"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de noviembre de 2024

UNA INVITACIÓN GRATUITA

 




Evangelio (Lc 14,15-24)


En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús:


— Bienaventurado el que coma el pan en el Reino de Dios.


Pero él le dijo:


— Un hombre daba una gran cena e invitó a muchos. Y envió a su siervo a la hora de la cena para decir a los invitados: «Venid, que ya está todo preparado». Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: «He comprado un campo y tengo necesidad de ir a verlo; te ruego que me des por excusado». Y otro dijo: «Compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas; te ruego que me des por excusado». Otro dijo: «Acabo de casarme, y por eso no puedo ir». Regresó el siervo y contó esto a su señor. Entonces, irritado el amo de la casa, le dijo a su siervo: «Sal ahora mismo a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y a los cojos». Y el siervo dijo: «Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio». Entonces dijo el señor a su siervo: «Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa. Porque os aseguro que ninguno de aquellos hombres invitados gustará mi cena».



PARA TU RATO DE ORACION 



DURANTE una comida en casa de un fariseo, Jesús contó la parábola de los invitados a las bodas. «Un hombre daba una gran cena e invitó a muchos. Y envió a su siervo a la hora de la cena para decir a los invitados: “Venid, que ya está todo preparado”» (Lc 14, 16-17). El Señor usa este ejemplo para describir el Reino de Dios. Y una de sus características es precisamente la gratuidad. Aquel hombre no exigía nada para participar en el banquete. Ya estaba todo listo: simplemente faltaba disfrutar la velada. «Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana»[1].


Esta gratuidad es la que se da también en las relaciones familiares. Un hijo no se tiene que merecer el amor de sus padres; tampoco tendría sentido que tratara de saldar la deuda que tiene con ellos por todo el cuidado que ha recibido. Él es querido por su padre y por su madre tal como es, y ellos le ofrecerán siempre su amor, aunque muchas veces no sean correspondidos. En nuestra relación con el Señor sucede algo similar. Es Dios quien nos busca. No se conforma con tener una relación, por así decir, de justicia, atenta a que cada parte cumpla estrictamente con sus deberes. Él quiere construir con nosotros una verdadera comunión de vida, basada en el amor incondicional. Por eso mantiene en todo momento su invitación a participar en el banquete del Reino de Dios, incluso cuando hemos podido rechazarla. «A mí, a ti, a cada uno de nosotros, él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[2]. Al mismo tiempo, como señala el prelado del Opus Dei, cuando decidimos aceptar su invitación, los primeros beneficiados somos nosotros mismos. «No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»[3].


A PESAR de la gratuidad de la invitación, muchos presentaron sus excusas para ausentarse del banquete: «He comprado un campo y tengo necesidad de ir a verlo», «compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas», «acabo de casarme, y por eso no puedo ir» (Lc 14,18-20). No parece que aquellas personas sintieran desprecio por aquella cena. Sencillamente, pensaron que esos asuntos personales merecían más atención y que, por tanto, justificaban su ausencia. «Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra»[4].


La lógica del Reino de Dios es distinta a la del mundo. No es refugiándonos en nuestras propias seguridades como hallaremos la felicidad, sino dejando espacio a los demás, a las personas que nos ofrecen su invitación a estar con ellas. Si pensamos en las experiencias más bellas de nuestra vida, seguramente la mayoría habrán sido momentos compartidos con alguien. Muchos eventos habrán estado llenos de alegría e ilusión, y otros quizá habrán sido más rutinarios o, incluso, costosos, pero que conservamos en nuestra memoria con cariño porque nos recuerdan que había alguien a nuestro lado que nos acompañaba en esa situación. Mientras el individualismo lleva a pensar que el principal modo para ser feliz es disponer de seguridades que protegen nuestro espacio vital, ya sean o no materiales –el tiempo libre, el dinero, la acumulación de vivencias cada vez más emocionantes…–, Jesús nos llama a no encerrarnos y a aceptar las invitacionesde las personas que pasan a nuestro lado. Como decía san Josemaría: «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[5].


ANTE el rechazo de los comensales, el amo de la casa decidió extender su invitación a muchas más personas. «Sal ahora mismo a las plazas y calles de la ciudad –dijo a su siervo– y trae aquí a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y a los cojos». Y como aun así todavía había sitio, volvió a dirigirse a su criado: «Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa» (Lc 14, 21-23).


