"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2022

LA FUERZA DE LA CONFESION

 



Evangelio (Mc 5, 1-20)


Y llegaron a la orilla opuesta del mar, a la región de los gerasenos. Apenas salir de la barca, vino a su encuentro desde los sepulcros un hombre poseído por un espíritu impuro, que vivía en los sepulcros y nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; porque había estado muchas veces atado con grilletes y cadenas, y había roto las cadenas y deshecho los grilletes, y nadie podía dominarlo. Y se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras. Al ver a Jesús desde lejos, corrió y se postró ante él; y, gritando con gran voz, dijo:


—¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te conjuro por Dios que no me atormentes! -porque le decía: ‘¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!’


Y le preguntó:


—¿Cuál es tu nombre?


Le contestó:


—Mi nombre es Legión, porque somos muchos.


Y le suplicaba con insistencia que no lo expulsara fuera de la región.


Había por allí junto al monte una gran piara de cerdos paciendo. Y le suplicaron:


—Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos.


Y se lo permitió. Salieron los espíritus impuros y entraron en los cerdos; y la piara, alrededor de dos mil, se lanzó corriendo por la pendiente hacia el mar, donde se iban ahogando. Los porqueros huyeron y lo contaron por la ciudad y por los campos. Y acudieron a ver qué había pasado. Llegaron junto a Jesús, y vieron al que había estado endemoniado -al que había tenido a ‘Legión’- sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo. Los que lo habían presenciado les explicaron lo que había sucedido con el que había estado poseído por el demonio y con los cerdos. Y comenzaron a rogarle que se alejase de su región. En cuanto él subió a la barca, el que había estado endemoniado le suplicaba quedarse con él; pero no lo admitió, sino que le dijo:


—Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti.


Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban.


Comentario


El hombre poseído aparece como una figura tan temible como formidable. Es tan fuerte que nadie es capaz de mantenerlo bajo control. Vive en un cementerio, un lugar siniestro y, para los judíos un lugar impuro. No cesa de llenar el día y la noche con sus chillidos y gritos de dolor mientras se corta con piedras. Sin duda, todos se mantuvieron alejados de él, temerosos de su violencia. Y sin embargo, desde el momento de su encuentro, Jesús tiene autoridad absoluta sobre él. El hombre no corre hacia él para amenazarlo, sino para suplicarle que no le atormente. Los poderes del infierno no tienen potestad sobre Cristo.


Nuestro Señor exorciza entonces a los demonios con un poder maravilloso. El texto no explica por qué permite que los demonios entren en los cerdos, pero la destrucción que sigue es ciertamente una demostración visible de su autoridad y de la magnitud del mal al que ha vencido.


Después de la salida de los demonios, el hombre se transforma completamente, hasta el punto de que ahora quiere ser un discípulo. Jesús no le permite subir a la barca con los apóstoles, aunque sí le confiere una misión apostólica, la cual lleva a cabo fielmente. Dios da tareas muy variadas a las personas. Para nosotros lo más importante es llevar a cabo con la mayor perfección posible la tarea que se nos ha dado, en lugar de anhelar otra. Este hombre obedeció a Jesús y contó a la gente de la región de la Decápolis las grandes cosas que Jesús había hecho por él, y se nos dice que todos se maravillaron. Un resultado de su obediencia podría ser la acogida más positiva que Jesús encuentra más tarde, en su segunda visita a la zona (cf. Mc 7, 31 ss.).


Todo el episodio demuestra que no hay dificultad que Dios no pueda superar, y no hay mal que no pueda vencer. Esto incluye todo tipo de pecados y cualquier cosa que uno haya hecho en su vida. El hombre poseído se encontraba en una condición verdaderamente desastrosa; si un candidato tan improbable puede transformarse en un discípulo efectivo de Cristo, hay esperanza para todos.


PARA TU ORACION PERSONAL 


Dios se ha encarnado para todos.

Jesús nos libera del pecado.

Encontrar fuerza en la confesión.

ANTE EL DOLOR de los enfermos o la angustia de los endemoniados, Jesús se conmueve y acude rápidamente a ofrecer su misericordia. En el Evangelio de hoy, el Señor cura a un hombre que sufría entre los sepulcros, poseído por una multitud de demonios, en la región de Gerasa. Era una zona poblada por paganos, de origen griego y sirio. Por eso, no es sorprendente la presencia de una enorme piara de cerdos, cuya crianza y comida estaba prohibida a los judíos. Jesús arrojó los demonios que atormentaban a este hombre y les permitió que se quedasen en los cerdos, que eran cerca de dos mil; estos, entonces, se lanzaron «corriendo por la pendiente hacia el mar» (Mc 5,13).


