"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2017

PASCUA 3a SEMANA DOMINGO

Lucas 24,13-35.

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén.
En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!".
"¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas.
Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro
y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo.
Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron".
Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! 
¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?" 
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". El entró y se quedó con ellos.
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.
Y se decían: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?".
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos,
y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!".
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. 

EL DIA DEL SEÑOR

— El domingo, día del Señor.
—  La Santa Misa, centro de la fiesta cristiana.
— El descanso dominical y festivo.
I. «El día llamado del Sol se reúnen todos en un mismo lugar, quienes habitan en la ciudad y los que viven en el campo... Y nos reunimos todos en este día, en primer lugar, porque, en este día, que es el primero de la semana, Dios creó el mundo (...) y porque es el día en que Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos»1. El sábado judío dio paso al domingo cristiano desde los mismos comienzos de la Iglesia. Desde entonces, cada domingo celebramos la Resurrección de Cristo.
El sábado era en el Antiguo Testamento día dedicado a Yahvé. Dios mismo lo instituyó2 y mandó que el pueblo israelita se abstuviera de ciertos trabajos en esa jornada, para dedicarse a honrar a Dios3. También era el día en el que se congregaba la familia y se celebraba el fin de la cautividad en Egipto. Con el paso del tiempo, los rabinos complicaron el precepto divino, y en tiempos de Jesús existía una serie de minuciosas y agobiantes prescripciones que nada tenían que ver con lo que Dios había dispuesto sobre el sábado.
Los fariseos chocaron frecuentemente con Jesús por estas cuestiones. Sin embargo, el Señor no menospreció el sábado, no lo suprimió como día dedicado a Yahvé; por el contrario, parece ser su día predilecto: acude ese día a las sinagogas a predicar, y muchos de sus milagros fueron realizados en día de sábado.
La Sagrada Escritura, en innumerables pasajes, había dado siempre un concepto alto y noble del sábado. Era el día establecido por Dios para que su pueblo le diese un culto público, y la total dedicación de la jornada aparece como una obligación grave4. La importancia del precepto se deduce también de la repetición de ese mandato a lo largo de la Escritura. En ocasiones, los Profetas señalan como causa de los castigos de Dios sobre su pueblo el no haber guardado sus sábados.
El descanso sabático era de naturaleza estrictamente religiosa, y por eso culminaba y se manifestaba en la oblación de un sacrificio5.
Las fiestas de Israel, y particularmente el sábado, eran signo de la alianza divina y un modo de expresar el gozo de saberse propiedad del Señor y objeto de su elección y de su amor. Por eso cada fiesta estaba ligada a un acontecimiento de salvación.
Sin embargo, aquellas fiestas solo contenían la promesa de una realidad que aún no había tenido lugar. Con la Resurrección de Jesucristo, el sábado deja paso a la realidad que anunciaba, la fiesta cristiana. El mismo Jesús habla del reino de Dios como de una gran fiesta ofrecida por un rey con ocasión de las bodas de su hijo6, en quien somos invitados a participar de los bienes mesiánicos7. Con Cristo surge un culto nuevo y superior, porque tenemos también un nuevo Sacerdote, y se ofrece una nueva Víctima.
II. Después de la Resurrección, el primer día de la semana fue considerado por los Apóstoles como el día del Señor, dominica dies8, cuando Él nos alcanzó con su Resurrección la victoria sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos tenían las reuniones litúrgicas en domingo. Y esta ha sido la constante y universal tradición hasta nuestros días. «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen desde el mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo»9.
Este precepto de santificar las fiestas regula un deber esencial del hombre con su Creador y Redentor. En este día dedicado a Dios le damos culto especialmente con la participación en el Sacrificio de la Misa. Ninguna otra celebración llenaría el sentido de este precepto.
Junto al domingo, la Iglesia determinó las fiestas que conmemoran los principales acontecimientos de nuestra salvación: Navidad, Pascua, Ascensión, Pentecostés, otras fiestas del Señor y las fiestas de la Virgen. Junto a estas, los cristianos celebraron desde el principio el die natalis o aniversario del martirio de los primeros cristianos. Las fiestas cristianas llegaron incluso a ordenar el mismo calendario civil. Siguiendo el calendario, la Iglesia «conmemora los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que en cierto modo se hacen presentes en todo momento para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación»10.
