"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2025

Fiesta Visitacion de la Virgen

 



Evangelio (Lc 1,39-56)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


— Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


MAGNIFICAT (Palabras de respuesta de la Virgen a Isabel)

Proclama mi alma

la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios,

mi salvador;

porque ha mirado la humillación

de su esclava.


Desde ahora me felicitarán

todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho

obras grandes por mí:

su nombre es santo,

y su misericordia llega a sus fieles

de generación en generación.


Él hace proezas con su brazo:

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos

y enaltece a los humildes,

a los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos.


Auxilia a Israel, su siervo,

acordándose de la misericordia

–como lo había prometido a nuestros padres–

en favor de Abrahán

y su descendencia por siempre.


Gloria al Padre, y al Hijo,

y al Espíritu Santo.

Como era en el principio,

ahora y siempre,

por los siglos de los siglos.

Amén.



PARA TU RATO DE ORACION 


«POR AQUELLOS DÍAS, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Ha pasado poco tiempo desde la Anunciación. Al final de su embajada, el arcángel Gabriel había revelado a María que su prima Isabel, ya anciana, estaba esperando un niño, «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Nuestra Señora decide ir a acompañarla y parte «deprisa», con la ligereza que experimenta quien se ha puesto del todo en las manos de Dios.


María emprende este viaje en unas circunstancias particulares. Acaba de saber que será la madre del Mesías. Ella, una muchacha en apariencia como otra cualquiera, vive en una localidad anónima de Galilea. Humanamente, podría parecer lógico que estuviese centrada en lo que acababa de ocurrir y en las situaciones con las que tendría que lidiar: qué diría José, qué pensarían sus padres, sus otros familiares, el resto de la aldea… Sin embargo, su alma, llena de gracia, va por otro lado. Una vez que ha dado el sí a Dios –«hágase en mí según tú palabra» (Lc 1,38)– María se mueve al compás de las inspiraciones del Espíritu Santo. Por eso, enseguida sale en viaje hacia las montañas. Quiere ver a su prima para ofrecerle su ayuda y su cariño; quizá también para compartir su dicha, para hablar con la única que en ese momento puede comprender algo de las maravillas que Dios está haciendo.


De modo análogo a lo que contemplamos en María, también nuestra vida cristiana, si sigue el soplo del Espíritu Santo, estará también cada vez más abierta a los demás. Nuestro empeño por mejorar en las virtudes no será autorreferencial, sino inseparable de la fraternidad y del apostolado. Y asimismo nuestra intimidad con el Señor en la oración nos llevará a vivir de modo más delicado la caridad con todos: «Nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que ella es Hija, Esposa y Madre»[1].


LLEGA LA VIRGEN a Ain Karim, la aldea donde nacerá Juan. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,40-41). Por primera vez en los evangelios, vemos a María estrechamente asociada a su Hijo en la redención. Su presencia en casa de Zacarias es cauce de la gracia divina. Ella ha llevado a Cristo a esa casa y en eso, por la fe, estamos llamados a imitarla. San Josemaría lo expresa con estas palabras: «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con él por la acción del Espíritu Santo»[2].


Llena de entusiasmo sobrenatural por la acción del Paráclito, Isabel no cabe en sí de gozo por la visita que ha recibido. Dirigiéndose a su prima, exclama: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Estas palabras nos invitan a fijarnos en la fe de María, a reconocerla como maestra de esta virtud y a pedirle que nos ayude a vivir de fe. Así, sabremos reconocer a Jesús presente en nuestras vidas, nos convenceremos de que no hay imposibles para quien trabaja por él.


«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón»[3]. Hoy podemos pedirle a la Virgen una fe grande, que no se deje vencer por los obstáculos. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa»[4].


AL ESCUCHAR las palabras de su prima, María no le responde directamente, sino que entona un canto de alabanza a Dios: el Magnificat. La Virgen se ve a sí misma desde los ojos de Dios, se siente mirada y amada por él, y comprende con inmenso agradecimiento que la ha elegido por pura gracia. Al reconocerse así en la luz divina exulta de alegría, con ese gozo que vemos muy presente en toda la liturgia de la fiesta de hoy.


El canto humilde y exultante de alegría de María nos recuerda la generosidad, cercanía y ternura del Señor con los hombres. También el profeta Sofonías se hace eco de este cuidado paternal: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo» (Sof 3,17). «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas –expresa san Josemaría–: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[5].


Tener esta actitud nos llevará a vivir una continua acción de gracias por todo lo que recibimos de él. Valoraremos las cosas buenas que tenemos como regalos de Dios. Y mientras, aquellas que nos gustaría cambiar nos conducirán a ser humildes y a confiar en la gracia divina, que siempre acompaña y sostiene nuestro esfuerzo personal. De este modo, podremos decir con María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46).

30 de mayo de 2025

Don de sabiduría



 Evangelio (Jn 16,20-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque ha llegado su hora, pero una vez que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. 


Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.


PARA TU RATO DE ORACION 


En la noche de Pascua la Iglesia canta el Pregón Pascual, expresión de la alegría por la victoria de Jesucristo: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». Después de los tristes y dolorosos días de la Pasión, los apóstoles recuperaron la alegría al contemplar el rostro del Resucitado. En la última cena Cristo les había advertido: «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (...) Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20-23). A pesar de fallar gravemente al amor de su Maestro, Jesús no les dejó encerrados en su desdicha. Salió de nuevo a los caminos, «disfrazado de forastero»1, en busca de sus discípulos.


Ciertamente, la alegría es una aspiración grabada en nuestro ser. «Nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar sabor a la existencia»2. Los discípulos del Señor sabemos que en él se encuentra la alegría que buscamos. Este es un elemento central de la experiencia cristiana. Después de Pentecostés, la alegría se convierte para la primera comunidad en un estilo de vida, porque el gozo es un fruto de su presencia. «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).


La alegría y el amor van de la mano. «El hombre no puede vivir sin amor», recordaba san Juan Pablo II al inicio de su Pontificado. «Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»3. La alegría cristiana nace de saberse amados incondicionalmente por Dios. Él nos acoge, nos acepta y nos ama tal como somos. Ese amor personal sostiene una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16,23). El Señor nos dice, desde el comienzo de nuestra vida: «Yo quiero que seas; es bueno, muy bueno que existas… Qué maravilloso que tú estés en el mundo»4.


«Por tanto, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo», aconsejaba san Agustin. «Es decir, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos de tal forma que, sea cual sea la situación en la que os encontréis, tengáis presente que el Señor está cerca; nada os preocupe»5.


COMIENZA hoy la piadosa costumbre del Decenario al Espíritu Santo, que nos prepara para la Solemnidad de Pentecostés. En una invocación litúrgica le pedimos a Dios que, con la luz del Paráclito, nos conceda «conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos». Entre sabiduría y alegría hay también un vínculo estrecho. El primero y mayor de los dones del Espíritu Santo es el don de sabiduría, que nos da un conocimiento profundo del misterio de Dios, un saber nuevo y lleno de caridad, con el que «el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas»6. La sabiduría es «un cierto sabor de Dios»7, un gusto para lo espiritual, que nos otorga además una capacidad nueva de «juzgar las cosas humanas según la medida de Dios»8.


