Por eso, quizás se sorprendieron al escuchar su respuesta, que achaca las concesiones de la ley de Moisés a la dureza del corazón humano. Cristo reafirma el designio originario de Dios, quien «al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso –dice Jesús– dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9).


El Señor recuerda una verdad que el pecado había oscurecido: que el matrimonio es una realidad natural, creada por Dios desde el principio y, por tanto, buena y santa. Tiene como característica propia la total entrega mutua entre varón y mujer para, así, crear el espacio idóneo para el amor. «Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser solo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no solo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad»1.


EL CATECISMO de la Iglesia señala que los sacramentos son «como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (...), son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza»2. También explica que los sacramentos son «signos eficaces de la gracia»3. Esto puede ayudarnos a comprender el valor inmenso del sacramento del matrimonio: el compromiso de los esposos es tomado por Dios para manifestar allí, a través de ese vínculo, su amor divino. «Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»4. «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio»5, continúa diciendo el Catecismo.


«Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia»6.


Por eso, san Josemaría enseñaba que el matrimonio es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión»7. Cada rincón de la vida familiar pasa a ser parte de esa transformación obrada por Dios: desde la relación entre los esposos hasta los esfuerzos económicos por sacar adelante a los hijos; pasando por la educación, las tareas domésticas, la apertura a otras familias, el descanso, etc.


AL MISMO TIEMPO que conocemos la grandeza del sacramento del matrimonio, no se nos ocultan las dificultades que aparecen en la vida matrimonial. Somos conscientes de que los problemas, en algunas ocasiones, pueden llevar a la ruptura de aquella comunión. Quizás sucede que «hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más»8.


Ciertamente, no faltarán las crisis en la historia de un matrimonio y, en realidad, de toda comunidad humana. Es importante saber que, en aquellos momentos, Dios no está ausente ni se ha olvidado de nosotros. Al contrario, son precisamente ocasiones de descubrir con mayor madurez su cercanía, son oportunidades de hacer más fuerte nuestra fe y nuestro amor hacia las demás personas. «En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación (...). A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles»9. Sin embargo, no existen recetas aplicables a todos los matrimonios: Dios llama a la santidad a cada persona, a cada matrimonio, y los caminos que nos llevan hacia él son siempre diversos.


Podemos pedir a santa María, reina de la familia, que nos abramos a recibir de Dios una caridad cada vez más grande, madurada en las inevitables dificultades; que nos ayude, siguiendo los consejos de san Josemaría, a «compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende»10.

23 de febrero de 2022

ESTAR EN LO QUE UNE

 



Evangelio (Mc 9,38-40)

Juan le dijo:

—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.

Jesús contestó:

—No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros.



Vivir en comunión con los demás.

Apreciar lo que nos une a otras personas.

La diversidad manifiesta la perfección divina.



A LOS DISCÍPULOS todavía se les hace difícil entender a Jesús, especialmente cuando habla de la pasión y muerte que le espera. Continúan llenos de visión humana. Sin duda, aman a Cristo, pero todavía no de modo incondicional, sino que proyectan en él sus expectativas terrenas. Pero es innegable que son siempre sinceros, su actitud es la de quien desea aprender. Exponen al Señor, con sencillez y claridad, todo lo que piensan, todo lo que se preguntan en su interior; le cuentan lo que conversan entre ellos y le relatan sus andanzas apostólicas. En una ocasión, «Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: –No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está» (Mc 9,38-39).


Podemos imaginar la paciencia del Señor al realizar esta corrección. Quizá incluso se divertía un poco con esos primeros pasos de quienes había escogido para que fueran apóstoles. Los discípulos actuaban con buena intención, pero todavía les faltaba comprender mejor las cosas, mirar desde el punto de vista de Dios. Aún veían la realidad de modo muy simple, como en blanco y negro. Jesús, en cambio, les hace notar que esta tiene un riquísimo colorido, y que aquel hombre que hacía el bien en su nombre no era tan ajeno a Cristo como parecía. «¡Qué gran cosa es entender un alma!»1, exclamaba santa Teresa de Jesús. Cualquier persona deseosa de hacer el bien merece nuestro delicado respeto, interés, empatía y cariño. «En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. “Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros”»2.


