"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2023

LA MUERTE ES EL PRINCIPIO

 


Evangelio (Mt 4, 18-22)

En aquel tiempo, paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:

-Seguidme y os haré pescadores de hombres.

Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan, su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.


PARA TU RATO DE ORACION 


PENSAR EN LA BREVEDAD de la vida y considerar que nuestro paso por la tierra tiene un final puede producirnos temor. «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación (...). Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas» (Lc 21,20-25), dice hoy Jesús en el discurso escatológico que la Iglesia nos presenta en la liturgia. De hecho, pocos años después, al ver que los ejércitos rodeaban la ciudad, algunos cristianos que recordaban las palabras del Señor efectivamente huyeron a Transjordania1.


Sin embargo, los apóstoles habían vivido una ocasión parecida a la que describe Jesús, con un mar agitado y grandes olas. Lo tenían bien guardado en su memoria. Aquella vez estuvieron sobre una barca y todo parecía indicar que morirían ahogados en la tempestad. Entonces, el Señor se había levantado, había calmado las aguas y serenado sus ánimos. «“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes, solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros necesitaban las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»2.


San Josemaría miraba con mucha seguridad las realidades últimas que la Iglesia nos propone considerar estos días. A algunas personas «la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio»3.


EN MUCHOS SARCÓFAGOS antiguos se representa la figura de Cristo mediante la imagen del buen pastor. En el arte romano, «el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. El verdadero pastor es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva esperanza que brotaba en la vida de los creyentes»4.


Llegará el momento, cuando Dios quiera y como Dios quiera, en el que el Señor nos llamará a su presencia. La Iglesia pone en labios del sacerdote que asiste a un moribundo unas palabras especiales para esos instantes: «Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios (…), con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…). Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra»5. Considerar que saldremos de este mundo sin nada, nos puede ayudar a vivir con mayor ligereza para movernos al ritmo de Dios. ¿Qué es realmente lo importante? ¿Qué he de custodiar en el corazón para que, cuando llegue el momento, atraviese el umbral de la vida terrena hacia la eternidad sin congojas? Sabemos bien que solo el amor está destinado a durar para siempre. Nos hacemos eternos al entregarnos cada día, en cada cosa que hacemos.


SABER QUE NUESTRO TIEMPO es limitado aviva el sentido de misión que tiene nuestra vida de bautizados. Nos impulsa a aprovechar cada día como si fuese el último. ¿Qué aspiración es más grande que llevar la felicidad eterna a quienes nos rodean? Lo haremos gradualmente, uno a uno, pensando en las circunstancias de cada persona concreta, tratando de discernir qué pasos quiere dar Dios en sus corazones… pero con esa prisa de saber que cada momento es único, que el tiempo se nos escapa de entre las manos. «Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios!»6.


«La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: “¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!”. Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad»7.


Identificarse con los sentimientos del Señor, sin miedo a la muerte porque nos lleva al cielo, y con la inquietud de llevar hacia esa felicidad a las personas que queremos, podría ser un buen resumen de la vida cristiana en esta tierra. Queremos llegar a la presencia de Dios rodeados de nuestros familiares y amigos, para compartir la vida con Jesús y María durante toda la eternidad.


1 Cfr. Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica, 3, 5.

2 Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia, 27-III-2020.

3 San Josemaría, Camino, 738.

4 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 6.

5 Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral.

6 San Josemaría, Surco, n. 629.

7 Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 23



29 de noviembre de 2023

TESTIMONIO SERVICIO Y APOSTOLADO

 



Evangelio (Lc 21,12-19)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS HABÍA RESPONDIDO varias preguntas de sus oyentes cuando, casi al final, uno de ellos comienza a elogiar la belleza del Templo de Jerusalén. El Señor toma pie del comentario para, sorprendentemente, hablar de su futura destrucción y, con mayor misterio todavía, para decir algunas cosas sobre el fin de los tiempos. Este discurso escatológico de Cristo –es decir, sobre lo que sucederá al final– no pasó desapercibido a ninguno de los evangelistas, pues lo encontramos en los tres evangelios sinópticos; y es lo que la liturgia de la Iglesia nos propone reflexionar esta semana, en los últimos días del tiempo ordinario.


No sabremos cuándo llegará el final, Dios mismo no ha querido revelarlo. Pero el Evangelio de hoy nos impulsa a «dar testimonio» en todo tiempo y en cualquier circunstancia, permaneciendo siempre en actitud de espera. El martirio es el mayor testimonio de fe en Jesucristo. De hecho, la palabra mártir proviene del griego y significa «testimonio». Jesús no es ajeno a que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros días, algunos hermanos nuestros sufrirán esta persecución: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio» (Lc 21,12-13).


«Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que han sostenido la Iglesia y la sostienen hoy (...). Muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo. Esa es la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación (...). En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: “La sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro»1.


«ESTE MUNDO en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones»2. El resplandor de una vida cristiana humilde y alegre es fuente de esperanza para nuestro mundo. Cada esfuerzo que, unidos a Dios, llevamos a cabo en nuestra jornada, es ocasión para dar testimonio; en las cosas del día a día podemos permanecer cerca de todos los cristianos, especialmente de quienes sufren dificultades y nos necesitan.


San Josemaría recordaba que «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina»3.


Es probable que la llamada de Dios a cada uno de nosotros sea la de vivir coherentemente la fe en cualquier circunstancia: en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos; quizá el martirio al que estamos llamados será constante, en las cosas ordinarias hechas con cariño, mientras procuramos hacer felices a los demás. «Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!»4.


QUÉ SORPRESAS nos deparará el final de nuestra vida, cuando descubramos el inmenso bien que hemos hecho durante los años que Dios nos ha regalado aquí en la tierra. Descubriremos con asombro los frutos de nuestro testimonio cristiano, que muchas veces pensamos que pasa desapercibido o incluso nos engañamos pensando que no es fecundo. Al final veremos que nuestro apostolado ha sido mucho más eficaz de lo que nos parece.


