"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2021

En las encrucijadas del mundo

 


Evangelio (Lc 4, 31-37)


Bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y el sábado se puso a enseñarles. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque su palabra iba acompañada de potestad.


Se encontraba en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro, que gritó con gran voz:


— ¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!


Y Jesús le conminó:


— ¡Cállate, y sal de él!


Entonces el demonio, arrojándolo al suelo, allí en medio, salió de él, sin hacerle daño alguno. Y todos se llenaron de estupor y se decían unos a otros:


— ¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?


Y se divulgaba su fama por todos los lugares de la región.


Comentario


Jesús enseña en la sinagoga de Cafarnaún, una aldea bañada por las aguas del lago de Genesaret. La gente se queda admirada de su doctrina, porque no dice palabras huecas, sino que las confirma con su poder.


Un hombre con un demonio impuro. De su boca sale una gran voz: «¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!».


Jesús no responde a las preguntas del demonio. No dialoga con él. Con plena autoridad, le manda callar y salir de aquel hombre. Y el demonio obedece y sale sin hacer daño alguno.


La existencia de Satanás y sus ángeles es una verdad revelada por Dios y enseñada por la Iglesia. Buscan cómo perdernos, pero nada hemos de temer, porque quien tiene la autoridad es Jesús, nuestro Dios, que ha entregado su vida por nosotros, para rescatarnos del poder del diablo, del pecado y de la muerte.


Dios pone su autoridad a nuestra disposición, porque nos ama. «A menudo, para el hombre –afirma Benedicto XVI– la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor»[1]. Si Dios emplea su autoridad para servir a sus hijos, ¿qué hemos de temer?


Ante la curación de un endemoniado, la gente se pregunta admirada: «¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?». ¿Quién es el que pronuncia una palabra así? ¿Quién es este hombre que expulsa a un demonio? Y divulgan la fama de Cristo por todos los lugares de la región.


Los milagros de Jesús nos ayudan a creer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, y a entregarle nuestra vida. Pero solo nos ayudan si tenemos un corazón bien dispuesto por la humildad; también lo hacen si tenemos la buena voluntad de buscar la verdad y desear el bien.


Algunos tienen una fe lánguida, sin apenas consecuencias prácticas en su vida. Nosotros queremos tener una fe viva, que llene de alegría y esperanza nuestra vida en la tierra, que se encarne entregándose a los demás, para construir un mundo más justo, más humano, más cristiano; que nos lance a contagiar con nuestra vida y nuestro testimonio el buen olor de Cristo por todos los lugares, por el mundo entero.


PARA TU RATO DE ORACION


El dinamismo propio del apostolado es la caridad, que es don divino: «en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor» (Forja, 565). La Iglesia crece por medio de la caridad de sus fieles y, solo después, llegan la estructura y la organización, como frutos de esa caridad y para estar al servicio de ella.


Con vivos trazos describe san Lucas la vida de los primeros creyentes en Jerusalén después de Pentecostés: «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo. Todos los días el Señor incorporaba a los que habían de salvarse» (Hch 2, 46-47). Con todo, pronto llegarían las contradicciones: la prisión de Juan y Pedro, el martirio de Esteban y, finalmente, la persecución abierta.


En ese marco precisamente, narra el evangelista algo sorprendente: «los que se habían dispersado iban de un lugar a otro anunciando la palabra del Evangelio» (Hch 8,4). A cualquiera le llama la atención que, en momentos en que su vida estaba en serio peligro, no renunciaran a seguir anunciando la Salvación. Y no es un suceso aislado, sino que refleja un dinamismo constante. Un poco más adelante se encuentra una noticia similar: «Los que se habían dispersado por la tribulación surgida por lo de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, predicando la palabra sólo a los judíos» (Hch 11,19). ¿Qué movía a aquellos primeros fieles a hablar del Señor a quienes encontraban, incluso en el mismo momento en que huían de una persecución? Les mueve la alegría que han encontrado y que les llena el corazón: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1Jn 1,3). Lo anuncian, sencillamente, «para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,3). El Amor que se ha cruzado en su camino… deben compartirlo. La alegría es contagiosa. Y eso, ¿no podríamos vivirlo también los cristianos de hoy?


La vía de la amistad


Un detalle de esta escena del libro de los Hechos es muy significativa. Entre aquellos que se habían dispersado «había algunos chipriotas y cirenenses, que, cuando entraron en Antioquía, hablaban también a los griegos, anunciándoles el Evangelio del Señor Jesús» (Hch 11,20). Los cristianos no se movían en círculos especiales, ni esperaban llegar a lugares idóneos para anunciar la Vida y la Libertad que habían recibido. Cada uno compartía su fe con naturalidad, en el ambiente que le era más cercano, con las personas que Dios ponía en su camino. Como Felipe con el etíope que volvía de Jerusalén, como el matrimonio de Aquila y Priscila con el joven Apolo (cfr. Hch 8,26-40; 18,24-26). El Amor de Dios que llenaba su corazón les llevaba a preocuparse por todas esas personas, compartiendo con ellas aquel tesoro «que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban»[1]. Si partimos de la cercanía con Dios, podremos dirigirnos a quienes nos son más cercanos para compartir lo que vivimos. Más aún, querremos acercarnos a más y más gente, para compartir con ellos la Vida nueva que el Señor nos da. De este modo, ahora como entonces, podrá decirse que «la mano del Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor» (Hch, 11,21).


Una segunda idea que podemos considerar a la luz de la historia es que, más que por una acción estructural y organizada, la Iglesia crecía —y crece— por medio de la caridad de sus fieles. La estructura y la organización llegarían más tarde, precisamente como fruto de esa caridad y al servicio de ella. En la historia de la Obra hemos visto algo similar. Quienes primero siguieron a San Josemaría querían a los demás con un cariño sincero, y ese era el ambiente en que el mensaje de Dios se fue abriendo camino. Como se cuenta de la primera Residencia: «“Los de Luchana 33” eran amigos unidos por el mismo espíritu cristiano que transmitía el Padre. Por eso, quien se encontró a gusto en el ambiente formado en torno a don José María y a las personas que estaban junto a él, regresó. De hecho, si al piso de Luchana se acudía por invitación, en cambio se permanecía por amistad»[2].


Nos hace bien recordar estos aspectos de la historia de la Iglesia y de la Obra cuando, con el crecimiento que han tenido a lo largo de los años, existe el riesgo de que confiemos más en las obras de apostolado, que en la labor que puede hacer cada una o cada uno. El Padre ha querido recordárnoslo últimamente: «Las circunstancias actuales de la evangelización hacen aún más necesario, si cabe, dar prioridad al trato personal, a este aspecto relacional que está en el centro del modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos»[3].


En realidad, es natural que sea así. Si el dinamismo propio del apostolado es la caridad que es don de Dios, «en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor»[4]. La amistad es amor y, para un hijo de Dios, es auténtica caridad. Por eso, no se trata de procurar tener amigos para hacer apostolado, sino que amistad y apostolado son manifestaciones de un mismo amor. Más aún, «la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz; en el que surgen proyectos, en un mutuo abrirse horizontes; en el que nos alegramos por lo bueno y nos apoyamos en lo difícil; en el que lo pasamos bien, porque Dios nos quiere contentos»[5]. No está de más que nos preguntemos: ¿cómo cuido a mis amigos?, ¿comparto con ellos la alegría que procede de saber lo mucho que le importo a Dios? Y, por otra parte, ¿procuro llegar a más gente, a personas que quizá nunca han conocido a un creyente, para acercarlas al Amor de Dios?


En las encrucijadas del mundo


«Porque si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, pues es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Co 9,16). Estas palabras de san Pablo son un reclamo continuo para la Iglesia. De igual modo, su conciencia de haber sido llamado por Dios para una misión es un modelo siempre actual: «Si lo hiciera por propia iniciativa, tendría recompensa; pero si lo hago por mandato, cumplo una misión encomendada» (1Co 9,17). El apóstol de las gentes era consciente de haber sido llamado para llevar el nombre de Jesucristo «ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel» (Hch 9,15), y por eso tenía una santa urgencia por llegar a todos ellos.


