"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2022

FIESTA de LA VISITACION ĎE LA VIRGEN MARIA

 



Evangelio (Lc 1,39-56)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

— Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

María exclamó:

— Proclama mi alma las grandezas del Señor,

y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:

porque ha puesto los ojos

en la humildad de su esclava;

por eso desde ahora me llamarán bienaventurada

todas las generaciones.

Porque ha hecho en mí cosas grandes

el Todopoderoso,

cuyo nombre es Santo;

su misericordia se derrama de generación en generación

sobre los que le temen.

Manifestó el poder de su brazo,

dispersó a los soberbios de corazón.

Derribó de su trono a los poderosos

y ensalzó a los humildes.

Colmó de bienes a los hambrientos

y a los ricos los despidió vacíos.

Protegió a Israel su siervo,

recordando su misericordia,

como había prometido a nuestros padres,

Abrahán y su descendencia para siempre.

María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.



MEDITACION 



– Una vida abierta a los demás.

– María, maestra de fe.

– Cantar las maravillas de Dios.


«POR AQUELLOS DÍAS, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Ha pasado poco tiempo desde la Anunciación. Al final de su embajada, el arcángel Gabriel había revelado a María que su prima Isabel, ya anciana, estaba esperando un niño, «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Nuestra Señora decide ir a acompañarla y parte «deprisa», con la ligereza que experimenta quien se ha puesto del todo en las manos de Dios.


María emprende este viaje en unas circunstancias particulares. Acaba de saber que será la madre del Mesías. Ella, una muchacha en apariencia como otra cualquiera, vive en una localidad anónima de Galilea. Humanamente, podría parecer lógico que estuviese centrada en lo que acababa de ocurrir y en las situaciones con las que tendría que lidiar: qué diría José, qué pensarían sus padres, sus otros familiares, el resto de la aldea… Sin embargo, su alma, llena de gracia, va por otro lado. Una vez que ha dado el sí a Dios –«hágase en mí según tú palabra» (Lc 1,38)– María se mueve al compás de las inspiraciones del Espíritu Santo. Por eso, enseguida sale en viaje hacia las montañas. Quiere ver a su prima para ofrecerle su ayuda y su cariño; quizá también para compartir su dicha, para hablar con la única que en ese momento puede comprender algo de las maravillas que Dios está haciendo.


De modo análogo a lo que contemplamos en María, también nuestra vida cristiana, si sigue el soplo del Espíritu Santo, estará también cada vez más abierta a los demás. Nuestro empeño por mejorar en las virtudes no será autorreferencial, sino inseparable de la fraternidad y del apostolado. Y asimismo nuestra intimidad con el Señor en la oración nos llevará a vivir de modo más delicado la caridad con todos: «Nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que ella es Hija, Esposa y Madre»[1].


LLEGA LA VIRGEN a Ain Karim, la aldea donde nacerá Juan. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,40-41). Por primera vez en los evangelios, vemos a María estrechamente asociada a su Hijo en la redención. Su presencia en casa de Zacarias es cauce de la gracia divina. Ella ha llevado a Cristo a esa casa y en eso, por la fe, estamos llamados a imitarla. San Josemaría lo expresa con estas palabras: «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con él por la acción del Espíritu Santo»[2].


Llena de entusiasmo sobrenatural por la acción del Paráclito, Isabel no cabe en sí de gozo por la visita que ha recibido. Dirigiéndose a su prima, exclama: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Estas palabras nos invitan a fijarnos en la fe de María, a reconocerla como maestra de esta virtud y a pedirle que nos ayude a vivir de fe. Así, sabremos reconocer a Jesús presente en nuestras vidas, nos convenceremos de que no hay imposibles para quien trabaja por él.


«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón»[3]. Hoy podemos pedirle a la Virgen una fe grande, que no se deje vencer por los obstáculos. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa»[4].


AL ESCUCHAR las palabras de su prima, María no le responde directamente, sino que entona un canto de alabanza a Dios: el Magnificat. La Virgen se ve a sí misma desde los ojos de Dios, se siente mirada y amada por él, y comprende con inmenso agradecimiento que la ha elegido por pura gracia. Al reconocerse así en la luz divina exulta de alegría, con ese gozo que vemos muy presente en toda la liturgia de la fiesta de hoy.


El canto humilde y exultante de alegría de María nos recuerda la generosidad, cercanía y ternura del Señor con los hombres. También el profeta Sofonías se hace eco de este cuidado paternal: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo» (Sof 3,17). «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas –expresa san Josemaría–: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[5].


Tener esta actitud nos llevará a vivir una continua acción de gracias por todo lo que recibimos de él. Valoraremos las cosas buenas que tenemos como regalos de Dios. Y mientras, aquellas que nos gustaría cambiar nos conducirán a ser humildes y a confiar en la gracia divina, que siempre acompaña y sostiene nuestro esfuerzo personal. De este modo, podremos decir con María: «Proclama mi alma las grandeza del Señor (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46).

30 de mayo de 2022

La PACIENCIA es un fruto del Espíritu Santo.

 


Evangelio (Jn 16, 29-33)


En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:


—Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación: ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios.


—¿Ahora creéis? —les dijo Jesús—. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.



- Los discípulos reciben el Espíritu Santo.

- Paz en medio de las tribulaciones.

- La paciencia es un fruto del Espíritu Santo.



CUANDO SAN PABLO llegó a Éfeso, «encontró unos discípulos y les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?”» (Hch 19,1-2). Llama la atención que la primera pregunta del apóstol de las gentes sea precisamente sobre el conocimiento acerca de la tercera persona de la Santísima Trinidad; esto manifiesta la prioridad que tenía en la iglesia primitiva y que sigue teniendo ahora. «Contestaron: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo”. Él les dijo: “Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?”. Respondieron: “El bautismo de Juan”» (vv. 2-3).


San Pablo quería que quienes abrazaban la fe conocieran la profundidad de la vida de Dios; en este caso, les aclara que «“Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que iba a venir después de él, es decir, en Jesús”. Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús» (vv. 4-5). En la escena vemos una comunidad que, además del Bautismo, recibió la Confirmación en la fe con el don del Paráclito: «Cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres» (vv. 6-7).


En el sacramento de la Confirmación nosotros también recibimos el Espíritu Santo «para comprometernos más plenamente en la batalla que libra la Iglesia contra el pecado (...). Para que podáis trabajar con fe profunda y caridad constante, para ayudar a que el mundo consiga los frutos de la reconciliación y de la paz»[1]. En nuestro camino de preparación para la fiesta de Pentecostés, podemos preguntarnos: «¿Qué sitio ocupa en nuestra vida el Espíritu Santo? ¿Soy capaz de escucharlo? ¿Soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? (...). ¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida, y también todos los días? ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? (...). Pidamos la gracia de aprender ese lenguaje para escuchar al Espíritu Santo»[2].


EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy se lee el discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor quiere preparar a sus discípulos para lo que ocurrirá dentro de pocas horas. Después de la alegoría de la vid y los sarmientos, el maestro les promete que enviará al Espíritu Santo. «Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”» (Jn 16,29-32).


«Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización, y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser todavía más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad»[3]. Jesús demuestra a sus discípulos que conoce lo que va a suceder; sabe que padecerá sufrimientos y les asegura que, a pesar de todo, él seguirá ofreciéndose como fundamento para que su fe no decaiga. Cristo confía en el amor del Padre; ese será su consuelo y el de sus discípulos en el futuro: «No estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16,32).


Después de la Resurrección, los apóstoles recordarían estas palabras como un bálsamo, al ver que se había cumplido el resto del discurso. El Señor no había prometido a los discípulos una vida sin inquietudes ni problemas, sino que les anunció con realismo la misión apostólica. Sin embargo, también les dio la clave para superarlas: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). La vida del cristiano en la tierra entraña un esfuerzo constante para luchar con uno mismo y procurar encontrar en Dios el fundamento, abandonar en él nuestra alegría y nuestra paz. «Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz –decía san Josemaría–. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz»[4].


«OS HE HABLADO de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Podemos pedir al Señor que nos conceda y nos aumente la paciencia, fruto del Espíritu Santo que «es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar dentro de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús»[5]. La paciencia nos ayuda a «soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias»[6]; nos ayuda a mantener la esperanza en la propia lucha, a pesar de nuestras debilidades. Decía san Josemaría: «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer»[7].


Ante las dificultades externas o las contrariedades que pueden surgir en el trato con los demás, nos servirá el consejo de Jesús: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Si entramos en esa escuela, aprenderemos a «ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios»[8]. Es verdad que siempre «se presentan ocasiones en las que surge la impaciencia: interrupciones imprevistas en el trabajo, retrasos que hacen esperar, pequeñas o grandes contrariedades del día a día. Pensemos –¡hablemos!– enseguida con el Señor: ¡más paciencia has tenido tú conmigo, Jesús! La impaciencia, además de lo que pueda tener de reacción instintiva, es falta de mortificación interior y, en su raíz, falta de caridad. Al revés, la comprensión, la disculpa, la paz, son efecto del cariño a Dios y a los demás. Ante cualquier movimiento de impaciencia, procuremos sonreír y rezar por quien interrumpe, hace esperar o nos cansa en un momento determinado y ofrecérselo al Señor con alegría (...). Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda»[9].



29 de mayo de 2022

Festividad de la ASCENSION

 



Evangelio (Lc 24,46-53)


Y [Jesús] les dijo:


— Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.



Para TU ORACION




CUARENTA DÍAS después de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión de Jesús a los cielos. «El Señor, rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte –señala el Prefacio de la Misa–, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto de los cielos, como mediador entre Dios y los hombres»1.


La Sagrada Escritura nos relata que, momentos antes de subir al cielo, Jesús había dicho a sus discípulos: «Está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,46-47). Antes de ir hacia la derecha del Padre, Jesús deja una tarea ambiciosa: la de evangelizar no solamente al pueblo de Israel o al imperio romano, sino al mundo entero, a toda la creación. «Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra»2.


También nosotros hemos recibido ese mismo encargo divino, y por eso sentimos tan cercano aquel día en el que Jesús subió al cielo. San Josemaría decía que «el apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»3.


SAN LUCAS cuenta que, poco antes de subir a los cielos, Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo» (Lc 24,50). En cierta manera, desde aquel día «sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege (…). Al marcharse, él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana»4.


La liturgia de las horas medita hoy unas palabras de san Agustín sobre este misterio: «No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él (...). Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia»5. Jesús asciende al cielo, pero no nos abandona. «Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la Ascensión; con su poder supera todo espacio, (…) está presente al lado de todos, y todos lo pueden evocar en todo lugar y a lo largo de la historia»6.


Jesús asciende al Padre y, al mismo tiempo, permanece con nosotros: el Espíritu Santo habita en nuestra alma en gracia y el Señor nos acompaña también sacramentalmente en la Eucaristía. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7.


«CUANDO MIRABAN fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse”» (Hch 1,10-11). La solemnidad de la Ascensión nos enciende en la esperanza de compartir la gloria de la que goza Jesús, a la que somos llamados como miembros de su cuerpo. «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino»8.


«Este “éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó del todo por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres (...). Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “es para nosotros como un ancla del alma” (Hb 6,19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido»9.


El Señor nos espera en el cielo y nos envía el Espíritu Santo, sus dones y sus frutos, para que lleguemos también nosotros a la meta. «Después de subir el Señor al cielo, los discípulos se reunieron en oración en el Cenáculo, con la Madre de Jesús, invocando juntos al Espíritu Santo, que los revestiría de fuerza para dar testimonio de Cristo resucitado. Toda comunidad cristiana, unida a la Virgen santísima, revive en estos días esa singular experiencia espiritual en preparación de la solemnidad de Pentecostés»10.


28 de mayo de 2022

El don de PIEDAD



Evangelio (Jn 16,23-28)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he dicho todo esto con comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.


EL DON DE PIEDAD


EN UN CLIMA de mucha intimidad, Jesús dice a los apóstoles: «El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,26-28). Lleno de ternura por ellos, Jesús les repite, una y otra vez, que Dios Padre los ama con un amor semejante al suyo. Toda la conversación está empapada de emoción, mientras les descubre los tesoros escondidos en el corazón divino. Es tan profundo el afecto de Cristo –«los amó hasta el fin» (Jn 13,1), dice san Juan– que le duele dejarlos solos, sin el calor de su presencia.


«El Padre mismo os ama». La confianza en el amor de Dios Padre crece en el cristiano con el don de piedad, que el Espíritu Santo regala cuando inhabita en el alma. Es un don que perfecciona la virtud de la piedad, «virtud que se asienta, tiene su fuente y fundamento en la filiación divina, porque nace de ella, de la conciencia de quien vive y saborea su condición de hijo de Dios»[1]. «Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración»[2].


Paladeamos, entonces, nuestra identidad de hijos amados. La piedad siembra en el corazón la ternura filial, que nos hace necesitar la conversación con Dios. La piedad, dice san Josemaría, llega a «informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3] y se traduce en la confianza alegre de que el amor del Padre nunca nos faltará. Mediante este don, «el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos»[4].


«SI LE PEDÍS al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). Jesús nos alienta a tener tal confianza en Dios, que podamos pedir con la seguridad de que nos escucha. Ser muy pedigüeños es una manifestación de piedad. Aunque podría parecer a primera vista una manifestación de egoísmo, es justo al contrario, pues la oración de petición supone un total abandono en su voluntad poderosa. Al sentirnos hijos sin demasiados recursos propios, ¡qué lógico resulta mirar a Dios y recurrir a él para obtener gracia, ayuda y perdón!


«Pedir, suplicar, esto es muy humano (...). La oración de petición va a la par que la aceptación de nuestro límite y de nuestra creaturalidad. Se puede incluso llegar a no creer en Dios, pero es difícil no creer en la oración: esta sencillamente existe, se presenta a nosotros como un grito, y todos tenemos que lidiar con esta voz interior que quizá puede callar durante mucho tiempo, pero un día se despierta y grita. Sabemos que Dios responderá. No hay orante en el libro de los Salmos que levante su lamento y no sea escuchado. Dios responde siempre, de una manera u otra. La Biblia lo repite infinidad de veces: Dios escucha el grito de quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan en el fondo del corazón, que tenemos vergüenza de expresar, el Padre las escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo que anima toda oración y lo transforma todo»[5].


