"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2016

4° SEMANA del TIEMPO ORDINARIO DOMINGO Ciclo C

Lucas  1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y exclamó con voz fuerte:
— «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!

¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».

SI NO HAY CARIDAD TODO SE VIENE ABAJO

La esencia de la caridad.
— Cualidades de esta virtud.
— La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.
I. La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo1. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis2. Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo»3.
Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevoy distintivo de los cristianos4. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.
La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino quelos asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley5–, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.
La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña San Juan-, porque Dios es amor6. También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es imposible alcanzar aquello que no se ama»7; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.
Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.
II. San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.
La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira8; imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, «condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves»9.
La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad solo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás.
La caridad no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la llama «madre del odio».
La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues solo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. «El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos»10.
La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No solo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.
La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. No solo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.
III. La caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad11.
Estas tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; aquí en la tierra es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad12.
Esforzaos por alcanzar la caridad13, nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo14; es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no solo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Cuando crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la caridad: «tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más»15.
Si acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a los demás, pues es Maestra de caridad. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)»16. Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.

30 de enero de 2016

3a SEMANA del Tiempo Ordinario SABADO

Marcos 4,35-41.

Al atardecer de ese mismo día, les dijo:
"Crucemos a la otra orilla". 
Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. 
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 
Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?". Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: 

"¡Silencio! ¡Cállate!". 
El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. 
Después les dijo: "¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?". 
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?". 