En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: «Por eso, rogué prudencia, y se me concedió; invoqué un espíritu de sabiduría, y vino a mí. La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro» (Sb 7, 7-9). Los antiguos buscaban la piedra filosofal, que tenía poderes mágicos y todo lo convertía en oro. El don de sabiduría es mucho más que esa inexistente piedra que auguraba tanta felicidad, pues nos enseña a mirar la realidad desde dentro, contemplándola con los ojos de Dios. «El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive»9. Los santos nos dan ejemplo de esta sabiduría gozosa. Siguiendo sus huellas aprendemos a impregnar con la luz de la sabiduría la vida entera: las vivencias, los sentimientos, los sueños y los proyectos.


El don de sabiduría «al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. (...) No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano»10. La sabiduría nos introduce en el significado profundo de la realidad, de la misma historia. Superamos con ella la superficie de las cosas y de los sucesos, para bucear en el sentido último de todo lo que acontece.


SAN PABLO permaneció en Corinto predicando la palabra de Dios durante un largo tiempo, porque en una visión el Señor le dijo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo y nadie se te acercará para hacerte daño» (Hch 18,9). La firmeza de la fe y del testimonio de Pablo -como del resto de los discípulos- se apoyó en la convicción de que el Señor, que conoce todos los corazones y todas las cosas, estaba junto a él, cuidándolo con amor.


«No calles». La sabiduría nos enseña «a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios». No es fruto del estudio, ni surge por una buena disposición intelectual. Es un don gratuito del dulce Huésped del alma, con el que descubrimos la bondad y grandeza del Señor, que llena de sabor nuestra vida para que nos convirtamos en «sal de la tierra» (Mt 5,13). El corazón del «sabio» tiene el sabor de Dios, en él todo nos habla de Dios, de tal modo que se convierte para los demás en un testigo hermoso y vital de su amor.


En el Primer Libro de los Reyes se narra que, en los inicios de su reinado, Salomón tuvo un sueño. Dios le animó a que le pidiera un regalo: «Pide qué quieres que te dé» (1 Re 3,1-15). A este requerimiento divino el rey le respondió: «Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal». Fue muy grato a los ojos de Dios que Salomón le hubiera pedido sabiduría, como el mayor de todos los tesoros. Tomando ejemplo del rey sabio nos podemos dirigir a Cristo con estas palabras de San Ambrosio: «¡Enséñame las palabras ricas de sabiduría, pues tú eres la Sabiduría! Abre mi corazón, tú, que has abierto el libro. ¡Tú abres esa puerta que está en el cielo, pues tú eres la Puerta! Quien se introduzca a través tuyo, poseerá el Reino eterno; quien entre a través tuyo, no se engañará, pues no puede equivocarse quien ha entrado en la morada de la Verdad»11.


María es Causa de nuestra alegría y Asiento de la Sabiduría. A Ella le pedimos que nos dé la gracia de saber mirar todo con los ojos alegres de Dios.

29 de mayo de 2025

DON DE CIENCIA



 Evangelio (Jn 15,9-11)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL DISCURSO de la última cena, los apóstoles no alcanzaban a comprender en toda su profundidad las palabras del Maestro. En varios momentos les vemos comentar entre ellos sus perplejidades. «¿Qué es esto que nos dice: “Dentro de un poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”, y que “voy al Padre”? Y decían: –¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,16-18).


Jesús, sin embargo, continúa su discurso: «Lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Los discípulos no podían descifrar lo que estaba aconteciendo, y tampoco lo pudieron hacer durante los días de la muerte y resurrección de Jesús, ya que les faltaba la asistencia del Espíritu Santo: la tercera persona de la Santísima Trinidad sería enviada por el Padre y el Hijo después de la ascensión. Es el Paráclito quien tenía reservada para sí la tarea de «enseñar», «recordar» y «dar testimonio» de todo lo que Jesús había dicho y hecho (cf. Jn 14,26; 15,26), iluminando sus inteligencias, moviendo sus voluntades y encendiendo sus corazones.


Para entender las palabras de Dios, contenidas en la Revelación, necesitamos la asistencia del Espíritu Santo. Es un regalo suyo que podamos hacer una buena interpretación de los acontecimientos y situaciones que vivimos, una lectura en clave de hijo escogido para una misión. El don que nos otorga el Paráclito con este fin es conocido como don de ciencia, ya que capacita nuestra mirada para que podamos descubrir la presencia y la majestad del creador en todo lo que nos sucede y en todo lo creado.


EL ESCRITOR sagrado concluye las distintas jornadas de la creación diciendo: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1,9:12:18:21:25). El creador mismo parece maravillarse ante lo que ha salido de sus manos, y nos invita a contemplar aquella belleza y a custodiarla. La creación es un regalo inestimable de Dios, es una carta que nos ha escrito, y con la luz del Paráclito aprendemos a leer en ella su infinito amor por nosotros. Al terminar de moldear al hombre, se añade un matiz: «Y vio Dios que era muy bueno» (Gen 1,31). La Escritura señala lo especial que es el hombre para Dios, su belleza destaca sobre el resto del mundo creado. Gracias al don de ciencia vemos todo cuanto nos rodea –en especial a los demás hombres y mujeres– como obra de Dios, aprendemos «a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí»1.


De esta manera, descubrimos «el sentido teológico de lo creado»2. Así, con el don de ciencia, el Espíritu Santo nos mueve a una espontánea oración de alabanza, que se traduce en acciones de gracias y cantos, en bendiciones y salmos. La alabanza es una oración que reconoce la grandeza de Dios y la ensalza. «El Señor es grande y digno de toda alabanza» (Sal 48, 2), dice el salmista. «Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo», rezamos varias veces al día. El Gloria y el Santo que recitamos en la Santa Misa son precisamente una expresión de este deseo de rendir homenaje al creador.


La oración de alabanza está presente especialmente en el libro de los Salmos, que recoge los cantos y aclamaciones que el pueblo de Israel realizaba en el culto a Dios. En la contemplación de la creación, el salmista, modelo para la oración del cristiano, ora y canta su amor al creador: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2); «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); «Alabad al Señor desde los cielos (...). Alabadle, sol y luna, alabadle, todas las estrellas luminosas» (Sal 148,1). Con los dones del Paráclito experimentamos el mundo de un modo más bello y luminoso: aprendemos a ver todo con buenos ojos, y querer cada cosa como Dios la quiere; descubrimos las huellas de Dios en cada ser y, así, nos sabemos acompañados por él.


AL MISMO TIEMPO que descubrimos la grandeza de la creación, el don de ciencia «nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el creador»3. Así, el Espíritu Santo nos socorre para que sepamos distinguir entre las cosas y Dios, descubriendo la infinita distancia que las separa. No caemos en la tentación de convertir las cosas creadas en ídolos que nos alejen de Dios. «Amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos, y porque –si algunos hombres lo hacen a veces feo y malo, por el pecado– nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de llevarlo, de devolverlo a Dios: de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra (cfr. Ef 1,10)»4.


Está muy cerca la solemnidad de la Ascensión. El Señor nos ha redimido y sube a la derecha del Padre. Nos encarga a sus discípulos unirnos a él con una vida santa, que santifique cuanto toca. Por eso, antes de su marcha, Jesús manifestó a Dios Padre un deseo: «No pido que los saques del mundo» (Jn 17,15). Nos quiere en nuestro ambiente, en nuestro trabajo, en medio de la sociedad en la que vivimos. «En el mundo, sin ser mundanos», decía san Josemaría, para santificarlo, para transformarlo, para poner a los pies de Dios todas las cosas que tengamos entre manos, «colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»5.


Con el don de ciencia tenemos a nuestro alcance la posibilidad de «animar con el Evangelio el trabajo de cada día (...), y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil»6; el don de ciencia nos asiste en esta tarea de poner todo en armonía con Dios. Mirando a María, madre del creador, podemos aprender a amar mejor el mundo y a alabar las manos que han moldeado todo cuanto nos rodea.