El centro y el origen de la alegría de la fiesta cristiana se encuentra en la presencia del Señor en su Iglesia, que es la prenda y el anticipo de una unión definitiva en la fiesta que no tendrá fin11. De ahí la alegría que inunda la celebración dominical, como aparece en la Oración sobre las ofrendas de la Misa de hoy: Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo; y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo para tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno. Por eso nuestras fiestas no son un mero recuerdo de hechos pasados, como puede serlo el aniversario de un acontecimiento histórico, sino que son un signo que manifiesta y hace presente a Cristo entre nosotros.
La Santa Misa hace presente a Jesús en su Iglesia y es Sacrificio de valor infinito que se ofrece a Dios Padre en el Espíritu Santo. Todos los demás valores humanos, culturales y sociales de la fiesta deben ocupar un segundo lugar, cada uno en su orden, sin que en ningún momento oscurezcan o sustituyan lo que debe ser fundamental. Junto a la Santa Misa, tienen un lugar importante las manifestaciones de piedad litúrgica y popular, como el culto eucarístico, las procesiones, el canto, un mayor cuidado en el vestir, etc.
Hemos de procurar, mediante el ejemplo y el apostolado, que el domingo sea «el día del Señor, el día de la adoración y de la glorificación de Dios, del santo Sacrificio, de la oración, del descanso, del recogimiento, del alegre encontrarse en la intimidad de la familia»12.
III. Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria, leemos en la Antífona de entrada13.
El precepto de santificar las fiestas responde también a la necesidad de dar culto público a Dios, y no solo de modo privado. Algunos pretenden relegar el trato con Dios al ámbito de la conciencia, como si no debiera tener necesariamente manifestaciones externas. Sin embargo, el hombre tiene el deber y el derecho de rendir culto externo y público a Dios; sería una grave lesión que los cristianos se vieran obligados a ocultarse para poder practicar su fe y dar culto a Dios, que es su primer derecho y su primer deber.
El domingo y las fiestas determinadas por la Iglesia son, ante todo, días para Dios y días especialmente propicios para buscarle y para encontrarle. «Quaerite Dominum. Nunca podemos dejar de buscarlo: sin embargo, hay períodos que exigen hacerlo con más intensidad, porque en ellos el Señor está especialmente cercano, y por lo tanto es más fácil hallarlo y encontrarse con Él. Esta cercanía constituye la respuesta del Señor a la invocación de la Iglesia, que se expresa continuamente mediante la liturgia. Más aún, es precisamente la liturgia la que actualiza la cercanía del Señor»14.
Las fiestas tienen una gran importancia para ayudar a los cristianos a recibir mejor la acción de la gracia. En esos días se exige también que el creyente interrumpa el trabajo para poder dedicarse mejor al Señor. Pero no hay fiesta sin celebración, pues no basta dejar el trabajo para hacer fiesta; tampoco hay fiesta cristiana sin que los creyentes se reúnan para dar gracias, alabar al Señor, recordar sus obras, etcétera. Por eso indicaría poco sentido cristiano plantear el domingo, la fiesta, el fin de semana..., de manera que se hiciera imposible o muy difícil ese trato con Dios. A algunos cristianos tibios les sucede que acaban por pensar que no tienen tiempo para asistir a la Santa Misa, o lo hacen precipitadamente, como quien se libera de una enojosa obligación.
El descanso no es solo una oportunidad para recuperar fuerzas, sino que es también signo y anticipo del reposo definitivo en la fiesta del Cielo. Por eso la Iglesia quiere celebrar sus fiestas incluyendo el descanso laboral, al que por otra parte tienen derecho los fieles cristianos como ciudadanos iguales a los demás; derecho, que el Estado ha de garantizar y proteger.
El descanso festivo no debe interpretarse ni ser vivido como un simple no hacer nada –una pérdida de tiempo–, sino como la ocupación positiva y el enriquecimiento personal en otras tareas. Hay muchos modos de descansar, y no conviene quedarse en el más fácil, que muchas veces no es el que mejor nos descansa. Si sabemos limitar, por ejemplo, el uso de la televisión también los días de fiesta, no repetiremos tanto la falsa excusa de que «no tenemos tiempo». Al contrario, veremos que esos días podemos pasar más tiempo con la familia, atender a la educación de los hijos, cultivar el trato social y las amistades, hacer alguna visita a unas personas necesitadas, o que están solas o enfermas, etcétera. Es quizá la ocasión que estábamos buscando para poder conversar detenidamente con un amigo; o el momento para que el padre o la madre puedan hablar a solas, al hijo que más lo necesita y escuchar. En general, hay que «... saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal –además de las normas diarias de piedad– el debido descanso, de tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor»15

