"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2025

MISERIA Y GRANDEZA


 Evangelio (Lc 14,1.7-14)


Un sábado, entró él a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando.


Proponía a los invitados una parábola, al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos, diciéndoles:


—Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: «Cédele el sitio a éste»; y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.


Decía también al que le había invitado:


—Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos.



PARA TU RATO DE ORACION 



LAS LECTURAS de este domingo ponen de relieve el valor de la humildad. Jesús, en el Evangelio, invita a elegir el último puesto en los banquetes, «porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14,11). La soberbia nos empuja a querer engrandecernos, a rechazar nuestra condición de criaturas. Ese fue el pecado de Adán y Eva: no aceptar los propios límites, desear ser como Dios. «El soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores»[1].


Por el contrario, la humildad permite mirarnos a nosotros mismos con un sano realismo. San Josemaría la definía como la virtud que «nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[2]. Al mismo tiempo que reconocemos nuestros límites y defectos, somos conscientes de nuestras cualidades y de los dones que hemos recibido de Dios. Vernos como somos, ver claramente nuestra propia realidad, puede darnos vértigo. Pensamos que, si los demás vieran nuestras debilidades, dejarían de querernos. Pero solo desde esa verdad –desde ese suelo firme– se puede construir una vida auténtica, libre del peso de aparentar, de fingir ser quien no somos. Necesitamos mirarnos con los ojos de Dios y repetirnos con confianza: «Pues soy como soy, y aun así Dios me ha querido para algo».


«Hazte pequeño en las grandezas humanas –leemos en la primera lectura–, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes» (Si 3,18). La Sagrada Escritura nos muestra que lo que el mundo aplaude –el poder, la riqueza, la influencia–, para el Señor es insignificante. En cambio, aquello que pasa desapercibido, que es discreto, tiene en realidad un valor incalculable. «El ojo humano busca siempre la grandeza y se deslumbra por lo que es ostentoso. Dios, en cambio, no mira las apariencias, Dios mira el corazón (cfr. 1Sam 16,7) y le encanta la humildad»[3].


SAN JOSEMARÍA, en una carta dirigida a sus hijos, anima a no perder la paz ante la experiencia de la propia fragilidad. «No admitáis el desaliento, por vuestras miserias personales o por las mías, por nuestras derrotas. Abrid el corazón, sed sencillos: continuemos andando el camino, con más cariño, con la fuerza que nos da Dios, porque él es nuestra fortaleza»[4]. A menudo, la desesperanza en la lucha interior nace de la soberbia, que ante nuestras caídas nos hace creer que la santidad es inalcanzable y nos cierra a la confianza en la ayuda de Dios y en el apoyo de los demás.


La humildad, en cambio, nos permite combatir con serenidad, especialmente cuando nos sentimos más frágiles. Cuando el deseo más profundo es amar a Dios sobre todas las cosas, volver a empezar tras una caída no se vive como una humillación amarga. «Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a él, a la riqueza y al poder grande de su corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene»[5].


San Josemaría solía decir que se sentía «capaz de todos los errores y de todos los horrores»[6]. Esa conciencia realista de la propia debilidad conduce a buscar la fortaleza en el Señor, no en nuestras cualidades o méritos. La soberbia nos hace ignorar esta capacidad de cometer errores, nos hace creer que somos inmunes al pecado; pero cuando nos topamos con la realidad, cuando nos encontramos con que hemos hecho el mal que no queríamos (cfr. Rm 7,19), nos llena de tristeza y frustración: «¿Cómo es posible que haya hecho una cosa así?». Precisamente entonces es cuando más necesitamos la humildad para recordar la grandeza del corazón misericordioso de Dios y darnos cuenta de que él ha obrado ya la salvación. La lucha no busca conquistar su amor, sino redescubrir que el Señor siempre nos está esperando para levantarnos y fortalecernos. «Todos tenemos errores, aunque llevemos años y años luchando por vencerlos. Cuando de la lucha ascética sacamos desaliento, es que somos soberbios. Hemos de ser humildes, con deseos de ser fieles. Es verdad que servi inutiles sumus. Pero, con estos siervos inútiles, el Señor hará cosas muy grandes en el mundo, si ponemos algo de nuestra parte: el esfuerzo de alzar la mano, para asirnos a la que Dios −con su gracia− nos tiende desde el cielo»[7].


EN MUCHAS ocasiones viviremos momentos que, aunque humillantes, pueden convertirse en auténticas oportunidades de crecimiento. Una corrección por parte de alguien cercano. Pedir perdón a quien se sintió herido –con o sin razón– por nuestras palabras o acciones. Que alguien nos vea llorar, porque nos faltan las fuerzas o no sabemos cómo afrontar una dificultad. Admitir que, por enfermedad o por la edad, ya no podemos realizar las mismas cosas o incluso ya no podemos valernos por nosotros mismos. Reconocer que nos hemos equivocado al opinar o al juzgar una situación.


Es natural que estas experiencias nos duelan, pues dejan al descubierto nuestra fragilidad. Pero, si las acogemos con humildad, también pueden engrandecernos. Porque en lugar de aferrarnos a la propia imagen, a nuestra manera de entender la vida o a nuestras fuerzas, nos abrimos a la gracia de Dios y a la ayuda que nos brindan los demás. «¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez»[8].


Dios se fijó en la Virgen María precisamente por su humildad. «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador –canta en el Magnificat–: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,47-48). Por eso san Josemaría animaba a dirigirse a ella cuando nos sintamos humillados por nuestros errores. «Si de veras deseas progresar en la vida interior, sé humilde. Acude con constancia, confiadamente, a la ayuda del Señor y de su Madre bendita, que es también Madre tuya. Con serenidad, tranquilo, por mucho que duela la herida aún no restañada de tu último resbalón, abraza de nuevo la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé para no detenerme, responderé fielmente a tus invitaciones, sin temor a las cuestas empinadas, ni a la aparente monotonía del trabajo habitual, ni a los cardos y guijos del camino. Me consta que me asiste tu misericordia, y que al final hallaré la felicidad eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos»[9].





30 de agosto de 2025

FRUTIFICAR LOS TALENTOS

 



Evangelio (Mt 25,14-30)


Porque es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de su señor.


Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó otros cinco diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Se presentó también el que había recibido los dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros dos talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Cuando llegó por fin el que había recibido un talento, dijo: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo». Su amo le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y que recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez.


Porque a todo el que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA OCASIÓN, Jesús contó la historia de un señor «que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno solo: a cada uno según su capacidad; y se marchó» (Mt 25,14-15). Lo que pretendía aquel hombre era que sus criados negociaran con lo que habían recibido para obtener cierto rendimiento a su regreso. Cristo relató esta parábola para explicar la necesidad de corresponder a los dones naturales y sobrenaturales que Dios nos ha otorgado.


Como a los siervos de la parábola, el Señor nos ha dado unos talentos únicos; capacidades que podemos poner a su disposición para dar fruto y hacer de nuestro entorno un lugar mejor. «Dios llama a cada hombre a la vida y le entrega talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de necios pensar que estos dones se nos deben, y renunciar a emplearlos sería incumplir el fin de la propia existencia»[1]. El primer paso para sacarles partido es reconocerlos; es decir, identificar cuál puede ser mi aportación específica a los demás. A veces puede estar relacionado con nuestro temperamento: una persona expansiva puede tener facilidad para alegrar o hacer reír a otros, mientras una introvertida puede estar más inclinada a escuchar y reconocer las necesidades de quienes le rodean. En otras ocasiones esos talentos estarán unidos a nuestras habilidades profesionales, con las que contribuimos a mejorar la sociedad en la que vivimos y que también pueden marcar nuestras relaciones.