CORRECCION FRATERNA

— El deber de la corrección fraterna. 
— La corrección fraterna entre los primeros cristianos. 
— Virtudes al hacer la corrección. Modo de recibirla.
I. Desde el Antiguo Testamento, nos muestra la Sagrada Escritura cómo Dios se vale frecuentemente de hombres llenos de fortaleza y de caridad para advertir a otros de su alejamiento del camino que conduce al Señor. El Libro de Samuel nos presenta al profeta Natán, enviado por Dios al rey David1 para que le hable de los pecados gravísimos que había cometido. A pesar de la evidencia de esos pecados tan graves (adulterio con la mujer de su fiel servidor y el procurar la muerte de este) y de ser el rey un buen conocedor de la Ley, «el deseo se había apoderado de todos sus pensamientos y su alma estaba completamente aletargada, como por un sopor. Necesitó de la luz del profeta, que con sus palabras le hiciera caer en la cuenta de lo que había hecho»2. En aquellas semanas, David vivía con la conciencia adormecida por el pecado.
Natán, para hacerle caer en la cuenta de la gravedad de su delito, le expone una parábola: Había dos hombres en un pueblo: uno rico y pobre el otro. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y de bueyes; el pobre solo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico; y, no queriendo perder una oveja o un buey para invitar a su huésped, cogió la cordera del pobre y convidó a su huésped. David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán: ¡Vive Dios que el que ha hecho eso es reo de muerte!
Natán respondió entonces al rey: ese hombre eres tú. Y David recapacitó sobre sus pecados, se arrepintió y expresó su dolor en un Salmo que la Iglesia nos propone como modelo de contrición. Comienza así: Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu piedad; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad...3. David hizo penitencia y fue grato a Dios. Todo, gracias a una corrección fraterna, a una advertencia, oportuna y llena de fortaleza, como fue la de Natán.
Uno de los mayores bienes que podemos prestar a quienes más queremos, y a todos, es la ayuda, en ocasiones heroica, de la corrección fraterna. En la convivencia diaria podemos observar que nuestros parientes, amigos o conocidos –como nosotros mismos– pueden llegar a formar hábitos que desdicen de un buen cristiano y que les separan de Dios (faltas habituales de laboriosidad, chapuzas, impuntualidades, modos de hablar que rozan la murmuración o la difamación, brusquedades, impaciencias...). Pueden ser también faltas contra la justicia en las relaciones laborales, faltas de ejemplaridad en el modo de vivir la sobriedad o la templanza (gastos ostentosos, faltas de gula o de ebriedad, dilapidación de dinero en el juego o loterías), relaciones que ponen en situación arriesgada la fidelidad conyugal o la castidad... Es fácil comprender que una corrección fraterna a tiempo, oportuna, llena de caridad y de comprensión, a solas con el interesado, puede evitar muchos males: un escándalo, el daño a la familia difícilmente reparable...; o, sencillamente, puede ser un eficaz estímulo para que alguno corrija sus defectos o se acerque más a Dios.
Esta ayuda espiritual nace de la caridad, y es una de las principales manifestaciones de esta virtud. En ocasiones, es también una exigencia de la justicia, cuando existen especiales obligaciones de prestar ayuda a la persona que debe ser corregida. Con frecuencia debemos pensar en cómo ayudamos a los que están más cerca. «¿Por qué no te decides a hacer una corrección fraterna? —Se sufre al recibirla, porque cuesta humillarse, por lo menos al principio. Pero, hacerla, cuesta siempre. Bien lo saben todos.
»El ejercicio de la corrección fraterna es la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo»4. ¿La practicamos con frecuencia? ¿Es nuestro amor a los demás un amor con obras?
II. La corrección fraterna tiene entraña evangélica; los primeros cristianos la llevaban a cabo frecuentemente, tal como había establecido el Señor –Ve y corrígele a solas5–, y ocupaba en sus vidas un lugar muy importante6; sabían bien de su eficacia. San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica: si alguno no obedece a lo que decimos en esta carta... no le miréis como enemigo, sino corregidle como a hermano7. En la Epístola a los Gálatasdice el Apóstol que esta corrección ha de hacerse con espíritu de mansedumbre8. Del mismo modo, el Apóstol Santiago alienta también a los primeros cristianos, recordándoles la recompensa que el Señor les dará: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se convierta de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus propios pecados9. No es pequeña recompensa. No podemos excusarnos y repetir otra vez aquellas palabras de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?10.
Entre las excusas que pueden instalarse en nuestro ánimo para no hacer o para retrasar la corrección fraterna está el miedo a entristecer a quien hemos de hacer esa advertencia. Resulta paradójico que el médico no deje de decir al paciente que, si quiere curar, debe sufrir una dolorosa operación, y sin embargo los cristianos tengamos a veces reparos en decir a quienes nos rodean que está en juego la salud, ¡cuánto más valiosa!, de su alma. «Por desgracia, es grande el número de los que, por no desagradar o por no impresionar a alguien que está viviendo sus últimos días y los últimos momentos de su existencia terrena, le callan su estado real, haciéndole así un mal de incalculables dimensiones. Pero todavía es más elevado el número de los que ven a sus amigos en el error o en el pecado, o a punto de caer en uno o en otro, y permanecen mudos, y no mueven un dedo para evitarles estos males. ¿Concederíamos, a quienes de tal modo se portasen con nosotros, el título de amigos? Ciertamente, no. Y, sin embargo, suelen hacerlo para no desagradarnos»11.
Con la práctica de la corrección fraterna se cumple verdaderamente lo que nos dice la Sagrada Escritura: el hermano ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada12. Nada ni nadie puede vencer contra la caridad bien vivida. Con esta muestra de amor cristiano no solo mejoran las personas, sino también la misma sociedad. A la vez, se evitan críticas y murmuraciones que quitan la paz del alma y enturbian las relaciones entre los hombres. La amistad, si es verdadera, se hace más profunda y auténtica con la corrección sincera. La amistad con Cristo crece también cuando ayudamos a un amigo, a un familiar, a un colega, con ese remedio eficaz que es la corrección amable, pero clara y valiente.
III. Al hacer la corrección fraterna se han de vivir una serie de virtudes, sin las cuales no sería una verdadera manifestación de caridad. «Cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas»13. Como Cristo la practicaría si estuviera ocupando nuestro lugar, con la misma delicadeza, con la misma fortaleza.
A veces, una cierta animosidad y falta de paz interior nos puede llevar a ver, en otros, defectos que en realidad son nuestros. «Debemos corregir, pues, por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda (...). ¿Por qué le corriges? ¿Porque te apena haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras bien»14.
La humildad nos enseña, quizá más que cualquier otra virtud, a encontrar las palabras justas y el modo que no ofende, al recordarnos que también nosotros necesitamos muchas ayudas parecidas. La prudencia nos lleva a hacer la advertencia con prontitud y en el momento más oportuno; nos es necesaria esta virtud para tener en cuenta el modo de ser de la persona y las circunstancias por las que pasa, «como los buenos médicos, que no curan de un solo modo»15, no dan la misma receta a todos los pacientes.
Después de avisar a alguien con la corrección, si parece que no reacciona, es preciso ayudarle todavía un poco más con el ejemplo, con la oración y mortificación por él, con una mayor comprensión.
Por nuestra parte, hemos de recibirla con humildad y silencio, sin excusarnos, conociendo la mano del Señor en ese buen amigo, que al menos lo es desde aquel momento; con un sentimiento de viva gratitud, porque alguien se interesa de verdad por nosotros; con la alegría de pensar que no estamos solos para enderezar nuestros caminos, que deben conducir siempre al Señor. «Después que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no solo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerle ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; quien es verdaderamente humilde tiene a honra someterse a todos por amor a Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento de que Él se haya servido»16.
Acudamos, al terminar nuestra oración, a la Santísima Virgen, Mater boni consilii, para que nos ayude a vivir siempre que sea necesaria esta muestra de caridad fraterna, de amistad verdadera, de aprecio sincero por aquellos con quienes nos relacionamos más frecuentemente.

29 de enero de 2016

3a SEMANA del Tiempo Ordinario VIERNES

Marcos 4,26-34.

Y decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha". 
También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra". 
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.

LA FIDELIDAD A LA GRACIA

— La gracia de Dios da siempre sus frutos si nosotros no le ponemos obstáculos.
— Los frutos de la correspondencia.
— Evitar el desaliento por los defectos que no desaparecen y por las virtudes que no se alcanzan. Recomenzar muchas veces.
I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta una pequeña parábola, que recoge solo San Marcos. Nos habla en ella el Señor del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento2.
Nos da gran confianza en el apostolado considerar frecuentemente que «la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo»3. En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte queda aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Sucede al alma algo parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones necesitan aspirar oxígeno continuamente para renovar la sangre. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia que Dios da continuamente, termina por morir de asfixia espiritual4.
Recibir la gracia con docilidad es empeñarnos en llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes –en primer lugar todo lo que se refiere a nuestros compromisos con Dios–; empeñarnos con decisión en alcanzar una meta en una determinada virtud; llevar con garbo sobrenatural y sencillez una contrariedad que quizá se prolonga y nos resulta costosa... Dios nos mueve interiormente, recordándonos a menudo las orientaciones recibidas en la dirección espiritual, y cuanto mayor es la fidelidad a esas gracias, mejor nos disponemos para recibir otras, más facilidad encontramos para realizar obras buenas, mayor alegría hay en nuestra vida, porque la alegría siempre está muy relacionada con la correspondencia a la gracia.
II. La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en la parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla y no dejarla a un lado, pues «las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis»5: vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo, confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que se ponga la lucha al día siguiente, vivir el «minuto heroico» al levantarse, desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una persona ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que «el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón»6. La vida interior se empobrece y muere.
El Espíritu Santo nos da innumerables gracias para evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con empeño humano, con perfección, con pureza de intención, por motivos humanos nobles y por motivos sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta la noche, a las ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos de amor a Dios y al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos sentimos más cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar fruto. Una gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará7, leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
III. «El hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque, aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida, camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la espiga el trigo»8. La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
»Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
»Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia»9, como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a «apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo»10. Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.

28 de enero de 2016

SANTO TOMÁS DE AQUINO Doctor de la Iglesia

Marcos 4,21-25.

Jesús les decía: 
"¿Acaso se trae una lámpara para ponerla debajo de un cajón o debajo de la cama? ¿No es más bien para colocarla sobre el candelero?  Porque no hay nada oculto que no deba ser revelado y nada secreto que no deba manifestarse.  ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!". 
Y les decía: 
"¡Presten atención a lo que oyen! La medida con que midan se usará para ustedes, y les darán más todavía. Porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene"

Tomás nació en medio de una aristocrática familia, alrededor de 1225. A pesar de la fuerte oposición de los suyos, ingresó a la orden de Santo Domingo a la edad de 19 años. En 1245, sus superiores lo enviaron a estudiar a París, donde sus dotes de humildad hicieron que al principio su gran inteligencia y saber pasasen desapercibidos. Sus condiscípulos llegaron a llamarlo, por su silenciosa y meditativa timidez, y su físico corpulento, “el buey mudo”.
Al recibirse de bachiller, siguiendo el orden académico de la época, comenzó a enseñar en la Universidad de París, y compuso obras como sus comentarios sobre el Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, sobre el libro de Isaías y sobre el Evangelio según San Mateo. Cuatro años más tarde, se le confió la cátedra de doctor, encargado de enseñar, discutir y predicar y algún tiempo después, empezó a escribir la Suma contra los Gentiles.
De 1259 a 1268, el santo era muy popular en toda Italia, país en el que enseñó y donde también predicó en muchas ciudades. Hacia 1266, comenzó a escribir la más famosa de sus obras: la Suma Teológica. De vuelta a París, el santo continuó, en medio sus clases, predicaciones y discusiones públicas, la redacción de la Suma, incluido el tratado de la Eucaristía. Dice una tradición que el Crucifijo le habló y le dijo: “Has escrito bien de mí, Tomás”, confirmando su teología eucarística. Posteriormente, Tomás fue llamado nuevamente a Italia y ocupó el cargo de rector en la Universidad de Nápoles.
Al año siguiente, por causa de una poderosa visión, Tomás cesó de escribir y enseñar, sin terminar la Suma Teológica. Se hallaba muy enfermo cuando el Papa Gregorio X lo invitó al Concilio de Lyon, pero durante el viaje su enfermedad se agravó aún más, siendo trasladado a la abadía cistercience de Fossa Nuova, donde falleció en la madrugada del 7 de marzo de 1274

PIEDAD Y DOCTRINA

— El camino hacia Dios: piedad y doctrina.
— Autoridad de Santo Tomás. Necesidad de formación.
— La doctrina, alimento de la piedad.
I. En la asamblea le da la palabra, el Señor lo llena de espíritu de sabiduría e inteligencia, lo viste con un traje de honor1.
Cuando Santo Tomás tenía aún pocos años solía preguntar reiteradamente a su maestro de Montecassino: «¿Quién es Dios?», «explicadme qué cosa es Dios». Y pronto comprendió que para conocer al Señor no bastan los maestros y los libros. Se necesita además que el alma le busque de verdad y se entregue con corazón puro, humilde, y con una intensa oración. En él se dio una gran unión entre doctrina y piedad. Nunca comenzó a escribir o a enseñar sin haberse encomendado antes al Espíritu Santo. Cuando trabajaba en el estudio y exposición del Sacramento de la Eucaristía solía bajar a la capilla y pasar largas horas delante del Sagrario.
Dotado de un talento prodigioso, Santo Tomás llevó a cabo la síntesis teológica más admirable de todos los tiempos. Su vida, relativamente corta, fue una búsqueda profunda y apasionada del conocimiento de Dios, del hombre y del mundo a la luz de la Revelación divina. El saber antiguo de los autores paganos y de los Santos Padres le proporcionó elementos para llevar a cabo una síntesis armoniosa de razón y fe que ha sido propuesta repetidamente por el Magisterio de la Iglesia como modelo de fidelidad a la Iglesia y a las exigencias de un sano razonamiento.
Santo Tomás es ejemplo de humildad y de rectitud de intención en el trabajo. Un día, estando en oración, oyó la voz de Jesús crucificado que le decía: «Has escrito bien de Mí, Tomás: ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?». Y él respondió: «Señor, no quiero ninguna cosa, sino a Ti»2. También en este momento se manifestaron la sabiduría y la santidad de Tomás, y nos enseña lo que hemos de pedir y desear nosotros sobre cualquier otra cosa.
Con su enorme talento y sabiduría, siempre tuvo conciencia de la pequeñez de su obra ante la inmensidad de su Dios. Un día en que había celebrado la Santa Misa con especial recogimiento, decidió no volver a escribir más: dejó inconclusa su obra magna, la Suma Teológica. Y ante las preguntas insistentes de sus colaboradores acerca de la interrupción de su trabajo, contestó el Santo: «Después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir más»3. Dios es siempre más de lo que puede pensar la inteligencia más poderosa, de lo que desea el corazón más sediento.
El Doctor Angélico nos enseña cómo hemos de buscar a Dios: con la inteligencia, con una honda formación, adecuada a las peculiares circunstancias de cada uno, y con una vida de amor y de oración4.
II. El Magisterio de la Iglesia ha recomendado frecuentemente a Santo Tomás como guía de los estudios y de la investigación teológica. La Iglesia ha hecho suya esta doctrina, por ser la más conforme con las verdades reveladas, las enseñanzas de los Santos Padres y la razón natural5. Y el Concilio Vaticano II recomienda profundizar en los misterios de la fe y descubrir su mutua conexión «bajo el magisterio de Santo Tomás»6. Los principios de Santo Tomás son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes de la filosofía y hacen posible entender mejor la fe en nuestro tiempo7.
La fiesta de Santo Tomás trae a nuestra meditación de hoy la necesidad de una sólida formación doctrinal religiosa, soporte indispensable de nuestra fe y de una vida plenamente cristiana en toda ocasión. Solo así, meditando y estudiando los puntos capitales de la doctrina católica, enriqueceremos nuestro vivir cristiano y podremos contrarrestar mejor esa ola de ignorancia religiosa que, a todos los niveles, recorre el mundo. Si tenemos buena doctrina en nuestra inteligencia no estaremos a merced de los estados de ánimo y del solo sentimiento, que puede ser frágil y cambiante. En ocasiones esta formación comienza por el repaso del Catecismo de la doctrina cristiana y por la constancia en lalectura espiritual que nos indica quién aconseja a nuestra alma.
La formación adecuada, profunda, es imprescindible en una época en que la confusión y los errores doctrinales se multiplican y los medios a través de los cuales pueden difundirse son más abundantes y poderosos (lecturas, televisión, radio, etc.). Es necesario decir «creo todo lo que Dios ha revelado», pero esta fe entraña el compromiso de no desentenderse de lograr una mejor y más profunda comprensión de los misterios de la fe, según las propias circunstancias, pues en caso contrario no daríamos importancia a aquello que Dios, en su infinito amor, ha querido revelarnos para que crecieran la fe, la esperanza y la caridad. Santa Teresa de Jesús decía que «quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen las obras»8, interpreta con una visión más aguda los acontecimientos, santifica mejor su quehacer y encuentra sentido al dolor que toda vida lleva consigo. «No sé cuántas veces me han dicho –escribe un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que solo sepa rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (y muchos de mis antepasados lo han sido) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba del amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor habría sido mayor»9. Y nosotros sabremos amar más a Jesús si ponemos empeño en conocerle a Él y en conocer su doctrina, que se nos transmite en la Iglesia. Por esto, hoy, que celebramos a este Santo Doctor de la Iglesia, es oportuno que nos preguntemos si ponemos verdadero interés en aprovechar aquellos medios de formación que tenemos a nuestro alcance, y si sentimos la urgencia de una adecuada formación doctrinal que contrarreste esa enorme ola de ignorancia y de error que se abate sobre tantos fieles indefensos.
III. Considerando la vida y la obra de Santo Tomás, advertimos cómo la piedad exige doctrina; por eso, la formación nos lleva a una piedad profunda, manifestada casi siempre de modo sencillo. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran, por ejemplo, las palabras del Ave María repartidas por los márgenes, como jaculatorias que ayudaban al Santo a mantener el corazón encendido. Y cuando quería probar la pluma, lo hacía escribiendo estas y otras jaculatorias10. Todos sus escritos y sus enseñanzas orales llevan a amar más a Dios, con más profundidad, con más ternura. De él es esta sentencia: de la misma manera que quien poseyese un libro en el que estuviera contenida toda la ciencia solo buscaría saber este libro, así nosotros no debemos sino buscar solo a Cristo, porque en Él, como dice San Pablo, están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia11. Toda la doctrina que aprendemos nos ha de llevar a amar a Jesús, a desear servirle con más prontitud y alegría.
«Piedad de niños y doctrina de teólogos», solía inculcar San Josemaría Escrivá, porque la fe firme, cimentada sobre sólidos principios doctrinales, se manifiesta frecuentemente en una vida de infancia en la que nos sentimos pequeños ante Dios y nos atrevemos a manifestarle el amor a través de cosas muy pequeñas, que Él bendice y acoge con una sonrisa, como hace un padre con su hijo. El amor -enseñó Santo Tomás lleva al conocimiento de la verdad12, y todo el conocimiento está ordenado a la caridad como a su fin13. El conocimiento de Dios debe llevar a realizar frecuentes actos de amor, a una disposición firme de trato amable, sin miedos, con Él. Mientras la mente atiende al pequeño deber de cada momento, el corazón está fijo en Dios, recibiendo el suave impulso de la gracia, que la hace tender hacia el Padre, en el Hijo y por el Espíritu Santo.
Una formación doctrinal más profunda lleva a tratar mejor a la Humanidad Santísima del Señor, a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a San José, «nuestro Padre y Señor», a los ángeles custodios, a las benditas almas del Purgatorio... Examinemos hoy cómo es nuestro empeño por adquirir esa formación sólida y cómo la difundimos a nuestro alrededor -con naturalidad y como quien da un tesoro en la propia familia, entre los amigos... y siempre que tenemos la menor oportunidad.

27 de enero de 2016

3a SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO MIERCOLES

Marcos 4,1-20.

Jesús comenzó a enseñar de nuevo a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca dentro del mar, y sentarse en ella. Mientras tanto, la multitud estaba en la orilla. 
El les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas, y esto era lo que les enseñaba: 
"¡Escuchen! El sembrador salió a sembrar. 
Mientras sembraba, parte de la semilla cayó al borde del camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. 
Otra parte cayó en terreno rocoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemó y, por falta de raíz, se secó. Otra cayó entre las espinas; estas crecieron, la sofocaron, y no dio fruto. Otros granos cayeron en buena tierra y dieron fruto: fueron creciendo y desarrollándose, y rindieron ya el treinta, ya el sesenta, ya el ciento por uno". 
Y decía: 

"¡El que tenga oídos para oír, que oiga!". 
Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor de él junto con los Doce, le preguntaban por el sentido de las parábolas. 
Y Jesús les decía: 

"A ustedes se les ha confiado el misterio del Reino de Dios; en cambio, para los de afuera, todo es parábola, a fin de que miren y no vean, oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y alcancen el perdón". 
Jesús les dijo: 
"¿No entienden esta parábola? ¿Cómo comprenderán entonces todas las demás? 
El sembrador siembra la Palabra. 
Los que están al borde del camino, son aquellos en quienes se siembra la Palabra; pero, apenas la escuchan, viene Satanás y se lleva la semilla sembrada en ellos. 
Igualmente, los que reciben la semilla en terreno rocoso son los que, al escuchar la Palabra, la acogen en seguida con alegría; pero no tienen raíces, sino que son inconstantes y, en cuanto sobreviene la tribulación o la persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumben. 
Hay otros que reciben la semilla entre espinas: son los que han escuchado la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y los demás deseos penetran en ellos y ahogan la Palabra, y esta resulta infructuosa. 
Y los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno". 

El fruto es siempre superior a la semilla

— Parábola del sembrador.
— Optimismo en el apostolado.Paciencia y constancia. 
— El fruto es siempre superior a la semilla que se pierde. 
I. Salió el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio1. El campo, el camino, los espinos y los pedregales recibieron la semilla: el sembrador siembra a voleo y la simiente cae en todas partes. Con esta parábola quiso declarar el señor que Él derrama en todos su gracia con mucha generosidad. Lo mismo que el labrador no distingue la tierra que pisa con sus pies, sino que arroja natural e indistintamente su semilla, así el Señor no distingue al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde2. Dios siembra en todos; da a cada hombre las ayudas necesarias para su salvación.
En la oficina, en la empresa, en la farmacia, en la consulta, en el taller, en la tienda, en los hospitales, en el campo, en el teatro..., en todas partes, allí donde nos encontremos, podemos dar a conocer el mensaje del Señor. Él mismo es quien esparce la semilla en las almas y quien da a su tiempo el crecimiento. «Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra»3. Somos colaboradores suyos y en su campo: Jesús, «por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo»4, con infinita generosidad.
Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra. No deberíamos desaprovechar ninguna ocasión de dar a conocer a nuestro Dios: viajes, descanso, trabajo, enfermedad, encuentros inesperados..., todo puede ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor5: que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende solo de Dios, de su gracia que nunca niega. Debemos recordar siempre «que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios pueda utilizarlos»6. Gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: estar en buen estado.
En todas partes cayó la semilla del sembrador: en el campo, en el camino, en los espinos, en los pedregales. «Y ¿qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendría razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno»7. No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios. Nuestra oración y nuestra mortificación, si somos humildes y pacientes, pueden conseguir del Señor la gracia necesaria que transforme las condiciones interiores de las almas que queremos acercar a Dios.
II. Siempre es eficaz la labor en las almas. El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos.Mis elegidos no trabajarán en vano8, nos ha prometido.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido y monótono que permaneció inadvertido a los ojos humanos. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador9. El apostolado es tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección.
La tarea apostólica es también labor paciente y constante. De la misma manera que el labriego sabe esperar días y más días hasta ver despuntar la simiente, y más aún hasta la recolección, así debemos hacer nosotros en nuestro empeño de acercar almas a Dios. El Evangelio y la propia experiencia nos enseñan que la gracia, de ordinario, necesita tiempo para fructificar en las almas. Sabemos también de la resistencia a la gracia en muchos corazones, como pudo suceder con el nuestro anteriormente. Nuestra ayuda a otros se manifestará entonces en una mayor paciencia –muy relacionada con la virtud de la fortaleza– y en una constancia sin desánimos. No intentemos arrancar el fruto antes de que esté maduro. «Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»10.
La espera no se confunde con la dejadez ni con el abandono. Por el contrario, mueve a poner los medios más oportunos para aquella situación concreta en la que se encuentra esa persona a la que queremos ayudar: abundancia de la luz de la doctrina, más oración y alegría, espíritu de sacrificio, profundizar más en la amistad...
Y cuando la semilla parece que cae en terreno pedregoso o con espinos, y que tarda en llegar el fruto deseado, entonces hemos de rechazar cualquier sombra de pesimismo al ver que el trigo no aparece cuando queríamos. «A menudo os equivocáis cuando decís: “me he engañado con la educación de mis hijos”, o “no he sabido hacer el bien a mi alrededor”. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a Él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado»11. Sobre todo estará Cristo, para quien nos hemos esforzado.
Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de intención, buena señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea solo para la gloria de Dios. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»12.
III. Otra semilla, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta.
Aunque una parte de la siembra se perdió porque cayó en mal terreno, la otra parte dio una cosecha imponente. La fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. No debemos olvidar nunca el optimismo radical que comporta el mensaje cristiano: el apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo que ofrecimos por otros, las conversaciones que sostuvimos con nuestros amigos, las horas de enfermedad ofrecidas, el resultado de aquel encuentro del que nunca más tuvimos noticias, los frutos de todo lo que aquí nos pareció un fracaso, a quiénes alcanzó aquella oración del Santo Rosario que rezamos cuando veníamos de la Facultad o de la oficina... Nada quedó sin fruto: una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para que fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no saber sembrar bien la semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras palabras, o nos diga que no le interesan, o...
En el apostolado hemos de tener presente que Dios ya sabe que unas personas responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al hombre criatura libre, el Señor –en su Sabiduría infinita– contó con el riesgo de que usara mal su libertad: aceptó que algunos hombres no quisieran dar fruto; «cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal (...). Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza»13.
Dios se complace en los que corresponden voluntariamente a su gracia. Un alma que se decide libremente a aceptar sus gracias en lugar de rechazarlas, ¡cuánta gloria da a Dios!; una persona que se empeña en dar frutos de santidad con la ayuda divina en lugar de quedarse en la tibieza, ¡cuánto se complace Dios en ella!; pensemos cuánto le han agradado los santos, cuánto le ha glorificado la Santísima Virgen en el tiempo de su estancia en la tierra. Este ha de ser el fundamento de nuestro optimismo en el apostolado.
Dios nos podría haber creado sin libertad, de modo que le diéramos gloria como dan gloria los animales y las plantas, que se mueven por las leyes necesarias de su naturaleza, de sus instintos, sometidos a la servidumbre de unos estímulos externos o internos. Podríamos haber sido como animales más perfeccionados, pero sin libertad. Sin embargo, Dios nos ha querido crear libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él. Sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor14. Hacernos esclavos de Dios por amor compensa al Señor de todas las ofensas que otros pueden hacerle por utilizar mal la libertad.
Vivamos la alegría de la siembra, «cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de que, “buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente”, dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia»15.