SAN AGUSTÍN escribía que, así como en la Iglesia Católica «se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la [Iglesia] católica puede haber algo de católico»3. Toda manifestación de bien en el mundo es motivo de alegría para quien ama al origen de todo bien. En el pasaje evangélico que contemplamos, «la actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia (...). Entonces, no se logra apreciar el bien que los otros hacen»4.


San Josemaría, hablando con una persona que vivía en una zona con pocos católicos, decía: «En tu tierra hay muchos que no son cristianos, pero que pertenecen de algún modo a la Iglesia, por su rectitud y por su bondad. Estoy seguro de que si supieran lo que es la fe católica, querrían ser católicos (...). Nosotros pertenecemos al cuerpo de la Iglesia: somos una parte de ese cuerpo maravilloso. Y ellos, si cumplen la ley natural, tienen como un bautismo de deseo»5.


El espíritu de comunión nos lleva a poner los ojos en todo lo que nos une a los demás, en lugar de hacerlo en lo que nos separa. Jesús invita a sus discípulos «a no pensar según las categorías de “amigo/enemigo”, “nosotros/ellos”, “quien está dentro/quien está fuera”, “mío/tuyo”, sino a ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple»6.


EN EL ORDEN NATURAL, Dios ha creado una multitud inmensa de ángeles; muchas galaxias y planetas; especies incontables de animales, vegetales y minerales. No es de extrañar que, en el orden sobrenatural, el Espíritu Santo haya querido suscitar a lo largo de los siglos innumerables carismas que enriquecen de modo maravilloso su Iglesia. Está claro que el Señor ama la pluralidad, probablemente porque esos incontables carismas, como en cierto modo las criaturas materiales, reflejan con diversidad de luces su perfección infinita.


A imagen de Dios, cada uno de los cristianos deberíamos amar con entusiasmo el pluralismo y la multiplicidad. Como en una gran familia, nos alegran y enorgullecen los frutos de santidad de tantas instituciones, muy diversas entre sí, que han dejado un surco ancho y profundo en la historia de la Iglesia, y también han configurado de muchas maneras la sociedad en que vivimos. Es sin duda un don de Dios para el mundo todo el trabajo que han desarrollado y siguen llevando a cabo esas realidades eclesiales, y también el de otras más recientes. Por eso, san Josemaría aconsejaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. –Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia»7.


Podemos pedir a María que nos ayude a estar siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo, de manera que seamos «capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la “fantasía” infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo»8.



22 de febrero de 2022

CATEDRA DE SAN PEDRO

 


Evangelio (Mt16,13-19)

«Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:

— ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?

Ellos respondieron:

— Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.

Él les dijo:

— Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondió Simón Pedro:

— Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

— Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.»



¿Qué piensa Dios de nosotros?

El fundamento visible de unidad en la Iglesia.

Ayudar al Romano Pontífice con la oración.



«Y VOSOTROS, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15) Jesús dirige estas palabras a sus discípulos y, en ellos, a cada uno de nosotros. Desea conocer la imagen que nos hemos hecho de su persona, nuestros pensamientos y sentimientos sobre él, porque serán importantes para nuestra vida. «La vida cristiana no nos lleva a identificarnos con una idea, sino con una persona: con Jesucristo. Para que la fe ilumine nuestros pasos, además de preguntarnos: ¿quién es Jesucristo para mí?, pensemos: ¿quién soy yo para Jesucristo? Descubriremos así los dones que el Señor nos ha dado, que están directamente relacionados con la propia misión»1.


Esta misma pregunta escuchó san Pedro de labios de Cristo. Los apóstoles, compartiendo la misión del Maestro, comprendieron hasta qué punto contaba con ellos. «Que deduzcan de aquí los hombres –dice san Bernardo– lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente»2. Al soñar con lo que Dios siente y piensa de nosotros, no existe el riesgo de exagerar. En realidad siempre nos vamos a quedar cortos. Probablemente vendrán a nuestra mente las palabras de san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre» (1 Cor 2,9).