28 de mayo de 2025

DON DEL CONSEJO

 



Evangelio (Jn 16,12-15)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros».



PARA TU RATO DE ORACION 



EL PROFETA Isaías había anunciado la llegada de un rey que gozaría de cualidades excepcionales para gobernar al pueblo. El Espíritu de Dios reposaría sobre él, dándole «espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 11,2). Los dones del Espíritu Santo, a los que se hace referencia en este texto, «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas»1. Consideramos hoy el don de consejo, que nos ayuda a juzgar para tomar la mejor decisión en cada momento.


«No faltan nunca problemas que a veces parecen insolubles. Pero el Espíritu Santo socorre en las dificultades e ilumina... Puede decirse que posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos»2. Con el don de consejo, el Paráclito nos hace más sensibles a su voz, orienta «nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios»3. En muchos momentos de nuestra vida, especialmente cuando se nos presenta una dificultad o una duda, tenemos experiencia del bien que nos hace tener cerca personas sabias que nos dan consejos, llenos de sentido común. Con el don de consejo es Dios mismo quien nos asiste. Lo explicaba Jesús a sus discípulos al terminar la última cena: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,12-14).


El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, nos sugiere lo mejor, lo que conviene más al alma, lo que nos lleva a la verdadera felicidad. «La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (cfr. Mt 6,22) y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia»4.


«ENSÉÑAME, Señor, a hacer tu voluntad porque tú eres mi Dios» (Sal 143,10) –podemos clamar, con el salmista–. «Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus senderos» (Sal 25,4). El Espíritu Santo sale al encuentro de esta oración humilde con el don de consejo, que es como una brújula que guía al alma desde dentro, es como una luz que ilumina nuestras decisiones para vivir con fidelidad creativa nuestra propia vocación. De esta manera, el Espíritu Santo nos encamina a descubrir los proyectos de Dios para nuestra vida.


El don de consejo perfecciona y enriquece la virtud de la prudencia. Con esta virtud discurrimos y elegimos los medios más razonables para alcanzar un fin inmediato, algo concreto que debemos hacer, sin perder de vista el fin último que es la felicidad junto a Dios. La prudencia no es apocamiento ni temeridad: es un juicio de la razón sobre lo que es conveniente y, a la vez, un mandato para realizarlo. El papel del don de consejo es perfeccionar de tal modo la virtud de la prudencia para que aquellas dos tareas –el juicio y la decisión– resulten más sencillas y encontrar gusto en ellas. Por eso señala san Josemaría que «la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación»5.


El hábitat en el que crece este precioso regalo es la oración; allí, de alguna manera, hacemos espacio para que el Espíritu venga y nos asista con su ayuda. Tantas veces le podremos decir a Dios: «Señor, ¿por qué no me ayudas más? ¿Qué es mejor hacer en esta ocasión? ¿Qué deseas tú que yo haga?». La Iglesia, a través de la voz del salmista, nos invita a rezar con estas palabras confiadas: «Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 16,7-8).


EL DON de consejo nos auxilia también para poder orientar a los demás en el camino hacia el bien. Cuando san Pablo llegó a Atenas, le invitaron a hablar en el areópago, donde se reunían para sus debates intelectuales. Intervino allí con una enorme elocuencia: «Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo» (Hch 17,22-23). Como fruto de aquel testimonio, «algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos» (Hch 17,34).


Pablo desarrolló un discurso que puede ser ejemplo para la evangelización en cualquier época: mostró la naturaleza razonable del cristianismo y lo mucho que puede aportar al mejor pensamiento humano. Les habló primero del único Dios vivo y verdadero, en el que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28); y, a continuación, anunció a Jesucristo, salvador de todos los hombres. Como sucedió en aquellos tiempos con san Pablo y con los primeros cristianos, también hoy Dios nos da el don de consejo para que seamos testigos que evangelizamos nuestra propia época «con don de lenguas, de modo que nos entiendan, de modo que reciban la luz de Dios»6.


El apostolado de amistad y confidencia es un ámbito privilegiado para obrar junto al Espíritu Santo, ya que «la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz»7. También María, madre del buen consejo, nos puede dar luces en nuestra tarea apostólica.




27 de mayo de 2025

EL DON DEL ENTENDIMIENTO



 Evangelio (Jn 16,5-11)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado»


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE la sexta semana de Pascua, la Iglesia continúa proclamando algunos pasajes del discurso de despedida de Jesús, recogidos en el evangelio de Juan. Hoy escuchamos al Señor que anuncia con claridad, durante la Última Cena, su inminente retorno al cielo: «Ahora me voy al que me envió (...). Me voy al Padre y no me veréis» (Jn 16,5;10). Podemos imaginar el desconcierto entre los apóstoles al recibir este anuncio. Probablemente se llenaron de tristeza al escuchar esas palabras. ¿Cómo era posible que se terminaran, de una vez por todas, esos maravillosos años de convivencia? A los apóstoles «les daba miedo el pensamiento de perder la presencia visible de Jesús –explica san Agustín–. Su afecto humano se entristecía al pensar que sus ojos no experimentarían más el consuelo de verlo»[1].


Entonces, se decían unos a otros: «¿Qué es esto que nos dice? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,17-18). En ese momento no podían entender a Jesús. Sencillamente, no poseían las claves para hacerlo. Sin embargo, aunque no comprendieron el sentido preciso de sus palabras, ninguno de ellos se atreve a hacer la «pregunta: ¿Adónde vas?» (Jn 16,5). Probablemente estaban atónitos por el curso que había tomado la cena. Tres años antes, junto al Jordán, en el inicio de la aventura con Cristo, Juan y Andrés ya habían hecho una pregunta que ahora podría ser oportuna: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38-39). En la Última Cena, sin embargo, ante el cariz misterioso de la conversación, se quedan callados.


«Tras la resurrección, aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo. (...) Sólo Jesús posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Solo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto»[2]. Jesús se va para enviarnos –a sus apóstoles y a nosotros– el consuelo de su Espíritu y para abrirnos la casa de su Padre.


ESTÁ CLARO que Jesús no tenía intención de dejar solos a sus discípulos; el Espíritu Santo continúa la misión del Hijo, llenando de fortaleza sus vidas y regalándoles dones que les ayudarán a entender las cosas de Dios. El Señor vincula la venida del Espíritu Santo con su partida hacia el Padre, «subrayando así que [el Paráclito] tendrá el “precio” de su marcha»[3]. Lo que suponía una gran tristeza para los apóstoles allí reunidos era, en realidad, el plan de salvación que Dios había trazado; el hueco que dejaba el Señor no quedaría vacío, lo iba a llenar el Espíritu Santo. Por eso les dice: «Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Todo les resultará más claro en Pentecostés, cuando sean inundados con sus dones.


El don del entendimiento nos permite precisamente penetrar en los misterios revelados que los apóstoles no podían comprender en aquel momento. También se llama don de intelecto, cuya etimología, intus-legere, leer dentro, sugiere que se trata de una gracia que facilita conocer lo más intrínseco de la realidad. El don de entendimiento nos otorga una intuición para las cosas de Dios, un conocimiento profundo de las verdades de fe e incluso de ciertas verdades naturales en orden al fin sobrenatural. Allí donde no alcanza el ojo ni la razón humana, el entendimiento nos hace ver más allá, como sucede con esos dispositivos de visión nocturna que en medio de la noche aportan una sorprendente claridad. Aun cuando nunca podremos comprender perfectamente el misterio de Dios, ni abarcarlo en su totalidad, con este don del Espíritu Santo nos podemos acercar poco a poco.