Otra de las características del Reino de Dios es su universalidad: ya no hay distinción «entre judío y griego; porque uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que le invocan» (Rm 10,12-13). «Dios quiere que todos se salven –comentaba el fundador del Opus Dei: esto es una invitación y una responsabilidad, que pesan sobre cada uno de nosotros. La Iglesia no es un reducto para privilegiados»[6].


Jesús no ofreció su mensaje de salvación solo a unos pocos. Prueba de ello es que los apóstoles no se limitaron a anunciar el Evangelio a los pueblos cercanos a Israel, sino que fueron por todo el mundo entonces conocido. «¿Acaso la gran Iglesia es una exigua parte de la tierra?[7] –se preguntaba san Agustín– (...) La gran Iglesia es el mundo entero. A cualquier sitio que te dirijas, allí está Cristo. Tienes por heredad los confines de la tierra; ven, poséela toda conmigo»[8]. Allá donde nos encontremos también nosotros podemos dirigir a las personas que nos rodean la invitación del Señor a participar en su banquete. Podemos pedir a la Virgen María que nos dé un corazón como el de su Hijo, lleno de deseos por la salvación de todas las almas.

4 de noviembre de 2024

EL VALOR DE LO PEQUEÑO

 



Evangelio (Lc 14,12-14)


Decía también al que le había invitado:


—Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte. Se te recompensará en la resurrección de los justos.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS había sido invitado a comer en casa de un fariseo de posición relevante. Después de animar a los comensales a no buscar siempre los mejores puestos en la mesa (cfr. Lc 14,8-11), se dirige a su anfitrión y le dice: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado» (Lc 14,13). Si antes habló a los asistentes de humildad, ahora quiere mostrar que esta va también acompañada de la caridad.


Puede desconcertar que Jesús comente estas enseñanzas justo en un banquete. Sin embargo, aprovecha esta ocasión para transmitir lo que él mismo hará más adelante: entregarse en la cruz con la máxima humildad y sin esperar retribuciones. Desea que sus oyentes entren en esa nueva lógica, contraria a la que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, y que es la que nos lleva a la verdadera felicidad. Como decía san Josemaría: «Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz»[1].


«¡No tengas miedo! –les decía san Juan Pablo II a un grupo de jóvenes en Suiza–. Dios no se deja vencer en generosidad. Después de casi sesenta años de sacerdocio, me alegra dar aquí, ante todos vosotros, mi testimonio: ¡es muy hermoso poder consumirse hasta el final por la causa del reino de Dios! (...). Llevad en vuestras manos la cruz de Cristo; en vuestros labios, las palabras de vida; y en vuestro corazón, la gracia salvadora del Señor resucitado»[2].


«CUANDO DES un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte», dice Jesús. «Te pagarán en la resurrección de los justos» (Lc 14,14). Sabemos que, de una forma misteriosa, la resurrección será la forma de pagar de Dios; recuperaremos lo que hemos entregado, pero de una manera plena. Aparentemente entregamos la vida, pero en realidad es para recibirla nuevamente de manos de Dios Padre: «El mismo Dios en persona es el premio y el término de todas nuestras fatigas»[3], dice santo Tomás de Aquino.


Jesús, en este pasaje del evangelio, nos anima a liberarnos incluso del posible agradecimiento legítimo; no se trata tanto de rechazarlo, sino de que no sea el verdadero motivo por el que actuamos. El Señor nos invita a descubrir su misma forma de querer y de entregarse a los demás, sin cálculos de prestaciones y contraprestaciones. Quien ama de esta manera disfruta mucho más del amor, pues lo recibe también libremente, sin imposiciones ni coacciones.


San Josemaría, al considerar la gratuidad del amor de Dios hacia los hombres, pudo ponderar el inmenso valor de todo lo que hacemos, ya que ni lo pequeño ni lo grande puede equipararse con lo que hemos recibido. «Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor»[4].


A VECES, por una mentalidad que difícilmente entra en la lógica de la gratuidad, nos puede resultar difícil acoger la incondicionalidad del amor divino. Podemos pensar que nuestros méritos y esfuerzos son los únicos caminos legítimos para conseguir algo de valor. Por estar inmersos en una lógica comercial, solamente humana, puede suceder que el «corazón se encoge, se cierra y no es capaz de recibir tanto amor gratuito». Por eso, podemos pedir al Señor: «Que nuestra vida de santidad sea ensanchar el corazón, para que la gratuidad de Dios y los dones de Dios que están ahí y que él quiere regalarnos, lleguen a nuestro corazón»[5].