Este impresionante episodio, además de mostrar el poder de Jesús, deja ver con claridad que su misión es universal y se extiende a todos los pueblos. Para Dios no hay extranjeros. Al final de la escena, el hombre intentó subir a la barca para quedarse definitivamente con Jesús, pero el Señor le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Su misión será proclamar que la misericordia de Dios también se derrama sobre los paganos que allí habitaban. «Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban» (Mc 5,20).


Dios se ha encarnado para todos los hombres y mujeres. Movido por esta convicción, señalaba san Josemaría que «quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»1. Aquel hombre del pasaje evangélico, sanado por Jesús, fue motivo de admiración entre quienes escuchaban su mensaje de misericordia: se trata de un buen resumen de la misión de los cristianos.


LOS EVANGELISTAS subrayan el poder de Jesús sobre los demonios, a los que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). En esta ocasión, se describe cómo el maligno había destrozado la vida de este hombre. San Marcos nos hace comprender su situación con detalles que hacen más viva su desgracia: «Nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; (…) se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras» (Mc 5,3-5). Su desdicha es una representación gráfica y fuerte de la pérdida de dignidad a la que nos puede conducir el pecado: soledad, esclavitud, e incluso rabia hacia uno mismo.


Al reconocer a Jesús desde lejos, el endemoniado salió al camino, «corrió y se postró ante él» (Mc 5,6). Asistimos a un coloquio insólito entre Jesús y el demonio, que termina con estas palabras liberadoras: «¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!» (Mc 5,8). El endemoniado vivía encadenado a su propia desesperanza y apartado de la comunidad. Las palabras del Señor le liberan del mal más profundo, de todo aquello que le separa de Dios e impide su felicidad. «La liberación de los endemoniados cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado»2.


Así hace el Señor con cada uno de nosotros cuando acudimos a él. «¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que eso existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.


LOS MILAGROS suelen suscitar diversas reacciones: junto a personas que ven fortalecida su fe, también encontramos otras que se resisten a creer. Algunos vecinos de Gerasa vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo», así que pidieron a Jesús que «se alejase de su región» (Mc 5,15-17). En vez de compadecerse del hombre de los sepulcros, los gerasenos calcularon las pérdidas económicas por los cerdos ahogados. Miraron exclusivamente a su propio bienestar. Jesús se había convertido en algo incomprensible para ellos y por eso le pidieron que se fuera, ahuyentando su misericordia.


Cierto rechazo a Dios está siempre en la esencia del pecado, tanto de las ofensas grandes como de las pequeñas. Al rezar el Padrenuestro, siguiendo el consejo de Jesús, pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal, porque todos estamos expuestos a las insidias del maligno. Ninguno puede considerarse al margen de esta lucha. Y lo primero, para no dejarnos arrastrar por el mal, es reconocerlo sin miedo. Al sentir esta fragilidad interior, pediremos a Dios con humildad la fuerza que necesitamos.


«Todos tenemos al alcance de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios –predicaba el beato Álvaro del Portillo–. Estos medios son los sacramentos». Y, refiriéndose al sacramento de la Penitencia, se preguntaba: «¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma? ¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?»4. Para no cerrarnos a la misericordia de Dios, ni siquiera en pequeños detalles cotidianos, podemos acudir al refugio de María Inmaculada. Al contemplarla, aprendemos la alegría que surge del «sí» que ella pronunció continuamente ante los proyectos de Dios.

30 de enero de 2022

JESUS NOS ENSEÑA EL TRABAJO BIEN HECHO

 



Evangelio (Lc 4,21-30)


Y comenzó a decirles:


—Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.


Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca y decían:


—¿No es éste el hijo de José?


Entonces les dijo:


—Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: «Médico, cúrate a ti mismo». Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu tierra.


Y añadió:


—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.


Al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.


Comentario


Todos en la sinagoga de Nazaret quedan asombrados ante el escueto comentario que hace Jesús al texto de Isaías que acaba de leer: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Habla con una autoridad que sorprende, y que parece presuntuosa a sus conciudadanos, refiriendo las palabras del profeta a sí mismo y a su misión.


Es comprensible que se asusten, e incluso se escandalicen, cuando aquel al que conocen desde niño se pone a sí mismo como punto de referencia para la interpretación de la Sagrada Escritura. Pero “¿no es éste el hijo de José?”, comentan entre sí, ¿no es el hijo de un pobre carpintero de aquí mismo, el muchacho que trabaja en el taller de su padre?


Jesús es un hombre normal, un buen trabajador manual, de una sencilla aldea. Es uno más del pueblo. Pero lo que se rumorea de sus acciones en Cafarnaún y lo que está diciendo ahora lo sitúan en el ámbito de Dios. Su origen es notorio, de una parte, y desconocido de otra. ¿Quién es realmente Jesús? Esa es la gran pregunta a la que responden los Evangelios: Jesús el Hijo de Dios que se ha hecho hombre para redimirnos de nuestros pecados y para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar[1].


Jesús es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto, y el primer ejemplo que nos da, durante la mayor parte de los años de su vida, es el de un buen profesional. ¿Cómo no sentir la atracción de esa vida de Jesús tan cercana a la nuestra? “Toda la vida del Señor me enamora –comenta San Josemaría-. Tengo, además una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo -largo-, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente -como la nuestra, si queremos-, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre todo lo cumplió a la perfección”[2].


Jesús actúa con una naturalidad y sinceridad transparentes, como quien es, sin buscar ser admirado y sin miedo a ser mal entendido. Ante el asomo de crítica que percibe en la actitud de sus conciudadanos no realiza el prodigio que satisfaga su curiosidad malsana y le atraiga la admiración de todos, ni modera su discurso quitando fuerza a la verdad. Por eso sus palabras son provocativas: “ningún profeta es bien recibido en su tierra”, y los ejemplos que aduce, también lo son: menciona dos milagros citados en los libros sagrados, uno de Elías y otro de Eliseo, en los que los beneficiarios no eran israelitas sino extranjeros.


La reacción de quienes lo escuchaban en la sinagoga no se hizo esperar: “se llenaron de ira y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle”.


¿Es Jesús un provocador? Nada más lejos de la realidad. Es un hombre sereno, que se retira con calma entre gentes enfurecidas. Es alguien plenamente coherente. No se ajusta a lo que los otros desean ver o escuchar, sino que, desde el principio, se comporta del modo que luego proclamará solemnemente ante Pilato: “para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Trabajo bien hecho, verdad, y coherencia de vida, así se manifiesta la personalidad de Jesús.


PARA TU RATO DE ORACION


Jesús se revela en la normalidad de lo cotidiano.

La fe sincera obra milagros.

Abrirse a la gratuidad de la gracia.

JESÚS VUELVE A NAZARET después de algunos meses de predicación. La Sagrada Familia, tras el exilio en Egipto, se había instalado en este pequeño pueblo. Allí vivieron treinta años, como cualquier otra familia judía. Probablemente allí había muerto José y estaría enterrado en su cementerio. Jesús guardaría numerosos recuerdos de su vida con María y con José, ligados a las calles, a los campos, o a la pequeña sinagoga a la que acudía todos los sábados. Después de sus primeras correrías apostólicas, el Señor decide visitar a sus conciudadanos. Rodeado de sus discípulos y de muchos curiosos, Jesús se dirige a la sinagoga y, tras leer el texto sagrado, afirma: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Son palabras impresionantes e inequívocas, ya que Jesucristo se atribuye la profecía que anunciaba la llegada del Mesías: «El Espíritu del Señor está sobre mí (...), me ha enviado para anunciar la redención» (Lc 4,18-19).


La primera reacción de la gente fue de entusiasmo, sin embargo, como sucedería en otras ocasiones, pronto llegó la duda e incluso el escándalo. «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22), se preguntaban. La normalidad del Señor les tomó desprevenidos. Jesús, a fin de cuentas, era un hombre al que conocían desde niño, con el que habían compartido su vida cotidiana, que había trabajado en medio de ellos… ¿Cómo va a ser el Mesías?


Aunque parezca una escena lejana en el tiempo y en el espacio, lo mismo puede sucedernos también a nosotros. Por un lado, tenemos a Dios tan cerca, tan al alcance de la mano, que podemos acostumbrarnos y perder las dimensiones de lo que ello supone. Además, tenemos siempre la tentación de buscarle en lo extraordinario, en las ocasiones excepcionales, en las que el corazón reacciona con más facilidad. Sin embargo, cualquier circunstancia es una oportunidad para un encuentro con él: las personas con las que nos tropezamos, nuestras propias batallas personales, el trabajo que tenemos entre manos, etc. Dios está en lo corriente. «¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»1, exclamaba con gozo san Josemaría. Precisamente ahí, en lo escondido y rutinario, en la monotonía que parece intrascendente, Dios nos espera.


LA NOTICIA de los milagros que Jesús había realizado en los pueblos del mar de Galilea había llegado a oídos de los nazarenos. Ellos esperaban esta visita del Señor porque querían ser testigos de algún prodigio de quien habían conocido como carpintero. Pero los milagros que acompañan las palabras del Señor nunca «pretenden satisfacer la curiosidad»2 de la gente, sino que son «signos» del amor de Dios, que manifiestan su poder y «testimonian que el Padre le ha enviado». En definitiva, su más profunda razón de ser es que «invitan a creer en Jesús»3.


El Señor concedía la curación cuando encontraba apertura a Dios en quienes a él acudían. «Del mismo modo que para los cuerpos existe una atracción natural de parte de unos hacia los otros, como entre el imán hacia el hierro… así tal fe ejerce una atracción sobre la potencia divina»4. Dios se deshace ante nuestras necesidades, presentadas con fe humilde. Así lo vemos en el ciego de Jericó, que pidió recobrar la vista; en el leproso, que imploró la curación de su piel; en la cananea, que insistió en favor de su hija; o en la hemorroísa, que se acercó a tocarle con discreción y timidez. Todos tenían fe, quizá imperfecta y débil, pero abierta al misterio de Cristo.


La falta de apertura de los habitantes de Nazaret, por el contrario, hizo imposible que pudiera obrar milagros allí (cfr. Mc 6,5). Jesús, que había hecho muchos en la vecina Caná, en Naim, y en otras aldeas cercanas, «solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). Quedaban en Nazaret muchos dolores sin aliviar y muchos enfermos sin curar. «Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me obedeció –dice el salmista–. Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que marchase según sus propósitos» (Sal 81,12-13). La santidad consiste en mantener vivo ese deseo constante por no cerrar nuestro corazón a la salvación de Dios. Tantas cosas buenas, para nosotros y para quienes nos rodean, dependen de nuestra humildad sincera para vivir de una auténtica fe en Jesucristo.


El EVANGELISTA anota que Jesús se asombró «por su incredulidad» (Mc 6,6). A la sorpresa de sus vecinos, se une también el asombro del Señor. «¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que ha querido compartir nuestra humanidad?»5. Lo que podía haber sido una jornada de fiesta y de alegría, terminó de la peor manera: sus paisanos le expulsaron violentamente de allí (cfr. Lc 4,28-30). Los hombres y mujeres de Nazaret exigieron prodigios porque buscaban seguridad, querían que Dios se les manifestase con claridad. En cierto modo, querían controlar a Dios, entenderlo completamente, ponerlo a su servicio. No estaban abiertos a su manera gratuita de obrar, imprevisible, con una amplitud de miras infinitamente mayor que la nuestra.


Los habitantes de Nazaret querían milagros, pero no se daban cuenta que tenían delante de sus ojos al «más grande milagro del universo: todo el amor de Dios contenido en el corazón humano, en un rostro de hombre»6. Cuando se acude a Dios formulando exigencias, pensando que tenemos solamente derechos que reivindicar, no se entra en la lógica divina, en donde todo es don. «Tú, solo, sin contar con la gracia, no podrás nada de provecho, porque habrás cortado el camino de las relaciones con Dios. —Con la gracia, en cambio, lo puedes todo»7. Sorprende que precisamente donde mejor conocían a Jesús haya sido el lugar del primer rechazo, uno de los más dolorosos. Sin embargo, María creyó plenamente en el misterio escondido en su hijo. Ella no se escandalizó, sino que vivió cerca de él, completamente feliz, al verlo tan humano y, al mismo tiempo, al descubrir la plenitud de Dios que habitaba en él. Le podemos pedir a ella que nos enseñe a mirar al Señor con sus ojos para no cerrar nunca el camino a la gracia de Dios.

ESTE DOMINGO COMIENZN LOS 7 DOMINGOS DE SAN JOSE 


Los siete domingos de san José son una costumbre de la Iglesia para preparar la fiesta del 19 de marzo. La meditación de los “dolores y gozos de san José” ayuda a conocer mejor al santo Patriarca y a recordar que también él afrontó alegrías y dificultades. Tambien los podés llevar a tu oración personal cada domingo desde hoy

Primer dolor: Estando desposada su madre María con José, antes de vivir juntos se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18).


Primer gozo: El ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús (Mt 1, 20-21).

LINK PARA SEGUIR LOS 7 domingos de San José 

https://opusdei.org/es-es/article/dolores-y-gozos-de-san-jose-siete-domingos/#id_1



29 de enero de 2022

EN NUESTRAS TEMPESTADES



 Evangelio (Mc 4, 35-41)

Aquel día, llegada la tarde, les dice:

— Crucemos a la otra orilla.

Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:

— Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:

— ¡Calla, enmudece!

Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:

— ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?

Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:

— ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?


Comentario

Al igual que a los discípulos, muchas veces nos sucederá que vivimos en medio de tormentas.

Y las tempestades de nuestra vida, nuestras miserias y caídas, nuestras derrotas y fracasos, la enfermedad y el sufrimiento, sacan a la luz nuestra vulnerabilidad. Y a la vez dejan al descubierto dónde hemos puesto nuestras seguridades.

El problema de los discípulos es que se habían dejado atemorizar por esa tempestad, tenían miedo. Piensan que Cristo, a pesar de que estaba con ellos, en realidad se había desinteresado, les había abandonado. “¿No te importa que perezcamos?”, le dicen.

Y él les responde: “¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?”.

Ante las tormentas de la vida, el cristiano puede tener una actitud que espera la intervención continua, constante, invasiva de Dios. O bien, tener una actitud de fe.

El Señor nos pide una maduración interior: pasar del niño que se queja y se enfada porque parece que su padre no le hace caso, al niño que confía, que se abandona en los brazos de su padre.

En la vida de un cristiano sucede lo mismo que al niño que aprende a caminar. Un paso, otro, se cae, se levanta. Siempre bajo la atenta mirada de su padre, que le anima, le levanta, pero no le lleva en brazos a todas partes para que no sufra.

En nuestras tempestades, tenemos que acudir al Señor, refugiarnos en Él, porque siempre está a nuestro lado, pero no tanto para que nos quite esa tempestad, sino para que nos ayude a crecer, a madurar.

Quizá en esa tempestad, somos la mano amiga que ayuda a caminar a los demás; la barca donde pueden encontrarse con ese Dios que nunca se olvida de nosotros.


PARA TU ORACION PERSONAL



EL LAGO DE GENESARET, con sus 165 kilómetros cuadrados de superficie y 43 metros de profundidad, es un lago más bien modesto. Sin embargo, pese a sus reducidas dimensiones, era rico en peces y en sus aguas se desataban violentas tempestades, como sigue ocurriendo hoy en día. Se encuentra en una hondonada de terreno, rodeado de montañas, entre las que se abren paso el valle del Jordán y la llanura de Esdrelón. Por esos pasillos naturales llegan fuertes ráfagas de viento que confluyen en el lago provocando olas furiosas, suficientes incluso para volcar una embarcación pequeña.

Una de esas tempestades llegó al lago mientras Jesús y sus discípulos estaban atravesándolo. Era el atardecer. Había terminado una jornada intensa de predicación a una gran multitud de personas. Era tanta la gente, que el Señor tuvo que subir a una barca y apartarse un poco de la orilla para que pudieran verle y oírle. En esa misma barca iba después Jesús, cansado: «Estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal» (Mc 4,38). Es la única vez que los evangelios nos lo presentan dormido. «Cada uno de esos gestos humanos es un gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad»1. Es conmovedor contemplarlo así: agotado, después de un día de trabajo en el que se ha entregado completamente, hasta quedarse sin energías y necesitar de un profundo sueño para recuperarlas.

«El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención»2. Se nos muestra como perfecto hombre, igual a nosotros en todo excepto en el pecado. Y entendemos más fácilmente que, con su gracia, también nosotros podemos encarnar su vida, aunque a veces nos cueste, aunque nos cansemos, aunque se note el peso del trabajo cotidiano realizado por amor.


ESTALLA LA TORMENTA. Las olas se encrespan. Se escucha con claridad el crujir de la madera de la barca. Los discípulos, expertos pescadores, están tensos. Su experiencia les dice que aquella tormenta es peligrosa. Se maravillan de que, en esa situación crítica, Jesús siga dormido. Lo despiertan con una frase en la que, bajo la apariencia de reproche, hay mucha confianza: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). El Señor se pone en pie, increpa al viento, y dice al mar: «–¡Calla, enmudece! Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: –¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?» (Mc 4,39-40).

Asombrados, los discípulos se llenan otra vez de temor, aunque ahora es un temor distinto: la grandeza del mar deja paso a la grandeza del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. «El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este –se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos–, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios»3.

También nuestra fe se está todavía formando, está siempre creciendo. Muchas veces nos asustamos, tenemos miedo, estamos inseguros ante pequeñas o grandes tormentas: tentaciones, contrariedades, desilusiones con nosotros mismos, fracasos… Es el momento de invocar a Jesús para que nos ayude a afrontar esas situaciones con paz y abandono. Como aconsejaba san Agustín: «Que las olas no os arrastren ante las confusiones de vuestro corazón. De todos modos, aunque seamos hombres, no desesperemos si el viento arrastra los afectos de nuestra alma. Despertemos a Cristo: nuestra singladura será tranquila y arribaremos a buen puerto»4.


EN LA PLAZA de San Pedro completamente vacía, bajo la lluvia, ante un crucifijo y una imagen de la Virgen, en marzo de 2020 el Papa Francisco presidió una vigilia de oración durante un momento difícil para toda la humanidad, en plena pandemia. Eligió comentar precisamente el pasaje del evangelio que estamos meditando. Sus palabras también pueden servirnos para afrontar otros momentos de dificultad que pueden aparecer en nuestra vida.

«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti (…). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás (…). “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»5.

«Cuando llega el padecimiento en forma tan humana, tan normal —dificultades y problemas familiares... o esas mil pequeñeces de la vida ordinaria—, te cuesta trabajo ver a Cristo detrás de eso. —Abre con docilidad tus manos a esos clavos... y tu dolor se convertirá en gozo»6. Por intercesión de santa María, «estrella del mar», pidamos al Señor que aumente nuestra fe, que nos libere de nuestros miedos y nos llene de esperanza.


28 de enero de 2022

Sumar nuestra fuerza a la del Señor


 

Evangelio (Mc 4, 26-34)


Y decía:


— El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga. Y en cuanto está a punto el fruto, enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega.


