"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2025

ENCONTRAR A JESUS EN EL EVANGELIO

 



Evangelio (Mc 4, 26-34)


Y decía:


— El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga. Y en cuanto está a punto el fruto, enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega.


Y decía:


— ¿A qué se parecerá el Reino de Dios?, o ¿con qué parábola lo compararemos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.


Y con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos.


PARA TU RATO DE ORACION 


PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.


«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»1.


«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»2.


EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad3.


Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»4.


Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»5.


«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.


Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»6, y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»7. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante


30 de enero de 2025

PORTADORES DE LA LUZ DE CRISTO

 



Evangelio (Mc 4, 21-25)

Y les decía: — ¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero? Pues no hay cosa escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público. Si alguno tiene oídos para oír, que oiga.

Y les decía: — Prestad atención a lo que oís. Con la medida con que midáis se os medirá y hasta se os dará de más. Porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS HABLA el lenguaje de quienes le escuchan, un lenguaje empapado de vida ordinaria. Pregunta, por ejemplo: «¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero?» (Mc 4,21). Muchos de sus oyentes tendrían en casa un celemín, que era un pequeño cubo de madera con forma rectangular y capacidad para unos nueve litros. En este recipiente se vertía sobre todo el trigo o la harina; era indispensable para hacer pequeños negocios, así como para calcular los diezmos prescritos por la ley. Por su parte, las lámparas de uso doméstico solían ser de terracota o de bronce, con formas variadas, aunque la más corriente era una base circular con un agujero en el centro, por donde se echaba el aceite. Finalmente, los candeleros eran a menudo un simple nicho en la pared. Según algunos arqueólogos, los hebreos acostumbraban a dejar una lámpara encendida en sus casas, probablemente para mantener alejados a los merodeadores.


Cada cristiano ha recibido la luz de Cristo, que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal y de la muerte. Por gracia y misericordia del Señor, hemos acogido esa luz en nuestros corazones y, como hijos de Dios, estamos llamados a ser «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas»1. Es un gran don y una tarea inmensa. En cierto sentido, «de nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»2. «Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos (...). Hacer luz. Pero no mi luz, sino la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos»3.


QUERRÍAMOS PONER al Señor en un lugar muy alto para que su luz alcance a todos. Pero, ¿cómo llevar a la práctica esta exhortación evangélica? San Josemaría explicaba que, para la inmensa mayoría de los cristianos, difundir la luz de Cristo no consiste en dejar las ocupaciones normales y dedicarse solamente a predicar la Palabra de Dios; tampoco consiste simplemente en dedicar algunos tiempos diarios o semanales a las prácticas de piedad o a las actividades apostólicas. El fundador del Opus Dei proponía un camino más ambicioso: ser santos y apóstoles en el ejercicio de la propia profesión u oficio.


«Tú y yo somos cristianos –escribía–, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos (…). El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios»4.


Es muy alentador saber que nuestro trabajo, realizado por amor a Dios y con espíritu de servicio a los demás, nos convierte en personas que transmiten la luz divina a los demás. «Si observas la composición de un aparato eléctrico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan»5.


«NO HAY COSA escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público» (Mc 4,22), sigue diciendo el Señor. Son palabras con valor escatológico, pero también nos ayudan a considerar el reflejo que, en nuestra vida diaria, manifiesta la luz que Cristo ha encendido en nuestro interior. Cuando un cristiano procura mantener vivo su diálogo con Dios, su amor a las almas le impulsa a hablar, a compartir, a comunicar con naturalidad lo que ha significado en su vida el encuentro con Jesús. Esto sucede a menudo sin ningún esfuerzo especial. Pero quizá, en otras ocasiones, será necesario considerar la grandeza de lo que está en juego para vencer la propia timidez.


«Proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador –decía san Pablo VI–. Y es, a la vez, un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo él conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que san Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?»6.


Pidamos a nuestra Madre del cielo la humildad necesaria para abrir con sencillez nuestra alma a Jesús; y que, a través de aquel encuentro, muchos de quienes nos rodean puedan llegar a recibir con naturalidad la luz de Dios.




29 de enero de 2025

UNA SEMILLA QUE TOCA EL CORAZON

 



Evangelio (Mc 4,1-20)


En aquel tiempo, Jesús comenzó de nuevo a enseñar al lado del mar. Y se reunió en torno a él una muchedumbre tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, en el mar, mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra, en la orilla. Les explicaba con parábolas muchas cosas, y les decía en su enseñanza:


— Escuchad: salió el sembrador a sembrar. Y ocurrió que, al echar la semilla, parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotó pronto, por no ser hondo el suelo; pero cuando salió el sol se agostó, y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto. Y otra cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto: crecía y se desarrollaba; y producía el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.


Y decía:


— El que tenga oídos para oír, que oiga.


Y cuando se quedó solo, los que le acompañaban junto con los doce le preguntaron por el significado de las parábolas.


Y les decía:


— A vosotros se os ha concedido el misterio del Reino de Dios; en cambio, a los que están fuera todo se les anuncia con parábolas, de modo que los que miran miren y no vean, y los que oyen oigan pero no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone.


Y les dice:


— ¿No entendéis esta parábola? ¿Y cómo podréis entender las demás parábolas? El que siembra, siembra la palabra. Los que están junto al camino donde se siembra la palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, al instante viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Los que reciben la semilla sobre terreno pedregoso son aquellos que, cuando oyen la palabra, al momento la reciben con alegría, pero no tienen en sí raíz, sino que son inconstantes; y después, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropiezan y caen. Hay otros que reciben la semilla entre espinos: son aquellos que han oído la palabra, pero las preocupaciones de este mundo, la seducción de las riquezas y los apetitos de las demás cosas les asedian, ahogan la palabra y queda estéril. Y los que han recibido la semilla sobre la tierra buena son aquellos que oyen la palabra, la reciben y dan fruto: el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.