En el Evangelio leemos que Jesús, a su banquete, invitaría a quienes no pueden pagarle en la tierra. Y tiene sentido, porque ¿cómo se puede pagar a Dios lo que nos da en la Eucaristía, en la Confesión, en los sacramentos y en todos sus dones? Prepararse interiormente para recibir los sacramentos no entra en la lógica de pagar lo que él hace por nosotros, sino en la de ensanchar nuestra alma para que esos regalos llenen nuestra vida y nos lleven a amar como él.


Dice san Josemaría que «el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar»[6]. Jesús aprecia los pequeños y grandes detalles de amor que queremos ofrecerle. Podemos pedir a santa María que nuestro corazón sea cada vez más parecido al suyo, abierto de par en par a la gratuidad y a los planes de Dios.




3 de noviembre de 2024

LO PRIMERO ES AMAR A DIOS CON TODO TU CORAZÓN

 


Evangelio (Mc 12, 28b-34)


Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:


¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?


Jesús respondió:


—El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.


Y le dijo el escriba:


—¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.


Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:


—No estás lejos del Reino de Dios.


Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.


PARA TU RATO DE ORACION 



«¿CUÁL ES el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Con esta pregunta arranca una conversación íntima entre un escriba y Jesús. «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas"» (Mc 12,29-30). Aunque la respuesta no resulte extraña para alguien familiarizado con la tradición judía, si lo pensamos fríamente, las palabras de Cristo nos revelan algo sorprendente: Dios, el creador del cielo y de la tierra, el todopoderoso y eterno, le pide al hombre que le ame. Quien lo tiene todo, quien lo ha hecho todo y lo puede todo, se presenta como necesitado. Nos invita a nosotros, criaturas suyas salidas del polvo (cfr. Gn 2,7), a participar de su amor y de su felicidad.


Este sabio israelita está admirado de lo que escucha. Su bienintencionado corazón se llena de luz y comprende que su interlocutor tiene unas respuestas y un modo de hablar que le inspiran confianza. No puede sostener una emocionada reacción: «¡Bien, Maestro!» (Mc 12,32). No era frecuente que un escriba reconociera tan abiertamente que Jesús tenía razón y, además, que lo hiciera de un modo tan sencillo. La reacción de la mayoría de sus compañeros había sido la contraria y, quizá por eso, san Marcos nos dice que «ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas» (Mc 12,34). Nosotros, en cambio, desearíamos llenar a Jesús de las preguntas que dan vueltas en nuestro interior. Queremos pedirle que nos explique lo mismo una y otra vez porque, salidas de sus labios, las cosas nunca suenan igual, sus palabras nunca vuelven sin dar fruto (cfr. Is 55,11).


El demonio lucha con insistencia en contra de esta relación confiada que Dios quiere establecer con los hombres. Quiere convencernos, como a nuestros primeros padres, de que Dios tiene intereses torcidos: «No moriréis en modo alguno –les dijo con engaño–; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,4-5). «¿Acaso no tenemos todos, de algún modo, miedo, si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él? ¿Miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? (...). ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[1].


CON PALABRAS de san Josemaría, podemos pedir al Señor que abra nuestras inteligencias a este don de su primer mandamiento: «Cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura... Cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco: me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! (...). Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura... ¡mía! Y yo... ¡suyo!»[2].


Y si fuera poca nuestra sorpresa ante la voluntad de Dios por entrar en esa relación de amor confiado con los hombres, además nos ofrece una libertad absoluta para responder a su invitación; no hace ningún tipo de chantaje, ni presión, ni maniobra. Nos damos cuenta fácilmente de que somos libres, de que está en nuestro poder aceptar todo lo bueno, pero también podemos hacer como que no lo hemos oído. Cuando alguien desea ser amado, pero no obliga a los demás a hacerlo, es especialmente receptivo a cualquier muestra de cariño. Todo lo recibe como un regalo, su corazón rebosa de alegría hasta con el detalle más pequeño. Y así, en cierta manera, es Dios con nosotros; no porque no merezca nuestro amor, sino porque nosotros nunca estaremos a la altura de colmarlo. La distancia es infinita, pero Dios la ha recorrido con mucho gusto, en su hijo Jesucristo. Él mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga, ligera (cfr. Mt 11,30).


«EL SEGUNDO es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,31). A Jesús le han preguntado por el mandamiento más importante, y responde con dos mandamientos. Es como si los pusiera a un mismo nivel, como si fueran dos caras de una misma moneda. «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[3].


