"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2023

Señor, si quieres, puedes limpiarme

 



Evangelio (Mt 8, 1- 4)


Al bajar del monte le seguía una gran multitud.


En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: -Señor, si quieres, puedes limpiarme.


Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: -Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.


Entonces le dijo Jesús: -Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.


PARA TU RATO DE ORACION 


UNA gran multitud seguía a Jesús. Mientras bajaban el monte, se acercó un leproso a Jesús y, postrándose ante él, le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2). Podemos imaginar cómo sería la situación de aquel hombre. Su enfermedad no solo le ha castigado el cuerpo, sino que además le ha alejado de sus seres queridos y de la vida social: ha tenido que abandonar su casa y permanecer lejos del contacto de otras personas. Es consciente del riesgo que está tomando al aproximarse tanto a Jesús y a la muchedumbre que lo rodeaba: en cualquier momento podría empezar a ser apedreado. Pero su esperanza está puesta en aquel Maestro del que ha oído decir que realiza todo tipo de curaciones,


Ante una situación tan dramática, lo normal podría haber sido que aquel leproso se acercara a Jesús desesperado, exigiendo un milagro que justifique su arriesgado movimiento de presentarse ante él. Por eso sorprende la actitud con la que se dirige al Señor: «Si quieres, puedes limpiarme». Su súplica nos «muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Son suficiente pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad»[1]. El leproso no impone su petición, sino que se abandona en las manos de Dios: cualquiera que sea su voluntad la aceptará. Podemos pedir al Señor que nos ayude a elevar nuestras inquietudes con la misma disponibilidad de aquel hombre, sabiendo que Dios conoce mejor que nadie lo que necesitamos.


JESÚS no huye del contacto con aquel hombre. No se limita a atenderlo desde la distancia, sino que se acerca él y, tocándolo, le dice: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). «En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones»[2]. Al entrar en contacto la mano de Jesús con el leproso se rompe toda barrera entre Dios y los hombres. «Se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto»[3], en la herida que ha permitido que el Señor entre en nosotros y nos cure.


Con frecuencia nos puede suceder como al leproso: nos sentimos manchados por nuestras faltas, incapaces de salir adelante solo con nuestras propias fuerzas. Es entonces el momento de acercarnos al Señor con la fe y sinceridad de aquel hombre. En el sacramento de la Reconciliación Jesús vuelve a tocar nuestra herida y regenera así la comunión que nos une a él. Los pecados que hayamos podido cometer quedan limpios cuando los confesamos humildemente. «Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual –escribía san Josemaría–: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica»[4].


EL LEPROSO quedó curado de su enfermedad en cuanto Jesús extendió su mano. A continuación, el Señor le pidió que hiciera una última cosa: «Preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio» (Mt 8,4). Todavía faltaba que las autoridades judías certificaran la curación para que aquel hombre se pudiera reincorporar a la vida social. De este modo, Jesús no solo le devolvía la salud física, sino también algo muy importante: la pertenencia a una comunidad. En todos aquellos años el leproso no solo había experimentado el dolor y las molestias de su enfermedad: probablemente habría sufrido más la soledad y el abandono por parte de los propios familiares y amigos. Y ahora el Señor pone fin a ese desgarro del alma.


En nuestro día a día también podemos encontrarnos con personas que, como el leproso, están excluidos o se sienten excluidos, con motivaciones a veces sutiles, pero que llegan a atrapar a la persona y sofocar su espacio vital. A veces esa exclusión es causada por la pobreza, la vejez, la falta de trabajo o la enfermedad. En unas y otras situaciones, es frecuente constatar que lo que buscan en primer lugar es una mirada de compasión; alguien que no solo ofrezca algo de ayuda material, sino sobre todo cariño, interés, tiempo. Buscan a alguien que, como Cristo, se acerque a tocar sus heridas y les recuerde que forman parte de una comunidad en la que compartir la vida, en donde encuentran a personas a quienes le importa que estén bien y se sientan amados. «Si yo fuera leproso –decía san Josemaría–, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos esa mirada de compasión que nos lleva a abrazar a los leprosos que se presenten en nuestra vida.

29 de junio de 2023

SAN PEDRO Y SAN PABLO

 



Evangelio (Mt 16,13-19)


Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:

—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?

Ellos respondieron:

—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.

Él les dijo:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondió Simón Pedro:

—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.

Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.