PARA TU RATO DE ORACION


ES TAN grande la multitud que ha comenzado a seguir a Jesús, que se ve obligado a usar de su creatividad para que sus palabras puedan llegar a los oídos de todos. Decide entonces subirse a una barca y hablar desde ahí a la muchedumbre. Entre muchas otras parábolas, se detiene especialmente a describir las condiciones para que las semillas consigan dar fruto. Se trata de una imagen con la que el Señor quiere hacernos reflexionar sobre nuestra disposición a recibir su mensaje y que, por lo tanto, apela a la sinceridad con nosotros mismos.


«Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos» (Mc 4,15). La enseñanza de Cristo se dirige a toda la persona. Es decir, no solo se refiere a ciertos aspectos de la vida, sino que interpela todo nuestro ser y, por tanto, requiere también una adhesión plena, pues lo que busca es nuestra felicidad en la tierra y en el cielo. Hoy en día, al recibir tantas noticias y estímulos, quizá podemos comportarnos como caminantes curiosos. Escuchamos distintas informaciones sin tiempo para valorarlas con pausa y sin discernir demasiado aquello que permitimos que entre en nuestro corazón. De este modo, tal vez podamos hallar dificultad para percibir con claridad lo que puede ser relevante para nuestra vida y lo que responde solamente a cierto interés superficial.


La semilla de la Palabra «está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla. A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre»[1]. Jesús nos invita a dejar que su Palabra toque nuestra cabeza y nuestro corazón. Así es como podrá arraigar y crecer, y será más difícil que el demonio se la lleve. «La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo»[2].


«HAY otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra, enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes, y cuando viene una persecución por la palabra, enseguida sucumben» (Mc 4,16-17). La alegría es una señal de que lo escuchado encuentra resonancia en el propio corazón. Toda noticia buena va acompañada de cierto gozo. Sin embargo, Jesús nos invita a reflexionar sobre la profundidad de nuestra felicidad. En este mundo, todo lo que vale la pena cuesta, y muchas veces en el sacrificio se muestran las prioridades profundas de nuestro corazón.


Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder disfrutar después en la eternidad. «La felicidad del cielo –escribió san Josemaría– es para los que saben ser felices en la tierra»[3]. La propuesta de Jesús se encamina más bien a desear aquellos ideales que dan un rumbo a nuestra vida y que nos llenan por completo, y a manifestar esos anhelos en nuestra conducta. Él sabe que hay algunas alegrías más fáciles de lograr, pero que son más superficiales, y otras que requieren un mayor esfuerzo interior porque son más profundas. Una sonrisa cuando se está de mal humor cuesta, por lo general, mucho más que el disfrute de un plato favorito, pero puede proporcionar una felicidad más perdurable porque el bien que buscamos es mucho más ambicioso: el deseo de que las circunstancias externas o internas no nos impidan ser sembradores de paz y de alegría.


Al final, como decía el fundador del Opus Dei, la verdadera felicidad no depende tanto de acumular vivencias intensas o placeres inmediatos, sino de la disposición interior de sentirse siempre acompañado por Dios: «Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban! Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. –“Laetetur cor quaerentium Dominum!” –cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»[4].


«HAY otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril» (Mc 4,18-19). A veces la semilla de la palabra divina puede ir perdiendo espacio en nuestro interior debido a las preocupaciones del día a día. Desde luego, Jesús no pretende que nos desentendamos de ellas. Posiblemente nuestra vida, como tantas otras personas, la enfocamos con el deseo de seguir a Dios en medio del mundo, y es lógico que los asuntos familiares y laborales ocupen un espacio importante de nuestro tiempo y de nuestra cabeza.


Esas ocupaciones conforman buena parte del camino a la santidad. Por eso el Señor desea que esas realidades no se queden al margen de nuestra vida cristiana, sino que sepamos vivirlas con él. «Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»[5]. El mensaje de Cristo no es un tema más de nuestra existencia, sino el horizonte desde el cual se comprenden y cobran sentido todos los demás aspectos de nuestra biografía. La semilla puede crecer cuando encuentra buen terreno e incluso si encuentra algunas zarzas en su desarrollo; si buscamos en todo momento la unión con el Señor, poco a poco encontraremos el modo de vivir conforme a su voluntad.


La parábola del sembrador, pronunciada por Jesús desde una barca, puede ayudarnos a hacer examen sobre la sinceridad interior con la que dejamos que Cristo reine en nuestros corazones. Sin duda, tenemos el deseo, como la Virgen, de ser contado entre aquellos en los que la palabra de Dios da un fruto que perdura y que regala felicidad a todos los que los rodean. «Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).

28 de enero de 2025

GUIA PARA UNA VIDA FELIZ

 



Evangelio (Mc 3,31-35)


Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:


—Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.


Y, en respuesta, les dice:


—¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?


Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:


—Éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


PARA TU RATO DE ORACION



UNA GRAN muchedumbre se encuentra junto a Jesús. Su vida pública apenas ha comenzado y ya ha despertado todo tipo de pasiones. Muchos lo escuchan atentos, emocionados por las curaciones que realiza. Otros, sin embargo, ya están planeando cómo acabar con él, pues se ha presentado como el Hijo de Dios y ha declarado que el hombre es más importante que el sábado. Es tan numeroso el gentío que lo rodea que ni siquiera su Madre y sus discípulos pueden acercarse a él. En cuanto varios advierten a Jesús que le están buscando, responde: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?». Y acto seguido concluye: «Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35).