29 de abril de 2017

PASCUA 2a SEMANA SABADO / Santa Catalina de Siena

Juan 6,16-21.

Al atardecer, sus discípulos bajaron a la orilla del mar y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaún, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos. 
El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento. 
Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo. 
El les dijo: "Soy yo, no teman". 
Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban. 


* Nació en Siena en el año 1347. Ingresó muy joven en la Tercera Orden de Santo Domingo, sobresaliendo por su espíritu de oración y de penitencia. Llevada de su amor a Dios, a la Iglesia y al Romano Pontífice, trabajó incansablemente por la paz y unidad en la Iglesia en los tiempos difíciles del destierro de Avignon. Se trasladó a esta ciudad y pidió al Papa Gregorio XI que regresara cuanto antes a Roma, donde el Vicario de Cristo en la tierra debía gobernar la Iglesia. «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia», declaró unos días antes de su muerte, ocurrida el 30 de abril de 1380.
Escribió innumerables cartas de las que se conservan alrededor de cuatrocientas, algunas oraciones y «elevaciones» y un solo libro, El Diálogo, que recoge las conversaciones íntimas de la Santa con el Señor. Fue canonizada por Pío II y su culto se extendió pronto por toda Europa. Santa Teresa dijo de ella que, después de Dios, debía a Santa Catalina, muy singularmente, el progreso de su alma. Pío IX la nombró segunda Patrona de Italia y Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia.