PARA TU RATO DE ORACION 


«ESTOS son los que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios»1. Los apóstoles Pedro y Pablo son considerados como las primeras columnas del cristianismo. San Pedro es la roca sobre la que Jesús edificó su Iglesia, y san Pablo, con sus viajes y sus escritos, es el apóstol de la Iglesia universal. Los dos confirmaron la unidad y la universalidad del nuevo pueblo de Dios con el testimonio del martirio.


La vida de ambos no estuvo marcada principalmente por sus cualidades, sino por el encuentro personal que tuvieron con Jesús: fue él quien los sanó y quien les convirtió en apóstoles para los demás. Pedro fue liberado de su miedo y de su inseguridad. A pesar de ser fuerte e impetuoso, experimentó el sabor amargo de la derrota cuando, después de toda una noche de trabajo, no había pescado nada. Ante las redes vacías, pudo tener la tentación del desaliento, de abandonarlo todo. Pero al confiar en las palabras de Jesús –«guía mar adentro, y echad vuestras redes» (Lc 5,4)–, se dio cuenta de que más bien debía abrazarlo todo: tenía la certeza de que, estando en la misma barca con Cristo, no había nada que temer.


Pablo, en cambio, fue liberado «del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido»2 y que no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado. Su observancia férrea de la ley sin esa apertura a Cristo le había cerrado al amor divino. Pero tras su caída camino de Damasco se lanzó a una predicación propia de quien «ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios»3. Su vida, que quizá giraba solamente en torno a unos preceptos que cumplir, se fundamenta después en aquel encuentro personal con Cristo. «Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura (...); de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo»4.


JESÚS, reuniendo a sus discípulos, les lanzó una pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Comenzaron entonces a salir algunos de los nombres que se oían por la ciudad: Juan el Bautista, Elías, Jeremías, alguno de los profetas… Pero Jesús quiso después que cada uno ensayase una respuesta más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Esta vez nadie se atrevía a decir nada. Solo lo hizo Simón Pedro, quien tomando la palabra respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).


Ante estas palabras, Jesús le dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia. Pero también añade que su fortaleza no dependerá de sus cualidades –«esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16,17)–, sino del poder de Dios Padre que está en el cielo. De hecho, poco después de contemplar a Pedro como roca, lo vemos reprendido por el Señor tras el anuncio de su Pasión: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,23). Esta tensión entre el don que proviene de Dios y la capacidad humana es lo que marca la vida de san Pedro, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. Por un lado, la luz y la fuerza que viene de lo alto; por otro, la debilidad humana, que solo la acción divina puede transformar cuando encuentra un corazón humilde.


«La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la cruz de Jesucristo»5. Pedro no cambió de un día para otro. En su vida continuaría experimentando los dones de Dios y sus propias debilidades. Así fue la roca de la Iglesia: palpó continuamente sus defectos, pero se supo anclar en el amor de Cristo.


SAN PABLO es considerado el apóstol de los gentiles; es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Visto con perspectiva, tiene incluso su punto de paradoja. Él, que tanto se afanó en perseguir a los cristianos porque no eran lo suficientemente observantes con el judaísmo como lo era él, después destacó precisamente por anunciar la salvación de Dios a las naciones de la tierra. «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1 Co 9,22), escribió a los de Corintio. Los planes de Dios siempre son mucho más grandes de lo que podemos imaginar.


No hay ninguna barrera terrena que separe a un cristiano de sus hermanos. Todo lo que alejaba a san Pablo de los demás hombres desapareció al encontrarse con el Señor. «Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. (...) Se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos»6. Como decía san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»7. Esa dilatación del corazón fue la que sucedió a san Pablo al encontrarse personalmente con Cristo.


María, como Madre de la Iglesia, se ocupa de mantener unida a todos los hijos. «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa»8. Como a Pedro, ella nos ayudará a no perder la esperanza ante nuestros defectos y vivir anclados en la roca que es Dios. Y, como a Pablo, ensanchará nuestro corazón para que descubramos la fraternidad que nos une a la humanidad entera.

28 de junio de 2023

Santa intransigencia y santa transigencia

 



Evangelio (Mt 7,15-20)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.’


PARA TU RATO DE ORACION 


Comprensión, unidad 

Esta ha de ser vuestra preparación, para el apostolado continuo que Jesús nos pide, como es continuo el latir del corazón. Hijos míos, el Señor nos ha llamado a su Obra en momentos, en los que se habla mucho de paz, y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia, y hay castas: cerradas, impenetrables. 


Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión no se vive, a veces ni entre las personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque la caridad, más que en dar, está en comprender . Son momentos, en los que los fanáticos y los intransigentes — incapaces de admitir razones ajenas — se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. 