PEDRO SIEMPRE sale en rescate de los discípulos. Esta vez, manifiesta la divinidad de Jesús con una claridad que, tras escucharlo, el Señor alaba: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Celebramos la fiesta de la Cátedra de san Pedro; puede ser un buen momento para agradecer a Dios el cuidado por su Iglesia y el hecho de haber establecido un fundamento visible de su unidad, una roca en la que apoyarnos: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).


«El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles»3. Jesús le comunica a Pedro quién es él para Dios. Y, en los momentos en que hace esa declaración, el Señor conoce perfectamente a su apóstol: sabe cómo es, cómo reacciona, cómo piensa, cuánto le quiere. Lo ha elegido desde antes de la fundación del mundo. «¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo ellos, que seguramente no habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? –se pregunta san Juan Crisóstomo–. Y más, si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos»4. La misma ayuda de Dios que hizo roca a Pedro, sigue actuando sobre sus sucesores y sobre la Iglesia entera.


EL ROMANO Pontífice cuenta con nuestras oraciones por su persona e intenciones. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,6), fueron aquel día las palabras de san Pedro. Nuestra fe se apoya en Jesús, que nos dirige hacia el Padre. Es asombroso que Dios nos haya convocado a compartir con él en la misión de la Iglesia. Cuenta con nosotros, nadie está de más.


Escribiendo a un cardenal, san Josemaría confesaba el convencimiento de que su oración podía ayudar al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»5. Un “arma poderosa” que el fundador del Opus Dei también utilizaba de manera habitual para ayudar a la Iglesia es el santo rosario. «Desde hace años, por la calle –decía–, todos los días, he rezado y rezo una parte del Rosario por la Augusta Persona y por las intenciones del Romano Pontífice»6.


Además de rezar por su persona e intenciones, san Josemaría secundaba las enseñanzas del Romano Pontífice a lo largo de toda su vida, y siempre buscaba el modo de manifestarle su afecto. Del mismo modo, todos los cristianos procuramos estar muy unidos a Pedro, también si alguna vez no comprendemos algún aspecto, ya sea en sus palabras o en sus obras. Si esto último llegase a suceder, los hijos de la Iglesia debemos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»7 a sus enseñanzas y, en consecuencia, no hablamos negativamente sobre él cuando esto pueda herir la unidad del Cuerpo de Cristo.


Podemos acudir a María, madre de la Iglesia, para que proteja, cuide, y haga muy feliz al Papa: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»8.



PARA LA MEDITACION



A través de dos mil años de historia, en la Iglesia se conserva la sucesión apostólica. Y, entre los Apóstoles, el mismo Cristo hizo objeto a Simón de una elección especial: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Pedro se traslada a Roma y fija allí la sede del primado, del Vicario de Cristo.


Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.» (Mt 16,18-19)


Roma, sede apostólica

A través de dos mil años de historia, en la Iglesia se conserva la sucesión apostólica. (...). Y, entre los Apóstoles, el mismo Cristo hizo objeto a Simón de una elección especial: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt XVI, 18). Yo he rezado por ti añade también, para que tu fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (Lc XXII, 32). Pedro se traslada a Roma y fija allí la sede del primado, del Vicario de Cristo. Por eso es en Roma donde mejor se advierte la sucesión apostólica, y por eso es llamada la sede apostólica por antonomasia. Amar a la Iglesia, 29


El amor al Romano Pontífice, una hermosa pasión


Contribuimos a hacer más evidente esa apostolicidad, a los ojos de todos, manifestando con exquisita fidelidad la unión con el Papa sea quien sea el actual o los que le han precedido, que es unión con Pedro. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros un hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo. Amar a la Iglesia, 30


Siempre más 'romanos'


Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra, como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima. Amar a la Iglesia, 28


Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede... Con un amor siempre más ¡teológico! Surco, 353



¡Todos, con Pedro, a Jesús por María!