Y decía:


— ¿A qué se parecerá el Reino de Dios?, o ¿con qué parábola lo compararemos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.


Y con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos.


Comentario


El Reino de Dios es una simiente pequeña que crece, con un ritmo propio, madurando, hasta hacerse espiga rebosante, árbol frondoso donde surge la vida.


Con estas dos parábolas el Señor nos anima a confiar en Él, y no en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestros éxitos.


Es Él quien da el incremento, quién dentro de nosotros, nos hace madurar hasta hacer de nuestra vida un árbol frondoso que da sombra apacible a quien viene a nuestro lado.


Acoger el Reino de Dios es, así, acoger algo que no entra en nuestra lógica, en nuestro modo de pensar cómo funcionan las cosas. Tiene su lógica propia, su fuerza intrínseca. Va más allá de nuestros esquemas, dimensiones y medidas.


Porque empieza por lo pequeño.


Como Jesucristo, que se hizo pequeño, niño en los brazos de una madre. Él es la simiente caída en tierra, que muere y da fruto abundante. Él es el único que puede salvar a aquellos que se ponen a su lado, el único que nos hace crecer y madurar.


La vida de un cristiano no es la vida de alguien que hace cosas grandiosas por sí mismo, del aplauso, del éxito inmediato. Más bien, comienza con una pequeña simiente, cuya fecundidad depende de la unión con Cristo. Él nos espera en lo pequeño de nuestro día a día.


Como recordaba san Josemaría, “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (…) Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 114 y 116).


Se trata de confiar, de dar un salto a la confianza en la potencia de Dios.


El mundo no lo salva quien hace todo correctamente, organizado, programado, sino personas, como los santos, que saben ir al paso de Dios, dejándole entrar en las pequeñeces de nuestra vida, fiándonos de que allí hace grandezas.


PARA TU ORACION PERSONAL


En Dios quien hace crecer su Reino.

Sumar nuestra fuerza a la del Señor.

Buscamos a Jesús como aquellos discípulos.

PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.


«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»1.


«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»2.


EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad3.


Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»4.


Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»5.


«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.


Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»6, y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante.


27 de enero de 2022

PORTADORES DE LUZ


 


Evangelio (Mc 4, 21-25)


Y les decía: — ¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero? Pues no hay cosa escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público. Si alguno tiene oídos para oír, que oiga.


Y les decía: — Prestad atención a lo que oís. Con la medida con que midáis se os medirá y hasta se os dará de más. Porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


Comentario


Después de haber hablado del sembrador que salió a sembrar, de la semilla que “cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto” y de aquella que, en cambio, cayendo en tierra dura, pedregosa y entre espinos, no dio ningún fruto, Jesús nos habla de la lámpara que se pone en el candelero y de la medida que utilizamos para medir.


Estas dos parábolas nos hablan del modo de ser cristiano: alguien que se da sin medida. Porque, en realidad, es el modo de ser, de vivir, de pensar, de actuar, de Jesucristo: todo lo hace sin medida, abundantemente. No se reserva nada.


El cristiano ha recibido la luz de Cristo, luz que vino al mundo para disipar las tinieblas de nuestros corazones. Por eso mismo, todo cristiano es un testigo de esa luz.


Todos debemos vernos bajo esa luz: no estamos sometidos a la tiniebla de nuestras miserias, pecados, debilidades, torpezas; tampoco a la tiniebla que nos rodea en forma de enfermedad, fracasos, humillaciones, faltas de agradecimiento, olvidos, etc.


Somos hijos de la luz, los hijos amados de Dios, que nos cuida, nos salva, nos espera siempre.


Y quiere que seamos testigos de esa luz: que, a través de nuestro cuidado, de nuestro trabajo, de nuestro saber esperar, perdonar y consolar, llevemos la luz de Dios a tantos corazones que están en tinieblas.


Y todo ello, sin medida, con magnanimidad, porque somos hijos de un Padre magnánimo.


El corazón de un cristiano es, así, un corazón abierto, que no se cierra al propio egoísmo. Es un corazón que no se pone límites: no cuida hasta cierto punto, no perdona hasta un determinado momento, no espera mirando el reloj.


Es un corazón que desea tener el corazón de Jesucristo, un corazón que se da sin medida.


PARA TU RATO DE ORACION


+ Somos portadores de la luz de Cristo.

+ Difundir el Evangelio con el trabajo ordinario.

+ La naturalidad del apostolado.

JESÚS HABLA el lenguaje de quienes le escuchan, un lenguaje empapado de vida ordinaria. Pregunta, por ejemplo: «¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero?» (Mc 4,21). Muchos de sus oyentes tendrían en casa un celemín, que era un pequeño cubo de madera con forma rectangular y capacidad para unos nueve litros. En este recipiente se vertía sobre todo el trigo o la harina; era indispensable para hacer pequeños negocios, así como para calcular los diezmos prescritos por la ley. Por su parte, las lámparas de uso doméstico solían ser de terracota o de bronce, con formas variadas, aunque la más corriente era una base circular con un agujero en el centro, por donde se echaba el aceite. Finalmente, los candeleros eran a menudo un simple nicho en la pared. Según algunos arqueólogos, los hebreos acostumbraban a dejar una lámpara encendida en sus casas, probablemente para mantener alejados a los merodeadores.