Con el don de entendimiento tenemos «capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su designio de salvación»[4]. Aunque en muchos momentos tenemos la tentación de juzgar los acontecimientos solo con ojos humanos, y no alcanzamos a unir nuestra mirada a la de Dios, este don divino nos permite «comprender las cosas como las comprende Dios, con la inteligencia de Dios»[5]. San Josemaría lo comparaba a la capacidad de mirar no solo en dos dimensiones, de una manera plana y pegada a la tierra: «Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen»[6].


EN LA PRIMERA lectura de hoy, los Hechos de los apóstoles narran con detalle el encarcelamiento de Pablo y Silas en Filipos (cfr. Hch 16,22-34). «Después de haberles dado numerosos azotes, los arrojaron en la cárcel (...). A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a entonar alabanzas a Dios». De pronto se produjo un terremoto, «se abrieron todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos». Al ver la situación, el carcelero se intentó suicidar, pero Pablo «le gritó con fuerte voz: ¡No te hagas ningún daño, que estamos todos aquí!». Temblando de miedo este hombre les preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le contestaron: Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa. Le predicaron entonces la palabra del Señor a él y a todos los de su casa». La conversión de esta familia de Filipos es muy rápida. Han entendido en pocas horas lo suficiente como para desear bautizarse inmediatamente. Entonces, subieron a su casa, «les preparó la mesa y se regocijó con toda su familia por haber creído en Dios».


El don de entendimiento perfecciona nuestra fe, nos abre la mente para comprender la Palabra de Dios, lo que Jesús ha dicho y realizado. Crece una certeza que no está fundada solamente en razones, sino también en la experiencia interior que Dios nos comunica. Además, esa certeza va siendo cada vez más sincera cuando dejamos que impregne nuestro corazón y nuestros afectos. Así, tanto las cosas de Dios como las cosas del mundo, todo lo que acontece, se comprende y se acoge desde Dios de una manera más profunda y esperanzada.


San Josemaría aconsejaba en 1971 a un sacerdote que estaba por predicar un retiro espiritual: «Mételes en el corazón el amor al Espíritu Santo, que es meter el amor al Padre y al Hijo. Porque el Hijo ha sido engendrado por el Padre desde toda la eternidad; y del amor del Padre y del Hijo, también eternamente, procede el Espíritu Santo. No lo entendemos bien, pero a mí no me cuesta creer»[7]. Estas palabras resumen lo que siente el alma que recibe este don del Paráclito. Por un lado, sabe que no es capaz de comprender el misterio; pero, al mismo tiempo, tiene la certeza de su auxilio y de su luz.


Podemos pedir a María que nos conceda vivir nuestra vida cotidiana inmersos en el misterio de Dios, siguiendo aquella recomendación gráfica del fundador del Opus Dei: con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo.




25 de mayo de 2025

CON EL FUEGO DEL ESPÍRITU SANTO

 



Evangelio (Jn 14,23-29)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.


La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.


PARA TU RATO DE ORACION 




EL TIEMPO de Pascua llega poco a poco a su fin. A lo largo de estas semanas hemos recordado algunos encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles y las santas mujeres. Se acercan ya la Ascensión y Pentecostés, y la Iglesia nos invita a prepararnos interiormente para estas dos solemnidades. En el Evangelio leemos las palabras que, a modo de despedida, Jesús pronunció durante la última cena: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).


Jesús manifiesta la inmensidad del amor de Dios por nosotros, revelando el misterio de la inhabitación divina en el alma: estamos llamados a ser templo y morada de la Santísima Trinidad. «¿A qué grado mayor de comunión con Dios podría aspirar el hombre? ¿Qué prueba mayor que esta podría dar Dios de querer entrar en comunión con el hombre? Toda la historia milenaria de la mística cristiana, aun teniendo sublimes expresiones, solo puede hablarnos imperfectamente de esta inefable presencia de Dios en lo más íntimo del alma»[1].


Dios nos manifiesta su cercanía. No se conforma con estar junto a nosotros: quiere estar dentro, llenando con su presencia nuestro corazón. «Dios está aquí con nosotros, presente, vivo –escribió san Josemaría–: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas»[2]. Recordarlo con frecuencia nos ayudará a experimentar su presencia, a ser fieles en las pequeñas y grandes cosas que componen nuestra existencia: «Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser un buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria»[3].


«OS HE HABLADO de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,25-26). La Iglesia nace del misterio pascual de Cristo, y es guiada y vivificada continuamente por el Espíritu Santo. En su caminar histórico, a pesar de las fragilidades de los hombres, nunca cesa la asistencia de la tercera persona de la Trinidad.


Posiblemente, ante la inminente partida de Jesús, los apóstoles estarían preocupados. El contraste entre la magnitud de la empresa confiada y sus capacidades era grande. ¿Cómo iban a cumplir la misión de llevar su palabra por todo el mundo? Por eso Jesús, tras haber anunciado el envío del Espíritu Santo, procura infundir serenidad en sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27).


Con el Espíritu Santo, Jesús les dona la paz. Una paz que es don de Dios y que por eso va más allá de lo que podemos conseguir con las solas fuerzas humanas. Muchas veces en la tierra «hay solo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios»[4]. En cambio, la paz que el Señor nos regala es ante todo consecuencia de la caridad que el Paráclito derrama en nuestros corazones (cfr. Rm 5,5). «La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado consigo todo esto. Así nos ha liberado. Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí»[5].


LA ACCIÓN del Paráclito en los primeros tiempos de la Iglesia queda patente en el Concilio de Jerusalén. «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15,28). Los apóstoles y los presbíteros se habían reunido para resolver una controversia relacionada con el modo de evangelizar a todas las gentes, también a los cristianos no provenientes del judaísmo. Más allá del problema concreto, el texto sagrado pone de manifiesto el entusiasmo con el que la primitiva Iglesia difundía la fe, secundando la inspiración del Paráclito.


Ese impulso misionero, continuamente renovado, aparece a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Y es un motivo de esperanza en la tarea de evangelización en la que nosotros también estamos inmersos. «El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28), dijo Jesús a los apóstoles. Entre la “ida” y la “vuelta” de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: él es el Maestro que forma a los discípulos y los hace enamorarse de Jesús, los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro»[6].


Durante sus primeros años de sacerdocio, san Josemaría tenía en su breviario unas estampas que usaba para señalar las páginas. Un día le pareció que se estaba apegando a ellas y las sustituyó por unos papeles, en los que más tarde escribió: Ure igne Sancti Spiritus!, ¡quema con el fuego del Espíritu Santo! «Los he usado durante muchos años –recordaba–, y cada vez que los leía, era como decirle al Espíritu Santo: ¡enciéndeme!, ¡hazme una brasa!»[7]. Con esos mismos deseos nos podemos preparar, perseverando en oración junto a María (cfr. Hch 1,14), para recibir al Espíritu Santo en nuestros corazones. Así, encendidos en nuestro amor a Dios y a los demás, sabremos transmitir el calor divino a todas las personas, como hicieron los apóstoles.

24 de mayo de 2025

LA ORACION NOS DA FUERZA

 



Evangelio (Jn 15,18-21)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.