AMOR A LA IGLESIA Y AL PAPA

— Amor a la Iglesia y al Papa, «el dulce Cristo en la tierra».
— Santa Catalina ofreció su vida por la Iglesia.
— Afán de dar a conocer con claridad la verdad 
I. Sin una instrucción particular (aprendió a escribir siendo ya muy mayor) y con una corta existencia, Santa Catalina pasó por la vida, llena de frutos, «como si tuviese prisa de llegar al eterno tabernáculo de la Santísima Trinidad»1. Para nosotros es modelo de amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, a quien llamaba «el dulce Cristo en la tierra»2, y de claridad y valentía para hacerse oír por todos.
Los Papas residían entonces en Avignon, con múltiples dificultades para la Iglesia universal, mientras que Roma, centro de la Cristiandad, se volvía poco a poco una gran ruina. El Señor hizo entender a la Santa la necesidad de que los Papas volvieran a la sede romana para iniciar la deseada y necesaria reforma. Incansablemente oró, hizo penitencia, escribió al Papa, a los Cardenales, a los príncipes cristianos...
A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe: «Quien no obedezca a Cristo en la tierra, el cual está en el lugar de Cristo en el Cielo, no participa del fruto de la Sangre del Hijo de Dios»3.
Con enorme vigor dirigió apremiantes exhortaciones a Cardenales, Obispos y sacerdotes para la reforma de la Iglesia y la pureza de las costumbres, y no omitió graves reproches, aunque siempre con humildad y respeto a su dignidad, pues son «ministros de la sangre de Cristo»4. Es principalmente a los pastores de la Iglesia a los que dirige una y otra vez llamadas fuertes, convencida de que de su conversión y ejemplaridad dependía la salud espiritual de su rebaño.
Nosotros pedimos hoy a la Santa de Siena alegrarnos con las alegrías de nuestra Madre la Iglesia, sufrir con sus dolores. Y podemos preguntarnos cómo es nuestra oración diaria por los pastores que la rigen, cómo ofrecemos, diariamente, alguna mortificación, horas de trabajo, contrariedades llevadas con serenidad..., que ayuden al Santo Padre en esa inmensa carga que Dios ha puesto sobre sus hombros. Pidamos también hoy a Santa Catalina que nunca le falten buenos colaboradores al «dulce Cristo en la tierra».
«Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”»5. Esta sola palabra podrá ayudarnos a mantener la presencia de Dios durante el día y expresar nuestra unidad con el Romano Pontífice y nuestra petición por él. Quizá nos pueda servir hoy para aumentar nuestro amor a la Iglesia.
II. Santa Catalina fue profundamente femenina, sumamente sensible6. A la vez, fue extraordinariamente enérgica, como lo son aquellas mujeres que aman el sacrificio y permanecen cerca de la Cruz de Cristo, y no permitía debilidades en el servicio de Dios. Estaba convencida de que, tratándose de uno mismo y de la salvación de las almas que Cristo rescató con su Sangre, era improcedente una excesiva indulgencia, adoptar por comodidad o cobardía una débil filantropía, y por eso gritaba: «¡Basta ya de ungüento! ¡Que con tanto ungüento se están pudriendo los miembros de la Esposa de Cristo!».
Fue siempre fundamentalmente optimista, y no se desanimaba si, a pesar de haber puesto los medios, no salían los asuntos a la medida de sus deseos. Durante toda su vida fue una mujer profunda, delicada. Sus discípulos recordaron siempre su abierta sonrisa y su mirada franca; iba siempre limpia, amaba las flores y solía cantar mientras caminaba. Cuando un personaje de la época, impulsado por un amigo, acude a conocerla, esperaba encontrar a una persona de mirada esquinada y sonrisa ambigua. Su sorpresa fue grande al encontrarse con una mujer joven, de mirada clara y sonrisa cordial, que le acogió «como a un hermano que volviera de un largo viaje».
Poco tiempo después de su llegada a Roma murió el Papa. Y con la elección del sucesor se inicia el cisma que tantas desgarraduras y tanto dolor habría de producir en la Iglesia. Santa Catalina hablará y escribirá a Cardenales y reyes, a príncipes y Obispos... Todo inútil. Exhausta y llena de una inmensa pena, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. Un día del mes de enero, rezando ante la tumba de San Pedro, sintió sobre sus hombros el peso inmenso de la Iglesia, como ha ocurrido en ocasiones a otros santos. Pero el tormento duró pocos meses: el 29 de abril, hacia el mediodía, Dios la llamaba a su gloria. Desde el lecho de muerte, dirigió al Señor esta conmovedora plegaria: «¡Oh Dios eterno!, recibe el sacrificio de mi vida en beneficio de este Cuerpo Místico de la Santa Iglesia. No tengo otra cosa que dar, sino lo que me has dado a mí»7. Unos días antes había comunicado a su confesor: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte es el celo y el amor a la Iglesia, que me abrasa y me consume...». Pidamos nosotros hoy a Santa Catalina ese amor ardiente por nuestra Madre la Iglesia, que es característica de quienes están cerca de Cristo.
Nuestros días son también de prueba y de dolor para el Cuerpo Místico de Cristo, por eso «hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is 58, l), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles»8. Ofrezcamos nuestra vida diaria, con sus mil pequeñas incidencias, por el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor nos bendecirá y Santa María –Mater Ecclesiae– derramará su gracia sobre nosotros con particular generosidad.
III. Santa Catalina nos enseña a hablar con claridad y valentía cuando los asuntos de que se trate afecten a la Iglesia, al Romano Pontífice o a las almas. En muchos casos tendremos la obligación grave de aclarar la verdad, y podemos aprender de Santa Catalina, que nunca retrocedía ante lo fundamental, porque tenía puesta su confianza en Dios.
En la Primera lectura de la Misa, enseña el Apóstol Juan: Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin ninguna oscuridad9. Ahí tenía su origen la fuerza de los primeros cristianos y la de los santos de todos los tiempos: no enseñaban una verdad propia, sino el mensaje de Cristo que nos ha sido transmitido de generación en generación. Es el vigor de una Verdad que está por encima de las modas, de la mentalidad de una época concreta. Nosotros debemos aprender cada vez más a hablar de las cosas de Dios con naturalidad y sencillez, pero a la vez con la seguridad que Cristo ha puesto en nuestra alma. Ante la campaña de silencio organizada sistemáticamente –tantas veces denunciada por los Romanos Pontífices– para oscurecer la verdad, silenciar los sufrimientos que los católicos padecen a causa de su fe, o las obras rectas y buenas, que a veces apenas tienen ningún eco en los grandes medios de difusión, nosotros, cada uno en su ambiente, hemos de servir de altavoz a la verdad. Algunos Papas han calificado esta actitud de conspiración del silencio10 ante las obras buenas, literarias, científicas, religiosas, de promoción social, de buenos católicos o de las instituciones que las promueven. Por el hecho mismo de ser católicos, muchos medios de difusión callan o los dejan en la penumbra.
Nosotros podemos hacer mucho bien en este apostolado de opinión pública. A veces llegaremos solo a los vecinos o a los amigos que visitamos o nos visitan, o mediante una carta a los medios de comunicación o una llamada a un programa de radio que pide opiniones sobre un tema controvertido y que quizá tiene un fondo doctrinal que debe ser aclarado, respondiendo con criterio a una encuesta pública, aconsejando un buen libro... Debemos rechazar la tentación de desaliento, de que quizá «podemos poco». Un inmenso río que lleva un caudal enorme está alimentado de pequeños regueros que, a su vez, se han formado quizá gota a gota. Que no falte la nuestra. Así comenzaron los primeros cristianos en la difusión de la Verdad.
Pidamos hoy a Santa Catalina que nos transmita su amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, y que tengamos el afán santo de dar a conocer la doctrina de Jesucristo en todos los ambientes, con todos los medios a nuestro alcance, con imaginación, con amor, con sentido optimista y positivo, sin dejar a un lado una sola oportunidad. Y, con palabras de la Santa, rogamos a Nuestra Señora: «A Ti recurro, María, te ofrezco mi súplica por la dulce Esposa de Cristo y por su Vicario en la tierra, a fin de que le sea concedida la luz para regir con discernimiento y prudencia la Santa Iglesia»11.

