"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de diciembre de 2023

Sagrada Familia

 

Evangelio (Lc 2,22-40)

Y cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor.

Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:

— Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz,

según tu palabra:

porque mis ojos han visto

tu salvación,

la que has preparado

ante la faz de todos los pueblos:

luz para iluminar a los gentiles

y gloria de tu pueblo Israel.

Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.

Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre:

—Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción —y a tu misma alma la traspasará una espada—, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.


PARA TU RATO DE ORACION 


«SU PADRE y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él» (Lc 2,33). Y así estamos también nosotros: asombrados de que Dios se haya hecho hijo, de que haya necesitado una familia. Allí aprendemos a dejarnos querer, a dejarnos ayudar, a dejarnos perdonar. Mucho antes de que podamos ser conscientes hemos recibido cariño y cuidado. Nunca seremos capaces de compensarlo y eso sucede generación tras generación. No es un peso que abruma, sino una realidad que nos llena de agradecimiento y nos impulsa a corresponder. ¡Gracias, Señor, por la familia que nos has dado a cada uno!


«Honra a tu padre con todo tu corazón y no te olvides de los dolores de tu madre.Recuerda que ellos te engendraron» (Si 7,29-30), dice la Sagrada Escritura. Tenemos un deber de gratitud con quienes nos han cuidado cuando ni siquiera podíamos agradecerlo. Es justo que nuestros padres sean partícipes de nuestra dicha. Ellos han sido, muchas veces, quienes han puesto en nuestra vida la semilla de la fe y de la piedad.


San Josemaría nos pone delante de la misión insustituible de cada familia: «Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col 3,15). La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»[1].


LO IMPORTANTE en nuestra vida es sabernos queridos y aprender a querer. Y esto sucede, en primer lugar, dentro de la propia familia. Al mismo tiempo, es verdad que no todo es ideal. Todos estamos lejos de ser perfectos. Por eso podemos pedir ahora a Jesús, María y José que intercedan por todas las familias que atraviesan dificultades.


Se podría decir que este primer círculo social es la cuna de todo don. Ahí nos sentimos afirmados por ser quien somos, nos sentimos bendecidos y descubrimos que también nuestra vida es un don para los demás. Está inscrito en nuestro corazón que todos somos hijos. Algunos además son padres, otras son madres, puede que tengamos hermanas o hermanos... pero todos somos hija o hijo. La vida nos ha sido regalada y hay alguien que nos espera. Incluso en las situaciones más difíciles, la condición de hijo tiene tanta fuerza que habitualmente sigue siendo un camino privilegiado para encontrar a Dios Padre.


«La Navidad se considera la fiesta de la familia. El hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo de comunión recíproca y pone de relieve los valores más altos de la institución familiar. La familia se redescubre como comunión de amor entre personas, fundada en la verdad, en la caridad, en la fidelidad indisoluble de los esposos y en la acogida de la vida. A la luz de la Navidad, la familia comprende su vocación a ser una comunidad de proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la persona no pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos, contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia, que la fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por Cristo»[2].


EN BELÉN Dios se ha convertido en uno de nosotros. Quiere vivir nuestra historia, nuestro camino y nuestra libertad. «La familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección»[3]. Es tal la fuerza de la familia que podemos llenarnos de esperanza. La capacidad de transformación y sanación que tiene el amor en la familia es capaz de superar todas las dificultades, por muy abrumadoras que parezcan. Nuestras familias son el lugar elegido por Dios para darnos todos sus dones: el primero de todos, la vida, y con él, la fe, la vocación, un nombre, la educación, el temperamento, la lengua, un lugar al que pertenecer... Este gran reto llevó a san Juan Pablo II a incluir una invocación a la Reina de la Familia en las letanías del Rosario. Desde entonces, millones de voces y corazones le han pedido a la Virgen que proteja a las familias del mundo entero, que todas ellas sean esa cuna en donde se renueva continuamente la humanidad.


Carne y sangre nuestra son nuestros padres y hermanos, y por ellos ha de empezar nuestra preocupación apostólica. Así comenzó el apostolado de los primeros discípulos de Cristo. Andrés, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: — hemos encontrado al Mesías — que significa: “Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41-42). Y Juan, que con Andrés fue el primero en acercarse al Señor, comunicó el hallazgo a su hermano Santiago y le preparó para cuando Jesucristo le encontrara en medio de las redes y le llamara a su servicio. Es lógico que san Josemaría haya llamado el dulcísimo precepto al mandamiento de Moisés sobre honrar a la propia familia.


Con María y con José queremos llenarnos de admiración. En Belén, Dios ha descendido a cada familia, sobre todo a las más heridas, para sanarnos, acompañarnos y descubrir con nosotros el papel decisivo que tiene para cada hijo y para Jesús

30 de diciembre de 2023

La naturalidad de la vida ordinaria

 



Evangelio (Lc 2, 36-40)


Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, había vivido con su marido siete años de casada y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaban de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.


Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.


PARA TU RATO DE ORACION 


«CUANDO un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sb 18,14-15). Así arranca la antífona de entrada de la Misa de hoy. En esta Octava de Navidad queremos vivir de este hecho prodigioso: Dios nos ha enviado su Palabra, se ha hecho carne, es uno de nosotros. Nos gustaría agradecer a la Trinidad todo lo que ha sucedido. Nos unimos a la voz de los ángeles que cantan sin cesar la gloria de Dios, su felicidad, es decir, nuestra salvación. El cielo está de fiesta y la tierra se contagia de este gozo.


Hoy, en la lectura del evangelio, aparece Ana, viuda desde hace muchos años. San Lucas la describe como una profetisa. Es significativo que Dios haya elegido a una humilde viuda para comunicar su nacimiento, en lugar de algún personaje conocido o prestigioso del pueblo. Todos los testigos del nacimiento de Jesús son personas corrientes a quienes no era sencillo que la sociedad creyera.


Quizá algunos pensaron que Ana estaba un poco confundida a causa del sufrimiento y la soledad de tantos años de viudez, o por el rigor de sus ayunos y oraciones. No sabemos si le hicieron caso. Pero el Señor quiso servirse de ella para anunciar el nacimiento del Mesías: «Llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). En ocasiones, Dios elige a testigos que son aparentemente poco creíbles. Algo similar sucede con los pastores o volverá a pasar años después con María Magdalena, a quien los discípulos no creyeron. «Solo los que tienen el corazón como los pequeños —la gente sencilla— son capaces de recibir esta revelación: el corazón humilde, manso, el que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, porque se siente pobre»[1].


DESPUÉS de relatar el encuentro con Ana, el evangelio de hoy continúa narrando que la Sagrada Familia, tras haber cumplido todo lo que prescribía la ley, toma el camino de vuelta a Nazaret. Y termina con un versículo breve pero lleno de contenido, porque resume en pocas palabras gran parte de la vida oculta de Jesús: «El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Dios asume los tiempos del crecimiento normal de un niño; no tiene prisa, quiere hacer la redención de ese modo tan natural y discreto.