PARA TU RATO DE ORACION 


HEMOS MIRADO con detenimiento al Señor, especialmente en los días de su pasión y muerte. Observamos a Cristo paciente: en el silencio ante los acusadores, en la serenidad en las respuestas al juez romano, al dejar la espalda dispuesta a los azotes, con las manos clavadas al madero… Y lo admiramos también en la majestad de sus gestos en lo alto del Calvario. «Si el mundo os odia –nos dice en el evangelio de hoy–, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros» (Jn 15,18). Sabemos que se refiere al pecado, a lo que en este mundo se opone al Reino de Dios. Deseamos esa fortaleza con la que el Señor afrontó las adversidades y que tiene mucho que ver con la paciencia.


«El que sabe ser fuerte –dice san Josemaría– no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. “Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas” (Lc 21,19). (...) Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos»[1]. Al cultivar la virtud humana de la paciencia ganamos en serenidad y mesura, en visión sobrenatural, porque Dios es paciente.


Además, quien la posee es capaz luego de dar paz y de apacentar a los demás; es dueño de sí mismo, no lucha contra el tiempo y puede dedicarlo a quien lo necesita. Todavía más: no devuelve odio ni se molesta por quienes puedan despreciarle o tratarle sin consideración. Su paciencia le lleva a estar por encima, con una dignidad repleta de cariño por cada persona, como Cristo en la cruz: mirando siempre más allá, con los ojos fijos en la historia de redención a lo largo de los siglos.


A MENUDO hemos escuchado la conocida expresión de san Pablo que tanto gustaba a san Josemaría: «Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). No son simplemente unas palabras para repetir en los momentos duros, de modo que se tranquilice la conciencia o se acalle la inteligencia, volviendo la espalda a la realidad. Es al revés. Dios es infinitamente bueno: lo hemos aprendido en la catequesis y lo hemos experimentado desde los primeros momentos de nuestro encuentro con Cristo. Por eso, para quienes desean amarle, para quienes son y se saben hijos de un Dios que todo lo puede, ¿cómo no va a colaborar cualquier cosa a su bien?


Aunque algunas circunstancias del mundo se nos muestren en ocasiones hostiles, nunca podrán vencer al amor inagotable del Señor. Por eso podemos «alimentar la confianza en la gracia de Dios (...), asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»[2]. Ese abandono paciente en Dios es el mejor escenario en el que se desenvuelve nuestra lucha. Si sabemos que todo puede cooperar con nuestro bien, sabremos comenzar y recomenzar sin poner nuestras fuerzas en otro lugar que no sea Dios mismo.


De ahí que «paciente es no el que huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza»[3]. Entonces no habrá sucesos que nos puedan robar la esperanza ni amarguras que arruinen nuestra alegría. «Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural»[4].


«YA QUE has querido hacernos capaces de la vida inmortal, no nos niegues ahora tu ayuda para conseguir los bienes eternos», decimos en la oración colecta de hoy. Qué importante es acudir al Señor, confiar en su ayuda sabiendo que no nos va a dejar nunca. Y, especialmente, para lo más importante: crecer en amor de Dios, ampliar el corazón por la caridad y llenarlo de él y de los demás, porque queremos ir al cielo a través de este mundo nuestro al que amamos.


La oración es un momento ideal donde pedir la paciencia necesaria para seguir siempre hacia adelante, cada vez más confiados, cada día más enamorados de ese Dios que vive en nosotros. «No existe otro maravilloso día sino el que hoy estamos viviendo. La gente que vive siempre pensando en el futuro y no toma el hoy como viene es gente que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es concreto. La oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy. Es la oración que transforma este hoy en gracia, nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar»[5].


La ayuda del Señor no nos va a faltar: nuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas si se las pedimos (cfr. Mt 7,9-11), especialmente el auxilio para no desanimarnos ni perder la paciencia en las dificultades; aunque contrariedades siempre existirán, como decía san Josemaría, «si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!»[6]. Podemos pedir a María, que es madre paciente, capaz de padecer con Cristo, de aguardar que llegue su hora, que nos dé esa confianza en su Hijo.




23 de mayo de 2025

AMADOS POR DIOS

 



Evangelio (Jn 15,12-17)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. 

No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.


PARA TU RATO DE ORACION 



A LO LARGO de los años, al echar la mirada atrás, los apóstoles recordarían las palabras de Jesús en la Última Cena. En el Cenáculo, tantas aventuras de los últimos tres años parecerían lejanas, incluso de poca importancia, porque ahora vislumbraban que el Señor los quería para algo mayor. Sus vidas tendrán un sentido más profundo, un alcance más largo: el mundo entero. Las palabras del Señor se quedarían para siempre en sus almas: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Amigos del mismo Hijo de Dios. Quizá costaba creerlo, pero era cierto. El Señor afirmaría enseguida que nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Y es precisamente lo que Jesús ha hecho por nosotros: nos reconoce amigos y nos da su propia vida, especialmente en el tesoro de los sacramentos. Por eso hablamos de “gracia”, porque se trata de un don inmerecido. Brota en nosotros una respuesta de confianza total cuando vislumbramos el «amor gratuito y “apasionado” que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo»[1].


Tenemos fe en el amor del Señor por cada una y por cada uno. Ese hecho embellece la vida, le da un sentido, una dirección y un fundamento. Nos permite teñir nuestra existencia de felicidad y de santidad. Se va expandiendo a lo largo de los años. El eco de la voz de Cristo en el Cenáculo nos devuelve, una y otra vez, también hoy, a la seguridad de ese amor. «No es difícil imaginar en parte los sentimientos del corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario. Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber –el que sea– les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda él mismo»[2].


CADA UNO puede hacer memoria del momento en que Cristo se metió más de lleno en su vida, cuando ya no se podía estar sin él. Para todo cristiano, esa compañía del Señor que no nos faltará supone el punto de partida de la misión apostólica. Pedro, Juan, Judas Tadeo, Santiago, Felipe… Todos los apóstoles entienden que esa misión de horizonte amplio constituye la razón de su vivir. No pueden ocultar la alegría de la amistad y de la elección de Cristo. Se adentrarán por caminos polvorientos y surcarán mares en tormenta y en bonanza, serán perseguidos y serán testigos de conversiones… Todo valdrá la pena porque nada les aparta del amor de Dios.


«Cuando, en el Evangelio, Jesús invita a los discípulos en misión, no les ilusiona con espejismos de éxito fácil; al contrario, les advierte claramente que el anuncio del Reino de Dios conlleva siempre una oposición (...). La única fuerza del cristiano es el Evangelio. En los tiempos de dificultad, Jesús está delante de nosotros y no cesa de acompañar a sus discípulos (...). En medio del torbellino, el cristiano no pierde la esperanza pensando en que ha sido abandonado. Jesús nos tranquiliza diciendo: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10,30). Ninguno de los sufrimientos del hombre, ni siquiera los más pequeños y escondidos, son invisibles ante los ojos de Dios. Dios ve, protege y donará su recompensa. Efectivamente, en medio de nosotros hay alguien que es más fuerte que el mal»[3].


Daréis fruto duradero, nos viene a decir el Señor; porque os he destinado a algo grande, hermoso, a compartir lo que habéis visto y oído, a llevarlo hasta el último rincón de esta tierra. Y como es misión que Dios mismo nos encomienda, su eficacia permanece firme, aunque los resultados no siempre podamos medirlos con nuestros propios parámetros. Decía san Josemaría que «Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra»[4]. Así atravesaremos las incidencias de la historia con esperanza firme y renovada.


