"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de abril de 2025

SOMOS APÓSTOLES

 



Evangelio (Juan 3, 16-21)


Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. 


Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.


PARA TU RATO DE ORACION 


«VINO LA LUZ AL MUNDO y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios» (Jn 3,19-21). Con estas palabras que leemos en el evangelio, continúa la conversación de Jesús con Nicodemo. Aparece un tema recurrente en el libro de san Juan: Cristo es la luz del mundo y quien le sigue «no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). La luz que Cristo trajo al mundo no fue deslumbrante: acogerla o no, acercarse o mirar hacia otro lado, dependía de la libertad de cada corazón. De hecho, la luz fue rechazada por muchos. Otros incluso intentaron apagarla. Pero el plan divino de salvación supera cualquier esquema humano.

La luz de Cristo resucitado sigue siendo una luz de amor, que no se impone, sino que se presenta humilde, discreta, a la libertad de los hombres. No quiere avasallarnos ni pasar por encima de nuestra posibilidad de elección. Pero cuando se la acoge bajo esta apariencia de debilidad, se demuestra capaz de disipar las tinieblas más densas. «Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte –él vive– y la fe en él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cfr Jn 10,10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»[1].


EL SEÑOR, que se manifestó como la luz del mundo, también dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (Lc 5,14). Todos estamos llamados a ser luz y a formar con los demás cristianos un resplandor cada vez más amplio: «La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos»[2].

Este fue el caso de los primeros cristianos, que tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 3,32). «La comunidad renacida tiene la gracia de la unidad, de la armonía. Y el único que puede darnos esa armonía es el Espíritu Santo, que es la armonía entre el Padre y el Hijo, es el don que hace la armonía»[3]. El Paráclito los mantenía unidos y los impulsaba a evangelizar: de esta manera, como relata la Sagrada Escritura, la Iglesia fue creciendo con rapidez. Ciertamente, junto a la luz de la fe, seguían estando presentes las tinieblas y no faltaron los problemas. En la Misa de hoy se lee cómo, al ver que cada vez más personas abrazaban el cristianismo, las autoridades «prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública» (Hch 5,18). De un modo u otro, tampoco faltarán dificultades en nuestra vida cuando procuremos difundir a nuestro alrededor la luz de Cristo. Ante la impresión de que los frutos son pocos o de que nuestras condiciones personales tampoco son las mejores, podemos repetir con el salmista: «Cuando el pobre invoca, el Señor lo escucha» (Sal 33,7). Esta sería también la actitud de los apóstoles mientras permanecían encerrados en la cárcel. Y el consuelo de Dios no tardó en llegar.


«UN ÁNGEL del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al Pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”. Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar» (Hch 5,19-21). Aunque no se describe la aparición del ángel, debió de ser impresionante. Con las primeras luces del día, y sabiendo que volverían a ser arrestados, los apóstoles emprendieron aquella indicación. Lo hicieron no como quien cumple un encargo externo sino como quien lleva adelante una misión propia, una tarea que había pasado a ser parte constitutiva de cada uno; no solo hacían apostolado sino que eran y se sentían apóstoles, testigos de un acontecimiento que había transformado sus vidas.

También nosotros «hemos de llenar de luz el mundo (…) –escribió san Josemaría–. Nada puede producir mayor satisfacción que el llevar tantas almas a la luz y al calor de Cristo. Personas a las que nadie ha enseñado a valorar su vida corriente, para quienes lo ordinario parece vano y sin sentido, que no aciertan a comprender y a pasmarse ante esa gran verdad: Jesucristo se ha preocupado de nosotros, hasta de los más pequeños, hasta de los más insignificantes. A todas las gentes habéis de decir: también a vosotros os busca Cristo, como buscó a los primeros doce, como buscó a la mujer samaritana, como buscó a Zaqueo; como al paralítico: surge et ambula (Mc 2,9), levántate que el Señor te espera; como al hijo de la viuda de Naín: tibi dico, surge! (Lc 7,14), a ti te lo digo, levántate de tu comodidad, de tu poltronería, de tu muerte»[4].

Pidamos a nuestra Madre del cielo que se mantenga muy viva en nosotros la conciencia de que somos apóstoles, de manera que sepamos secundar la acción del Espíritu Santo para que muchas almas se acerquen a Dios.

29 de abril de 2025

Santa Catalina de Siena

 


Evangelio (Juan 3, 1-8)


Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:

—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.

Contestó Jesús y le dijo:

—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.

Nicodemo le respondió:

—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?

Jesús contestó:

—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.



PARA TU RATO DE ORACION 


Santa Catalina de Siena, intercesora del Opus Dei

Catalina Benincasa, conocida como santa Catalina de Siena, nació en Siena el 25 de marzo de 1347 y falleció en Roma el 29 de abril de 1380. Es copatrona de Europa e Italia y doctora de la Iglesia. San Josemaría apreciaba su amor incondicionado a la Iglesia y al romano pontífice. Parece que la idea del fundador del Opus Dei de invocar a santa Catalina para el apostolado de la opinión pública se remonta a 1964.


EN LA FIESTA de hoy, la liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios la siguiente oración: «Señor Dios, que hiciste a santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la pasión de tu Hijo y en su entrega al servicio de la Iglesia; concédenos, por su intercesión, vivir asociados al misterio de Cristo para que podamos llenarnos de alegría con la manifestación de su gloria»[1]. Estas palabras resumen la vida de la santa que celebramos: un amor ardiente por Jesucristo que la llevó a dedicarse a trabajar por los demás y por la Iglesia.


Catalina Benincasa nació en el año 1347 en Siena, en el seno de una familia numerosa. Desde su infancia cultivó una profunda piedad que la impulsó a dedicar su vida al Señor, a pesar de la incomprensión de su familia. A los dieciocho años consiguió ser aceptada entre las mujeres terciarias dominicas de la ciudad. Siguió viviendo en casa de sus padres, llevando una intensa vida de oración en medio del lógico ajetreo de una familia con muchos hijos. A los veintiún años, Catalina tuvo una experiencia que marcaría para siempre su vida: comprendió que Dios la llamaba a dedicarse con todas sus fuerzas a realizar obras de caridad y a trabajar por la conversión de los pecadores. A san Josemaría le atraía precisamente que esta santa «estaba en la calle, y en su alma ella hizo su celda interior, de modo que en cualquier lado que estuviera, no salía de la celda»[2]. Con aquella decisión, comienzan unos años en los que la joven se mueve por la ciudad de Siena para cuidar de los enfermos, a la vez que encendía los corazones de muchas personas en el amor a Dios y al prójimo.


«No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,14-15). Catalina había sido iluminada por el rostro amable de Jesús y comprendió que su luz no podía quedarse encerrada en las paredes de su casa. Generó así una revolución a su alrededor, hecha de oración y de obras de servicio.