Con la pregunta que plantea Jesús puede parecer que muestra cierta indiferencia, como si no supiera quiénes son su madre y sus hermanos. Sin embargo, con lo que añade a continuación, deja entrever el fundamento del parentesco que tiene con ellos. No son solo aquellos que le siguen de cerca o con los que tiene más confianza, sino que la familiaridad con Jesús la pueden tener todos aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios. Sus discípulos son aquellos que han puesto todas sus expectativas e ilusiones en el Señor, de forma que sus vidas giren en torno a lo qué él quiere. Aunque tendrán que ir purificando su modo de comprender y de seguir al Maestro, reconocen que, junto a él, encontrarán la voluntad divina para cada uno, y que ese caminar juntos se ha de convertir en la referencia de toda su existencia. Esta es la llave para abrir la puerta de la santidad: vivir según la voluntad de Dios[1]. Como afirmará Cristo en otra ocasión: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).


SON muchos los momentos en los que Jesús afirma que su prioridad es cumplir lo que su Padre espera de él. Incluso cuando es un niño y permanece en Jerusalén responde así cuando María y José lo encuentran en el Templo: «¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Más adelante dirá también que su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado (cfr. Jn 4,34). Este fue el deseo que guió toda su existencia.


La persona que quiere imitar a Cristo puede encontrarse con que no siempre sabe qué es lo que Dios espera de él. Y aunque lo descubra, puede también sentir la contrariedad. En este sentido, resulta consolador saber que también Jesús experimentó en Getsemaní la tensión entre sus propias fuerzas y lo que le pedía su Padre: «Si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Sabía que era difícil llevar a cabo aquello por lo que había venido al mundo. Pero el deseo de hacer la voluntad de su Padre era más grande que ese peso.


El amor a la voluntad de su Padre dio a Jesús un juicio adecuado sobre el valor de las realidades terrenas: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30). Este criterio es el que nos permite llevar una vida feliz, pues Dios es el primero que desea nuestro bien en la tierra y en el cielo. Nadie mejor que él sabe cómo construir esa felicidad, que muchas veces puede ir unida al sacrificio y al dolor. Amar su voluntad no es cuestión de someterse a unas condiciones en vista de un premio futuro, sino de confiar en la bondad de los planes de Dios, que también lo son para nosotros: su deseo es compartir su felicidad con nosotros, aunque en la tierra no sea plena. Como escribe san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).


CON FRECUENCIA san Josemaría hablaba sobre la obediencia inteligente: «Dios no nos impone una obediencia ciega». En efecto, esta virtud no consiste en poner por obra sin más lo que otro ha pedido, sino que previamente pone en juego sus capacidades para llevar adelante ese propósito. Precisamente en el huerto de los Olivos Jesús está valorando cómo actuar ante aquello que su Padre le está pidiendo. Al reconducir su voluntad humana al sí pleno a Dios, «nos dice que el ser humano solo alcanza su verdadera altura, solo llega a ser divino, conformando su propia voluntad a la voluntad divina»[2].


Es normal que a veces no sepamos cuál es la voluntad de Dios. Por eso buscamos la ayuda de la dirección espiritual, de alguien que pueda darnos un consejo. Al mismo tiempo, no siempre será fácil reconocer el sentido de aquello que nos proponen cuando choca con lo que pensábamos. Efectivamente, esa persona no es infalible, y nadie puede transmitir, sin más, la voluntad de Dios. Pero también sabemos que nosotros mismos no somos infalibles y podemos engañarnos. Y aunque un consejo no siempre se identifique necesariamente con lo que Dios quiere, el Señor cuenta con nuestra disponibilidad para secundarlo, por amor. Esto mismo es lo que el profeta Samuel transmitió a Saúl cuando le desobedeció: «¿Se complace el Señor en holocaustos y sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (1S 22). De este modo aclaraba «la jerarquía de valores: es más importante tener un corazón dócil y obedecer que hacer sacrificios, ayunos, penitencias»[3].


Después de encontrar a Jesús en el Templo, san Lucas hace notar que ni María ni José comprendieron lo que había ocurrido. Sin embargo, señala que «su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Es decir, consideraba lo que le ocurría para tratar de descubrir por qué el Señor lo permitía. Efectivamente, hay realidades que solamente llegaremos a entender completamente con el paso del tiempo. Y María, con su obediencia, supo fiarse de la voluntad de Dios.



27 de enero de 2025

LA SANTIDAD ES SIEMPRE RECOMENZAR

 


Evangelio (Mc 3, 22-30)

En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. 

Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. 

En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.


PARA TU RATO DE ORACION 


«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»1 que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.


Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»2; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»3. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).


Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.


«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»4.


Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»5. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»6. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.


SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»7. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»8, entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.


El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»9.


Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»10.



26 de enero de 2025

EL DOMINGO DE LA PALABRA

 



Evangelio (Lc 1, 1-4; Lc 4, 14-21)


Ya que muchos han intentado poner en orden la narración de las cosas que se han cumplido entre nosotros, conforme nos las transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra, me pareció también a mí, después de haberme informado con exactitud de todo desde los comienzos, escribírtelo de forma ordenada, distinguido Teófilo, para que conozcas la indudable certeza de las enseñanzas que has recibido (…).


Entonces, por impulso del Espíritu, volvió Jesús a Galilea y se extendió su fama por toda la región. Y enseñaba en sus sinagogas y era honrado por todos. Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito:


El Espíritu del Señor está sobre mí,


por lo cual me ha ungido


para evangelizar a los pobres,


me ha enviado para anunciar la redención


a los cautivos


y devolver la vista a los ciegos,


para poner en libertad a los oprimidos


y para promulgar el año de gracia del Señor.


Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y comenzó a decirles:


— Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.