San Pedro, en una de sus cartas, aseguraba a los primeros cristianos: «¿Quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones» (1 P 3,13-15). La lealtad que Dios espera implica, de una parte, la convicción de que estamos muy protegidos siempre por él; y, de otra, el deseo de perseverar en nuestro testimonio humilde y escondido.


No vale la pena detenerse en los obstáculos del camino. «El desaliento es enemigo de tu perseverancia –escribe san Josemaría–. Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. Sé optimista»5. No sabemos cuándo llegará el final, pero en la tierra podemos estar siempre alegres porque, incluso en las dificultades, sabemos que Dios es el Señor de la historia. Y queremos que el mundo sea más de Dios con la esperanza de ver, al final de los tiempos, a nuestra Madre, María, que nos espera.


1 Francisco, Homilía, 30-I-2017.

2 San Pablo VI, Mensaje a los artistas, 8-XII-1965.

3 San Josemaría, Conversaciones, n. 59.

4 San Josemaría, Camino, n. 848.

5 Ibídem, n. 988.

28 de noviembre de 2023

La Iglesia vive de la Eucaristía

 



Evangelio (Lc 21,5-11)


En aquel tiempo, como algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas, dijo:

— Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.


Le preguntaron:

— Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder?


Él dijo:

— Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato.


 Entonces les decía:

— Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo.



PARA TU RATO DE ORACION 


LA BELLEZA DEL TEMPLO de Jerusalén era admirada por las civilizaciones de la época. Después de su destrucción por Nabucodonosor y de la deportación a Babilonia, el Templo fue reconstruido con gran esfuerzo gracias a la fe del pueblo hebreo. Este nuevo templo data del 536 a.C. El libro de los Macabeos cuenta cómo se retomó para el culto del Señor tras las profanaciones. Y, ya en tiempos de Jesús, el rey Herodes había reformado y ampliado el conjunto. Para los judíos, a pesar de todas las vicisitudes históricas, seguía suponiendo un motivo de orgullo y de fidelidad a la alianza con Dios.


Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Se trataba de un peligro evidente y, como venía de labios del Señor, tenían más razón para sentirse inquietos. «¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida, ¡cuántas presuntas certezas pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras!».


«Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y, acercarse un poco más a él, quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma».


CON LA INSTITUCIÓN de la Iglesia, el templo al que se acudía para adorar a Dios pasó a ser el mismo cuerpo de Cristo y, de manera especial, su presencia eucarística. La sagrada comunión es el «lugar» en el que nos espera. «Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís».


«La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única».


De hecho, los hombres experimentamos su presencia sacramental como una antesala de la eternidad. Mucho más en este mes de los difuntos en el que hemos soñado con el cielo, donde nos espera Dios, la Santísima Virgen, los santos, las santas y tantas personas queridas. Recibir la comunión y los momentos de acción de gracias después de comulgar pueden ser una pregustación de ese gozo. La iluminación de las ciudades por las noches, vista desde el cielo, es similar a esos otros puntos de luz que no se apagan nunca, donde está escondido el Señor: cada Sagrario es claridad infinita.


EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANO habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y, por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo. Y si quizás nos entristece la posibilidad de ofenderle, tampoco eso nos lleva a vivir con temor porque tenemos siempre la posibilidad de ser perdonados. El amor de Dios es tan grande que le lleva incluso a olvidar voluntariamente nuestras ofensas y a perdonarnos.


En continua alegría por todos los «lugares» de la presencia de Dios, nada nos quitará la paz a pesar de que las dificultades puedan llegar a ser muy grandes y verdaderamente dolorosas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). La serenidad interior, la fortaleza en medio de las adversidades, son un don que brota de experimentar la continua cercanía del Señor. Lo que sucede a nuestro alrededor es también ocasión permanente para llevar todo al Señor.


«Somos almas contemplativas –dice san Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo».


1 Francisco, Ángelus, 13-XI-2016.

2 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 58.

3 San Agustín, Sermón 227.

4 San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 1.

5 San Josemaría, Cartas 2, n. 59b.

27 de noviembre de 2023

Dame, hijo mío, tu corazón

 


HOY es Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa

La Medalla Milagrosa también conocida como Nuestra Señora de las Gracias de la Medalla Milagrosa, es una advocación mariana, que se celebra el 27 de noviembre. Esta fiesta de la Virgen María está unida a la historia del Opus Dei y de san Josemaría.

AQUi Además de los textos del tiempo ordinario tienes material para tu oracion

https://opusdei.org/es/article/san-josemaria-y-nuestra-senora-de-la-medalla-milagrosa/  

Evangelio (Lc 21,1-4)

En aquel tiempo, Jesús, al levantar la vista, vio a unos ricos que echaban sus ofrendas en el gazofilacio. Vio también a una viuda pobre que echaba allí dos monedas pequeñas, y dijo:

— En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos; pues todos estos han echado como ofrenda algo de lo que les sobra, ella, en cambio, en su necesidad ha echado todo lo que tenía para su sustento.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA ÚLTIMA SEMANA del tiempo ordinario nos recuerda que la vida es breve en comparación con lo que viviremos después, así que nos anima a aprovechar cada oportunidad para encontrar al Señor. San Agustín decía que le causaba temor pensar que Jesús estuviera pasando cerca de su vida y no darse cuenta. Se trata de la incertidumbre, normal en esta tierra, de no saber si seremos capaces de acoger habitualmente la presencia de Dios, luz para nuestro camino.


«La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su “vida luminosa”, en la que se desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz»1. La luz de la fe confiere paz y confianza al alma del cristiano. Cristo, luz de luz, Dios verdadero, es quien da pleno sentido a todo lo que hacemos. Por eso nos interesa buscar su rostro, sin descanso y sin desmayo, presente en nuestras acciones, en nuestros amores, en nuestras ilusiones.


Queremos comenzar esta última semana del año litúrgico con los ojos fijos en Jesús, quien ya resucitado dijo: «Mirad mis manos y mis pies» (Lc 24,39). «Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?»2.