María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos. Es Cristo que pasa, 139


Para mí, después de la Trinidad Santísima y de nuestra Madre la Virgen, en la Jerarquía del amor, viene el Papa. No puedo olvidar que fue S.S. Pío XII quien aprobó el Opus Dei, cuando este camino de espiritualidad parecía a más de uno una herejía; como tampoco se me olvida que las primeras palabras de cariño y afecto que recibí en Roma, en 1946, me las dijo el entonces Mons. Montini. Tengo también muy grabado el encanto afable y paterno de Juan XXIII, todas las veces que tuve ocasión de visitarle. Una vez le dije: "en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad...". Y el Santo Padre Juan se reía, emocionado. ¿Qué quiere que le diga? Siempre los Romanos Pontífices, todos, han tenido con el Opus Dei comprensión y cariño. Conversaciones, 

21 de febrero de 2022

LA ORACION DE LOS HIJOS DE DIOS

 


Evangelio (Mc 9,14-29)

En aquel tiempo, al llegar Jesús junto a los discípulos vieron una gran muchedumbre que les rodeaba, y unos escribas que discutían con ellos. Nada más verle, todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle. 

Y él les preguntó: 

- ¿Qué estabais discutiendo entre vosotros?

A lo que respondió uno de la muchedumbre: 

- Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; y en cualquier sitio que se apodera de él, lo tira al suelo, le hace echar espumarajos y rechinar los dientes y lo deja rígido. Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

Él les contestó: 

- ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.

Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, hizo retorcerse al niño, que cayendo a tierra se revolcaba echando espumarajos. Entonces preguntó al padre:

- ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? 

Le contestó:

- Desde muy pequeño; y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua, para acabar con él. Pero si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos.

Y Jesús le dijo: 

- ¡Si puedes...! ¡Todo es posible para el que cree!

Enseguida el padre del niño exclamó: 

- ¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!

Al ver Jesús que aumentaba la muchedumbre, increpó al espíritu impuro diciéndole: 

- ¡Espíritu mudo y sordo: yo te lo mando, sal de él 

y ya no vuelvas a entrar en él!

Y gritando y agitándole violentamente salió. Y quedó como muerto, de manera que muchos decían: 

- Ha muerto. 

Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y se mantuvo en pie.

Cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos a solas: 

- ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?

-Esta raza -les dijo- no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.





«MAESTRO, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,17-18). La angustia ha llevado a este buen padre hasta los pies de Jesús. Había acudido ya a sus discípulos, pero ellos, incapaces de afrontar esta situación, no habían podido ayudarle. «El Señor quiere que pidamos mucho: ¡nos presenta tantos ejemplos de tozudez en el santo Evangelio! Gente que le arranca los milagros a fuerza de pedir; a veces poniéndose delante de Él, con sus miserias que claman»1.

Ante la impotencia de los discípulos, la fe del padre parece que tambalea; sin embargo, abre su corazón a Cristo y le confía sus deseos con sencillez: «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos» (Mc 9,22). Es entonces cuando Jesús exclama: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!». Jesús quiere realizar los milagros que la gente ansía; aún más, quiere superar sus expectativas, pero necesita que aquellas almas abran las puertas con fe. En todo tipo de dificultades, «podemos hacer mucho: ¡rezar, rezar y rezar! Y después, en la medida de lo posible, hacer lo que está en nuestras manos. Y, por encima de esto, hemos de contar con la Providencia divina, que es otro modo de hacer y de dejar hacer»2.

La oración no es una fórmula para obtener lo que deseamos; es, más bien, una manera de prepararnos para recibir los dones que Dios quiere enviarnos. Además, los planes divinos también cuentan con nuestra oración de intercesión para que puedan ser llevados a cabo, de la misma manera como cuentan con nuestras acciones. Aquel padre del Evangelio pide ayuda con humildad a Jesús, pero reconociendo que el Señor sabe más.


LA ORACIÓN es el camino para comprender que es Dios el verdadero protagonista de la misión. «Puede resultar extraño –escribió san Agustín– que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos. Nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos; sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña»3.

«Os hablo a cada uno –predicaba san Josemaría en 1966– para recordaros que hay que rezar, ¡rezar mucho!: rezar durante todo el día y durante toda la noche. Si duermes ordinariamente de un tirón, ofrece ese sueño; y, si alguna vez te despiertas, levanta enseguida el corazón a Dios»4. El sueño, la mayoría de veces, no tiene ningún mérito. Sin embargo, sabernos mirados y queridos por Dios en cada cosa que hacemos, también mientras dormimos, convierte toda nuestra vida en una ofrenda, llenándola de fruto. ¡Qué no hará, entonces, con nuestros deseos de servirle!