Nos ha llamado, en fin, cuando se oye hablar mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda darse mayor desunión, no ya entre los hombres en general, sino entre los mismos católicos. 5En esta atmósfera y en este ambiente hemos de dar el ejemplo, humilde y audaz al mismo tiempo, perseverante y sellado con el trabajo, de una vida cristiana, íntegra, laboriosa, llena de comprensión y de amor a todas las almas. Exiit qui seminat seminare semen suum [10] , salió el hombre a echar la semilla, y esto es lo nuestro: sembrar, dar buena doctrina, participar de todos los quehaceres y preocupaciones honradas de la tierra, para dar en ellos el buen ejemplo de los seguidores de Cristo. 


Él, hijas e hijos míos, coepit facere et docere [11] , primero hizo y después enseñó, y así quiero que seáis: santos de veras, en medio de la calle, en la universidad, en el taller, en el hogar, con una llamada del Señor particularísima, que no es de medias tintas, sino de total entrega . Esa entrega, que al mismo tiempo ha de ser humilde y callada, os facilitará el conocimiento de la grandeza, de la ciencia, de la perfección de Dios, y os hará también saber la pequeñez, la ignorancia, la miseria que tenemos los hombres. Aprenderéis así a comprender las flaquezas ajenas, viendo las propias; a disculpar amando, a querer tratar con todos, porque no puede haber una criatura que nos sea extraña. 


Hijos míos, el celo por las almas ha de llevarnos a no sentirnos enemigos de nadie, a tener un corazón grande, universal, católico; a volar como las águilas, en alas del amor de Dios, sin encerrarnos en el gallinero de rencillas o de banderías mezquinas, que tantas veces esterilizan la acción de los que quieren trabajar por Cristo. Es un celo tal —en una palabra— el que debemos tener, que nos llevará a darnos cuenta de que in Christo enim Iesu neque circumcisio aliquid valet neque praeputium, sed nova creatura [12] , que — ante la posibilidad de hacer el bien — lo que verdaderamente cuentan son las almas. 


Santa intransigencia y santa transigencia. Defensa de la fe. Actitud con quien se equivoca


No se me ocultan las dificultades que podréis encontrar. Es cierto —os lo hago notar siempre— que, en este mundo del que sois y en el que permanecéis, hay muchas cosas buenas, efectos de la inefable bondad de Dios. Pero los hombres han sembrado también cizaña, como en la parábola evangélica, y han propalado falsas doctrinas que envenenan las inteligencias y les hacen rebelarse, a veces rabiosamente, contra Cristo y contra su Iglesia Santa. Ante esa realidad, ¿cuál ha de ser la actitud de un hijo de Dios en su Obra? ¿Será acaso la de pedir al Señor, como los hijos del trueno, que baje fuego a la tierra y consuma a los pecadores? [13] . ¿O tal vez lamentarse continuamente, como un ave de mal agüero o un profeta de desgracias? Sabéis bien, hijas e hijos míos, que no es ésa nuestra actitud, porque el espíritu del Señor es otro: Filius hominis non venit animas perdere, sed salvare [14] , y suelo traducir esa frase diciéndoos que hemos de ahogar el mal en abundancia de bien. 


Nuestra primera obligación es dar doctrina, queriendo a las almas. La regla, para llevar a la práctica este espíritu, también la conocéis: la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error. Es preciso, sin embargo, que enseñéis a muchas gentes a practicar esa doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear.


Los cristianos no poseemos —como si fuera algo humano o un patrimonio personal, del que cada uno dispone a su antojo— las verdades que Jesucristo nos ha legado y que la Iglesia custodia. Es Dios quien las posee, es la Iglesia quien las guarda, y no está en nuestras manos ceder, cortar, transigir en lo que no es nuestro. 


No es ésa, sin embargo, la razón fundamental de la santa intransigencia. Lo que pertenece al depósito de la Revelación, lo que —fiándonos de Dios, que ni se engaña ni nos engaña— conocemos como verdad católica, no puede ser objeto de compromiso, sencillamente porque es la verdad, y la verdad no tiene términos medios.