TODA MISIÓN confiada por Cristo es una misión de amor y servicio. Cualquier cristiano, desde el último bautizado hasta los sucesores de los apóstoles, viven su llamada como verdadera entrega a los demás. «Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz»[5]. Servir es una palabra hermosa: Cristo es siervo doliente, María es sierva del Señor. Solo sirve quien sabe querer y, a la vez, solo quiere quien ha aprendido a servir. Ponerse en el lugar del otro, pensar en los demás, no imponerse, abrirse a puntos de vista diferentes, a gustos distintos, advertir el cariño del Señor por cada alma, cuidar a los demás a través de nuestro trabajo… Todo eso es aprender a querer.


«Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), nos dice Jesús. Por eso, estamos llamados también a un servicio que es vibración apostólica, la misma que nos transmite el Señor; compartir lo que vivimos y lo que nos llena de entusiasmo y de paz. «Dios ha hecho al hombre de tal manera que no puede dejar de compartir con otros los sentimientos de su corazón: si ha recibido una alegría, nota en él una fuerza que le lleva a cantar y a sonreír, a hacer –del modo que sea– que otros participen de su felicidad»[6].


«Con obras de servicio –escribía san Josemaría–, podemos preparar al Señor un triunfo mayor que el de su entrada en Jerusalén... Porque no se repetirán las escenas de Judas, ni la del Huerto de los Olivos, ni aquella noche cerrada... ¡Lograremos que arda el mundo en las llamas del fuego que vino a traer a la tierra!...»[7]. Como en la Santísima Virgen, se enciende en nosotros, a pesar de las normales dificultades, el afán de servir a cada persona. «¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con él y de tenerlo»[8].

22 de mayo de 2025

AMAR EN EL PRESENTE

 



Evangelio (Jn 15,9-11)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa.


PARA TU RATO DE ORACION 



DURANTE la Última Cena, Jesús confiesa: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (Jn 15,9). Posiblemente los apóstoles no acababan de comprender aquellas palabras, ya que todavía no habían vivido la Pasión del Señor. Les sorprenderá, después, esa donación de Dios hasta la muerte, ese misterio enorme que sobrepasa nuestra capacidad. «Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la cruz, Jesús “me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20). Cada uno de nosotros puede decir: me amó y se entregó por mí. ¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que este es también mi camino»[1].


Como fuimos testigos hace algunas semanas, en el Triduo Pascual «Jesús no solo habló; no solo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega “hasta el extremo”, hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre “para la vida del mundo”. En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más»[2].


La vida cristiana nos lleva a procurar querer y servir a los demás como Cristo lo ha hecho. Entregarse del todo, con decisión y generosidad. Al final, lo único importante será cuánto y cómo hemos amado en el tiempo del que disponemos en este mundo. A la vez, no desconocemos nuestra limitación: sin la ayuda de Dios, no somos capaces de un amor así. Esta tarea de amar como Cristo siempre es nueva «en el sentido de que no lo alcanzamos plenamente; nunca llegamos a amar “como yo os he amado”, cuando quien lo dice es la caridad infinita, el amor mismo»[3]. Necesitamos que Cristo nos encienda y nos dé su propia vida, su capacidad de amar hasta el fin.


EN LA ESCENA que leemos en el evangelio de hoy, sigue el Señor hablando de su llamada, de su predilección por nosotros, nos quiere siempre junto a sí: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). El amor que Dios ha tenido por nosotros es el que fundamenta nuestra vida y nuestra capacidad de amar. Él ha querido nuestro concreto temperamento, nuestro entorno, nuestra libertad, nuestras capacidades y también cuenta con nuestros límites y defectos. Permanecer en ese primer amor es alargar durante toda la vida aquella inquietud de corazón tan propia de los jóvenes, aunque pase el tiempo.


En el caminar de la vida, podemos sentir que el corazón anhela expandir el amor que recibimos y que damos. Quizá lo encontramos en tantas cosas buenas del mundo: la naturaleza, los amigos, la belleza de lo verdadero, etc. El deseo que en esos momentos se abre paso apunta a algo más grande, pues comprobamos que, aunque sean realidades nobles, no son suficientes para colmar nuestros anhelos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es él la belleza que tanto os atrae; es él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»[4].


Decía san Josemaría que «la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud»[5].


DESDE QUE EL Señor entró con mayor intensidad en nuestra vida, procuramos seguirlo con el entusiasmo de los apóstoles; ellos, al descubrir el auténtico sentido de sus vidas, se pusieron inmediatamente en camino. «¿Por qué inmediatamente? Porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Sólo él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon. Por eso necesitamos su Palabra: en medio de tantas palabras diarias, necesitamos escuchar esa Palabra que no nos habla de cosas, sino de vida»[6].


En cada etapa de la vida, en las nuevas circunstancias en que nos movemos, podemos descubrir manifestaciones distintas de ese mismo amor que dio inicio a nuestra entrega. Es cada vez más maduro, pues sabe con quién camina y por quién se entrega; sabe que vale la pena; en cierto sentido, lleva adelante su misión con una mayor conciencia y libertad. San Josemaría nos recuerda que «la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia»[7]. Amamos al Señor en el presente, con la juventud del amor primero y fundamental que no pasa, porque Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Y aunque pasen los años y cambien nuestras circunstancias, ese amor que contiene nuestro corazón sigue siendo fuente de vida, porque Jesús nos ama de manera nueva cada día.


En ese recorrido, «la experiencia de la debilidad personal propia y ajena, en comparación con la estupenda propuesta que la fe cristiana y el espíritu de la Obra nos presentan, no nos debe producir desánimo. Ante el desencanto que pueda producirnos la desproporción entre el ideal y la pobre realidad de nuestra vida, tengamos la seguridad de que podemos recomenzar cada día con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo»[8] y con la ayuda de nuestra Madre, María.

21 de mayo de 2025

NO HAY SANTO SIN ORACION

 



Evangelio (Jn 15, 1-18)


“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.



PARA TU RATO DE ORACION 



DURANTE ESTOS días, entre Pascua y Pentecostés, la liturgia nos presenta muchas palabras que, en su momento, los apóstoles no comprendieron en toda su profundidad, ya que aún no había sido enviado el Paráclito. Nos adentramos, por ejemplo, en la comparación de la vid y los sarmientos: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4).


«Jesús es la vid y a través de él, como la savia en el árbol, pasa a los sarmientos el amor mismo de Dios, el Espíritu Santo (...). Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, en donde encuentran la fuente de su vida. Así es para nosotros cristianos: insertados con el Bautismo en Cristo, hemos recibido gratuitamente el don de la vida nueva, y podemos permanecer en comunión vital con Cristo. Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración diaria, la escucha y la docilidad a su Palabra, la participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y Reconciliación»[1].


La oración mental, que busca salir del anonimato para construir una relación íntima y personal con Jesús, es imprescindible para alimentarnos de la vid. Cuánto necesitamos esos minutos de silencio, de soledad, de mirar sin prisas a Jesús ya sea en el Sagrario o en el fondo del corazón, en el lugar en el que nos encontremos. «Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con él nos identifiquemos (…). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo»[2].


«VOSOTROS YA estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,4). El diálogo personal con Cristo le permite entrar en nuestras circunstancias concretas e iluminar nuestro mundo. «A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, y también cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno»[3].


Necesitamos que las palabras del Señor nos consuelen, que enciendan en nosotros la convicción de que somos sus sarmientos. Nos ayuda tanto que, en medio de las dificultades, su presencia pueda llenar de seguridad nuestra alma. Y queremos también compartir con Jesús las buenas noticias, elevando la mirada al cielo con una actitud agradecida. «Las dificultades, las contrariedades –decía san Josemaría– desaparecen, en cuanto nos acercamos a Dios en la oración. Vayamos a hablar humilde y francamente con Jesús, teniendo en cuenta que el que trata con sencillez, va confiado, y enseguida se hará la luz, vendrán la paz y la serenidad y la alegría»[4].


«La Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, siempre cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios”[5]. Guardar las palabras de Cristo significa conservarlas en el corazón, hacerlas propias y abrirse para que transformen poco a poco nuestra existencia. En definitiva, nos van podando para generar nueva vida, como dice el Señor: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador (...). Todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2).


EL SEÑOR continúa su discurso. Desea que guardemos sus palabras, quiere que de nuestra unión con él surjan tantos frutos. «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (Jn 15,7-8). «Permaneciendo unidos a Cristo –dice san Agustín–, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? (…). Permaneciendo en él y reteniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que se encierra en sus palabras»[6].


Quien permanece unido a la vid, quien pide con seguridad, quien sueña con guardar en el alma cada gesto del Salvador, se transforma en una persona de la que mana la vida de Dios. En la vida interior las cosechas “suceden” de otro modo al natural, porque se miden por el amor. La fe nos lleva más allá de donde hubiéramos pensado, nos lleva a vivir vida divina. ¿Qué mayor fruto podemos desear? Si Dios quiere, quizá veamos que sucede lo mismo en otras personas, en nuevos sarmientos, cuando él quiera. Decía san Josemaría: «Habéis de ser –os repito– colirio y fortaleza para los demás, habéis de tener conciencia de que el Señor ha dicho: sine me, nihil potestis facere –sin mí no podéis hacer nada–. Pero, con él, somos omnipotentes y decimos con el apóstol: omnia possum in eo qui me confortat –todo lo puedo en aquel que me conforta–»[7].


En realidad, todos «los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como él, actuar como él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Como consecuencia, podemos amar a nuestros hermanos, comenzando por los más pobres y los que sufren, como hizo él, y amarlos con su corazón y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz»[8]. Como santa María, que conservaba las palabras del Señor en su corazón, deseamos que permanezcan también en el nuestro.



20 de mayo de 2025

Si vis pacem, para bellum

 Evangelio (Jn 14, 27-31a)


“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó”.


PARA TU RATO DE ORACION 


QUIENES CONOCIERON de cerca al beato Álvaro del Portillo cuentan que encarnaba muy bien aquellas palabras de san Josemaría recogidas en Forja: «Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene “la paz” y da “la paz” a las personas que trata»[1]. Se trata de un deseo de todos los corazones: alcanzar la paz, no vivir en la incertidumbre, estar convencido de que no hay tristezas que no tengan consuelo. Sin embargo, no es fácil hacerlo: siempre hay asuntos que no funcionan, limitaciones con las que hemos de convivir, sucesos que parecen irremediables… Para tener una paz duradera y darla a los demás cuentan nuestros esfuerzos, pero lo más importante es encontrar en Dios su fuente inagotable.

«La paz que nos ofrece el mundo es una paz sin tribulaciones; nos ofrece una paz artificial, una paz que se reduce a tranquilidad. Es una paz que solo mira las propias cosas, las propias seguridades, a que no falte nada (...). Una tranquilidad que nos hace cerrados, que no ve más allá. El mundo nos enseña la senda de la paz con anestesia; nos anestesia para no ver otra realidad de la vida: la cruz. Por eso san Pablo dice que se debe entrar en el Reino del cielo pasando por muchas tribulaciones. Pero, ¿se puede tener paz en la tribulación? Por parte nuestra, no (...). Las tribulaciones existen: un dolor, una enfermedad, una muerte… La paz que da Jesús es un regalo: es un don del Espíritu Santo»[2].

En el trato con el Señor es donde encontramos la seguridad del alma que necesitamos para nosotros y para los demás. Solo él tiene la clave. Todos los sueños de felicidad se colman en Cristo. También nosotros anhelamos esa paz que se difunde naturalmente porque transmite el modo más real de ver las cosas: con la mirada de Dios.


NOS REMUEVEN LAS palabras que el Señor dirige a los apóstoles en la Última Cena y que recoge el evangelio de este día: «La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). ¿Qué inquietudes nos hacen perder la calma? ¿Qué provoca que nuestro corazón tiemble o flaquee? Solo en el Señor hallaremos reposo, la paz real de saber que el único descanso es ponerse en manos de Dios. «Fomenta, en tu alma y en tu corazón, en tu inteligencia y en tu querer –decía san Josemaría–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa voluntad del Padre celestial... —De ahí nace la paz interior que ansías»[3].

En cada Santa Misa vivimos esa comunicación de la paz que solo Dios concede. Justo antes de recibir la comunión, tras el Padrenuestro, el sacerdote abre los brazos a toda la humanidad y dice: «La paz del Señor esté con vosotros». La más profunda serenidad de espíritu brota del altar. Todo el bien de la Iglesia, de cada cristiano, de cada hombre, nace de Jesucristo, del Santo Sacrificio del Calvario. Un cristiano que viva unido a la Misa, «que viva unido al Corazón de Jesús, no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino»[4].

Escribía san Josemaría: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría»[5].


SANTO TOMÁS de Aquino explica, tomando la lista que ofrece san Pablo sobre los dones y los frutos del Espíritu Santo, que quien «vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo. Mas la perfección del gozo es la paz»[6]. Y, a la vez, esta implica que «no seamos perturbados por las cosas exteriores y que nuestros deseos descansen en una sola cosa. Por eso, después de la caridad y del gozo se pone, en tercer lugar, la paz»[7] que nos facilita poner en primer lugar al Señor y apartarnos de lo que nos aparta de él. En la vida interior, la iniciativa depende de él y de su gracia. Al mismo tiempo, con su ayuda, podemos fortalecer nuestra correspondencia, nuestra lucha personal: «Me escribes y copio: “Mi gozo y mi paz. Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz”»[8].

San Josemaría enseñaba que la paz es consecuencia de la guerra, pero no de una guerra cualquiera, sino principalmente de la que se mantiene con uno mismo: desechando el egoísmo, trabajando los propios deseos para que sean más parecidos a los de Jesús, concentrando nuestras fuerzas en extender el bien, etc. En definitiva, luchar para llevar a cabo lo que agrada a Dios, ganando espacio a lo que nos aparta de él. Para tener paz y para darla, en cierto sentido, hay que conquistarla poco a poco. Podría decirse que cuando uno está en guerra con el mundo, no está en paz consigo mismo. «Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo»[9].

La Santísima Virgen es Reina de la Paz porque vivió pendiente del Señor, a pesar de los sufrimientos y los avatares desconcertantes de su vida. A ella le pedimos que nos dé tranquilidad y serenidad cuando en nuestra vida se levantan las dificultades personales, familiares y sociales.




19 de mayo de 2025

IGLESIA ABIERTA A TODOS

 



Evangelio (Jn 14,21-26)


El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.


Judas, no el Iscariote, le dijo:


—Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?


Jesús le respondió:


—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.


PARA TU RATO DE ORACION 


PABLO Y BERNABÉ recorren el mundo conocido llevando la novedad que había cambiado su vida radicalmente: el encuentro personal con Cristo. Muchas veces el Señor, además de dar eficacia a sus palabras, hace que aquellos discípulos las acompañen con sorprendentes milagros. En Listra, por ejemplo, curan a un cojo de nacimiento. «Este escuchó hablar a Pablo, el cual le miró fijamente y, viendo que tenía fe para ser salvado, dijo con fuerte voz: “¡Ponte de pie! ¡Derecho!”. Él dio un salto y empezó a caminar. La muchedumbre, al ver lo que Pablo había hecho, levantó la voz diciendo en licaónico: “Los dioses han bajado hasta nosotros en forma humana”» (Hch 14,9-11). Tanta admiración suscita lo acontecido, que los habitantes del lugar los toman por divinidades que han bajado a la tierra.