Por eso nos resulta tan beneficiosa repetir la súplica de este buen padre a Jesús: «¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!» (Mc 9,24). Si nuestra petición anhelara lograr de Dios una confirmación de nuestros deseos o aspiraciones, estaríamos limitando su generosidad, siempre mayor de lo que imaginamos. «Ponedme a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos–: ¿No os abriré entonces las compuertas del cielo y derramaré bendiciones sin tasa?» (Ml 3,10).


«SEÑOR, TÚ ME has puesto aquí, Tú me has confiado esto o lo otro. Resuelve Tú todo lo que sea necesario resolver, porque es tuyo y porque yo solo no tengo fuerzas. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños, que los hijos, están seguros de sus padres: no tienen preocupaciones, ni siquiera saben que tienen problemas, porque sus padres se lo dan todo resuelto. Hijos míos, con esta firme confianza hemos de vivir y hemos de rezar siempre, porque es la única arma con que contamos y la única razón de nuestra esperanza»5.

Para quienes se acerquen al calor del Opus Dei, san Josemaría quería que aprendieran a tener una oración de hijos, quería que la relación con Dios sea aquella de quien sabe que todo lo recibe de lo alto. La generosidad brota más fácilmente cuando tiene enfrente a un corazón agradecido. Al contrario, si pedimos como quien exige un derecho, fundado en nuestros supuestos méritos o incluso en nuestras oraciones, siempre lo haremos con un ánimo apocado. Dios quiere que pidamos como hijos que descansan en aquella divina filiación.

«María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí” (...). No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios»6. «María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra»7.



20 de febrero de 2022

EL OBJETIVO : AGRANDAR EL CORAZON

 



Evangelio (Lc 6, 27-38)


Pero a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos.


Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.


No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.




Un programa de Cristo para agrandar el corazón.

Ahogar los juicios con agradecimiento y alegría.

Todos estamos llamados a amar a nuestros enemigos.



«ECHARÁN EN VUESTRO REGAZO una buena medida, apretada, colmada, rebosante» (Lc 6,38). Jesús utiliza esas palabras para describir la cantidad de dones con los que Dios, como buen Padre, quiere llenarnos. Y para poder recibir tantos bienes, necesitamos ensanchar el corazón y hacerlo idóneo para aquella riqueza. El Señor señala todo un programa de crecimiento para nuestra capacidad de recibir: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello (...); sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (Lc 6,35-38). La promesa de Jesús –aquella «rebosante medida» que quiere entregarnos– nos trae a la mente unas palabras de la plegaria eucarística durante la Misa: «Que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición»1.


Quizás nos puede parecer un poco difícil transitar esta senda que nos indica Jesús para ensanchar el corazón: amar a quien no nos quiere, perdonar, no juzgar, dar sin esperar retribución… Sin embargo, las palabras de Cristo son claras. Dios quiere, de alguna manera, «caber» en nuestro interior, hasta que podamos repetir junto a san Josemaría: «Dios mío, ¡qué alegría! ¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»2. Somos hijos de Dios y no queremos renunciar a esta inigualable dignidad ni poner barricadas a su deseo de amarnos sin medida. Dice san Ambrosio: «También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza»3. Aquellas palabras de Cristo, que probablemente nos costará esfuerzo ponerlas en práctica, son capaces de preparar nuestro corazón para que Dios pueda reinar en él.


UNA DE LAS cosas que Jesús recomienda para que nuestro corazón sea capaz de recibir todo el cariño de nuestro Padre Dios es no juzgar a los demás: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Es mucho más fácil hablar mal de las personas cuando no nos miramos a nosotros mismos ni a los otros con los ojos de Dios. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»4.


«¿Por qué, al juzgar a los demás, pones en tu crítica el amargor de tus propios fracasos?»5, se pregunta san Josemaría. «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (...). Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»6.