Así, el don de piedad da frescura y naturalidad a la oración, que además de ser una conversación sencilla, tendrá un tono confiado que nos hace «tratar a Dios con ternura de corazón»[6]. El Espíritu Santo suscita en nosotros una oración llena de tonalidades, como la misma vida. En ocasiones, nos quejaremos al Padre: «¿Por qué escondes tu rostro?» (Sal 44,25). Otras veces, le hablaremos de nuestros deseos de santidad: «Oh Dios, tú eres mi Dios, al alba te busco, mi alma tiene sed de ti» (Sal 63,2); o del anhelo de una unión con él más profunda: «Estando contigo, nada deseo en la tierra» (Sal 73,25). Y siempre reposará nuestra esperanza en su misericordia: «Tú eres mi Dios salvador, y en Ti espero todo el día» (Sal 25,5).


LA PIEDAD verdadera influye en nuestra relación con los demás. Las personas que nos rodean son hijos del mismo Padre, son nuestros hermanos. La ternura con Dios Padre desemboca en ternura también con ellos. En la vida diaria, en la que nos relacionamos con tanta gente, «la ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre»[7]. El Espíritu Santo ensancha nuestro corazón y lo hace capaz de amar a los demás de una manera libre y gratuita. De alguna manera, nuestro corazón recibe el regalo inmerecido de la mansedumbre del corazón de Cristo.


La piedad impulsa a tratar con amabilidad y solicitud a quien está a nuestro lado. Además, «extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón»[8]. La piedad nos hace apacibles, acogedores y pacientes. Estando en paz con Dios extendemos esa paz a todas nuestras relaciones. En las situaciones difíciles, cuando estamos bajo presión, con la ayuda de la piedad aprendemos a reaccionar sin violencia, como vemos que hace Cristo. La «mansedumbre es característica de Jesús, que dice de sí mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Mansos son aquellos que tienen dominio de sí, que dejan sitio al otro, que lo escuchan y lo respetan en su forma de vivir, en sus necesidades y en sus demandas. No pretenden someterlo ni menospreciarlo, no quieren sobresalir y dominarlo todo, ni imponer sus ideas e intereses en detrimento de los demás (...). Necesitamos mansedumbre para avanzar en el camino de la santidad. Escuchar, respetar, no agredir»[9].


«Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad, y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo»[10]. Confiamos esta súplica a la intercesión de María, Vaso insigne de devoción, con las palabras de la Salve: «¡Oh, clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!».



27 de mayo de 2022

El don de la SABIDURIA

 



Evangelio (Jn 16,20-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque ha llegado su hora, pero una vez que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.



El don de la SABIDURIA



En la noche de Pascua la Iglesia canta el Pregón Pascual, expresión de la alegría por la victoria de Jesucristo: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». Después de los tristes y dolorosos días de la Pasión, los apóstoles recuperaron la alegría al contemplar el rostro del Resucitado. En la última cena Cristo les había advertido: «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (...) Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20-23). A pesar de fallar gravemente al amor de su Maestro, Jesús no les dejó encerrados en su desdicha. Salió de nuevo a los caminos, «disfrazado de forastero»1, en busca de sus discípulos.


Ciertamente, la alegría es una aspiración grabada en nuestro ser. «Nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar sabor a la existencia»2. Los discípulos del Señor sabemos que en él se encuentra la alegría que buscamos. Este es un elemento central de la experiencia cristiana. Después de Pentecostés, la alegría se convierte para la primera comunidad en un estilo de vida, porque el gozo es un fruto de su presencia. «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).


La alegría y el amor van de la mano. «El hombre no puede vivir sin amor», recordaba san Juan Pablo II al inicio de su Pontificado. «Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»3. La alegría cristiana nace de saberse amados incondicionalmente por Dios. Él nos acoge, nos acepta y nos ama tal como somos. Ese amor personal sostiene una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16,23). El Señor nos dice, desde el comienzo de nuestra vida: «Yo quiero que seas; es bueno, muy bueno que existas… Qué maravilloso que tú estés en el mundo»4.


«Por tanto, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo», aconsejaba san Agustin. «Es decir, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos de tal forma que, sea cual sea la situación en la que os encontréis, tengáis presente que el Señor está cerca; nada os preocupe»5.


COMIENZA hoy la piadosa costumbre del Decenario al Espíritu Santo, que nos prepara para la Solemnidad de Pentecostés. En una invocación litúrgica le pedimos a Dios que, con la luz del Paráclito, nos conceda «conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos». Entre sabiduría y alegría hay también un vínculo estrecho. El primero y mayor de los dones del Espíritu Santo es el don de sabiduría, que nos da un conocimiento profundo del misterio de Dios, un saber nuevo y lleno de caridad, con el que «el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas»6. La sabiduría es «un cierto sabor de Dios»7, un gusto para lo espiritual, que nos otorga además una capacidad nueva de «juzgar las cosas humanas según la medida de Dios»8.


En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: «Por eso, rogué prudencia, y se me concedió; invoqué un espíritu de sabiduría, y vino a mí. La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro» (Sb 7, 7-9). Los antiguos buscaban la piedra filosofal, que tenía poderes mágicos y todo lo convertía en oro. El don de sabiduría es mucho más que esa inexistente piedra que auguraba tanta felicidad, pues nos enseña a mirar la realidad desde dentro, contemplándola con los ojos de Dios. «El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive»9. Los santos nos dan ejemplo de esta sabiduría gozosa. Siguiendo sus huellas aprendemos a impregnar con la luz de la sabiduría la vida entera: las vivencias, los sentimientos, los sueños y los proyectos.


El don de sabiduría «al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. (...) No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano»10. La sabiduría nos introduce en el significado profundo de la realidad, de la misma historia. Superamos con ella la superficie de las cosas y de los sucesos, para bucear en el sentido último de todo lo que acontece.


SAN PABLO permaneció en Corinto predicando la palabra de Dios durante un largo tiempo, porque en una visión el Señor le dijo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo y nadie se te acercará para hacerte daño» (Hch 18,9). La firmeza de la fe y del testimonio de Pablo -como del resto de los discípulos- se apoyó en la convicción de que el Señor, que conoce todos los corazones y todas las cosas, estaba junto a él, cuidándolo con amor.


«No calles». La sabiduría nos enseña «a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios». No es fruto del estudio, ni surge por una buena disposición intelectual. Es un don gratuito del dulce Huésped del alma, con el que descubrimos la bondad y grandeza del Señor, que llena de sabor nuestra vida para que nos convirtamos en «sal de la tierra» (Mt 5,13). El corazón del «sabio» tiene el sabor de Dios, en él todo nos habla de Dios, de tal modo que se convierte para los demás en un testigo hermoso y vital de su amor.


En el Primer Libro de los Reyes se narra que, en los inicios de su reinado, Salomón tuvo un sueño. Dios le animó a que le pidiera un regalo: «Pide qué quieres que te dé» (1 Re 3,1-15). A este requerimiento divino el rey le respondió: «Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal». Fue muy grato a los ojos de Dios que Salomón le hubiera pedido sabiduría, como el mayor de todos los tesoros. Tomando ejemplo del rey sabio nos podemos dirigir a Cristo con estas palabras de San Ambrosio: «¡Enséñame las palabras ricas de sabiduría, pues tú eres la Sabiduría! Abre mi corazón, tú, que has abierto el libro. ¡Tú abres esa puerta que está en el cielo, pues tú eres la Puerta! Quien se introduzca a través tuyo, poseerá el Reino eterno; quien entre a través tuyo, no se engañará, pues no puede equivocarse quien ha entrado en la morada de la Verdad»11.


