"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2018

TIEMPO DE CUARESMA 2a SEMANA MIERCOLES

Mateo 20,17-28.

Cuando Jesús se dispuso a subir a Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo: 
"Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte 
y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará". 
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. 
"¿Qué quieres?", le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda". 
"No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?". "Podemos", le respondieron. 
"Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre". 
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. 
Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. 
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: 

como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". 

BEBER EL CÁLIZ DEL SEÑOR

— Corredimir con Él.
— Ofrecimiento del dolor y de la mortificación voluntaria.
— Mortificaciones que nacen del servicio a los demás.
I. Jesús habla por tercera vez a sus discípulos de su Pasión y Muerte, y de su Resurrección gloriosa, mientras se encamina a Jerusalén. En un alto del camino, cerca ya de Jericó, una mujer, la madre de Santiago y Juan, se le acerca para hacerle una petición en favor de sus hijos. Se postró, cuenta San Mateo, para hacerle una petición. Con toda sencillez le dice a Jesús: Ordena que estos hijos míos se sienten en tu Reino uno a tu derecha y otro a tu izquierda1. El Señor le respondió enseguida: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Ellos dijeron: —Podemos2.
Los dos hermanos no debieron entender mucho, pues poco antes, cuando Jesús hablaba de la Pasión, dice San Lucas: Ninguna de estas cosas comprendían; al contrario, para ellos era un lenguaje desconocido, y no entendían lo que les decía3.
Es difícil de entender el lenguaje de la Cruz. Sin embargo, ellos están dispuestos, aunque sea con una intención general, a querer todo lo que Jesús quiera. No habían puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también, cuando no coincida con nuestros deseos. «Su majestad –dice Santa Teresa– sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de dar, que nos puede con razón decir que no sabemos lo que pedimos»4. Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor.
Juan y Santiago piden un puesto de honor en el nuevo reino, y Jesús les habla de la redención. Les pregunta si están dispuestos a padecer con Él. Utiliza la imagen hebrea del cáliz, que simboliza la voluntad de Dios sobre un hombre5. El del Señor es un cáliz amarguísimo que se trocará en cáliz de bendición6 para todos los hombres.
Beber la copa de otro era la señal de una profunda amistad y la disposición de compartir un destino común. A esta estrecha participación invita el Señor a quienes quieran seguirle. Para participar en su Resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz. ¿Estáis dispuestos a padecer conmigo? ¿Podéis beber mi cáliz conmigo? Podemos, le respondieron aquellos dos Apóstoles.
Santiago murió pocos años más tarde, decapitado por orden de Herodes Agripa7. San Juan padeció innumerables sufrimientos y persecuciones por amor a su Señor.
«También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem quem ego bibiturus sum? (Mt 20, 22): ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus(Mt 20, 22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar»8.
II. Cuando aquella mujer hizo su petición de madre, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿podéis beber el cáliz...? El Señor sabía que podrían imitar su pasión, y sin embargo les pregunta, para que todos oigamos que nadie puede reinar con Cristo si no ha imitado antes su pasión; porque las cosas de mucho valor no se consiguen más que a un precio muy alto»9. No existe vida cristiana sin mortificación: es su precio. «El Señor nos ha salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la vida. No podemos honrar a Cristo si no lo reconocemos como nuestro Salvador, si no lo honramos en el misterio de la Cruz... El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido, siempre que nosotros no rehusemos unir nuestro dolor al suyo y hacer de este con el suyo un medio de redención»10.
El dolor tendrá ya para siempre la posibilidad de sumarse al cáliz del Señor, unirse a su pasión, para la salvación de toda la humanidad. Lo que no tenía sentido ya lo tiene en Cristo. También nosotros podemos decir: Todo lo sufro por amor de los escogidos, a fin de que consigan también ellos la salvación, adquirida por Jesucristo, con la gloria celestial11no hay día, hermanos, en que yo no muera por la gloria vuestra y también mía, que está en Jesucristo nuestro Señor12.
La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tiene como motivo principal la corredención, «la participación en los sufrimientos de Cristo»13, participar del mismo cáliz del Señor. Nosotros somos los primeros beneficiados, pero la eficacia sobrenatural de nuestro dolor ofrecido y de la mortificación voluntaria alcanzan a toda la Iglesia, y aun al mundo entero. Esta voluntaria mortificación es medio de purificación y de desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica, porque «la acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio»14.
El espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente, en el quehacer de cada día, sin necesidad de esperar ocasiones extraordinarias. «Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. También, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
»La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración a pesar de que estés rendido, desganado o frío.
»Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.
»La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
»Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
»El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!»15.
III. Los demás discípulos, que habían oído el diálogo de Jesús con los dos hermanos, comenzaron a indignarse. Entonces les dijo el Señor: Sabéis que los jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; el que quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea el esclavo de todos; porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos16.
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir incluso al que no lo agradece, sin esperar nada a cambio. Es la mejor ocasión de dar la vida por los demás, de un modo eficaz y discreto, que apenas se nota, y de combatir el propio egoísmo, que tiende a robarnos la alegría.
La mayoría de las profesiones suponen un servicio directo a los demás: amas de casa, comerciantes, profesores, empleadas de hogar, y todas, aunque sea de modo menos directo, son un servicio. Ojalá no perdamos de vista este aspecto, que contribuirá a santificarnos en el trabajo.
Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. En ocasiones, este espíritu de servicio chocará con la mentalidad de muchos que solo piensan en sí mismos. Para nosotros los cristianos es «nuestro orgullo» y nuestra dignidad, porque así imitamos a Cristo, y porque para servir voluntariamente, por amor, es necesario poner en juego muchas virtudes humanas y sobrenaturales. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirlo como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio»17.
No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Servir, junto a Cristo y por Cristo, es reinar con Él. Nuestra Madre Santa María, que sirvió a su Hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo.