En cualquier caso, lo decisivo no es tanto la magnitud del impacto que podamos dejar, sino el esfuerzo en procurar que el talento rinda, acompañado por la gracia divina. En la parábola, el Señor alaba por igual tanto al que produjo cinco talentos como al que dio dos, pues reconoció el empeño que tuvieron ambos en dar buen fruto. De este modo, Jesús quiere que valoricemos lo que hemos recibido y agradezcamos los dones que tienen los otros. Mientras la envidia nos lleva a despreciar lo que tenemos y a entristecernos ante los talentos ajenos, la propuesta de Cristo es mucho más ilusionante: nos invita a poner en juego nuestras cualidades, sin importar que sean muchas o pocas, y a disfrutar del bien que supone servir y dejarse servir por los dones de los demás. «¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto»[2].


UNO DE LOS SIERVOS de la parábola recibió un talento. Sin embargo, en lugar de negociar con él para tratar de obtener rendimiento, «hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero» (Mt 25,18). Y en cuanto regresó el señor, le explicó el motivo que le llevó a obrar así: «Sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra» (Mt 25,24-25).


Es normal que, ante la misión que Dios nos confía, experimentemos como el siervo de la parábola cierto miedo. Asusta no estar a la altura, fracasar, quedar mal, perder el talento que hemos recibido… Tener esa sensación no es un problema. De hecho, se trata de una reacción lógica: si ante lo que el Señor nos pide nos sintiéramos muy seguros de nuestras capacidades, entonces nos fiaríamos más de lo que nosotros podemos hacer que de la gracia divina. El temor inicial es bueno cuando lleva a abandonarnos en Dios, pues así se transforma en confianza. «Este siervo no tiene con su patrón una relación de confianza, sino que tiene miedo de él y esto lo bloquea. El miedo inmoviliza siempre y a menudo hace tomar decisiones equivocadas. El miedo desalienta de tomar iniciativas, induce a refugiarse en soluciones seguras y garantizadas y así termina por no hacer nada bueno. Para ir adelante y crecer en el camino de la vida no hay que tener miedo, hay que tener confianza»[3].


El miedo crónico puede deberse a una desfigurada imagen de Dios. A veces, como el siervo, podemos pensar que el Señor se asemeja a un patrón severo que solo busca castigarnos. «Si dentro de nosotros está esta imagen equivocada de Dios, entonces nuestra vida no podrá ser fecunda, porque viviremos en el miedo y este no nos conducirá a nada constructivo»[4]. La Sagrada Escritura, por el contrario, nos muestra a un «Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34,6); más que un rey que penaliza sin piedad los errores de sus súbditos, es un Padre que cubre de besos al hijo que vuelve a casa y le prepara lo mejor que tiene (cfr. Lc 15,11-32). En este sentido, san Josemaría comentaba que Dios no es como un cazador que espera el menor descuido de la pieza para asestarle un tiro, sino que es como un jardinero «que cuida las flores, las riega, las protege; y solo las corta cuanto están más bellas, llenas de lozanía»[5].


EL SEÑOR de la parábola se dirige de la siguiente manera a cada uno de los criados que han producido fruto: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21). Al contrario de lo que podía pensar el tercer siervo, el padrón es más bien magnánimo, pues premia de manera desproporcionada el esfuerzo de sus trabajadores. Aunque los criados habían hecho poca cosa, recibirán algo mucho más grande que lo que humanamente se podía esperar: una existencia junto a su señor.


Cristo muestra así que para llegar a la vida eterna no es necesario realizar cosas extraordinarias. Por supuesto, la biografía de algunos santos está marcada por eventos así, pero a la mayoría de las personas Dios nos lleva por un camino ordinario de santidad. Y esta senda se caracteriza por el amor con que sacamos adelante las tareas que el Señor nos ha confiado: el cuidado de la propia familia, el desempeño del trabajo, las prácticas de piedad… Todas esas realidades, como los talentos de la parábola, pueden adquirir dimensiones inimaginables: siendo buenos padres, esposos, cristianos y trabajadores podremos disfrutar de la gloria del cielo.


«No es algo sin valor la vida habitual. Si hacer todos los días las mismas cosas puede parecer chato, plano, sin alicientes, es porque falta amor. Cuando hay amor, cada nuevo día tiene otro color, otra vibración, otra armonía. Que hagáis todo por Amor. No nos cansemos de amar a nuestro Dios: tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida para servir a todas las criaturas, por amor a Nuestro Señor, porque el tiempo de la vida mortal es siempre poco para amar, es corto como el viento que pasa»[6]. La mayor parte de la vida de la Virgen María transcurrió en la normalidad, como una mujer más de época. A ella le podemos confiar los talentos que Dios nos ha dado, para que sepamos hacerlos fructificar en nuestras realidades cotidianas.




29 de agosto de 2025

DECAPITACION SAN JUAN BAUTISTA

 



Evangelio (Mc 6,17-29)


En efecto, el propio Herodes había mandado apresar a Juan y le había encadenado en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo; porque se había casado con ella y Juan le decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Herodías le odiaba y quería matarlo, pero no podía: porque Herodes tenía miedo de Juan, ya que se daba cuenta de que era un hombre justo y santo. Y le protegía y al oírlo le entraban muchas dudas; y le escuchaba con gusto.


Cuando llegó un día propicio, en el que Herodes por su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea, entró la hija de la propia Herodías, bailó y gustó a Herodes y a los que con él estaban a la mesa. Le dijo el rey a la muchacha:


—Pídeme lo que quieras y te lo daré.


Y le juró varias veces:


—Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino.


Y, saliendo, le dijo a su madre:


—¿Qué le pido?


—La cabeza de Juan el Bautista —contestó ella.


Y al instante, entrando deprisa donde estaba el rey, le pidió:


—Quiero que enseguida me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.


El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales no quiso contrariarla. Y enseguida el rey envió a un verdugo con la orden de traer su cabeza. Éste se marchó, lo decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha y la muchacha la entregó a su madre. Cuando se enteraron sus discípulos, vinieron, tomaron su cuerpo muerto y lo pusieron en un sepulcro.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL MARTIRIO san Juan el Bautista, que celebramos hoy, tuvo lugar mientras Jesús estaba predicando en Galilea. Juan había tratado de que Herodes cayera en la cuenta de su corrupción y del desorden que suponía vivir con Herodías, la mujer de su hermano. Aunque Juan le advertía de su conducta pública y repetidamente, quién sabe el modo en que se expresaría; lo que sabemos es que el mismo Herodes le tenía por un «hombre justo y santo» y que «le escuchaba con gusto» (Mc 6,20). En cualquier caso, era el rey y había decidido encarcelarlo. Tiempo después, con ocasión del cumpleaños del monarca, la hija de Herodías bailó delante de los invitados. Herodes, entusiasmado, le prometió concederle todo lo que pidiera. La chica, empujada por su madre, le pidió la cabeza del Bautista. Bien a su pesar, porque le resultaba un hombre interesante, Herodes le hizo decapitar. Según la tradición, Juan estaba preso en la fortaleza Maqueronte, junto al mar Muerto, y es allí donde fue degollado. Posteriormente, sus discípulos le sepultaron en Sebaste, en Samaría.


Comenta un Padre de la Iglesia refiriéndose al Bautista: «Está encerrado, en la tiniebla de una mazmorra, aquel que había venido a dar testimonio de la Luz, y había merecido de la boca del mismo Cristo (…) ser denominado “antorcha ardiente y luminosa”. Fue bautizado con su propia sangre aquel a quien antes le fue concedido bautizar al Redentor del mundo». Y añade: así «precedió a Cristo en su nacimiento, en su predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de Cristo, la pasión futura del Señor»[1].


Juan es conocido como el Precursor porque su testimonio fiel a la verdad (cfr. Jn 5,33) le lleva a anticipar a Jesús tanto en la vida como en la muerte. La misión de Juan está tan unida a la de Cristo que en el calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte. De esta manera, incluso gráficamente se resalta, como dijo el Señor, que «no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11,11). En el día de su martirio podemos pedirle que nos ayude a ser también precursores de Jesús, anunciando a los demás que no hay mayor alegría que vivir y dar la misma vida por él.


UNOS MESES antes de su martirio, poco después del Bautismo del Señor, Juan les dijo a sus discípulos que su misión había concluido: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Había llegado el momento de hacerse a un lado para que todo el protagonismo lo tuviera Jesús. El tono de este discurso de Juan está empapado de paz; incluso llega a afirmar sin titubeos: «Mi alegría es completa» (Jn 3,29). Su gozo era escuchar la voz del esposo (cfr. Jn 3,29), ver al Señor predicando el Reino y a los hombres arrodillándose delante del Hijo de Dios.


Como al Bautista, también nos puede ocurrir que, en algunos momentos de nuestra vida, las personas sientan admiración por nosotros cuando les abrimos horizontes en el trato con Dios. En realidad se trata de algo lógico: si les estamos transmitiendo algo que les ayuda a encontrar el camino a la felicidad, es normal que nos miren con aprecio. De hecho, es bueno también recordar con agradecimiento a todos aquellos que nos han ayudado a dar nuestros primeros pasos en la fe: padres, hermanos, sacerdotes, amigos, profesores…


Sin embargo, no somos nosotros los protagonistas de ese tesoro que compartimos. «Que solo Jesús se luzca»[2], solía repetir san Josemaría. El fundamento del afán evangelizador es siempre dar a conocer el nombre del Señor. El apóstol no se coloca a sí mismo en el centro, sus obras son tan valiosas como secundarias. Todo persigue un único objetivo: que los demás «busquen a Cristo, que encuentren a Cristo, que traten a Cristo, que sigan a Cristo, que amen a Cristo, que permanezcan con Cristo»[3]. Esto fue lo que hizo el Bautista. Poco a poco él fue disminuyendo, a medida que sus seguidores iban descubriendo a Jesús. Y aunque humanamente quizá su obra se podría percibir como un fracaso –de suscitar el asombro de la muchedumbre pasó a morir solo en una cárcel–, en realidad había triunfado, pues había facilitado que muchos hombres y mujeres vieran en Jesús al Mesías.


«CELEBRAR el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que no se puede descender a negociar con el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad»[4]. El Evangelio de hoy nos presenta, por un lado, a Herodes, incapaz de defender sus creencias; a pesar de que estaba seguro de que Juan era un hombre justo, por temor a quedar mal ante los invitados y ante la hija de Herodías, se traicionó a sí mismo y acabó realizando algo que en realidad no deseaba: dar muerte al Bautista. Quien no supo cambiar su corazón cuando le escuchaba con gusto, tampoco supo cambiar el curso de los acontecimientos cuando le pideron la cabeza del Bautista. En cambio, Juan se nos presenta como alguien que está dispuesto a morir por lo que realmente vale la pena. Al contemplar la vida del Bautista, y en especial la del Señor, descubrimos que la verdad está vinculada a la cruz. La verdad muchas veces nos provoca y «no es en absoluto barata. Es exigente, y quema. El mensaje de Jesús también incluye el desafío que encontramos en esa pugna con sus contemporáneos (…). Quien no quiera dejarse quemar, quien no esté dispuesto a ello, tampoco se acercará a él»[5].


Verdad, bien y belleza están unidas, y van de la mano del amor. Los cristianos estamos llamados a hacer amable la verdad, dando testimonio valiente de nuestra fe, mostrando que se es más feliz viviendo en la verdad que tratando de esquivarla. «Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la verdad es inseparable de la auténtica alegría»[6]. Mostrar la amabilidad de la verdad es una buena definición del apostolado, porque en él se unen amor, verdad y bien. Una verdad desnuda y sin amor es desagradable, y muchos podrían llegar a considerarla inalcanzable. Por eso san Josemaría decía que el ejemplo y el celo de un cristiano «nunca debe ser una bofetada moral, arrogante, en la cara del prójimo», sino «brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté»[7], sembrando al mismo tiempo paz y alegría. Podemos pedir a la Virgen María que meta en nuestros corazones la misma pasión por la verdad que le llevó a Juan a entregar su vida con alegría.





28 de agosto de 2025

Actualizar tu fidelidad

 


Evangelio (Mt 24,42-51)


Por eso: velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.


¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: «Mi amo tarda», y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.


PARA TU RATO DE ORACION 


«VELAD, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 24,42). Estas palabras de Jesús parecen generar suspense y tensión. ¿Quiere el Señor meternos ansiedad ante su segunda venida? Cristo insiste de manera gráfica: «Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa» (Mt 24,43). ¿Busca Jesucristo provocar nerviosismo entre sus oyentes?


Es una experiencia común estar contento cuando se acerca algo que nos procura cierta felicidad: un plan familiar, un evento importante, un rato de descanso… Aunque todavía no haya tenido lugar, la expectativa de que ese momento llegará nos alegra el presente. Esta es una de las dimensiones de la esperanza cristiana: vivir con la ilusión de que Cristo vendrá y que viviremos con él para siempre, aunque esa venida aún no se haya realizado. Este anhelo nos impulsa hacia adelante, nos anima a estar preparados y da un sentido de eternidad a lo que tenemos entre manos.


Con esta enseñanza sobre la vigilancia, el Señor quiere fortalecer nuestra confianza en que él vendrá. Nos invita a estar atentos contra algunos ladrones: el pecado y la tibieza. El primero nos roba la ilusión, y el segundo la adormece, haciéndonos pensar que la espera se retrasará y que podemos relajar nuestra lucha. San Josemaría resalta la alegría del combate cristiano por ese fin que anhelamos alcanzar: «En algunos momentos te agobia un principio de desánimo, que mata toda tu ilusión, y que apenas alcanzas a vencer a fuerza de actos de esperanza. –No importa: es la hora buena para pedir más gracia a Dios, y ¡adelante! Renueva la alegría de luchar, aunque pierdas una escaramuza»[1]. Jesús no desea que vivamos tensionados, sino preparados para su venida, e incluso ilusionados con ella. Se trata de hacer crecer nuestra esperanza, esa esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5,5), que nos permite combatir con alegría.


LA MEJOR espera no es la que se preocupa del futuro con agobio, o la que se siente culpable por lo que ha dejado sin hacer, sino la que vive el presente con ilusión. Es normal que en ocasiones experimentemos miedo por el futuro o pena debido al pasado. Con todo, el Señor nos anima a concentrarnos en el hoy. «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelve encuentre obrando así» (Mt 24,45-46). El Señor ilustra la mejor manera de esperarle: siendo fieles trabajadores en la realidad más inmediata y presente que tenemos delante, que es donde él nos ha puesto y la materia de nuestra santidad. Así lo resumía san Josemaría: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»[2].


El siervo fiel se despreocupa en cierto sentido de sus resultados o de lo que los demás piensen de él. Su principal ocupación es trabajar bien y con amor, motivado por un afán de cuidar al Señor con su trabajo. Con esta actitud el siervo fiel busca cuidar los pequeños detalles, servir el alimento a la hora debida, estar disponible... En buena medida, le es suficiente el presente: no necesita más. De ahí que procure actualizar su fidelidad en cada instante. Si ha tenido errores en el pasado, ha procurado aprender de ellos y no darles demasiadas vueltas. Las incertidumbres futuras no le pesan hasta el punto de paralizarle, porque cuando lleguen ya las acometerá con la ayuda de Dios. Ha descubierto el secreto para ser feliz, que es el mejor modo de preparar la venida del Señor: estar en lo que hace.


«Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»[3]. En cierto modo, esto es lo que le pedimos a Dios cada vez que rezamos el padrenuestro. No le recriminamos si tuvimos pan en el pasado, o no le agobiamos suplicando reservas de pan: sencillamente le pedimos el pan de cada día, el necesario para hoy. Queremos recibir cada día lo que el Señor nos envía, aceptando el pan del “ahora”, acometiendo lo que debemos hacer, acogiendo a las personas que él nos envía. El presente es el tiempo de Dios, y si lo vivimos como tal, el Señor nos premiará como al siervo fiel: «En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda» (Mt 24,47).


CUANDO uno espera algo con ganas, puede ocurrir que se acabe desilusionando porque no sabe si al final llegará. Lo que preparábamos con interés el primer día, más tarde ya no lo vemos tan importante o necesario. Se va apagando así el deseo inicial, y se van descuidando detalles, gestos, costumbres. En este sentido, la esperanza cristiana por llegar al cielo y encontrarse con el Señor puede convertirse, al no tener claro el día ni la hora, en una realidad tan lejana que quizá se va desvaneciendo. Es lo que muestra Jesús en el Evangelio: «Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: “mi amo tarda”, y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas» (Mt 24,48-51).


En esta espera, Dios nos ha dado un gran aliado para no rebajar nuestros propósitos iniciales: el espíritu de examen. Al final de cada jornada, o en los ratos de oración, podemos alimentar nuestro diálogo con el Señor preguntándonos: «¿Qué ha sucedido en mi corazón en este día? “Han pasado muchas cosas…”. ¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Qué huellas dejaron en el corazón? Hacer el examen de conciencia, es decir, la buena costumbre de releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón. Porque solo el Señor puede darnos confirmación de lo que valemos»[4].


En el examen de conciencia podemos hablar con Dios sobre nuestras alegrías, tristezas, ilusiones, inquietudes… De este modo, confrontamos con él si todos esos sentimientos son coherentes con nuestra identidad, con los ideales que queremos que guíen nuestra vida. «Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante…, en una palabra, si te falta Amor. Si es así, no puede extrañarte tu ineficacia. ¡Reacciona enseguida, de la mano de Santa María!»[5].




27 de agosto de 2025

SENCILLEZ Y COHERENCIA

 


Evangelio (Mt 23, 27-32)

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas!». Así pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.



PARA TU RATO DE ORACION



JESÚS debió de tener un carácter muy pacífico, pues los niños se acercaban a él con naturalidad. Además, no se cansó de predicar que el Reino de Dios es de los que buscan la paz. Por eso, la dureza con que a veces habla puede llamar nuestra atención y causar cierta perplejidad. No solo por el contenido de lo que dice, sino también por el tono que se desprende de sus imprecaciones contra unos líderes religiosos que, llevados por su vanidad, se ponían como ejemplo de unas virtudes que, en realidad, no vivían desde su corazón. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre» (Mt 23,27-32).


Al meditar sobre los evangelios, uno rápidamente se da cuenta de la gran paciencia que vive Jesús ante las más diversas personas: atiende con cariño a los enfermos, desea abrazar con su misericordia a los pecadores, y tanto los pobres como los ricos encuentran en el Maestro de Nazaret un corazón tierno y atento. Solo la hipocresía, es decir, el afán por aparentar lo que no se es o el esfuerzo desmesurado por acomodarse al qué dirán parece chocar con su corazón sencillo y humilde. De hecho, una de las pocas alabanzas que le escuchamos a Jesús va dirigida a Natanael, en su primer encuentro. A pesar de que el futuro apóstol se acababa de referir a él con unas palabras llenas de escepticismo y de crítica a su lugar de origen –«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46)–, Jesús valora su sinceridad delante de los demás apóstoles: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47).


Es interesante que esta haya sido una de las primeras frases que pronunció el Señor a sus nuevos seguidores, quizá para hacerles comprender que no son las flaquezas humanas ni tampoco las limitaciones las que pueden alejarnos de Dios, sino el no querer reconocerlas o consentir algún tipo de doblez en nuestro obrar. Por eso, como enseñaba san Josemaría, los cristianos estamos llamados a dar testimonio de vida sencilla: «Con tu conducta de ciudadano cristiano, muestra a la gente la diferencia que hay entre vivir tristes y vivir alegres; entre sentirse tímidos y sentirse audaces; entre actuar con cautela, con doblez… ¡con hipocresía!, y actuar como hombres sencillos y de una pieza. –En una palabra, entre ser mundanos y ser hijos de Dios»[1].


¿CUÁL es el motivo central que me lleva a obrar? Esta es una pregunta que nos permite dar unidad a nuestra vida. Todo lo que realizamos en nuestro día a día –acciones, palabras, omisiones– apunta hacia una identidad que queremos construir. En el examen de conciencia intentamos comprobar hasta qué punto todas nuestras expresiones externas están guiadas por la intención última de amar cada vez más a Dios y a los demás. Porque puede ocurrir que se genere un desfase entre lo que aparentamos hacia fuera y lo que llevamos en nuestro corazón: «Por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad» (Mt 23,28).


«Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria»[2]. Para conseguir que la hipocresía no se vaya introduciendo en nuestra alma, nos puede ayudar tomar todas nuestras decisiones desde la presencia de Dios. Cuando nos sentimos mirados por un Padre que nos quiere, acompañados por Jesús, nuestro mejor Amigo, y portadores del Espíritu Santo, entonces resulta casi natural que nuestro porte exterior sea expresión del amor que llevamos dentro. Porque la coherencia que surge de la unidad de vida no se improvisa, sino que nace de las convicciones profundas que anidan en nuestro corazón y que no queremos negociar.


La autoridad que caracteriza a todo cristiano «no consiste en mandar y hacerse oír, sino en ser coherente, en ser testigo y, por ello, ser compañeros de camino del Señor»[3]. Sin coherencia, no hay verdadero apostolado, porque todo lo que nos gustaría transmitir hacia afuera nacería de un corazón apagado. Por eso, nos podemos preguntar en este rato de oración si el amor de Dios y el deseo de darle gloria es el principal motor que mueve nuestros pensamientos y nuestros afectos.


EL AMOR a Cristo es lo que da una armonía sólida a nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Si el Señor ocupa el centro de nuestra vida, será más fácil reflejar la coherencia exterior en el trato con los demás. Lógicamente, es necesaria una cierta adaptación de nuestro comportamiento en función de las personas con las que estamos. No es lo mismo pasar un día de descanso con la propia familia que una reunión de trabajo que resulta decisiva para orientar un proyecto; nuestra confianza hacia los amigos, como es lógico, es mayor que la que sentimos hacia desconocidos. Pero esa adaptación natural al ambiente en que nos encontramos no debería llevarnos a perder la propia identidad o a esconder aquello que le da sentido a toda nuestra vida: el amor a Jesús.


El afán por querer ser siempre la misma persona nos llevará a vivir una virtud humana muy querida por san Josemaría: la naturalidad. En una ocasión, escribía: «Cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en “mayores manifestaciones”, para no perder ese trato –irrepetible e incomparable– con el Señor»[4]. No buscamos hacer el bien para que nos alaben o para que los que nos rodean se formen una buena opinión de nosotros. Por el contrario, lo que nos interesa es que todas nuestras obras sean un reflejo de la gloria de Dios y lleven a que muchos lo conozcan, mientras nosotros pasamos casi desapercibidos. Es la exigente recomendación del Maestro: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).


Para que nuestra naturalidad y coherencia sean verdaderas, no hemos de tener miedo a admitir nuestros errores y flaquezas. De lo contrario, podríamos caer en la tentación de algunos fariseos y escribas, que vivían en un mundo de buenos deseos, pero sin admitir sus propias limitaciones: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas”!» (Mt 23,29-30). El deseo de mostrarse muy seguros delante de los demás los llevaba a defender una falsa concepción de sí mismos y a ocultar sus limitaciones. Nosotros sabemos, en cambio, que incluso a través de nuestras flaquezas podemos reflejar la gloria de Cristo, porque él es nuestro Salvador. Como nuestra Madre, nos atreveremos a decir: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38), sabiendo que en esa verdad, quizá a los ojos del mundo bastante poco atractiva, se esconde toda nuestra riqueza.

26 de agosto de 2025

Sin dobleces

 



Evangelio (Mt 23, 23-26)

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello!

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia! Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta muchos encuentros de Jesús con los escribas y fariseos. Frecuentemente lo vemos dialogando con ellos, buscando incansablemente su conversión; lo cual no es de extrañar, pues «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), y Cristo veía a esas personas más lejos del Reino de Dios que los publicanos y las prostitutas (cfr. Mt 21,31). Sabemos que, ante quien lo necesita, el Señor no niega su ayuda y hace todo lo que está en su mano para recuperar la oveja perdida. Y esas ovejas extraviadas que eran algunos de los escribas y fariseos le costaron grandes esfuerzos. En su vida terrena –y por lo poco que podemos saber– solo pudo contar unas pocas victorias. Ya antes de su pasión y muerte encontramos algún doctor de la ley que se cuenta entre sus discípulos, aunque lo haga a escondidas (cfr. Jn 7,50; Jn 19,38). Después de su resurrección abrazarán la fe unos fariseos (cfr. Hch 15,5). Entre ellos, algunos continuarán con los mismos esquemas de la antigua ley, lo que crearía algunas dificultades en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 15,5); otros, como Pablo (cfr. Hch 23,6), tendrán una eficacia maravillosa.


Es de suponer que Jesús no se sentiría muy cómodo en algunos de esos encuentros con los miembros de la autoridad judía. Muchas veces sabía que lo único que buscaban de él era una declaración para acusarle. Le dolía, además, la ceguera de sus corazones, que les impedía acoger la buena nueva que anunciaba. Pese a todo, Cristo no se alejó de ellos. Según nuestros esquemas, quizá hubiese sido mejor rodearse únicamente de aquellos que entendían su mensaje y lo escuchaban con cariño, pero el Señor no rechazó el diálogo con quienes no lo amaban. Al fin y al cabo, Dios no quiere «la muerte del impío, sino que se convierta de su camino» (Ez 33,11). Cuando se dirigía a ellos lo hacía con el deseo de que rectificaran y cambiaran de vida, también cuando lo hacía con más dureza: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!» (Mt 23,23).


Podemos pedir al Señor que nos ayude a tener esa sed de almas que nos lleve a buscar la salvación de los hombres, también de aquellos que tal vez no nos comprenden. «Queremos hacer el bien a todos –escribía san Josemaría–: a los que aman a Jesucristo y a los que quizá le odian. Pero estos nos dan además mucha pena: por eso hemos de procurar tratarles con afecto, ayudarles a encontrar la fe, ahogar el mal −repito− en abundancia de bien. No hemos de ver a nadie como enemigo: si combaten a la Iglesia por mala fe, nuestra recta conducta humana, firme y amable, será el único medio para que, con la gracia de Dios, descubran la verdad o al menos la respeten»[1].


CRISTO reprocha a los fariseos y a los escribas que cumplan las reglas humanas con rigurosidad mientras descuidan los preceptos básicos divinos. Sin embargo, no critica el hecho de que existan esas normas. Jesús afirma que es necesario cumplirlas, pero sin olvidarse de lo esencial, que es la ley dada por Dios. Y esto es posible si tratamos de ver el bien que hay detrás de todo lo que realizamos: la justicia, la misericordia, la fidelidad… en una palabra, el amor, «pues toda la Ley se resume en este único precepto» (Ga 5,14). El problema de algunos escribas y fariseos es que habían perdido la auténtica perspectiva de todas esas normas y se habían vuelto guías ciegos, capaces de colar un mosquito y tragar un camello (cfr. Mt 23,24).


Desarrollar esta actitud de querer entender para vivir la relación con Dios con «voluntariedad actual»[2], por amor, no es ni automático ni sencillo. Por eso, san Josemaría hablaba de la formación como de una batalla que, además de ser ardua, «no termina nunca»[3]. La Ley pide ser entendida, porque ha sido dada para seres inteligentes, que son invitados a dejarse guiar por ella en un modo profundo, no superficial. «Ser santos –comenta el prelado del Opus Dei– no es hacer cada vez más cosas o cumplir ciertos estándares que nos hayamos impuesto como tarea. El camino a la santidad, como nos explica san Pablo, consiste en corresponder a la acción del Espíritu Santo, hasta que Cristo esté formado en nosotros (cfr. Ga 4,19)»[4].


De este modo, podemos ver todo lo que supone la vida cristiana –mandamientos, normas de piedad, obras de misericordia…– como medios que nos llevan a identificarnos con el Señor. Estas prácticas forman «parte de un diálogo de amor que abarca toda nuestra vida y que nos llevan a un encuentro personal con Jesucristo. Son momentos en los que Dios nos espera para compartir su vida con la nuestra»[5].


«¡AY DE VOSOTROS, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de rapiña y de inmundicia!» (Mt 23,25). Jesús llega a la raíz del problema. Pone de manifiesto el contraste entre lo que esas personas manifiestan por fuera –oraciones en voz alta, ayunos llamativos…– y lo que llevan dentro –deseos de aparentar, búsqueda de reconocimiento…–. «Es necesario decir no a la “cultura del maquillaje”, que enseña a cuidar las formas externas. Sin embargo, debe purificarse y custodiarse el corazón, el interior del hombre, precioso a los ojos de Dios; no lo externo, que desaparece»[6].


El camino indicado por Jesús es el de purificar desde dentro hacia afuera. «Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera» (Mt 23,26). Entendemos así que la formación que el Señor quiere para nosotros no consiste en acumular una gran cantidad de información, sino que exige un desarrollo de la interioridad de la persona. No es cuestión de acoger muchas semillas que crezcan rápidamente en la superficie para dar la impresión de fecundidad. Se trata más bien de trabajar un terreno profundo y rico, capaz de dejar germinar la semilla plantada por Jesucristo en nuestra alma.


Esta es una tarea que compete exclusivamente a cada uno, con la ayuda de la gracia. Mientras las buenas obras externas quizá se pueden realizar en parte por la influencia de los demás –ya sea porque nos animan o porque el ambiente nos empuja a ello–, nosotros somos los responsables de desarrollar nuestra interioridad; es decir, de construir un mundo interior que disfrute del bien que hacemos y rechaza el mal no porque es una prohibición, sino porque nos aleja de la felicidad que queremos. Y esto «requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer, sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta»[7]. La Virgen María es modelo de interioridad cuidada que acoge la palabra y la deja fructificar (cfr. Lc 11,28). Ella nos podrá ayudar a caminar fielmente, sin dobleces, tras los pasos de su Hijo.



25 de agosto de 2025

LA SANTIDAD ES FLEXIBLE

 


Evangelio (Mt 23, 13-22)


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar.


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros!


¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: «Jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado!» ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más: el oro o el Templo que santifica al oro? Y: «Jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado».


¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.


PARA TU RATO DE ORACION 



LOS ESCRIBAS y los fariseos eran conocidos por ser celosos creyentes y practicantes de la Ley. Sin embargo, algunos de ellos se limitaban a predicar a los demás y no ponían en práctica lo que enseñaban. Es por eso que Jesús, en varias ocasiones, puso de relieve su hipocresía, con un reproche lleno de dolor por las almas, con el deseo de hacerles cambiar de actitud: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar» (Mt 23,13).


En cierto modo, cada cristiano tiene en común con los escribas y fariseos la misión de enseñar, es decir, de transmitir la fe en el seno de la propia familia y entre sus amigos. En sentido amplio, todos somos de alguna manera líderes, se espera de nosotros que podamos guiar a los demás con delicadeza y pleno respeto de su libertad. Y esto conlleva, en primer lugar, ofrecer un testimonio coherente. «La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras»[1], enseñaba san Antonio de Padua. Un cristiano está llamado a «hacer de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios»[2].


El hecho de transmitir la fe con el propio ejemplo no significa que los cristianos tengamos que ser perfectos. Probablemente las personas de nuestro alrededor conozcan algunos de nuestros defectos, las pequeñas o grandes incoherencias entre lo que pretendemos enseñar y lo que realmente somos. Lo decisivo, sin embargo, no es llevar una vida sin tacha, pues esta es imposible. De hecho, esas incoherencias, cuando son reconocidas con humildad y se combaten con esfuerzo y gracia de Dios, pueden iluminar a las personas que nos rodean: se dan cuenta de que el ideal cristiano no consiste en ser perfectos, sino en luchar por asemejarse cada vez más a Cristo. Por eso, aún con ese defecto, los demás pueden ver que es posible estar cerca de Dios, pues él no pone ningún obstáculo a su amor. Al fin y al cabo, la santidad no es algo que se consiga de la noche a la mañana, sino que es un camino que se recorre durante toda la vida.


«¡AY DE VOSOTROS, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que hacer esto sin abandonar lo otro» (Mt 23,22). Jesús denuncia a aquellos que dan demasiada importancia a cosas accesorias y pierden de vista lo esencial. En efecto, algunos escribas y fariseos habían asumido muchos preceptos humanos que no tenían nada que ver con la ley divina. Esto les llevó a formar una minuciosa casuística sobre lo que se podía hacer y lo que no. Con este modo de actuar revelaban cierto orgullo y autosuficiencia: probablemente pensarían que para ganar la vida eterna bastaría simplemente con seguir esas disposiciones. Se olvidaron de que la salvación no es algo que humanamente podamos merecer por nuestros actos, sino que es siempre un don de Dios.


El problema que Jesús pone de relieve no es tanto la existencia de esos preceptos humanos, pues efectivamente quizá podían tener su sentido, sino el hecho de que se descuide lo esencial, que es la Ley dada por Dios. Algunos miembros de la autoridad judía cumplían a la perfección las normas establecidas por ellos mismos, pero se olvidaron de vivir la justicia, la caridad y la misericordia con sus hermanos. El amor a Dios y a los demás había pasado a un segundo plano: lo importante era realizar al pie de la letra sus disposiciones.


Esta actitud de algunos fariseos y escribas también puede estar presente hoy en día. «En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia»[3]. Podemos pedir al Señor, en primer lugar, que sepamos vivir su ley con el corazón, deseando agradarle en lo que hacemos. «Da “toda” la gloria a Dios. –“Exprime” con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu “yo”»[4]. Así podremos transmitir una ley que no es autorreferencial ni se basa solo en prácticas externas, sino que busca ante todo el bien auténtico de los demás: «El Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno»[5].


EN LOS AÑOS sesenta vivía un gran número de estudiantes en Villa Tevere, que en ese momento era la sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, donde muchos miembros de la Obra recibían formación. En una ocasión, les indicaron que, para evitar que se estropeasen, no se sentaran en unos arcones decorativos que se encontraban cerca del comedor. Al cabo de pocos días, al llegar a ese sitio de la casa, se encontraron a san Josemaría sentado en uno de los arcones, al que daba golpecitos con el talón mientras les miraba divertido. Les explicó que aquel aviso se había dado como un detalle concreto para vivir la pobreza porque eran muchos en la casa, pero que no tenía nada de malo que uno se sentara de vez en cuando en un arcón si le daba la gana. Y concluyó: «No somos maniáticos ni de la pobreza, ni del orden, ni de las cosas pequeñas, hijos míos. ¡Todo lo hacemos por amor a Dios!»[6].


A veces la meticulosidad, incluso en las cosas que refieren a la vida espiritual, puede que busque tranquilizar la propia conciencia, antes que agradar a Dios. Así, es fácil que el trato con el Señor se acabe convirtiendo en un formalismo. Por eso san Josemaría solía decir que «la santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite –si no es ofensa a Dios– otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo. La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»[7].


San Francisco de Sales, muy al principio de su correspondencia con la que un día sería santa Juana de Chantal, la ponía en guardia contra la posible falta de libertad de hija de Dios hacia la que podía deslizarse, incluso a través de sus anhelos de vida cristiana. «Un alma que se ha apegado al ejercicio de la meditación, interrúmpela, y la verás salir con pena, ansiosa y asombrada. Un alma que tiene verdadera libertad saldrá con rostro ecuánime y corazón bondadoso al importuno que la ha molestado, porque todo es uno, o servir a Dios meditando, o servirle soportando al prójimo; ambas cosas son voluntad de Dios, pero el soportar al prójimo es necesario en este momento»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tratar a su Hijo con un corazón libre de formalismos y lleno de un amor auténtico y sencillo.




24 de agosto de 2025

EL PERDÓN ES LA ALEGRIA DE DIOS



Evangelio (Lc 13,22-30)

Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Y uno le dijo:

— Señor, ¿son pocos los que se salvan?


Él les contestó:


— Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos». Y os responderá: «No sé de dónde sois». Entonces empezaréis a decir: «Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas». Y os dirá: «No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad». Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO de San Lucas es conocido como el «evangelio de la misericordia»[1]; sobre todo porque recoge tres parábolas en las que Jesús describe de modo gráfico la infinita misericordia de Dios con los hombres.


Los tres relatos siguen un mismo patrón. Al inicio, una persona pierde algo que considera de gran valor: el pastor, una de las ovejas de su rebaño; la mujer, una de sus monedas; y un padre, a su hijo pequeño que huye voluntariamente lejos de su casa. Las tres parábolas, además, tienen en común la reacción del protagonista, que no para de buscar hasta que consigue recuperar lo que tanto ama; y, cuando lo hace, siente una alegría desbordante. Jesús nos revela que Dios está «siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona»[2]. «El perdón es alegría de Dios, antes que alegría del hombre. Dios se alegra al acoger al pecador arrepentido; más aún, él mismo, que es Padre de infinita misericordia, dives in misericordia, suscita en el corazón humano la esperanza del perdón y la alegría de la reconciliación»[3].


En estas parábolas, Jesús nos revela «la naturaleza de Dios como un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia»[4]. La Iglesia no se cansa de proclamar esta verdad: Dios nos ama con un amor infinito, a cada uno, porque somos hijos suyos. Es un anuncio tan entusiasmante que nunca deja de sorprendernos. Decía san Pablo VI: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación (...). Dios es –digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así– el día en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname”. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios»[5].


«NOSOTROS hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Toda nuestra vida cristiana se resume en confiar en que Dios nos ama, y a aceptar con agradecimiento ese amor compasivo que se nos ofrece gratuitamente, tantas veces en forma de perdón. Aunque a veces sea más patente a nuestros ojos lo que hacemos nosotros, ya sean esfuerzos, fatigas o sufrimientos, en realidad el amor de Dios lo precede todo. Como escribe san Juan en una de sus cartas: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).


Afirma el Concilio Vaticano II: «El hombre existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»[6]. La iniciativa, silenciosa y discreta, siempre es suya. El principio de nuestra existencia es que somos amados. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno es necesario»[7]. Su amor nos crea, nos capacita para amar con su mismo amor y está dispuesto a transformar nuestra relación con nosotros mismos y con quienes nos rodean.


«Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16): este es el corazón de la revelación de Jesucristo. Y esto renueva nuestras relaciones con los demás. Cuando se ama de verdad, como Dios ama, se ama simplemente porque sí, sin buscar nada a cambio. Lo expresaba san Bernardo con estas palabras: «El amor se basta por sí mismo, agrada por sí mismo y por su causa. Él es su propio mérito y su premio. El amor excluye todo otro motivo y otro fruto que no sea él mismo. Su fruto es su experiencia. Amo porque amo; amo para amar»[8].


DIOS ES MUCHO MÁS que un padre de buen corazón, que perdona al pecador cuando vuelve a casa. Dios es un padre que, movido por un amor personal y gratuito, busca al que se ha perdido hasta que lo encuentra, como sucede con la oveja y con la dracma perdida. El padre del hijo pródigo no se limita a esperar en casa, sino que corre a su encuentro, se le echa al cuello y lo besa con pasión. Dios sale a los caminos, su misericordia es mucho más fuerte que nuestra debilidad. Por eso toda la revelación bíblica es, de alguna manera, la historia de un Dios que nos quiere convencer de su amor. Cuando uno se sabe amado de esta manera incondicional, esa convicción se convierte en fuente de gozo y alegría, es un trampolín que nos lanza a transformar el día a día en ocasiones de también amar a Dios y a los demás. «Amati, amamus», recordaba san Bernardo: nosotros amamos porque somos amados.


Pero este amor misericordioso de Dios no se impone. El amor es, en todos los casos, un regalo que se ofrece y que solo puede aceptarse con libertad. De esta manera, el amor es, al mismo tiempo, lo más fuerte y lo más débil. El hijo pródigo, por ejemplo, tiene que desandar el camino que le había alejado de la casa paterna y aceptar el abrazo de su padre. «La misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver. Hijos míos –decía san Josemaría–, mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor»[9]. Le podemos pedir a María, madre de Misericordia, que no se canse nunca de volver a nosotros sus ojos misericordiosos, para que nos ayude a regresar una y otra vez hacia Dios Padre.

23 de agosto de 2025

DECIR Y HACER


 Evangelio (Mt 23, 1-12)


Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:


—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.



PARA TU RATO DE ORACION 


CON FRECUENCIA los escribas y fariseos brindan al Señor la oportunidad de enseñar a la multitud el camino que conduce a la salvación. En una ocasión, Jesús se refiere a ellos como maestros que ocupan la cátedra de Moises: se consideran sus sucesores. Sin embargo, a diferencia del patriarca, «dicen, pero no hacen» (Mt 23,3). En sus vidas se percibe externamente una falta de coherencia. Su predicación suele ser correcta, pero sus obras los delatan, porque «atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas» (Mt 23,4). Por el contrario, Jesús enseña y vive lo que predica: «Él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos»[1].


El verdadero maestro se distingue porque sus obras respaldan las verdades que anuncia. Así, su vida se vuelve atractiva para quienes se cruzan en su camino. El cristiano que vive con autenticidad lo que cree se convierte en un signo de credibilidad. Su existencia no pasa desapercibida ni resulta insípida, sino que despierta en los demás el deseo de acercarse al Señor. «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación –escribía san Josemaría– que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo»[2].


Ciertamente, la principal razón que mueve a un cristiano a comportarse de acuerdo a lo que procura enseñar no es solo el deseo de dar buen ejemplo. Esta actitud, cuando nace de la vanidad, es también criticada por el Señor cuando observa que ciertos fariseos ayunan y rezan, pero solo «para que les vean los hombres» (Mt 23,5). «Tú, por ejemplo, cuando piensas en un estudio que estás haciendo, ¿lo piensas solamente para promoverte a ti mismo, por tu interés, o también para servir a la comunidad? Ahí se puede ver cuál es la intencionalidad de cada uno de nosotros»[3]. Si alguna vez advertimos que nuestro único motivo para obrar bien es lo que piensen los demás, siempre podemos rectificar la intención y actuar por amor, buscando en todo agradar al Señor. «No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: solo esto nos mueve»[4].


EL MAESTRO continúa comentando la falta de autenticidad de algunos escribas y fariseos: «Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí» (Mt 23,5-7). A fin de cuentas, estos maestros vivían más pendientes de la mirada y de la opinión de los demás que de dar gloria a Dios.


La soberbia arruina el valor del bien que perseguimos. En cambio, la humildad, aseguraba san Josemaría, es en la vida cristiana «como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Solo Dios nos tiene que interesar»[5].


La humildad es el fundamento de la vida espiritual. «Si me preguntáis –escribía san Agustín– qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[6]. En nuestra oración de hoy podemos pedirle al Señor que nos ayude a centrarnos en él y a interesarnos solamente por su gloria. La humildad trae de la mano un sano olvido de sí mismo que descomplica y alegra la vida: permite reconocer la generosidad de Dios y disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que se descubre un reflejo del amor divino.


CUENTA santa Catalina de Siena que oyó a Dios que le decía: «Me pides conocerme y amarme a mí, la Verdad suprema. He aquí el camino para quien quiera llegar a conocerme perfectamente y gustarme (...): no dejes jamás de conocerte a ti misma, y cuando estés abajada en el valle de la humildad, entonces es en ti que me conocerás. Es en este conocimiento que sacarás todo lo que te falta, todo lo que te es necesario. (...) En el conocimiento de ti misma llegarás a ser humilde, puesto que verás que tú, por ti misma, no eres nada y que tu ser viene de mí puesto que os he amado antes de que existierais»[7].


Cuando nos conocemos bien sabemos que llevamos el tesoro de la gracia en vasos de barro. Por eso, reconocemos aquello que puede hacer mal a nuestra alma y tratamos de mantenerlo alejado. Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que ninguno es buen juez en causa propia, por lo que buscamos la ayuda de una persona que pueda orientarnos en nuestra vida espiritual y sostenernos cuando más lo necesitamos. Detectamos también qué es lo que nos agota o nos tensiona, ya sea por nuestra personalidad o modo de ser, e intentamos acoger esos momentos con serenidad y espíritu deportivo, buscando luego una manera de descansar que nos permita recuperar las fuerzas. Estas actitudes manifiestan cierto conocimiento propio fundamentado en la humildad: admitimos que no somos superhombres con energías ilimitadas.


«Conocerse a uno mismo no es difícil, pero es fatigoso: implica un paciente trabajo de excavación interior. Requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer, sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta. Requiere también distinguir entre las emociones y las facultades espirituales. “Siento” no es lo mismo que “estoy convencido”; “tengo ganas de” no es lo mismo que “quiero”. Así se llega a reconocer que la mirada que tenemos sobre nosotros mismos y sobre la realidad a veces está un poco distorsionada. ¡Darse cuenta de esto es una gracia!»[8]. Las madres suelen ser las que más conocen a sus hijos –a veces, incluso, mejor que ellos mismos–. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a conocernos, para poder seguir al Señor con humildad y sencillez.





22 de agosto de 2025

SANTA MARIA REINA


 Evangelio (Lc 1, 26-38)

En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.

Y entró donde ella estaba y le dijo:

— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.

Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.

Y el ángel le dijo:

— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.

María le dijo al ángel:

— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?

Respondió el ángel y le dijo:

— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.

Dijo entonces María:

— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel se retiró de su presencia.


PARA TU RATO DE ORACION 

Textos de san Josemaría sobre Santa María Reina

Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. —Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. —Veni: coronaberis. —Ven: serás coronada. (Cant., IV, 7, 12 y 8.) Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado. (…) Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo. Santo Rosario, Quinto misterio glorioso

Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado. —¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. —Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes. —¡Anímate! Forja, 285

La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios. No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima. Amigos de Dios, 276

Llénate de seguridad: nosotros tenemos por Madre a la Madre de Dios, la Santísima Virgen María, Reina del Cielo y del Mundo. Forja, 273

Señora, Madre de Dios y Madre mía, ni por asomo quiero que dejes de ser la Dueña y Emperatriz de todo lo creado. Forja, 376

Ella intercede por nosotros

Santa María es —así la invoca la Iglesia— la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: Regina pacis, ora pro nobis! —Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... —Te sorprenderás de su inmediata eficacia. Surco, 874

Cuando te veas con el corazón seco, sin saber qué decir, acude con confianza a la Virgen. Dile: Madre mía Inmaculada, intercede por mí. Si la invocas con fe, Ella te hará gustar —en medio de esa sequedad— de la cercanía de Dios. Surco, 695

Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?

Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. Amigos de Dios 285

Sed audaces. Contáis con la ayuda de María, Regina apostolorum. Y Nuestra Señora, sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus precisas responsabilidades. (…) Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que Él os dirá se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal. Es Cristo que pasa, 149

21 de agosto de 2025

SAN PIO X Papa


 Evangelio (Mt 22, 1-14)


En aquel tiempo, Jesús volvió a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:


El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: «Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas». Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó, y envió a sus tropas a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad.


Luego les dijo a sus siervos: «Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas.


Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?» Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: «Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes». Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”.


PARA TU RATO DE ORACION 


CELEBRAMOS hoy la fiesta de san Pío X, a quien los fieles del Opus Dei encomiendan lo referente a las relaciones de la Obra con la Santa Sede. San Josemaría lo nombró Intercesor en 1953. Ya antes tenía devoción personal a este santo pontífice, de quien admiraba especialmente su piedad eucarística, su amor a la Iglesia y sus deseos de que el Reino de Cristo fuera instaurado en todas las personas, como rezaba el lema de su pontificado: Instaurare omnia in Cristo.


Giuseppe Melchiorre Sarto nació en 1835 en Riese, una localidad del norte de Italia. Fue el segundo en una familia con diez hijos, de condición social modesta. Cuando tenía quince años recibió una beca y pudo entrar en el seminario de Padua. Fue ordenado sacerdote en 1858 y desempeñó diversos encargos pastorales con gran celo por las almas. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y recibió la consagración episcopal en la basílica de San Apolinar, en Roma. Desde 1893 fue patriarca de Venecia y cardenal. Y en 1903 fue elegido Papa. Su pontificado duró once años, hasta su fallecimiento en agosto de 1914: desde ese momento, creció en toda la Iglesia una gran devoción popular hacia él, con muchas personas que acudían a rezar ante su tumba en la basílica de San Pedro. En 1954 fue canonizado.


San Pío X promovió diversas reformas litúrgicas y canónicas en la Iglesia. Su mayor empeño fue poner en el centro de la vida cristiana la Eucaristía, fomentando su recepción diaria y anticipando la primera comunión de los niños a los siete años de edad. También procuró dar un impulso a la difusión de la doctrina cristiana. Ya en sus años de párroco había preparado un catecismo. Y como romano pontífice redactó un texto para la diócesis de Roma que se difundió enseguida por muchos lugares del mundo. «Este catecismo, llamado “de Pío X”, fue para muchos una guía segura a la hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y preciso, y por la eficacia expositiva»[1]. Como ha escrito el santo padre Francisco: «Pío X siempre ha sido conocido como el Papa de la catequesis. ¡Y no solo eso! Un Papa manso y fuerte. Un Papa humilde y claro. Un Papa que hizo comprender a toda la Iglesia que sin la Eucaristía y sin la asimilación de las verdades reveladas, la fe personal se debilita y muere»[2].


«GRACIAS, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[3], escribió san Josemaría en Camino. Con estas palabras, expresaba cómo su unión filial al Romano Pontífice, siendo a la vez muy humana, sin embargo iba más allá de una simpatía superficial o de tener ideas afines. Tampoco la entendía como una simple convicción de su inteligencia o una pura decisión de su voluntad, sino como un don de Dios, una gracia puesta en su corazón por el Señor que le hizo amar intensamente a los distintos papas que se sucedieron en la sede de Pedro a lo largo de su vida. De hecho, la misma mañana del día de su fallecimiento, el fundador de la Obra pidió a dos de sus hijos que transmitieran este mensaje a una persona muy cercana a san Pablo VI: «Desde hace años, ofrezco la santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle –porque me lo habéis oído decir muchas veces– que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa, cualquiera que sea»[4].


Para un cristiano, estar unido a la persona e intenciones del Papa es cuestión de fe, de confianza en el Señor, que dirigiéndose a un pobre pescador con evidentes límites le aseguró: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,18-19). «La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra –explicaba san Josemaría–, no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo. ¡Qué poco sentido tiene entonces enfrentar el gobierno del Papa con el de los obispos, o reducir la validez del Magisterio pontificio al consentimiento de los fieles! Nada más ajeno que el equilibrio de poderes; no nos sirven los esquemas humanos, por atractivos o funcionales que sean. Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo –el Romano Pontífice– para su Esposa peregrina en esta tierra»[5].


Por eso, «el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo»[6].


CON FRECUENCIA los Romanos Pontífices afirman que cuentan con nuestras oraciones. Por ejemplo, Benedicto XVI, nada más ser elegido, pronunció las siguientes palabras desde el balcón central de la basílica vaticana: «Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones»[7]. El Papa Francisco ha recordado en muchas de sus intervenciones la necesidad de ese apoyo: «Pidan al Señor para que me bendiga. La oración de ustedes me da fuerzas y me ayuda para que pueda discernir y acompañar a la Iglesia escuchando al Espíritu Santo»[8]. En una carta dirigida a un cardenal, san Josemaría expresaba el convencimiento de que con la oración ayudaba al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»[9].


Además de rezar por su persona e intenciones, la fe y la comunión que vivimos en la Iglesia nos lleva a los católicos a conocer y secundar las enseñanzas del Romano Pontífice, así como a tratarle con afecto filial. Si alguna vez no comprendemos algún aspecto de sus palabras o de sus obras, esto no nos impide acoger con espíritu de fe y confianza sus enseñanzas. En este sentido, san Josemaría, quien tenía una gran devoción a santa Catalina de Siena por su defensa del Papa, decía: «Mil veces me cortaría la lengua con los dientes y la escupiría lejos, antes de pronunciar la menor murmuración de quien más amo en la tierra, después del Señor y de Santa María: il dolce Cristo in terra, como suelo decir, repitiendo las palabras de santa Catalina»[10]. Esta actitud es todo lo contrario a hablar negativamente en público sobre el Papa o a menoscabar la confianza en él, tampoco en casos en los que no se comparta algún criterio personal concreto. De todas formas, es debido al menos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[11].


Podemos terminar acudiendo a la intercesión de la Virgen María, para que la fiesta de san Pío X nos ayude a fortalecer cada vez más nuestra unión filial con el Romano Pontífice: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»[12].