Cada cristiano ha recibido la luz de Cristo, que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal y de la muerte. Por gracia y misericordia del Señor, hemos acogido esa luz en nuestros corazones y, como hijos de Dios, estamos llamados a ser «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas»1. Es un gran don y una tarea inmensa. En cierto sentido, «de nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»2. «Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos (...). Hacer luz. Pero no mi luz, sino la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos»3.


QUERRÍAMOS PONER al Señor en un lugar muy alto para que su luz alcance a todos. Pero, ¿cómo llevar a la práctica esta exhortación evangélica? San Josemaría explicaba que, para la inmensa mayoría de los cristianos, difundir la luz de Cristo no consiste en dejar las ocupaciones normales y dedicarse solamente a predicar la Palabra de Dios; tampoco consiste simplemente en dedicar algunos tiempos diarios o semanales a las prácticas de piedad o a las actividades apostólicas. El fundador del Opus Dei proponía un camino más ambicioso: ser santos y apóstoles en el ejercicio de la propia profesión u oficio.


«Tú y yo somos cristianos –escribía–, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos (…). El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios»4.


Es muy alentador saber que nuestro trabajo, realizado por amor a Dios y con espíritu de servicio a los demás, nos convierte en personas que transmiten la luz divina a los demás. «Si observas la composición de un aparato eléctrico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan»5.


«NO HAY COSA escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público» (Mc 4,22), sigue diciendo el Señor. Son palabras con valor escatológico, pero también nos ayudan a considerar el reflejo que, en nuestra vida diaria, manifiesta la luz que Cristo ha encendido en nuestro interior. Cuando un cristiano procura mantener vivo su diálogo con Dios, su amor a las almas le impulsa a hablar, a compartir, a comunicar con naturalidad lo que ha significado en su vida el encuentro con Jesús. Esto sucede a menudo sin ningún esfuerzo especial. Pero quizá, en otras ocasiones, será necesario considerar la grandeza de lo que está en juego para vencer la propia timidez.


«Proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador –decía san Pablo VI–. Y es, a la vez, un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo él conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que san Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?»6.


Pidamos a nuestra Madre del cielo la humildad necesaria para abrir con sencillez nuestra alma a Jesús; y que, a través de aquel encuentro, muchos de quienes nos rodean puedan llegar a recibir con naturalidad la luz de Dios.

26 de enero de 2022

TIMOTEO Y TITO


 

Evangelio (Lc 10,1-9)


Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:


- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.


Comentario


La liturgia celebra hoy la fiesta de los santos Timoteo y Tito. El evangelio nos presenta un momento crucial en la vida pública de Jesús, que es la extensión de su misión a los discípulos. El Maestro, luego de prepararlos y darles el ejemplo, los manda para que extiendan y den conocer a todos las noticias sobre el Reino de Dios. Lucas nos cuenta que Jesús quiere difundir su mensaje en todas las direcciones y envía cada vez a más personas a “sembrar la semilla” (8,5). En el capítulo anterior, enviaba a los 12 (9,1); un poco más adelante, envía a unos mensajeros (9, 53); aquí, otros 72 son enviados a la misión.


Este envío fue el inicio de la difusión del buen olor de Cristo que tantos cristianos y cristianas harían por el mundo. Jesús los envía recordándoles, sin embargo, que la oración es el modo de llevar adelante nuestra tarea, ya que es Dios quien llama personalmente a los operarios, es Dios el que nos dice como y cuando sembrar la semilla, es Dios el que nos enciende en deseos de que muchas personas conozcan la gracia y alegría de la fe.


San Josemaría, al considerar la tarea común de difundir el evangelio, nos invitaba a meditar: “Veíamos, mientras hablábamos, las tierras de aquel continente. —Se te encendieron en lumbres los ojos, se llenó de impaciencia tu alma y, con el pensamiento en aquellas gentes, me dijiste: ¿será posible que, al otro lado de estos mares, la gracia de Cristo se haga ineficaz? Luego, tú mismo te diste la respuesta: Él, en su bondad infinita, quiere servirse de instrumentos dóciles (Surco, n. 181).


Pidamos hoy, en la fiesta de san Timoteo y Tito, muchos obreros para la mies, que sepan estar muy unidos a Dios por la oración y plenamente dispuestos a ponerse en sus manos para la misión que les tenga encomendada.


PARA TU ORACION PERSONAL 


Dos colaboradores fieles de san Pablo.