Durante la Pascua revivimos constantemente el empuje de los primeros cristianos: la vibración de sus viajes, sus encuentros y sus discursos. «El libro de los Hechos revela la naturaleza de la Iglesia, que no es una fortaleza, sino una tienda capaz de ampliar su espacio (cfr. Is 54,2) y de dar cabida a todos. La Iglesia o es “en salida” o no es Iglesia, o está en camino, ampliando siempre su espacio para que todos puedan entrar, o no es Iglesia (...). Las iglesias siempre deben tener las puertas abiertas porque son el símbolo de lo que es una iglesia. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre (...). De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas»[1].


El encuentro de Pablo y Bernabé con el mundo no judío muestra la catolicidad de la Iglesia. El mensaje de Cristo está destinado a todos, sea cual sea su proveniencia geográfica o cultural. El libro de los Hechos de los apóstoles puede ser un buen manual de instrucciones para continuar con la alegría de evangelizar en medio de nuestras tareas ordinarias.


ES SORPRENDENTE que, en nuestros días, Dios quiera servirse de cada uno de nosotros para llegar a muchas personas. Después de su Ascensión podría haber continuado revelándose directamente a las personas, pero ha preferido hacerlo a través de las relaciones humanas: en medio de la amistad, de la familia, de una comunidad, etc. Y su poder divino no es menor en nuestros días que aquel desplegado en medio de los primeros cristianos.


«El Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios –decía san Josemaría–. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios (…). Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. Quizá en ti mismo, en mí se han operado esos prodigios: quizá éramos ciegos, o sordos, o lisiados, o hedíamos a muerto, y la palabra del Señor nos ha levantado de nuestra postración. Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido»[2].


En esta tarea de llevar la felicidad a los demás, es importante profundizar en la humildad de saber que Dios es quien obra en medio de nosotros. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda»[3].


SAN JUDAS, en el Evangelio de hoy, pregunta a Cristo algo que quizás también nos ha pasado por la mente: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). «¿Por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué solo se manifestó a sus discípulos?»[4].


La respuesta de Cristo es misteriosa. Aparentemente no alude a lo preguntado por su apóstol: habla de guardar su palabra que vivifica, de ser amado por Dios y de que seremos morada del Espíritu Santo. Aunque no tenemos una explicación definitiva de por qué el Señor ha querido hacer las cosas de una determinada manera y no de otra, sí sabemos que sus designios son siempre los más sabios. Y, en su inmensa sabiduría, para revelarse a los hombres ha querido contar con la libertad humana y con todas las consecuencias de querer entrar en la lógica de la historia. «La revelación de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza»[5].


Lo cierto es que Dios ha querido contar con cada uno de nosotros. «No sé qué te ocurrirá a ti –escribía san Josemaría–, pero necesito confiarte mi emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: “ego vocavi te nomine tuo, meus es tu! –Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»[6]. Le podemos pedir a santa María que nos llene de un orgullo santo por haber sido llamados por el Señor para extender su anuncio, al igual que Pablo y Bernabé; y que, al mismo tiempo, no nos falte la humildad de saber que es Dios el que obra todo lo bueno en nosotros.




18 de mayo de 2025

EL AMOR EMPIEZA EN LA PROPIA CASA

 



Evangelio (Jn 13, 31-33a. 34-35)

Cuando salió [Judas del cenáculo], dijo Jesús:

— Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará. Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. (…) Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.


PARA TU RATO DE ORACION 


DESPUÉS del lavatorio de los pies, estando a la mesa, Jesús rompe el silencio y abre su corazón: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo» (Jn 13,31-32). La riqueza de estas palabras se entiende en el contexto de la fiesta judía de la expiación, en la cual el Sumo Sacerdote realiza el sacrificio por sí mismo, por los demás sacerdotes y finalmente por todo el pueblo. El objetivo era volver a dar a Israel la consciencia de la reconciliación con Dios, de ser el pueblo elegido.

En la oración sacerdotal de aquella noche, Jesús, horas antes de entregarse en la cruz, se dirige al Padre. «Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos»[1]. Y esa glorificación de la que habla el Señor es la obediencia plena a la voluntad de Dios. «Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz –el acto supremo de amor– él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera»[2].

«El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse. El auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz»[3]. Es este un misterio que encontró su sentido a la luz de la resurrección de Jesús. «Cada vez que fijemos la mirada en la imagen de Cristo crucificado, pensemos que él, como verdadero Siervo del Señor, ha cumplido su misión dando la vida, derramando su sangre para la remisión de los pecados»[4].


EN EL MOMENTO de anunciar a sus apóstoles que dejaba este mundo (cfr. Jn 13,33), Jesús proclama un mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Jn 13,34-35). Cuando el amor con el que vivimos los cristianos es continuidad del de Jesús, se prolonga su presencia entre nosotros.

Puede llamar la atención que Jesús llamara «nuevo» a este mandamiento, ya que en el Antiguo Testamento Dios había comunicado el precepto del amor. La novedad estriba, sin embargo, en la manera y en el origen de ese amor: lo nuevo es «amar como Jesús ha amado». Esto es lo que nos hace ser hombres nuevos, ya que implica dar la vida a los demás como él la dio; todavía más: dejar que Cristo mismo actúe en nosotros. «La inserción de nuestro yo en el suyo –“vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)– es lo que verdaderamente cuenta (...). El mandamiento nuevo no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en él»[5].

El amor del hijo de Dios que vivió entre nosotros es, en realidad, la fuente de todo amor: no tiene límites, abarca a todos, es capaz de transformar las dificultades en ocasiones para amar más. Usando unas palabras de san Josemaría, podemos pedirle a Dios con atrevimiento: «Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame»[6].


AL DARNOS el mandamiento nuevo, Jesús nos envía a vivir de su amor, de manera que seamos un signo creíble y eficaz de que el reino de Dios ha llegado al mundo. Con nuestra manera de amar manifestamos a nuestros contemporáneos que realmente todas las cosas se han renovado. Los paganos del siglo primero, maravillados ante esta caridad nueva, decían: «¡Mirad cómo se aman y cómo están dispuestos a morir unos por otros!»[7]. El ambiente entre aquellos primeros cristianos sorprendía a los gentiles: «Se aman aun antes de conocerse»[8].

«El amor comienza en la propia casa –decía santa Teresa de Calcuta–. Primero está vuestra familia, luego vuestra ciudad. Es fácil pretender amar a la gente que está muy lejos, pero mucho menos fácil, amar a los que conviven con nosotros muy estrechamente»[9]. Es en primer lugar a las personas que están más cerca de nosotros a quienes mostramos ese amor que hemos recibido de Jesús. Superando las diferencias y mirando lo que nos une, los cristianos procuramos vivir un amor que se manifiesta en cosas tangibles: «El mismo Jesús (...) nos habla de cosas concretas: dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos. (...) Cuando no hay esta concreción, se puede vivir un cristianismo de ilusiones, porque no se entiende bien dónde está el centro del mensaje de Jesús»[10].

Amar a los demás como Cristo solamente es posible con la fuerza que él nos comunica, especialmente en la Eucaristía. En ella se ensancha nuestro corazón. María es también, junto a su Hijo, modelo de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos.