"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2014

DOMINGO 22a SEMANA del Tiempo ordinario Ciclo A San Ramòn

Evangelio según San Mateo 16,21-27.

Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá".

Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres".

Entonces Jesús dijo a sus discípulos

"El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?


Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras.”

¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

— Sin sacrificio no hay amor. Necesidad de la Cruz y de la mortificación.
— El paganismo contemporáneo y la búsqueda del bienestar material a cualquier coste. El miedo a todo lo que pueda causar sufrimiento.
— ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?


I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos2. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.
Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que esta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. «Pedro razonaba humanamente –comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable»3.
Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante la Cruz y que «no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria»4. El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les dice- será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas5.
Pensando solo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.
El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella6.
La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el «libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros»7. Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio, sin Cruz, no lo encontrará.
II. ...pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús8.
Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? «¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?»9. Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros10.
Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. «Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido»11.
La ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también «el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres»12. Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte»13. Solo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: «esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»14.
III. A través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent15, igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Solo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?16. «¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?»17.
El mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores –en las realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.
Solo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario –dar hijos a Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y generosa entrega. Solo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el arte –por ejemplo– serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Solo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Solo así superará el hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.
1 Mt 16, 21-27. — 2 Mt 16, 17. — 3 San Juan CrisóstomoHomilías sobre San Mateo, 54, 4. — 4 San Agustín,Tratado sobre la Trinidad, 12, 1-5. — 5 Flp 3, 17-19. — 6 Cfr. R. Mª de BalbínSacrificio y alegría, p. 30. — 7Juan Pablo IIAlocución I-IV-1980. — 8 Cfr. Hech 5, 41. — 9 J. LeclerqTreinta meditaciones sobre la vida cristiana, Desclée de Brouwer, 2ª ed., Bilbao 1958, pp. 217-218. — 10 Cfr. 1 Cor 1, 23. — 11 A. del Portillo,Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 4. — 12 Juan Pablo IIHomilía en el Yankee Stadium de Nueva York, 2-X-1979, 6. — 13 ConcVat. II, Const. Gaudium et spes, 22. — 14 San Josemaría EscriváSurco, n. 887. — 15 Heb 1, 11. — 16 Mt 16, 26. — 17 San Josemaría EscriváAmigos de Dios, 200.

30 de agosto de 2014

SABADO de la 21a Semana del Tiempo Ordinario

Evangelio según San Mateo 13,44-46.

Jesús dijo a la multitud:

"El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo.


El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas;  y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró."

RENDIR LOS PROPIOS TALENTOS


— La parábola de los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.
— Responsabilidad en hacer rendir los propios talentos.
— Omisiones. Actuación de los cristianos en la vida social y en la pública.
I. Después de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa1 una parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice– se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero2. En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido bienes incontables.
Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...
Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.
Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.
II. El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos: pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.
El tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de él.
Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros (todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con «no hacer el mal», es necesario «negociar el talento», hacer positivamente el bien.
Para el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad –sin engañarse neciamente con la ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está al frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas3.
Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera que este sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.
III. Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste4.
Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si esta fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación, la familia...
Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en cuenta.
La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio»5. Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.
1 Mt 25, 14-30. — 2 Cfr. 2 Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14. — 3 Cfr. San AgustínMiscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. 1, p. 568. — 4 Cfr. Mt 25, 35 ss. — 5 B. BaurLa Confesión frecuente, pp. 112-113.


29 de agosto de 2014

MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA

Marcos 6,17-29.

Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado. 

Porque Juan decía a Herodes: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano". 

Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto. 

Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea. 

La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: "Pídeme lo que quieras y te lo daré". 

Y le aseguró bajo juramento: "Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino". 

Ella fue a preguntar a su madre: "¿Qué debo pedirle?". "La cabeza de Juan el Bautista", respondió esta. 

La joven volvió rápidamente adonde estaba el rey y le hizo este pedido: "Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista". 

El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla. 

En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan. 

El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre. 

Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron. 

LLEVAR CON ALEGRIA LAS CONTRADICCIONES

— Fortaleza de Juan.
— Su martirio.
— Llevar con alegría las contradicciones que podamos encontrar por seguir fielmente a Cristo.


I. Comentaré tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo1.
El día 24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy conmemora sudies natalis, el día de su muerte, ordenada por Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan, el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios, había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con gusto2. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones, le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor de cielos y tierra3, con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno de sus prodigios a él y a sus amigos.
San Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados4; a los fariseos y saduceos5, y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado6Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano7. Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte8.
El Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario, para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.
II. San Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual había tomado como mujer9. Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo. Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde fieles seguidores de Cristo.
Juan lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma. «No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: los padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros»10.
A lo largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles: después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre11. Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio12. Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron13.
¿Vamos nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?
III. La historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos, San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus amos14 y las mujeres intolerancias de sus maridos15; otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da sentido y plenitud a la Cruz de cada día16.
Desde San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza... Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya mucho tiempo»17. Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y difíciles de llevar.
Es muy posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será, quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo. «Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter medium montium pertransibunt aquae!” ¡pasarás a través de los montes!»18. Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol»19. Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora, Auxilio de los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.
1 Antífona de entrada. Sal 118, 46-47. — 2 Mc 6, 17-20. — 3 Lc 23, 6-9. — 4 Lc 3, 10-14. — 5 Mt 3, 7-12. — 6Jn 1, 29; 36-37. — 7 Mc 6, 18. — 8 Jer 1, 17-19.  9 Mc 6, 17 ss. — 10 Liturgia de las HorasSegunda lectura.San BedaHomilía 23. — 11 Hech 5, 40-41. — 12 Hech 5, 42. — 13 Mt 5, 11-12. — 14 Cfr. 1 Pdr 2, 18-25. — 15Cfr. 1 Pdr 3, 1-3. — 16 Cfr. Sagrada BibliaEpístolas Católicas, EUNSA, Pamplona 1988, pp. 116-117. — 17 A. LangTeología fundamental, Rialp, Madrid 1966, vol. 1, pp. 319-320. — 18 Cfr. San Josemaría EscriváCamino, n. 12. — 19 Ibídem, n. 489.
* San Juan es el único santo de quien la Iglesia conmemora el nacimiento y la muerte. Con su ejemplo lleno de fortaleza, el Precursor nos enseña a cumplir, a pesar de todos los obstáculos, la misión que cada uno hemos recibido de Dios.