28 de abril de 2017

PASCUA 2a SEMANA VIERNES

Juan 6,1-15.

Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. 
Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. 
Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. 
Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. 
Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: "¿Dónde compraremos pan para darles de comer?". 
El decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. 
Felipe le respondió: "Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan". 
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: 
"Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?". 
Jesús le respondió: "Háganlos sentar". Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran uno cinco mil hombres. 
Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. 
Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: "Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada". 
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. 
Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: "Este es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo". 
Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña. 



MEDIOS HUMANOS Y MEDIOS SOBRENATURALES

— El Señor pone el incremento.
— Optimismo sobrenatural: contar con el Señor y con su poder.
— Somos instrumentos del Señor 
I. Leemos en el Evangelio de la Misa1 que Jesús se retiró a un lugar solitario con sus discípulos, a la otra parte del lago de Tiberíades. Pero como sabemos por otros relatos evangélicos, cuando las muchedumbres se dieron cuenta, le siguieron. El Señor acogió a estas gentes que le buscan: les hablaba del Reino de Dios, y daba la salud a los que carecían de ella2. Jesús se compadece del dolor y de la ignorancia.
Empezaba a declinar el día3. El Señor se ha detenido largamente, desvelando los misterios del Reino de los Cielos, dando paz y consuelo. Los Apóstoles, inquietos por la hora avanzada y la lejanía del lugar, se ven en la necesidad de advertir al Maestro: Despide a la muchedumbre, para que vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto4.
El Señor les sorprende con su pregunta: ¿Con qué compraremos panes para que coman estos? Les hace ver la falta de medios económicos: Felipe le contestó: Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo5. Pero los Apóstoles hacen lo que pueden: encuentran cinco panes y dos peces. No poseen más medios. Y había unos cinco mil hombres. Demasiada gente para lo que habían conseguido.
A veces, también nos hace ver Jesús a nosotros que los problemas nos superan, que podemos poco o nada ante la situación que tenemos por delante. Y nos pide que no nos fijemos demasiado en los recursos humanos, porque nos llevarían al pesimismo, sino que nos apoyemos más en los medios sobrenaturales. Nos pide ser sobrenaturalmente realistas; es decir, contar con Jesús, con su poder.
Quiere el Señor que huyamos tanto de pensar en el esfuerzo humano como única ayuda, como de la pasividad, que bajo pretexto de un abandono total en las manos de Dios convierte la esperanza en una pereza espiritual disimulada.
El Señor utiliza lo que hay: unos pocos panes y unos pocos peces, lo único que habían podido recoger los Apóstoles. Él puso lo demás. Pero no quiso prescindir de los medios humanos, aunque fueran pocos. Así hace el Señor en nuestra vida: no quiere que, por ser insuficientes o escasos los instrumentos con que contamos, nos quedemos sin hacer nada. Nos pide Jesús fe, obediencia, audacia y hacer siempre lo que esté en nuestras manos; no dejar de poner ningún medio humano a nuestro alcance y, a la vez, contar con Él, conscientes de que nuestras posibilidades son siempre muy pequeñas. «También el agricultor, cuando camina surcando el campo con el arado o esparciendo la semilla, padece frío, soporta las molestias de la lluvia, mira el cielo y lo ve triste, y, sin embargo, continúa sembrando. Lo que teme es detenerse considerando las tristezas de la vida presente y que después pase el tiempo y no encuentre nada que segar. No lo dejéis para más tarde, sembrad ahora»6, aunque parezca que el campo no va a dar fruto. No esperemos a tener todos los medios humanos, no esperemos a que desaparezcan todas las dificultades. En lo sobrenatural, siempre hay fruto: el Señor se encarga de ello, el Señor bendice nuestros esfuerzos y los multiplica.
II. Cuando Jesús envía a sus discípulos en su primera misión apostólica, les dice: No llevéis oro, ni plata, ni dinero en vuestras fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, porque el que trabaja merece su sustento7. Les urge para que salgan sin demora al cumplimiento de su labor. Y para que, desde el principio, aprendan a apoyarse en los medios sobrenaturales, les quita toda ayuda humana.