27 de febrero de 2018

HUMILDAD Y ESPIRITU DE SERVICIO

— Sin humildad no es posible servir a los demás
— Imitar el servicio de Jesús, ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás.
— De modo particular hemos de servir los que estan junto a nosotros. Aprender de la Virgen.

I. En el Evangelio de la Misa de hoy plantea el Señor, con toda su cruda realidad, cómo los escribas y fariseos se habían sentado en la cátedra de Moisés y, preocupados solo de sí mismos, habían abandonado a quienes se les había encomendado, a las gentes sencillas que andaban maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor1. Ellos andan preocupados de los primeros puestos en los banquetes, de sus filacterias y franjas, de ser saludados en las plazas, de ser llamados maestros2. Habían sido constituidos sal y luz para el pueblo de Israel, y dejaron al pueblo sin la sal y sin la luz. También ellos mismos se han quedado a oscuras. Cambiaron la gloria de Dios por su propia gloria: Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. La soberbia personal y la búsqueda de la vanagloria les habían hecho perder la humildad y el espíritu de servicio que caracteriza a quienes desean seguir al Señor.

Cristo advierte a sus discípulos: Vosotros, en cambio, no queráis que os llamen maestros: ... el mayor entre vosotros sea vuestro servidor3. Y Él mismo nos señaló repetidamente el camino: Porque ¿quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve4.

Sin humildad y espíritu de servicio no hay eficacia, no es posible vivir la caridad. Sin humildad no hay santidad, pues Jesús no quiere a su servicio amigos engreídos: «los instrumentos de Dios son siempre los humildes»5.

En el apostolado y en los pequeños servicios que prestamos a los demás no hay motivo de complacencia ni de altanería, ya que es el Señor quien hace verdaderamente las cosas. Cuando servimos, nuestra capacidad no guarda relación con los frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la gracia, de nada servirían los mayores esfuerzos: nadie, si no es por el Espíritu Santo, puede decir Señor Jesús6. La gracia es lo único que puede potenciar nuestros talentos humanos para realizar obras que están por encima de nuestras posibilidades. Y Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes7.

Cuando luchamos por alcanzar esta virtud somos eficaces y fuertes. «La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día»8.

Debemos estar vigilantes, porque la peor ambición es la de buscar la propia excelencia, como hicieron los escribas y los fariseos; la de buscarnos a nosotros mismos en las cosas que hacemos o proyectamos. «Arremete (la soberbia) por todos los flancos y su vencedor la encuentra en todo cuanto le circunda»9.

Si no somos humildes podemos hacer desgraciados a quienes nos rodean, porque la soberbia lo inficiona todo. Donde hay un soberbio, todo acaba maltratado: la familia, los amigos, el lugar donde trabaja... Exigirá un trato especial porque se cree distinto, habrá que evitar con cuidado herir su susceptibilidad... Su actitud dogmática en las conversaciones, sus intervenciones irónicas –no le importa dejar en mal lugar a los demás por quedar él bien–, la tendencia a poner punto final a las conversaciones que surgieron con naturalidad, etcétera, son manifestaciones de algo más profundo: un gran egoísmo que se apodera de la persona cuando ha puesto el horizonte de la vida en sí misma.

Estos momentos de oración pueden servirnos para examinar, en la presencia del Señor, cómo es nuestro trato con los demás y si está lleno de espíritu de servicio.