 ¿Habéis pensado alguna vez en lo que resultaría si, a fuerza de querer transigir , se hicieran —en nuestra santa fe católica— todos los cambios que los hombres pidieran? Quizá se llegaría a algo en lo que todos estuvieran de acuerdo, a una especie de religión caracterizada sólo por una vaga inclinación del corazón, por un sentimentalismo estéril, que ciertamente —con un poco de buena voluntad— puede encontrarse en cualquier aspiración a lo sobrenatural; pero esa doctrina ya no sería la doctrina de Cristo, no sería un tesoro de verdades divinas, sino algo humano, que ni salva ni redime; una sal, que se habría vuelto insípida. A esa catástrofe llevaría la locura de ceder en los principios, el ansia de disminuir diferencias doctrinales, las concesiones en lo que pertenece al depósito intangible, que Jesús entregó a su Iglesia. 


La verdad es una sola, hijos míos, y aunque en cosas humanas sea difícil saber de qué parte está lo cierto, en las cosas de fe no sucede así. Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes . ¿Habrá alguien con sentido común — suelo deciros — que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia — en la doctrina de fe — es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee.


No os dejéis engañar, por otra parte, cuando no se trata del conjunto de nuestra religión, si es que pretenden haceros transigir en algún aspecto que se refiera a la fe o a la moral. Las diversas partes que componen una doctrina — tanto la teoría como la práctica — suelen estar íntimamente ligadas, unidas y dependientes unas de otras, en mayor proporción, cuanto más vivo y auténtico es el conjunto. 


Sólo lo que es artificial podría disgregarse sin perjuicio para el todo —que quizá ha carecido siempre de vitalidad−, y también sólo lo que es un producto humano suele carecer de unidad. Nuestra fe es divina, es una —como Uno es Dios— y este hecho trae como consecuencia que, o se defienden todos sus puntos con firme coherencia, o se deberá renunciar, tarde o temprano, a profesarla: porque es seguro que, una vez practicada una brecha en la ciudad, toda ella está en peligro de rendirse.


 Defenderéis, pues, lo que la Iglesia indica, porque es Ella la única Maestra en estas verdades divinas; y lo defenderéis con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance. 


Al mismo tiempo, movidos por el amor a la libertad de todos, sabréis respetar el parecer ajeno en lo que es opinable o cuestión de escuela, porque en esas cuestiones —como en todas las otras, temporales— la Obra no tendrá nunca una opinión colectiva, si la Iglesia no la impone a todos los fieles, en virtud de su potestad. Por otra parte, junto a la santa intransigencia , el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia , también santa. 


La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca. Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que — aplicando a su modo las palabras de la Escritura — deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum [15] ; fuego y azufre, y vientos tempestuosos. 


No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa , si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen — junto a las virtudes teologales — la práctica de las cuatro virtudes cardinales.






27 de junio de 2023

La vida cristiana es comunidad

 



Evangelio (Mt 7,6.12-14)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen.


Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas.


Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella.


¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!’


PARA TU RATO DE ORACION 


EL PRIMER salmo del salterio comienza alabando al hombre que es consciente de su condición de criatura y que reconoce la grandeza de su Dios: dichoso el hombre «que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1,2). Este canto pone el acento en la actitud de quien comprende el sentido del «temor de Dios»: aquel don del Espíritu Santo que nada tiene que ver con el miedo, sino que nos lleva a reconocer la sabiduría y la grandeza del creador. El canto elogia a quien tiene anclado su corazón en lo que verdaderamente desea, a quien sus impulsos se dirigen siempre hacia aquello que ama, y no le interesa lo que pueda apartarle del Señor. Quisiéramos también esta actitud para nosotros: tener una disposición firme para vivir contemplando la grandeza de Dios y experimentando su amor por los hombres.


Observamos en la Escritura la buena actitud de Ezequías, rey de Judá, cuando recibe una carta amenazante del rey de Asiria. «Subió al templo del Señor y abrió la carta ante el Señor. Y elevó esta plegaria ante él: “Señor, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: Tú solo eres el Dios para todos los reinos de la tierra. Tú formaste los cielos y la tierra. ¡Inclina tu oído, Señor, y escucha! ¡Abre tus ojos, Señor y mira!”» (2 Re 19,14-16). Sorprende la confianza con que Ezequías se dirige a Dios. Probablemente estaba acostumbrado a alabar a Dios, a darle gracias, y eso le lleva a acudir así también en un momento de mayor necesidad. Y el relato continúa narrando cómo aquella misma noche el ángel del Señor golpeó en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.


Dios nos espera siempre; espera que compartamos con él nuestras necesidades, sobre todo la manifestación de nuestro amor. Pero no porque lo necesite, sino porque aquella actitud hará crecer en nosotros el santo «temor de Dios» que reconoce su grandeza.