PARA TU RATO DE ORACION 



EL DOMINGO DE la Palabra de Dios, que celebramos hoy, fue instituido para que crezca en nosotros «la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura»1. Por eso la Iglesia nos sugiere «que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios»2.


El origen de esta acción lo vemos en un pasaje del libro de Nehemías. El pueblo de Israel acaba de regresar a la tierra prometida, después de largos años de exilio en Babilonia. Una vez en Jerusalén, el sacerdote y escriba Esdras reúne a la asamblea, hombres y mujeres, a todos los que eran capaces de entender, y comienza a leer el libro de la ley sobre una tribuna de madera construida para la ocasión. La lectura se prolonga desde el despuntar del alba hasta el mediodía. Es conmovedora la actitud de escucha y veneración a las Escrituras de los presentes. «Esdras, el escriba, abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues sobresalía por encima de todos, y cuando lo abrió todo el pueblo se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, el gran Dios, y todo el pueblo respondió: “¡Amén, amén!”, alzando sus manos. Después se inclinaron y se postraron ante el Señor rostro en tierra» (Neh 8,5-6). Con la lectura y la explicación de los textos, el pueblo pudo encontrar en aquellas palabras el significado más profundo de los acontecimientos que habían vivido. Muchos reaccionaron con emoción, hasta las lágrimas.


El pueblo elegido experimentó muchas veces la cercanía de Dios durante su historia de salvación. Se trata de un Dios que, a través de las Escrituras, revela a los hombres la verdad más profunda de su condición de criaturas amadas, así como la manera de relacionarse con su creador y ser felices durante su tránsito por la tierra. Considerando esa bondad y cercanía de Dios, el salmista dice agradecido: «Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos» (Sal 19,8).


JESÚS REGRESA a Nazaret, «donde se había criado» (Lc 4,14). Allí, como acostumbraba hacer, acudió el sábado a la sinagoga. En ese día de descanso y oración, los judíos se reunían para escuchar la Sagrada Escritura y recibir las enseñanzas de los maestros. Después de varias oraciones, quien presidía invitaba a alguno de los presentes, que estuviera bien preparado, a leer y comentar las Escrituras. A veces, alguien se ofrecía voluntariamente para hacerlo.


Así pudo ocurrir en el caso de Jesús, que se levantó, tomó el rollo que contenía el texto y lo extendió para leer estas palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Acabada la lectura, mientras Jesús enrollaba nuevamente el manuscrito, «todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Sin duda fue un momento intenso. Había mucha expectación. Sus paisanos, que lo conocían desde pequeño, tenían muchas ganas de comprobar si era cierto todo aquello que se contaba de milagros y curaciones, de enseñanzas sabias dichas con autoridad. Esperaban, aunque quizá con cierto escepticismo, oír algo extraordinario. Pero las palabras que pronunció Jesús para comentar el pasaje del profeta fueron mucho más allá de cualquiera de sus previsiones: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).


La Escritura se ha cumplido. Lo que dice ya no son solo promesas, sino que se ha hecho realidad. La Palabra se ha encarnado en Cristo. Quienes le escuchan –y nosotros con ellos– son esos cautivos, ciegos y oprimidos, que ahora pueden recibir la gracia del Señor. Dios, que ya se había hecho cercano en la Sagrada Escritura, ahora se ha acercado a nosotros de un modo inesperado e inaudito: asumiendo nuestra condición humana. La palabra de Dios adquiere un nuevo sentido. Descubrimos que, en realidad, toda ella habla de Cristo. «Hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla»3.


«COMO CRISTIANOS somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre (…). Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros»4.


No siempre logramos escuchar a Dios. Vivimos en un mundo donde hay muchas palabras, ruidos, distracciones. Quizás a veces nos sentimos un tanto abrumados. Esto no nos facilita algo aparentemente tan sencillo como la escucha, la atención reflexiva, la acogida de las palabras que realmente cuentan. Posiblemente es un aspecto que podemos fomentar: pedir al Señor más deseos de escucharle cuando se proclama su Palabra durante la santa Misa, cuando leemos por nuestra cuenta la Biblia, cuando hacemos un rato de oración meditando los textos sagrados.


«Cuando se ama a una persona –enseñaba san Josemaría– se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo (...). Hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»5. En este camino de escucha de la Sagrada Escritura, nos acompaña la Virgen, que fue llamada bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). Pidamos a María que, como ella, sepamos acoger y custodiar en nuestro corazón lo que el Señor quiere transmitirnos con su Palabra.


25 de enero de 2025

CONVERSION DE SAN PABLO



 Evangelio (Mc 16,15-18)


En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:


— Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.


PARA TU RATO DE ORACION 


CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).


Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).


Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol»1. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.


LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da»2. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).


El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación»3.


San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión»4. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).


«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran»5. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).


Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.


En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos»6. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.


Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.



24 de enero de 2025

UNIDAD

 



Evangelio (Mc 3,13-19)


Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con potestad de expulsar demonios: a Simón, a quien le dio el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes les dio el nombre de Boanerges, es decir, «hijos del trueno»; a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo y a Judas Iscariote, el que le entregó.



PARA TU RATO DE ORACION 



«JESÚS SUBIÓ AL MONTE, llamó a los que quiso y se fueron con Él» (Mc 3, 13). Es fácil darse cuenta de que se trata de un momento decisivo para el Señor, pues ellos serán quienes continuarán su misión. En la narración de san Marcos hay un detalle simbólico que nos introduce en la importancia sobrenatural del momento: «Jesús subió al monte». Por lo que nos cuenta el pasaje de la Escritura, el monte no se refiere solo a un lugar físico, sino que también es una imagen de la oración que está por encima del ajetreo y la actividad cotidiana: simboliza el lugar de la comunión con Dios.