Cuando, en su segundo viaje, el Espíritu Santo le condujo a Grecia, el corazón de Pablo se dilataba y se encendía a medida que percibía la sed de Dios a su alrededor. En Atenas, mientras esperaba a sus compañeros, que se habían quedado en Berea, cuenta san Lucas que «se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos» (Hch 17,16). Se dirigió en primer lugar –como solía– a la Sinagoga. Pero le pareció poco, y en cuanto pudo fue también al Ágora, hasta que los mismos atenienses le pidieron que se dirigiera a todos para exponer «esa doctrina nueva de la que hablas» (Hch 17,19). Y así, en el Areópago de Atenas, donde se daban encuentro las corrientes de pensamiento más actuales e influyentes, Pablo anunció el nombre de Jesucristo.


Como el apóstol, también nosotros «estamos llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la cultura de nuestro tiempo, de modo que se abran a los planes de Dios para la humanidad: cogitationes cordis eius, los proyectos de su corazón, que se mantienen de generación en generación (Sal 33 [32], 11)»[6]. Es natural que en muchos fieles cristianos nazca el deseo de llegar a aquellos lugares que «tienen gran incidencia para la configuración futura de la sociedad»[7]. Hace dos mil años, eran Atenas y Roma. Hoy, ¿cuáles son esos lugares? ¿Hay en ellos cristianos que puedan ser en ellos «el buen olor de Cristo» (2Co 2,15)? Y nosotros, ¿no podríamos hacer algo por acercarnos a aquellos lugares, que a menudo no son ya ni siquiera lugares físicos? Pensemos en los grandes espacios en que muchas personas toman decisiones importantes, vitales para su vida… pero pensemos también en esos mismos centros de nuestra ciudad, de nuestro barrio, de nuestro lugar de trabajo. Cuánto puede hacer, en esos lugares, la presencia de quien promueve una visión más justa y solidaria del ser humano, que no distingue entre ricos o pobres, sanos o enfermos, locales o extranjeros, etc.


Bien pensado, todo esto forma parte de la misión propia de los fieles laicos en la Iglesia. Como propuso el Concilio Vaticano II, ellos «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad»[8]. Esa llamada, común a todos los fieles laicos, se concreta de modo particular en quienes hemos recibido la vocación al Opus Dei. San Josemaría describía el apostolado de sus hijas e hijos como «una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»[9]. Los veía preocupados de «llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña»[10], poniéndole, con su trabajo, «en la cumbre de todas las actividades de la tierra»[11].


Con el deseo de mantener vivo ese rasgo constitutivo de la Obra, el Padre nos animaba, en su primera carta como prelado, a «promover en todos una gran ilusión profesional: a los que todavía son estudiantes y han de albergar grandes deseos de construir la sociedad, y a los que ejercen una profesión; conviene que, con rectitud de intención, fomenten la santa ambición de llegar lejos y de dejar huella»[12]. No se trata de «estar a la última» por un prurito de originalidad, sino de tomar conciencia de que, para los fieles del Opus Dei, «el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos –junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos– los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad»[13]. Es una hermosa tarea, que exige de nosotros un constante empeño por salir de nuestro pequeño mundo y levantar los ojos al horizonte inmenso de la Salvación: ¡el mundo entero espera la presencia vivificante de los cristianos! Nosotros, en cambio, «¡cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla! Pero el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas (cfr. Lc 5,4). Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a él nos animamos a poner todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos apremiados por su amor (cfr. 2Co 5,14) y podamos decir con san Pablo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1Co 9,16)»[14].


Disponibilidad para hacer la Obra


Junto el deseo de llevar la Salvación a muchas personas, está en el corazón del apóstol «el desvelo por todas las iglesias» (cfr. 2Co 11,28). Necesidades en la Iglesia ha habido desde el principio: el libro de los Hechos cuenta cómo Bernabé «tenía un campo, lo vendió, trajo el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles» (Hch 4,37); san Pablo recuerda en muchas de sus cartas la colecta que estaba preparando para los cristianos de Jerusalén. La Obra no ha sido, tampoco en este punto, una excepción. Apenas una semana después de llegar por primera vez a Roma, el 30 de junio de 1946, San Josemaría escribía por carta a los miembros del Consejo General, que estaba entonces en Madrid: «Yo pienso ir a Madrid cuanto antes y volver a Roma. Es necesario —¡Ricardo![15]— preparar seiscientas mil pesetas, también con toda urgencia. Esto, con nuestros grandes apuros económicos, parece cosa de locos. Sin embargo, es imprescindible adquirir casa aquí»[16]. Las necesidades económicas en relación con las casas de Roma no habían hecho más que empezar, y, como los primeros cristianos, todos en la Obra las veían como algo muy propio. En los últimos años, don Javier solía contar con emoción la historia de los dos sacerdotes que llegaron a Uruguay para comenzar la labor del Opus Dei. Después de un tiempo en el país, recibieron un donativo importante, que les hubiera sacado del apuro en que se encontraban. Sin embargo, no dudaron un momento en enviarlo enteramente para las casas de Roma.


Las necesidades materiales no terminaron en vida de san Josemaría, sino que permanecen –y permanecerán– siempre. Gracias a Dios, las labores se multiplican por todo el mundo, y además hay que pensar en el mantenimiento de las que existen ya. Por eso, es igualmente importante que se mantenga vivo el común sentido de responsabilidad ante esas necesidades. Como nos recuerda el Padre, «nuestro amor a la Iglesia nos moverá a procurar recursos para el desarrollo de las labores apostólicas»[17]. No es cuestión solamente de que pongamos de nuestra parte, sino sobre todo de que ese esfuerzo nazca del amor que tenemos a la Obra.


Lo mismo se podría decir de otra manifestación maravillosa de nuestra fe en el origen divino de la propia llamada a hacer el Opus Dei en la tierra. Conocemos bien la alegría que le daba a san Josemaría la entrega alegre que veía en sus hijas y en sus hijos. En una de sus últimas cartas, agradeció al Señor que hubieran vivido una «total disponibilidad –dentro de los deberes de su estado personal, en el mundo– para el servicio de Dios en la Obra»[18]. Los momentos de incertidumbre y contestación que se vivían en la Iglesia y en el mundo hacían brillar con una luz muy especial esa entrega generosa: «jóvenes y menos jóvenes, han ido de acá para allá con la mayor naturalidad, o han perseverado fieles y sin cansancio en el mismo lugar; han cambiado de ambiente si se necesitaba, han suspendido un trabajo y han puesto su esfuerzo en una labor distinta que interesaba más por motivos apostólicos; han aprendido cosas nuevas, han aceptado gustosamente ocultarse y desaparecer, dejando paso a otros: subir y bajar»[19].


En efecto, aunque la labor principal de la Obra sea el apostolado personal de cada uno de sus fieles[20], no hay que olvidar que promueve también, de modo corporativo, algunas actividades sociales, educativas y benéficas. Son manifestaciones distintas del mismo amor ardiente que Dios ha puesto en nuestros corazones. Además, la formación que da la Obra requiere «una cierta estructura»[21], reducida pero imprescindible. El mismo sentido de misión que nos lleva a acercarnos a muchas personas, y a procurar ser levadura en los centros de decisión de la vida humana, mantiene en nosotros una sana preocupación por estas necesidades de toda Obra.