ANTES DEL DISCURSO en que Cristo anuncia, de modo profético, el fin de Jerusalén y del mundo, tiene lugar una escena escondida, discreta, en medio de la actividad del Templo. Una mujer sin demasiados recursos entrega todo lo que tiene ante el Altísimo. Aunque nadie se dio cuenta, Jesús sí lo advierte. «Ella ha echado más que nadie» (Lc 21,3), refiere el Evangelio de hoy, dirigiéndose a quienes le rodeaban. La actitud de la viuda ha quedado como un retrato, hecho por el mismo Cristo, de la relación de los hombres con Dios: «El Señor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía»3.


La relación de amistad con Dios, propia de la llamada cristiana, ansía una respuesta que involucra la existencia entera. No nos quedamos indiferentes después de haberlo encontrado. «El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “Dame, hijo mío, tu corazón”. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»4.


Jesús nos invita a echar todas nuestras monedas sin llamar la atención. Esas decisiones que tomamos en lo más profundo, esa apertura a la luz de la fe, nos llevarán a una alegría sin comparación. La viuda pobre lo dio todo pero salió del Templo enriquecida por la mirada de Dios; tan feliz que ni siquiera necesitaba saber que sería un ejemplo para tantas personas a lo largo de la historia.


LA VIUDA QUE contemplamos hoy en el Evangelio, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. Jesús, hoy, nos dice también a nosotros que el metro para juzgar no es la cantidad, sino la plenitud (...). Pensad en la diferencia que hay entre cantidad y plenitud: no es cosa de billetera, sino de corazón»5.


Esta plenitud con la que queremos abandonarnos en el Señor, que no hace cálculos, y que es la que nos hará verdaderamente felices, redunda siempre en entrega a los demás. Nos llena del amor de Dios que busca ser compartido. Esas dos monedas que la viuda da al Señor cuando va al Templo, se convierten en una manera habitual de darse también a los demás. Quien es verdaderamente generoso con Dios, es también generoso con los demás.


«Ante las necesidades del prójimo, estamos llamados a privarnos de algo indispensable, no solo de lo superfluo; estamos llamados a dar el tiempo necesario, no solo el que nos sobra; estamos llamados a dar enseguida sin reservas algún talento nuestro, no después de haberlo utilizado para nuestros objetivos personales o de grupo. Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda, que Jesús, con el desconcierto de los discípulos, hace subir a la cátedra y presenta como maestra de Evangelio vivo. Por intercesión de María, la mujer pobre que ha dado toda su vida a Dios por nosotros, pidamos el don de un corazón pobre, pero rico de una generosidad alegre y gratuita»6.


1 Francisco, Enc. Lumen Fidei, n. 35

2 Francisco, Regina Coeli, 18-IV-2021.

3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Carta a los hebreos, 1, 4.

4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 35.

5 Francisco, Ángelus, 8-XI-2015.

6 Ibídem.

26 de noviembre de 2023

Solemnidad de Cristo Rey




Evangelio (Mt 25,31-46)


Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda.


Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.


Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”


Y el Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.


Entonces dirá a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.


Entonces le replicarán también ellos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?”


Entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna”.



PARA TU RATO DE ORACION 



LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Dios todopoderoso y eterno –rezamos en la oración colecta–, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que toda la creación, liberada de la escalvitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin». Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.


Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»[1].


«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»[2].


EL EVANGELIO de hoy nos muestra a Jesús anunciando cómo será el juicio universal. Él mismo, sentado en el trono de su gloria, «separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,32). Puede resultar sorprendente que el Señor, para hablar de ese momento, no se presente como juez temible, sino como pastor misericordioso. Jesús es el primer interesado en nuestra propia salvación. Él es el pastor que, cuando las ovejas se alejan, hace todo lo posible para que vuelvan al rebaño. «Yo mismo apacentaré mis ovejas –leemos en la primera lectura–, yo mismo las haré sestear –oráculo del Señor Dios–. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas» (Ez 34,15-16).


San Josemaría recordaba que el Señor «no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre»[3]. Por eso, «la imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza»[4].


Cuando uno actúa movido solo por el miedo –ya sea a un posible castigo, a quedar mal u otras razones–, no llega a dar un sentido pleno a todo lo que hace. Podrá realizar acciones exteriormente correctas, pero como la motivación no parece ser la adecuada, le resultará difícil disfrutar del bien que suponen para la propia vida: simplemente se comportará de una manera para evitar las consecuencias negativas. De ahí que Jesús, al presentarse como Juez-Pastor, nos llame a esperar sin temor ese encuentro final con él. Es más, se tratará de un momento largamente anhelado, pues contemplaremos el Amor que ha dado sentido a todas nuestras acciones. «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?»[5].


EN ESE Juicio, el Señor alaba a los que le vieron necesitado y acudieron en su ayuda. Cuando estos justos le preguntan cuándo hicieron tal cosa, pues no lo recuerdan, Jesús les asegura: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Algo similar, pero al contrario, les dice a los que no cuidaron de los más débiles: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo» (Mt 25,45). De este modo, Cristo no solo se presenta como pastor, sino que también se identifica con las ovejas del rebaño: cualquier gesto de cariño o de rechazo hacia nuestros hermanos, sobre todo a los más necesitados, es como si se lo dirigiéramos a él mismo.


El Señor concluye así su anuncio del Juicio: los que ignoraron las necesidades de los demás «irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna» (Mt 25,46). De este modo, afirma que «al final de nuestra vida seremos juzgados sobre el amor, es decir, sobre nuestro empeño concreto de amar y servir a Jesús en nuestros hermanos más pequeños y necesitados. Aquel mendigo, aquel necesitado que tiende la mano es Jesús; aquel enfermo al que debo visitar es Jesús; aquel preso es Jesús; aquel hambriento es Jesús»[6]. Así es como Cristo muestra su realeza: haciéndose presente en los débiles. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a reconocer a su Hijo en las personas que pasan a nuestro lado, sabiendo que con nuestro deseo de servirles estamos amando al Rey del Universo.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.


