Queridísimos:
¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hemos
comenzado el último tramo antes de la beatificación del queridísimo don Álvaro.
¡Qué largos y qué cortos se me están haciendo los días que faltan para el 27 de
septiembre! Lo mismo le sucedía a don Álvaro, en las semanas inmediatamente
anteriores a la beatificación de nuestro Padre. Nos escribió entonces unas
palabras que hago mías en estas circunstancias: «Para beneficiaros de las
abundantísimas gracias que el Señor y su Madre Santísima desean derramar en las
almas (...), preparaos muy bien interiormente, buscad a Dios en vuestro corazón
y procurad hablar constantemente con Él, cumplid muy bien las Normas, ofreced
con generosidad el cansancio y las contrariedades que puedan surgir durante los
traslados»[1].
Como veis, vale con total actualidad esta invitación.
Os
sugerí hace tiempo algunos modos que podían ayudarnos en la preparación
espiritual de este acontecimiento. Quizá ahora, cada una y cada uno, en el
silencio de la oración, pueda preguntarse cómo ha fomentado los deseos
—traducidos en propósitos concretos y en lucha diaria generosa— de disponerse
mejor para recibir las gracias que Dios Nuestro Señor infundirá en nuestras
almas. En cualquier caso, siempre estamos a tiempo de acelerar el ritmo en las
cuatro próximas semanas, con una mejora en la piedad personal.
Estos
deseos se intensificarán también por las fiestas marianas que celebraremos
durante el mes de septiembre; prácticamente una en cada semana. El día 8 es la
fiesta de la Natividad de la Virgen, la Toda Santa, la criatura más grata a los
ojos de Dios, que, llena de gracia desde el momento de su Concepción
Inmaculada, fue creciendo a diario en esa plenitud, hasta el momento de su
Asunción en cuerpo y alma al Cielo: buen momento para acudir con renovada
confianza a la intercesión de nuestra Madre, pidiéndole que la gracia de su
Hijo nos limpie a fondo de todas nuestras miserias, aun de las más leves. Para
eso, cuidemos con esmero la Confesión sacramental y ayudemos a otras personas a
acercarse bien preparadas a este sacramento de misericordia y de alegría.
El
día 12 nos encontramos con otra conmemoración litúrgica: el Santísimo Nombre de
María. ¡Qué gozo nos viene al alma al pronunciarlo! Si el nombre de Jesús, como
se expresa san Bernardo, es «miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el
corazón»[2],
algo análogo cabe afirmar del nombre de María. Por eso os recomiendo que, en
estos días, pongamos un especial empeño en el rezo del avemaría, sobre todo en
el Rosario. La invocación repetida, pero siempre nueva, de ese dulce nombre
escogido por Dios, es como un bálsamo que suaviza las contradicciones, una
música que deleita los oídos del corazón, un alimento lleno de sabor para el
paladar.
A
mitad de mes, el día 15, recordaremos a la Virgen dolorosa, que iuxta crucem Iesu, junto a la Cruz de
Jesús, se unió íntimamente al sacrificio de su Hijo y nos recibió como hijos
suyos[3].
¿Qué os voy a comentar sino que, a nuestras plegarias, hemos de unir el
condimento sabroso de la mortificación? De este modo será más fácil remover al Señor para que nos conceda
sus dones. No en vano la Iglesia conmemora los dolores de Nuestra Señora al día
siguiente de la Exaltación de la Santa Cruz; y desea esta Madre nuestra
inspirarnos una gran devoción a Cristo
crucificado y una devoción tiernísima, filial, a Santa María, Madre de Dios y
Madre nuestra, que está de pie, fuerte, traspasada de dolor, sola o casi sola,
junto a la Cruz.
Hijos, pensad por vuestra cuenta, añadía san Josemaría. Decidle
algo al Señor, y decidle algo a su Madre: lo que diríamos a la madre nuestra si
la viéramos así: ofendida, maltratada, con los ojos de gente malvada sobre
ella. Y todo, por el amor de su Hijo, crucificada con el deseo, llena de
oprobios y de humillaciones[4].