Muchos fieles del Opus Dei –célibes y casados– trabajan en labores apostólicas de muy distinto tipo. Algunos se ocupan de las tareas de formación y gobierno de la Obra. Aunque no constituyen la esencia de su vocación, estar abierto a esos encargos forma parte de su modo concreto de ser Opus Dei. Por eso el Padre les anima a tener, junto una «gran ilusión profesional», «una disponibilidad activa y generosa para dedicarse cuando sea preciso, con esa misma ilusión profesional, a las tareas de formación y gobierno»[22]. No se trata de aceptar esas tareas como un encargo impuesto, que nada tiene que ver con la propia vida. Al contrario, es algo que nace de la conciencia de haber sido llamados por Dios para una tarea grande y, como san Pablo, de querer hacerse «siervo de todos para ganar a cuantos más pueda» (1Co 9,19). Esas tareas son, de hecho, una «labor profesional, que exige una específica y cuidadosa capacitación»[23]. Por eso, cuando se aceptan encargos de este tipo se reciben con sentido de misión, para vivirlos con el deseo de aportar cada uno su granito de arena. Y por la misma razón, no les deben sacar del mundo, sino que, en su caso, serán el modo en que permanezcan en medio del mundo, reconciliándolo con Dios, y el quicio en torno al cual gire su santificación.


En la primera Iglesia, los discípulos tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Vivían pendientes unos de otros, con una encantadora fraternidad: «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor? (2Co 11,29). Desde el lugar en que habían encontrado la alegría del Evangelio, llenaban el mundo de luz. Todos sentían la preocupación de acercar a muchas personas a la Salvación cristiana. Todos deseaban colaborar en la labor de los apóstoles: con su propia vida entregada, con su hospitalidad, con ayudas materiales, o poniéndose a su servicio, como los compañeros de viaje de Pablo. No es un cuadro del pasado, sino una maravillosa realidad, que vemos encarnada en la Iglesia y en la Obra, y que estamos llamados a encarnar hoy, con toda la actualidad de nuestra libre correspondencia al don de Dios.


30 de agosto de 2021

LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE


 Evangelio (Mt 23, 13-22)


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar.


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros!


¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: «Jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado!» ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más: el oro o el Templo que santifica al oro? Y: «Jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado».


¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.


Comentario

Durante los próximos tres días, leeremos en el Evangelio los siete reproches que Jesús hace contra el comportamiento de escribas y fariseos. Cada una de esas quejas comienzan por la expresión “¡Ay de vosotros!” y reflejan el dolor de Jesucristo por la dureza de corazón de aquellos hombres.


Les habla con fuerza y claridad, pero no para humillarlos públicamente, sino porque desea profundamente que se conviertan, que descubran la belleza del Amor de Dios.


Aquellos hombres estaban llamados a ser pastores de su pueblo, a querer a todos con el corazón, en el cuerpo y en el alma, en sus necesidades materiales y espirituales; vivir para ellos y convertirse en mediadores entre la hondura del Amor de Dios y la hondura humana. Y, por el contrario, se han convertido en meros asalariados, en guías ciegos.


También nosotros los cristianos, todos sin excepción, estamos llamados a hacer presente entre las personas que nos rodean el Amor del Padre, y a despertar en sus corazones los deseos de responder generosamente a ese Amor.


Como señalaba san Juan Pablo II: “Todo hombre está llamado, de una manera o de otra, a la paternidad o la maternidad espiritual señales de madurez interior de su persona. Es una vocación incluida en la llamada evangélica a la perfección de la que el “Padre” es el supremo modelo. El hombre adquiere, por tanto, la mayor semejanza con Dios, cuando llega a ser padre o madre espiritual”.


Jesucristo nos quiere dar su luz y su fuerza para ser en este mundo despertadores de los deseos de santidad, comunicadores de optimismo y esperanza; en definitiva, un signo de su Misericordia.


PARA TU ORACION PERSONAL


Ibamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros.


Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos reunidos –y otros muchos en el mundo entero– para conversar Contigo, nos sabemos metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mi (Ioh X, 14.). Tú nos conoces bien; te consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste (Ioh XVII, 3.).


Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae (Ioh X, 14), para que consideremos en todo momento que El nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey (Cfr. Ecclo XVIII, 13.). Muy a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.


Dios nos quiere santos


Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque El mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Eph I, 4–5.). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3.), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.


No se va de mi memoria una ocasión –ha transcurrido ya mucho tiempo– en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.


La meta que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto (Ioh VII, 10.)p por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día (Cfr. Mt XVI, 24.). En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.


Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 6, 6 (PL 76, 1098).).


Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente –tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que nunca han faltado desde los inicios del cristianismo–, hemos de tener muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.


Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra –ésa que hemos de pretender– una santidad de segunda categoría, que no existe. Y el principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en amar: la caridad es el vínculo de la perfección (Col III, 14.); caridad, que debemos practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el mismo Señor establece: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt XXII, 37.), sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad.


Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. Todo lo que se desarrolla –advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios–, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande (S. Marcos Eremita, De lege spirituali, 172 (PG 65, 926).). Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente –sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo–, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.


Cosas pequeñas y vida de infancia


Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar –con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón– en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que sólo El y cada uno de nosotros conocemos.


Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. También en lo diminuto, comenta San Jerónimo, se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos sólo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores (S. Jerónimo, Epistolae, 60, 12 (PL 22, 596).).


Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad (Ioh XVII, 19.), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Gal V, 9.). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.


Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6–VII–1591.), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.


Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Avila: todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios (Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.). ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.


Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.


Permitidme una corta digresión, que viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Unicamente me preocuparía –por el bien de vuestras almas–, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit (Gal IV, 31.), los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales.


Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria al que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.


La coherencia cristiana de la vida


Me produce una pena muy grande enterarme de que un católico –un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro Cristo– tranquiliza su conciencia con una simple piedad formularia, con una religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡sólo si piensa que le conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto –y ni siquiera todos–, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede tranquilo, comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato de lentejas, con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno alimento espiritual.


Por experiencia personal os consta –y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos– que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en vuestro corazón, como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad. Habréis observado en vuestro examen –a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma–, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz.


Allá por los primeros años de la década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún medio humano y, con los que –como vosotros ahora– se reunían con este pobre sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una playa solitaria. Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados hicimos la oración en la playa (Act XXI, 5.).


Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba.


Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios.


Texto Homilia de San Josemaria

29 de agosto de 2021

CORAZON ENAMORADO


 Evangelio (Mc 7,1-8. 14-15. 21-23)


En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Y los fariseos y los escribas le preguntaron: ¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras? Él les contestó “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo “Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.


Comentario


En el Evangelio de hoy, meditamos las palabras del Señor acerca de la pureza en el corazón del hombre. Este pasaje está muy relacionado con Mt 5,8 «Dichosos los que tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios». Relacionar estos dos pasajes nos lleva a una conclusión: para ser felices, debemos mirar en el fondo del corazón y buscar amar a Dios y a los demás. El que hace esto, verá a Dios.


Los fariseos se muestran escandalizados porque los discípulos de Jesús no cumplen algunas de las tradiciones judías, como lavarse las manos antes de comer. Jesús, alienta a los fariseos, a no cumplir los preceptos por el hecho de que sean tradiciones sino porque son un instrumento para amar a Dios.


El Señor no quiere un cumplimiento formal. Llama "hipócritas" a los fariseos por actuar cumpliendo tradiciones, pero con un corazón alejado de Dios y de las demás personas. En griego, hipócrita significa actor, artista o máscara (en una función teatral). Es decir, es aquel que vive de una manera, pero actúa de forma distinta de cara a los demás. Dios no quiere máscaras para nuestra vida. El espectador, no son las demás personas, sino Dios que ve todo lo que hacemos y no podemos llevar una máscara delante de Él.


Este mismo problema del “fariseísmo”, tiene una gran actualidad para los cristianos de hoy. Para muchos, ser cristiano puede limitarse a cumplir una serie de normas u obligaciones rígidas: acudir a la Misa dominical, confesarse de vez en cuando, etc... cosas buenas, sin duda alguna, pero que hechas sin un corazón enamorado, nos conducen a una actitud farisaica.