Los apóstoles, por tanto, son engendrados en la oración de Jesús al Padre, proceden de la intimidad Trinitaria. «Su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre, y está anclada en él»1. Por eso, Jesús considera a cada apóstol como un don del Padre y habla de sus discípulos como de «los que me has dado» (Jn 17,9). También, en otro momento, se refiere al Padre como el dueño de la mies, a quien hay que pedir obreros (cfr. Mt 9,38). La llamada y la misión del apóstol se origina y permanece en la conversación amorosa entre el Padre y el Hijo. De ahí, del seno de la Trinidad, de ese monte que es en realidad un volcán, brota el fuego que debe mover toda acción apostólica.


Al compartir el Evangelio con los demás, «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu»2; el cristiano se convierte en apóstol en el monte de la oración. Ahí recibe el encargo de Jesús y ahí se renueva continuamente el calor de ese mandato. La ocupación más importante del apóstol consiste, por lo tanto, en frecuentar esa cima donde se transmite el fuego del amor de Dios. Si el apostolado pierde ese centro, es fácil que se torne en un conjunto de tareas vividas, quizás, como una pesada obligación que contradice los propios deseos, y no como algo natural que surge de nuestra identidad de apóstoles.


«INSTITUYÓ A DOCE, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A primera vista, las dos finalidades por las que Jesús escoge a los suyos pueden parecer opuestas: estar junto a él y enviarlos lejos. Y, sin embargo, son dos aspectos de una misma misión. Para los doce, estar con Cristo va a ser, al principio, convivir con él. Pero, pasado el tiempo, estar con Jesús acabará adquiriendo un significado interior. Los apóstoles tendrán que pasar de la comunión exterior con Jesús, a la interior. Los doce tendrán que aprender a vivir con Jesús de tal modo que puedan estar continuamente con él, incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra.


Solo quien vive en el amor de Cristo, puede anunciarlo a los demás con autenticidad. Si el apostolado no es auténtico, produce fatiga, hastío, desazón. No da calor porque le falta el fuego. «Ya hace muchos años considerando este modo de proceder de mi Señor –decía san Josemaría–, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior»3.


De esa comunión con Cristo brota el poder para expulsar los demonios. Jesús los envió para predicar, y también «para que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3, 15). Un apostolado que no nace del amor de Cristo, por su parte, tiene sus propios demonios: los celos, las comparaciones, las envidias… El apostolado auténtico está marcado por el sello de la caridad, de la fraternidad, de la comprensión, de la unidad, porque nace de la misma fuente ardiente de comunión con Cristo.


EL GRUPO DE LOS DOCE tuvo que aprender a ejercitarse en la caridad. Cuando leemos la lista de los doce apóstoles, no nos encontramos con un grupo homogéneo. No se han elegido unos a otros, como se eligen los amigos. Dios ha elegido a cada uno, y son muy distintos unos de otros, en su origen, maneras de ser, costumbres… Al parecer, Simón el de Caná y Judas Iscariote pertenecían al grupo radical de los zelotes. Podemos imaginar cómo les hervía la sangre con todo lo que se refería a la ocupación romana. Mateo, sin embargo, era un recaudador de impuestos: trabajaba para los romanos. Los pescadores Pedro y Andrés, hermanos, mandaban en lo que podía ser una pequeña cooperativa de pesca, en la que los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, de carácter impetuoso, eran empleados. ¿Cómo sería la relación entre ellos? Probablemente tendría sus altibajos. Felipe y Andrés, por su parte, tienen nombre griego, y a ellos acuden los visitantes griegos venidos para la Pascua.


«Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse al “celo” de Jesús, que se consumará en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los doce representan a la Iglesia de todos los tiempos, y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús»4. Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, la caridad entre los apóstoles ha sido, desde el principio, la piedra de toque del auténtico apostolado. Ubi divisio, ibi peccatum, decía Orígenes: donde hay división, ahí está el pecado. Por el contrario, como reza el canto, Ubi caritas est vera, Deus ibi est: donde hay caridad, ahí está el Señor. Mirar cómo se aman entre ellos ha sido, desde los inicios de la Iglesia, la señal inequívoca de la presencia de Cristo entre los cristianos. Y, también desde los inicios, santa María era el foco de unidad alrededor del cual todos se congregaban (cfr. Hch 1,14).

23 de enero de 2025

La llamada de Dios es para todos


Hoy es el aniversario de la elección del Padre Fernando Ocariz como prelado del Opus Dei

Mons. Fernando Ocáriz nació en París, el 27 de octubre de 1944, hijo de una familia española exiliada en Francia por la Guerra Civil (1936-1939). Es el más joven de ocho hermanos.

Es licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de Barcelona (1966) y en Teología por la Pontificia Universidad Lateranense (1969). Obtuvo el doctorado en Teología, en 1971, en la Universidad de Navarra. Ese mismo año fue ordenado sacerdote. En sus primeros años como presbítero se dedicó especialmente a la pastoral juvenil y universitaria.

Es consultor del Dicasterio para la Doctrina de la Fe desde 1986 (cuando era Congregación para la Doctrina de la Fe) y del Dicasterio para la Evangelización desde 2022 (anteriormente, desde 2011, del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización). Entre 2003 y 2017 fue consultor de la entonces Congregación para el Clero. En 1989 ingresó en la Pontificia Academia Teológica. En la década de los ochenta, fue uno de los profesores que iniciaron la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), donde fue profesor ordinario (ahora emérito) de Teología Fundamental.