«DIOS HA FUNDADO su ciudad para siempre –dice el salmista–. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra» (Sal 47,2-3). Estos versos nos hablan de una ciudad que los cristianos tratamos de establecer en la tierra, una ciudad construida sobre el amor de Dios a los hombres. San Agustín escribió al final de su vida un tratado en el que profundiza en este tema, y lo mismo hizo santo Tomás Moro. Ambos casos nos sirven para reconocer la importancia que ha tenido para los santos meditar sobre la naturaleza del reino de Dios en la tierra, y el modo en que debemos relacionarnos, para hacerlo realidad.


Dice, al respecto, san Josemaría: «Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres»1. El reinado de Cristo en la tierra se refiere, sobre todo, al modo en que él está presente en los corazones de los hombres. Si Cristo está en el centro de nuestra alma, nuestra acción entre nuestros hermanos será conforme al modo en que Dios contempla a los demás, y conforme al modo en que desea reinar en el mundo.


La vida cristiana es siempre de comunidad, no es un camino que se recorre individualmente. La Iglesia constituida por Cristo es su propio cuerpo místico, del que todos los cristianos formamos parte. Su actividad y, por tanto, su reinado, se extiende a todos los lugares en los que nos encontramos sus miembros. «A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses, independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad. No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano»2. Un signo de la presencia del reino de Dios será esta unidad solidaria entre todos los hijos.


EN EL EVANGELIO, Jesús tiene palabras para describir lo que puede suceder cuando la grandeza de Dios entra en contacto con quienes no están en la mejor disposición para recibirla: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mt 7,6). Esto no quiere decir que existan personas a quienes no esté destinado el reino de Dios; al contrario, todos pueden recibirlo, todos están llamados a entrar en aquella felicidad, pero debemos considerar el mejor modo de compartir esa invitación. Por eso, el Señor sigue diciendo: «Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12). Se trata de buscar el camino más adecuado para cada persona, encontrar la manera de ajustarnos a la situación del otro.


Con la intención de prepararnos mejor para esta dulce alegría de evangelizar, san Josemaría propone rezar por todos: «No penséis solo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor (...). Pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca»3.


«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,14), sigue diciendo Jesús. Ciertamente, el camino será estrecho si queremos ir a la vida acompañados por tantas personas que nos rodean. «Magnanimidad: ánimo grande, alma grande en la que caben muchos –repetía san Josemaría–. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»4. Santa María quizás es la primera persona que comprendió el reino de Dios y aceptó vivir en él. Podemos pedirle a ella que nos haga magnánimos para llevarlo, de una en una, a muchas personas que tenemos cerca.

26 de junio de 2023

San Josemaría Fundador del Opus Dei

 



Evangelio (Lc 5, 1-11)


Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.


Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:


—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.


Simón le contestó:


—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.


Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:


—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.


Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:


—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.


Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.



PARA TU RATO DE ORACION 


CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.


«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.


Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.


«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.


San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.


«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8


EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.


En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.


«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.


San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.

25 de junio de 2023

LA IMAGINACIÓN LA LOCA DE LA CASA

 EVANGELIO  Lucas 9,18-24

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.»
Y, dirigiéndose a todos, dijo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.»


PARA TU RATO DE ORACION 


EL SEÑOR está preparando a sus discípulos para la primera misión apostólica. Los Doce se encuentran a punto de marcharse a las localidades vecinas para anunciar la llegada del Reino de Dios. Pero antes escuchan de labios de Jesús unas palabras que, a simple vista, desconciertan: les anticipa que tarde o temprano sufrirán el odio, la persecución e incluso la muerte. El Señor no les esconde las dificultades que atravesarán, aunque sepa que quizá provoque algunas dudas o tensiones entre los apóstoles. Por eso, antes de partir, añade: «No tengáis miedo (...). A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,26.32).


A la hora de emprender una aventura, es normal que experimentemos cierto vértigo ante las contrariedades que nos esperan. De algún modo, forma parte de nuestra naturaleza, que nos alerta cuando nos disponemos a explorar un territorio desconocido. Jesús sabe bien que somos así, de ahí que, cuando más adelante mande a sus discípulos a difundir el Evangelio por todo el mundo, les diga: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta es la razón por la que los apóstoles no se paralizarán ante el miedo: saben que cuentan en todo momento con la cercanía y la ayuda de Jesús.


El profeta Jeremías vivió una situación similar a la anunciada por el Señor. En su libro lo vemos desahogarse ante Dios por las burlas y calumnias que recibe, aunque lo que más le duele son los ataques de aquellos que le están más cerca y que esperan su fracaso: «Todos mis conocidos aguardan mi tropiezo: “¡Ojalá se deje seducir, entonces podremos con él, y nos tomaremos venganza!”». Sin embargo, no se deja derrumbar ante el miedo, pues está seguro de su victoria final: «El Señor está conmigo como bravo guerrero, por eso, los que me persiguen caerán impotentes» (Jer 20,10-11).


UNA de las dificultades con las que se encontrarán los apóstoles será la violencia física. Esta es una realidad que ha estado presente en la vida de la Iglesia desde los primeros siglos e incluso sigue siendo así hoy en día. Son innumerables los cristianos que han dado su vida por el Evangelio: muriendo han mostrado a Cristo, que derrotó al mal con la misericordia, y han logrado la salvación eterna. Por eso el Señor advierte: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10,28).


En algunos lugares del mundo anunciar a Cristo conlleva serios problemas. En otros –gracias a Dios, la mayoría– no lleva consigo un sufrimiento físico, pero quizá sí que podemos experimentar dificultades de otro tipo. En esos casos, el Señor nos anima a que no demos demasiado peso a las seguridades de aquí abajo, y a que sepamos valorar con más fe lo realmente importante: nada nos puede separar de su amor. «El único temor que debe tener el discípulo es el de perder este don divino, la cercanía, la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado»[1].


Esta certeza de que lo más valioso de nuestra vida es la relación con Dios le llevó a escribir a san Josemaría: «Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad. –Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?»[2].


CUALQUIER persona que quiera llevar a cabo un noble ideal en esta vida encontrará dificultades. Muchas de estas son, efectivamente, reales, pero en tantas ocasiones somos nosotros los que las acrecentamos con nuestra imaginación. Quién no ha empezado a preocuparse y a dar vueltas a un problema que todavía no ha sucedido y que no llegará a tener lugar. La imaginación inventa obstáculos que, en muchos casos, no son reales y nos empujan a meternos «en tortuosos calvarios; pero en esos calvarios no está Cristo, porque donde está el Señor se goza de paz y de alegría»[3]. La tendencia a anticipar problemas, para poder así afrontarlos si se presentaran, nos impide disfrutar de la realidad que tenemos entre manos. Y esto nos puede provocar miedo, inseguridad, pues estamos en un constante estado de alerta para evitar peligros.


Jesús nos propone vivir al día: «No os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 34). No se trata de una invitación a la dejadez o una declaración ingenua que ignora los obstáculos, sino de una máxima llena de sentido común. No parece razonable preocuparse por problemas que quizá no ocurrirán cuando cada jornada ofrece sus propios retos y que reclaman nuestra atención: un hijo al que hay que cuidar por la noche, un proyecto laboral que a duras penas arranca, un amigo que está pasando por un periodo difícil… La Virgen María nos ayudará a vivir despreocupados, sin miedo, sabiendo que contamos con la gracia de su Hijo en todo momento.

24 de junio de 2023

SOLEMNIDAD San Juan Bautista

 



EVANGELIO Lc 1, 57-66. 80

Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.


A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: "No. Su nombre será Juan". Ellos le decían: "Pero si ninguno de tus parientes se llama así".


Entonces le preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamara el niño. Él pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos se quedaron extrañados. En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua, recobró el habla y empezó a bendecir a Dios.


Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos y en toda la región montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se preguntaban impresionados: "¿Qué va a ser de este niño?" Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.


El niño se iba desarrollando físicamente y su espíritu se iba fortaleciendo, y vivió en el desierto hasta el día en que se dio a conocer al pueblo de Israel.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.

En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).

«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»1. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»2.


«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estás palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»3, dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»4.

Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»5. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.


CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»6.

También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»7, esclava del Señor.


23 de junio de 2023

¿Dónde está tu corazón?

 



Evangelio (Mt 6,19-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!”.


PARA TU RATO DE ORACION 


AL POCO de morir Ajab, las consecuencias de sus malas acciones y de las de su mujer se hicieron sentir dramáticamente. Sus enemigos se conjuraron para dar muerte a su hijo y a todos los supervivientes de su casa. La violencia era tal que superaba las fronteras y se extendía también al reino de Judá: acabaron con el rey Ocozías y con todos sus hermanos. Entonces «Atalía, madre de Ocozías, al ver que su hijo había muerto, se dispuso a exterminar toda la descendencia real» (2 Re 11,1), así podría reinar ella sola en el país.