Recordemos el mandamiento nuevo “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mt 22, 37-39) Jesús va más allá. Nos invita a mirarnos por dentro. No quiere que cumplamos obligaciones, sino que amemos. El fin es amar, no cumplir. Si no se busca amar a Dios y a los demás, pierden totalmente su sentido.


Dios nos invita a mirar en el fondo de nuestro corazón “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. Pero también, es el lugar donde nace todo lo bueno que haya en el hombre: el servicio a los demás, la generosidad, la humildad, el amor por lo sagrado, la modestia, la caridad a Dios y al prójimo.


Y ¿cómo conozco la voluntad de Dios para mí? Para poder discernir entre lo bueno y lo malo, tenemos un medio de gran valor: la oración. Orar es hablar con Dios en fondo de nuestro corazón. Por este medio debe pasar toda nuestra vida. Durante la oración, se unen el Cielo y la tierra. Es en el fondo del corazón donde aprendemos la voluntad de Dios para nosotros.


Para orar con Dios es necesario liberar el corazón de los propios engaños, el pecado. Los pecados cambian la visión interior, cambian el modo de evaluar las cosas. Te hacen ver cosas que no son verdaderas. Nuestro peor enemigo está escondido dentro de nosotros mismos, y necesitamos convertirnos al Señor.


Acudamos al Señor en la oración, para que nos haga amarle a Él y a los demás en cada una de las circunstancias de la vida. Pidamos un corazón enamorado.


PARA TU ORACION PERSONAL

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Ha salido como de pasada aquel presagio de doña María Dolores Albás: "Josemaría, vas a sufrir mucho en la vida, pues pones todo el corazón en lo que haces". Y Vd. destacó este rasgo de su personalidad en el primer artículo que publicó sobre el Fundador del Opus Dei: Mons. Escrivá de Balaguer, un corazón que sabía amar. Pero se puede profundizar en esta dimensión, que anudaba múltiples facetas de su existencia.


Muy grabada le quedó la conversación con su padre, cuando se decidió a emprender el sacerdocio. Don José Escrivá le hizo considerar que los sacerdotes tienen que ser muy santos, y no dudó en afirmar, convencido: lo sé, papá. Luego añadió que seguir ese camino supone renunciar a los amores en la tierra. El Fundador del Opus Dei explicaría años después: era muy bueno mi padre, y tenía derecho a mirar las cosas desde un punto de vista de tejas abajo. Pero en este caso concreto se equivocaba. Yo, a pesar de mis pocos años, me daba cuenta, y sigo pensando lo mismo: los sacerdotes no estamos solos, tenemos el mejor Amor y vivimos enamorados; y, por este Amor, somos capaces de servir, precisamente porque estamos perennemente enamorados.


Un día, en 1962, recibí una consulta por teléfono, desde la dirección del Centro en que estábamos. Querían utilizar el único coche que había en la casa, con objeto de llevar a uno de los residentes al médico. Contesté que sí, sin decírselo a Mons. Escrivá de Balaguer, porque sabía que no iba a necesitar ese vehículo. Poco más tarde, le informé. Me preguntó inmediatamente quién era el enfermo y qué le ocurría. Habían salido ya, y no pude darle detalles. Me corrigió entonces, con mucho cariño y claridad: no dejes que vuelva a suceder en tu vida. Cualquier cosa de un hermano tuyo, aunque acabe de llegar a la Obra, te tiene que preocupar como algo de tu propia vida. Este espíritu hemos de vivirlo aunque seamos muy jóvenes de edad, porque el trato con Dios nos da la madurez de saber ocuparnos enteramente de las almas.


Nos sabíamos hijos de su oración y de su mortificación. Todos, y especialmente quienes vivíamos a su lado, podíamos comprobarlo: por sus conversaciones; por su disponibilidad; por su servicio; por su afán de ayudar a cada uno. Repetía que le importaban nuestras almas y nuestros cuerpos: nuestras almas, porque tenían que estar muy unidas a Dios; nuestros cuerpos, porque era necesario cuidar el borriquito, para exigirle rendimiento en servicio de la Iglesia.


Ante su disponibilidad, entendíamos mejor su predicación constante de sentir el orgullo santo de servir a los demás. En la Obra, no puede haber señoritos, comodones, hijos de familia pudiente con el orgullo tonto de no querer servir y de hacerse servir, en cambio, por los demás.


En sus escritos, surgen continuamente expresiones poéticas, referencias al amor humano, que muestran la amplitud de su corazón.


El Fundador del Opus Dei recordaba a menudo que hemos de querer al Señor con el mismo corazón con que amamos a nuestros padres, con el mismo con que habríamos amado -o con que se ama- a una criatura de la tierra: hijos míos, hay que amar a Dios con el alma entera, con todo el corazón, con el cuerpo y con el alma. Insisto: ¡que no falte la gracia humana en la correspondencia a la gracia divina que recibimos!


En una meditación en 1950, nos insistía con una imagen gráfica: ¿no os habéis fijado que, por ver a la persona amada, se pasan el tiempo debajo de la ventana, o cerca de la puerta por la que tiene que atravesar esa persona? ¡Hacen el oso!, dicen en mi tierra para indicar las múltiples maneras que se inventan los enamorados para ver y contemplar a la persona que aman. Pues a mí me gustaría que cada uno de vosotros hiciera el oso, para rondar a Dios como verdaderos enamorados.


Era muy suya la expresión "cortejar a Dios", ese hacer la corte, propio de los enamorados, como se afirma en la tierra aragonesa, y como se afirma por distintas regiones de la tierra española. Estas frases -andarse con contemplaciones, contemplar, cortejar, hacer el oso, rondar, etc.- que se emplean para describir a los enamorados en la vida corriente, le venían enseguida a la cabeza cuando explicaba nuestro trato con Dios. No eran ocurrencias de un entendimiento bien dotado, ni el recurso a figuras o comparaciones para atraer la atención: respondían a su modo personal de dar vueltas alrededor del Señor, ya que todo su comportamiento giraba en torno a su relación de amor a Dios.


Estas delicadezas de corazón joven, que arde en deseos de entrega, se verificaban en los últimos años de su vida todavía con mayor fuerza: reiteraba aún más las palabras del Apóstol Juan, qui autem timet non est perfectus in caritate!, que traducía libremente: ¡el que tiene miedo, el que anda con cautelas, no sabe querer!


Se sentía plenamente enamorado de la Bondad de Dios y quería honrarle por ser Él quien es. Nos hacía notar que la predilección que hemos recibido al incorporarnos a la Iglesia, debía constituir una raíz fundamental en la chifladura de amor que los hijos de Dios deberíamos manifestar a la Trinidad Santísima. En 1967, puntualizaba: el corazón de la criatura, con la gracia de Dios, es capaz de amar una inmensidad. ¡Vale la pena ser fieles!: no olvidéis que nosotros somos enamorados; ¡no somos gentes sin amor! Si no metemos completamente a Dios en nuestras vidas, ¡enamorados!, no podemos tirar para adelante. No hagáis nada sin poner por lo menos una chispa de amor, ¡aunque cueste!


Aprovechaba todo lo humano noble para referirlo al querer divino. Le gustaban las canciones que canta el pueblo, tonadas limpias, de amor humano, y las repetía llevándolas al amor de Dios. Sería muy largo enumerar las que recogió de la tradición popular de muchos países, y las incorporó a su vida interior; entre otras, repetía con alguna frecuencia esta jota de su tierra: "fuiste mi primer amor; / tú me enseñaste a querer, / no me enseñes a olvidar, / que no lo quiero aprender".


Me ha llamado la atención siempre que el texto -a mi juicio- más sugestivo de Mons. Escrivá de Balaguer sobre la virtud de la castidad, aparezca precisamente en una homilía sobre el matrimonio: La castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida (cfr. Es Cristo que pasa, 25).


El año anterior a su marcha al Cielo, nos insistía con claridad: el corazón de los hombres -a tu edad y a la mía: ¡siempre!- es de carne y, si no procuramos mantenerlo limpio, se llena de carne. Para estar con Dios, pon sacrificio en tu amor. No hemos de ver la vida como una Cruz, aunque -pensándolo bien- no estaríamos mal allí, porque la Cruz es un trono, que ayuda a buscar el rostro de Jesús.


Nos animaba a que rechazásemos la tristeza, porque da paso a la búsqueda de compensaciones que apartan de Dios. El 26 de septiembre de 1971, nos indicaba: la tristeza, si no se abre enseguida el corazón, acaba siempre -¡no lo olvidéis!- en la lujuria. Cortad con ese modo de vivir, con la tristeza, porque es impropia de un hijo de Dios. Y, al revés, la falta de delicadeza es fuente de pesadumbres, como señalaba en 1969:hijos míos, el Señor no quiere que haya en nuestros corazones nada que no sea de Él. Por eso, cuando aceptamos algo, aunque sea muy pequeño, que no es de Él, viene la inquietud, la falta de paz, porque nuestro camino -que es siempre actual- nos recuerda que somos enteramente del Señor. Si alguna vez se ha abierto la mano, aunque sea muy poco, hay que ir a la dirección espiritual, para que nos ayuden, para que nos hagan reaccionar y, si es preciso, para que cautericen. Un corazón cauterizado, ¡cauterizado por el amor de Dios!, es algo que no se puede cambiar por todos los tesoros del mundo.


Trataba con intimidad a Santa María, pidiéndole para él y para todos la limpieza de corazón. Repetía aquella invocación de vieja raigambre cristiana, sub tuum praesidium... ["bajo tu protección..."], y nos aconsejaba que la rezásemos piadosamente, cuando sintiésemos la rebelión de la carne. Quiso que se dedicase la imagen de la Virgen del campus de la Universidad de Navarra a la advocación de Madre del Amor Hermoso. Deseaba que las almas obtuviesen de Ella una vida limpia, y la pidiesen para tantas otras personas en el mundo entero. Comentaba el Fundador del Opus Dei: el reverso estupendo de la medalla de la pureza es el amor más intenso que se puede conocer aquí en la tierra. Ama mucho, y con esto vencerás en tu lucha cotidiana; y después, paladeaba la estrofa del himno dedicado a María: vitam praesta puram, iter para tutum, ut videntes Iesum, semper collaetemur ["haz casta nuestra vida, y prepáranos un camino seguro, para que seamos siempre felices con la visión de Jesús": Himno Ave maris Stella, 6].


La persona enamorada sabe anticiparse: piensa en su amor, no en sí misma, y advierte qué puede necesitar, incluso antes que el propio interesado. Cuando se trata de querer a los hombres, a veces, sólo resulta posible compartir el sufrimiento.


Mons. Escrivá de Balaguer me ha ratificado que -desde los comienzos del Opus Dei- pidió al Señor, también para sus hijos de todos los tiempos, que no les resultara indiferente nada de lo que se refiriese a los demás, por pequeño que pudiera parecer: precisamente a través de esas circunstancias ordinarias y extraordinarias habíamos de estimular a las almas a santificarse.


Le interesaba, como cosa propia, lo de los demás; hasta el punto de que, cuando sufrían un gran disgusto, una grave contradicción, le afectaba incluso físicamente. Quitando importancia a su reacción, nos explicaba: no os preocupéis, me viene de familia, porque mi buena madre, cuando ocurría una cosa semejante, se veía afectada inmediatamente.


Como manifestación de su desvelo, cavilaba muchas veces a lo largo del día: ¿qué harán ahora estos hijos míos aquí, allá, en aquel otro país?, ¿qué estará pasando en esta nación donde sufren esa tribulación?, ¿cómo se estarán resolviendo las dificultades que atraviesa aquella sociedad?, ¿cómo se estará estudiando el modo de afrontar las necesidades materiales de tantas personas, ante esta o aquella calamidad?


Con un convencimiento palpable, repetía que en cada uno de nosotros veía a Cristo joven, a Cristo que trabaja, a Cristo enfermo, a Cristo que sufre, a Cristo que hace apostolado, a Cristo que ama, a Cristo que se entrega, a Cristo que cumple la Voluntad del Padre. Por eso, se unía a la lucha espiritual de cada uno de los miembros del Opus Dei, y alzaba su oración al Señor por su fidelidad.


Recuerdo que, en 1971, atendió en dos ocasiones a una hija suya, desahuciada por el cáncer. Mientras estaba con la enferma, demostraba una fortaleza extraordinaria. Pero, a la salida de una de aquellas visitas, cercana la Navidad, Mons. Escrivá de Balaguer hubo de refugiarse en la capilla de la clínica, para enjugarse las lágrimas, deshecho por los sufrimientos de su hija. Se acomodaba con fortaleza a las necesidades de las almas, de acuerdo con lo que nos describía en 1958: hijos, nosotros estamos para servir a los demás, haciéndoles amable el camino que lleva a Dios. Hemos de servir a todas las almas. ¡Servir! Este es el secreto, si de verdad queremos ser humildes; y así veremos siempre con alegría los dones que los otros han recibido de Dios y sus buenas cualidades. Si no reaccionamos de esta forma, conviene que echemos una mirada sincera a nuestra alma porque quizá -y sin quizá- todavía andamos detrás de nuestro yo, de nuestra vanagloria, de esa gloria vana que nos hace susceptibles con todos y por todo.


Al comenzar este epígrafe, pensé en titularlo simplemente un corazón grande.


Le he escuchado repetir el mismo consejo en todos los ambientes, con gente de relieve cultural, económico o social, con personas de clase media, con enfermos, con pobres, con quienes no se distinguían por sus cualidades intelectuales ni por su preparación humana: a Dios hay que quererle con el corazón entero, entregado, sabiendo que el Señor se conforma con este pobre corazón nuestro si se lo damos de veras, como se lo hubiéramos dado a una criatura aquí en la tierra.


Tenía la convicción de que hemos de querer al Señor con amor ardiente de enamorados. Su tensión -llena de paz- por amar más a Dios le llevaba a exclamar en 1967: la persona que busca sinceramente, ¡de verdad!, la perfección cristiana, siempre encuentra defectos en sus obras, como el artista a su trabajo: ¡no, no!, comenta, me ha faltado amor; me falta más identificación con Él; no he sabido expresarme como debía; no he sabido amar, como podía y debía. Tenemos que ser otros cristos; es más, ipse Christus ["el mismo Cristo"], sobre todo, cuando nos hemos comprometido a buscar la perfección cristiana a través de los acontecimientos ordinarios de nuestra vida.


Predomina en su biografía este amor al Señor sobre todas las cosas, que le llevaba a tener una familiaridad y una confianza absoluta en los designios divinos. Se conmovía al considerar la perfecta Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, que no dejaba de agradecer los servicios que le prestaban. Le atraía la felicidad que se respiraba junto al Maestro, que no rechaza las pruebas de cariño de los que le rodean. Y de estas lecciones sacaba consecuencias: el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar.


No me extrañó escucharle, en 1962, mientras rezaba por unos hijos suyos: si yo no estuviera en carne viva por los demás, a pesar de mis errores, de mis tonterías, sería un desgraciado. Estoy convencido de que, con Él, somos luz en la oscuridad, fortaleza en la debilidad.


No se cansó nunca de pedir intensamente a Dios, a través de nuestra Madre Santísima, la purificación del corazón, para que allí solamente cupiera el Señor y, por Él, todas las almas. No pensaba que la madurez, la edad o la experiencia, fueran motivo para disminuir -ni siquiera un poco- el esfuerzo en la pelea ascética. En 1960 nos aconsejaba: pedid a la Madre bendita del Cielo que purifique vuestro corazón, y Ella lo alcanzará del Padre. ¡Jesús, guarda nuestro corazón! ¡Guárdalo para Ti! Un corazón recio, fuerte, duro y tierno y afectuoso y delicado, lleno de caridad por Ti, con mis hermanos y con todas las almas.


Se explica -también desde una perspectiva teológica- que manifestara especial predilección por los enfermos. Es muy conocida su dedicación a los hospitales de Madrid. Me gustaría saber algún detalle de cómo cuidaba a quienes estaban a su lado.


Quería que se atendiera a los enfermos con extrema delicadeza y sentido sobrenatural, pensando que se sirve al mismo Jesucristo. Sintetizaba esta dedicación con frases tan gráficas como: que ese hermano vuestro no se acuerde de su madre y de su padre, al ver vuestra caridad humana y sobrenatural. O: para los enfermos, no tenemos que regatear esfuerzos. Si alguno necesita un trozo de Cielo, subiremos a robarlo, con la certeza de que a Nuestro Padre Dios le agrada.


Personalmente, he tenido la fortuna de contar con la compañía de Mons. Escrivá de Balaguer cuando he estado enfermo. Si no podía hablar, por la fiebre o por la debilidad, me bastaba verle sentado en una silla, rezando, mirándome fijamente, para advertir la necesidad de ofrecer aquella dolencia al Señor y agradecer el beneficio de contar con esa bendición del Cielo que se presentaba a través de las molestias. Si en todas las personas veía a Cristo, se comprobaba en esos momentos que encarnaba lo que escribió en Camino: los enfermos son... Él.


Su caridad paterna y materna le llevaba a estar en los detalles. Conocía enseguida, por la cara de las personas, si tenían alguna molestia física. Y era exigente también con los médicos que les atendían. En una caída me disloqué yo un brazo. Me pusieron una escayola y me dijeron que duraría quince días. Fui al cabo de ese plazo, y el médico, sin darle más importancia, me indicó que volviera dentro de otros quince días. Como me habían puesto la escayola sin haberme limpiado el brazo, y tenía ciertas molestias debidas a un prurito continuo, Mons. Escrivá de Balaguer me aconsejó que acudiera inmediatamente al médico, acompañado por otra persona, y le rogara que, si no había ningún inconveniente o una necesidad perentoria, me quitara el yeso, como se había comprometido cuando me hizo la cura. Aquel médico comprendió la razón de lo que le decía, y efectivamente, rompió la escayola y se evitaron así las molestias de un eczema que se estaba formando.


En 1971, padecí el síndrome de Menière, que produce una gran inestabilidad. Venía a atenderme a diario, y se ofrecía para darme de comer, con la excusa de que estuviera más tranquilo, sin preocuparme de la pérdida de equilibrio. Y hacía lo mismo cuando don Álvaro del Portillo padecía ataques de alergia. En todos los casos, procuraba que al enfermo se le hiciera más llevadera su debilidad, ocupándose de los indispensables servicios materiales: limpiar los vasos de noche, hacer la cama mientras estaba un momento levantado, ventilar o limpiar las habitaciones, etc.


En 1972, una persona del Opus Dei, aquejada de una grave insuficiencia renal -sometida a diálisis varias veces a la semana-, tuvo que hacer un viaje a Roma, con otro miembro de la Obra. Mons. Escrivá de Balaguer le recibió y le invitó a la tertulia con los Consultores del Consejo General. Allí apreció cómo aquel otro hijo suyo que le acompañaba estaba muy pendiente de todo: lo que podía tomar, las posturas, el sol, etc. Cuando terminó aquella reunión, mientras estábamos Mons. Álvaro del Portillo y yo con el Fundador, nos preguntó conmovido: ¿habéis visto con qué cuidado le trataba?


Desde el primer día en Roma, observé cómo gozaba al ver que se vivía la caridad con los enfermos. Me impresionó siempre que, además de la ayuda y de los servicios que se prestaba a cada uno, insistía en la atención espiritual. Se ocupaba también de mantener la vibración interior de esos hijos suyos, facilitándoles el cumplimiento de las normas de piedad y la frecuencia -si lo solicitaban- de la Eucaristía y la Penitencia.


Sin dar lugar a ningún tipo de comodidad o de capricho, sabía enterarse de las aficiones y gustos de cada persona. No se olvidaba de esas preferencias y, cuando surgía la ocasión, recordaba esos detalles que alegraban al interesado. Una vez comentó don Álvaro del Portillo que en su familia eran muy aficionados al arroz con leche: cuando se indisponía, si el médico lo autorizaba, Mons. Escrivá de Balaguer se ocupaba de que le preparasen ese plato, para que comiese con más apetito, y se restableciera.


Vivía esta misma atención con todos. En 1956 llegó a Roma de Argentina un hijo suyo, joven, que al poco tiempo estuvo muy mal de salud. Quedó inapetente. El Fundador del Opus Dei supo, a través de otro argentino, que un tipo de comida corriente en su país de origen, especialmente apetitosa, es el "bife a caballo": un trozo de carne con un huevo frito encima; y encargó que lo cocinaran y se lo llevaran al enfermo, que desde entonces empezó a vencer su inapetencia. El interesado no supo de quién había partido la iniciativa.


Lógicamente, esa preocupación se hacía más intensa cuando la enfermedad era grave. La aceptación de la Voluntad divina no eliminaba el sufrimiento humano, especialmente ante la muerte de las personas queridas.


Entre otros muchísimos sucesos, recuerdo que en 1962 le comunicaron que iban a efectuar una operación quirúrgica a Juan Antonio Lagunilla. Le expusieron la gravedad de la intervención: podía no salir con vida del quirófano. Mons. Escrivá de Balaguer no paró de rezar por él. En más de una ocasión, a lo largo de la jornada, comentó espontáneamente: ¡me han llegado estas noticias, y yo no vivo! Pedía a Dios por la recuperación de ese hijo suyo y que llevara los sufrimientos con mucho sentido sobrenatural: ruego a Dios, como Padre de este hijo mío, que no me lo quite; y que, si me lo quita, me haga aceptar cuanto antes su Voluntad, porque me costará.


La muerte de hijas e hijos suyos le suponía una prueba muy dura, por su intenso cariño, también hacia aquellos que no había llegado a conocer personalmente. Lo sentía como un auténtico mazazo. Se quedaba anonadado, aunque le hubieran advertido la gravedad de la dolencia. Esa angustia de su corazón no le impedía reaccionar con esperanza y, después de protestar filialmente al Señor por llevarse a esas personas que tanto podían rendir, repetía despacio, paladeándola, esa oración que tantos miles de personas han aprendido de sus labios: fiat, adimpleatur, laudetur et in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima Voluntas Dei super omnia. Amen. Amen ["Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén"].


En 1968, cuando falleció un sacerdote, don Álvaro Calleja, después de haber rezado esa plegaria, y un responso por el eterno descanso de su alma, reconocía: me ha costado mucho, como me ocurre siempre, cuando muere una hija o un hijo mío; pero después he aceptado con paz la Voluntad del Señor. Y veo con mucha claridad que ahora tenemos a ese hermano vuestro en el Cielo, amando a Dios, adorando a Dios, y pidiendo por todas las necesidades de la Iglesia, de la Obra. He sabido que ha muerto lleno de alegría, y es que no puede ser de otra manera: ¡así mueren los hijos de Dios: con la paz, con la tranquilidad del Señor!


Pero su corazón sufría quizá más ante los peligros espirituales, ante posibles infidelidades. Por esto, ponía un especial acento en la atención esmerada, en el cuidado delicadísimo de la vida cristiana de las personas del Opus Dei.


Le interesaban todas las cosas de cada uno, aunque llevase unos instantes en la Obra. Se podía comprobar por su espíritu de servicio y su interés en formar a las personas más recientes en el Opus Dei; les dedicaba el mismo afán y la misma exigencia que a quienes llevaban trabajando mucho tiempo en la Obra, pues veía detrás a Cristo. Y nos enseñaba que es a Cristo a quien llega nuestra sonrisa, nuestro servicio, nuestra caridad, o bien, nuestro desaire, nuestras desganas, nuestras palabras duras o indiferentes: por eso hemos de cuidar y de estar en todos los detalles.


Me consta que, por atender a un hijo o a una hija, no dudaba en ofrecer su propia vida al Señor. Hizo viajes que duraron días y noches enteras; practicó ayunos y severas mortificaciones corporales; empleó horas en conversar con quien lo necesitaba. Actuaba con esta entrega heroica, pensando en servir al Señor. A los que nos ocupábamos de la formación de otros, nos preguntaba con frecuencia: ¿cuánto has rezado por las almas que dependen de ti?, ¿cuánto te has mortificado?, ¿las conoces a fondo?, ¿sabes adelantarte a sus necesidades? Hasta tal punto exigía que nos ocupásemos de ayudarles a ser santos que, cuando alguno no seguía adelante en su camino, ponderaba: yo no disculpo de pecado, y a veces de pecado grave, a los que han convivido con esa persona, si no han puesto todos los medios a su alcance para ayudarle a salir de esa dificultad. Como afinaba mucho en la caridad, nos hacía notar que una decisión tan radical no se presenta repentinamente: aparecen unos síntomas, y luego otros, hasta que la situación precipita. Por eso, cuando hay cariño vigilante, se advierten enseguida las primeras señales y puede atajarse el avance de la enfermedad.


Toda su labor de apostolado y de formación estaba basada en una oración llena de fe, de esperanza y de amor. Muchas de las mujeres y de los hombres que vinieron en los comienzos, han sabido que el Fundador de la Obra llevaba encomendándoles años antes de conocerles: desde que algún pariente, compañero o amigo de los interesados, le había hablado de sus buenas cualidades o de su posibilidad de entender el Opus Dei. Hasta el último día, subrayó que era necesario conseguir vocaciones del Señor con mucha oración y mortificación; pero agregaba que concedía más importancia aún a la ayuda y a la exigencia espiritual que se prestaba a los que habían llegado. Aducía el ejemplo de la atención que los padres prestan al hijo recién nacido, sabiendo prescindir de su propio yo. También señalaba que no podía ocurrir lo que cuentan, como leyenda, de una comarca española: la gente es muy fuerte, porque la primera noche después de su nacimiento dejan a la criatura al aire libre -en esa región la temperatura nocturna es bajísima-; si no fallece, comentan, "¡ya no le parte un rayo!". Y, con fuerza, insistía: ¡esto no puede ocurrir en el Opus Dei!: hay que cuidar cada vocación con primor.

28 de agosto de 2021

HACER FRUCTIFICAR TUS TALENTOS




 Evangelio (Mt 25,14-30)

Porque es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de su señor.

Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó otros cinco diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Se presentó también el que había recibido los dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros dos talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Cuando llegó por fin el que había recibido un talento, dijo: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo». Su amo le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y que recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez.

Porque a todo el que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes.


Comentario

La parábola que nos recuerda el evangelio de la misa de hoy nos empuja a considerar algunos aspectos sobre los dones de Dios y sobre nuestra correspondencia. Nadie puede decir que carezca por completo tanto de dones humanos como de gracias divinas. Y en esto es muy importante no compararse con los demás, pensando que se haya hecho con nosotros una injusticia por no tener lo que pensamos que otros tienen. Cada uno de nosotros es irrepetible, cada uno de nosotros es objeto de un amor personal por parte de Dios.

Nuestra propia historia, que Dios tiene presente, entera, ante su vista, hace que se pueda hablar de unas capacidades: aquellas con las que comenzamos a caminar, por así decir, y aquellas que vamos fomentando o cercenando a lo largo del camino a través de nuestras decisiones. Y esto es algo precioso para considerar: que nuestra vida no está escrita, que somos realmente protagonistas de ella, que la presencia de Dios en nosotros, iluminando, sugiriendo, empujando, capacitando, consolando, sanando, es lo que nos permite llevar el timón, ser realmente protagonistas de nuestra existencia.

La grandeza de la persona humana no equivale a los dones recibidos. Hay personas que han recibido mucho y han correspondido mucho, pero también hay personas que han recibido mucho y han correspondido muy poco, del mismo modo que hay personas que han recibido menos y han correspondido mucho. En todo caso, ese poco y ese mucho en los dones recibidos no puede ser valorado con nuestra forma habitual de medir y valorar las cosas. Porque lo que hace grande al hombre y lo que transforma el mundo es la fe que obra por el amor. Y esto es lo que le faltaba al que había recibido un talento.

Todos somos capaces de amar. La vida misma nos va ayudando a discernir cuáles son nuestros talentos y hasta dónde podemos aspirar con ellos en cada momento. Pero al amor siempre podemos aspirar, y sin medida. Porque el amor no tiene límites. Es más, Dios potencia nuestros talentos según la medida de nuestro amor. Por eso, es vital no despreciar lo que está en nuestra mano hacer, aunque nos pueda parecer pequeño en comparación con lo que otros hacen. Nuestro camino es personal: en nuestras manos está el hacerlo grande, porque depende del corazón con el que lo recorramos.

PARA TU RATO DE ORACION

El Señor se ha prendado de vosotros y os ha elegido, no porque seáis el pueblo más grande de todos los pueblos, puesto que sois el más pequeño, sino que ha sido por el amor del Señor y por su fidelidad a la promesa que hizo a vuestros padres [1]. Cada hombre ha sido fruto de un amor de predilección: al dar la vida a las criaturas humanas, Dios quiere que todas participen de su bondad y felicidad, quiere ser amado libremente por ellas.


A pesar de que los hombres le olvidan o desprecian, Él no cesa de buscarlos, de rondarlos, de pedir su correspondencia: su designio no cambia, su amor no acaba nunca. Él es el Dios fiel; por su amor infinito, no se arrepiente de sus dones.


Las primeras páginas del Antiguo Testamento muestran cómo la fidelidad del Creador no depende de las debilidades y traiciones de sus criaturas. Al pecado de Adán y Eva responde el Señor con sus paternales cuidados: los viste amorosamente, les promete un redentor; ante las infidelidades del pueblo de Israel, el Señor siempre se manifiesta como un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad [2], dispuesto a perdonar, a acoger las peticiones de los profetas en favor del pueblo por la fidelidad a sus promesas [3].


En el Nuevo Testamento, la fidelidad y el amor divinos llegan a su máxima expresión: la encarnación del Hijo sella de un modo nuevo la Alianza de Dios con toda la humanidad. Jesucristo nos ha constituido parte de su Cuerpo Místico, y así el hombre puede ser auténticamente hijo de Dios en el Hijo unigénito, participando de la vida divina. Cristo realiza plenamente y por siempre lo que Moisés había pedido a Yahvé: si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de aquí; pues ¿en qué se notará que tu pueblo y yo hemos hallado gracia a tus ojos, si tú no caminas con nosotros? [4].


A tierras lejanas


La fidelidad de Dios aviva nuestra esperanza. A la luz de la fe, ningún hombre debería dudar de que el Señor le ofrece su amor y amistad, y este fundamento de nuestra esperanza es, al mismo tiempo, estímulo para nuestra respuesta fiel al amor de Dios.


Diversos pasajes de los Evangelios cuentan cómo Jesucristo alaba la fidelidad de los hombres. Así, en el elogio del administrador fiel y prudente, que espera la llegada de su amo, el Señor se goza anunciando la recompensa de esa actitud: dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda [5].


Esta misma idea aparece reflejada en la parábola de los talentos. San Josemaría la comentó repetidas veces, y veía algo similar a una fórmula de canonización en las palabras dirigidas al siervo bueno y fiel.


La historia comienza cuando un hombre al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó [6]. A semejanza de esos siervos, Dios ha puesto a disposición de cada hombre un don totalmente gratuito: una vida que es, al mismo tiempo, vocación a la comunión con el Creador. Sin embargo, Mateo destaca que el don corresponde a la capacidad de cada uno: a uno le entrega cinco talentos, porque sabe que es capaz de gestionar esa suma; a otro, dos; y al último, uno. Dios –hablando con categorías humanas– utiliza “la justicia de las madres”: da a cada uno según lo que puede sobrellevar, según las posibilidades que Él mismo ha puesto en cada persona.


En nuestro caso, junto a otros muchos dones, quizá nos ha confiado una vocación, un camino, un modo de vivir en la Iglesia. Es el talento que mejor responde a nuestro ser, pues el conocimiento que Dios tiene de nosotros es amor creativo. Nadie, por tanto, puede pensar que Dios le pide demasiado, o que se ha excedido con él, o que le ha colocado en un lugar que no es el suyo, o que sus fuerzas son escasas para la tarea encomendada: a todos da su gracia, y se la da en la medida en que a cada uno le hace falta; y, a la vez, Dios pide mucho: ¡todo!


El Señor espera que correspondamos a su don administrándolo con prontitud, constancia e iniciativa. Así actuaron la mayoría de los siervos de la parábola: el que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos [7]. Lo importante aquí no es adónde fue el siervo, sino su generosidad, pues inmediatamente se puso a buscar dónde invertir su dote.


Una parte no pequeña de una vida lograda consiste precisamente en eso, en desarrollar las capacidades recibidas, intelectuales, de simpatía, de amabilidad, de relación, de trabajo, para poner todas esas aspiraciones a los pies del amo, de tal manera que Jesús pueda entrar ahí con libertad, y que no se conviertan en el ídolo del propio egoísmo [8].


Que el talento rinda


Desarrollar los talentos implica iniciativa. El Señor no dijo a los siervos en qué debían invertir; cada uno tenía los medios para saber qué negocios podía afrontar, y la seguridad de que el dinero que se le había confiado era el necesario para llevarlos a cabo.


Por eso, responder a la propia vocación requiere descubrir las cualidades que cada uno ha recibido, y ponerlas en juego, dándoles salida en múltiples iniciativas. Lo esencial es procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto [9], buscando ir poco a poco ampliando el impacto social, cultural o político de nuestras actividades, fiados en la palabra del Señor: a todo el que tenga se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará [10]. Frase que, en su aparente dureza, no hace sino recordarnos que es Dios quien pone el incremento [11].


Así, nuestros talentos darán frutos, no tanto o no sólo por el esfuerzo puesto, sino por la benevolencia de Dios, que mira con ojos de bondad las ofrendas que le presentamos [12]. Cuando se dedica tiempo a los amigos, a los vecinos, a los que trabajan con nosotros, a los condiscípulos de la escuela o de la universidad, cuando se fomentan las aficiones –culturales o deportivas– de los hijos, el fruto apostólico llega; y además, abundará , sobre todo en la propia alma: porque la primera consecuencia será la alegría de haber servido, de haber ayudado a crecer a los demás.


Algo parecido ocurre con los instrumentos apostólicos que promueven los fieles del Opus Dei en todo el mundo, con tantas personas que son o no cristianas. Sin perder su propia naturaleza, resultan fermento que fecunda la sociedad desde su entraña, colaborando con otras instituciones semejantes en la promoción humana, dando a conocer en los medios de comunicación sus proyectos, etc. Y siempre poniendo en todo el signo más.


La parábola continúa. El Señor regresa y pide cuentas, y quienes han hecho fructificar los talentos escuchan el elogio de su fidelidad: muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor [13]. Llama la atención que el amo considere poco las inmensas fortunas que él había donado, y que sus siervos han multiplicado; son nada y menos que nada, comparadas con lo mucho que Él tenía previsto darles: participar de su misma alegría.


En el pasaje paralelo del Evangelio según San Lucas [14], el premio consiste en dar a los siervos el gobierno de ciudades. Esta variante nos ayuda a considerar que los servidores participan de la potestad de su Señor, que corresponder a los dones supone participar del cuidado que el Rey tiene hacia todos los hombres.


Los talentos de los siervos se han de administrar para los demás: se desarrollan en la sociedad y para mejorar la sociedad. Los siervos que han aprovechado sus dones, con la gracia de Dios, están en mejores condiciones de interesarse por el bienestar de sus conciudadanos. Se preocupan por su salud física y moral; promueven propuestas que impliquen a muchas otras personas en la evangelización de la sociedad, empezando por el ámbito, quizá limitado o un poco restringido al inicio, en el que se desenvuelven.


Lo importante es moverse y poner nuestro ambiente cristiano, alegre, primero allí donde estamos: si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? El fundador del Opus Dei resumía todo esto diciendo que los cristianos somos para el mundo. Cuando servimos, la llamada de Dios cobra toda su pujanza.


Perseverar en el amor


El siervo malo y perezoso [15] desdeñó la predilección de la que había sido objeto al enterrar el talento; dejó pasar el tiempo sin descubrir las posibilidades que encerraba aquella fortuna. No se quiso complicar la vida y, de este modo, nunca llegó a saber lo que podría haber hecho, ni a descubrir por qué el Señor había tenido tanta confianza con él.


Es un peligro siempre presente, porque en la senda de la llamada «resulta fácil un primer entusiasmo, pero después viene la constancia también en los caminos monótonos del desierto que se han de atravesar a lo largo de la vida, la paciencia de proseguir siempre igual aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y sólo queda el “sí” profundo y puro de la fe» [16].


Ciertamente, cabría enterrar el talento una vez que se ha empezado a negociar con él. Pero el Señor nos indica cuál es el medio para que esto no suceda: si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor [17]. «Si el fruto que debemos producir es amor, una condición previa es precisamente este “permanecer”, que tiene que ver profundamente con la fe que no se aparta del Señor» [18].


Mantenerse en el camino que Dios ha mostrado supone, en sí mismo, una muestra de amor y fe. Y el secreto de la fidelidad radica precisamente en el amor: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no “le” dejarás [19].


Don Álvaro, el sucesor de San Josemaría, comentando este punto de Camino , decía que también se podía afirmar: no “le” dejes, y te enamorarás; sé leal y acabarás loco de amor a Dios [20]. El Señor recompensa la fe perseverante, llevando a término su obra y atrayendo cada uno a su Persona [21]. Así, la lealtad es una fuente de equilibrio personal, pues quien es leal consolida un clima de paz a su alrededor: comunica seguridad y confianza, aleja el miedo y las incertidumbres.


La parábola de los talentos muestra esta primacía del amor: el amo recompensa a los siervos haciéndoles partícipes de su alegría, de su propia persona; no da simplemente algo que le pertenece, sino que se da él mismo. La diligencia que mostraron los siervos fieles es también señal de la cercanía que tenían con Él; y es que la fidelidad cristiana no es sólo la lealtad a una doctrina, ni a un dogma: el cristiano es fiel a la persona viva de Cristo, con quien guarda una relación de amistad.


Por eso, la perseverancia no puede entenderse como algo rígido, frío o calculado: no produce una voluntad inconmovible ni insensible a los cambios de ánimo o de circunstancias; más bien, es su contrario: la fidelidad hace al hombre flexible, para afrontar el soplo de cualquier viento, pues nace del amor y el amor es inventivo, como lo es el Espíritu.


Si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud [22]. La santidad es la vida a la que estamos llamados. El camino es claro y está trazado, esculpido, con rasgos precisos. Éste es el camino donde hemos entrado por mediación de María y que seguimos con su protección: ser Obra de Dios, esforzarnos por responder fielmente –¡con el corazón!– a las mociones del Espíritu Santo.