Algunas de sus publicaciones son: The mystery of Jesus Christ: a Christology and Soteriology textbook; Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural. Otros volúmenes tratan temas de índole teológica y filosófica como Amar con obras: a Dios y a los hombresNaturaleza, gracia y gloria, con prefacio del cardenal Ratzinger. En 2013 se publicó un libro entrevista de Rafael Serrano bajo el título Sobre Dios, la Iglesia y el mundo. Entre sus obras hay dos estudios de filosofía: El marxismo: teoría y práctica de una revolución; Voltaire: Tratado sobre la tolerancia. Además, es coautor de numerosas monografías, y autor de numerosos artículos teológicos y filosóficos.

Vicario general del Opus Dei desde 1994 hasta 2014, cuando fue nombrado Vicario auxiliar de la prelatura. Durante los últimos 22 años ha acompañado al anterior prelado, Mons. Javier Echevarría, en sus visitas pastorales a más de 70 naciones. Desde el 23 de enero de 2017 es prelado del Opus Dei.

En los años 60, siendo estudiante de Teología, convivió en Roma con san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Desde joven es aficionado al tenis, deporte que sigue practicando.


 Evangelio (Mc 3,7-12)


Jesús se alejó con sus discípulos hacia el mar. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea y de Judea. También de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía. Y les dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le aplastasen; porque sanaba a tantos, que todos los que tenían enfermedades se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus impuros, cuando lo veían, se arrojaban a sus pies y gritaban diciendo:


—¡Tú eres el Hijo de Dios!


Y les ordenaba con mucha fuerza que no le descubriesen.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN DIVERSAS ocasiones Jesús lleva a sus apóstoles a lugares apartados para descansar con ellos. La predicación del Evangelio es un trabajo extenuante. Muchas veces no tienen tiempo ni para comer. Sin embargo, algunas veces esos intentos de retirarse en busca de tranquilidad no daban buen resultado, porque quienes buscaban a Jesús lograban descubrirlos. Así lo refleja san Marcos: «Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón» (Mc 3,7-8). Es tal el entusiasmo de las gentes, que Jesús tiene que protegerse para no ser aplastado: «Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío» (Mc 3,9). La fama del Señor había traspasado fronteras: no son únicamente galileos, paisanos suyos, los que le escuchan con gusto, sino que son gentes de todas las comarcas, incluso de lugares más lejanos como Tiro o Sidón. Este recorrido que hace la Escritura por los lugares de procedencia de la muchedumbre es signo y preludio de la universalidad del Evangelio: la llamada de Dios no es para unos pocos, de cierto origen geográfico, pertenencia cultural o poseedores de algún bagaje intelectual concreto. La llamada es para la humanidad entera.


La alegría de llevar el Evangelio ha empujado a muchos santos a cruzar el planeta de un extremo a otro. San Josemaría soñaba con llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La evangelización era para él un «mar sin orillas», una tarea que no tiene límites. A este respecto le gustaba utilizar el mapa del mundo como motivo decorativo, porque le ayudaba a rezar por la expansión de la fe tanto geográficamente como para encender a más gente en el lugar propio. «La universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia abraza a todo el universo. Los apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna»1.


EN ESTOS primeros meses acompañando a Jesús, los apóstoles pudieron tocar con sus manos el fruto de su trabajo apostólico, vieron numerosas curaciones y conversiones. Todos ellos participan con gozo del entusiasmo que suscita Cristo a su alrededor. Sin embargo, más adelante el Señor les anuncia que no será siempre así, ya que también experimentarán la prueba de las contradicciones: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles (…): esto os sucederá para dar testimonio (…). Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21,12-17). Con el tiempo se cumplieron estas palabras, y sus apóstoles experimentaron en propia carne el sabor del fracaso, al menos aparente; asistieron con dolor al abandono de muchos discípulos e incluso a la traición. Todos tuvieron que aprender a superar las dificultades que entrañaba la predicación del nombre de Jesús. Dios nos llama a «una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»2. Tanto en los momentos de gozo como en los de dolor, el discípulo no puede olvidar que está con Cristo, y que esto es lo verdaderamente decisivo.


Todos los hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, buscamos el rostro de Jesús. Esta certeza nos mueve a no detenernos cuando arrecien los obstáculos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad», exclamaba san Juan Pablo II a una multitud de jóvenes que había llegado a Roma desde todas las partes del mundo. «Es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»3. Encontrar a Jesús es un regalo más grande que cualquier obstáculo del camino.


«COMO había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo» (Mc 3,10). La gente, que ha venido de los cuatro puntos cardinales, se agolpa en torno al Señor y quieren tocarlo. Esta es una imagen de lo que queremos hacer los cristianos sobre todo al recibir los sacramentos, pero también al pasar un tiempo de oración delante del sagrario, o simplemente al besar un crucifijo. Buscamos ese contacto con Cristo también cuando cuidamos de los enfermos, de las personas necesitadas o de los ancianos: tocando sus «llagas, acariciándolas, es posible adorar al Dios vivo en medio de nosotros»4.


Jesús es el camino para nuestra salvación. Su humanidad atrae nuestros corazones porque sabemos que no cansa ni decepciona. Es verdad que en el amor radica nuestra felicidad, pero incluso en las relaciones humanas más profundas podemos encontrar «una cierta medida de desilusión»5, porque nadie nos puede dar lo que nos ofrece Dios en su Hijo. «Solo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano»6.


Para continuar atrayendo a muchos a Cristo, necesitamos acercarnos a él en los sacramentos, en la oración y en las demás personas, para recibir allí la vida sobrenatural. Encontrar siempre a Jesús nos dará energía y consuelo en nuestro apostolado. «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado (…) depende de su unión vital con Cristo»7. Al descubrir a Cristo en lo que nos rodea nos llenaremos de fecundidad apostólica, quizás distinta a la que imaginábamos. María es testigo feliz de la marea de personas que corren detrás de su Hijo, buscando luz y salvación. Con el aliento de quien es Reina de los apóstoles iremos al encuentro con Cristo para, después, poder compartirlo con los demás.