María es Causa de nuestra alegría y Asiento de la Sabiduría. A Ella le pedimos que nos dé la gracia de saber mirar todo con los ojos alegres de Dios.

26 de mayo de 2022

EL DON DE LA CIENCIA

 



Evangelio (Jn 16,16-20)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.


Sus discípulos se decían unos a otros:


— ¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere.


Jesús conoció que se lo querían preguntar y les dijo:


— Intentáis averiguar entre vosotros lo que he dicho: “Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”. En verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.


EL DON DE LA CIENCIA


EN EL DISCURSO de la última cena, los apóstoles no alcanzaban a comprender en toda su profundidad las palabras del Maestro. En varios momentos les vemos comentar entre ellos sus perplejidades. «¿Qué es esto que nos dice: “Dentro de un poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”, y que “voy al Padre”? Y decían: –¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,16-18).


Jesús, sin embargo, continúa su discurso: «Lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Los discípulos no podían descifrar lo que estaba aconteciendo, y tampoco lo pudieron hacer durante los días de la muerte y resurrección de Jesús, ya que les faltaba la asistencia del Espíritu Santo: la tercera persona de la Santísima Trinidad sería enviada por el Padre y el Hijo después de la ascensión. Es el Paráclito quien tenía reservada para sí la tarea de «enseñar», «recordar» y «dar testimonio» de todo lo que Jesús había dicho y hecho (cf. Jn 14,26; 15,26), iluminando sus inteligencias, moviendo sus voluntades y encendiendo sus corazones.


Para entender las palabras de Dios, contenidas en la Revelación, necesitamos la asistencia del Espíritu Santo. Es un regalo suyo que podamos hacer una buena interpretación de los acontecimientos y situaciones que vivimos, una lectura en clave de hijo escogido para una misión. El don que nos envía el Paráclito con este fin es conocido como don de ciencia, ya que capacita nuestra mirada para que podamos descubrir la presencia y la majestad del creador en todo lo que nos sucede y en todo lo creado.


EL ESCRITOR sagrado concluye las distintas jornadas de la creación diciendo: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1,9:12:18:21:25). El creador mismo parece maravillarse ante lo que ha salido de sus manos, y nos invita a contemplar aquella belleza y a custodiarla. La creación es un regalo inestimable de Dios, es una carta que nos ha escrito, y con la luz del Paráclito aprendemos a leer en ella su infinito amor por nosotros. Al terminar de moldear al hombre, se añade un matiz: «Y vio Dios que era muy bueno» (Gen 1,31). La Escritura señala lo especial que es el hombre para Dios, su belleza destaca sobre el resto del mundo creado. Gracias al don de ciencia vemos todo cuanto nos rodea –en especial a los demás hombres y mujeres– como obra de Dios, aprendemos «a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí»1.


De esta manera, descubrimos «el sentido teológico de lo creado»2. Así, con el don de ciencia, el Espíritu Santo nos mueve a una espontánea oración de alabanza, que se traduce en acciones de gracias y cantos, en bendiciones y salmos. La alabanza es una oración que reconoce la grandeza de Dios y la ensalza. «El Señor es grande y digno de toda alabanza» (Sal 48, 2), dice el salmista. «Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo», rezamos varias veces al día. El Gloria y el Santo que recitamos en la Santa Misa son precisamente una expresión de este deseo de rendir homenaje al creador.


La oración de alabanza está presente especialmente en el libro de los Salmos, que recoge los cantos y aclamaciones que el pueblo de Israel realizaba en el culto a Dios. En la contemplación de la creación, el salmista, modelo para la oración del cristiano, ora y canta su amor al creador: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2); «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); «Alabad al Señor desde los cielos (...). Alabadle, sol y luna, alabadle, todas las estrellas luminosas» (Sal 148,1). Con los dones del Paráclito experimentamos el mundo de un modo más bello y luminoso: aprendemos a ver todo con buenos ojos, y querer cada cosa como Dios la quiere; descubrimos las huellas de Dios en cada ser y, así, nos sabemos acompañados por él.


AL MISMO TIEMPO que descubrimos la grandeza de la creación, el don de ciencia «nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el creador»3. Así, el Espíritu Santo nos socorre para que sepamos distinguir entre las cosas y Dios, descubriendo la infinita distancia que las separa. No caemos en la tentación de convertir las cosas creadas en ídolos que nos alejen de Dios. «Amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos, y porque –si algunos hombres lo hacen a veces feo y malo, por el pecado– nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de llevarlo, de devolverlo a Dios: de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra (cfr. Ef 1,10)»4.


Está muy cerca la solemnidad de la Ascensión. El Señor nos ha redimido y sube a la derecha del Padre. Nos encarga a sus discípulos unirnos a él con una vida santa, que santifique cuanto toca. Por eso, antes de su marcha, Jesús manifestó a Dios Padre un deseo: «No pido que los saques del mundo» (Jn 17,15). Nos quiere en nuestro ambiente, en nuestro trabajo, en medio de la sociedad en la que vivimos. «En el mundo, sin ser mundanos», decía san Josemaría, para santificarlo, para transformarlo, para poner a los pies de Dios todas las cosas que tengamos entre manos, «colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»5.


Con el don de ciencia tenemos a nuestro alcance la posibilidad de «animar con el Evangelio el trabajo de cada día (...), y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil»6; el don de ciencia nos asiste en esta tarea de poner todo en armonía con Dios. Mirando a María, madre del creador, podemos aprender a amar mejor el mundo y a alabar las manos que han moldeado todo cuanto nos rodea.


1 Benedicto XVI, Audiencia, 2-VI-2012.

2 San Juan Pablo II, Audiencia, 23-IV-1989.

3 Ibíd

4 San Josemaría, Cartas 23, n. 6.

5 San Josemaría, Conversaciones, n. 59.

6 Benedicto XVI, Audiencia, 2-VI-2012.

25 de mayo de 2022

EL DON DEL CONSEJO

 



Evangelio (Jn 16,12-15)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. 


Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros».



El DON del CONSEJO



EL PROFETA Isaías había anunciado la llegada de un rey que gozaría de cualidades excepcionales para gobernar al pueblo. El Espíritu de Dios reposaría sobre él, dándole «espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 11,2). Los dones del Espíritu Santo, a los que se hace referencia en este texto, «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas»1. Consideramos hoy el don de consejo, que nos ayuda a juzgar para tomar la mejor decisión en cada momento.


«No faltan nunca problemas que a veces parecen insolubles. Pero el Espíritu Santo socorre en las dificultades e ilumina... Puede decirse que posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos»2. Con el don de consejo, el Paráclito nos hace más sensibles a su voz, orienta «nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios»3. En muchos momentos de nuestra vida, especialmente cuando se nos presenta una dificultad o una duda, tenemos experiencia del bien que nos hace tener cerca personas sabias que nos dan consejos, llenos de sentido común. Con el don de consejo es Dios mismo quien nos asiste. Lo explicaba Jesús a sus discípulos al terminar la última cena: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,12-14).