Ayudando a los demás, tratando de imitar el estilo divino, entendemos mejor a Dios y su amor por nosotros. Dar cariño y recibirlo, de Dios y de los demás, son momentos que no pueden separarse. Al distinguirlos demasiado, corremos el riesgo de quedarnos en la teoría, de empequeñecer ambas relaciones. El amor que Dios nos tiene se hace concreto en la necesidad de mi hermano, en mi disponibilidad para estar cerca de él, para ayudarle, para acompañarle. «Necesitamos reconocer que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona»[4].


Al pie de esa misma cruz, en el lugar en el que todos hemos ganado la posibilidad de acceder a una relación cercana con Dios, está nuestra madre. La Virgen María es quien mejor ha conjugado ambos mandamientos: amaba a Dios porque amaba a los demás, y amaba a los demás porque amaba a Dios. Nuestra «madre amable» nos puede introducir, tomándonos de la mano, en ese torrente de cariño.



2 de noviembre de 2024

CONMEMORACIÓN de los FIELES DIFUNTOS

 



Evangelio (Jn 14,1-6)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dijo: — Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? — Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida — le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí».


PARA TU RATO DE ORACION 


«NO SE TURBE vuestro corazón –nos dice hoy Jesús–. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14,1-2). La memoria de todos los fieles difuntos nos ofrece la oportunidad de volver a considerar la realidad de la vida eterna, de mover nuestros afectos hacia la esperanza del encuentro definitivo con el amor verdadero y para siempre. Ninguno de nosotros ha traspasado el umbral de la muerte, así que no sabemos cómo va a ser ese momento. Dios ha querido, en su Hijo, revelarnos lo que nos aguarda en sus moradas.


«Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el “lugar del descanso” en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual él nos despierta. Con esta fe nos detenemos –también espiritualmente– ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda»[1].


«Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí –continúa diciendo Jesús–, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo»[2].


«SEÑOR, DALES el descanso eterno y brille sobre ellos la luz eterna»[3], pedimos hoy al inicio de la Misa. La situación de los fieles difuntos que todavía no han llegado al cielo es de sufrimiento y gozo al mismo tiempo. Dolor y felicidad se entretejen misteriosamente en el purgatorio. La razón de ese gozo es la certeza de que verán a Dios: han ganado la batalla, han decidido ser felices en la tierra y en el cielo. Están a un paso de la gloria y por eso la tradición cristiana les llama «benditas almas del Purgatorio».


Incluso las penas son allí fuente de alegría, porque las almas aceptan ese sufrimiento, plenamente entregadas a la voluntad divina. Con amor encendido, aunque todavía imperfecto, adoran el misterio de la santidad de Dios. Santa Catalina de Génova, conocida especialmente por su visión sobre el purgatorio, «no lo presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios»[4].


El sacerdote, en una de las plegarias eucarísticas que nos ofrece el Misal, pide a Dios en nombre de todos: «Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro»[5]. De todos los sufragios que podemos ofrecer, el más valioso es el Santo Sacrificio del Altar. La santa Misa puede celebrarse por los difuntos. La Iglesia, deseosa de que lleguen cuanto antes al cielo, permite hoy a todos los sacerdotes celebrar tres veces la santa Misa. También nos anima a rezar por nuestros hermanos que «duermen ya el sueño de la paz». La devoción del pueblo cristiano, además de la Eucaristía, encuentra en prácticas piadosas como el santo rosario, los responsos y las obras de penitencia, un verdadero camino de oración para interceder por los difuntos.


LA COMUNIÓN con toda la Iglesia, y en este caso con los difuntos, hace que «nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[6]. Los santos han sido grandes devotos de esta ayuda mutua. San Alfonso María de Ligorio afirma que podemos creer que a las almas del purgatorio «el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros»[7]. Santa Teresa del Niño Jesús, acudía con frecuencia a la ayuda de ellas y, tras recibirla, se sentía en deuda: «Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio»[8]. También san Josemaría confesaba su complicidad con ellas: «Al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del purgatorio»[9].


Esta experiencia de los santos nos muestra que el amor por quienes queremos puede ir más allá de la muerte. «Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago (...). Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal»[10].


«Nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, “puerta del cielo”, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso»[11].

1 de noviembre de 2024

FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS



 Evangelio (Mt 5,1-12a)


Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:


—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.


Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.


Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.


Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.


Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.


Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.


Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.


Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.


Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.