En medio de toda esta locura, los planes de Dios se van abriendo camino, contando con la colaboración de personas piadosas. Uno de los hijos de Ocozías, recién nacido, fue salvado por una de sus tías que, arriesgando su vida, «lo sustrajo, junto con su nodriza, de entre los hijos del rey a los que iban a dar muerte» (2 Re 11,2). El niño «estuvo seis años escondido con ella en el Templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país» (2 Re 11,3). Así se salvó la dinastía davídica, de la que Dios había prometido que vendría el Mesías.


A veces, ante circunstancias adversas, al notar las consecuencias del pecado en el mundo, podemos sentir la tentación del miedo y del desaliento. «Es normal que sintamos impotencia para modificar el rumbo de la historia. Pero apoyémonos en la fuerza de la oración»1. La intimidad con Dios nos ayudará a recordar que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Es verdad que «ese bien no siempre lo podemos ver de manera inmediata. A veces ni siquiera llegaremos a comprenderlo. El hecho de que procuremos estar cerca de Dios no nos evita los normales cansancios, perplejidades y sufrimientos de la vida; pero esa cercanía nos puede llevar a vivir todo de una manera distinta»2. Dios siempre se abre paso, siempre es más fuerte: esta seguridad nos ayuda a abandonar en sus manos las dificultades de nuestra vida.


DESPUÉS de seis años enviaron a buscar a los jefes del pueblo. Una vez reunidos les mostraron al hijo del rey, que había permanecido escondido en el Templo por temor a la reina Atalía. El sacerdote les entregó las lanzas y los escudos de David. Rodeando al hijo del rey, empuñaron las armas y mientras salían todos comenzaron a aplaudir y gritar: «¡Viva el rey!» ( 2 Re 11,12). Y cuenta la Escritura que ese día se podía ver «a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas» (2 Re 11,13).


Es una alegría similar a la que tendría lugar con la entrada de Jesús en Jerusalén. Sin embargo, al Señor no siempre le rodeó aquel esplendor. Siendo Rey y Señor del universo, casi siempre se nos presenta débil y necesitado de nuestra ayuda para poder reinar. «Todos percibís en vuestras almas –decía san Josemaría– una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»3.


Tal como sucedió muchas veces con el pueblo elegido, Cristo no garantiza el éxito humano, pero asegura una paz y una alegría que solo él puede dar. Su poder no es el de los reyes y grandes de esta tierra. «Es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa»4. El reinado de Dios es discreto. Busca un pequeño espacio en nuestras almas donde reinar con su paz.


SOLO hay una persona en Judea que no participa de la alegría del pueblo. Se trata, como es lógico, de Atalía, que cuando «oyó las voces de la guardia y del pueblo (…) y vio al rey (…) y a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: “¡Traición, traición!”» (2 Re 11,13-14). Creía haber acabado con toda la descendencia real, pero no fue así. Ahora nadie más la seguía. Y ella, que tan lejos había llegado para alcanzar el trono, sale tristemente de escena, ante el alivio del pueblo sobre el que había reinado durante seis años.


Nos puede pasar a veces que, como Atalía, dejemos de saborear la alegría de que Jesús reine en nuestro corazón. Entonces, intentamos colmar ese vacío con cosas que no pueden satisfacernos. El Señor nos advierte de la insensatez de este modo de gastar la vida: «Amontonad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6, 20-21).


Lleno de tinieblas aparece el corazón de Atalía. Por contraste, el corazón inmaculado de María nos aparece lleno de luz. A ella podemos pedirle que nos ayude «a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón (…). Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad»5.



22 de junio de 2023

SANTO TOMAS MORO



Evangelio (Mt 6,7-15)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:


Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal.


Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados”.


PARA TU RATO DE ORACION 


Inglaterra, en 1534, se exigió a todos los ciudadanos que hubieran alcanzado la edad legal que prestasen juramento al Acta de Sucesión, en la que se reconocía como matrimonio la unión de Enrique VIII y Ana Bolena. Se proclamaba el rey Jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, negando al Papa toda autoridad. Juan Fisher, Obispo de Rochester, y Tomás Moro, Canciller del Reino, se negaron a jurar el Acta, y fueron encarcelados en abril de 1534 y decapitados al año siguiente”.


“En un momento en que muchos se doblegaron a la voluntad real, su juramento habría pasado prácticamente inadvertido y hubieran conservado la vida, la hacienda y el cargo, como tantos otros. Sin embargo, ambos fueron fieles a su fe hasta el martirio. Supieron dar la vida en aquel momento porque fueron hombres que vivieron su vocación día a día, dando testimonio de fe en cada jornada, a veces en asuntos que podrían parecer de escaso o de ningún relieve”.