El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, nos sugiere lo mejor, lo que conviene más al alma, lo que nos lleva a la verdadera felicidad. «La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (cfr. Mt 6,22) y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia»4.


«ENSÉÑAME, Señor, a hacer tu voluntad porque tú eres mi Dios» (Sal 143,10) –podemos clamar, con el salmista–. «Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus senderos» (Sal 25,4). El Espíritu Santo sale al encuentro de esta oración humilde con el don de consejo, que es como una brújula que guía al alma desde dentro, es como una luz que ilumina nuestras decisiones para vivir con fidelidad creativa nuestra propia vocación. De esta manera, el Espíritu Santo nos encamina a descubrir los proyectos de Dios para nuestra vida.


El don de consejo perfecciona y enriquece la virtud de la prudencia. Con esta virtud discurrimos y elegimos los medios más razonables para alcanzar un fin inmediato, algo concreto que debemos hacer, sin perder de vista el fin último que es la felicidad junto a Dios. La prudencia no es apocamiento ni temeridad: es un juicio de la razón sobre lo que es conveniente y, a la vez, un mandato para realizarlo. El papel del don de consejo es perfeccionar de tal modo la virtud de la prudencia para que aquellas dos tareas –el juicio y la decisión– resulten más sencillas y encontrar gusto en ellas. Por eso señala san Josemaría que «la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación»5.


El hábitat en el que crece este precioso regalo es la oración; allí, de alguna manera, hacemos espacio para que el Espíritu venga y nos asista con su ayuda. Tantas veces le podremos decir a Dios: «Señor, ¿por qué no me ayudas más? ¿Qué es mejor hacer en esta ocasión? ¿Qué deseas tú que yo haga?». La Iglesia, a través de la voz del salmista, nos invita a rezar con estas palabras confiadas: «Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 16,7-8).


EL DON de consejo nos auxilia también para poder orientar a los demás en el camino hacia el bien. Cuando san Pablo llegó a Atenas, le invitaron a hablar en el areópago, donde se reunían para sus debates intelectuales. Intervino allí con una enorme elocuencia: «Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo» (Hch 17,22-23). Como fruto de aquel testimonio, «algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos» (Hch 17,34).


Pablo desarrolló un discurso que puede ser ejemplo para la evangelización en cualquier época: mostró la naturaleza razonable del cristianismo y lo mucho que puede para aportar al mejor pensamiento humano. Les habló primero del único Dios vivo y verdadero, en el que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 18,28); y, a continuación, anunció a Jesucristo, salvador de todos los hombres. Como sucedió en aquellos tiempos con san Pablo y con los primeros cristianos, también hoy Dios nos da el don de consejo para que seamos testigos que evangelizamos nuestra propia época «con don de lenguas, de modo que nos entiendan, de modo que reciban la luz de Dios»6.


El apostolado de amistad y confidencia es un ámbito privilegiado para obrar junto al Espíritu Santo, ya que «la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz»7. También María, madre del buen consejo, nos puede dar luces en nuestra tarea apostólica.


1Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1831.

2 San Juan Pablo II, Audiencia, 24-IV-1991.

3 Francisco, Audiencia, 7-V-2014.

4 San Juan Pablo II, Audiencia, 7-V-1989.

5 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 87.

6 San Josemaría, AGP, biblioteca, P06, II, 202.

7 Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 14.





24 de mayo de 2022

EL DON DEL ENTENDIMIENTO

 


Evangelio (Jn 16,5-11)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado»



- Jesús anuncia su retorno al Padre.

- El don de entendimiento.

- Comprender y acoger la realidad desde Dios.



DURANTE la sexta semana de Pascua, la Iglesia continúa proclamando algunos pasajes del discurso de despedida de Jesús, recogidos en el evangelio de Juan. Hoy escuchamos al Señor que anuncia con claridad, durante la Última Cena, su inminente retorno al cielo: «Ahora me voy al que me envió (...). Me voy al Padre y no me veréis» (Jn 16,5;10). Podemos imaginar el desconcierto entre los apóstoles al recibir este anuncio. Probablemente se llenaron de tristeza al escuchar esas palabras. ¿Cómo era posible que se terminaran, de una vez por todas, esos maravillosos años de convivencia? A los apóstoles «les daba miedo el pensamiento de perder la presencia visible de Jesús –explica san Agustín–. Su afecto humano se entristecía al pensar que sus ojos no experimentarían más el consuelo de verlo»[1].


Entonces, se decían unos a otros: «¿Qué esto que nos dice? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,17-18). En ese momento no podían entender a Jesús. Sencillamente, no poseían las claves para hacerlo. Sin embargo, aunque no comprendieron el sentido preciso de su palabras, ninguno de ellos se atreve a hacer la «pregunta: ¿Adónde vas?» (Jn 16,5). Probablemente estaban atónitos por el curso que había tomado la cena. Tres años antes, junto al Jordán, en el inicio de la aventura con Cristo, Juan y Andrés ya habían hecho una pregunta que ahora podría ser oportuna: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38-39). En la Última Cena, sin embargo, ante el cariz misterioso de la conversación, se quedan callados


«Tras la resurrección, aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo. (...) Sólo Jesús posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Solo Cristo puede abrir al hombre este acceso: él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto»[2]. Jesús se va para enviarnos –a sus apóstoles y a nosotros– el consuelo de su Espíritu y para abrirnos la casa de su Padre.


ESTÁ CLARO que Jesús no tenía intención de dejar solos a sus discípulos; el Espíritu Santo continúa la misión del Hijo, llenando de fortaleza sus vidas y regalándoles dones que les ayudarán a entender las cosas de Dios. El Señor vincula la venida del Espíritu Santo con su partida hacia el Padre, «subrayando así que [el Paráclito] tendrá el “precio” de su marcha»[3]. Lo que suponía una gran tristeza para los apóstoles allí reunidos era, en realidad, el plan de salvación que Dios había trazado; el hueco que dejaba el Señor no quedaría vacío, lo iba a llenar el Espíritu Santo. Por eso les dice: «Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Todo les resultará más claro en Pentecostés, cuando sean inundados con sus dones.


El don del entendimiento nos permite precisamente penetrar en los misterios revelados que los apóstoles no podían comprender en aquel momento. También se llama don de intelecto, cuya etimología, intus-legere, leer dentro, sugiere que se trata de una gracia que facilita conocer lo más intrínseco de la realidad. El don de entendimiento nos otorga una intuición para las cosas de Dios, un conocimiento profundo de las verdades de fe e incluso de ciertas verdades naturales en orden al fin sobrenatural. Allí donde no alcanza el ojo ni la razón humana, el entendimiento nos hace ver más allá, como sucede con esos dispositivos de visión nocturna que en medio de la noche aportan una sorprendente claridad. Aun cuando nunca podremos comprender perfectamente el misterio de Dios, ni abarcarlo en su totalidad, con este don del Espíritu Santo nos podemos acercar poco a poco.