PARA TU RATO DE ORACION 



«ESTA ES la estirpe de quienes buscan tu rostro, Señor» (Sal 24,6). Así reza la Iglesia entera en el salmo de la Misa de esta solemnidad de todos los santos. Y así, buscando el rostro de Dios, queremos pasar este día de fiesta. «Los santos y los beatos son los testigos más autorizados de la esperanza cristiana, porque la han vivido plenamente en su existencia, entre alegrías y sufrimientos, poniendo en práctica las Bienaventuranzas que Jesús predicó y que hoy resuenan en la liturgia. Las Bienaventuranzas evangélicas son, en efecto, el camino de la santidad»1.


Sin embargo, a primera vista, si recordamos las palabras de Jesús sobre los bienaventurados, nos puede parecer un panorama no muy alentador. Lo que se nos propone es lo que instintivamente rechazamos: sufrimientos, persecución, lucha, lágrimas... Sin embargo, san Josemaría señalaba que estas virtudes son las que Jesús bendijo «en aquel Sermón de la Montaña, las que hacen verdaderamente felices, santos, beati!... Todas esas virtudes que Jesús nos enseñó con su propia vida, las deseo para todos mis hijos y para mí»2. De este modo se comprende que «la santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»3. Necesitamos, por tanto, recuperar la libertad que surge de comprender que todo puede hacerse desde el amor de Jesucristo.


Hoy, todos los santos nos impulsan a «que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios. El Señor nos anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12)»4.


«¿QUIÉN PUEDE subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 24,3-4). Sabemos que esta inocencia no consiste en no cometer nunca pecados ni faltas, o en estar libre de errores. Esta pureza se refiere, sobre todo, al corazón de quien se deja querer por Dios y no pone su esperanza en otros ídolos: seguridades, control, independencia, placeres, posesiones... «La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz»5.


Estamos convencidos de que cuando Dios nos pide algo, en realidad nos está ofreciendo su vida, su cariño. Así lo comprendió san Josemaría: «Mi felicidad terrena está unida a mi salvación, a mi felicidad eterna: feliz aquí y feliz allí»6. Comprender este modo de actuar de Dios, que se esconde donde a veces no pensamos encontrarle, es comprender que él nunca quiere nuestra infelicidad, tampoco aquí en la tierra. «Cada vez estoy más persuadido –decía también el fundador del Opus Dei–: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra»7.


¡Qué alegría da pensar en todos los santos del cielo! Fueron como nosotros: con los mismos problemas y dificultades, con idénticas esperanzas y similares flaquezas. Si dejamos hacer a Dios en nuestras vidas como ellos, si somos fieles, podremos escuchar al final de nuestra vida, de labios del Señor, estas consoladoras palabras: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). A veces podemos imaginar que son pocos los que forman parte de ese Reino. Sin embargo, una de las lecturas de hoy nos recuerda una de las visiones que tuvo san Juan. Allí aparecía «una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos» (Ap 7,9). En esta incontable muchedumbre la Iglesia celebra a hombres y mujeres, de toda edad y condición, que gozan de la felicidad sin cuento en el cielo y que en la tierra supieron permanecer en el amor de Dios.


ESTA FIESTA es particularmente bonita para los que peregrinamos en la tierra, porque en aquella multitud que alaba sin cesar al Señor están presentes muchos hermanos nuestros, muchos amigos y parientes, gente corriente y ordinaria, dispuesta a interceder por nosotros. A varios incluso los habremos conocido personalmente. No estamos solos en nuestro camino de santidad: nos encontramos unidos a todos los cristianos –a los que triunfan ya en el cielo, a los que se purifican en el purgatorio y a los que peregrinan en la tierra– por una corriente de caridad que nos da vida: la comunión de los santos.


Durante la guerra que sacudió España en los años 30 del siglo pasado, san Josemaría escribía con frecuencia a sus hijos. Y en una de esas cartas les aseguraba: «Solo me faltáis vosotros, pero, ¡si supierais cuánta compañía os hago, a cada uno, durante el día y durante la noche! Es mi misión: que seáis felices después, con Él, y ahora, en la tierra, dándole gloria»8. La comunión de los santos es la oración de unos por otros, para que la gracia acuda a sanar las heridas o a fortalecer al que más lo necesite. Se repetirá así, muchas veces, esa experiencia que narraba él mismo: «Hijo: ¡qué bien viviste la Comunión de los Santos, cuando me escribías: "ayer sentí que pedía usted por mí!"»9.


«Piensa que Dios te quiere contento y que, si tú pones de tu parte lo que puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo»10. La Virgen Santa nos alcanzará la gracia de reflejar la belleza del rostro de Cristo y, así, formar el gran mosaico de santidad que Dios quiere para nuestro mundo.