TANTO EN EL epistolario de santa Catalina como en su conocida obra El diálogo, llama la atención la armonía entre doctrina y experiencia mística, sobre todo si tenemos en cuenta que la santa no había podido recibir una formación cultural amplia. Acudió, sin embargo, desde muy joven a la predicación de los padres dominicos en su ciudad: allí escuchaba con atención las explicaciones de la Escritura, los ejemplos de las vidas de los santos o las catequesis sobre la fe. Pasado el tiempo, también alimentaría su vida interior con la orientación de un director espiritual del lugar.


En santa Catalina se cumplen aquellas palabras que Jesús pronunció un día, lleno de gozo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). «La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas (...). Si tú sabes muchas cosas pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los “pequeños”, a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, sienten la necesidad de él y esperan todo de él; tienen el corazón abierto y confiado hacia el Señor»[3]. Santa Catalina acogió las luces que el Señor le iba concediendo y así alcanzó un profundo conocimiento del misterio de Dios. «¡Oh inestimable, dulcísima caridad! –escribe–. ¿Quién no se enardece con tanto amor? ¿Qué corazón puede resistir sin desfallecer? Tú, abismo de caridad, parece que enloqueces por tus criaturas, como si no pudieses vivir sin ellas, aunque seas un Dios que no precisa de nosotros. Por nuestras buenas obras no crece tu grandeza, porque no puede sufrir mutación; de nuestro mal no se te sigue daño, porque eres el sumo y eterno Bien. ¿Quién te mueve a tanta misericordia?»[4].


Llevada por esa intensa contemplación, la santa de Siena comunicaba el amor de Dios a la gente que tenía a su alrededor. Comenzó por quienes se reunían para escucharla y para ser alentados en su vida espiritual. Pero ese desbordarse de su vida interior no acabó ahí: pasados los años, dirigiría cartas a numerosas personas, muchas de ellas personajes públicos de la época. No pocas veces sus misivas iban acompañadas de llamadas a vivir de manera coherente con el Evangelio y a buscar la voluntad divina. De su relación íntima con Jesús sacaba la energía para hablar de Dios con claridad y dulzura.


ENTRE TANTOS cristianos que se han inspirado en la vida de santa Catalina encontramos a san Josemaría. Desde joven tuvo una devoción especial por ella; por ejemplo, solía llamar catalinas a las anotaciones que hacía sobre los sucesos de su vida interior. «A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina –confesaba el fundador del Opus Dei–, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana»[5]. Así, en 1964 el fundador del Opus Dei decidió nombrarla intercesora para un apostolado por el que guardaba una especial estima: el de informar con la caridad de Cristo el amplio campo de la opinión pública.


Jesús es la verdad que ilumina a todo hombre y lo rescata de la oscuridad. Ofrecer esta luz a los demás –procurando tenerla encendida primero en nuestra vida– es una de las obras de misericordia. Así, llevar nuestra fe a los demás «es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente mediante el testimonio: como testigo, con el servicio. El servicio es un modo de vivir (...). Si digo que soy cristiano y vivo como tal, eso atrae (...). La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro»[6].


Santa Catalina, antes de exhortar a alguien a acercarse más a la fe, había pasado mucho tiempo cuidando a los enfermos de su ciudad. La misma caridad que la llevó a dedicarse a los más necesitados la movió después a escribir cartas en las que invitaba a ser fieles hijos de la Iglesia. La credibilidad de su mensaje se apoyaba en una vida en la que resplandecía el amor a Dios y al prójimo. A ella y a nuestra Madre les pedimos que intercedan ante Dios para que nos conceda una caridad que se alimente en la oración, se manifieste en obras de amor y anuncie la verdad que conduce a la vida. «La enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el cual hemos sido amados (cf. 1 Gv 4, 10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor!»[7].




28 de abril de 2025

Somos hombres nuevos

 



Evangelio (Juan 3, 1-8)


Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:


—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.


Contestó Jesús y le dijo:


—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.


Nicodemo le respondió:


—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?


Jesús contestó:


—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE EL TIEMPO de Pascua, la primera lectura de la Misa sigue la narración de los Hechos de los Apóstoles, el libro que nos relata los primeros pasos de la Iglesia. Se trata de la mejor fuente para acercarnos a la vida de los primeros cristianos, en quienes san Josemaría encontraba luces para los cristianos de nuestro tiempo. Se percibe que en esas primeras comunidades reinaba un clima de alegría, de profunda gratitud, de entusiasmo sobrenatural que les impulsaba a compartir su fe con todos. No se ocultan las dificultades que existían, tanto externas como, a veces, también internas a la Iglesia; pero ni a unas ni a otras se les concede demasiada importancia: palidecen ante la grandeza de la vida de la gracia y la acción del Espíritu Santo.


Pedro y Juan regresan tras haber sido arrestados durante una noche por orden de las autoridades. El revuelo fue grande al ver que muchas personas, después de escuchar a estos apóstoles y de asistir a un milagro, habían creído en Jesús. Tras interrogarlos, amenazarlos y exhortarlos a no seguir predicando, los guardias tuvieron que dejar en libertad a Pedro y a Juan por temor al pueblo, «porque todos glorificaban a Dios por lo ocurrido» (Hch 4,21). A su vuelta, esa primera comunidad de cristianos, quizá preocupados ante las persecuciones que se avecinaban, deciden rezar unánimemente parte del salmo II. Y al término de esta plegaria –se nos cuenta en la Escritura– «tembló el lugar en el que estaban reunidos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios con libertad» (Hch 4,31).


Leyendo los Hechos de los Apóstoles descubrimos que el motor de todo apostolado es la oración. Quien reza «experimenta en vivo la presencia de Jesús y es tocado por el Espíritu. Los miembros de la primera comunidad perciben que la historia del encuentro con Jesús no se detuvo en el momento de la Ascensión, sino que continúa en su vida. Contando lo que ha dicho y hecho el Señor, rezando para entrar en comunión con Él, todo se vuelve vivo. La oración infunde luz y calor: el don del Espíritu hace nacer en ellos el fervor»[1].


LA LECTURA DEL evangelio, por su parte, nos invita a dar un paso atrás en el tiempo: leemos la conversación de Jesús con Nicodemo en la que hablan de la buena noticia traída por Cristo; aquel diálogo en el que el Señor le invita a «nacer de nuevo». En contraste con los primeros cristianos, que ya habían recibido la gracia del Bautismo y gozaban de la asistencia del Espíritu Santo, a Nicodemo se le hace más difícil entender las palabras de Jesús. Nicodemo es un judío influyente que admira a Cristo. Piensa que alguien que realiza semejantes prodigios debe de ser un hombre de Dios. Acude de noche para no ser visto en compañía de aquel inusitado maestro, pero se dirige al Señor con respeto y sinceridad. Por eso, las palabras que le responde Jesús llevan rápidamente la conversación al plano más elevado: «En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).


Nosotros, al igual que los primeros cristianos, somos mujeres y hombres nuevos, regenerados por el Bautismo; hemos nacido de lo alto. San Josemaría explicaba que «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo»[2]. Este sacramento nos da la inmensa dignidad de ser hijos de Dios y de estar llamados a la santidad, que no es otra cosa que «la plenitud de la filiación divina»[3]. Ser santos, por tanto, no es solo una cuestión de comportamiento externo, no consiste solamente en aspirar una perfección ética, sino que se trata de reconocer en nosotros la vida de la gracia que se nos ha infundido y desear que se convierta sinceramente en la fuente de nuestra existencia; consiste en tener cada vez más los sentimientos del Hijo, tener un corazón cada vez más parecido al suyo.


Con el Bautismo comienza una aventura apasionante, una aventura de amor, una vida que no solo es nueva, sino que el Señor quiere renovar continuamente al compás del soplo imprevisible del Espíritu Santo. «El Bautismo nos sumerge en la muerte y resurrección del Señor, ahogando en la fuente bautismal al hombre viejo, dominado por el pecado que separa de Dios y haciendo nacer al hombre nuevo, recreado en Jesús (...). Si nosotros festejamos el día del nacimiento, ¿cómo no festejar o recordar el día del renacimiento? (...). Es otro cumpleaños: el cumpleaños del renacimiento»[4].


«DESDE QUE RECIBIMOS el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas»[5]. Así explicaba san Josemaría una característica intrínseca de nuestra vocación cristiana: esa disposición a acoger de modo siempre renovado la gracia de Dios, ese secundar las inspiraciones del Paráclito con una docilidad que ensancha nuestra libertad interior. La vocación bautismal nos introduce en el dinamismo de la vida según el Espíritu Santo. Nuestra fidelidad al Señor no se caracteriza por la inercia y la monotonía, sino por la continua novedad de una respuesta libre y amorosa. Seguía diciendo san Josemaría: «En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[6].


«¡Qué grande es el don del Bautismo! Si nos diéramos plenamente cuenta de ello, nuestra vida se convertiría en un “gracias” continuo. ¡Qué alegría para los padres cristianos, que han visto nacer de su amor una nueva criatura, llevarla a la pila bautismal y verla renacer en el seno de la Iglesia a una vida que jamás tendrá fin!»[7]. Aunque quizás muchos no puedan recordar el día en que, como Jesús le dijo a Nicodemo, «volvieron a nacer», es un momento siempre accesible a nuestra imaginación y a nuestra oración: allí podremos agradecer a Dios y a las personas de cuya fe Dios se sirvió para incorporarnos a Cristo.


La vida de María, desde el fiat –¡hágase!– de la Anunciación hasta el fiat silencioso que repitió al pie de la cruz, es un ejemplo para nosotros de respuesta fiel a su vocación en las más variadas situaciones. Es una manifestación de docilidad siempre renovada a la gracia de Dios.



27 de abril de 2025

Señor mío y Dios mío

 


Evangelio (Jn 20,19-31)

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:

—La paz esté con vosotros.

Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor se alegraron los discípulos. Les repitió:

—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.

Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:

—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.

Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:

—¡Hemos visto al Señor!

Pero él les respondió:

—Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.

A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:

—La paz esté con vosotros.

Después le dijo a Tomás:

—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.

Respondió Tomás y le dijo:

—¡Señor mío y Dios mío!

Jesús contestó:

—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.

Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL EVANGELIO de la Misa de hoy, después de relatar la primera aparición del Señor a los discípulos, se centra en la figura del apóstol Tomás, quien no había estado presente en aquel momento anterior. Cuando todos, desbordantes de alegría, cuentan que han visto al Señor, Tomás no les cree. Ni la insistencia de los otros diez apóstoles, ni el testimonio de las santas mujeres, ni el relato de lo sucedido a los discípulos de Emaús logran hacerle cambiar de opinión. Es más, reafirma su incredulidad respondiendo: «Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré» (Jn 20,25).

Podemos imaginar los sentimientos que combatían en el corazón de Tomás. Era un hombre decidido, generoso, que amaba sinceramente al Señor. Por ejemplo, cuando Jesús decide ir a Betania para resucitar a Lázaro, con el peligro de ser capturado y condenado a muerte, Tomás exhorta a los demás apóstoles: «Vayamos también nosotros y muramos con él» (Jn 11,16). O en la última cena, cuando Jesús habla a los discípulos del cielo que les esperará si siguen sus pasos, Tomás manifiesta con sencillez que no está entendiendo: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,4-5).

Tomás era un hombre feliz junto a Jesús, deseaba seguirle y se declaraba dispuesto a compartir su suerte. Sin embargo, no había comprendido del todo la amplitud de su misión. Con la muerte de Cristo, su crisis personal fue profunda. Pero los deseos sinceros de seguir al Señor que siempre había demostrado hicieron posible que su corazón acogiera la luz de la fe. «A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se haya conformado con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor (...). Necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría que son más sólidas que cualquier duda»[1].


OCHO DÍAS DESPUÉS de la primera vez, Jesús vuelve a encontrar a los discípulos. En esta ocasión Tomás está presente. Tras el saludo inicial, el Señor enseguida se dirige a él: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Tomás se llena de estupor, en su corazón se desata una explosión de alegría. Su boca pronuncia «la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento»[2]: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). En este domingo de la Divina Misericordia contemplamos la grandeza de la misericordia de Dios con Tomás y, en él, con cada uno de nosotros. Jesús acude a confortar –y de qué manera– a aquel discípulo que, al no creer, sufría tanto.

Tomás se siente comprendido. La aparición es como un abrazo que lo libera de sus miedos e inseguridades, esos sentimientos que lo habían llevado a refugiarse en la incredulidad. En el fondo de su corazón siempre hubo un rescoldo de esperanza, aunque Tomás había evitado avivarlo por temor a engañarse. Se da cuenta, de golpe, de que Jesús era digno de fe por sus gestos, sus milagros, sus enseñanzas, su increíble amor y misericordia. Hace memoria de su vida junto a Jesucristo y se asombra de haber entendido tan poco.

Tras haber manifestado de forma tan breve como hermosa su fe y su adoración –«Señor mío y Dios mío»–, acepta el cariñoso reproche que le hace Jesús: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído» (Jn 20,29). Es completamente cierto, piensa. Por esto, dedicará el resto de su vida –llegando incluso al martirio– a difundir esa fe que ha brillado más allá de todas sus dudas. Aunque probablemente no faltarían otros momentos de incertidumbre, Tomás ha aprendido a fiarse de Dios y a moverse en el claroscuro de la fe.


«NO VEO LAS LLAGAS como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios»[3]. A nosotros nos corresponde creer sin haber visto, sin haber compartido la vida con Jesús en esta tierra ni haber sido testigos directos de su resurrección. Sin embargo, nuestra fe es la misma que profesaron Tomás y los demás apóstoles; y, como ellos, estamos llamados a evangelizar el mundo entero. Para lograrlo, contamos con la cercanía y la misericordia del Señor. El mismo Cristo que se presentó ante el apóstol incrédulo y que le mostró sus llagas se nos ofrece a nosotros. «No se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[4].

Jesús ha querido abrir las fuentes de su vida para que podamos participar de ella. Las llagas del Señor fueron, para Tomás y los demás apóstoles, un signo de su amor. Al verlas no se llenaron de dolor, lo que hubiera sido comprensible, sino que se vieron inundados de paz. Esas marcas de Cristo –que él ha deseado mantener– son un sello de su misericordia. Contemplarlas nos permite evitar, por adelantado, las dudas que nos podrían asaltar al mirar nuestra fría respuesta. Esas llagas son la prueba de que el amor de Jesús es firme y plenamente consciente.

«Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: “Sus heridas nos han curado”»[5]. Pidamos a María santísima, «icono perfecto de la fe»[6], que sepamos tocar las llagas de Jesús como lo hizo Tomás.



26 de abril de 2025

DAR LO MEJOR DE NOSOTROS MISMOS


 Evangelio (Mc 16,9-15)


En aquel tiempo, Jesús, después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.


Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.


Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado.


Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.



PARA TU RATO DE ORACION 



LA PRIMERA aparición del Resucitado fue a María Magdalena; así nos lo narra el evangelista Marcos. Jesús acompañó después a los discípulos de Emaús y, finalmente, se presentó a los once apóstoles (cfr. Mc 16,9-15). En todas aquellas apariciones, Jesús deseaba devolverles la paz, remover su fe y avivar la misión apostólica a la que estaban llamados. Es verdad que, cuando el Maestro más les necesitaba, sus discípulos se habían dejado llevar por la cobardía. Incluso después de la resurrección seguían confusos y llenos de dudas. Cristo, al presentarse ante los once, «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado» (Mc 16,14).


A pesar de todo, Jesús no dudó en confirmarlos en su vocación: habían sido elegidos para ser sus testigos, no deseaba sustituirlos por otros. Aquella visita termina con el encargo divino: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todo lo creado» (Mc 16,15). El don de estar llamados a la misión apostólica recae sobre ellos, aunque no sean especialmente fuertes ni destaquen por una especial preparación. Así se entiende el revuelo causado por Pedro y Juan cuando, semanas después, curaron a un paralítico: como «sabían que eran hombres sin letras y sin cultura, estaban admirados» (Hch 4,13).


Los apóstoles, con sus dones y con sus defectos, serán «pescadores de hombres» enviados a todos los mares de la tierra. De esa manera todos se darán cuenta de que la salvación es obra de Dios. «Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra (...). El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo”»[1].


SAN PABLO comprendió bien lo que significa ser apóstol de Jesucristo y lo expresó con estas palabras: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). La propia debilidad puede ser una fuerza para el discípulo, pues cuando nos encontramos desprovistos de recursos propios, descubrimos que poseemos el mayor don, que siempre permanece: Dios que se nos da por entero. Por esto el apóstol de las gentes se gloría en sus debilidades. «No se jacta de sus acciones sino de la actividad de Cristo, que actúa precisamente en su debilidad»[2].


Al anunciar el mensaje de Cristo, la experiencia de la propia vulnerabilidad no tiene por qué hacernos temblar, mientras tengamos una actitud humilde y de total confianza en la acción de Dios. La evangelización que realiza la Iglesia es de él y no nuestra. Nos sentimos, como san Pablo, «un recipiente de barro» (2 Cor 4,7) que Dios llena con el tesoro de su gracia recibiendo así en su interior, inmerecidamente, unas joyas que no tienen precio.


El Reino de Dios no se realiza gracias solo a una buena estrategia humana, ni se apoya únicamente en nuestra habilidad para afrontar retos nuevos. Aunque todo eso, ciertamente, pueda ser parte de nuestra colaboración, es en Dios donde encontramos la fuerza y el conocimiento para nuestra misión. El Señor nos asocia a su reinado, pues quiere contar con nosotros para extenderlo: esto es asombroso. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo»[3].


«ID AL MUNDO entero y predicad el Evangelio» (Mc 16,15). Este es el mandato imperativo del Maestro. Se encontraban reunidos en la misma casa, quizá en torno a la misma mesa, en la que Jesús les había dado a comer su carne y a beber su sangre. Los apóstoles no se justificaron por su falta de fidelidad o de fortaleza. Tampoco se excusaron ante el Señor Resucitado, aunque seguramente pensaban que la misión era excesiva. ¿Cómo se sentirían al escuchar aquellas palabras de Jesús? Con certeza sintieron vértigo ante un mensaje tan ambicioso. ¿Vamos nosotros a llegar a todo el mundo –se preguntarían– cuando ni siquiera supimos dar la cara frente a los de nuestra ciudad?


Mirando solamente hacia sí mismos era fácil convencerse de que aquella misión era una utopía. Pero mirando al Resucitado todo cambiaba: se fijaron en las palmas de sus manos, en su costado, en su mirada; si Jesús quería que recorrieran el mundo entero, ellos lo harían en su nombre. Para aquella misión, san Josemaría proponía este itinerario: «Conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios»[4]. Esta misión, que atañe a todos los bautizados, se realiza en primer lugar dejándonos atraer por él. «Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita»[5]. Al igual que ocurrió con san Pedro, nuestra propia experiencia del amor del Señor es el punto de partida para atraer a otros a ese amor: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).


La fe crece mediante el testimonio personal, se fortalece en la misión. De esta manera, estamos seguros de que dar a conocer a Jesús es el regalo más precioso que podemos entregar. María nos alienta, como buena madre, para que con la gracia de Dios sepamos dar lo mejor de nosotros mismos.

24 de abril de 2025

Cor Iesus, dona nobis pacem

 



Evangelio (Lc 24,35-48)


En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.


Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:

—«Paz a vosotros.»


Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo:


—«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.


Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:


—«¿Tenéis ahí algo de comer?»




Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:

—«Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»


Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:

—«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE LA OCTAVA de Pascua, la liturgia de la Iglesia nos recuerda las principales apariciones del Señor resucitado. Todas tienen un denominador común: los discípulos no reconocen inmediatamente a Jesús en la persona que se les hace presente y les habla. Sus corazones no estaban aún preparados para esta experiencia. Es tanta la sorpresa al descubrirlo que algunos quedan aturdidos y confusos.


Así sucede en la aparición a los apóstoles reunidos en el Cenáculo, narrada por san Lucas (Lc 24,36-49). Los dos discípulos de Emaús han regresado para contar lo sucedido en el camino. Cuando llegan, se encuentran a los demás conversando de lo que Pedro ha visto y también de las noticias que llegan sobre la tumba vacía. Mientras «estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo: La paz esté con vosotros» (Lc 24,36). Es importante notar que la primera palabra que el Señor pronuncia tras haber vencido a la muerte es «paz», porque la paz «es el primer don del Resucitado»[1]. No cabe duda de que era lo que los apóstoles necesitaban escuchar después de los temores que habían acumulado en esos días de traiciones y soledad.


El profeta Isaías anunciaba al Mesías como «Príncipe de Paz» (Is 9,6). El reino de Cristo es, en palabras de san Pablo, un reino de «paz y alegría» (Rm 14,17). Ambos, por inspiración divina, apuntaban al corazón de Jesús, fuente de la auténtica paz. Así había afirmado el Maestro a sus apóstoles, en el mismo Cenáculo, horas antes de su pasión: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). En cada Eucaristía escuchamos nuevamente de labios de Cristo sacerdote el deseo de que «la paz esté» con nosotros, sus discípulos. «Jesús desea para nosotros, en medio de las idas y venidas cotidianas, una auténtica paz, serenidad y descanso. Y nos muestra el camino: identificarnos cada vez más con él, con la humildad y mansedumbre de su corazón»[2].


EL MIEDO nublaba los ojos de los apóstoles; no reconocían a Jesús y pensaban que era un espíritu. El Señor les explicó, entonces, que su cuerpo era real: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpad y ved (...). Y dicho esto, les mostró las manos y los pies» (Lc 24,39-40). Aunque quedaron admirados al contemplar su Humanidad Santísima, no acababan de creer, quizá por la sorpresa de tanto gozo. Por ello, añadió: «¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos» (Lc 24,41-43). Jesús vivo nos sigue mostrando sus llagas y nos dice: «Soy yo». Cuando la presencia de Cristo se desdibuja en nuestra vida, por la fe podemos descubrir que no se ha ido lejos; los fracasos humanos, las contradicciones e incluso los defectos, mirados desde la luz que brota de las llagas gloriosas del Resucitado, no significan ya un drama imposible de resolver, ya no nos arrancan fácilmente la alegría.


Santo Tomás Moro escribía a su hija desde la Torre de Londres: «Hija queridísima, nunca se turbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor»[3]. La esperanza de Jesús Resucitado «infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir vida de la tumba. El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapada con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón»[4].


NUESTRA MISIÓN apostólica consiste en llevar la paz de Cristo a quienes nos rodean. Cuando los setenta y dos discípulos fueron enviados a las aldeas de Galilea, el mensaje que tenían que llevar a cada familia era: «Paz a esta casa» (Lc 10,5-6). En la noche del domingo, Jesús les envía para «que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén» (Lc 24,47-48). Dios desea que se extienda por toda la tierra esa paz que él nos entrega. Nos ha encargado que la difundamos «en su nombre». En este sentido, decía un Padre de la Iglesia: «Debiéramos avergonzarnos al prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un nombre y una cosa sabrosa, que sabemos proviene de Dios»[5]. La paz será, desde aquel mandato de Jesús, una señal de identidad del cristiano.


«Busquemos lo que contribuye a la paz y a la edificación mutua» (Rm 14,19), animaba san Pablo a los Romanos. En la tarea evangelizadora, el cristiano imita el modo de hacer del Resucitado, que enseña sus llagas no para echar en cara a los discípulos su abandono, sino para mostrarles cuál es la fuente de la paz, para devolverles lo que habían perdido. «Pidamos al Señor, en nuestra oración, que nos dé un corazón como el suyo. Esto redundará en el descanso de nuestra alma y de las personas que están junto a nosotros»[6]. San Josemaría repetía como jaculatoria esta breve oración: «Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem», «Corazón santísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz». En nuestro anhelo por ser difusores de esa paz de Dios, encontraremos un especial ejemplo y poderosa intercesión en María, reina de la paz.

23 de abril de 2025

Jesús se queda

 

Evangelio (Lc 24,13-35)


Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:


— ¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?


Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:


— ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?


Él les dijo:


— ¿Qué ha pasado?


Y le contestaron:


— Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.


Entonces Jesús les dijo:


— ¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?


Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:


— Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.


Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:


— ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?


Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:


— El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.


Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.


PARA TU RATO DE ORACION


DOS DISCÍPULOS, desanimados y pensativos, vuelven a su casa al atardecer del domingo. La tristeza se refleja en su caminar cansino. Han salido, a media tarde, hacia la aldea de Emaús. En sus corazones queda la amargura de unos sueños rotos. Habían confiado sus vidas al Señor con entusiasmo, sin embargo, después de los acontecimientos de aquellos días, su esperanza había desaparecido. «Esa cruz izada en el Calvario era el signo más elocuente de una derrota que no habían pronosticado»[1]. Habían creído en sus palabras, le habían seguido por los caminos de Galilea y de Judea, pero ahora piensan que todo ha terminado.


Esa mañana habían recibido la noticia de que la tumba de Jesús estaba vacía. Nadie conocía el paradero de su cuerpo. Algunas mujeres dijeron que estaba vivo, pero ellos decidieron cerrar los oídos a ese testimonio. En lugar de animarse uno a otro para mantener viva la esperanza, se han contagiado mutuamente el desaliento. Han decidido irse de Jerusalén para olvidar y rehacer sus vidas, esta vez sin la ilusión del Mesías y lejos de los demás discípulos. Pero esta no ha sido una buena idea; la solución a la amargura difícilmente pasa por aislarse de los demás porque en el camino de la fe necesitamos unos de otros. Cuando el horizonte está oscuro y no encontramos soluciones adecuadas, la esperanza de los que tenemos cerca nos puede ofrecer consuelo. «Si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe –no en nombre propio, sino en nombre de Cristo–, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar»[2].


El Señor sabe lo que sucede en lo más profundo de aquellos corazones. No dejará de intentar llamar a su puerta, como lo hace con cada uno de nosotros. Cristo resucitado está a la espera del mejor momento para caminar a su lado y para hacerles saber que no les abandonará nunca más.


UN VIAJERO misterioso «se acercó y se puso a caminar con ellos» (Lc 24,13-35). Como sucede en otras ocasiones, los discípulos no descubrieron inicialmente al Resucitado, porque «sus ojos eran incapaces de reconocerle». Habían estado muchas veces con Jesús, quizás incluso habían sido del grupo de los setenta y dos, protagonistas de milagros y sucesos extraordinarios. Pero ahora notaban su ausencia y solo veían en el viajero a un anónimo desconocido. En realidad, Jesús no había dejado nunca de estar junto a ellos. «Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde –comenta san Josemaría–. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[3].


De alguna manera, «el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre»[4]. Y en ese camino, Jesús es nuestro compañero de viaje. Ciertamente, en cada uno de nosotros hay un poco de estos dos discípulos, porque somos frágiles y a veces, cuando aparecen las dificultades, nos deslizamos hacia un cierto desaliento. Necesitamos avivar, entonces, la certeza de que Jesús «siempre está junto a nosotros para darnos esperanza, para encender nuestro corazón y decir: Ve adelante, yo estoy contigo»[5]. Jesús camina con nosotros «en los momentos más dolorosos, también en los momentos más feos, también en los momentos de la derrota: ahí está el Señor. Y esta es nuestra esperanza: vayamos adelante con esta esperanza, porque Él está junto a nosotros»[6].


La presencia de Dios es, sobre todo, saber que siempre somos mirados amorosamente por él. No es tanto un esfuerzo personal por hacer o decir cosas, que tampoco faltará; pero la presencia de Dios es, más bien, esa seguridad de que el Señor contempla nuestra vida como lo haría un padre o una madre si pudieran vivir, cada segundo, mirando a su querido hijo: viéndole crecer, alentándole, disfrutando de su personalidad y de su manera de comportarse con los demás.


CLEOFÁS y su compañero conversaban de lo que habían vivido en estos últimos días, los más dolorosos de sus vidas. Con delicadeza, el viajero inicia la conversación: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?» (Lc 24,17). Les dejó hablar de su pérdida y de su enorme frustración. Cuando se han desahogado, el Señor «les interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería» (Lc 24,27). Las palabras del Dios hecho hombre hicieron «arder» de esperanza sus corazones. Los sacó del abatimiento y de la oscuridad.


«Quédate con nosotros, Señor», le dijeron, cuando Jesús «hizo ademán de seguir adelante». Ambos, sin saber aún con quién estaban, no quieren perder su compañía y le suplican que no se vaya. Jesús se quedó, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Así solía hacerlo con sus discípulos y así lo había hecho también en la última cena. En ese momento se abrieron del todo sus ojos y lo reconocieron «en la fracción del pan». Quizás descubrieron por primera vez las heridas de sus manos, cubiertas por el manto. Entonces, Jesús desapareció de su vista, «dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia»[7].


De alguna manera, vemos, detrás de esta escena, la imagen de una peculiar Eucaristía. En cada Misa, Jesús se hace presente para alimentarnos con los mismos alimentos que saciaron el hambre de los discípulos de Emaús: su Palabra y su Pan. «También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan»[8]. De esta manera nuestra fe «no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía»[9], que nos rejuvenece día tras día en la fe, en la esperanza y en el amor. «Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[10].


Le pedimos a María que, viviendo con el oído atento mientras el Señor nos habla por el camino, sepamos reconocer a su Hijo en el acontecer de todos los días y en la Eucaristía.

21 de abril de 2025

MARTES DE PASCUA

 Evangelio (Jn 20,11-18)


En aquel tiempo: María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:


—Mujer, ¿por qué lloras?


—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto — les respondió.


Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:


—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?


Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:


—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.


Jesús le dijo:


—¡María!


Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: — ¡ Rabbuni ! — que quiere decir: «Maestro».


Jesús le dijo:


—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».


Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:


—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.



PARA TU RATO DE ORACION 



LA CIUDAD de Magdala estaba situada a orillas del lago de Genesaret. En ella pasó Jesús gratos momentos e hizo muchos milagros. De allí era María, una de las mujeres que seguían al Señor y que había sido liberada de siete demonios. Su fidelidad la empujó hasta el Calvario, en donde estuvo pegada a María, el viernes de la pasión. El domingo siguiente se levantó muy pronto, antes del amanecer, salió de la ciudad y se dirigió al sepulcro en el que habían dejado el cuerpo de Jesús. Su amor venció al miedo, ya que tenía la fuerza de quien ama y desea amar siempre más.


Nos la podemos imaginar caminando a paso ligero, con cierta inquietud para no ser descubierta en la puerta de la ciudad, llevando una bolsa con hierbas aromáticas y vendas para terminar de embalsamar al Señor. Va allí para ungir su cuerpo inerte. El camino pasa por delante del monte Calvario, lo que le hace revivir el dolor del viernes. Pero al llegar al sepulcro descubre, con sorpresa, que no hay soldados custodiando el lugar. Además, la piedra que tapaba la entrada se encuentra desplazada, a unos metros de distancia. Ve, entonces, ya entre lágrimas, que la tumba está vacía. «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,13), le preguntan unos desconocidos –los ángeles– al verla desconsolada. Es conmovedora la respuesta de la Magdalena: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».


Le faltaba Jesús. No soporta perderle de vista. Las lágrimas de María son un ejemplo de valor y de ternura. Quien más quería en el mundo había muerto cruelmente y ahora su cadáver había desaparecido. No le quedaba ni siquiera el consuelo de ungir su cuerpo. Durante el sábado, su pensamiento había volado una y otra vez hasta el sepulcro. ¡Cuántos deseos de mostrarle su cariño con las primeras luces del domingo! Las lágrimas de la Magdalena nos enseñan que el verdadero temor de Dios es el miedo a perderle, a no darnos cuenta de su cercanía, a dejar pasar sus requerimientos y sus gracias. Como señaló muchas veces san Josemaría, «sin Jesús no estamos bien»[1]. Él lo es todo.


«¡EL SEPULCRO vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa –meditaba, en una ocasión, san Josemaría–. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste»[2].


«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?» (Jn 20,15), le preguntó también el mismo Cristo cuando la encontró poco después. En un primer momento, María lo confunde con el encargado del huerto en el que se encontraba el sepulcro. Entre la confusión y las lágrimas no era fácil prestar la suficiente atención a lo demás. Por eso contesta: «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». En realidad, María Magdalena probablemente no hubiera podido cargar un cuerpo tan pesado, pero una vez más las dificultades no son un freno para su amor. «¡Pobre Magdalena! ¡Agotada por la fatiga del Viernes Santo, rendida por la angustia del Sábado Santo, con las fuerzas debilitadas al extremo, y todavía pensaba en “llevárselo”!»[3].


Solo cuando Jesús pronuncia su nombre –«¡María!» (Jn 20,16)–, con su peculiar entonación, ella descubre que tiene delante a Cristo, en cuerpo glorioso. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre»[4]. La recompensa al amor fiel de la Magdalena es contemplar ahora la belleza del Resucitado. Se ha arriesgado por Jesús, le ha buscado con pasión, y el Señor se lo paga con creces. Presa de la emoción, se echa a sus pies y se aprieta junto a ellos. Es un gesto elocuente: no quiere volver a perder a Cristo. Ha sufrido demasiado al contemplar la humillación del Maestro, pensando que lo había perdido para siempre. Impresiona «la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús, unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor»[5].


EL ITINERARIO que recorre María Magdalena hasta encontrarse con Cristo glorioso es, en cierta manera, similar al de todos los cristianos: levantarse de las caídas con humildad; buscar al Señor sin detenerse en los momentos de desánimo; cuidar de los demás; acompañar a Jesús cuando aparece inesperadamente la cruz; no perder la esperanza aunque todo parezca oscuro porque Jesús está vivo.


Como le sucedió a ella, la voz de Jesús que pronuncia nuestro nombre con un acento personalísimo nos despierta y nos arranca del desaliento. Vivir atentos a su voz, pendientes de lo que Cristo quiere decirnos en cada momento, transforma la vida cotidiana en una constante ocasión de amor. «La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar –en las tareas ordinarias de cada jornada– el propio nombre de los labios del Resucitado»[6]. María es la primera entre los discípulos que vio a Jesús resucitado. Sus lágrimas de dolor se convirtieron, en pocos segundos, en lágrimas de emoción. Jesús confía a esta mujer fiel el primer anuncio de la gran noticia: «No me retengas… anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,18). El luto de su corazón se ha convertido en una fiesta imposible de describir.


Ante nuestros ojos se hace grande la figura de esta mujer que entra corriendo en Jerusalén. Lleva en sus labios un mensaje de esperanza para los discípulos de Cristo y para el mundo entero: ¡el Señor vive! ¡Ha resucitado! En su corazón reina ahora la alegría vibrante de la Pascua, que nace de un sepulcro vacío e inunda el mundo entero. Junto a la madre de Jesús, la Magdalena es durante aquellos momentos la mujer más dichosa de la tierra.




20 de abril de 2025

PASCUA DE RESURRECCION

 


Evangelio (Jn 20, 1-9)


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:


—Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.


Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos.


PARA TU RATO DE ORACION 


AMANECE en Jerusalén. La oscuridad llenaba todo hasta que el sol empezó a iluminar las murallas, el Templo, las torres de la fortaleza... María Magdalena y otras mujeres caminan hacia el noroeste de la ciudad, hacia donde está el Calvario. Las calles están vacías. Ellas tienen la impresión de que la muerte de Jesús ha oscurecido la tierra para siempre: el sol ya no brillará como cuando su maestro estaba con ellas. Sin embargo, no les importa la falta de luz, ni la guardia apostada allí por el sanedrín, ni que Cristo lleve ya tres días muerto. No saben quién les quitará la piedra que cierra el sepulcro, pero no están dispuestas a quedarse en casa. Vuelven a pasar por los lugares por los que caminó Jesús; sus corazones se estremecen de nuevo, pero no ceden ante el miedo.


«A mí me conmueve la fe de estas mujeres –decía san Josemaría–, y me trae a la memoria tantas cosas buenas de mi madre, como vosotros recordaréis también muchos detalles estupendos de la vuestra (...). Aquellas mujeres sabían de los soldados, sabían que el sepulcro estaba completamente cerrado: pero gastan su dinero, y al punto de la mañana van a ungir el cuerpo del Señor (...). ¡Hace falta ser valientes! (...). Cuando llegaron al sepulcro, repararon que la piedra estaba apartada. Esto pasa siempre. Cuando nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer, las dificultades se superan fácilmente»[1].


Les pedimos a ellas ese amor a Jesús, más fuerte que el tremendo sufrimiento de la Pasión. En el corazón de aquellas mujeres, la hoguera que encendió el mismo Cristo no se había apagado del todo. Han madrugado y no ha sido en vano. Dios no puede resistirse a un amor así y les entrega la mejor noticia, la página definitiva en la que tienen cumplimiento todas las profecías: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz»[2].


CORREN ALEGRES, aunque todavía un poco confusas, hasta el Cenáculo para anunciar a los apóstoles lo que han visto. A ellos les parece una locura lo que escuchan de labios de estas mujeres que llegan jadeantes por la carrera. Sus palabras están mezcladas con lágrimas y manifestaciones de alegría por la tensión del momento. Pedro y Juan quieren conocer todo lo referente a su maestro, aunque quizá no estén convencidos de lo que escuchan, así que salen a la carrera: «Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro» (Jn 12,4). Nosotros queremos correr con ellos y ganar incluso a Juan. ¿Y si fuera verdad lo que dicen las mujeres? ¿Y si Jesús ha cumplido lo que había prometido? Al cruzar las calles, mientras el día se abre paso, va creciendo la esperanza en los corazones de estos dos apóstoles.


Podemos fijar nuestra mirada, por un momento, en san Pedro, que «no se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. (...). Este fue el comienzo de la “resurrección” de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla»[3].


Aunque, como Pedro, alguna vez hayamos negado a Jesús, también como Pedro queremos volver a estar cerca de Él: «Es el momento de renovarse, hijos míos –decía san Josemaría–; la santidad es esto: cada día renacer, cada día recomenzar. No os preocupen vuestros errores, si tenéis la buena voluntad de empezar de nuevo (...). Esos obstáculos que surgen en tu carrera, ponlos a los pies de Jesucristo, para que Él quede bien alto, para que triunfe: y tú, con Él. No te preocupes nunca, rectifica, vuelve a empezar, prueba una y otra vez, que al final, si tú no puedes, el Señor te ayudará a saltar el parapeto; el parapeto de la santidad. Este es también un modo de renovarse, es un modo de vencerse: cada día una resurrección, que sea la seguridad de que llegamos al fin de nuestro camino, que es el amor»[4].


MARÍA, la madre de Jesús, no ha ido esta mañana al sepulcro. Se ha quedado en casa y quizá sonríe por dentro. Nadie, salvo ella, ha logrado aceptar realmente el plan de Dios Padre; los demás «no entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos» (Jn 12,10). María estaba acostumbrada a guardar las palabras de Jesús en su corazón: desde aquel viernes de dolor, ella había tratado de concentrarse en las maravillas que Jesús había dicho y hecho. Vendrían posiblemente a su corazón aquellas palabras misteriosas hablando de la resurrección al tercer día. A ella, ya nada de su Hijo le sorprendía.


Para nosotros, a más de dos mil años de los sucesos que estamos contemplando, el Viernes Santo y la Resurrección de Jesús siguen dando fuerza y sentido a nuestra vida. Por eso, «las cosas todas de la tierra tienen la importancia que les queramos dar. Todo lo que pase aquí abajo, si estamos endiosados, no nos turbará. Cuando, a causa de nuestra flaqueza y de nuestros errores, damos categoría a esas pequeñeces y sufrimos, es porque queremos. Pegados al Señor, estamos seguros. Unidos a la Cruz de Cristo, a la gloria de la Resurrección y al fuego de Pentecostés, todo se supera»[5].


A san Josemaría le gustaba saberse muy cerca de la Virgen, especialmente durante la alegría pascual, «siempre seguros en la victoria de la Resurrección»[6]. Al rezar el Regina Coeli podremos arrancar muchas sonrisas de nuestra Madre, santamente orgullosa de sus hijos recién nacidos, renovados por la Pascua. «Gózate, Virgen María», le diremos, con la ilusión de unirnos a ese gozo, sabiendo que Jesús se ha quedado con nosotros para siempre.



19 de abril de 2025

SABADO SANTO

 



NO HAY EVANGELIO NI SE CELEBRA MISA


Sábado Santo: el día de gran silencio

Hoy se recomienda venerar y meditar la imagen de Cristo crucificado, o en el sepulcro, o descendiendo a los infiernos, así como la imagen de la Santísima Virgen de los Dolores. 


El Sábado Santo no se celebra la Santa Misa, por ello no hay Evangelio.


Durante el Sábado Santo, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos y esperando en la oración y el ayuno su Resurrección.


Hoy la Iglesia se abstiene del sacrificio de la Misa, quedando por ello desnudo el altar hasta que, después de la solemne vigilia o de la expectación nocturna de la Resurrección, pueda alegrarse con gozos pascuales, de cuya abundancia va a vivir durante cincuenta días.


Hoy, Sábado Santo es, como recordaba el Papa Francisco, “el día del silencio: hay un gran silencio sobre toda la Tierra; un silencio vivido en el llanto y en el desconcierto de los primeros discípulos, conmocionados por la muerte ignominiosa de Jesús” (Audiencia, 31.III.2021).


Por eso la Iglesia se abstiene absolutamente del sacrificio de la Misa en este día. La comunión puede darse solamente como Viático y no se concede celebrar el matrimonio ni otros sacramentos excepto la Penitencia y la Unción de Enfermos.


En este Sábado Santo estamos llamados a permanecer junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos, y esperando, en la oración y el ayuno en su resurrección. Podemos vivir este día con María, “también ella lo vive en el llanto, pero su corazón estaba lleno de fe, lleno de esperanza, lleno de amor” (ídem).


Con Ella aguardamos ese momento en el que, en las tinieblas del Sábado Santo, irrumpirán la alegría y la luz con los ritos de la Vigilia pascual y el canto festivo del Aleluya.




PARA TU RATO DE ORACION 


PUEDE SUCEDERNOS que el Sábado Santo sea «el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo»[1]. Para que esto no nos ocurra, podemos fijarnos en las mujeres que acompañaron a la Virgen en todo momento. «Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura. Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. (...) Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del “primer día de la semana”, día que cambiaría la historia»[2].


Jesucristo yace hoy en el sepulcro. Manos amigas lo han colocado con cariño en aquel lugar, propiedad de José de Arimatea, cercano al Calvario. ¿Dónde están los apóstoles? Nada nos dicen los evangelios, pero tal vez al atardecer de aquel sábado fueron llegando uno a uno hasta el Cenáculo, donde días atrás se habían congregado con el Maestro. ¡Cuánto desánimo en sus conversaciones! Habían traicionado a Jesús. Hasta tal punto debió de llegar el desaliento que no faltó tal vez la idea de abandonarlo todo y volver a las cosas de antes, como si los últimos tres años hubieran sido tan solo un sueño. Sin embargo, «en el silencio que envuelve el Sábado Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba del triunfo del amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el desplome de todo»[3].


HAY ALGO diferente en las santas mujeres: han sido fieles hasta el último momento. Observaron atentamente cómo quedaba todo para, después del reposo del sábado, poder volver y terminar de embalsamar a Jesús. Es explicable el desaliento de unos y otros: todavía no eran testigos, ni los apóstoles ni ellas, de la resurrección de Cristo. A pesar de todo, no quieren dejar de prestar ese servicio. Su cariño es más fuerte que la muerte. Por otro lado, también nos gustaría ser tan valientes como José de Arimatea y como Nicodemo, que «en la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio... entonces dan la cara (...). Yo subiré con ellos –decía san Josemaría– al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor... lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones... lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar»[4]. Cuando casi nadie espera nada de Cristo, todos estos personajes de la Escritura no se encogen de hombros. No tienen nada que ganar, pueden perderlo todo, pero igualmente quieren ofrecer a Jesús su cariño.


Por otro lado, el Sábado Santo no pudo ser para la Virgen un día triste, aunque sí doloroso. La fe, la esperanza, y el amor más tierno por su divino Hijo le darían paz, le harían aguardar con un ansia serena la resurrección. Recordaría, entre tanto, las últimas palabras de Jesús: «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19,26); empezaría ya a ejercer su maternidad con aquellos hombres y aquellas mujeres que habían seguido a Cristo desde los primeros tiempos. María trataría de reanimar la fe y la esperanza de los apóstoles, recordándoles las palabras que poco tiempo atrás habían oído de labios del Señor: «Se burlarán de Él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará» (Mc 10,34). Bien claro había hablado el Señor para que, cuando llegasen los momentos de dificultad, supiesen agarrarse con fe a su palabra. Junto al recuerdo doloroso de los sufrimientos padecidos por Jesucristo, un alivio grande se apoderaría de su corazón de Madre al pensar que ya había pasado todo: «Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado»[5].


JUNTO A LA VIRGEN, a la luz de su esperanza, se encenderían los corazones de cada uno. «¿Y si todo aquello fuese cierto?», pensaban, quizás, los apóstoles. «¿Y si de verdad resucitase Jesucristo, como había prometido?». Como en otros tiempos habían estado todos juntos alrededor del Hijo, ahora les gustaría estar cerca de la Madre. Seguramente María envió a unos y otros a buscar a los que quizá no habían aparecido al principio. Es posible que Ella esperara encontrar a Tomás para consolar su corazón atemorizado. En el momento de la prueba supieron acudir a María, y «con Ella, ¡qué fácil!»[6].


Queremos apoyar nuestra fe en la suya: sobre todo cuando las cosas cuestan, cuando llegan las dificultades y los momentos de oscuridad. San Bernardo lo tenía bien experimentado: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María»[7]. Dios quiere que Ella sea para nosotros abogada, madre, camino seguro para encontrar otra vez la luz en los momentos de oscuridad.


Quien acude a la poderosa intercesión de santa María sabe que jamás se ha oído decir que, quienes en la Virgen confiaron, hayan quedado desamparados, por más que el momento fuese duro y grande la confusión de su alma. Podemos decirle a Jesús: «A pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes»[8]. Junto a María, madre de la esperanza, volverá a crecer nuestra fe en los méritos de su hijo Jesús