Además,
el día 15 es el aniversario de la elección de don Álvaro como primer sucesor de
san Josemaría al frente del Opus Dei. Os sugiero que recéis con frecuencia la
oración de su estampa, poniendo bajo su intercesión las necesidades de la
Iglesia, de la Obra, del mundo, de cada persona. Ante el triste espectáculo de
un mundo dividido, con pueblos enemistados entre sí, con familias desgarradas
por la discordia, la promesa divina de paz y de unidad, anunciada en el Antiguo
Testamento y ratificada con fuerza en el Nuevo, nos llena de esperanza: apunta
a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros. Por otra parte
—explica el Papa—, esta promesa va inseparablemente unida a un
mandamiento: el mandamiento de volver a Dios y obedecer de todo corazón a su
ley (cfr. Dt 30, 2-3). El don divino de la reconciliación, de la unidad
y de la paz, está íntimamente relacionado con la gracia de la conversión, una
transformación del corazón que puede cambiar el curso de nuestra vida y de
nuestra historia, como personas y como pueblo[5].
Por
último, el 24 de septiembre en algunos lugares se celebra la memoria de Nuestra
Señora de la Merced, advocación mariana tan unida a la historia de la Obra:
ante su imagen rezó nuestro Padre en muchas ocasiones, de modo especial en
1946, antes de su primer viaje a Roma y al regreso. En sus manos, con la ayuda
de don Álvaro, ponemos con especial confianza los frutos espirituales de las
fechas que se avecinan.
Como
en la carta del mes pasado, vuelvo a pediros que no dejemos solos a los hombres
y mujeres que sufren o son perseguidos a causa de su fe en diversas partes del
mundo. No pensemos que no podemos hacer nada. Aunque nos hallemos lejos
físicamente, podemos sostenerlos en sus penas con nuestra oración, con nuestro
sacrificio y, cuando sea posible, también con nuestros servicios materiales;
sobre todo, con una fidelidad más acendrada a nuestros deberes cristianos. San
Josemaría escribió que nuestra labor
apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a
la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo
nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman
parte de toda la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a
la perfección[6].
Todas
las guerras constituyen un flagelo para la humanidad, pero se muestran
especialmente horrendas las que se provocan con la falsa y blasfema excusa del
nombre de Dios, como el Papa Francisco —y antes sus predecesores— ha denunciado
muchas veces. En las semanas pasadas, en concreto, se ha hecho especialmente
dramática la situación de los cristianos y de otras comunidades religiosas en
Irak, también en Siria, en Nigeria y en otros lugares. Ante las atrocidades a
las que están siendo sometidos estas hermanas y estos hermanos nuestros, cobra
nueva actualidad la reflexión del Santo Padre durante una de sus homilías
matutinas en la capilla de la Casa de Santa Marta: Hoy en día hay más testigos,
más mártires en la Iglesia que en los primeros siglos. Y en esta Misa,
recordando a nuestros gloriosos antepasados, aquí en Roma, también pensamos en
nuestros hermanos y hermanas que viven perseguidos, que sufren y que con su
sangre hacen crecer la semilla de tantas pequeñas Iglesias que nacen. Oramos
por ellos y también por nosotros[7].
En el
mes de su beatificación, pidamos a don Álvaro por la paz en el mundo y, de modo
especial, por el consuelo de estos cristianos y de tantas otras personas de
buena voluntad que están siendo atacadas a causa de sus creencias. Él sufrió en
su juventud la persecución por motivos religiosos, y afrontó la posibilidad del
martirio, con completa disposición a recibirlo si el Señor se lo pedía, cuando
en un registro durante los primeros meses de la guerra civil española, los
milicianos le encontraron en el bolsillo un crucifijo, motivo por el que —en
aquellos tiempos— se corría el riesgo del encarcelamiento y de una severa
condena.
Lo
mismo ocurrió mientras se hallaba preso en una cárcel, donde recibió amenazas
por parte de los carceleros, incluso con una pistola puesta en la sien. Se
abandonó en las manos del Señor sin caer en un gesto que desdijera de la fe o
de la esperanza que alimentaba su alma. Estoy seguro de que llevará esta
oración nuestra ante Dios con especial eficacia. Quizá podemos repetir una
plegaria que san Josemaría escribió en una circunstancia análoga: qué bonita oración, para que la repitas con
frecuencia, la de aquel amigo que pedía por un sacerdote encarcelado por odio a
la religión: "Dios mío, consuélale, porque sufre persecución por Ti.
¡Cuántos sufren, porque te sirven!"[8].
Al
mismo tiempo, encomendémonos con auténtica fe a estos nuevos mártires
contemporáneos. Les rogamos también que, desde el Cielo, nos sostengan y nos
ayuden a ser testigos del amor de Cristo en nuestras familias, en los barrios y
ciudades donde residimos, en nuestro país y en el mundo entero, y entre los
pobres y enfermos. Que todos los cristianos sepamos ser, como ellos, luces
encendidas en este mundo nuestro tan necesitado de sembradores de paz y de
alegría.
Vuelvo
a los preparativos inmediatos para el 27 y el 28 de septiembre en Madrid y el
30 en Roma. Como nos sugería el próximo beato, «secundad lo mejor posible las
indicaciones que se os darán, pocas, pero necesarias para el buen desarrollo de
las ceremonias y para facilitar el aprovechamiento espiritual de cuantos
asistan a los actos. Sobre todo, hijas e hijos míos —proseguía—, vivid esas
jornadas con mucho sentido sobrenatural, manifestad vuestra piedad en las
ceremonias litúrgicas con naturalidad y sencillez»[9].
Esforcémonos
por transmitir estos consejos a todas las personas que —de lejos o de cerca—
nos acompañarán en esta celebración. Para todos será motivo de alegría que los
asistentes a la Misa de beatificación y a las que se celebren los días
siguientes en acción de gracias, respondan unánimemente y con pausa a las
palabras del celebrante. «Y que sus cantos —cantos de agradecimiento a Dios y
de júbilo— resuenen y lleguen con fuerza de amor hasta el Cielo: et clamor meus ad te véniat (Sal 101 [102] 2). Éste ha de ser
—concluía don Álvaro— el único clamor
—el de vuestras oraciones y vuestros cantos— que se escuche en las ceremonias
litúrgicas (...), impregnado de sentido sobrenatural, de espíritu de oración,
de alegría serena»[10].
A la
vez, tratemos de poner más cariño en la Vela al Santísimo del primer viernes de
mes; e intensificad el apostolado de la
Confesión, que tanto amaba don Álvaro, y la oración por el Papa y sus
intenciones. Ayer ordené presbíteros a dos hermanos vuestros Agregados. Rezad
especialmente por ellos y por todos los sacerdotes.
Me da
particular alegría comunicaros que —con vosotras y vosotros— pude acompañar a
mis hijas e hijos de Venezuela y pasar allí el aniversario de mi ordenación
sacerdotal; de su labor apostólica saldrán abundantes frutos.
No me
detengo más. Os aseguro que todos estáis muy presentes en mis oraciones,
especialmente quienes —por variados motivos— no podáis asistir físicamente a la
beatificación de don Álvaro. Como ya os he dicho, estaremos todos muy unidos en
la oración y en las intenciones.
Con
todo cariño, os bendice y os recuerda muy especialmente. Vuestro
Padre
+
Javier
Torreciudad,
1 de septiembre de 2014.
[1] Don Álvaro, Carta, 27-IV-1992.
[2] San Bernardo, Sermón 15
sobre el Cantar de los Cantares, III, n. 6 ("Opera Omnia", ed.
Cister. 1957, I, p. 86).
[3] Cfr. Jn 19, 26-27.
[4] San Josemaría, Notas de una meditación, 15-IX-1970.
[5] Papa Francisco, Homilía en Seúl, 18-VIII-2014.
[6] San Josemaría, Carta
9-I-1932, n. 38.
[7] Papa Francisco, Homilía, 30-VI-2014.
[8] San Josemaría, Forja,
n. 258.
[9] Don Álvaro, Carta, 27-IV-1992.
[10] Ibid.