La falta de paz interior hace de lente de aumento para buscar los defectos de los demás. La tristeza interior que nace de no aceptar con serenidad nuestras limitaciones se desahoga, muchas veces, en el juicio crítico. Dos actitudes nos pueden servir para seguir la indicación de Jesús de juzgar menos y, entonces, dar más espacio a Dios en nuestro corazón. Por un lado, agradecer todo lo que nos rodea como un don de Dios. Y, por otro lado, procurar descubrir y alegrarnos con los dones que Dios da a los demás. Entonces, ahogaremos el mal de nuestros juicios con abundancia de agradecimiento y de alegría7.


NO ES DIFÍCIL pensar que la invitación de Jesús a amar a los enemigos es algo excepcional, heroico o inusual. No es difícil caer en la tentación de pensar que se trata de una invitación para otros, no para uno mismo. El daño que alguien nos ha hecho, ya sea grande o pequeño, si no conseguimos pasarlo por el corazón de Cristo, puede convertirse en una auténtica prisión para desplegar los dones de Dios. Nos cuesta perdonar. Sin embargo, las palabras de Jesús son inequívocas: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello» (Lc 6,35). Para amar como lo hace Dios necesitamos ser liberados de los límites estrechos de nuestra dimensión y entrar en la lógica divina.


«¿Cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? (...). La misericordia de Dios, que se ha hecho carne en Jesús, es la única que puede “desequilibrar” el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo “mundo” que es el corazón del hombre (...). Para los cristianos, la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad (...). Este es el heroísmo de los “pequeños”, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida»8.


Santa María encarnó todas las actitudes que nos recomienda Cristo para agrandar nuestra alma. No podemos imaginarnos a ella juzgando a los demás, haciendo acepción de personas, o endureciendo su corazón al perdón. Por eso pudo llevar a Dios en su seno. A nuestra Madre podemos pedirle que nos haga cada vez más similares a ella.



19 de febrero de 2022

HAGAMOS TRES TIENDAS

 



Evangelio (Mc 9, 2-13)

Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:

— Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:

— Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle.

Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.

Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.

Le preguntaron:

– ¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?



La Transfiguración es un misterio que nos llena de luz.

Descender del Tabor a la existencia diaria.

Nos llenamos de luz en la Santa Misa.


CUANDO UNA PERSONA nos abre nuevas perspectivas para entender algún aspecto del mundo, o nos ayuda a comprender mejor nuestra propia vida, solemos decir que «nos ha traído luz». Antes, quizás las cosas eran un poco más oscuras y confusas. La Sagrada Escritura también usa con frecuencia la simbología de la luz, y hay pasajes del Evangelio que llevan esa luminosidad a su plenitud. San Marcos nos cuenta que «Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos» (Mc 9,2-3). La figura de Jesucristo queda llena de luz, allí no hay mezcla de oscuridad. Y, por si fuera poco, después los discípulos escuchan la voz de Dios Padre. Todo en el Tabor se convierte en un misterio luminoso.


«La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad (…). La luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3,4). La luz –se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29ss). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. “Yo soy la luz del mundo –afirma en el Evangelio–; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12)»1


EL AÑO 1931, en Madrid, mientras celebraba la Misa de la fiesta de la Transfiguración del Señor, san Josemaría vivió un momento especial. Quizás considerando aquella luminosidad del Tabor, el fundador del Opus Dei comprendió con claridad que los cristianos corrientes serían, en adelante, apóstoles con la misión de llevar a Cristo a todas las actividades del mundo.


Escribe en sus apuntes personales de aquel día: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32)», cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana»2.


«En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin (...). Como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes»3.


LA MISIÓN DEL cristiano consiste en «encender pequeñas luces en el corazón de la gente; ser pequeñas lámparas del Evangelio, que lleven un poco de amor y esperanza»4. Sobre la mesa de trabajo de san Josemaría, como despertador de la presencia de Dios, solía encontrarse un aislador, pieza que no permite el pasaje de la electricidad. A nuestro Padre le servía para recordar que los cristianos, al contrario, estamos llamados a ser transmisores de la luz que llevamos dentro. «A pesar de nuestras pobres miserias personales –escribió el fundador del Opus Dei–, somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»5.


Uno de los momentos más luminosos de nuestra jornada, en el que nos unimos totalmente a Dios y escuchamos su voz, es la Santa Misa. En ella, el presente queda de algún modo transfigurado. A través de la liturgia, el mundo se adentra en la claridad del cielo. La cercanía de Cristo irrumpe en nuestro día. Allí podemos buscar orientación para nuestra vida, luz para nuestra alma, renovación de nuestros afectos. Sursum corda, decimos antes del prefacio: arriba los corazones, como sucedió con Pedro, Santiago y Juan aquel día en el Tabor. Y, como se llenaron de luz y de gozo, no querían que aquel momento se terminase. Santa María, reina de los ángeles, habrá compartido tantos momentos de claridad junto a Cristo, de los que no tenemos registro. A ella podemos pedirle que vuelva a iluminar nuestro corazón cuando descubramos en él algún rincón de oscuridad.

    Les contestó:

    – Elías vendrá primero y lo renovará todo. Ahora ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito acerca de él.




    18 de febrero de 2022

    LA CRUZ CAMINO SEGURO

     



    Evangelio (Mc 8, 34 – 9, 1)

    Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:
    —Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.

    Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? Pues ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.

    Y les decía:

    —En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios que ha llegado con poder.



    TRAS LA CONFESIÓN de fe de Pedro, y tras predecir su pasión y su muerte, Jesús quiere arrojar luz al sentido del dolor en nuestra vida. Es verdad que el Hijo de Dios todavía no había afrontado la cruz, pero podía ya hablar de ella. Congrega a sus discípulos. Mucha otra gente se arremolina para escucharle. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35).

    No existe vida cristiana que no pase por la cruz. En realidad, no existe vida sobre la tierra que pueda ahorrarse fatigas y sufrimientos; todos experimentamos de cerca, en nuestra propia vida, la presencia del mal así como la propia fragilidad y debilidad, como consecuencia del pecado. Pero sabemos que, al principio, las cosas no eran así. Y esa armonía es la que Cristo ha querido, de alguna manera, restablecer, pero siempre respetando nuestra libertad de abrirle o no nuestra alma.

    «La Cruz de Jesús es la palabra con la que Dios ha respondido al mal en el mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal y se queda en silencio. En realidad, Dios ha hablado y respondido; y su respuesta es la Cruz de Cristo. Una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y es también Juicio. Dios nos juzga amándonos: si recibo su amor, me salvo; si lo rechazo, me condeno. No me condena él, sino que me condeno por mí mismo. Dios no condena, sino que ama y salva. La palabra de la Cruz es la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y alrededor nuestro. Los cristianos tienen que responder al mal con el bien, tomando sobre sí mismos la Cruz, como Jesús»1.


    CUANDO SAN JOSEMARÍA contempla la escena del Via Crucis en que condenan a muerte a Jesús, considera la capacidad que tenemos los hombres de aceptar o no sus designios, nuestra posibilidad de «dar curso» de maneras muy diversas al amor que Dios nos tiene: «Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios!»2.

    «Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»3. «Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del amor de Dios». Pero, también así, la libertad «se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla»4.

    Considerando el curso de la historia humana, puede sorprender que en el mismo origen la persona haya tomado libremente un camino alejado de la confianza en el amor de Dios. Incluso alguna vez quizá podríamos pensar que sería mejor no tener «tanta libertad» viendo cómo nos dañamos a nosotros mismos. De hecho, cuando vemos que una persona cercana no se dirige hacia un camino bueno, tantas veces quisiéramos llevarla en otra dirección. Es bueno volver la mirada hacia Dios y descubrir por qué nos ha hecho tan libres: la magnitud del riesgo que asume, muestra a su vez la magnitud del don que se da; solo desde la fuerza de nuestra libertad puede surgir un amor verdadero que nos lleve hacia la felicidad.


    «SABEMOS QUE, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: “Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8, 17)»5.

    Del costado abierto de Cristo en la cruz surgen los sacramentos de la Iglesia: allí está el tesoro más grande de gracia. También podemos unirnos personalmente a la cruz de Jesús ofreciendo cada cosa que hacemos junto con el sacrificio de Cristo, convirtiendo toda nuestra vida en una Misa. De la misma manera, «cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo»6.

    Todos los santos han dejado crecer esta cercanía a la cruz en su vida. «Quiere la Cruz –decía san Josemaría–. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»7.