“Tomás Moro es una figura muy cercana a nosotros, pues fue un cristiano corriente, que supo compaginar bien su vocación de padre de familia con la profesión de abogado y más tarde de Canciller, en una perfecta unidad de vida. Se encontraba en el mundo como en su propio hogar; amaba todas las realidades humanas que constituyen el entramado de su vida, donde Dios le quiso. Vivió al mismo tiempo un desprendimiento de los bienes y un amor a la Cruz tan grandes que puede decirse que ahí asentó toda su Fortaleza”[1].


Santo Tomás Moro, intercesor del Opus Dei en 1954


De acuerdo con la continua tradición de la Iglesia de acudir a la intercesión de los santos, los fieles del Opus Dei y los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz se encomiendan a algunos de ellos de modo particular. A santo Tomás Moro, en concreto, las relaciones con las autoridades civiles.


Santo Tomás Moro era especialmente adecuado para el papel de intercesor del Opus Dei, tanto por su prestigio profesional y su condición de hombre de estado, como por ser un hombre casado y padre de familia. Iba a ser el único laico y no célibe nombrado santo intercesor: el número de los canonizados con tales características era entonces, y ahora, bastante pequeño. Aunque san Josemaría había visto desde el principio la presencia de fieles casados en el Opus Dei, no pudo obtener la aprobación para admitir formalmente a los tres primeros miembros supernumerarios hasta 1948. Es probable que este hecho influyera en cierta medida en la elección de santo Tomás Moro como intercesor apenas unos años más tarde.

Sto Tomàs Moro escribiò antes de su martirio a su hija Margarita esta carta que nos ayudarà mucho a hacer este rato de oración.

"Aunque estoy bien convencido, mi querida Margarita, de que la maldad de mi vida pasada es tal que merecería que Dios me abandonase del todo, ni por un momento dejaré de confiar en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia; hasta ahora, ha inspirado al mismo rey la suficiente benignidad para que no pasara de privarme de la libertad (y, por cierto, que con esto solo su majestad me ha hecho un favor más grande, por el provecho espiritual que de ello espero sacar para mi alma, que con todos aquellos honores y bienes de que antes me había colmado). Por esto, espero confiadamente que la misma gracia divina continuará favoreciéndome, no permitiendo que el rey vaya más allá, o bien dándome la fuerza necesaria para sufrir lo que sea con paciencia, con fortaleza y de buen grado.

Esta mi paciencia, unida a los méritos de la dolorosísima pasión del Señor (infinitamente superior en todos los aspectos a todo lo que yo pueda sufrir), mitigará la pena que tenga que sufrir en el purgatorio y, gracias a su divina bondad, me conseguirá más tarde un aumento premio en el cielo.

No quiero, mi querida Margarita, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me sienta. Más aún, si a causa del terror y el espanto viera que estoy ya a punto de ceder, me acordaré de san Pedro, cuando, por su poca fe, empezaba a hundirse por un solo golpe viento, y haré lo que él hizo. Gritaré a Cristo: Señor, sálvame. Espero que entonces él, tendiéndome la mano, me sujetará y no dejará que me hunda.

Y, si permitiera que mi semejanza con Pedro fuera aún más allá, de tal modo que llegara a la caída total y a jurar y perjurar (lo que Dios, por su misericordia, aparte lejos de mí, y haga que una tal caída redunde más bien en perjuicio que en provecho mío), aun en este caso espero que el Señor me dirija, como a Pedro, una mirada llena de misericordia y me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa de la verdad y descargue así mi conciencia, y soporte con fortaleza el castigo y la vergüenza de mi anterior negación.

Finalmente, mi querida Margarita, de lo que estoy cierto es de que Dios no me abandonará sin culpa mía. Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y confianza. Si a causa de mis pecados permite mi perdición, por lo menos su justicia será alabada a causa de mi persona. Espero, sin embargo, y lo espero con toda certeza, que su bondad clementísima guardará fielmente mi alma y hará que sea su misericordia, más que su justicia, lo que se ponga en mí de relieve.

Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor."


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Si desea conocer mejor la historia de la elección de santo Tomás Moro como intercesor de los fieles del Opus Dei, descargue el libro electrónico “Los intercesores del Opus Dei”, donde se ofrece un capítulo sobre el canciller inglés.

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