II. Jesús es el ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás. Nadie tuvo jamás dignidad comparable a la de Él, nadie sirvió con tanta solicitud a los hombres: yo estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue siendo esa su actitud hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a ayudarnos, a levantarnos de las caídas. ¿Servimos nosotros a los demás, en la familia, en el trabajo, en esos favores anónimos que quizá jamás van a ser agradecidos? El Señor, por boca del profeta Isaías, nos dice hoy en la primera lectura de la Misa10: Discite benefacere: Aprended a hacer el bien... Y solo aprenderemos si nos fijamos en Jesús, nuestro Modelo, si meditamos frecuentemente su ejemplo constante y sus enseñanzas.

Ejemplo os he dado –dice el Señor después de lavarles los pies a sus discípulos– para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros11. Nos deja una suprema lección para que entendamos que si no somos humildes, si no estamos dispuestos a servir, no podemos seguir al Maestro.

El Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos deja una regla sencilla, pero exacta, para vivir la caridad con humildad y espíritu de servicio: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos12. La experiencia de lo que me agrada o me molesta, de lo que me ayuda o me hace daño, es una buena norma de aquello que debo hacer o evitar en el trato con los demás.

Todos deseamos una palabra de aliento cuando las cosas no han ido bien, y comprensión de los demás cuando, a pesar de la buena voluntad, nos hemos vuelto a equivocar; y que se fijen en lo positivo más que en los defectos; y que haya un tono de cordialidad en el lugar donde trabajamos o al llegar a casa; y que se nos exija en nuestro trabajo, pero de buenas maneras; y que nadie hable mal a nuestras espaldas; y que haya alguien que nos defienda cuando se nos critica y no estamos presentes; y que se preocupen de verdad por nosotros cuando estamos enfermos; y que se nos haga la corrección fraterna de las cosas que hacemos mal, en vez de comentarlas con otros; y que recen por nosotros y... Estas son las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de hacer por los demás. Discite benefacere.

Si nos comportamos así, sigue diciendo el profeta Isaías, entonces: Aunque vuestros pecados fueran como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fueren rojos como la púrpura quedarán como la blanca lana13.

III. El primero entre vosotros sea vuestro servidor14, nos dice el Señor. Para eso hemos de dejar nuestro egoísmo a un lado y descubrir esas manifestaciones de la caridad que hacen felices a los demás. Si no lucháramos por olvidarnos cada vez más de nosotros mismos, pasaríamos una y otra vez al lado de quienes nos rodean y no nos daríamos cuenta de que necesitan una palabra de aliento, valorar lo que hacen, animarles a ser mejores y servirles.

El egoísmo ciega y nos cierra el horizonte de los demás; la humildad abre constantemente camino a la caridad en detalles prácticos y concretos de servicio. Este espíritu alegre, de apertura a los demás, y de disponibilidad es capaz de transformar cualquier ambiente. La caridad cala, como el agua en la grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. «Amor saca amor», decía Santa Teresa15, y San Juan de la Cruz aconsejaba: «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor»16.

Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas17, manifestaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Si le imitamos, tendremos frutos parecidos a los suyos.

De modo particular hemos de vivir este espíritu del Señor con los más próximos, en la propia familia: «el marido no busque únicamente sus intereses, sino también los de su mujer, y esta los de su marido; los padres busquen los intereses de sus hijos y estos a su vez busquen los intereses de sus padres. La familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene (...).

»El respeto de esta norma fundamental explica, como enseña el mismo Apóstol, que no se haga nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, por amor. Y este amor, que se abre a los demás, hace que los miembros de la familia sean auténticos servidores de la “iglesia doméstica”, donde todos desean el bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno dan vida a ese amor con la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad»18.

Si actuamos así no veremos, como en tantas ocasiones sucede, la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio19. Las faltas más pequeñas del otro se ven aumentadas, las mayores faltas propias tienden a disminuirse y a justificarse.

Por el contrario, la humildad nos hace reconocer en primer lugar los propios errores y las propias miserias. Estamos en condiciones entonces de ver con comprensión los defectos de los demás y de poder prestarles ayuda. También estamos en condiciones de quererles y aceptarlos con esas deficiencias.

La Virgen, Nuestra Señora, Esclava del Señor, nos enseñará a entender que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso hemos de pedirle que nos haga verdaderamente humildes.


26 de febrero de 2018

TIEMPO DE CUARESMA 2a SEMANA LUNES

Lucas 6,36-38.

Jesús dijo a sus discípulos: 
«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. 
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. 
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes». 