Salen así los Apóstoles -sin nada- para que se vea que no son suyas las curaciones, las conversiones, los milagros que realizan; que sus cualidades humanas no bastan para que las gentes se dispongan a recibir el Reino de Dios. No deben preocuparse por carecer de bienes materiales y de cualidades humanas extraordinarias; lo que falte, Dios lo proveerá en la medida necesaria.
Esta audacia santa se repite una y otra vez en todo apostolado. ¡Cuántas cosas grandes se han acometido sin disponer de los medios humanos más imprescindibles! Así han obrado los santos. Ellos han conocido bien que «Cristo, enviado por el Padre, es la fuente y origen de todo apostolado en la Iglesia»8. Cuando el cristiano está persuadido de lo que Dios quiere, se ha de detener solo en lo imprescindible para hacer un recuento de los medios de que dispone. «En las empresas de apostolado está bien -es un deber- que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...»9.
La misma enseñanza podemos sacar de la Primera lectura de la Misa de hoy, que recoge las palabras de Gamaliel, el maestro de San Pablo, al Sanedrín, aconsejándoles lo que han de hacer con los Apóstoles. Después de recordar algunos ejemplos de iniciativas puramente humanas -las insurrecciones de Teudas y Judas el Galileo-, fracasadas con la muerte de sus promotores, añade: En el caso presente, mi consejo es este: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si este designio o esta obra es cosa de hombres, se dispersarán; pero si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios10. Nuestra seguridad y optimismo al trabajar por Dios se fundamentan en que Él no nos abandona. Si Deus pro nobis, quis contra nos? —Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?11.
Contar siempre con Dios en primer lugar, es buena señal de humildad. Los Apóstoles lo aprendieron bien y lo pusieron en práctica en su tarea evangelizadora, después de la Resurrección. ¿Quién es Apolo? ¿Quién Pablo? Ministros de Aquel en quien habéis creído. Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien ha dado el incremento12, dirá San Pablo.
No obstante, el Señor también nos pedirá que pongamos todos los medios humanos a nuestro alcance, como si de ello dependiera todo el éxito de la empresa.
III. En la primera misión apostólica, el Señor les indicó expresamente: no llevéis bolsa, ni alforja... Comprendieron en aquella primera salida apostólica que Jesús es quien daba la eficacia: las curaciones, las conversiones, los milagros no se debían a sus cualidades humanas, sino a la fuerza divina de su Maestro.
Antes del último viaje a Jerusalén, Jesús complementa la enseñanza de la primera misión apostólica. Y les pregunta: Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni calzado, ¿acaso os faltó algo? Nada, le respondieron. Entonces les dijo: Ahora, en cambio, el que tenga bolsa, que la lleve; y del mismo modo alforja; y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada13. Siendo los medios sobrenaturales lo primero en todo apostolado, quiere el Señor que utilicemos todas las posibilidades humanas a nuestro alcance. La gracia no suplanta la naturaleza, y no podemos pedir ayudas extraordinarias del Señor cuando, por los conductos ordinarios, ha puesto Dios en nuestras manos los instrumentos que necesitamos. Una persona «que no se esforzara por hacer lo que está de su parte, esperándolo todo del auxilio divino, tentaría a Dios»14, y la gracia de Dios dejaría de actuar.
De ahí la importancia de cultivar las virtudes humanas, soporte de las sobrenaturales y medio necesario en el afán de acercar a los demás a Dios. ¿Cómo vamos a presentar de modo atrayente la vida cristiana si no somos alegres, trabajadores, sinceros, buenos amigos...? «Hay algunos que, cuando hablan de Dios, o del apostolado, parece como si sintieran la necesidad de defenderse. Quizá porque no han descubierto el valor de las virtudes humanas y, en cambio, les sobra deformación espiritual y cobardía»15.
Al hacer apostolado hemos de utilizar también los medios materiales, que son buenos porque los hizo Dios para servicio del hombre: Todas las cosas son vuestras –nos dice San Pablo–: el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro16. Y, a la vez, tendremos presente que perseguimos un efecto que supera, con distancia infinita, la capacidad de estos medios: llevar los hombres a Cristo, que se conviertan y comiencen una vida nueva.
Por esto, no esperaremos a tener todos los medios (quizá no lleguemos a tenerlos nunca), ni dejaremos de hacer ciertos trabajos, o de empezar otros nuevos. «Se comienza como se puede»17. Y el Señor nos bendecirá, especialmente al ver nuestra fe, la confianza en Él, y el interés y esfuerzo para tener disponible todo lo necesario. Dios, si quisiera, podría prescindir de estos medios, pero cuenta, sin embargo, con nuestra voluntad de ponerlos a su servicio.
«¿Has visto? —¡Con Él, has podido! ¿De qué te asombras?
»—Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios –¡confiando de veras!–, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado»18.