Con el don de entendimiento tenemos «capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su designio de salvación»[4]. Aunque en muchos momentos tenemos la tentación de juzgar los acontecimientos solo con ojos humanos, y no alcanzamos a unir nuestra mirada a la de Dios, este don divino nos permite «comprender las cosas como las comprende Dios, con la inteligencia de Dios»[5]. San Josemaría lo comparaba a la capacidad de mirar no solo en dos dimensiones, de una manera plana y pegada a la tierra: «Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen»[6].


EN LA PRIMERA lectura de hoy, los Hechos de los apóstoles narran con detalle el encarcelamiento de Pablo y Silas en Filipos (cfr. Hch 16,22-34). «Después de haberles dado numerosos azotes, los arrojaron en la cárcel (...). A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a entonar alabanzas a Dios». De pronto se produjo un terremoto, «se abrieron todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos». Al ver la situación, el carcelero se intentó suicidar, pero Pablo «le gritó con fuerte voz: ¡No te hagas ningún daño, que estamos todos aquí!». Temblando de miedo este hombre les preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le contestaron: Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa. Le predicaron entonces la palabra del Señor a él y a todos los de su casa». La conversión de esta familia de Filipos es muy rápida. Han entendido en pocas horas lo suficiente como para desear bautizarse inmediatamente. Entonces, subieron a su casa, «les preparó la mesa y se regocijó con toda su familia por haber creído en Dios».


El don de entendimiento perfecciona nuestra fe, nos abre la mente para comprender la Palabra de Dios, lo que Jesús ha dicho y realizado. Crece una certeza que no está fundada solamente en razones, sino también en la experiencia interior que Dios nos comunica. Además, esa certeza va siendo cada vez más sincera cuando dejamos que impregne nuestro corazón y nuestros afectos. Así, tanto las cosas de Dios como las cosas del mundo, todo lo que acontece, se comprende y se acoge desde Dios de una manera más profunda y esperanzada.


San Josemaría aconsejaba en 1971 a un sacerdote que estaba por predicar un retiro espiritual: «Mételes en el corazón el amor al Espíritu Santo, que es meter el amor al Padre y al Hijo. Porque el Hijo ha sido engendrado por el Padre desde toda la eternidad; y del amor del Padre y del Hijo, también eternamente, procede el Espíritu Santo. No lo entendemos bien, pero a mí no me cuesta creer»[7]. Estas palabras resumen lo que siente el alma que recibe este don del Paráclito. Por un lado, sabe que no es capaz de comprender el misterio; pero, al mismo tiempo, tiene la certeza de su auxilio y de su luz.


Podemos pedir a María que nos conceda vivir nuestra vida cotidiana inmersos en el misterio de Dios, siguiendo aquella recomendación gráfica del fundador del Opus Dei: con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo

23 de mayo de 2022

EL DON DE LA FORTALEZA

 




Evangelio (Jn 15,26-27; 16,1-4)

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho».



- Contar con la ayuda del Paráclito.

- El Espíritu Santo nos lleva hacia la verdad.

- El don de la fortaleza.


JESÚS, en su discurso de despedida, promete la venida de «otro Paráclito» (Jn 14,16) que estará siempre con nosotros. Paráclito es una palabra típica del evangelio de san Juan y, en su origen griego, se refiere a una persona que viene a consolar, defender o ayudar. Jesús anuncia la llegada de otro paráclito para cuando él hubiera partido porque el primero es él mismo: la Sagrada Escritura nos dice que Cristo, en el cielo, es «nuestro abogado cerca del Padre» (1 Jn 2,1). El Espíritu Santo, por su parte, permanece para siempre con nosotros en la tierra, nos acompaña y consuela, nos protege y defiende. Es camino hacia Cristo ya que nos recuerda sus palabras (cfr. Jn 15,26); suavemente y con discrección orienta nuestro corazón hacia Jesucristo. «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo»[1], decía san Ambrosio.


«Enseñar y recordar: esta es la tarea del Espíritu Santo. Nos enseña a entrar en el misterio, a entenderlo un poco más. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe (...). La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre los mismos, pero más grandes, con fruta, pero siempre igual, en la misma dirección (...). Y otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: “Os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 15,26). El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”. Nos mantiene despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste”.


(...). El Espíritu Santo nos guía en esta memoria; nos guía para discernir lo que tengo que hacer ahora, cuál es el camino correcto y cuál es el equivocado, también en las pequeñas decisiones. Si le pedimos luz al Espíritu Santo, él nos ayudará a tomar las decisiones correctas, las pequeñas de cada día y las más grandes. Es quien nos acompaña, nos apoya»[2].


EL SEGUIMIENTO de Jesús nos conduce a querer vivir en la verdad, fascinados por buscarla con empeño, acogiéndola y amándola. Querer abrazar la verdad es amar verdaderamente a Cristo. En esta empresa, «el Espíritu Santo enseña al cristiano la verdad como principio de vida y le muestra la aplicación concreta de las palabras de Jesús en su vida»[3]. Al menos en tres ocasiones, Jesús se refirió al Paráclito como «el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17; 15,26; 16,13). Aun siendo otro distinto de Jesús, el Espíritu Santo lleva a su perfección la presencia de Jesús en nosotros.


Sabemos que «Jesucristo es la verdad hecha persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la verdad que es él y a él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: (...) con él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad(...). Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, solo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud»[4].


Ese amor a la verdad que impulsa nuestra inteligencia es obra del Espíritu Santo. Nos llena también de humildad ante lo creado y ante la capacidad de nuestro propio conocimiento, que siempre será poco en comparación con el misterioso obrar de Dios. «Procura que “la humildad de entendimiento” sea, para ti, un axioma»[5], aconsejaba san Josemaría. «El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre, y toda la creación es una inmensa invitación a buscar las respuestas que abren la razón humana a la gran respuesta que desde siempre busca y espera»[6].


El ESPÍRITU SANTO obra en el alma mediante sus dones, y los «distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,11). Uno de sus regalos es el don de fortaleza, que nos impulsa hacia grandes metas y nos sostiene en la debilidad. San Josemaría recogía la experiencia cristiana cuando recordaba que «toda nuestra fortaleza es prestada»[7]. Este don es necesario para perseguir y abrazar la verdad de manera continua a lo largo de nuestra vida. Ciertamente nos puede resultar fatigoso, sobre todo porque nuestras capacidades no están siempre a la altura de nuestros deseos; también porque la verdad es, en ocasiones, difícil de aceptar y no siempre coincide con lo que nos parecería la mejor opción. En no pocas ocasiones tendremos que abrirnos humildemente a otras posibilidades de respuesta, a otros modos de hacer, aunque hayamos pensado durante largo tiempo estar en lo correcto.


Por eso, el don de fortaleza debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, ya que nos mantiene leales en la búsqueda. El amor a la verdad compromete nuestra vida y la fortaleza nos da la firmeza necesaria. Así podremos «afrontar los problemas con valentía, sin miedo al sacrificio ni a las cargas más pesadas, asumiendo en conciencia la propia y personal responsabilidad»[8].


Dice Jesús: «También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,27). El cristiano está llamado a ser un testigo fiable de la búsqueda humilde y sincera de la verdad. Cristo advirtió a sus discípulos de las persecuciones que recibirían por su testimonio. Aquellos hombres, después de recibir el don de fortaleza en Pentecostés, se convierten en testigos valientes. Fueron verdaderamente fuertes ante las contradicciones, ante lo inesperado que se hizo presente en sus vidas, en situaciones que tal vez echaron por tierra sus planes y proyectos. La amable compañía de María nos ampara: ella escucha nuestra invocación para que el Espíritu de la verdad ilumine «las inteligencias y fortalezca las voluntades, de manera que nos acostumbremos siempre a buscar, a decir y a oír la verdad»[9].