LA CONCIENCIA , LA LUZ DEL ALMA

— La conciencia ilumina toda la vida. Se puede deformar y endurecer.

— La conciencia bien formada. Doctrina y vida. Ejemplaridad.

— Ser luz para los demás. Responsabilidad.

I. Si oís hoy la voz de Dios, no queráis endurecer vuestros corazones1, nos repite la liturgia todos los días de este tiempo litúrgico. Y cada día, de formas muy diversas, Dios habla al corazón de cada uno de nosotros.

«Nuestra oración durante la Cuaresma va dirigida a despertar la conciencia, a sensibilizarla a la voz de Dios. No endurezcáis el corazón, dice el Salmista. En efecto, la muerte de la conciencia, su indiferencia en relación al bien y al mal, sus desviaciones son una gran amenaza para el hombre. Indirectamente son también una amenaza para la sociedad porque, en último término, de la conciencia humana depende el nivel de moralidad de la sociedad»2. La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás.

Antorcha de tu cuerpo son tus ojos3, dice el Señor. Antorcha del alma es la conciencia, y si está bien formada, ilumina el camino, el camino que termina en Dios, y el hombre puede avanzar por él. Aunque tropiece y caiga, puede levantarse y seguir adelante. Quien ha dejado que su sensibilidad interior se «duerma» o «muera» para las cosas de Dios, se queda sin señales y desorientado. Es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un alma en esta vida. ¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal -anuncia el profeta Isaías-, que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz, y truecan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!4.

Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero si tu ojo está enfermo, también tu cuerpo queda en tinieblas. Mira, pues, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas5. Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos.

Cuando alguien sufre un error en los asuntos de la vida diaria, por haber hecho una falsa estimación de los datos, ocasiona perjuicio y molestias, que a veces pueden ser de escasa importancia. Cuando en el error se ve comprometida la vida eterna, la trascendencia no tiene límites.

La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad, la pereza... Cuando el Señor se queja de que los judíos no reciben su mensaje, afirma la voluntariedad de su decisión –no quieren creer6– y no pone la causa en una dificultad involuntaria: esta es más bien consecuencia de su libre negativa: ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis sufrir mi doctrina7. Las pasiones y la falta de sinceridad con uno mismo pueden llegar a forzar el entendimiento, para pensar de otra forma más acorde con un tono de vida o con unos defectos y malos hábitos que no se quieren abandonar. No hay entonces buena voluntad, el corazón se endurece y se adormece la conciencia, porque ya no señala la dirección verdadera, la que lleva a Dios; es como una brújula rota que desorienta a la propia persona, y frecuentemente a otras muchas. «El hombre que tiene el corazón endurecido y la conciencia deformada, aunque pueda tener la plenitud de las fuerzas y de las capacidades físicas, es un enfermo espiritual y es preciso hacer cualquier cosa para devolverle la salud del alma»8.

La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia, y para que examinemos si somos radicalmente sinceros con nosotros mismos, con Dios, y con aquellas personas que en su nombre tienen la misión de aconsejarnos.

II. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, de la propia subjetividad, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él– la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas9. Su luz esclarece nuestras conciencias; más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo10. Nos pone el Señor en el mundo a todos los cristianos para que señalemos con la luz de Cristo el camino a los demás. Lo haremos con nuestra palabra y, particularmente, a través de nuestro comportamiento en los deberes profesionales, familiares y sociales. Por esto, debemos conocer muy bien los límites de nuestras actuaciones con arreglo a la honradez humana y a la moral de Cristo; ser conscientes del bien que podemos realizar, y hacerlo; tener clara conciencia de aquello que en la profesión no puede hacer un hombre de bien y un buen cristiano, y evitarlo; si hemos cometido un error, pedir perdón, corregirlo, y reparar si hubiese lugar a ello. La madre de familia que tiene como tarea santificadora su hogar, deberá preguntarse en su oración si es ejemplar en sus deberes para con Dios, si vive la sobriedad, si domina su malhumor, si dedica el tiempo necesario a los hijos y a la casa... El empresario debe considerar con frecuencia si pone todos los medios necesarios para conocer la doctrina social de la Iglesia, y si se empeña en llevarla a la práctica en sus negocios, en el mundo de su empresa, si paga los salarios justos...

La vida cristiana se enriquece al poner en práctica, en los asuntos diarios, las enseñanzas que el Señor nos hace llegar a través de su Iglesia. La doctrina cobra así toda su fuerza. Doctrina y vida son realidades de una conciencia bien formada. Cuando por ignorancia más o menos culpable se desconoce la doctrina o cuando, conociendo esta, no se lleva a la práctica, se hace imposible llevar una vida cristiana y avanzar en el camino de la santidad.

Todos tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales de la formación de la conciencia. En ocasiones, ante situaciones menos claras que se presentan en nuestra profesión deberemos considerarlas delante de Dios, y cuando sea necesario recabar el consejo oportuno de aquellas personas que pueden esclarecer nuestra conciencia, y luego llevar a la práctica las decisiones que hayamos tomado, con responsabilidad personal. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta responsabilidad.

En el examen general y particular de conciencia aprendemos a ser sinceros con nosotros mismos, llamando a nuestros errores, flaquezas y faltas de generosidad por su nombre, sin enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del ambiente. La conciencia que no quiere reconocer sus faltas deja al hombre a merced de su propio capricho.

III. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Debemos tener el máximo interés en formar bien nuestra conciencia, pues es la luz que nos hace distinguir el bien del mal, la que nos lleva a pedir perdón y recuperar la senda del bien si la hubiésemos perdido. La Iglesia nos proporciona los medios, pero no nos exime del esfuerzo de aprovecharlos con responsabilidad.

En nuestra oración de hoy podemos preguntarnos: ¿Dedico a mi formación espiritual el tiempo necesario, o me dejo absorber con frecuencia por las demás cosas que llenan el día? ¿Tengo un plan de lecturas, visto en la dirección espiritual, que me ayude a progresar en mi formación espiritual de acuerdo con mi edad y cultura? ¿Soy fiel a las indicaciones del Magisterio de la Iglesia, sabiendo que en él encuentro la luz de la verdad ante opiniones contradictorias en materia de fe, de enseñanzas sociales, etcétera, con las que frecuentemente me encuentro? ¿Procuro conocerlo y darlo a conocer? ¿Lo acato con docilidad y piedad? ¿Rectifico frecuentemente la intención ofreciendo las obras a Dios, teniendo en cuenta que los hombres tendemos a buscar el aplauso, la vanidad, la alabanza en lo que hacemos, y que por ahí entra muchas veces la deformación en la conciencia?

Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios. Debemos formarnos «de cara a esa avalancha de gente que se nos vendrá encima, con la pregunta precisa y exigente: —“bueno, ¿qué hay que hacer?”»11. Los hijos, los parientes, los colegas, los amigos se fijan en nuestro comportamiento y hemos de llevarlos a Dios. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego12 no basta saber como de oídas, por referencias; para llevar a nuestros parientes y amigos a Dios no basta un conocimiento vago y superficial del camino; es necesario andarlo... Esto es: tener trato con el Señor, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, tener una lucha concreta contra nuestros defectos. En una palabra: ir por delante en la lucha interior y en el ejemplo. Ser ejemplares en la profesión, en la familia... «Quien tiene la misión de decir cosas grandes –dice San Gregorio Magno–, está obligado igualmente a practicarlas»13. Y solo si las practica será eficaz lo que diga.

Jesucristo, cuando quiso enseñar a los discípulos cómo habían de practicar el espíritu de servicio unos con otros, se ciñó él mismo una toalla y les lavó los pies14. Eso debemos hacer nosotros: dar a conocer a Cristo siendo ejemplares en los quehaceres diarios, convertir en vida la doctrina del Señor.

25 de febrero de 2018

TIEMPO CUARESMA 2a SEMANA DOMINGO

 San Marcos (9,2-10):

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. 
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

DEL TABOR AL CALVARIO

— Lo que importa es estar siempre con Jesús.

— Fomentar  la esperanza del Cielo.

— El Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.

I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy1. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte2, para orar3. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente4. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén5.

Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz»6. Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de miel» que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo7. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.

Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.

Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.

II. San Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, «en una piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad»8. El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.

La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada9. Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad»10. Allí «todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz como esta de que gozamos ahora y que, comparada con aquella, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino un estado tal que solo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal...

»Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a las amenazas del infierno o de la muerte»11.

Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso se barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena»12.

El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo. «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar»13.

III. Una nube los envolvió enseguida14. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar15. Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti16. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de Dios Padre: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él.

Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la Iglesia, que «busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular»17.

Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús18, y no estaban Elías y Moisés. Solo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.

A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. «Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Solo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).

»Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación»19.

¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo? —¡Puedes!»20.

24 de febrero de 2018

LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD

— El Señor llama a todos a la santidad, sin distinción 

— «Santificar el propio trabajo», «santificarse en el trabajo», «santificar a los demás con el trabajo».