27 de abril de 2017

PASCUA 2a SEMANA JUEVES Na Sa de MONTSERRAT

Mateo 9,35-38.

Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. 

Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. 
Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha."

 * El culto de la Virgen de Montserrat, Patrona de Cataluña, es antiquísimo. pues se remonta más allá de la invasión de España por los árabes.
La imagen, ocultada entonces, fue descubierta en el siglo ix. Para darle culto, se edificó una capilla a la que el rey Wifredo el Velloso agregó más tarde un monasterio benedictino.
En los orígenes fue un santuario mariano de ámbito regional, pero los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos, y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron y la fama del santuario catalán trascendió las fronteras. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat, bajo cuya advocación se erigieron algunas de las primeras iglesias de México, Chile y Perú, y con el nombre de Montserrat han sido bautizados monasterios, pueblos, montes e islas en América.

A JESUS SE VA Y SE VUELVE POR MARIA

— Los santuarios de la Virgen, «signos de Dios».
— Nuestra Señora, esperanza nuestra en cualquier necesidad.
— Esperanza y filiación divina.
I. Y vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, Él nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé1.
Incontables peregrinos se dirigen diariamente a los innumerables santuarios dedicados a Nuestra Señora, para encontrar los caminos de Dios o reafirmarse en ellos, para hallar la paz de sus almas y consuelo en sus aflicciones. En estos lugares de oración, la Virgen hace más fácil y asequible el encuentro con su Hijo. Todo santuario se convierte en «una antena permanente de la buena Nueva de la Salvación»2.
Hoy celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat, a la que durante siglos tantos cristianos han acudido a buscar el auxilio de María para seguir adelante en un camino no siempre fácil. ¡Cuántos han encontrado allí la paz del alma, la llamada de Dios a una mayor entrega, la curación, el consuelo en medio de una tribulación...! La liturgia de la fiesta está centrada en el misterio de la Visitación, «que constituye la primera iniciativa de la Virgen. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos»3, pues eso somos. No podemos olvidar que nos dirigimos a una meta bien concreta: el Cielo. El fin de un viaje determina en buena parte el modo de viajar, los enseres que se llevan, las vituallas del camino... La Virgen nos dice a cada uno que no llevemos demasiados pertrechos, ni atuendos excesivamente pesados, que entorpecen la marcha, y que debemos caminar deprisa hacia la casa del Padre. Nos recuerda que no existen metas definitivas aquí en la tierra y que todo ha de estar orientado al término de ese recorrido, del que quizá ya hemos hecho una buena parte.
Además, «en la marcha, hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39)»4. Ella marcha con presteza, con paso rápido y alegre. Así hemos de ir nosotros por la senda que nos lleva a Dios. Además, hemos de llevar en el corazón la alegría y el espíritu de servicio que llevaba Nuestra Señora en el suyo.
II. La virtud del peregrino es la esperanza; sin ella dejaría de caminar. o lo haría cansinamente. La Virgen es nuestra esperanza, pues nos alienta continuamente a seguir adelante, nos ayuda a superar los momentos de desaliento, nos saca adelante maternalmente en las circunstancias más difíciles. Siempre que acudimos a Ella –aunque sea con la brevedad de una jaculatoria, o con una mirada a una imagen suya salimos reconfortados. «Incluso sin que nos demos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea, interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo de forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto –continuaba Juan Pablo II que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Deu vos salve, vida, dolcesa i esperança nostra»5, Dios te salve, vida, dulzura y esperanza nuestra... Así podemos saludarla en muchas ocasiones.
Nuestra Señora fue motivo de alegría, de paz y de esperanza para todos mientras estuvo presente aquí en la tierra. El sábado santo, cuando con la Muerte de Jesús se hizo la oscuridad más completa sobre el mundo, solo quedó encendida la esperanza de María. Por ello, los Apóstoles se congregaron bajo su amparo. Ahora, desde el Cielo, «con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada»6. San Bernardo explica bellamente que la Virgen es el acueducto que, recibiendo la gracia de la fuente que brota del corazón del Padre, nos la distribuye a nosotros. Este hilo de agua celestial desciende sobre los hombres, «no todo de una vez, sino que hace caer la gracia gota a gota sobre nuestros corazones resecos»7, según nuestra necesidad y los deseos de recibir.
La Virgen nos reconforta siempre y está presente cuando necesitamos protección, pues esta vida es como una larga singladura en la que hemos de padecer vientos y tormentas. Ella es puerto seguro, donde ninguna nave naufraga8. No dejemos que entre la rutina en esas devociones con las que cada día nos acogemos a su protección: el Ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías para pedir por la santa pureza de todos, la devoción del escapulario... Cuando hacemos alguna romería, o vamos a buscar su intercesión en algún santuario o ermita a Ella dedicada, nos acoge con especial misericordia y amor.
III. Porque la peregrinación de la vida prosigue y no tenemos aquí morada permanente9, es una medida de elemental prudencia solicitar de nuestra Madre del Cielo «provisión de energías en vista de ulteriores etapas»10, las que aún nos falta por recorrer. Uno de los mayores enemigos del caminante, lo que resta más fuerzas, es el desaliento, la falta de esperanza en llegar a la meta. No cae en el desánimo quien padece dificultades y dolor, sino quien deja de aspirar a la santidad y quien después de un error, de una caída, no se levanta deprisa y sigue caminando.
El que ha puesto su esperanza en Cristo vive de ella, y lleva ya en sí mismo algo del gozo celestial que le espera, pues la esperanza es fuente de alegría y permite soportar con paciencia las dificultades11; ora confiadamente y con constancia en todas las situaciones de la vida; soporta pacientemente la tentación, las tribulaciones y el dolor; trabaja esforzadamente por el Reino de Dios, en un apostolado eficaz, principalmente con aquellos con quienes más se relaciona... La esperanza lleva al abandono en Dios, a la filiación divina, pues sabe el cristiano que Él conoce y cuenta con las situaciones por las que hemos de pasar: edad, enfermedad, problemas familiares o profesionales... Sabe también que en cada situación tendremos las ayudas necesarias para salir adelante. Y es la Virgen la que adelanta esas ayudas y gracias, la que las multiplica... Ella nos da la mano después de una caída, de un momento de vacilación, facilita la contrición por nuestras faltas y pone en nuestro corazón los sentimientos del hijo pródigo.
Cuenta Santa Teresa que al morir su madre, cuando tenía unos doce años, se dio cuenta de lo que realmente había perdido, y «afligida –escribe la Santa– fuime a una imagen de nuestra Señora y suplicaba fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella y, en fin, me ha tornado a sí»12. Con esta sencillez y confianza hemos de acudir a Nuestra Señora en cada una de sus fiestas y de sus advocaciones. Hoy acudimos a Nuestra Señora de Montserrat, pidiéndole que nos enseñe el camino de la esperanza, que es el mismo de la filiación divina. Ella, «sentada en su trono, con el Hijo en sus rodillas, parece estar esperando poder abrazar con Él a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado (Ef 1, 3-6)»13.

26 de abril de 2017

PASCUA 2ª semana. Miércoles

Juan 3,16-21.

Si, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. 
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. 
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. 
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios. 

AMOR CON OBRAS

— El Señor nos amó primero. Amor con amor se paga. 
— Amor efectivo. La voluntad de Dios.
— Amor y sentimiento. Abandono en Dios. 
I. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga la vida eterna1.Con estas palabras del Evangelio de la Misa se nos muestra cómo la Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a quien más quiere, al que es objeto de sus complacencias2: su propio Hijo. Nuestra fe «es una revelación de la bondad, de la misericordia, del amor de Dios por nosotros. Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4, 16), es decir, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y todo lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Gal 2, 20)»3.
El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. Dios detuvo el brazo de Abraham cuando estaba a punto de sacrificar a su hijo único, pero no detuvo el brazo de quienes clavaron a su Hijo Unigénito en la Cruz. Por eso exclama San Pablo, lleno de esperanza: El que no perdonó a su propio Hijo (...), ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?4.
La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios5, y Dios es Amor6. Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; solo cuando ama puede ser feliz. Y Dios nos quiere felices, también aquí en la tierra. El hombre no puede vivir sin amor.
La santificación personal no está centrada en la lucha contra el pecado sino en el amor a Cristo, que se nos muestra profundamente humano, conocedor de todo lo nuestro. El amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios es un amor de mutua amistad. Y una de las características propias de la amistad es el trato. Para amar al Señor es necesario conocerlo, hablarle... Le conocemos meditando su vida en los Santos Evangelios. En ellos se nos muestra entrañablemente humano y muy cercano a la vida nuestra. Le tratamos en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Sagrada Eucaristía.
La consideración de la Santísima Humanidad del Señor -especialmente cuando leemos el Evangelio y cuando consideramos los misterios del Rosario- alimenta continuamente nuestro amor a Dios y es enseñanza viva de cómo hemos de santificar nuestros días. En su vida oculta, Jesucristo quiso descender a lo más común de la existencia humana, a la vida cotidiana de un trabajador manual que sustenta a una familia. Y así le vemos durante casi toda su vida trabajando día a día, cuidando los instrumentos del pequeño taller, atendiendo con sencillez y cordialidad a los vecinos que llegaban para encargarle una mesa o una viga para la nueva casa, cuidando con gran cariño de su Madre... Así cumplió la Voluntad de su Padre Dios en esos años de su existencia. Mirando su vida, aprendemos a santificar la nuestra: el trabajo, la familia, la amistad... Todo lo verdaderamente humano puede ser santo, puede ser cauce de nuestro amor a Dios, porque el Señor, al asumirlo, lo santificó.
II. Saber que Dios nos ama, con amor infinito, es la buena nueva que alegra y da sentido a nuestra vida, y es la extraordinaria noticia que Cristo resucitado nos envía a anunciar a todos los hombres. Nosotros también podemos afirmar que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene7. Y ante este amor nos sentimos incapaces de expresar lo que nuestro corazón tampoco acierta a sentir: «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»8.
Cuanto el Señor ha hecho y hace por nosotros es un derroche de atenciones y de gracias; su Encarnación, su Pasión y Muerte en la Cruz que hemos contemplado en estos días pasados, el perdón constante de nuestras faltas, su presencia continua en el sagrario, los auxilios que a diario nos envía... Considerando lo que ha hecho y hace por los hombres, nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor.
La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. En este sentido Jesús nos enseña mostrando sus deseos infinitos de hacer la Voluntad del Padre, y nos dice que su alimento es hacer el querer del que le envió9Yo he guardado los mandamientos de mi Padre -dice el Señor- y permanezco en su amor10.
La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. Ahí encontramos lo que Dios quiere para nosotros. Y en su cumplimiento, realizado con honradez humana y presencia de Dios, encontramos el amor a Dios, la santidad.
El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles, aunque el Señor los pueda dar para ayudarnos a ser más generosos. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. Por eso debemos preguntarnos con frecuencia: ¿hago en este momento lo que debo hacer?11. ¿Ofrezco mi quehacer a Dios al comenzarlo y durante su realización? ¿Rectifico la intención cuando se intenta introducir la vanidad, «el qué dirán»...? ¿Procuro trabajar con perfección humana? ¿Soy fuente habitual de alegría para quienes viven o trabajan junto a mí? ¿Les acerca a Dios mi presencia diaria en medio de ellos?
«Amor con amor se paga», pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumpIir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir «cuesta arriba». «En lo que está la suma perfección claro está que no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos (...) -escribía Santa Teresa-, sino en estar nuestra voluntad tan conforme a la Voluntad de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiera, que no la queramos con toda nuestra voluntad»12.
El amor debe subsistir incluso con una aridez total si el Señor permitiera esa situación. Es en estas ocasiones donde, habitualmente, el trato con el Señor se purifica y se hace más firme.
III. En el servicio a Dios, el cristiano debe dejarse llevar por la fe, superando así los estados de ánimo. «Guiarme por el sentimiento sería dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. Lo malo no es el sentimiento sino la importancia que se le concede (...). Las emociones constituyen en ciertas almas toda la piedad, hasta tal punto que están persuadidas de haberla perdido cuando en ellas desaparece el sentimiento (...). ¡Si esas almas supieran comprender que ese es precisamente el momento de comenzar a tenerla!...»13.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de nuestra existencia, en una verdadera unidad de vida; lleva a «meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, resultan insípidas. Una persona piadosa, con piedad sin beatería, procura cumplir su deber: la devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso -aunque cueste- del deber de cada día... hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano. El trabajo profesional, las relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr -codo a codo con nuestros conciudadanos- el bien y el progreso de la sociedad son frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma»14. La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano. No se traduce en un mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás.
El cumplimiento de la voluntad de Dios en los deberes -las más de las veces pequeños- de cada jornada es la más segura guía para el cristiano que ha de santificarse en medio de las realidades terrenas. Estos deberes pueden realizarse de modos muy diferentes: con resignación, como quien no tiene más remedio que hacerlos; aceptándolos, lo que supone una adhesión más profunda y meditada; con conformidad, queriendo lo que Dios quiere porque, aunque no se vea en ese momento, el cristiano sabe que Él es nuestro Padre y quiere lo mejor para sus hijos; o bien con pleno abandono, abrazando siempre la Voluntad del Señor, sin poner límite alguno. Esto último es lo que nos pide el Señor: amarle sin condiciones, sin esperar situaciones más favorables, en lo ordinario de cada día y, si Él lo permite, en circunstancias más difíciles y extraordinarias. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas -a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos- no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»15.
Con palabras de una oración que la Iglesia nos propone para después de la Misa, digámosle al Señor: Volo quidquid vis, volo quia vis, volo quómodo vis, volo quámdiu vis16: quiero lo que quieres, quiero porque lo quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras.
La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel hágase en mí según tu palabra17, nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios.