"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2025

El amor de Jesús no tiene límites






Evangelio 
Mateo 8,18-22

En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla.

Se le acercó un escriba y le dijo:
«Maestro, te seguiré adonde vayas».

Jesús le respondió:
«Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza».

Otro, que era de los discípulo, le dijo:
«Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre».

Jesús le replicó:
«Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos».

PARA TU RATO DE ORACION 

JESÚS acaba de realizar varias curaciones de enfermos y endemoniados. Se cumplía así la profecía de Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Is 53,4). La multitud se encuentra entusiasmada al presenciar semejantes prodigios, pero el Señor considera que por el momento su actividad en aquella tierra ha sido suficiente. Por eso, se dispone a tomar la barca para dirigirse a la orilla opuesta. Sin embargo, antes de que pudiera partir, se acerca un escriba y le dice: «Maestro, te seguiré adonde vayas» (Mt 8,19).

La decisión que había tomado este escriba era definitiva: estaba dispuesto a dejarlo todo con tal de permanecer junto a Jesús. En el poco tiempo transcurrido con él, había descubierto una felicidad nueva. Pero lo que había experimentado era el primer fogonazo, porque conocer a Cristo «es una aventura que lleva toda la vida, porque el amor de Jesús no tiene límites»1. Sin embargo, el escriba sentía que ya no era suficiente haber compartido con Jesús unas pocas horas: quería que toda su existencia girase en torno a él.

La vida de todo cristiano es una constante búsqueda de Jesús. Más todavía: la vida de todas las personas es la constante búsqueda de una felicidad que no podrá ser saciada sino en Dios. En ocasiones experimentamos intensamente su cercanía, y en otras quizás tenemos la impresión de que no nos escucha. Pero esta es la fidelidad que nos pide: la fidelidad de la búsqueda, la fidelidad a ese anhelo de Dios. «Esta lucha del hijo de Dios no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría –escribe san Josemaría–: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada»2.

LA RESPUESTA del Señor a las intenciones del escriba está envuelta en cierto misterio: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Parecería que esta reacción tiene poco que ver con lo que acaba de escuchar. Sin embargo, estas palabras reflejan el estilo de vida de Jesús y de quien, como el escriba, quiere seguirle. «Él nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las cómodas llanuras de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequeñas satisfacciones cotidianas»3.

El escriba estaba dispuesto a dejar su existencia tranquila y predecible para seguir a Jesús. Lo mismo habían realizado los apóstoles anteriormente: habían dejado atrás las propias seguridades y se habían lanzado a una aventura impredecible, con la confianza puesta en su cercanía al Señor. «Si estamos en las manos de Cristo –dice san Josemaría–, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere»4.

La felicidad no es algo que podemos conseguir con nuestro simple empeño individual, mediante esfuerzos y planificaciones personales. La felicidad de Dios nos espera, en gran parte, en las relaciones con las personas que tenemos cerca: esa es la vida «tal y como Dios la quiere». La persona amada, el amigo o el hermano, nos pueden dar aquello que nosotros solos no podemos: sentirnos amados, acogidos, comprendidos en nuestra búsqueda. En aquella aventura «intranquila e impredecible» de quien sigue a Jesucristo, contamos con las personas que Dios ha puesto a nuestro lado. Ellas, y sobre todo Cristo mismo, son el mejor lugar donde siempre podremos «reclinar la cabeza».

DESPUÉS del escriba, se acerca al Señor un discípulo y le dice: «Permíteme ir primero a enterrar a mi padre» (Mt 8,21). Jesús replica: «Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos» (Mt 8,22). «Si Jesús se lo prohibió, no es porque nos mande descuidar el honor debido a quienes nos engendraron –explica san Juan Crisóstomo–, sino para darnos a entender que nada ha de haber en nosotros más necesario que entender en las cosas del cielo, que a ellas nos hemos de entregar con todo fervor»5.

«El Señor –Maestro de Amor– es un amante celoso que pide todo lo nuestro, todo nuestro querer»6. El verdadero amor exige dar y recibir por completo. Es lo que ha hecho Dios con cada uno de nosotros al hacerse hombre, morir, resucitar y al quedarse en la Eucaristía. Seguir esta lógica divina del amor a Dios y a los demás es lo que nos da una felicidad que el mundo no alcanza a dar. «El Señor colma de alegría a los que, dedicándole la vida desde esta perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para quedarse con él y dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del mismo modo, es grande la alegría que él regala al hombre y a la mujer que se donan totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia»7.

No sabemos cuál fue la reacción del discípulo ante las palabras del Maestro; desconocemos si efectivamente se marchó o bien decidió acompañarle. Lo que sí sabemos es que Jesús quiere que le amemos sin reservas, pero con libertad. No obliga ni al escriba ni al discípulo: deja que ellos tomen sus decisiones. Cristo «no se impone dominando: mendiga un poco de amor»8. Podemos pedir a María que sepamos seguir a su hijo con el mismo amor y con la misma libertad que marcó también su vida.

29 de junio de 2025

San Pedro y San Pablo

 



Evangelio (Mt 16,13-19)

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:

—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?

Ellos respondieron:

—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.

Él les dijo:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondió Simón Pedro:

—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.

Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.



PARA TU RATO DE ORACION 



«ESTOS son los que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios»1. Los apóstoles Pedro y Pablo son considerados como las primeras columnas del cristianismo. San Pedro es la roca sobre la que Jesús edificó su Iglesia, y san Pablo, con sus viajes y sus escritos, es el apóstol de la Iglesia universal. Los dos confirmaron la unidad y la universalidad del nuevo pueblo de Dios con el testimonio del martirio.

La vida de ambos no estuvo marcada principalmente por sus cualidades, sino por el encuentro personal que tuvieron con Jesús: fue él quien los sanó y quien les convirtió en apóstoles para los demás. Pedro fue liberado de su miedo y de su inseguridad. A pesar de ser fuerte e impetuoso, experimentó el sabor amargo de la derrota cuando, después de toda una noche de trabajo, no había pescado nada. Ante las redes vacías, pudo tener la tentación del desaliento, de abandonarlo todo. Pero al confiar en las palabras de Jesús –«guía mar adentro, y echad vuestras redes» (Lc 5,4)–, se dio cuenta de que más bien debía abrazarlo todo: tenía la certeza de que, estando en la misma barca con Cristo, no había nada que temer.

Pablo, en cambio, fue liberado «del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido»2 y que no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado. Su observancia férrea de la ley sin esa apertura a Cristo le había cerrado al amor divino. Pero tras su caída camino de Damasco se lanzó a una predicación propia de quien «ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios»3. Su vida, que quizá giraba solamente en torno a unos preceptos que cumplir, se fundamenta después en aquel encuentro personal con Cristo. «Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura (...); de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo»4.


JESÚS, reuniendo a sus discípulos, les lanzó una pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Comenzaron entonces a salir algunos de los nombres que se oían por la ciudad: Juan el Bautista, Elías, Jeremías, alguno de los profetas… Pero Jesús quiso después que cada uno ensayase una respuesta más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Esta vez nadie se atrevía a decir nada. Solo lo hizo Simón Pedro, quien tomando la palabra respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Ante estas palabras, Jesús le dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia. Pero también añade que su fortaleza no dependerá de sus cualidades –«esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16,17)–, sino del poder de Dios Padre que está en el cielo. De hecho, poco después de contemplar a Pedro como roca, lo vemos reprendido por el Señor tras el anuncio de su Pasión: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,23). Esta tensión entre el don que proviene de Dios y la capacidad humana es lo que marca la vida de san Pedro, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. Por un lado, la luz y la fuerza que viene de lo alto; por otro, la debilidad humana, que solo la acción divina puede transformar cuando encuentra un corazón humilde.

«La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la cruz de Jesucristo»5. Pedro no cambió de un día para otro. En su vida continuaría experimentando los dones de Dios y sus propias debilidades. Así fue la roca de la Iglesia: palpó continuamente sus defectos, pero se supo anclar en el amor de Cristo.


SAN PABLO es considerado el apóstol de los gentiles; es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Visto con perspectiva, tiene incluso su punto de paradoja. Él, que tanto se afanó en perseguir a los cristianos porque no eran lo suficientemente observantes con el judaísmo como lo era él, después destacó precisamente por anunciar la salvación de Dios a las naciones de la tierra. «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1 Co 9,22), escribió a los de Corintio. Los planes de Dios siempre son mucho más grandes de lo que podemos imaginar.

No hay ninguna barrera terrena que separe a un cristiano de sus hermanos. Todo lo que alejaba a san Pablo de los demás hombres desapareció al encontrarse con el Señor. «Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. (...) Se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos»6. Como decía san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»7. Esa dilatación del corazón fue la que sucedió a san Pablo al encontrarse personalmente con Cristo.

María, como Madre de la Iglesia, se ocupa de mantener unidos a todos los hijos. «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa»8. Como a Pedro, ella nos ayudará a no perder la esperanza ante nuestros defectos y vivir anclados en la roca que es Dios. Y, como a Pablo, ensanchará nuestro corazón para que descubramos la fraternidad que nos une a la humanidad entera.


28 de junio de 2025

Inmaculado Corazón de María

 



Evangelio (Lc 2, 41-51)


Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén en su busca. Y al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre:


—Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.


Y él les dijo:


—¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?


Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.



PARA TU RATO DE ORACION 



«REBOSO de gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación» (Is 61,10). La Iglesia proyecta estas palabras de la Escritura sobre la figura de María. Después de haber considerado la anchura y profundidad del corazón de Jesús, dirigimos la mirada hacia el corazón de su Madre. Con el objetivo de preparar «una digna morada del Espíritu Santo»1, el Señor colmó el corazón de santa María con gracias innumerables y lo revistió de pureza.


San Efrén comenta que «María fue hecha cielo en favor nuestro al llevar la divinidad que Cristo, sin dejar la gloria del Padre, encerró en los angostos límites de un seno, para conducir a los hombres a una dignidad mayor»2. Al dejarse inundar por la gracia, María, en cierto modo, se convierte en cielo, en luz y gloria de Dios. Por eso nuestra Madre es alegre y serena, pues el amor divino lo abraza todo. Santa María contiene una grandeza que la hace estallar de gozo: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador (…); desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,46-48).


Nos podemos unir a ese coro de generaciones que se alegran al ver lo que la gracia ha obrado en el corazón de María. Al mismo tiempo, puede surgir en nosotros el deseo de compartir esa felicidad de nuestra Madre. Nos gustaría cantar también nuestro Magníficat al recordar cómo Dios ha obrado en nuestra vida, porque Dios quiere entrar también en nuestro corazón con su gloria. Nos podemos unir a la oración que la Iglesia, en la Oración colecta, dirige al Padre: «Haz que nosotros, por intercesión de la Virgen, lleguemos a ser templos dignos de tu gloria»3.


«BIENAVENTURADOS los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8), dirá el hijo de María durante su predicación. La Virgen recibió el don de ver a Dios hecho hombre desde su más tierna infancia. Su mirada limpia era capaz de comprender la mirada de Jesús, incluso para adivinar muchos de sus sentimientos e intenciones. En Caná, por ejemplo, detrás de una respuesta negativa, María sabe percibir la disponibilidad de su hijo para adelantar su manifestación como Mesías; también en la cruz, descubre en la mirada de su Hijo la dulce petición de que no se apartara en aquellos momentos.


La mirada sencilla de santa María le lleva a descubrir la mano de Dios detrás de todos los grandes o pequeños acontecimientos de su existencia; esa era la fuente de su alegría constante. La pureza de corazón nos permite tener una mirada transparente, capaz de penetrar la realidad íntima de las cosas, porque entiende que todo tiene su origen y su fin en Dios. En cambio, cuando falta inocencia en la mirada, cuando no nos abrimos a ese don de Dios, nos podemos quedar atrapados en las apariencias y en lo superficial.


Un corazón puro comprende a las personas, procura no clasificar ni poner etiquetas, tiene facilidad para amarlas con sinceridad. La pureza no aleja a las personas; todo lo contrario: mira a todos como hijas e hijos de Dios que merecen un trato acorde a aquella tan grande dignidad. Nos lleva a amar mucho más y mejor a quienes tenemos a nuestro lado. Un amor como el de la Madre de Jesús descubre maneras de demostrar cariño incluso en las situaciones más precarias: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura»4.


«PERO, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe»5. En el episodio de Jesús niño perdido en el Templo hallamos uno de esos momentos de claroscuro. A la angustia por no saber dónde se encontraba se le unió después el desconcierto ante las palabras de su hijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).


No podemos pretender abarcar todos los designios del corazón de Jesús. En la vida de quienes le seguimos, incluso en la de su propia Madre, hay momentos en los que Dios nos sorprende, como si quisiera recordarnos que siempre tiene algo que es más amplio que nuestros planes. Es consolador pensar que santa María también pasó por ese tipo de experiencias. La Sagrada Escritura no tiene reparos en decir que María y José no entendieron la respuesta de Jesús. Sin embargo, añade: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).


Saber que la mano de Dios está detrás de todo, no implica que comprendamos inmediatamente y en toda su extensión cada uno de sus planes. En la vida de oración también hay momentos de oscuridad en los que el Señor nos pide confianza, aquella fe madura que ilumina los momentos de la prueba. María sabía que el Espíritu Santo habitaba en su corazón: ese era el lugar indicado para amar, junto a Dios y a veces con dolor, también aquellas circunstancias que con el tiempo iría comprendiendo mejor. Y nosotros, a ejemplo y con ayuda de nuestra Madre, podemos hacer lo mismo.

27 de junio de 2025

FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Podemos contemplar a Jesús en la cruz, que se dejó traspasar el corazón para ofrecernos una prueba más de que nos quiere incondicionalmente


 Evangelio (Lc 15, 3-7)


Entonces les propuso esta parábola:


—¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y, al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió». Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.



PARA TU RATO DE ORACION 



«LOS PROYECTOS de su corazón subsisten de edad en edad, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre»[1]. La Iglesia nos propone estas palabras del salmista para adentrarnos en el misterio del Sagrado Corazón de Jesús y su amor por nosotros. Nos recuerdan que el corazón de Dios alberga proyectos que abrazan la historia personal de cada ser humano; que son proyectos de libertad y de vida. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[2].


Podemos contemplar a Jesús en la cruz, que se dejó traspasar el corazón para ofrecernos una prueba más de que nos quiere incondicionalmente. San Ambrosio señala que «del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz»[3]. Podemos decir, en cierto modo, que nuestro origen está en el corazón llagado de Jesús. Nuestra vida de cristianos surge de ese costado, que es como una fuente a la que podemos volver una y otra vez, para retomar fuerzas en nuestro camino.


«Jesús en la cruz, con el corazón traspasado de amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos»[4]. Al celebrar el Sagrado Corazón del Señor nos damos cuenta de que, por encima de los sufrimientos y de las derrotas, hay alguien para quien somos insustituibles. Por eso en la oración, ese diálogo de corazón a corazón con Cristo, es donde podemos siempre recuperar la alegría y la confianza.


ALGUNA VEZ nuestra paz se puede ver amenazada al descubrir la presencia del pecado en nuestra vida; quizás sucede en aquellos momentos en los que caemos en la tentación y nos enredamos con nuestros propios vicios. En realidad odiamos el pecado que nos aleja de Dios, que nos hace daño a nosotros mismos y a los demás, pero parece que no encontramos el camino para salir de ahí. En esos momentos, nuestra voluntad parece aletargada y tal vez tenemos la impresión de estar paralizados en la vida espiritual. Si sentimos que de algún modo nuestro corazón no reacciona, podemos recordar que el corazón de Jesús es manso y humilde, descanso para los que se refugian en él: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28) Cristo es, además, el buen pastor que nos busca continuamente, que se abre paso para encontrarnos y cargarnos otra vez sobre sus hombros. Saber que su corazón no duerme, incluso cuando parece que el nuestro está muy lejos, nos llena de confianza para volver a comenzar nuestras luchas diarias.


«El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. (…) Está inclinado hacia nosotros, polarizado especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie»[5]. Nuestros pecados ya no son un motivo para desalentarnos en nuestro anhelo de estar con Dios. El Señor permite que experimentemos la debilidad y esto nos abre a la posibilidad de ser humildes; él cuenta con nuestro esfuerzo para que, impulsados por su gracia, nos levantemos. En ocasiones, «la historia de la salvación se cumple creyendo “contra toda esperanza” (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa solo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad»[6].


EN LA CRUZ, Jesús deja que la lanza traspase su costado «para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo»[7]. Contemplar de esta manera a Cristo nos ayudará a despertar nuestro ánimo y a realizar el camino de vuelta hacia la amistad con Dios. «Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado –aconseja san Josemaría–. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia»[8]. Si queremos salir de la trampa del desánimo, el mejor remedio es pensar menos en nuestras limitaciones, y mirar con calma ese corazón que se ha dejado traspasar por los pecados de todos.


«Sigues teniendo despistes y faltas –decía también el fundador del Opus Dei–, ¡y te duelen! A la vez, caminas con una alegría que parece que te va a hacer estallar. Por eso, porque te duelen –dolor de amor–, tus fracasos ya no te quitan la paz»[9]. Dios no quiere que nuestros pecados nos llenen de tristeza ni que sean un peso que arrastramos con fatiga. Por eso nos ha dejado la confesión, para que podamos recuperar la alegría cuantas veces lo necesitemos. La contrición, el dolor por nuestras propias faltas, es propio de un corazón enamorado; no es un sentimiento que esconde cierto desánimo por no haber estado a la altura de lo que los demás –o nosotros mismos– esperaban: es un dolor fruto del amor a un Dios que hace todo lo necesario por nosotros.


En el corazón de Cristo siempre tendremos un lugar para volver. Basta hacerse pequeño y entrar ahí a través de la humildad. Y si alguna vez nos cuesta emprender el camino de vuelta, contamos con la ayuda de María: ella nos muestra, con su mirada materna, cuál es la ruta para entrar en el costado abierto de su hijo.



26 de junio de 2025

SAN JOSEMARIA

 




Evangelio (Lc 5, 1-11)


Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.


Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:


—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.


Simón le contestó:


—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.


Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:


—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.


Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:


—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.


Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.


PARA TU RATO DE ORACION 


CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»1. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.


«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»2. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»3.


Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»4.


«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»5.


San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»6. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»7.


«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra».8


EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»9.


En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»10. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»11.


«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»12.


San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.



25 de junio de 2025

SI SI, NO NO

 



Evangelio (Mt 7,15-20)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.’



PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS no tuvo reparos en rodearse de personas que no gozaban de buena fama entre el pueblo judío. Comía con publicanos, estaba dispuesto a entrar en casa de gentiles e, incluso, se acercaba y tocaba a los leprosos. Con sus gestos y sus palabras manifestaba una apertura a todos los hombres que, probablemente, sorprendería a sus contemporáneos. Él no amaba el pecado, pero sí al pecador. Por eso, en una ocasión quiso advertir a la gente de que el mayor peligro con el que se enfrentarían no sería tanto rodearse de gente que la sociedad rechaza. La mayor amenaza –dicho con palabras de hoy– sería la de aquellos que, teniéndose por justos, buscarán solamente su propio bienestar, su éxito y su posición. «Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces» (Mt 7,15).


Esos falsos profetas de los que hablaba el Señor eran aquellos que habían traicionado su verdadera identidad. En lugar de velar por el pueblo de Israel habían puesto su esperanza en las riquezas y en las alabanzas. En cambio, los auténticos profetas eran aquellos que hacían suyos los sufrimientos del pueblo. «Los grandes saben escuchar y de la escucha hacen, porque su confianza y su fuerza están en la roca del amor de Jesucristo»[1]. Conocer las preocupaciones y las ilusiones de las personas que la providencia de algún modo nos confía es una de las principales cualidades del Buen Pastor. Esto era lo que hacía el Señor: no huía de la compañía de nadie. Escuchaba los lamentos más profundos de las personas y les liberaba de sus miedos. En nuestra oración podemos preguntarnos: ¿conozco las alegrías y las tristezas de las personas que me rodean?


TODA la existencia de un cristiano está llamada a hacerse adoración de Dios (cfr. Jn 4,23), de modo que la luz de la gracia convierta los distintos espacios de nuestra vida en lugares habitables para el Señor y los demás. La unidad de vida permite que todas nuestras acciones estén encaminadas a Dios y a los demás en él. Esa unificación refuerza cada vez más nuestra identidad de hijos suyos en Cristo, por la fuerza del Espíritu Santo, que lo vivifica todo a través de la caridad y nos impulsa a la santidad y al apostolado en las ocupaciones de nuestra jornada.


La incoherencia de vida, en la que caen los «falsos profetas», es una falta de paz que quiebra el equilibrio personal. En la unidad de vida, por el contrario, hallamos progresivamente una mayor armonía, pues no dejamos que sean las circunstancias o el ambiente quienes dicten nuestra manera de ser o decidir: a la luz de la fe, podemos encontrar sentido a cada faceta de nuestra vida y de lo que nos sucede, tanto de lo bueno como de lo que parece malo o rechazable; aprendemos a reconciliarnos con el pasado y a hacernos amigos del presente. La amistad con Dios nos brinda la confianza necesaria para expresar nuestra identidad de cristianos en cualquier situación y para integrar la realidad en nuestra vida, sin vivir entre agujeros negros, esos espacios densos y cerrados en los que incluso la luz queda atrapada.


El fundamento de la unidad de vida se encuentra en la conciencia de nuestra filiación divina. Esto «nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»[2]. Por eso san Josemaría decía que la filiación divina acaba informando la existencia entera: «Está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3].


PARTE de la unidad de vida consiste en amar el lugar y el tiempo en el que vivimos. Creación y redención se realizan aquí, hoy y ahora, siempre que vibremos por conocer y comprender nuestro mundo, para amarlo como han hecho los santos. San Josemaría, por ejemplo, invitaba a no soñar «sueños vanos»[4], a huir de cualquier «mística ojalatera»[5]. La unidad de vida se disfruta en el lugar donde vivimos junto a Dios y con las personas que tenemos alrededor, procurando soñar con las actividades en las que estamos inmersos –para llenarlas de los dones de Dios– y sin tender a evadirnos a otros mundos más bellos pero irreales. San Pablo invita a los Tesalonicenses a trabajar y ganarse el sustento y a que se ayuden mutuamente a comportarse de ese modo (cfr. 2 Tes 3,6-15). Esta coherencia de vida nos permite al mismo tiempo ser flexibles ante lo imprevisible, porque al rezar y vivir para Dios y los demás, experimentamos que la caridad une lo que se presenta dividido y ordena lo que estaba disgregado Así, podemos asistir a una cita aunque hubiéramos preferido realizar un plan aparentemente mejor, o podemos pagar el billete del transporte público aunque el estado de ese servicio invite a rebelarse y no pagar, buscando alternativas en el modo de proponer mejoras.


Vivir así es luchar para poner en práctica la exhortación del Señor: «Que vuestro modo de hablar sea: “sí, sí”; “no, no”. Lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt 5,37). Cristo señala un modo de hablar: un estilo de vida cristiano que se actualiza mediante la presencia de Dios, una «atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones»[6], que se concreta en no mentir nunca, aunque en un momento dado eso nos pudiera sacar de algún apuro; comportarnos con dignidad, aunque nadie nos vea; no dar rienda suelta a la ira cuando nos ponemos al volante o jugamos un partido de fútbol. Como enseña el Concilio Vaticano II, los bautizados cumplen «fielmente sus deberes temporales, guiados por el Espíritu del Evangelio. […] Por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado»[7]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a adquirir esa unidad de vida para que sepamos transmitir con autenticidad la alegría de vivir junto a su Hijo.

24 de junio de 2025

Natividad de san Juan Bautista

 



Evangelio (Lc 1,57-66.80)


Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había agrandado su misericordia con ella y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:


—De ninguna manera, sino que se llamará Juan.


Y le dijeron:


—No hay nadie en tu familia que tenga este nombre. Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:


—¿Qué va a ser, entonces, este niño?


Porque la mano del Señor estaba con él.


Mientras tanto el niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.


En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).


«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»1. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»2.


«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estas palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»3, dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»4.


Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»5. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.


CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»6.


También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»7, esclava del Señor.





23 de junio de 2025

Que os améis unos a otros


 Evangelio (Mt 7,1-5)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a decir a tu hermano: ‘Deja que saque la mota de tu ojo’, cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.’


PARA TU RATO DE ORACION 


«NO JUZGUÉIS, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7,1). Son palabras de Jesús con las cuales nos pone en guardia frente a la tentación de erigirnos como dioses para los demás, con potestad de juzgar a la ligera su conducta, e incluso caer en la murmuración. Si el Señor vino a renovar nuestro corazón, la mirada con la cual consideramos a los demás es un terreno privilegiado de conversión. Jesús nos aconseja reconducir la mirada a nosotros mismos, antes de que surjan consideraciones sobre los demás.


Santo Tomás de Aquino explica que estos juicios surgen habitualmente de un corazón que sospecha con temeridad de los demás. Determina tres motivos por los que se pueden hacer esos juicios: porque el corazón está inundado de cosas malas y por ello fácilmente piensa mal de los demás; porque no guarda un afecto purificado hacia una persona concreta, por lo que tiende a pensar mal ante cualquier ligero indicio; o porque algunas experiencias negativas le le han hecho demasiado susceptible1. En ninguno de esos casos se trata de una actitud generosa hacia el prójimo, por lo que no serán una fuente de felicidad ni propia ni ajena.


Cualquier visión humana sobre los demás será siempre limitada: solo Dios conoce los corazones y puede valorar las verdaderas circunstancias de lo que sucede. Él es siempre comprensivo y siempre está dispuesto a perdonar. «Pero tú, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?» (Sn 4,12), escribe el apóstol Santiago a las primeras comunidades cristianas. Cuando nos dejamos llevar por esta actitud nos hacemos acusadores en lugar de defensores. Pero si procuramos tener un corazón en sintonía con el de Jesús, miraremos las virtudes e imperfecciones de los demás con el mismo amor y con la misma misericordia con que él ama las nuestras.


«¿POR QUÉ te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». La experiencia de nuestros propios errores, considerada junto a Dios, nos debe llevar a ser comprensivos con los de los demás. No se trata simplemente de pasar por alto sus defectos. De hecho, alguna vez podremos ofrecer nuestra ayuda para cambiar o mejorar a través de la corrección fraterna. Pero este cambio, por un lado, no se consigue de un día para otro; y, por otro lado, muchas veces se puede tratar de su propia manera de ser, que no supone un obstáculo relevante en su camino de santidad. Saber que también nosotros tenemos defectos o rasgos personales que pueden no agradar a todos nos lleva a mirar con comprensión a las demás personas. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender” –escribe san Josemaría–. Por eso busca una excusa para tu prójimo –las hay siempre–, si tienes el deber de juzgar»2.


«Si no somos capaces de ver nuestros defectos, tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para nosotros la puerta de la misericordia»3. La mirada de Dios no se centra solamente en nuestros errores, sino en todo lo que puede sacar de nuestros deseos por hacer el bien: él siempre salva a la persona, mucho más si somos sus hijos. Y es en la oración donde podemos cultivar esa mirada. «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6, 45). Si hacemos crecer un corazón puro, sin dobleces ni murmuración, sabremos ver lo bueno de los demás y no dar una importancia desmedida a lo malo. San Josemaría escribía sus propósitos en una ocasión: «1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»4.


LA VIDA del cristiano se nutre y encuentra su realización en la relación personal con Dios y con los demás. La sustancia de ese trato es la caridad: allí surge la amistad, la vida familiar, las estructuras sociales y todas las relaciones «Para la Iglesia –aleccionada por el Evangelio–, la caridad es todo porque, como enseña san Juan (cfr. 1 Jn 4,8.16) (…) todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza»5.


Poco antes de su pasión, Jesús quiso dejar un mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). Y, acto seguido, para que tuviéramos una imagen de ese camino de felicidad, demostró ese amor con obras, al lavar los pies de sus discípulos. «Sabemos bien que encontrar a Dios, amar a Dios, es inseparable de amar, de servir, a los demás; que los dos preceptos de la caridad son inseparables»6.


Los cristianos hemos sido precedidos por tantos santos y santas que se entregaron a la caridad, también en la vida ordinaria: lo vemos en «los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo»7. Las obras de misericordia espirituales ofrecen una actitud que se antepone a la tendencia a juzgar: enseñar, aconsejar, corregir, perdonar, consolar… Santa María es la primera que nos trata de esta manera y, como buena Madre, nos puede ayudar a querer igual a las personas que están más cerca de nosotros.





22 de junio de 2025

UN SANTO DE LA VIDA CORRIENTE



EVANGELIO San Mateo     10, 34-39


Jesús dijo a sus apóstoles:

«No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa.

El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.»



 PARA TU RATO DE ORACIÓN 


Si bien hoy es domingo, en algunas partes del mundo se celebra Corpus, pero tambien los 22 de Junio es Santo Tomás Moro, un Santo espectacular jurista,   padre de familia, politico, escritor y martir. Un hombre en lo mas alto de la sociedad que dio la cara por la Iglesia y defendio la fe a pesar del que dirán. Un hombre corriente, que San Josemaría lo nombró patrón del Opus Dei


SANTO TOMÁS MORO nació en 1478 y murió mártir en 1535. Fue profesor de derecho y abogado de prestigio. Ocupó varios cargos públicos y en 1529 fue nombrado Lord Canciller. Armonizó esta carrera jurídica y política con el estudio de las disciplinas humanistas, hasta el punto de que fue considerado uno de los hombres más sabios del Renacimiento. Erasmo de Rotterdam, otro de los humanistas más célebres del momento, le profesaba una enorme admiración: «A menos que el gran amor que le tengo me engañe –escribió–, no creo que la naturaleza haya forjado jamás un carácter más hábil, más ingenioso, más circunspecto, más fino (...). Es el más dulce de los amigos, con el que me gusta mezclar la seriedad y el humor con deleite»1.


Tanto en los tribunales como en la corte, no faltaron a Tomás Moro ocupaciones intensas y absorbentes. Sin embargo, siendo consciente de la posibilidad de que sus obligaciones profesionales le llevasen a descuidar su propio hogar, siempre tuvo claro que lo más importante era ser un buen marido y un buen padre. Así lo manifestaba por carta a su hija mayor, durante un viaje que lo tuvo alejado un tiempo de casa: «Te aseguro que antes de que por descuido mío se echen a perder mis hijos y familia capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros»2.


En efecto, empleó sus mejores esfuerzos en asegurar que su casa fuese un foco de felicidad y, a la vez, una pequeña escuela familiar. Tanto el mismo Tomás, como profesores bien preparados, enseñaban disciplinas humanistas y científicas, además de doctrina cristiana, a las cinco niñas y al niño que allí vivían. Sin embargo, en una carta a uno de los preceptores, deja claro el orden de importancia en la educación: «Lo esencial debe ser para ellos una vida virtuosa; el estudio debe ocupar solo un segundo lugar; por eso deben estudiar aquellas asignaturas que les conduzcan a ser fieles a Dios, a amar al prójimo, a ser modestos y a tener humildad cristiana frente a sí mismos. Entonces les caerá en suerte la gracia de una vida de buena reputación; entonces no se asustarán pensando en la muerte; pues sus corazones estarán llenos de la verdadera alegría»3.


SAN JOSEMARÍA tuvo devoción a santo Tomás Moro. En 1954 lo nombró intercesor del Opus Dei para las relaciones con las autoridades civiles. Durante sus estancias en Gran Bretaña, entre 1958 y 1962, acudió con frecuencia a rezar ante sus restos mortales en Canterbury. Y animó a un hijo suyo a escribir una biografía sobre este santo inglés, que le parecía un excelente ejemplo de santidad laical, alcanzada, con la gracia de Dios, en medio del mundo y en medio de las encrucijadas de los cambios culturales de su tiempo4. Porque son los fieles laicos, los cristianos corrientes, quienes están llamados a iluminar con la luz del Evangelio todos los rincones: la familia, el ambiente en que trabajan, todos los ámbitos de la sociedad civil y de la cultura. A ellos «les corresponde testificar cómo la fe cristiana (…) constituye la única respuesta válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud»5.


Santo Tomás Moro fue ejemplar tanto en su servicio a la sociedad civil como en su contribución a alimentar la cultura de su tiempo. También hoy los cristianos trabajamos por transformar el mundo, convencidos de que nos pertenece porque es nuestro hogar, nuestra tarea y nuestra patria. «Al sabernos hijos de Dios, convocados por él, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa un territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios. Estamos llamados a amar este mundo, no otro en el que pensamos que tal vez nos sentiríamos más a gusto; hay que amar a las personas concretas que nos rodean, en los desafíos concretos que tenemos por delante»6.


TOMÁS MORO participaba diariamente en la santa Misa. En los domingos formaba parte del coro de su parroquia. A pesar de su posición social, no ocupaba un puesto de honor. Cuando algunos nobles le hicieron notar que tal vez disgustara al rey que su Lord Canciller no buscase ser tratado con mayor deferencia, respondió con fino ingenio: «No es posible que yo disguste al rey mi señor mientras rindo público homenaje al señor de mi rey»7. Amaba de todo corazón a su patria y a su rey. Pero amaba por encima de todo a Dios. Por eso, cuando llegó el momento trágico de tener que elegir entre la fidelidad a Cristo o el sometimiento a una ley que iba contra su conciencia, santo Tomás Moro se dispuso a abrazar la voluntad divina sin reservas, aun sabiendo que se jugaba su posición, su fortuna e incluso su vida.


Esta respuesta heroica en una situación extraordinaria se había fraguado, en realidad, durante muchos años de heroísmo en la vida ordinaria. Por ejemplo, santo Tomás nunca decidía algo importante sin haber recibido antes, aquel día, al Señor en la Sagrada Comunión; recurría a la oración con fe e insistencia en todas sus necesidades personales y familiares; era generoso y solícito con sus amigos y se ocupaba de los pobres que había en su barrio. En lo que a él se refería, era sobrio y austero. Todo esto le dio «la confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo»8.


También nosotros estamos llamados por Dios a vivir nuestra condición de cristianos en medio de las situaciones más corrientes. A veces encontraremos dificultades en el ambiente, o incluso con leyes que ofenden a la dignidad humana. Será el momento entonces de ser fieles a la voz de Dios que resuena en lo más íntimo de nuestra conciencia9: «Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral –escribió san Juan Pablo II–. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida como fuente de inspiración»10.

21 de junio de 2025

DIOS ES SIEMPRE FIEL

 


Evangelio (Mt 6,24-34)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá odio a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.

Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es 



y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados.

Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad”.


PARA TU RATO DE ORACION 


SAN PABLO recordaba frecuentemente, cuando se dirigía a los primeros cristianos de Roma, la grandeza del amor de Dios: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (...). ¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,31.39). El apóstol estaba convencido de que nada podía apartarnos del amor divino, encarnado en Cristo Jesús, porque lo había experimentado personalmente. Y esa confianza en Dios proviene de saber, por la fe, que él es creador providente que nunca nos deja de su mano: su misericordia llena la tierra, su fidelidad alcanza hasta el cielo (cfr. Sal 36,6). Esta misma experiencia interior le hacía exclamar a san Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu gran misericordia»1.


«Mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable. Le daré una prosperidad perpetua y un trono duradero como el cielo» (Sal 89,29-30), dice Dios en el salmo. Sorprendentemente, en la liturgia de la palabra este texto acompaña a la narración en la que el reino de Judá abandona el templo para servir a los ídolos: sucedió que el pueblo elegido buscó una seguridad humana, el triunfo temporal, el orgullo del poder por encima de lo que es justo. Finalmente son vencidos por un ejército muy inferior al suyo y abandonados a la deshonra pública.


Nuestro amor a Dios no está condicionado por un triunfo personal o por la llegada de ciertas condiciones al mundo en que vivimos. Recordando las palabras de Cristo, queremos hacer el bien «para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Esa luz que podemos ofrecer es una pequeña estela, una referencia discreta, que Cristo comparó a una pequeña semilla: la de un Dios que buscamos todos y que es misericordia.


JESÚS NOS dice: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24-25). Con esta enseñanza, el Señor nos pone en guardia frente a la posibilidad de dejarnos engañar por el poder aparente del dinero; ese poder que nos hace creer ser dueños de la creación y poseedores de las personas. Así, en realidad, terminamos esclavos de nuestro egoísmo, a cambio de unas pobres baratijas que nos impiden ver la grandeza del amor de Dios.


Podemos pedir a Dios que ilumine nuestro entendimiento para discernir sobre cómo debemos proceder en toda circunstancia: en nuestro trabajo, en la vida familiar, en nuestras aficiones o intereses, de modo que en nuestra vida todo esté orientado a dejarnos amar por Dios. A veces sucederá que nuestra preocupación, sin darnos cuenta, se desvíe por caminos que nos llevan a priorizar la seguridad de lo terreno, también ofrecida por la gloria humana. Por eso Jesús nos recuerda: «No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir (…) ¿Quién de vosotros a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (Mt 6,30).


Incluso a quienes se dedican con intensidad a actividades apostólicas puede suceder que, por un exceso de interés humano, se desoriente el fin por el que actúan. Decía san Josemaría que «el éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten esos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad»2. No podemos servir a varios señores. La vida cristiana, de alguna manera, se puede resumir en un constante purificar nuestra adoración, de manera que se dirija cada vez más a Dios y, solo a través de él, a querer las cosas de la tierra.


NO PODEMOS negar que en el mundo existe también la presencia del mal. «Si sus hijos abandonan mi Ley y no caminan según mis normas –exclama el Señor a través del salmista–, si violan mis preceptos y no guardan mis mandamientos, castigaré con vara sus delitos y con azotes su culpa. Pero no le retiraré mi gracia, ni faltaré a mi fidelidad» (Sal 88,31-34). El conocimiento de Dios que hemos adquirido por la fe nos lleva a confiar siempre en que él nunca nos abandona. «Nuestra fidelidad no es más que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa»3.


«Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20)»4. Una respuesta de fe es precisamente nuestra actitud optimista, porque sabemos que Dios es el Señor del mundo, es quien tiene todo el poder, y que todo mal puede ser vencido con sobreabundancia de bien.


Algunas circunstancias pueden hacernos dudar de nuestras capacidades y de nuestra disposición; y haremos bien, porque conocemos la debilidad personal. Sin embargo, no cabe dudar de Dios, de su acción poderosa, aunque discreta, ni de sus designios de santidad para cada uno de nosotros. Los apóstoles Pedro y Pablo nos animan a estar firmes en esta convicción: «La fe es base de la fidelidad. No confianza vana en nuestra capacidad humana, sino fe en Dios, que es fundamento de la esperanza (cfr. Heb 11,1)»5. El Señor nos dice en el Evangelio: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 30). María se abrió siempre al obrar divino, fue llena de gracia: ese es el secreto para vencer al mal con el bien de Dios.



20 de junio de 2025

TODO ES PARA BIEN



Evangelio (Mt 6,19-23)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!”.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


AL POCO de morir Ajab, las consecuencias de sus malas acciones y de las de su mujer se hicieron sentir dramáticamente. Sus enemigos se conjuraron para dar muerte a su hijo y a todos los supervivientes de su casa. La violencia era tal que superaba las fronteras y se extendía también al reino de Judá: acabaron con el rey Ocozías y con todos sus hermanos. Entonces «Atalía, madre de Ocozías, al ver que su hijo había muerto, se dispuso a exterminar toda la descendencia real» (2 Re 11,1), así podría reinar ella sola en el país.


En medio de toda esta locura, los planes de Dios se van abriendo camino, contando con la colaboración de personas piadosas. Uno de los hijos de Ocozías, recién nacido, fue salvado por una de sus tías que, arriesgando su vida, «lo sustrajo, junto con su nodriza, de entre los hijos del rey a los que iban a dar muerte» (2 Re 11,2). El niño «estuvo seis años escondido con ella en el Templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país» (2 Re 11,3). Así se salvó la dinastía davídica, de la que Dios había prometido que vendría el Mesías.


A veces, ante circunstancias adversas, al notar las consecuencias del pecado en el mundo, podemos sentir la tentación del miedo y del desaliento. «Es normal que sintamos impotencia para modificar el rumbo de la historia. Pero apoyémonos en la fuerza de la oración»1. La intimidad con Dios nos ayudará a recordar que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Es verdad que «ese bien no siempre lo podemos ver de manera inmediata. A veces ni siquiera llegaremos a comprenderlo. El hecho de que procuremos estar cerca de Dios no nos evita los normales cansancios, perplejidades y sufrimientos de la vida; pero esa cercanía nos puede llevar a vivir todo de una manera distinta»2. Dios siempre se abre paso, siempre es más fuerte: esta seguridad nos ayuda a abandonar en sus manos las dificultades de nuestra vida.


DESPUÉS de seis años enviaron a buscar a los jefes del pueblo. Una vez reunidos les mostraron al hijo del rey, que había permanecido escondido en el Templo por temor a la reina Atalía. El sacerdote les entregó las lanzas y los escudos de David. Rodeando al hijo del rey, empuñaron las armas y mientras salían todos comenzaron a aplaudir y gritar: «¡Viva el rey!» ( 2 Re 11,12). Y cuenta la Escritura que ese día se podía ver «a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas» (2 Re 11,13).


Es una alegría similar a la que tendría lugar con la entrada de Jesús en Jerusalén. Sin embargo, al Señor no siempre le rodeó aquel esplendor. Siendo Rey y Señor del universo, casi siempre se nos presenta débil y necesitado de nuestra ayuda para poder reinar. «Todos percibís en vuestras almas –decía san Josemaría– una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»3.


Tal como sucedió muchas veces con el pueblo elegido, Cristo no garantiza el éxito humano, pero asegura una paz y una alegría que solo él puede dar. Su poder no es el de los reyes y grandes de esta tierra. «Es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa»4. El reinado de Dios es discreto. Busca un pequeño espacio en nuestras almas donde reinar con su paz.


SOLO hay una persona en Judea que no participa de la alegría del pueblo. Se trata, como es lógico, de Atalía, que cuando «oyó las voces de la guardia y del pueblo (…) y vio al rey (…) y a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: “¡Traición, traición!”» (2 Re 11,13-14). Creía haber acabado con toda la descendencia real, pero no fue así. Ahora nadie más la seguía. Y ella, que tan lejos había llegado para alcanzar el trono, sale tristemente de escena, ante el alivio del pueblo sobre el que había reinado durante seis años.


Nos puede pasar a veces que, como Atalía, dejemos de saborear la alegría de que Jesús reine en nuestro corazón. Entonces, intentamos colmar ese vacío con cosas que no pueden satisfacernos. El Señor nos advierte de la insensatez de este modo de gastar la vida: «Amontonad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6, 20-21).


Lleno de tinieblas aparece el corazón de Atalía. Por contraste, el corazón inmaculado de María nos aparece lleno de luz. A ella podemos pedirle que nos ayude «a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón (…). Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad»5.

19 de junio de 2025

Solemnidad del Corpus Christi.

 



Evangelio (Lc 9,11b-17)

En aquel tiempo, Jesús acogió a la gente, les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que tenían necesidad.

Empezaba a declinar el día, y se acercaron los doce para decirle:

—Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto.

Él les dijo:

—Dadles vosotros de comer.

Pero ellos dijeron:

—No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para todo este gentío —había unos cinco mil hombres.

Entonces les dijo a sus discípulos:

—Hacedlos sentar en grupos de cincuenta.

Así lo hicieron, y acomodaron a todos.

Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron hasta que todos quedaron satisfechos. Y de lo que sobró recogieron doce cestos de trozos.


PARA TU RATO DE ORACION

Comienzo de la homilía que pronunció San Josemaría  en la Solemnidad de Corpus de 1968 

Hoy, fiesta del Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron, porque no tenían raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron y los sofocaron; otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el treinta.

La escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las obligaciones del propio estado.

Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven —sin saberlo quizá— por ideales nacidos del cristianismo.

Vemos también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y proclamados, pero —no pocas veces— son desmentidos con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa, pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia.

El Pan de vida eterna

Me gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro, vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna.

Este milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.

Viene a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no reconocía a ninguno de los moradores del monasterio: su oración, que a él le había parecido brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada, para un corazón amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del Señor en la Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a Él enteramente.

Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; con esas palabras comienza San Juan la narración de lo que sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús —nos lo refiere San Pablo— tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo: tomad y comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía.

Una vida nueva

Es el momento sencillo y solemne de la institución del Nuevo Testamento. Jesús deroga la antigua economía de la Ley y nos revela que Él mismo será el contenido de nuestra oración y de nuestra vida.

Ved el gozo que inunda la liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora, alegre. Es el júbilo cristiano, que canta la llegada de otro tiempo: ha terminado la antigua Pascua, se inicia la nueva. Lo viejo es sustituido por lo nuevo, la verdad hace que la sombra desaparezca, la noche es eliminada por la luz.

Milagro de amor. Este es verdaderamente el pan de los hijos: Jesús, el Primogénito del Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí nos robustece, nos espera en el cielo como comensales, coherederos y socios, porque quienes se nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero vivirán eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera.

La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las palabras y las obras.

Esta es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad de Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad.


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