22 de enero de 2025

JESUS ES DIOS

 



Evangelio (Mc 3,1-6)

De nuevo entró en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía la mano seca. Le observaban de cerca por si lo curaba en sábado, para acusarle. Y le dice al hombre que tenía la mano seca:

— Ponte de pie en medio.

Y les dice:

— ¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela?

Ellos permanecían callados. Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor, entristecido por la ceguera de sus corazones, le dice al hombre:

— Extiende la mano.

La extendió, y su mano quedó curada.

Nada más salir, los fariseos con los herodianos llegaron a un acuerdo contra él, para ver cómo perderle.


PARA TU RATO DE ORACION 


SIGUIENDO lo establecido por la ley de Moisés, Jesús acudía todos los sábados con sus discípulos a la sinagoga. Allí se congregaba el pueblo de Dios para escuchar y meditar la ley del Señor. En el Evangelio de hoy contemplamos que un hombre, con la mano paralítica, se presenta allí precisamente un sábado, tal vez con la esperanza de encontrarse con el Señor. Jesús, al observarlo, se conmueve por su enfermedad y decide realizar el milagro. Podemos imaginar que la curación de este enfermo tendría que haber sido para todos un motivo de alegría; sin embargo, para algunos, fue ocasión de sospecha y discusión.

Los fariseos espiaban los movimientos del Señor y le criticaban por hacer milagros en sábado. Jesús conocía muy bien la desviada jerarquía que reinaba en sus corazones: preferían el cumplimento de una disposición, que ellos mismos habían establecido, al alivio de una persona que sufría. Muchas prescripciones, desprendidas de su espíritu inicial, se habían convertido en una pesada carga de formalidades. El sábado era importante para Cristo, pero el sufrimiento de este hombre no le resultaba indiferente. En su corazón, muy humano y muy divino, el amor prevalece siempre. Podemos mirar y aprender de Jesús a cultivar una buena jerarquía de valores porque, como se ve en la discusión, no todo tiene el mismo nivel de importancia.

Antes de realizar el milagro, Jesús había planteado el problema a los fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela? (Mc 3,4). El silencio de la respuesta entristece al Señor. «Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor», le dijo al enfermo: «extiende la mano» (Mc 3,5). Y su mano recuperó inmediatamente el movimiento. Jesús pone de relieve que por encima de cualquier precepto o costumbre está el valor y el bien de la persona. «La ordenación de las cosas debe someterse al orden personal y no al contrario»1. La prioridad es siempre cada uno, cada una. Así se comportó Cristo y así queremos vivir sus discípulos.


AUNQUE EN SÁBADO no se podían realizar la mayoría de las actividades ordinarias, Jesús aprovecha las visitas a las sinagogas para curar. No hay nada que pueda frenar su corazón misericordioso. «Considerado místicamente –comenta san Beda– este hombre que tenía la mano seca representa al género humano infecundo para el bien, pero curado por la misericordia de Dios»2. Todos los milagros de Jesús son momentos para manifestar su misericordia y hacernos más capaces de disfrutar de su acción salvadora. No están circunscritos a unos días concretos o a lugares especiales. Todos los días son buenos para hacer el bien, para aliviar una pena, para dar esperanza; también lo es una sinagoga o un sábado cualquiera.

En este pasaje del Evangelio podemos ver una doble esclavitud: la del hombre con la mano paralizada, esclavo de su enfermedad; y la de los fariseos, esclavos de su religiosidad formalista. Jesús «libera a ambos: hace ver a los rígidos que aquella no es la vía de la libertad; y al hombre de la mano paralizada le libera de la enfermedad»3. Dios está incluso por encima de las cosas de Dios, quiere que busquemos nuestra seguridad solamente en él porque así seremos verdaderamente libres. Con esta forma de actuar, el Señor va revelando poco a poco su identidad; va depurando la imagen de Dios que se habían forjado sus contemporáneos y la que nos hemos forjado también nosotros. Jesús es el Mesías que el pueblo llevaba tantos siglos esperando, es quien viene definitivamente a cortar la distancia de Dios con los hombres.


EN EL NUEVO pueblo de Dios, la Iglesia, el sábado ha dado paso al domingo. Desde el principio, los cristianos le dieron un valor muy especial al día después del sábado. En él se reunían para recordar la resurrección del Señor, de la que muchos habían sido testigos. Aunque durante los primeros años mantuvieron la costumbre judía, con la llegada de los primeros gentiles comienzan a considerar el primer día de la semana como dies Domini, el día del Señor.

El domingo es el día de Cristo porque celebramos su resurrección. Es un día de alegría y de esperanza. «Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la nueva creación»4. Es un día dedicado a Dios y, al mismo tiempo, es también el «día del hombre»5, en el que aprovechamos para descansar cultivando la vida familiar, cultural, social. Los cristianos santificamos el domingo dedicando a nuestras familias «el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana»6. Y el Catecismo de la Iglesia recuerda que el domingo también «está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos»7, tal como lo hizo el Maestro en la sinagoga.

La «perla preciosa» que está en el centro de esta jornada es la Eucaristía. «La participación en la Misa dominical no tiene que ser experimentada por el cristiano como una imposición o un peso, sino como una necesidad y una alegría. Reunirse con los hermanos, escuchar la Palabra de Dios, alimentarse de Cristo, inmolado por nosotros, es una experiencia que da sentido a la vida»8. La Madre de Jesús, como es lógico, está especialmente presente en este día. «De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María»9. Nosotros no queremos dejar de unirnos a su gozo por la resurrección de Cristo.