[2] Francisco, Ángelus, 25-XI-2018.


[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.


[4] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 44.


[5] San Josemaría, Camino, n. 746.


[6] Francisco, Ángelus, 26-XI-2017.

25 de noviembre de 2023

Mi alma está sedienta de Dios

 



Evangelio (Lc 20,27-40)


Se le acercaron algunos de los saduceos —que niegan la resurrección— y le preguntaron:

—Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien dejando mujer, sin haber tenido hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Pues bien, eran siete hermanos. El primero tomó mujer y murió sin hijos. Lo mismo el segundo. También el tercero la tomó por mujer. Los siete, de igual manera, murieron sin dejar hijos. Después murió también la mujer. Entonces, en la resurrección, lamujer ¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron como esposa.les dijo:


—Los hijos de este mundo, ellas y ellos, se casan; sin embargo, los que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no se casan, ni ellas ni ellos. Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pero no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él.


Tomando la palabra, algunos escribas dijeron:

—Maestro, has respondido muy bien

Y ya no se atrevían a hacer más  preguntas 


PARA TU RATO DEORACION


CREEMOS Y ESPERAMOS en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»: así lo recogen los símbolos de la fe, que son un compendio de la doctrina cristiana. Mañana celebraremos la solemnidad de Cristo Rey y, en la víspera de este gran día, la Iglesia nos invita a considerar la resurrección de la carne. Esta verdad de fe forma parte, desde el principio, del contenido esencial del mensaje que transmitían los apóstoles.


Entre los judíos existía división sobre la posibilidad de la vida eterna. Un grupo, el de los saduceos, no creía en la resurrección de la carne y afirmaba «que el alma muere con el cuerpo»[1]. Otro grupo, por el contrario, el de los fariseos, la aceptaba porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura (cfr. Dn 12,2-3) y en la tradición oral (cfr. Hch 23,8). Por eso, en cierta ocasión, algunos saduceos de intención poco recta le preguntan a Jesús sobre este tema, con el fin de ridiculizar la fe en la resurrección. Parten de un caso imaginario y enrevesado: una mujer tuvo siete maridos, todos hermanos de una misma familia, que murieron uno tras otro sin dejar descendencia. Le preguntan a Jesús: «En la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?» (Lc 20,33).


Con paciencia, Jesús les contesta –y, al mismo tiempo, nos ilumina a nosotros– que la vida después de la muerte no responde a los mismos esquemas de la vida terrena. La vida eterna es «otra» vida. Los resucitados –dijo Jesús– serán «iguales a los ángeles» (Lc 20,36), vivirán en un estado diverso, del que no tenemos experiencia y no podemos sospechar. «En Jesús, Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que esta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[2].


EN SU RESPUESTA a los saduceos, sencilla y al mismo tiempo llena de originalidad, Jesús puntualiza que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para él» (Lc 20,38). Jesús recuerda el episodio de Moisés ante la zarza ardiente en el que Dios se revela a sí mismo como «el Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob» (Lc 20,37). «El que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos»[3].


Dios ha querido dejar unido su nombre al de aquellos con los que estableció una alianza, con los que realizó un pacto que es más fuerte que la muerte. «El Señor no se goza tanto cuando se le llama el Dios del cielo y de la tierra, como cuando se le llama el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»[4], dice san Juan Crisóstomo. Y aquella alianza la ha sellado también con nosotros, por lo que podemos decir con total seguridad: ¡él es nuestro Dios! El Señor lleva nuestro nombre unido al suyo: yo soy de Dios y Dios es mío. «Necesito confiarte mi emoción interior –exclama san Josemaría–, después de leer las palabras del profeta Isaías: “Ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!” . Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío! ¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de amor!»[5].


Dios nos ama como algo suyo y ha establecido una alianza con nosotros. Es el Dios vivo que nos quiere dar la vida en su Hijo. Jesucristo vive, él mismo es la alianza, él es la vida y la resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte y al poder de las tinieblas. En la vida de Jesús, en la experiencia de su amor fiel por nosotros, podemos paladear algo de la vida resucitada.


EN EL ANTIGUO Testamento, a Dios se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Así reza, por ejemplo, un salmo: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). También el profeta Jeremías le llama «Dios verdadero», «Dios vivo y rey eterno» (Jer 10,10). En el Nuevo Testamento, por su parte, encontramos la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). No hay espacio para la duda: en Dios solamente hay vida y lo mismo quiere para nosotros.


Los saduceos pensaban, sin embargo, que la vida del hombre conducía definitivamente hacia la muerte. Así han sospechado también muchos pensadores a lo largo de la historia. Pero Jesucristo da la vuelta completamente a esta concepción. Al contrario de lo que sostenían los saduceos, en realidad hemos nacido para no morir nunca, estamos destinados a una felicidad eterna. Ni siquiera se podría decir que esta vida ilumina la que vendrá después de la muerte, sino que «es la eternidad –aquella vida– la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros»[6].


Nuestro caminar, que ciertamente comprende momentos gratos y también sinsabores, es una peregrinación hacia la eternidad. Allí nos espera Dios. Estamos caminando en esta vida terrena hacia la vida plena. Si miramos solamente con ojos humanos, podríamos pensar que el camino del hombre parte de la vida con destino hacia la muerte. Pero, si procuramos mirar con los ojos de Dios, descubrimos que es precisamente al revés: caminamos hacia la vida plena, es la vida eterna la que aclara nuestro andar diario. «La muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre»[7]. María, que misteriosamente dió a luz al Dios de la vida, nos puede ayudar a tener fija la mirada en esa vida que no acaba nunca, y que ya ha iniciado en nuestros corazones.


[1] Orígenes, comentario a este pasaje en Catena aurea.


[2] Francisco, Ángelus, 10-XI-2013.


[3] San Ireneo de Lyon, Lib. 4, 5,2-5,4.


[4] San Juan Crisóstomo, comentario a este pasaje en Catena aurea.


[5] San Josemaría, Forja, n. 12


[6] Francisco, Ángelus, 10-XI-2013.


[7] Ibídem.




24 de noviembre de 2023

CASA DE ORACION

 


Evangelio (Lc 19, 45-48)


En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».


Todos los días enseñaba en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él, pero no sabían qué hacer, porque todo el pueblo estaba pendiente de él, escuchándolo.

PARA TU RATO DE ORACION 

DURANTE SUS ESTANCIAS en Jerusalén, Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Ese era el lugar del encuentro con Dios a través de la oración y los sacrificios; era el símbolo de la protección de Yahvé, de su presencia, siempre dispuesto a escuchar a su pueblo y a socorrer a quienes acudían a él en las necesidades. Dios ha querido habitar entre los hombres para que, así, los hombres encuentren a Dios.


El Señor se dirigía hasta allí, acompañado por los apóstoles, con la alegría del Hijo que acude a orar a la casa de su Padre. Sin embargo, no siempre el ambiente que se respiraba era el más propicio para la oración. La dinámica que se había establecido, a causa de los sacrificios prescritos en la ley, hacía que el Templo –y, de modo especial, su enorme explanada– pareciera más bien un lugar de negocios. No es difícil imaginar los gritos, el movimiento de personas y animales.


En una de esas visitas, Jesús decidió «expulsar a los que vendían, diciéndoles: Está escrito: Mi casa será casa de oración» (Lc 19,45). La escena tuvo que ser impactante. Y con esta imagen en mente podemos recordar que nosotros también «somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí (...). También nosotros debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía»[1].


EL TEMPLO donde Dios habita no es solamente un edificio construido con nuestras manos. En último término, el templo es el Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia: la Iglesia acoge la presencia de Dios. «Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la “casa de Dios” (...). Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia»[2].


Ciertamente, los hombres podemos «ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia»[3] porque, aunque se trate de un pueblo santificado por Cristo, está compuesto por criaturas frágiles. San Josemaría hacía notar que «esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres, y los hombres tenemos defectos (...). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad (...). En la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan»[4]. La Iglesia es templo para todo el mundo en la vida de cada cristiano. Por eso queremos, con la ayuda de Dios, traslucir con la mayor transparencia posible a Dios que se quiere hacer presente en nosotros.


LA IGLESIA DE CRISTO está construída con «piedras vivas» (1 P 2,5) de las cuales, la primera, aquella «desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,4), es Jesús. Al mismo tiempo, cada bautizado es «piedra viva» para construir un «edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5). Ya no son necesarios largos rituales ni sacrificios de animales. La principal ofrenda que Dios espera es la entrega diaria de nuestra vida unida a la de Cristo: ese es «el sacrificio puro, inmaculado y santo»[5], la hostia agradable a los ojos de Dios.


El Señor desea que el templo de nuestro corazón no sea, como lo dice san Ambrosio, una «casa de mercaderes, sino de santidad»[6]. Con la purificación del Templo, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más auténtica posible. Para que el corazón sea casa de oración necesitamos alejar el ruido, el barullo, encontrando momentos de silencio interior en los cuales contemplar a Jesús. En ese silencio es donde, imperceptiblemente, suceden las grandes cosas, los grandes cambios para nuestra vida y nuestro entorno.


Así lo expresa un himno de la Liturgia de las horas de hoy: «Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón. / Y dice siempre “nosotros”, / incluso si dice “yo”». Y en el centro de ese «nosotros» está María, templo del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia: ella intercede por nosotros para que nuestra vida sea cada día más santa, más feliz: mejor piedra viva del Templo que es su Hijo.


[1] Francisco, Homilía, 22-XI-2013.


[2] Francisco, Audiencia, 26-VI-2013.


[3] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, n. 19.


[4] Ibídem, n. 23


[5] Canon Romano, Plegaria Eucarística I.


[6] San Ambrosio, comentario a este pasaje en Catena aurea.

23 de noviembre de 2023

Si conocieras el don de Dios

 


Evangelio (Lc 19, 41-44)

En aquel tiempo, al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. 

Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita».



PARA TU RATO DE ORACION 


A MITAD DE la ladera del Monte de los Olivos, al este de Jerusalén, se sitúa la iglesia conocida como Dominus flevit. Según la tradición, fue allí donde Jesús, «al ver la ciudad, lloró por ella», pues muchos no lo reconocieron como el Mesías. «Vendrán días sobre ti –dijo el Señor, profetizando la destrucción de Jerusalén– en que no solo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti» (Lc 19,43-44). Como todo judío piadoso, el Señor amaba Jerusalén. Desde su presentación en el Templo, esa ciudad sería un lugar destacado para su misión. Allí acudía a rezar, a predicar, a realizar milagros… Por eso, no permanece indiferente ante la suerte que va a correr.

Pero lo que más preocupa a Jesús son aquellos hombres y mujeres que no han querido acogerlo como Mesías. Su reacción es la de cualquier persona cuando ve sufrir a alguien a quien quiere: llora por el otro. El Señor, como sucedió aquel día al divisar Jerusalén, sufre por el mal que nos causamos a nosotros mismos por el pecado. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!»[1], canta un himno litúrgico. Hemos merecido no solo las lágrimas de Dios, sino hasta la última gota de su sangre. El Señor «no puede mirar a la gente y no sentir compasión»[2]. Sus lágrimas por Jerusalén nos muestran cómo es el corazón de Dios y cómo reacciona cuando nos alejamos de él. Podemos pedirle que también nuestro corazón sea más sensible ante el drama del pecado para, abriéndonos a su gracia, traer consuelo a quienes nos rodean.

EL SEÑOR llora por Jerusalén porque no han reconocido a Dios, y eso solo puede causar sufrimiento. Es el drama que recorre la historia de la humanidad: el del amor fiel de Dios que nos busca para establecer una alianza de amor, y las infidelidades en el corazón del hombre por el pecado. «A la luz de toda la Biblia, esta actitud de hostilidad, de ambigüedad o de superficialidad representa la de todo hombre y del mundo –en sentido espiritual–, cuando se cierra al misterio del Dios verdadero, que sale a nuestro encuentro con la desarmante mansedumbre del amor»[3].

Algunos autores de la antigüedad cristiana han considerado que «nosotros somos aquella Jerusalén sobre la que Jesús lloró»[4]. Cuando nos dejamos engañar por el pecado, es ese mismo mal que nos causamos a nosotros lo que, de alguna manera, aflige al Señor. El verdadero drama del mal no es tanto la desobediencia a una regla o una norma; es, sobre todo, «una expresión de rechazo a su amor, con la consecuencia de cerrarnos en nosotros mismos, iludiéndonos de encontrar mayor libertad»[5]. Todo pecado termina por mostrar su falsedad, al privarnos de la alegría y de la paz que nos ofrece Dios.

Por el contrario, la vida junto a Cristo nos lleva a abrirnos a los demás y a encontrar la verdadera libertad. No es una existencia marcada por la resignación a someternos a alguna regla exterior. Se trata, más bien, de una vida conducida por el amor que intenta descubrir la verdad y la belleza de todo lo que ha revelado Dios y de todas las actividades cotidianas. «Me gusta hablar de aventura de la libertad –decía san Josemaría–, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios»[6].

ALREDEDOR DEL AÑO SETENTA, la ciudad santa fue cercada por las tropas romanas. Después de un largo asedio, el templo fue destruido y sus murallas completamente arrasadas. Se cumplió así la profecía del Señor: «No dejarán en ti piedra sobre piedra» (Lc 19,44). Jesús, lógicamente, no se alegra del desastre que más tarde se verificará, sino que llora por Jerusalén. Él no ha venido a condenar, sino a anunciar la paz a los que estaban cerca y a los que estaban lejos (cfr. Ef 2,17). Por eso, mientras la contempla, se dirige al pueblo que allí habita de esta manera: «¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Estas palabras parecen un eco de las que escuchó la samaritana junto al pozo de Sicar: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10).

La vida cristiana empieza por descubrir el más grande «don de Dios»: que somos sus hijos. Día tras día él está a nuestro lado, nos espera en cada momento. Para amar al Señor «con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza» (Mc 12,33), no tenemos que hacer necesariamente cosas fuera de lo ordinario. Vivimos recibiendo ese don de Dios cuando nos damos cuenta de que hay una gracia –un regalo divino– esperándonos en cada momento y en cada persona que está a nuestro lado. Allí, en medio de las batallas de la vida ordinaria, podemos alcanzar la paz que tanto deseamos.

Santa María es reina de la paz. «No ceses de aclamarla con ese título: «Regina pacis, ora pro nobis!» –Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... Te sorprenderás de su inmediata eficacia»[7]. La Virgen nunca dejó pasar ningún don que Dios le ofreció y por eso pudo recibirlo en sus propias entrañas: podemos acudir a ella para que también nosotros nos abramos a la paz que nos ofrece su hijo en cada momento.

[1] Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia Pascual.

[2] Francisco, Homilía, 29-III-2020.

[3] Benedicto XVI, Ángelus, 6-I-2009.

[4] Orígenes, Homilía 38, sobre el evangelio de Lucas; PG 13, 1896-1898.

[5] Francisco, Audiencia, 30-IV-2016.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 35.

[7] San Josemaría, Surco, n. 874.


22 de noviembre de 2023

Has sido fiel en lo poco...

 



Evangelio (Lc 19,11-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría enseguida: un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: «Negociad hasta mi vuelta».


 Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: «No queremos que éste reine sobre nosotros».


Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado. 


Vino el primero y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez». Y le dijo: «Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades». Vino el segundo y dijo: «Señor, tu mina ha producido cinco». Le dijo a éste: «Tú ten también el mando de cinco ciudades».


Vino el otro y dijo: «Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, recoges lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste». Le dice: «Por tus palabras te juzgo, siervo malo; ¿sabías que yo soy hombre severo, que recojo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado? ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con los intereses». 


Y les dijo a los presentes: «Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez». Entonces le dijeron: «Señor, ya tiene diez minas». Os digo: «A todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


En cuanto a esos enemigos míos que no han querido que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.



PARA TU RATO DE ORACION 



SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.


Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).


El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).


«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).


Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[3].


«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[5].


EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.


Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.


«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 162.


[2] Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, cap. 5.


[3] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 65.


[4] Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, n. 12, 3.


[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 132.


[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 45.


[7] San Beda, comentario a este pasaje en Catena Aurea.


[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 121.

21 de noviembre de 2023

Fiesta de la Presentación de la Virgen

 



Evangelio (Mt 12,46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:


— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.


Pero él respondió al que se lo decía:


— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?


Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:


— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


PARA TU RATO DE ORACION 


UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).


Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.


«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).


Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].


De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.


La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].


De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.


[1] San Alfonso María de Ligorio, Las glorias de María, Parte II, Discurso III.


[2] Francisco, Audiencia, 24-III-2021.


[3] San Agustín, In Ioannis Evangelium 10,3.


[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2233.


[5] Francisco, Audiencia, 10-V-2017.


[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 148.





20 de noviembre de 2023

"Ten compasión de mí"

 



EVANGELIO  18,35-39


Cuando se acercaban a Jericó, un ciego estaba sentado al lado del camino mendigando. Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué era aquello. Le contestaron:


—Es Jesús Nazareno, que pasa.


Y gritó diciendo:


—¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!


Y los que iban delante le reprendían para que se estuviera callado. Pero él gritaba mucho más:


—¡Hijo de David, ten piedad de mí!


Jesús, parándose, mandó que lo trajeran ante él. Y cuando se acercó, le preguntó:


—¿Qué quieres que te haga?


—Señor, que vea —respondió él.


Y Jesús le dijo:


—Recobra la vista, tu fe te ha salvado.


Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el



PARA TU RATO DE ORACION 


EL CIEGO DE JERICÓ realiza todos los días el mismo trayecto, desde su casa hasta el lugar en el que se sienta para mendigar. Cada jornada vuelve a su hogar con unas cuantas monedas, las que consigue de quienes se conmueven de su miseria. Nadie puede hacer nada por aliviar su ceguera. Pero un día Jesús pasa cerca de él, rodeado por una pequeña multitud. El ciego pregunta a los transeúntes por el motivo del alboroto y «le contestaron: es Jesús Nazareno, que pasa». Entonces, el ciego comenzó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18,35-39). Aquella noticia inesperada, llena de fe y esperanza, abrió repentinamente su corazón.


Jesús pasa también por nuestras vidas cuando estamos sentados junto al camino, conscientes de que, como el ciego, necesitamos de una fe y de una esperanza que no surgen de nuestra fuerza sola. «El Señor nos busca en cada instante»[1], él se hace presente en nuestro trabajo, en nuestra casa, en las calles de nuestra ciudad, cuando nos sentimos necesitados de la compasión divina. Cristo está a nuestro lado en las personas que nos rodean, especialmente en los enfermos, los ancianos o los más débiles, en quienes miramos a Jesús. El Señor pasa sirviéndose también de nuestras fragilidades y nuestros defectos.


San Josemaría nos animaba a rezar con las palabras del personaje de Jericó: «Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. ¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!»[2].


DESPUÉS DE SUPERAR múltiples dificultades –la distancia, el ruido, los vecinos que le mandan guardar silencio–, el ciego logró hacerse escuchar por Jesús. Es quizá la primera vez que se cruza con Cristo, pero ya en este primer encuentro arrancará de la misericordia de Dios el milagro de recobrar la vista. Es un ejemplo de fe audaz. Nada le frena porque es mucha su necesidad y su deseo de luz. «Los que iban delante le reprendían para que se estuviera callado. Pero él –nos lo dice el Evangelio– gritaba mucho más… Jesús, parándose, mandó que lo trajeran» (Lc 18,39-40). De la misma manera como el ciego, con sus gritos ardientes, detuvo al Señor, nosotros podemos «parar» a Jesús cada día con nuestra oración. Cuanto más necesitados nos sentimos, más debemos insistir, porque entonces el Señor estará ya obrando en nuestro interior; estaremos ya en camino de recobrar la luz perdida.


«La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada; es como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios (...). La fe es un grito; la “no fe” es sofocar ese grito, es esa actitud que tenía la gente para que se callara. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la “no fe” es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la “no fe” es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así (...). Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan solo los cristianos: compartimos ese grito de la oración con todos los hombres y mujeres»[3].


Comentando este pasaje, sugiere San Gregorio Magno: «El que tiene el poder de devolver la vista, ¿ignoraba lo que quería el ciego? Evidentemente, no. Pero él desea que le pidamos las cosas aunque lo sepa de antemano y nos lo vaya a conceder. Nos exhorta a pedir, incluso hasta ser molestos (...). Si pregunta, es para que se le pida; si pregunta, es para impulsar nuestro corazón a la oración»[4].


«LO QUE PIDE el ciego al Señor, no es oro, sino luz»[5]. «Señor, que vea, respondió él. Y Jesús le dijo: Recobra la vista, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista» (Lc 18,41-42). Las murallas de la vieja Jericó se habían derrumbado cuando el Arca de la Alianza la rodeó siete veces. En esta ocasión, cuando Jesús atravesaba la ciudad, han sido suficientes unos cuantos gritos llenos de fe para alcanzar la curación. «La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven», dice el autor de la Carta a los hebreos (Heb 11,1).


¿Qué puede esperar con más ardor un pobre ciego sino recuperar la vista, para dejar de pedir en la calle, para finalmente contemplar el rostro de sus personas queridas, para pasearse con libertad por su ciudad o acudir en peregrinación al Templo de Jerusalén? Su deseo es paralelo a su audacia. San Juan de la Cruz solía repetir de diversas maneras que lo que alcanzamos es proporcional a lo que esperamos[6]. San Juan Crisóstomo, en el mismo sentido, comentaba que «así como sacan poca agua de una fuente los que van allí con vasos pequeños y sacan mucha los que los llevan mayores (...), y como sucede también con la luz, que extiende más o menos su claridad según las ventanas que se abren, así se recibe la gracia según la medida de la intención»[7].


Por eso el Señor, «que lo había escuchado desde el comienzo, le deja que persevere en su oración. Eso sirve igualmente para ti. Jesús percibe instantáneamente la llamada de nuestra alma, pero espera. Quiere que estemos del todo convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de él. Quiere que le supliquemos, obstinadamente, como este ciego del borde del camino»[8]. Nuestra Madre, María, aun siendo llena de gracia, oraba incesantemente y lo sigue haciendo. Le podemos pedir a ella descubrir en nuestra oración esa dimensión de necesidad y deseo de Dios.


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 196.


[2] Ibídem, n. 195.


[3] Francisco, Audiencia, 6-V-2020.


[4] San Gregorio Magno, Homilías sobre el evangelio, n. 2.


[5] Ibídem.


[6] «Porque esperanza del cielo / tanto alcanza cuanto espera» (San Juan de la Cruz, Tras de un amoroso lance, estrofa 4).


[7] San Juan Crisóstomo, comentario a este pasaje en Catena aurea.


[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 195.

19 de noviembre de 2023

Cuáles son nuestros miedos?



Evangelio (Mt 25, 14-30)


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:


Un hombre, al marcharse de su tierra, llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó.


El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor.


Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó otros cinco diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Se presentó también el que había recibido los dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros dos talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor».


Cuando llegó por fin el que había recibido un talento, dijo: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo». Su amo le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y que recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío junto con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez.


Porque a todo el que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes.



 PARA TU RATO DE ORACION 



UN HOMBRE, antes de marchar de viaje, decidió llamar a sus servidores y les entregó sus bienes: «A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno solo: a cada uno según su capacidad (Mt 25,15). En cuanto partió, los dos primeros se pusieron a negociar con lo que habían recibido y llegaron a obtener el doble de lo que tenían. En cambio, el que poseía un solo talento optó por hacer «un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor» (Mt 25,17).


Con esta parábola, Jesús quiso enseñar a sus discípulos a emplear bien sus dones. «Dios llama a cada hombre a la vida y le entrega talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir»[1]. Todos nosotros tenemos unas cualidades que, de alguna manera, nos hacen únicos. A veces, sin embargo, quizá podemos envidiar los talentos de otra persona y lamentarnos porque creemos que no somos tan valiosos como ella. Cristo, en cambio, nos ha bendecido de muchos modos y, uno de ellos, es concediéndonos unas facultades bien concretas para desempeñar la misión que nos ha dado. Descubrir el modo particular en que cada uno puede servir a Dios y a los demás nos permite mirar nuestros talentos con los ojos del Señor. «Así madurará más y más en nosotros una actitud interior de apertura a las necesidades de los demás, sabremos ponernos al servicio de todos y veremos con más claridad cuál es el lugar que Dios nos ha confiado en este mundo»[2].


«¿Tu vida para ti? –escribía san Josemaría– Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar»[3]. Lo relevante, más bien, es que contribuyamos a hacer del propio ambiente –el hogar, el puesto de trabajo, el grupo de amigos– un lugar un poco mejor, donde transmitimos a los demás, con nuestros talentos, la alegría de vivir junto a Jesús.


MIENTRAS los que recibieron varios talentos negociaron con ellos, el que obtuvo uno lo escondió bajo tierra. Cuando después de mucho tiempo llegó el amo, aquel siervo se presentó ante él diciendo: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo» (Mt 25,24-25). Prefirió la seguridad que le daba el agujero en el suelo, antes que lanzarse a la aventura de hacer rendir el talento que su señor le había confiado.


El miedo es una reacción natural que tenemos ante lo desconocido o los problemas de la vida. No obstante, cuando le damos una importancia excesiva, «es una actitud que nos hace daño, nos debilita, nos encoge, nos paraliza. Tanto es así que una persona esclavizada por el miedo no se mueve, no sabe qué hacer: está temerosa, centrada en sí misma, esperando que ocurra algo malo»[4]. El miedo, en lugar de permitirnos disfrutar del talento que Dios nos ha dado, nos lleva a centrar nuestra atención en todo lo que puede ir mal.


La propuesta cristiana no consiste en ignorar ingenuamente las posibles dificultades. Se trata, más bien, de una invitación a poner nuestra confianza en el amor incondicional del Señor, a recordar que estamos bajo sus manos, que nos protegen y nos custodian. Como escribe el prelado del Opus Dei: «En un momento de la vida en que quizá las seguridades de la infancia se tambalean y también la luz de la fe puede debilitarse, es necesario recordar nuestra verdad más profunda: que somos hijos de Dios y hemos sido creados por amor»[5]. De este modo, aquello que quizá teníamos miedo de perder –la salud, ciertos bienes, la estima de los demás–, habrá adquirido una importancia relativa, pues sabemos que Cristo vela por nosotros y no dejará nunca de amarnos. Esta seguridad nos permitirá acoger las contrariedades con valentía y fortaleza, pues «si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). En este rato de oración podemos identificar cuáles son nuestros miedos y abandonarlos en las manos del Señor, para disfrutar así de la vida que nos ha confiado.


EL MIEDO puede ponerse de manifiesto cuando tenemos que tomar una decisión que supone un importante cambio en nuestra vida. Quizá no sabemos cómo podremos afrontar los obstáculos que se presentarán en el camino y, por tanto, nos atemoriza el fracaso. Esto nos puede llevar a retrasar el mayor tiempo posible esa elección, o bien a estar más atentos de las dificultades que surjan que de las alegrías que encontraremos. Así, el miedo nos lleva a hacer de la seguridad la meta de la propia vida, evitando los riesgos y buscando continuas seguridades a las que agarrarnos. Vivimos de algún modo esclavos del futuro sin vivir el presente junto con Dios, que es señor de la Historia.


«La búsqueda personal puede generar un cierto desasosiego, porque experimentamos el vértigo de la libertad. ¿Seré feliz? ¿Tendré fuerzas? ¿Valdrá la pena comprometerse? Tampoco aquí Dios nos deja solos»[6]. Cualquier aventura que vale la pena lleva consigo cierta dosis de riesgo. Desear tener todo bajo control, además de ser algo imposible –siempre se presentarán circunstancias que no esperábamos–, lleva a poner en el centro de la vida el miedo, y no tanto el deseo de realizar algo que vale la pena. Por eso el Señor quiere liberarnos de nuestros temores, que en muchas ocasiones se alimentan de nuestra imaginación y no responden a la realidad. Cuando nos decidimos, con entusiasmo e ilusión, a emprender un camino, obtenemos la estabilidad y la certeza que antes no teníamos, pues sabemos que nuestra vida tiene un sentido claro. Y sabemos que, en cada momento, tendremos al Señor a nuestro lado, confiando en nosotros y haciéndose presente de algún modo, con delicadeza y con ternura.


La Virgen María también sintió cierto miedo cuando oyó el saludo del ángel. Por eso, Gabriel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30). Aquel temor inicial no le impidió lanzarse a la aventura de ser Madre de Dios. Aunque desconocía las dificultades que se presentarían, sabía que podía contar en todo momento con el Señor, para quien «no hay nada imposible» (Lc 1,37). El anuncio del ángel la llenaría rápidamente de gozo y de firmeza. Así, poniendo su seguridad en la fuerza divina, sin hacer cálculos, decidió emprender con alegría ese camino: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).


[1] Benedicto XVI, Ángelus, 13-XI-2011.


[2] Mons. Fernando Ocáriz, “Luz para ver, fuerza para querer”, ABC, 18-I-2018.


[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 47.


[4] Francisco, cit. en S. Noé, El miedo como don, Ediciones San Pablo, 2023.


[5] Mons. Fernando Ocáriz, “Luz para ver, fuerza para querer”, ABC, 18-I-2018.


[6] Ibíd.