— Santidad y apostolado en medio del mundo. Ejemplo de los primeros cristianos.

I. Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto1. Así termina el Evangelio de la Misa de hoy. De muchas maneras nos está recordando la Iglesia, en estos cuarenta días de preparación para la Pascua, que el Señor espera mucho más de nosotros: un empeño serio por la santidad.

Sed perfectos... Y el Señor no solo se dirige a los Apóstoles sino a todos los que quieran ser de verdad discípulos suyos. Se dice expresamente que cuando terminó Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina2. Esta gran cantidad de gente que le escucha estaría formada por madres de familia, pescadores, artesanos, doctores de la ley, jóvenes... Todos le entienden y quedan admirados, porque a todos se dirige el Señor. Para todos, cada uno según sus propias circunstancias, tiene el Señor grandes exigencias. El Maestro llama a la santidad sin distinción de edad, profesión, raza o condición social. No hay seguidores de Cristo sin vocación cristiana, sin una llamada personal a la santidad. Dios nos escogió para ser santos y sin mancha en su presencia3, repetirá San Pablo a los primeros cristianos de Éfeso; y para conseguir esta meta es necesario un esfuerzo que se prolonga a lo largo de nuestros días aquí en la tierra: el justo justifíquese todavía más y el santo más y más se santifique4.

Esta doctrina del llamamiento universal a la santidad, es, desde 1928, por inspiración divina, uno de los puntos centrales de la predicación de San Josemaría Escrivá, que ha vuelto a recordar en nuestro tiempo –de todas las maneras posibles– que el cristiano, por su Bautismo, está llamado a la plenitud de la vida cristiana, a la santidad.

El Concilio Vaticano II ha declarado para toda la Iglesia esta vieja doctrina evangélica: el cristiano es llamado a la santidad, desde el lugar que ocupa en la sociedad. «Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el mismo Padre es perfecto»5. Todos y cada uno de los fieles.

Llama el Señor a todos los cristianos que están en medio del mundo en plena ocupación profesional, para que allí le encuentren, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, viviendo la caridad con las personas que tratan, la mortificación, la presencia de Dios...

Hoy podemos preguntarnos en nuestra oración con el Señor si le damos gracias frecuentemente por esta llamada a seguirle de cerca, si estamos correspondiendo a las gracias recibidas mediante una lucha ascética clara y vibrante por adquirir las virtudes, si estamos vigilantes para rechazar todo aburguesamiento, que mata los deseos de santidad y deja el alma sumida en la mediocridad espiritual y en la tibieza. No basta con querer ser buenos; hay que esforzarse decididamente en ser santos.

II. Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. La santidad, amor creciente a Dios y a los demás por Dios, podemos y debemos adquirirla en las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía. «Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas»6.

Para que el trabajo, cualquier tarea recta, pueda convertirse en medio de santidad es necesario que esté humanamente bien hecho, ya que no podemos ofrecer a Dios nada defectuoso, pues no sería digno de Él7. El trabajo bien realizado supone tanto el cuidado de los pequeños deberes que toda profesión lleva consigo como el cumplimiento fidelísimo de la virtud de la justicia con otras personas y con la sociedad, el rectificar con prontitud si se ha cometido algún error con quienes o para quienes trabajamos, el afán constante por mejorar profesionalmente en nuestro quehacer. Esto vale igualmente para el empresario, para el obrero, o el estudiante. Para el médico o para la madre de familia que ha de dedicarse al cuidado de la casa sacando adelante los quehaceres corrientes del hogar.

Santificarnos en el trabajo nos llevará a convertirlo en ocasión y lugar de trato con Dios. Para esto, podemos ofrecer el trabajo al comenzarlo, y luego renovar ese ofrecimiento con frecuencia, aprovechando cualquier circunstancia. A lo largo de su realización se presentarán muchos momentos para ofrecer pequeñas mortificaciones que enriquecen la vida interior y el mismo trabajo que estamos haciendo; también, para el ejercicio de las virtudes humanas (la laboriosidad, la reciedumbre, la alegría...), y de las sobrenaturales (la fe, la esperanza, la caridad, la prudencia...).

El trabajo puede y debe ser el medio para dar a conocer a Cristo a muchas personas. Hay profesiones que tienen una repercusión inmediata en la vida social: la enseñanza, las que se relacionan con los medios de información, el ejercicio de las funciones públicas de un país... Pero no existen tareas que nada tengan que ver con la doctrina de Jesucristo. Aun en problemas muy técnicos de una empresa o en la manera como una madre de familia lleva su hogar, se darán soluciones distintas, en ocasiones radicalmente distintas, según se tenga una visión pagana o cristiana de la vida. Quien no tiene fe siempre tendrá una visión incompleta del mundo, y el modo de comportarse cristiano chocará a veces con la moda del momento, con los usos corrientes entre colegas de una misma profesión. Son circunstancias especialmente propicias para dar a conocer a Cristo, siendo ejemplares en la manera cristiana de actuar, llena de naturalidad y de firmeza.

El mundo está necesitado de Dios, más cuanto con mayor frecuencia repite que no tiene necesidad de Él. Los cristianos, esforzándonos en seguir a Cristo seriamente, lo daremos a conocer. «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.

»—Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. —Después... “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo»8.

Santificar el trabajo. Santificarse en el trabajo. Santificar con el trabajo.

III. Los primeros cristianos vencieron muchos obstáculos con su empeño y con su amor a Cristo, y nos señalaron el camino: su firmeza en la doctrina del Señor pudo más que la atmósfera materialista, y frecuentemente hostil, que los circundaba. Metidos en la entraña misma de aquella sociedad, no buscaron en el aislamiento el remedio a un posible contagio y su propia supervivencia. Estaban plenamente convencidos de ser levadura de Dios, y su callada pero eficaz acción acabó por transformar aquella masa informe. «Supieron, sobre todo, estar serenamente presentes en el mundo, no despreciar sus valores ni desdeñar las realidades terrenas. Y esta presencia –“ya llenamos el mundo y todas vuestras cosas”, proclamaba Tertuliano–, presencia extendida a todos los ambientes, interesada por todas las realidades honestas y valiosas, llegó a penetrarlas de un espíritu nuevo»9.

El cristiano, con la ayuda de Dios, procurará hacer noble y valioso lo vulgar y corriente, convertir cuanto toque, no ya en oro, como en la leyenda del rey Midas, sino en gracia y en gloria. La Iglesia nos recuerda la tarea urgente de estar presentes en medio del mundo, para reconducir a Dios todas las realidades terrenas. Esto solo será posible si nos mantenemos unidos a Cristo mediante la oración y los sacramentos. Como el sarmiento está unido a la vid10, así debemos estar nosotros cada día unidos al Señor.

«Se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande santos para evangelizar el mundo de hoy»11. Y esta misma idea la expresaba el Sínodo Extraordinario de Obispos haciendo un balance global de la situación de la Iglesia: «Hoy día necesitamos fuertemente pedir a Dios, con asiduidad, santos»12.

El cristiano ha de ser «otro Cristo». Esta es la gran fuerza del testimonio cristiano. Y de Jesús se dijo, a modo de resumen de toda su vida, que pasó por la tierra haciendo el bien13, y eso debería decirse de cada uno de nosotros, si de verdad procuramos imitarle. «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, en cualquier circunstancia que viviere, la santidad de vida, de la cual Él es autor y consumador: Sed, pues, perfectos (...). Es completamente claro que todos los fieles de cualquier estado o condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir»14.

23 de febrero de 2018

TIEMPO DE CUARESMA 1a SEMANA VIERNES

Mateo 5,20-26.

Jesús dijo a sus discípulos: 
"Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. 
Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. 
Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. 
Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. 
Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. 
Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo."

LA CUARESMA, TIEMPO DE PENITENCIA

— Sinceridad para reconocer nuestros errores y flaquezas.
— El pecado personal tiene efectos en los demás. 
— Penitencia en la vida ordinaria, en el servicio a las personas que nos rodean.
I. La eficacia de la auténtica penitencia, que es la conversión del corazón a Dios, puede perderse si se cae en la tentación, frecuente antes y ahora, de soslayar que el pecado es personal. En la Primera lectura de la Misa, el profeta Ezequiel pone en guardia a los judíos de su época para que no olviden la gran lección del destierro, pues lo veían como algo inevitable y fraguado de antiguo por los pecados de otros. El Profeta declara que el castigo es consecuencia de los pecados actuales de cada individuo. El Espíritu Santo nos habla, a través de sus palabras, de la responsabilidad individual y, por tanto, de la penitencia y de la salvación personal. Así dice el Señor: El que peca, ese morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con la culpa del hijo; sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá su maldad1.
Dios quiere que el pecador se convierta y viva2, pero este ha de cooperar con su arrepentimiento y sus obras de penitencia. «El pecado –dice Juan Pablo II–, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad»3. Descargar al hombre de esta responsabilidad «supondría eliminar la dignidad y la libertad de las personas, que se revelan –aunque sea de modo tan negativo y tan desastroso– también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa»4.
Por eso, es una gracia del Señor no dejar de arrepentirnos de nuestros pecados pasados ni enmascarar los presentes, aunque sean solo imperfecciones, faltas de amor... Que podamos decir nosotros también: porque yo conozco mi iniquidad, y mi pecado está siempre delante de mí5. Es cierto que confesamos un día nuestras culpas y el Señor nos dijo: Anda, vete y no peques más6. Pero los pecados dejan una huella en el alma. «Perdonada la culpa, permanecen las reliquias del pecado, disposiciones causadas por los actos precedentes; quedan, sin embargo, debilitadas y disminuidas de manera que no dominan al hombre, y están más en forma de disposición que de hábito»7. Además existen pecados y faltas no advertidas por falta de espíritu de examen, por falta de delicadeza de conciencia... Son como malas raíces que han quedado en el alma y que es necesario arrancar mediante la penitencia para impedir que generen frutos amargos.
Son muchos los motivos para hacer penitencia en este tiempo de Cuaresma, y debemos concretarla en cosas pequeñas: mortificación en las comidas –como la abstinencia que manda la Iglesia–, vivir la puntualidad, guardar la imaginación... Y también, con el consejo del director espiritual, del confesor, otras mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a purificar nuestra alma y a desagraviar por los pecados propios y ajenos.
II. El pecado deja una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor. Por otra parte, aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios, no deja de tener sus efectos en los demás. Para bien o para mal estamos constantemente influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia, en el mundo. No solo por el buen o el mal ejemplo que damos o por los resultados directos de nuestras acciones. «Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que puede hablarse de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana»8.
Nos pide el Señor que seamos motivo de alegría y luz para toda la Iglesia. Será una gran ayuda en medio de nuestro trabajo y de nuestros quehaceres pensar en los demás, sabernos ayuda –también en la penitencia– para todo el Cuerpo Místico de Cristo, y en especial para aquellas personas que, en el caminar de la vida, el Señor ha puesto junto a nosotros y con las que mantenemos una especial unión: «Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre penitente. —Y entenderás que la penitencia es “gaudium, etsi laboriosum”-alegría, aunque trabajosa-: y te sentirás “aliado” de todas las almas penitentes que han sido, son y serán»9. «Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel»10.
La penitencia que nos pide el Señor, como cristianos en medio del mundo, ha de ser discreta, alegre...; que quiere pasar inadvertida, pero no deja de traducirse en abundantes hechos concretos. Por lo demás, tampoco importa mucho si alguna vez se advierte. «Si han sido testigos de tus debilidades y miserias, ¿qué importa que lo sean de tu penitencia?»11. Si otras personas han sido testigos de nuestro mal genio o falta de amor, o de nuestra pereza, o de otros pecados, no nos debe importar que sepan y vean que estamos reparando esas debilidades.
III. La vida del cristiano puede estar llena de esta penitencia que Dios ve: ofrecimiento de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio juicio, trabajo acabado y bien hecho por amor a Dios, orden en las cosas personales.
Una penitencia especialmente grata al Señor es aquella que recoge muchas muestras de caridad y que tiende a facilitar hacia otros el camino hacia Dios, haciéndoselo más amable.
En el Evangelio de la Misa de hoy nos dice el Señor: si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda12. Nuestro ofrecimiento al Señor debe ir acompañado de la caridad. Entre las mejores muestras de penitencia están las que hacen referencia al amor a los demás: el saber pedir perdón cuando hemos ofendido a los demás; el sacrificio que supone la formación de alguien que tenemos a nuestro cargo; la paciencia; el saber perdonar con prontitud y generosidad... A este respecto dice San León Magno: «Aunque en todo tiempo haga falta aplicarse a santificar el cuerpo, ahora sobre todo, durante los ayunos de la Cuaresma, debéis perfeccionaros por la práctica de una piedad más activa. Dad limosna, que es muy eficaz para corregirnos de nuestras faltas; pero perdonad también las ofensas, abandonad las quejas contra aquellos que os han hecho algún mal»13. «Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio –Iesus autem tacebat (Mt 26, 63), Jesús callaba–, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean»14.
Acerquémonos al altar de nuestro Dios sin el menor peso de enemistad o de rencor. Por el contrario, procuremos llevar muchas muestras de comprensión, de cortesía, de generosidad, de misericordia.
Así seguiremos a Cristo por el Vía Crucis que Él nos marcó y que le llevó a ser clavado en la Cruz: «—Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
»Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte (...).
»Y nosotros, rota el alma de dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera»15.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a encontrar muchas ocasiones para ser generosos en la entrega a quienes están a nuestro lado en el quehacer de todos los días.