21 de enero de 2025

Magnanimidad: ánimo grande

 


Evangelio (Mc 2, 23-28)


Un sábado pasaba él por entre unos sembrados, y sus discípulos mientras caminaban comenzaron a arrancar espigas. Los fariseos le decían:


— Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?


Y les dijo:


— ¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio necesitado, y tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempos de Abiatar, sumo sacerdote, y comió los panes de la proposición –que sólo a los sacerdotes les es lícito comer– y los dio también a los que estaban con él?


Y les decía:


— El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Por tanto, el Hijo del Hombre es señor hasta del sábado.



PARA TU RATO DE ORACION 


MUCHAS DE LAS JORNADAS que pasaban los apóstoles junto a Jesús eran, seguramente, agotadoras. En numerosas ocasiones la muchedumbre se agolpaba en torno al maestro de Nazaret. A las curaciones y a los discursos llenos de vida, habría que sumarle los tantos kilómetros recorridos. Los discípulos debían de estar más o menos acostumbrados a momentos de cansancio y hambre. Por eso comprendemos la escena que nos relata el evangelio de la Misa de hoy: mientras pasan por un sembrado de trigo, los apóstoles no dudan un segundo en arrancar algunas espigas. Quizás también nosotros, después de un día de luchas y trabajos cotidianos, solo pensamos en un merecido descanso, y Jesús defiende esa actitud de sus apóstoles.


No es el propietario del sembrado el que se enfada con los apóstoles hambrientos; son los fariseos quienes, escandalizados de que hicieran tal cosa en sábado, empiezan a murmurar contra los discípulos de Jesús. «Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» (Mc 2,24). Puede llamar la atención la frecuencia con que vemos en la Sagrada Escritura a estas autoridades judías juzgar a los demás, intentar evaluar las actuaciones de quienes les rodean. No se dan cuenta que esos discípulos van caminando por los campos con Dios hecho hombre. También nosotros, en medio de nuestras tareas ordinarias, podemos sentir cercana y amable la presencia de Jesucristo que, lejos de quitarnos la libertad, nos ayuda a que nos movamos con más soltura en medio de este mundo que nos pertenece.


«Al ser fundamento, la filiación divina da forma a nuestra vida entera: nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»1. Sentirnos hijos de Dios y, por lo tanto, hermanos de Jesucristo, nos permite trabajar y descansar en la tranquilidad de su amor.


AÚN CONSIDERANDO la actitud orgullosa de los fariseos, la respuesta de Jesús resulta sorprendente, sobre todo si se escucha con los oídos de los judíos de su tiempo: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La segunda parte de la frase realza la divinidad de Jesús. Si el sábado era el día divino por excelencia, el Señor, al ubicarse por encima de sus reglas y preceptos, está dejando en claro que el nuevo sentido del culto y de la vida moral es él. Esta verdad es de suma importancia para nuestra propia vida interior. Por eso podemos pedir a Jesús que nuestras prácticas de piedad y el cumplimiento de los mandamientos nunca sean algo vacío, sino que impliquen siempre una manifestación de la plenitud que experimentamos al seguirlo a él.


«Todos los que tienen fe en Jesucristo están llamados a vivir en el Espíritu Santo, que libera de la Ley y, al mismo tiempo, la lleva a cumplimiento según el mandamiento del amor»2. Estar enamorados de Jesucristo y pedir en todo momento al Espíritu Santo que nos ayude a discernir la voluntad de Dios para nosotros, nos hace muy libres. Superamos así la casuística de si podemos o no hacer esto o aquello —por ejemplo, comer de las espigas del sembrado—, porque sabemos que Dios no tiene la mirada enjuiciadora de los fariseos, sino el rostro amable y exigente de un buen padre.


Al sabernos amados por Dios, queremos también manifestarle en todo momento nuestro amor con pequeños actos de cariño. Así, nuestros días se transforman en oportunidades estupendas para arrancarle una sonrisa a Jesús. A veces nos cansaremos, no conseguiremos llevar a cabo todos los propósitos, incluso podemos caernos o alejarnos de ese amor de Dios. Pero si no olvidamos que lo realmente importante de nuestra vida es el cariño que Dios nos regala desinteresadamente, entonces siempre nos queda la libertad de volver a andar tras su amor. «Que el Señor nos ayude a caminar en la vía de los mandamientos, pero, mirando el amor de Cristo, con el encuentro de Cristo, sabiendo que el amor de Jesús es más importante que todos los mandamientos»3.


«EL SÁBADO se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La primera parte de la respuesta de Jesús esconde una importante enseñanza. El Señor no quiere que nuestro seguimiento a su llamada nos empequeñezca el alma o nos genere preocupaciones innecesarias. Todo lo que él ha dispuesto, también en los detalles más cotidianos de nuestra vida, está encaminado a que seamos felices. Por eso quiere, al mismo tiempo, que poseamos una grandeza de horizonte y de corazón propia de un hijo de rey, pues eso es lo que somos. Podemos pedir a Jesús una virtud muy querida por san Josemaría, y que es indispensable para experimentar el vértigo de una vida junto a Dios: la magnanimidad.


«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»4. El magnánimo no pierde sus energías reflexionando sobre cuánto dar o hasta dónde vale la pena llegar, porque se da por completo y solo le interesa llegar hasta la meta, que es Cristo.


«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). La vida de nuestra Madre fue dichosamente magnánima, porque supo alegrarse en la salvación de Dios. Santa María, puerta del cielo y estrella de la mañana, no se cansa de rogar por nosotros a Dios para que nos sintamos cada vez más hijos