San Josemaría dirigiéndose a la Virgen de Guadalupe en México pedía que en nuestros corazones crecieran «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis»[2].


Durante treinta años, vuelve a hacerse silencio en la vida de Jesús, como antes de que naciera en Belén. Pero ese silencio es muy elocuente porque allí se está cumpliendo nuestra redención. Luego muchos dirán: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55). La naturalidad de la vida ordinaria fue también el camino que recorrió Jesús durante su adolescencia, su juventud y su madurez. Y de ahí tomamos ejemplo para la santificación de nuestro trabajo y nuestras relaciones; de lo de cada día y lo más cercano.


HEMOS ESPERADO nueve meses para que naciera Dios y ahora vamos a esperar treinta años hasta que comience su vida pública. Sin embargo, sabemos que la redención se está haciendo desde el mismo momento de la Anunciación. El sí de nuestra Madre a los designios divinos de salvación de los hombres ha puesto en marcha el plan trazado desde la eternidad por Dios. Es imparable, pero no sigue nuestro compás. Va despacio pero no da ningún paso atrás. «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[3]. Con frecuencia, la rutina nos vence y no somos capaces de encontrar a Dios en lo corriente, en lo repetido un día y otro.


«Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo»[4]. Nuestra salvación ya ha comenzado y la fidelidad de Dios dura por siempre.


Ana esperó durante muchos años la manifestación del Mesías, haciendo en su alma un espacio para que el Señor pudiera hablar. Quizá a veces reprochamos a Dios su silencio y en realidad somos nosotros quienes nos envolvemos en ruido que no nos deja oírlo. En medio de la noche y del silencio, Dios ha enviado su Palabra y es definitiva. No se arrepentirá de su alianza. María fue la que custodió ese silencio, esa normalidad, durante los nueve meses y después: podemos pedirle a ella ayuda y compañía en nuestro silencio, porque tampoco queremos perdernos la manifestación de su Hijo

29 de diciembre de 2023

NORMALIDAD

 



Evangelio (Lc 2, 22-35)


Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:


— Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.


Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.


Simeón los bendijo y le dijo a María su madre:


— Mira, éste ha sido puesto para la ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y a tu misma alma la traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL ESPÍRITU SANTO ha revelado a Simeón que no morirá hasta haber visto al Mesías. No es fácil imaginar la manera mediante la cual se lo comunicó. Podemos decir que Simeón tiene una vocación a la esperanza y, en cierto sentido, también nosotros estamos llamados a ella. Todos esperamos ver las obras del Mesías: su gracia que sana, la alegría y el gozo de la redención ya en esta tierra. En Simeón, todos hemos recibido una promesa de salvación que se cumple aquí abajo, en esta tierra, para nuestros ojos y para nuestros oídos. El Mesías no está lejos; ha bajado, se ha hecho uno de nosotros, podemos tocarlo.


Tampoco sabemos cómo descubrió Simeón al Niño. No se habla en el evangelio de ningún signo exterior. Todo parece indicar que fue el mismo Espíritu el que impulsó a Simeón a encontrarlo. Allí estaban María y José con su primogénito. Era inaudito que Dios se hiciera un niño, era impensable que Dios fuera hijo de una joven aparentemente tan normal. Nada la diferenciaba de las otras mujeres que les rodeaban, que también acudirían con sus hijos primogénitos para purificarse. María, aunque no lo necesitaba, ahí estaba, como una más, cumpliendo por amor y no por obligación los mandatos del Señor. De la misma manera, su hijo, Jesús, tampoco tenía por qué pagar por los pecados de los hombres, pero cargó con nuestras debilidades.


Nos puede desconcertar la forma en que Dios se mostró y se nos muestra cada día. Podemos ceder a la dispersión y no descubrirlo cuando pasa cerca de nosotros. Muchos le confundieron con uno más de los habitantes de Nazaret, uno de tantos visitantes del templo. La venida del Mesías y su plan para salvar a todos los hombres son discretos, profundos y delicados. Dios no se impone y por eso ha querido tomar nuestra carne. Podemos pedir a Dios que, como Simeón, abramos los ojos para contemplar la redención que está en marcha.


«AHORA, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30). ¿Estamos atentos para descubrir la salvación de Dios, su acción escondida y silenciosa, en todo lo que nos rodea? En la Misa participamos de manera directa en la salvación llevada a cabo por Jesús. Tocamos su gracia y nos apropiamos de sus méritos. Comemos su cuerpo y bebemos su sangre, de la que «una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero»[1].


Simeón vio solamente una vez al Niño. Toda una vida de espera mereció la pena por ese instante. A nosotros, en cambio, nos puede suceder que, como Dios ha querido venir tan cerca en la Eucaristía, nos hayamos acostumbrado a tocar la salvación. Nos parece demasiado normal, demasiado parecido cada día. A veces nos gustaría una puesta en escena más espectacular. Frente a esa tentación podemos imitar a los pastores que estaban en vela cerca de Belén. Eran «personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo»[2].


«¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual!»[3]. Estamos convencidos de que lo divino es arrollador, entusiasmante, y por eso nos puede causar dolor nuestra aparente frialdad. Pero Dios cuenta también con ello. Simeón, por ejemplo, se preparaba todos los días para recibir al Mesías; cada vez tenía más ganas de verlo, cada día podía ser decisivo. El santo cura de Ars nos prevenía ante la nostalgia de lo extraordinario: «Más dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes, sino que le tenemos con nosotros como estuvo en el seno de María durante nueve meses, como estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para tener la dicha de verle; nosotros le poseemos en cada parroquia, cada parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!»[4].


LA ESPADA clavada en el corazón de la Madre de Jesús es el contrapunto desgarrador en una escena donde todo rezuma alegría y esperanza. Es la sombra que pone de relieve lo real de la escena. «María, en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa y expresan el significado más auténtico de la presentación de Jesús en el templo. En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces de “un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley” (Lc 2, 24), era un preludio del sacrificio de Jesús»[5].


Nuestra vida también es un cuadro con luces y sombras, un entretejerse de esperanza y desánimo, de lucha y derrotas. Dios lo sabe y en esa aparente fragilidad es donde aparece más cercano. Dios rechaza decididamente la ficción de un mundo perfecto, acabado y sin problemas; se encuentra en la fragilidad de lo cotidiano, en lo que parece sin brillo. Esa apuesta divina por la normalidad puede extrañar a muchas almas pero es la consecuencia de su opción por la libertad. Dios no levanta la voz, no fuerza la entrada en nuestras vidas. La señal que nos ofrece la Navidad es «la humildad de Dios llevada hasta el extremo (...). Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez»[6].


La Virgen, nuestra Madre, también aprendió a descubrir a Dios en su hijo recién nacido. Sus lágrimas, su hambre y su sueño son divinos y son, por eso, nuestra redención. «A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano»[7].

28 de diciembre de 2023

SANTOS INOCENTES

 



Evangelio (Mt 2, 13-18)


Cuando se marcharon, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:


— Levántate toma al niño y a su madre huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.


Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta:


De Egipto llamé a mi hijo.

Entonces, Herodes, al ver que los magos le habían engañado, se irritó mucho y mandó matar a todos los niños que habían en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los magos.


Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías:


Una voz se oyó en Ramá,

llanto y lamento grande:

Es Raquel,

que llora por sus hijos

y no admite consuelo,

porque ya no existen.



PARA TU RATO DE ORACION 


«LEVÁNTATE, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Con estas pocas palabras el ángel despierta a José para que salve la vida del Niño Jesús. Quizá nos ha llamado la atención que esta vez el relato no comenzase por un consolador no temas; esta vez sí que hay motivos para temer porque lo que está a punto de suceder es dramático. Un rey, por envidia y miedo, busca a Cristo para matarle. Jesús encuentra enemigos siendo todavía un niño frágil.


José, sin embargo, no se deja dominar por miedo y despierta delicadamente a María. Ayer mismo han disfrutado de la visita de los Magos. El olor a incienso y el brillo del oro que les han regalado siguen llenando el lugar donde descansan. Y, sin embargo, ya es necesario escapar, salir sin llamar la atención.


Podemos aprender del contraste de esta escena evangélica, al no perder de vista las sufrientes circunstancias en las que Dios quiso hacerse Niño. «Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto, es también aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un corazón sensible y abierto al dolor del prójimo (...). Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería hacer de la Navidad una linda fábula que nos generaría buenos sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia que el Verbo Encarnado nos quiere regalar. Y la tentación existe»[1].


EN EL CORAZÓN de María se empieza a hacer presente la profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). La madre de Cristo se está acostumbrando a salir enseguida, sin precipitación pero sin demoras innecesarias. Esta vez tampoco hay tiempo para despedirse. ¿Por qué Jesús es una amenaza para Herodes? María y José tal vez no lo entienden pero no juzgan los planes divinos. No se rebelan. Rezan antes de salir para que Dios les proteja y les bendiga en este nuevo viaje. Las dificultades no les nublan la vista, aunque temen por el Niño.


A José, quizá, una vez más, le asalta la misma incertidumbre que en ocasiones anteriores: ante el embarazo de María, cuando partieron hacia Belén a pocos días de dar a luz, la falta de lugar en la posada y ahora la necesidad de huir en medio de la noche. San Josemaría se impresionaba ante su reacción: «¿Habéis visto qué hombre de fe? (...) ¡Cómo obedece! “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”, le ordena el mensajero divino. Y lo hace.¡Cree en la obra del Espíritu Santo!»[2]. El padre terrenal de Jesús ha asumido su misión y sabe que un minuto de retraso puede ser perjudicial. Contempla a María absolutamente abandonada en Dios y en él, así que deciden partir en medio de la oscuridad.


«San José fue el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación. Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José –testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la voz de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a lo que le rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo (...). Al igual que san José, necesitamos coraje para asumir esta realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos»[3].


POR ORDEN de Herodes, un pelotón de soldados sale de Jerusalén para «matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos» (Mt 2,16). La entera ciudad de David se llena del quejido de unas criaturas inocentes y del dolor de sus madres. «Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías: una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen» (Mt 2,17-18).


¿Cómo puede despertar tanta violencia una criatura indefensa? Esos niños han dado la vida por Jesús[4]. Mueren sin saber siquiera que mueren. Sus madres ven truncadas aquellas vidas inocentes y no saben por qué. Aparentemente no hay explicación para este suceso; representa el sufrimiento a primera vista inútil e injusto de unos niños que sellan con sus vidas la verdad que aún no conocen. María quizá imagina a estas madres rotas por el dolor, sin lágrimas suficientes para llorar tanto sufrimiento. No lo entiende, pero sabe que tiene un sentido y posiblemente empieza a atisbar que los planes de Dios no saldrán adelante sin mucho sacrificio.


El lenguaje se queda mudo ante semejante sufrimiento. María lo acoge en su corazón y guardó ese recuerdo toda la vida. Aquellos Inocentes dieron testimonio de Cristo, «non loquendo sed moriendo»[5], no hablando, sino muriendo, como «primicias para Dios y para el Cordero» (Ap 14,4). Quizá, con el pasar de los años, María encontró a alguna de aquellas mujeres de Belén. No sería fácil consolarla, pero seguramente tendría palabras para serenar y curar esos corazones: las vidas de aquellos Santos Inocentes se unirían a la de su Hijo

27 de diciembre de 2023

SAN JUAN APOSTOL


 

Evangelio (Jn 20, 1a. 2-8)


El día siguiente al sábado, María Magdalena echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:


- Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.

Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.


Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó trae él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto a los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó.


PARA TU RATO DE ORACION 


PEDRO Y JUAN, tras haber escuchado el testimonio de María Magdalena, corren hacia el sepulcro vacío del Señor. En este pasaje del evangelio de hoy, el cuarto evangelista se presenta a sí mismo como el discípulo «al que Jesús amaba» (Jn 20,2). ¿Por qué Juan, cuya fiesta celebramos, fue el discípulo amado, el predilecto de Cristo? Quizá fue porque era el más joven, o quizá porque era el que más necesitaba ese cariño especial… Puede ser que por su carácter fogoso o, simplemente, porque Jesús así lo quiso. Lo que sí sabemos es que san Juan estaba convencido de ser depositario del cariño inconfundible con que el Señor le trataba.


Sin embargo, todos podemos decir que somos amados de una forma especial, única y exclusiva por Dios. Es parte del misterio de su amor por nosotros. La fe nos lo asegura, pero nuestro corazón a veces se resiste un poco a creerlo. De hecho, «la Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[1]. En efecto, al igual como lo hizo con san Juan, «el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto solo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos»[2].


JUAN ERA IMPETUOSO, y Jesús lo sabía perfectamente cuando lo eligió. Por ejemplo, cuando no les reciben en Samaría, el discípulo amado le pregunta: «¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). En otra ocasión, seguro de sí mismo, le contó a Jesús que habían prohibido expulsar demonios a uno que no iba con ellos (cfr. Mc 9,38). Jesús siempre escucha con paciencia. Cuántas horas debieron de haber compartido para encauzar aquel fuego devorador y hacer crecer en su alma la semilla de la caridad auténtica. «A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza»[3].


Juan aprendió bien las lecciones del Maestro porque se sabía querido. Los evangelios nos permiten rastrear el cambio que se fue operando en Juan. En la carrera al sepulcro que leemos hoy, por ejemplo, le vemos menos fogoso, tiene la deferencia de esperar a Pedro para entrar: «Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó» (Jn 20,8). Al final de su vida, repetirá incansablemente a los primeros cristianos lo que constituye la esencia del mensaje evangélico: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). San Jerónimo narra cómo los discípulos de san Juan le preguntaban, al final de su vida, por qué repetía tanto esto; y cuenta cómo respondía el evangelista: «Porque este es el precepto del Señor y su solo cumplimiento es más que suficiente»[4].


«QUEREOS mucho unos a otros –repetía san Josemaría–. Y al decir esto, os digo lo que está en la entraña del cristianismo: Deus caritas est (1 Jn 4,8), Dios es cariño. ¿Os acordáis de aquel Juan (…)?». Entonces, el fundador del Opus Dei recordaba lo que decía el apóstol cuando estaba ya «viejo, viejo, viejo, aunque él se debía sentir joven, joven»[5]: que el mensaje cristiano se resume «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Por eso, a los ojos de un cristiano, todas las personas son destinatarias del cariño infinito de Dios.


«Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada (...). Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra»[6]. Después de haber deseado que una lluvia de fuego devorase la ciudad de Samaría, Juan relata la escena de Jesús y la samaritana. Es el único evangelista que lo hace. Quizá ese relato fue fruto de alguna de las tantas conversaciones con el Maestro, que quería explicarle por qué debía amar a todos, tal como Dios Padre los ama.


Juan es, finalmente, el discípulo que recibe de Jesús el dulce encargo de cuidar a la Virgen María. ¿Quién cuidó de quién? Seguramente ambos cumplieron su misión llenos de gozo y agradecimiento. María, que contempló a todas las personas a través de su hijo, amó a Juan cumpliendo la última voluntad de Jesús. Podemos acudir a ella y a san Juan para que Dios ponga en nuestro corazón ese amor que se hace fecundo en los demás

26 de diciembre de 2023

San Esteban, protomártir

 



Evangelio (Mt 10,17-22)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas, y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía, para que deis testimonio ante ellos y los gentiles. Pero cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué debéis decir; porque en aquel momento se os comunicará lo que vais a decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino que será el Espíritu de vuestro Padre quien hable en vosotros. Entonces el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres para hacerles morir. Y todos os odiarán a causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ése se salvará.


PARA TU RATO DE ORACION 


«ESTEBAN, lleno de gracia y poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (Hch 6,8). El número de los que creían en la doctrina de Jesucristo era cada vez mayor. Sin embargo, muchos –ya sea porque no conocían a Cristo o porque le conocían mal– no consideraron a Jesús como el salvador. «Se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Entonces indujeron a unos que asegurasen: “Le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”» (Hch 6,9-11).


San Esteban fue el primer mártir del cristianismo. Murió lleno del Espíritu Santo, rezando por los que le apedreaban. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del cielo ha recibido a Esteban triunfante. El Señor descendió para elevar a muchos; se humilló nuestro Rey, para exaltar a sus soldados»[1].También nosotros hemos recibido la apasionante misión de difundir el anuncio de Jesucristo con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, mostrando la alegría del evangelio. Quizá san Pablo, presente en aquel suceso, quedaría removido por el testimonio de Esteban y, una vez ya cristiano, tomaría de allí fuerza para su propia misión.


«El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás (…). Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través (...) de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[2].


«PRESENTARON testigos falsos que decían: “Este hombre no deja de proferir palabras contra el Lugar santo y contra la Ley”» (Hch 6,13). A pesar de que, hoy como en tiempos de san Esteban, alguna vez la doctrina cristiana pueda ser desfigurada, siempre podemos mostrar su eterna novedad a través de nuestra propia vida: «La propuesta cristiana nunca envejece (...). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»[3].


San Esteban afrontó la muerte en defensa de Cristo, lleno de misericordia y pidiendo por la salvación de los que le apedreaban. Dice una de las lecturas del oficio divino de hoy: «Nuestro Rey, siendo altísimo, bajó hasta nosotros en la humildad, pero no vino vacío a la tierra. Trajo a sus soldados un gran regalo, con el que no sólo los enriqueció copiosamente, sino que los confortó para una lucha invencible. Portó consigo el don de la caridad (...). La misma caridad que trajo a Cristo desde el Cielo a la tierra, elevó a Esteban de la tierra al Cielo. La misma caridad que se mostró primero en el Rey, relució después en el soldado»[4].


También nosotros queremos iluminar el mundo con la alegría del Evangelio, que da un sentido nuevo a los anhelos y preocupaciones de nuestro tiempo. Podemos aprovechar nuestro diálogo con el Señor para pedirle más sabiduría y audacia en nuestra misión. «En esto consiste el gran apostolado de la Obra: mostrar a esa multitud, que nos espera, cuál es la senda que lleva derecha hacia Dios. Por eso, hijos míos, os habéis de saber llamados a esa tarea divina de proclamar las misericordias del Señor: misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 87,2), cantaré eternamente las misericordias del Señor»[5].


ESTEBAN, «lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y dijo: “Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios”» (Hch 7,55-56). Hasta el último instante, el testimonio del primer mártir muestra la misericordia de Dios que busca nuestra conversión. Fue tal su identificación con el Maestro, que san Esteban murió rezando con palabras similares a las de Cristo: «Oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y con estas palabras murió» (Hch 7,59-60). Nuestra misión apostólica también se fundamenta en la oración y en la penitencia: «Sin la oración, sin la presencia continua de Dios; sin la expiación, llevada a las pequeñas contradicciones de la vida cotidiana; sin todo eso, no hay, no puede haber acción personal de verdadero apostolado»[6].


San Esteban murió en oración, perdonando a sus enemigos. Siguió perfectamente el ejemplo de su Señor que, en el último momento, había hecho lo mismo con quienes le crucificaron. Por ese motivo es un modelo para nuestra misión apostólica, que puede resumirse en la aventura de «ahogar el mal en abundancia de bien»[7]. Si el ambiente en el que nos movemos tiende a crisparse en algún momento, los hijos de Dios recordaremos que nuestra misión es la de ser «sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[8]: «No se trata de campañas negativas, ni de ser anti-nada –decía san Josemaría–. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen»[9].


«Esteban tenía por arma la caridad y con ella vencía en todas partes. Por amor de Dios no se cruzó de brazos ante los enfurecidos judíos; por amor del prójimo intercedía por los que le lapidaban; por amor argüía a los que estaban en el error, para que se corrigiesen; por amor rezaba por los lapidadores, para que no fuesen castigados. Apoyado en la fuerza de la caridad, venció la violenta crueldad de Saulo, y mereció tener por compañero en el Cielo al que tuvo como perseguidor en la tierra»[10]. Acudamos a santa María, reina de los apóstoles: ella nos dará la caridad y la fortaleza del primero de los mártires





25 de diciembre de 2023

UN NIÑO NOS SONRÍE... MIRA AL NIÑO

 



Evangelio (Lc 2,1-14)

En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento.

Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo:

— No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.

De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace».


PARA TU RATO DE ORACION


«UN NIÑO nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»[1]. Se han cumplido los anhelos que hemos tenido durante el Adviento: Dios se ha hecho hombre. El mundo ya no está a oscuras. Jesús ha venido, y «los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»[2]. Un Niño sonríe ante nuestra silenciosa adoración. Nuestra mirada se cruza con la del recién nacido. Todo es luz y limpio mirar que se mete en nuestra alma y disipa las tinieblas del pecado.


San Josemaría recomendaba «mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo, sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres»[3]. Los cielos y la tierra han sido creados por el Niño que yace en el pesebre. Él fundó la redondez del orbe y su plenitud. ¡Qué locura de amor la de Jesús! El que vive en los cielos está recostado sobre pajas; el que llena y sostiene todo con su presencia ha tomado carne como la nuestra. Podemos tomar en brazos a aquel que nos creó: este es el gran misterio que la Navidad pone delante de nuestra mirada.


Hay rumores de fiesta. Venid y veréis, nos han dicho; venid y veréis el prodigio. Pastores y reyes, ricos y pobres, poderosos y débiles se aprietan en torno a la cuna. También nosotros queremos acercarnos, postrarnos ante esta criatura indefensa, mirar a María y a José, que están cansados pero felices como quizá no ha habido nadie en la tierra. No nos cabe en la cabeza un misterio tan grande: Dios se ha revestido de nuestra carne.


CÓMO NOS gustaría agradecer que Dios se haya hecho cercano, tocable, vulnerable. Nos atrevemos a besar al Rey del universo, de quien no podían hacerse imágenes en la antigua alianza y, sin embargo, ahora se ha convertido en uno de los nuestros. Adeste, fideles… Venite, adoremus... Nuestro cantar de estos días es también invitación, llamada. A nosotros nos llamaron, hemos visto, y ahora nuestro corazón se goza: ahí está Dios Niño. «Reconoce, cristiano, tu dignidad –dice San León Magno–; has sido hecho partícipe de la naturaleza divina: no quieras degradarte con tu antigua vileza. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado a la potestad de las tinieblas, has sido trasladado a la luz y al reino de Dios»[4]. El Dios todopoderoso se nos presenta como un niño recién nacido en la cueva de Belén; «ni siquiera nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar en realidad que nacía como de prestado en esa humanidad suya que tomó»[5].


«Cuando llegan las Navidades –decía san Josemaría–, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría. No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como él, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás»[6].


A ESE DIOS escondido lo adoraremos estos días cada vez que nos acerquemos a besar y acariciar al Niño. Hecho pobre por nosotros, yace entre pajas; le daremos calor, le abrazaremos con cariño. ¡Quién no se acerca a Dios! ¡Quién no se aproxima al Niño, ahora que tiende sus brazos hacia nosotros, ahora que necesita de nuestro cuidado! En estos días, no tendremos ojos más que para ese nacimiento. Como los pastores, dejado el rebaño, nos acercamos humildes a la cuna.


Son días para vivir en familia, especialmente aptos para la contemplación. Podemos orar delante del pesebre y adorar a Dios en silencio. ¡Se purifican tantas cosas durante unos días en que los actos de amor son tan intensos! «Conservad en vuestra Navidad –decía san Pablo VI– el carácter de fiesta hogareña. Cristo al venir al mundo santificó la vida humana, en su primera edad, la infancia; santificó la familia, y en especial la maternidad; santificó el hogar humano, el nido de los afectos naturales más entrañables y universales (...). Procurad celebrar vuestra Navidad, a ser posible, con vuestros seres queridos, dad el regalo de vuestro afecto, de vuestra fidelidad a esa familia de la que habéis recibido la existencia»[7].


De frente al pesebre, junto a María y José, comprobamos que «Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor»[8]. La Virgen Santísima y san José son nuestra primera familia con la que queremos vivir esta nueva Navidad.




24 de diciembre de 2023

insignificante a los ojos del mundo pero elegida por Dios

 


Evangelio (Lc 1,26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.


PARA TU RATO DE ORACION 


«DESTILAD, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador» (Is 45,8). Hemos llegado al cuarto domingo de Adviento. Es tiempo de esperanza y en María se centra ahora toda la expectación del género humano. En la Virgen ha recaído la elección divina; Dios ha mirado a la tierra con misericordia y ha puesto los ojos en la mujer de Nazaret. «Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas» (Ct 2,2). El Adviento es, de esta manera, un tiempo especialmente mariano. ¡Qué lógico será vivirlo mirando continuamente hacia Nuestra Señora! Los deseos del corazón de María son sencillos y, al mismo tiempo, intensos. Ya sueña con envolver al Niño en los afectos más profundos de su alma.


Sabemos que la mujer escogida para traer la luz al mundo concibe a Jesucristo por obra del Espíritu Santo. Estaba todo dispuesto desde la eternidad, siempre ha pensado Dios en María, «desde los orígenes, antes que existiese la tierra» (Pr 8,23). Así, llenándola de gracia, la llama a una santidad única entre las criaturas. Al elevarla por encima de todo lo creado, incluso de los ángeles, Dios nos ha hecho un regalo a todos nosotros: como María es nuestra Madre y Señora, podemos confiar firmemente en que llegaremos un día al término feliz del camino, en donde ella nos espera.


Es buen momento para seguir la recomendación de san Josemaría y exclamar: «–Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: —¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»[1].


MARÍA FUE la primera persona en la tierra que supo que el Redentor había llegado. Su particular Adviento, el primero de la historia, comenzó cuando el ángel le habló en la soledad de su casa: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,31-32). María no duda. La doncella de Nazaret vive atenta a la voluntad divina, en actitud de escucha. El ángel irrumpe en su vida, transmite el mensaje divino y encuentra una respuesta inmediata: «Fiat mihi secundum verbum tuum. –Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y «al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne»[2].


Comenzó así el Adviento de María. «Hágase en mí» es la expresión de un corazón en el que Dios encuentra su hogar. «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —“fiat”— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!»[3]. Aquella no es palabra de un día, sino expresión que resume toda una vida. También nosotros podemos repetir muchas veces «fiat», «hágase», de mil formas distintas. Al mirar a María, aprendemos de ella la obediencia a Dios: «Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina (...). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,21)»[4].


Nuestra Madre es modelo exquisito de fidelidad y de abandono al plan redentor de Dios. Durante estos últimos días del Adviento, las palabras de María dan cauce a los deseos de nuestra alma. «Hágase en mí» es una oración que nos prepara para ser morada digna del Salvador. Al querer imitar a nuestra Madre, santa María «nos mira como Dios la miró a ella, humilde muchacha de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo pero elegida y preciosa para Dios»[5].


DESPUÉS de la conversación con el arcángel Gabriel, María no se queda paralizada ni ensimismada. En medio de la turbación que se produce en su alma al conocer todo lo que Dios ha hecho con ella, hace planes para cuidar de su prima embarazada. Así es el Adviento de María: al conocer la noticia, parte para la casa de Isabel, sin entretenerse en otras cosas, aunque ella también esté encinta y con muchas tareas por hacer ante la llegada de su Hijo.


María ha aprendido en el día a día a cuidar de los demás. Es lo que más feliz le hace. Su espera del Mesías es activa, hecha de amabilidad con los que le rodean. María nos señala el camino del Adviento: en primer lugar, escuchar con atención la voz de Dios y, a continuación, abrirnos a las preocupaciones de los demás para servir con alegría. Podemos decir que en la vida de María las horas no pasan sin más. Ella vive cada segundo con la intensidad de saber que Dios la ha elegido y con los ojos fijos en las personas que tiene a su lado.


«La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él»[6]. Al contemplar la entrega humilde de santa María, le pedimos como buenos hijos que nos ayude para que el Señor, al llegar en la Navidad, encuentre en nosotros un corazón bien dispuesto. Queremos vivir estos días como nuestra Madre, que en aquel primer Adviento las sorpresas de Dios la llevaron a servir a quien estaba a su lado.



23 de diciembre de 2023

NADA CAE EN SACO ROTO

 



Evangelio (Lc 1, 57-66)


Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había agrandado su misericordia con ella y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:


—De ninguna manera, sino que se llamará Juan.


Y le dijeron:


—No hay nadie en tu familia que tenga este nombre.


Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:


—¿Qué va a ser, entonces, este niño?


Porque la mano del Señor estaba con él.


PARA TU RATO DE ORACION 


«¿QUÉ VA A SER, entonces, este niño?» (Lc 1,66). Los amigos de Zacarías e Isabel en su pequeña aldea están sobrecogidos. Están sucediendo cosas maravillosas alrededor del nacimiento de Juan. La expectación crece a cada instante. Su padre acaba de recuperar el habla y todas sus palabras son de alabanza y bendición a Dios. Zacarías no puede esconder su alegría y su agradecimiento. Quienes le rodean, intuyen la obra divina en todos estos sucesos, así que no quieren perderse nada; graban todas las palabras en lo más profundo de su alma.


En aquel pueblo «oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado» a Isabel (cfr. Lc 1,58). En esta Navidad que ya tenemos a las puertas, nosotros también queremos oír nuevamente las misericordias de Dios, lo bueno que es, cuánto nos quiere y cómo desea salvarnos y librarnos del pecado. Podemos pedir a los parientes de María que nos ayuden a afinar el oído, a disponernos lo mejor posible para acoger el don maravilloso de la redención. En el ambiente navideño de estos días, no queremos dejar de escuchar la suave voz de Jesús. «Guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso»[1].


En el evangelio de hoy vemos que acaba de nacer el precursor. Él no es el Mesías y lo sabe. Algunos se lo preguntarán expresamente. Y sabemos que siempre responde lo mismo: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). A veces no nos resulta fácil dejar obrar al Señor. No es sencillo aprender a quitarnos de en medio. Seguramente nos hemos implicado en la misión apostólica y quizá hemos rezado mucho por alguna persona en concreto. Sin embargo, el verdadero apóstol sabe estar en segundo plano, sabe que no es imprescindible, no quiere ser el protagonista principal; lleva el mensaje de Cristo a las almas y no el suyo propio. Le podemos pedir a san Juan Bautista que nos ayude a ser, como él mismo lo fue, buenos precursores de la llegada de Jesús a la vida de tantas personas que nos rodean.


DISFRUTAR de algo significa apreciar los frutos que produce. El apóstol siempre ve frutos, porque sabe que nada de lo que hace en unión con Jesucristo cae en saco roto. Siempre disfruta de la misión, aunque no se vea el resultado. El modo en que Dios ha realizado la redención es misterioso. Su nacimiento, que celebraremos en breve, ha sucedido sin que lo supiera casi nadie. Y Juan es un buen precursor porque hace lo mismo que Jesús: es discreto, sencillo, no se da importancia. Como dice san Agustín: «Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia»[2].


Ocultarse y desaparecer llena de paz el alma del apóstol porque quien vive así se sabe instrumento. Es consciente de que no carga con todo el peso. En los buenos momentos reconoce que Dios es quien lo ha hecho. En los malos, no se inquieta porque sabe que Dios lo arreglará. Y eso no le quita ilusión ni espontaneidad. Sí le quita, por el contrario, tensión, angustia y rigidez. Podemos decirle al Señor, cada vez que pensemos que algo se nos escapa de las manos, que confiamos en Él; que no queremos nada para nosotros, sino que estamos dispuestos a ser el canal por el que haga llegar su felicidad a otros.


Muchos santos se han visto inclinados a vivir esta humildad. Desean imitar a Jesús y buscar solo, como Él, la gloria de Dios. San Josemaría relaciona ambas actitudes. Podría parecer que desaparecer es retirarse, abandonar la misión, pero no es así. Lo vemos claro en la vida de Juan el Bautista y en todos los santos: siendo humildes, no se han desentendido de las almas que estaban cerca. Por eso san Josemaría podía decir: «He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3,30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea»[3]. Otras veces lo decía de forma más resumida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[4].


JUAN también fue por delante de Cristo cuando llegó el momento de dar la vida. Tuvo que suponer una gran alegría para él ver cómo sus discípulos encontraban al Mesías, y cómo se quedaron con él. Al ser apresado y ajusticiado, tal vez pensó que todo aquello merecía la pena para cumplir la voluntad de Dios, pero ignoraba que el mismo Mesías seguiría sus huellas en poco tiempo. El Bautista es el mayor de los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,11) y, sin embargo, ha vivido tratando de pasar oculto. Si el nombre Juan significa favorecido por Dios, podemos decir que al que se oculta, Dios le hace feliz, le da paz, le hace disfrutar. La carga se hace suave y el peso ligero.


El plan de Dios se realiza de esta forma, en silencio y sin que muchos se den cuenta. Nos interesa que Cristo reine y Él ya ha decidido el modo en que va a hacerlo: desde la cruz, desde el dolor que implica cargar con los pecados de todos los hombres. Se ha cumplido la profecía sobre la humildad divina llevada al límite: «El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? Porque nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente»[5].


A la Virgen María, la humilde mujer de Nazaret que ha querido que Jesús sea siempre el protagonista, le pedimos que nos ayude a ser instrumentos eficaces y discretos en las manos del mejor artesano de la historia.

21 de diciembre de 2023

Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava


Evangelio (Lc 1, 46-56)


María exclamó:


—Engrandece mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava;por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.


Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.


Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.


Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes.


Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos.


Auxilió a Israel su siervo, recordando su misericordia,como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre.


María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.


 PARA TU RATO DE ORACION 


MARÍA ha caminado deprisa hasta el lugar donde viven Isabel y Zacarías. Al llegar constata lo revelado por el Arcángel todo lo que le ha dicho el ángel. Lo creía firmemente, pero ver a su prima esperando un hijo la llena de gozo. Se confirma nuevamente lo que ya siente en sus entrañas: la presencia del Mesías. Su alegría se desborda y se la contagia al mismo Juan. Podemos pensar que el Bautista, ya desde el vientre de su madre, espera ansioso el momento de proclamar la buena noticia: Juan no pierde un instante y se lo anuncia a su madre, que por ahora es la única que le escucha.


Para María fue posiblemente un gozo inmenso poder compartir con alguien lo que llenaba su corazón. Al saludar a Isabel se dio cuenta rápidamente de que ella ya sabía todo. Hasta ahora había mantenido la noticia en lo más íntimo de su corazón. La Madre de Jesús rompe a cantar y, en su alabanza, entrelaza la historia de Israel y las palabras que ha leído tantas veces en la Sagrada Escritura. Es tan grande el amor divino por ella que no sabe cómo expresarlo; tiene que tomar palabras prestadas del mismo Dios, como nosotros lo hacemos casi siempre en la liturgia de la Iglesia. Isabel le ha dicho cosas preciosas, pero ella enseguida las dirige al autor de tanta maravilla. Así será toda su vida: llevar a los hombres a Dios.


«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). A María le impresiona cómo hace Dios las cosas y la razón por la cual se sirve de ella: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). María se siente mirada de una forma especial por Dios y esa convicción le lleva a dar gracias.


SEGURAMENTE María nunca había soñado con hallar tanta gracia delante de su Creador. Se da cuenta de que es la inmensa bondad de Dios la que se derrama sin más motivo que la misma libertad divina. No podemos salir de nuestro asombro. Nos resulta difícil imaginarnos y creer en un Dios así de complaciente con nosotros, pobres criaturas.


A la vez, por la experiencia del pecado, también puede suceder que a veces nos sintamos un poco ajenos a este agradecimiento, porque no podemos olvidar que «la capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos “sin oído musical” para Él»[1]. No nos ha de inquietar esa falta de oído. Santo Tomás de Aquino nos tranquiliza: «Tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender»[2]; es decir, aunque nuestra capacidad para sintonizar con Él pueda estar menguada, la gracia de Dios va mucho más allá y nos socorre.


Dios se vuelca con cada una de sus hijas e hijos con toda su intensidad. «No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente (...). Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad»[3]. Ser santo es dejarse querer por Dios así, porque le da la gana, sin ningún otro motivo. San Josemaría utilizaba palabras que quizá nos resultan sorprendentes: «Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco –ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia–, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito»[4]. Nosotros también somos objeto de esa mirada gratuita de Dios. María se da cuenta de que su alegría será proclamada por todas las generaciones y de ese agradecimiento brota su entrega


DE UN CORAZÓN agradecido brotan con facilidad deseos de correspondencia y de generosidad. Podremos alcanzar la verdadera felicidad y el compromiso total para devolver amor por amor solo cuando dejemos que nuestro corazón reaccione con agradecimiento. Nuestras fuerzas no pueden devolver a Dios algo proporcional a lo que Él nos ha dado. Esta incapacidad, de alguna manera, nos libera. Nuestra misma entrega es obra de quien «ha hecho en mí cosas grandes» (Lc 1,49) porque es todopoderoso, también para sacar de nosotros lo que inicialmente nos supera. «Su misericordia se derrama de generación en generación» (Lc 1,50), desde Abraham hasta hoy, hasta mi vida, concreta, ordinaria y escondida a tantas personas.


A Dios le gusta manifestar el poder de su brazo y así confundir a los que piensan que pueden por sí solos y que su voluntad es suficiente para ser felices. Dios ha mandado poner en lo más alto de su reino a los humildes, a los pequeños que se dejan hacer grandes. Hará temblar cualquier trono construido por manos humanas. A quien se siente necesitado, Dios lo quiere colmar de bienes, entre los cuales el primero de ellos es su amor incondicional e infinito: está decidido a desbordar nuestra imaginación y a superar nuestros deseos más optimistas.


Lamentablemente, a los que se sienten ricos sin serlo, Dios no los podrá llenar de su tesoro. Esto será un gran pesar para Él, ya que desea llenar de su amor a todos sus hijos. Pero así es la historia de su misericordia, de su tierno cariño por cada uno. Es la historia de la libertad de un Dios que ofrece todo su gozo de generación en generación, que continuamente busca caminos para que el hombre se deje querer. María, con su «fiat», lo ha conseguido como nadie, y estará encantada de enseñarnos y de acompañarnos en el camino.

LA ALEGRIA DE CREER

 




EVANGELIO Lc 1, 39-45


En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la creatura saltó en su seno.


Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".


PARA TU RATO DE ORACION 


«MARÍA se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39); intuye que su prima la necesita y corre hacia ella, sin detenerse. Qué suerte la de Isabel al tener una pariente así: tan dispuesta, tan sensible, tan dócil a las necesidades de los demás. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43). Quizá también nosotros podemos dirigir una oración así al Señor: ¿por qué tengo tanta suerte de conocerte, Señor, de poder estar conversando ahora contigo, de tenerte en mi alma? Le pedimos a santa Isabel, que recibió la primera visita del Mesías encarnado, que nos ayude a agradecer a Dios sus delicadezas con cada uno de nosotros. Y eso, al mismo tiempo, nos lleva a querer, como santa María, salir deprisa para compartir este regalo con muchas almas.


Isabel se emocionó cuando llegó su prima. Algo se movió en lo profundo de su alma. Se llenó del Espíritu Santo. Ya desde los primeros compases de la nueva alianza, Dios inunda con su gracia a las almas que se dejan acariciar por ella. Sabemos, entonces, que María era la llena de gracia y que Isabel se llenó del Espíritu Santo. Es impresionante esta capacidad del corazón humano de contener a Dios. A san Josemaría le sobrecogía la grandeza e infinitud de un Creador que quiere estar tan cerca de nosotros: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[1].


ANTE LA GRANDEZA de la misión que habían recibido, estas dos primas no se echan para atrás, asustadas. No se dejan llevar por el miedo al fracaso ni por la angustia. Confían plenamente en Dios. Están agradecidas. No se ven rodeadas más que por dones y se vuelcan en acción de gracias, sin pensar demasiado en las dificultades que ya han tenido o que inevitablemente llegarán.


Así aparecen estas dos madres: serenas, alegres, agradecidas. Se saben queridas por Dios y eso las impulsa muy por encima de lo humanamente razonable. María e Isabel están entusiasmadas. Sus hijos, cada uno de un modo distinto, van a marcar un antes y un después en la historia de la humanidad. Ellas no se preocupan demasiado de cómo se va a llevar a cabo todo eso, están convencidas de que Dios lo hará muy bien. «Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»[2].


Para Isabel, el silencio de Zacarías, su esposo, también fue una fuente de gracia. Probablemente la hizo rezar más, preguntar directamente a Dios por el sentido de sus planes. Juntos, entre Isabel y Zacarías se prepararon silenciosamente para la venida de Juan; así era más fácil evitar que lo superficial tapara el gran misterio de la redención que se estaba abriendo ante sus miradas. Habían sido elegidos para ser parientes del Mesías y eso bastaba para llenar sus horas de un diálogo continuo con Dios.


«BENDITA tú entre las mujeres» (Lc 1,42). Esta es posiblemente una de las frases más repetidas de la historia. La pronunciamos en cada avemaría, junto a todos los cristianos del mundo y de todos los tiempos. Y los años han confirmado que Isabel no se equivocaba. Quien se fía de Dios es más feliz. Las únicas promesas que son seguras, que no son frágiles, son las del Señor. Como en la vocación de María, también en la historia de Isabel podemos ver que la alegría tiene una importante presencia: Juan salta de gozo en el vientre de su madre por la presencia de Jesús.


A nosotros nos gustaría también saltar de gozo continuamente. Quisiéramos sentir hasta físicamente la presencia de Cristo, su cercanía. Ciertamente, santa Isabel había rezado durante muchos años antes de estos sucesos. Quizá ya había asumido que no tendría hijos. Es entonces cuando Dios interviene en su vida convirtiéndola en madre del más grande entre los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,9). Así es Dios y lo mismo hace en nuestra vida. Donde parece que nos falta es donde nos bendice. Donde no llegamos nosotros, él desborda su gracia. Donde nos rendimos a su Providencia, comprobamos que sus planes son los mejores, más emocionantes y ambiciosos. «Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»[3].


Quién iba a imaginarse seis meses antes que su prima iba a ser la madre del Mesías y que ella sería la del precursor. Cuántas veces nuestra fe es puesta a prueba por unas circunstancias adversas o por nuestros deseos de querer considerar todas las variables y las posibilidades del futuro. Podemos pedir a Isabel y a santa María que nos ayuden a dar gracias con su misma alegría. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43).

20 de diciembre de 2023

Hágase en mí según tu palabra


Evangelio  san Lucas (1,26-38):


EN el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazarat, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

Él ángel, entrando en su presencia, dijo:

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo:

«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».

Y María dijo al ángel:

«¿Cómo será eso, pues no conozco varón?»

El ángel le contestó:

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido en hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”».

María contestó:

«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».

Y el ángel se retiró.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL ARCÁNGEL san Gabriel ha de cumplir una misión delicada. Ha llegado la hora. Dios ha puesto su mirada en una doncella de Nazaret para llevar a plenitud la historia apasionante de la salvación de sus hijos. El mensajero saluda a la llena de gracia y la creación entera contiene la respiración. «Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo» (Lc 1,29). Muchas representaciones artísticas han imaginado a nuestra Madre leyendo la Sagrada Escritura cuando recibió el saludo del ángel; y es esta actitud de meditación la que probablemente le permite a santa María permanecer en ese diálogo constante con Dios, en esa permanente consideración de las cosas, que es la vida de oración.


En contraste con María, cuántas veces nos cuesta a nosotros percibir las invitaciones divinas. Algunas veces podemos incluso pensar que Dios nos quiere quitar algo, que nos pide renunciar a la alegría en esta tierra para cumplir su voluntad. Sin embargo, la realidad no puede ser más distinta: Dios es quien más desea que seamos felices, que estemos llenos de gozo, que compartamos con él su alegría infinita; ha llegado hasta la cruz con ese único objetivo. Y solo nuestra libertad es capaz de detener su iniciativa. «¡No tengáis miedo de Cristo! –decía Benedicto XVI en el inicio de su ministerio petrino–. Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[1].


La Iglesia nos muestra en el evangelio de la Misa hoy la vocación de nuestra Madre, santa María, cuyo relato se parece mucho al de nuestra vida. Toda llamada es una vocación a la alegría. De hecho, «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[2]. Cuando el Señor pide algo en realidad nos está ofreciendo un don: es Dios quien ilumina nuestro camino, lo llena de sentido y le da su mayor proyección.


«NO TEMAS, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30). Estas palabras del ángel nos muestran cómo mira el creador a su más bella criatura: María es, de alguna manera, el sueño de Dios, su consuelo, su esperanza. A nosotros nos resulta difícil pensar que Dios pueda contemplarnos de esa forma. Por supuesto, sabemos que el Señor es misericordioso y que nos regala y nos devuelve la gracia cuantas veces sea necesario. Sin embargo, que halle gracia en nosotros, hacerle disfrutar como lo hace María, nos puede parecer que es algo inalcanzable.


Sin embargo, «la misma formulación de las palabras del ángel nos da a entender que la gracia divina es continua, no algo pasajero o momentáneo, y por esto nunca faltará. También en el futuro seremos sostenidos siempre por la gracia de Dios, sobre todo en los momentos de prueba y de oscuridad. La presencia continua de la gracia divina nos anima a abrazar con confianza nuestra vocación, que exige un compromiso de fidelidad que hay que renovar todos los días. De hecho, el camino de la vocación no está libre de cruces: no sólo las dudas iniciales, sino también las frecuentes tentaciones que se encuentran a lo largo del camino. La sensación de no estar a la altura acompaña al discípulo de Cristo hasta el final, pero él sabe que está asistido por la gracia de Dios.


Las palabras del ángel se posan sobre los miedos humanos, disolviéndolos con la fuerza de la buena noticia de la que son portadoras. Nuestra vida no es pura casualidad ni mera lucha por sobrevivir, sino que cada uno de nosotros es una historia amada por Dios. El haber “encontrado gracia ante Dios” significa que el Creador aprecia la belleza única de nuestro ser y tiene un designio extraordinario para nuestra vida. Ser conscientes de esto no resuelve ciertamente todos los problemas y no quita las incertidumbres de la vida, pero tiene el poder de transformarla en profundidad. Lo que el mañana nos deparará, y que no conocemos, no es una amenaza oscura de la que tenemos que sobrevivir, sino que es un tiempo favorable que se nos concede para vivir el carácter único de nuestra vocación personal y compartirlo con nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y en el mundo»[3].

DELANTE DE Dios hallan gracia las almas sencillas, las que se dejan querer y elevar hasta la santidad más grande. Nada hay que deleite tanto a un padre como ver brillar a sus hijos. «Hágase en mí según tu palabra». Muchos años antes de que María pronunciara esas palabras, en el momento de establecer su alianza con el pueblo elegido, Israel se comprometió a cumplir su parte: «Haremos todo lo que nos ha dicho el Señor» (Ex 24,3). María e Israel utilizan el mismo verbo. Israel, sin embargo, pone el acento en su acción, mientras que María lo hace en la fuerza de Dios. Los resultados de una y otra respuesta saltan a la vista porque es muy diferente hacer que dejar hacer. Aunque parece que lo segundo es más sencillo, sabemos bien que con frecuencia sucede al revés. Preferimos, equivocadamente, tener las cosas bajo nuestro control; lo que escapa a nuestra vigilancia y a nuestras previsiones con frecuencia nos inquieta.


Adviento es un tiempo de alegría, de gozo, de paz. Sabemos que no van a desaparecer las dificultades pero estamos salvados cuando aprendemos a decir que sí a la acción de Dios. «María nos invita a decir también nosotros este “sí”, que a veces resulta tan difícil (...). Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo “sí” a su voluntad»[4].


Decir que sí es pedir a Dios que se cumpla su voluntad, pedir la gracia de no ser obstáculo para sus planes, de no estorbar la acción del Espíritu Santo. No es fácil abrir espacio en nuestro corazón para tanto amor. El desafío es darse cuenta de que «lo más importante no es buscarlo, sino dejar que sea él quien me busque, quien me encuentre y me acaricie con cariño. Ésta es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me quiera?»[5]. Podemos agradecer a Jesús y a su Madre bendita por nuestro camino de santidad; una vida sembrada de una felicidad cotidiana, muy normal pero, a la vez, divina.