22 de mayo de 2022

El Espíritu Santo y la paz

 



Evangelio (Jn 14,23-29)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.


La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.



- La inhabitación divina en el alma.

- El Espíritu Santo y la paz.

- Con el fuego del Espíritu Santo.



EL TIEMPO de Pascua llega poco a poco a su fin. A lo largo de estas semanas hemos recordado algunos encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles y las santas mujeres. Se acercan ya la Ascensión y Pentecostés, y la Iglesia nos invita a prepararnos interiormente para estas dos solemnidades. En el Evangelio leemos las palabras que, a modo de despedida, Jesús pronunció durante la última cena: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).


Jesús manifiesta la inmensidad del amor de Dios por nosotros, revelando el misterio de la inhabitación divina en el alma: estamos llamados a ser templo y morada de la Santísima Trinidad. «¿A qué grado mayor de comunión con Dios podría aspirar el hombre? ¿Qué prueba mayor que esta podría dar Dios de querer entrar en comunión con el hombre? Toda la historia milenaria de la mística cristiana, aun teniendo sublimes expresiones, solo puede hablarnos imperfectamente de esta inefable presencia de Dios en lo más íntimo del alma»[1].


Dios nos manifiesta su cercanía. No se conforma con estar junto a nosotros: quiere estar dentro, llenando con su presencia nuestro corazón. «Dios está aquí con nosotros, presente, vivo –escribió san Josemaría–: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas»[2]. Recordarlo con frecuencia nos ayudará a experimentar su presencia, a ser fieles en las pequeñas y grandes cosas que componen nuestra existencia: «Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser un buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria»[3].


«OS HE HABLADO de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,25-26). La Iglesia nace del misterio pascual de Cristo, y es guiada y vivificada continuamente por el Espíritu Santo. En su caminar histórico, a pesar de las fragilidades de los hombres, nunca cesa la asistencia de la tercera persona de la Trinidad.


Posiblemente, ante la inminente partida de Jesús, los apóstoles estarían preocupados. El contraste entre la magnitud de la empresa confiada y sus capacidades era grande. ¿Cómo iban a cumplir la misión de llevar su palabra por todo el mundo? Por eso Jesús, tras haber anunciado el envío del Espíritu Santo, procura infundir serenidad en sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27).


Con el Espíritu Santo, Jesús les dona la paz. Una paz que es don de Dios y que por eso va más allá de lo que podemos conseguir con las solas fuerzas humanas. Muchas veces en la tierra «hay solo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios»[4]. En cambio, la paz que el Señor nos regala es ante todo consecuencia de la caridad que el Paráclito derrama en nuestros corazones (cfr. Rm 5,5). «La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado consigo todo esto. Así nos ha liberado. Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí»[5].


LA ACCIÓN del Paráclito en los primeros tiempos de la Iglesia queda patente en el Concilio de Jerusalén. «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15,28). Los apóstoles y los presbíteros se habían reunido para resolver una controversia relacionada con el modo de evangelizar a todas las gentes, también a los cristianos no provenientes del judaísmo. Más allá del problema concreto, el texto sagrado pone de manifiesto el entusiasmo con el que la primitiva Iglesia difundía la fe, secundando la inspiración del Paráclito.


Ese impulso misionero, continuamente renovado, aparece a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Y es un motivo de esperanza en la tarea de evangelización en la que nosotros también estamos inmersos. «El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28), dijo Jesús a los apóstoles. Entre la “ida” y la “vuelta” de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: él es el Maestro que forma a los discípulos y los hace enamorarse de Jesús, los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro»[6].


Durante sus primeros años de sacerdocio, san Josemaría tenía en su breviario unas estampas que usaba para señalar las páginas. Un día le pareció que se estaba apegando a ellas y las sustituyó por unos papeles, en los que más tarde escribió: Ure igne Sancti Spiritus!, ¡quema con el fuego del Espíritu Santo! «Los he usado durante muchos años –recordaba–, y cada vez que los leía, era como decirle al Espíritu Santo: ¡enciéndeme!, ¡hazme una brasa!»[7]. Con esos mismos deseos nos podemos preparar, perseverando en oración junto a María (cfr. Hch 1,14), para recibir al Espíritu Santo en nuestros corazones. Así, encendidos en nuestro amor a Dios y a los demás, sabremos transmitir el calor divino a todas las personas, como hicieron los apóstoles.


[1] San Juan Pablo II, Homilía, 5-V-1986.


[2] San Josemaría, Surco, n. 658.


[3] San Josemaría, Notas tomadas en una tertulia, 17-XI-1972.


[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 73.


[5] Francisco, Audiencia, 13-IV-2022.


[6] Benedicto XVI, Homilía, 13-V-2007.


[7] Salvador Bernal, Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, 1980, p. 337.




21 de mayo de 2022

SER PACIENTES

 




Evangelio (Jn 15,18-21)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.



- Ser pacientes como Cristo.

- Todas las cosas cooperan para nuestro bien.

- La oración nos fortalece.



HEMOS MIRADO con detenimiento al Señor, especialmente en los días de su pasión y muerte. Observamos a Cristo paciente: en el silencio ante los acusadores, en la serenidad en las respuestas al juez romano, al dejar la espalda dispuesta a los azotes, con las manos clavadas al madero… Y lo admiramos también en la majestad de sus gestos en lo alto del Calvario. «Si el mundo os odia –nos dice en el evangelio de hoy–, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros» (Jn 15,18). Sabemos que se refiere al pecado, a lo que en este mundo se opone al Reino de Dios. Deseamos esa fortaleza con la que el Señor afrontó las adversidades y que tiene mucho que ver con la paciencia.


«El que sabe ser fuerte –dice san Josemaría– no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. “Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas” (Lc 21,19). (...)Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos»[1]. Al cultivar la virtud humana de la paciencia ganamos en serenidad y mesura, en visión sobrenatural, porque Dios es paciente.


Además, quien la posee es capaz luego de dar paz y de apacentar a los demás; es dueño de sí mismo, no lucha contra el tiempo y puede dedicarlo a quien lo necesita. Todavía más: no devuelve odio ni se molesta por quienes puedan despreciarle o tratarle sin consideración. Su paciencia le lleva a estar por encima, con una dignidad repleta de cariño por cada persona, como Cristo en la cruz: mirando siempre más allá, con los ojos fijos en la historia de redención a lo largo de los siglos.


A MENUDO hemos escuchado la conocida expresión de San Pablo que tanto gustaba a san Josemaría: «Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). No son simplemente unas palabras para repetir en los momentos duros, de modo que se tranquilice la conciencia o se acalle la inteligencia, volviendo la espalda a la realidad. Es al revés. Dios es infinitamente bueno: lo hemos aprendido en la catequesis y lo hemos experimentado desde los primeros momentos de nuestro encuentro con Cristo. Por eso, para quienes desean amarle, para quienes son y se saben hijos de un Dios que todo lo puede, ¿cómo no va a colaborar cualquier cosa a su bien?


Aunque algunas circunstancias del mundo se nos muestren en ocasiones hostiles, nunca podrán vencer al amor inagotable del Señor. Por eso podemos «alimentar la confianza en la gracia de Dios (...), asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»[2]. Ese abandono paciente en Dios es el mejor escenario en el que se desenvuelve nuestra lucha. Si sabemos que todo puede cooperar con nuestro bien, sabremos comenzar y recomenzar sin poner nuestras fuerzas en otro lugar que no sea Dios mismo.


De ahí que «paciente es no el que huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza»[3]. Entonces no habrá sucesos que nos puedan robar la esperanza ni amarguras que arruinen nuestra alegría. «Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural»[4].


«YA QUE has querido hacernos capaces de la vida inmortal, no nos niegues ahora tu ayuda para conseguir los bienes eternos», decimos en la oración colecta de hoy. Qué importante es acudir al Señor, confiar en su ayuda sabiendo que no nos va a dejar nunca. Y, especialmente, para lo más importante: crecer en amor de Dios, ampliar el corazón por la caridad y llenarlo de él y de los demás, porque queremos ir al cielo a través de este mundo nuestro al que amamos.


La oración es un momento ideal donde pedir la paciencia necesaria para seguir siempre hacia adelante, cada vez más confiados, cada día más enamorados de ese Dios que vive en nosotros. «No existe otro maravilloso día sino el que hoy estamos viviendo. La gente que vive siempre pensando en el futuro y no toma el hoy como viene es gente que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es concreto. La oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy. Es la oración que transforma este hoy en gracia, nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar»[5].


La ayuda del Señor no nos va a faltar: nuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas si se las pedimos (cfr. Mt 7,9-11), especialmente el auxilio para no desanimarnos ni perder la paciencia en las dificultades; aunque contrariedades siempre existirán, como decía san Josemaría, «si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!»[6]. Podemos pedir a María, que es madre paciente, capaz de padecer con Cristo, de aguardar que llegue su hora, que nos dé esa confianza en su Hijo.



20 de mayo de 2022

TENEMOS LA MISION DEL SERVICIO

 


Evangelio (Jn 15,12-17)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.



TENEMOS LA MISION DEL SERVICIO



A LO LARGO de los años, al echar la mirada atrás, los apóstoles recordarían las palabras de Jesús en la Última Cena. En el Cenáculo, tantas aventuras de los últimos tres años parecerían lejanas, incluso de poca importancia, porque ahora vislumbraban que el Señor los quería para algo mayor. Sus vidas tendrán un sentido más profundo, un alcance más largo: el mundo entero. Las palabras del Señor se quedarían para siempre en sus almas: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Amigos del mismo Hijo de Dios. Quizá costaba creerlo, pero era cierto. El Señor afirmaría enseguida que nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Y es precisamente lo que Jesús ha hecho por nosotros: nos reconoce amigos y nos da su propia vida, especialmente en el tesoro de los sacramentos. Por eso hablamos de “gracia”, porque se trata de un don inmerecido. Brota en nosotros una respuesta de confianza total cuando vislumbramos el «amor gratuito y “apasionado” que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo»[1].


Tenemos fe en el amor del Señor por cada una y por cada uno. Ese hecho embellece la vida, le da un sentido, una dirección y un fundamento. Nos permite teñir nuestra existencia de felicidad y de santidad. Se va expandiendo a lo largo de los años. El eco de la voz de Cristo en el Cenáculo nos devuelve, una y otra vez, también hoy, a la seguridad de ese amor. «No es difícil imaginar en parte los sentimientos del corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario. Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber –el que sea– les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda él mismo»[2].


CADA UNO puede hacer memoria del momento en que Cristo se metió más de lleno en su vida, cuando ya no se podía estar sin él. Para todo cristiano, esa compañía del Señor que no nos faltará supone el punto de partida de la misión apostólica. Pedro, Juan, Judas Tadeo, Santiago, Felipe… Todos los apóstoles entienden que esa misión de horizonte amplio constituye la razón de su vivir. No pueden ocultar la alegría de la amistad y de la elección de Cristo. Se adentrarán por caminos polvorientos y surcarán mares en tormenta y en bonanza, serán perseguidos y serán testigos de conversiones… Todo valdrá la pena porque nada les aparta del amor de Dios.


«Cuando, en el Evangelio, Jesús invita a los discípulos en misión, no les ilusiona con espejismos de éxito fácil; al contrario, les advierte claramente que el anuncio del Reino de Dios conlleva siempre una oposición (...). La única fuerza del cristiano es el Evangelio. En los tiempos de dificultad, Jesús está delante de nosotros y no cesa de acompañar a sus discípulos (...). En medio del torbellino, el cristiano no pierde la esperanza pensando en que ha sido abandonado. Jesús nos tranquiliza diciendo: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10,30). Ninguno de los sufrimientos del hombre, ni siquiera los más pequeños y escondidos, son invisibles ante los ojos de Dios. Dios ve, protege y donará su recompensa. Efectivamente, en medio de nosotros hay alguien que es más fuerte que el mal»[3].


Daréis fruto duradero, nos viene a decir el Señor; porque os he destinado a algo grande, hermoso, a compartir lo que habéis visto y oído, a llevarlo hasta el último rincón de esta tierra. Y como es misión que Dios mismo nos encomienda, su eficacia permanece firme, aunque los resultados no siempre podamos medirlos con nuestros propios parámetros. Decía san Josemaría que «Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra»[4]. Así atravesaremos las incidencias de la historia con esperanza firme y renovada.


TODA MISIÓN confiada por Cristo es una misión de amor y servicio. Cualquier cristiano, desde el último bautizado hasta los sucesores de los apóstoles, viven su llamada como verdadera entrega a los demás. «Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz»[5]. Servir es una palabra hermosa: Cristo es siervo doliente, María es sierva del Señor. Solo sirve quien sabe querer y, a la vez, solo quiere quien ha aprendido a servir. Ponerse en el lugar del otro, pensar en los demás, no imponerse, abrirse a puntos de vista diferentes, a gustos distintos, advertir el cariño del Señor por cada alma, cuidar a los demás a través de nuestro trabajo… Todo eso es aprender a querer.


«Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), nos dice Jesús. Por eso, estamos llamados también a un servicio que es vibración apostólica, la misma que nos transmite el Señor; compartir lo que vivimos y lo que nos llena de entusiasmo y de paz. «Dios ha hecho al hombre de tal manera que no puede dejar de compartir con otros los sentimientos de su corazón: si ha recibido una alegría, nota en él una fuerza que le lleva a cantar y a sonreír, a hacer –del modo que sea– que otros participen de su felicidad»[6].


«Con obras de servicio –escribía san Josemaría–, podemos preparar al Señor un triunfo mayor que el de su entrada en Jerusalén... Porque no se repetirán las escenas de Judas, ni la del Huerto de los Olivos, ni aquella noche cerrada... ¡Lograremos que arda el mundo en las llamas del fuego que vino a traer a la tierra!...»[7]. Como en la Santísima Virgen, se enciende en nosotros, a pesar de las normales dificultades, el afán de servir a cada persona. «¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con él y de tenerlo»[8].