El alimento de la Sagrada Escritura.

La evangelización la hace Dios mismo.

EN EL NUEVO TESTAMENTO se menciona a más de sesenta colaboradores de san Pablo. El Apóstol actuaba acompañado por otros fieles a quienes solía dejar a cargo de las comunidades que iban naciendo. Entre esos colaboradores destacan los santos Timoteo y Tito, cuya memoria recordamos el día siguiente a la fiesta de la conversión de san Pablo.


Timoteo, desde su primera juventud, fue un colaborador fiel de san Pablo: lo acompañó por toda Asia Menor, compartieron prisión al menos una vez y fue enviado a distintas misiones. Es patente que el Apóstol siempre pudo sentir su proximidad, aunque a veces estuvieran lejos físicamente. San Pablo correspondía a este apoyo rezando por él y por su familia, a la que conocía bien: «Continuamente te tengo presente en mis oraciones, noche y día. Al acordarme de tus lágrimas ansío verte para llenarme de gozo. Guardo recuerdo de tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice» (2 Tm 1,3-5). Así le escribe, probablemente desde Roma, durante su segundo cautiverio que culminaría con el martirio.


Tito también fue un colaborador fiel del Apóstol. Se conserva al menos una carta que recibió de san Pablo y es parte de las llamadas «epístolas pastorales», porque en ellas se ofrecen orientaciones y normas para la buena marcha de las nacientes comunidades cristianas. «Verdadero hijo en la fe que nos es común», dice de Tito, al comienzo de esa carta. Tras darle algunas orientaciones, concluye san Pablo: «Que aprendan también los nuestros a que se les reconozca por sus buenas obras» (Tt 3,14). Es un buen consejo también para nosotros, que deseamos ser apóstoles como Timoteo y Tito: nuestra preocupación sincera por todos será el mejor anuncio del Evangelio.


EN LA SEGUNDA CARTA que escribió a Timoteo, san Pablo agradece la perseverancia de su colaborador y lo insta a permanecer firme, en los siguientes términos: «Desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17).


Para asimilar bien ese alimento, de manera que nos llene de sabiduría, es preciso fomentar en nuestro corazón una actitud de escucha, de asombro, de diálogo íntimo siempre renovado. «Todos podemos mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...) Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por ella? (...) Y pienso en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»1.


De 1933 data un documento escrito a mano por san Josemaría. Se trata de unas cuartillas en las que había copiado 112 textos del Nuevo Testamento, precedidos por el siguiente título: «Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas»2. Si acudimos con asiduidad a la Palabra de Dios, también nosotros tendremos nuestros pasajes destacados, aquellos que guardamos de manera especial en nuestra alma, que nos han dado luz y nos han confirmado en la fe.


JESÚS ELIGE setenta y dos discípulos y los envía de dos en dos, diciéndoles: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2-3). El mensaje es claro: van enviados por el Señor y, aunque el trabajo sea inmenso, es él mismo quien se encargará de fructificar lo que le parezca. Por eso, san Pablo alienta a Timoteo a poner su esperanza en Dios: «Nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad» (2 Tm 1,8-9). San Josemaría señalaba que «la fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos»3.


«La mies es abundante también hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega (...). Al mismo tiempo, el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar solo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración»4. María, reina de los apóstoles, acompañó a muchos de los primeros cristianos en este gozoso empeño y, de la misma manera, nos sigue acompañando a nosotros.

25 de enero de 2022

CONVERSION DE SAN PABLO



 Evangelio (Mc 16,15-18)


En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:


— Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


Comentario


En la festividad de la conversión de san Pablo, el apóstol de las gentes, la Iglesia nos invita a considerar de nuevo el mandato misionero que el Señor dio a sus discípulos antes de ascender a los cielos.


Predicar el Evangelio significa, ante todo, anunciar la buena noticia de la Salvación a todos los hombres. Es interesante darse cuenta de que el Señor emplea dos verbos en imperativo -“id” y “predicad”-, haciendo ver a los apóstoles que no es posible considerarse seguidor de Jesucristo sin transmitir a los demás con su vida, con su ejemplo y con sus palabras lo que ellos han recibido.


Decía san Josemaría que el apostolado cristiano es «superabundancia de tu vida "para adentro"» (Camino, n. 961) una necesidad vital que surge espontánea en las personas que son conscientes del don recibido con la fe y de la llamada a vivir «por Cristo, con Él y en Él», como recogen las palabras finales de las plegarias eucarísticas de la santa Misa.


De este modo, haciendo vida de nuestra vida el mensaje de Jesús, se comprende el sentido de los imperativos del Señor para la misión apostólica dirigidos a todos los cristianos.


PARA TU ORACION PERSONAL


CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).


Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).


Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol» [1]. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.


LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da» [2]. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).


El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación» [3].


San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión» [4]. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).


«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran» [5]. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).


Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.


En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» [6]. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.


Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.