Evangelio (Mc 12,38-44)
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo:
— Cuidado con los escribas, a los que les gusta pasear vestidos con largas túnicas y que los saluden en las plazas; los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Devoran las casas de las viudas y fingen largas oraciones. Éstos recibirán una condena más severa.
Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as. Llamando a sus discípulos, les dijo:
— En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento.
Comentario
En el evangelio de hoy, san Marcos narra el episodio de una mujer viuda y pobre que echa unas monedas en el cepillo del templo, ganándose la alabanza del Señor.
Las palabras de Jesús sobre la generosidad de esa buena mujer que “ha echado todo lo que tenía” dejan entrever una profunda alegría y admiración del Señor hacia ella.
Durante el Sermón de la Montaña, el Señor había alabado a los “pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3). La pobreza es una virtud cristiana que nos ayuda a dar el valor verdadero a las cosas materiales y a poner todo nuestros deseos y fuerzas para lograr los bienes imperecederos.
En ocasiones esta virtud se vivirá desde la carencia de los bienes materiales, incluso de los que se presentan como necesarios para vivir. En otras ocasiones, la pobreza no implicará esta carencia, pero la necesidad de vivir con este deseo de lograr los bienes imperecederos será la misma.
Por eso, la pobreza es una virtud que tiene mucho que ver con la grandeza de corazón y también con la libertad, para no quedar esclavizados por las cosas terrenas.
Casi veinte siglos después, durante una estancia de san Josemaría en Argentina, en uno de los numerosos encuentros que tuvo, tomó la palabra una mujer de mediana edad que, con gran sencillez, le contó que era pobre. También comentó que nunca se había sentido desdichada por ser de condición humilde, pero, acto seguido, reconoció que en ese momento sí sentía pena por no tener más posesiones, porque le gustaría darle más cosas a san Josemaría para que pudieran emplearse al servicio de las almas.
En la filmación que existe de ese momento, se ve a san Josemaría conmovido ante las palabras de esa mujer, pobre de bienes terrenos pero muy rica en deseos de generosidad y entrega a Dios y a los demás. Podemos pensar que el Señor habría sentido algo parecido ante la escena de la viuda echando esas monedas en el cepillo del templo.
Pidamos al Señor que nos ayude a vivir la verdadera pobreza cristiana, que nos hace más libres para amar a Dios y a nuestros hermanos.
TEXTO PARA HACER LA ORACION:
¿Cómo es la pobreza que procura vivir en el espíritu del Opus Dei?
"Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque (...); Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades".
San Josemaría en el libro Conversaciones comenta:
"Se anuncia el Evangelio a los pobres (Mat 11, 5), leemos en la Escritura, precisamente como uno de los signos que dan a conocer la llegada del Reino de Dios. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos. Es éste un tema en el que querría detenerme un poco, porque no siempre se predica hoy la pobreza de modo que su mensaje llegue a la vida. Sin duda con buena voluntad, pero sin haber captado del todo el sentido de los tiempos, hay quienes predican una pobreza fruto de una elucubración intelectual, que tiene ciertos aparatosos signos exteriores y simultáneamente enormes deficiencias interiores y a veces también externas. Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías —discite benefacere (1, 17)—, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud, y quizá muy especialmente la pobreza. Hay que aprender a vivirla, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se puede escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente. Hay que hacer ver que la pobreza es invitación que el Señor dirige a cada cristiano, y que es —por tanto— llamada concreta que debe informar toda la vida de la humanidad. Pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad. En primer lugar, porque lo que define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia, cuanto la actitud de su corazón. Pero además, y aquí nos acercamos a un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical, porque la pobreza no se define por la simple renuncia. En determinadas ocasiones el testimonio de pobreza que a los cristianos se pide puede ser el de abandonarlo todo, el de enfrentarse con un ambiente que no tiene otros horizontes que los del bienestar material, y proclamar así, con un gesto estentóreo, que nada es bueno si se lo prefiere a Dios. Pero ¿es ése el testimonio que de ordinario pide hoy la Iglesia? ¿No es verdad que exige que se dé también testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres?
A veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario.
Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque —hecha de cosas concretas—, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.
Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es —en buena parte— cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas, aunque sí unas orientaciones generales, refiriéndome especialmente a las madres de familia."
No lo olvides: aquel tiene más que necesita menos. -No te crees necesidades. (Camino, 630)
Despégate de los bienes del mundo. -Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
-Si no, nunca serás apóstol. (Camino, 631)
No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas.
-Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés. (Camino, 632)
No tienes espíritu de pobreza si, puesto a escoger de modo que la elección pase inadvertida, no escoges para ti lo peor. (Camino, 635)
En este sentido, adquieren un peso muy serio las obras de misericordia que Nuestro Señor transmitió a su Iglesia. Jesucristo –el “rostro de la misericordia del Padre”– invita a los cristianos a volver los ojos a Él constantemente y con atención, con deseos de llegar a unirnos a su vida, de imitarle como los pequeños imitan a sus padres o a sus hermanos mayores.
San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, cultivó con pasión durante su caminar terreno las obras de misericordia corporales y espirituales, siguiendo a Jesucristo. Con razón pudo escribir en una de sus homilías: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar”[5]. Hasta aquí, san Josemaría.
A continuación, detalló algunos de los males que aquejan al mundo: “Los bienes de la tierra –puntualizaba san Josemaría-, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera [de esos lugares], hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística”[6]. Aquí termina la cita del Fundador del Opus Dei.
Ante la ausencia de misericordia y de auténtica fraternidad, no cabe dejarse llevar por el desaliento, sino acoger el consejo de san Juan de la Cruz: "Pon amor donde no hay amor y sacarás amor"[7]. Estamos llamados ¡todos! a ser otros Cristos, el mismo Cristo, y así actuar en su nombre, contagiando la caridad en todos los lugares. En este sentido, también san Josemaría señalaba que Jesucristo "continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor, el mandatum novum (…). Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas, con la nuestra. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad”[8].
Quizá alguno podría pensar que –sobre todo en los países más avanzados– los progresos en la asistencia social, sanitaria, laboral, etc., harían innecesarias, o hasta superfluas, las tradicionales obras de misericordia: ¡y no es así! Incluso en las naciones más desarrolladas, muchas personas se desenvuelven en el umbral de la pobreza, carecen de los servicios más elementales o sufren la soledad o el abandono, aunque dispongan de medios materiales. Certeramente, el fundador del Opus Dei observaba, muchos años atrás, que, cuando las circunstancias históricas parecen haber superado la miseria o el dolor, precisamente entonces se vuelve más urgente esta agudeza de la verdadera fraternidad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, también en medio del aparente bienestar general.
Con la ayuda de Dios, a lo largo de estos meses, me propongo ofrecer algunas consideraciones sobre las catorce obras de misericordia, espirituales y corporales, con la intención de que calen más profundamente en nuestra existencia ordinaria. En los avatares de cada jornada –el trabajo, la vida en familia, las relaciones con los demás–, el Maestro nos invita a identificarnos con Él.
De esa forma, nuestro caminar terreno con Jesucristo podrá convertirse en una “escuela de misericordia”.
La primera obra de misericordia corporal que nos propone la Iglesia se centra en visitar y cuidar a los enfermos: una tarea que Jesucristo realizó con continuada frecuencia durante su paso por la tierra. Entre otras muchas escenas del Evangelio, le vemos sanar a la suegra de Pedro, devolver la salud a la hija de Jairo, atender al paralítico de la piscina de Betsaida o pararse ante los ciegos que le esperaban a la entrada de Jerusalén. El dolor de esas personas nos muestra que Dios va a su encuentro y les anuncia la salvación que ha venido a traer a todos los hombres.
En los enfermos, el Señor contemplaba a la humanidad más necesitada de salvación. Sucede que, mientras gozamos de salud, puede surgir la tentación de olvidarnos del mismo Dios, pero cuando se presenta el dolor o el sufrimiento en nuestra vida, quizá viene a nuestra mente el grito del ciego al salir de Jericó: “¡Hijo de David, ten compasión de mi!”. En la debilidad, nos sentimos criaturas especialmente menesterosas.
Detengamos también nuestra marcha ante las fatigas de los demás, como vemos proceder a Cristo. El Espíritu Santo, Amor infinito, consolará a otras personas a través de nuestra compañía, de nuestra conversación y de nuestro silencio respetuoso y constructivo cuando el paciente lo necesite. Todos nos ocupamos de numerosas actividades cada día, y las tareas se multiplican sin cesar, pero no debemos permitir que una agenda apretada conduzca nuestra vida al olvido de los enfermos.
Son muchos los ejemplos de santos y de santas que imitaron a Jesús, también en esta obra de misericordia. Por ejemplo, san Josemaría solía explicar que el Opus Dei había nacido –como una necesidad– en los hospitales, entre los enfermos. Desde que se trasladó a Madrid en 1926 ó 1927 y hasta 1931, colaboró intensamente en varias instituciones asistenciales –el Patronato de Enfermos, la confraternidad de San Felipe Neri, etc.– desde donde se atendían a pacientes de los hospitales y de las periferias de la capital. Madrid contaba entonces con más de un millón de habitantes; los suburbios estaban muy distantes entre sí, escaseaban los medios de transporte y, con el fin de servir a los enfermos en sus casas y chabolas, acudía donde fuera preciso, siempre a pie, y les transmitía el aliento de Cristo y el perdón de Dios Padre. ¡Cuántas personas se habrán ido al Cielo por esa labor sacerdotal de san Josemaría!
En esos u otros hospitales y lugares, sobre todo a partir de 1933, iba acompañado por algunos jóvenes a quienes asistía en su vida espiritual. Con ellos, ofrecía a los pacientes palabras de cariño o les prestaban diversos servicios, como lavarles, cortarles las uñas, peinarles o facilitarles una buena lectura. Precisamente muchos de esos jóvenes, al contacto con el dolor y la pobreza de otras personas, descubrieron con hondura a Jesús en el enfermo y en el desvalido.
Hijas e hijos míos, amigos y amigas que participáis en los apostolados de la Prelatura, esta atención a los desvalidos no ha de reducirse a una característica sólo de los inicios: el Opus Dei sigue naciendo y creciendo cada día en ti, en mí, cuando practicamos la misericordia con los desamparados, cuando descubrimos a Cristo en las almas que nos rodean, especialmente en las atormentadas por algún mal.
Como Cristo, llevémosles la misericordia de Dios con nuestros cuidados, con nuestra presencia, con nuestros servicios, incluso con una simple llamada telefónica. Podremos así distraerles del dolor o de la soledad, escuchar con paciencia las preocupaciones que les opriman, transmitirles cariño y fortaleza para que reaccionen con dignidad ante sus circunstancias; y recordarles que la enfermedad es una ocasión para unirse a la Cruz de Jesús.
En Camino, obra conocida en todo el mundo, san Josemaría escribió: “—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él”. Y ya desde su juventud -la de san Josemaría, me refiero- veía a Cristo en quienes sufren, porque Jesús no sólo curó a los enfermos, sino que se identificó con ellos. El Hijo de Dios padeció dolores inmensos: pensemos, por ejemplo, en su agotamiento físico y espiritual en el huerto de los olivos; en la indescriptible pena de cada latigazo durante la flagelación; en el dolor de cabeza y la debilidad física que debieron inundarlo con el pasar de las horas durante la Pasión...
Para quienes padecen una enfermedad, esa situación doliente quizá se acoja como una carga oscura y carente de sentido; la realidad puede tornarse sombría y sin razón. Por eso, si el Señor permite que experimentemos el dolor, aceptémoslo. Y si hemos de ir al médico, obedezcamos docilmente sus indicaciones, seamos buenos pacientes: con la ayuda del Cielo, esforcémonos en aceptar esa situación y deseemos recuperar las fuerzas para servir con generosidad a Dios y a los demás. Pero, si su voluntad fuera otra, digamos como la Virgen: fiat!, ¡hágase! Cúmplase tu voluntad...
De esta forma, sabremos dirigirnos al Señor en nuestra oración, manifestándole:
Yo no entiendo lo que quieres, pero tampoco exijo que me lo expliques. Si Tú permites la enfermedad, concédeme la ayuda para sobrellevar este tiempo: que me una más a ti, que me una más a quienes me acompañan, que me una más a toda la humanidad. Y, repitiendo unas palabras de san Josemaría, confiemos al Espíritu Santo: “¡Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...”.
¡Cuánto bien causa al alma de cada una y de cada uno ser portadores de la misericordia! Roguemos al Señor, a través de su Santísima Madre, que nos sostenga para transmitir el cariño de Dios a quienes carecen de salud, y acojamos con paz la misericordia del Señor, si su Voluntad se traduce en que nos unamos a Él por medio de la Cruz.
Dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento son otras dos obras de misericordia.
Dios, Padre de Misericordia, ha alimentado a lo largo de los siglos a su Pueblo y lo hace ahora a diario, cuando pone en nuestra mesa los alimentos que tomamos. Por eso, resulta muy oportuno que se extienda entre las familias la costumbre de rezar una oración antes de las comidas, y de agradecer a Dios sus beneficios al terminar. No nos abstengamos de manifestar esta costumbre, también cuando nos encontremos fuera del propio hogar, pues encierra una profunda manifestación de fe, y quizá sea un apostolado eficacísimo ante quien nos ve.
En este Jubileo Extraordinario de la Misericordia, el don diario de los alimentos ha de reavivar en nosotros no sólo la acción de gracias a Dios, sino también la preocupación por aquellos hermanos que carecen del sustento diario. Pensemos en esos millones de personas en el mundo, que no cuentan con nada o con casi nada que llevarse a la boca. Por contraste, en algunos lugares se desperdician a veces los alimentos: por motivo de reducción de reservas, por negligencia o con la finalidad de mantener altos los precios.
“Los alimentos que se tiran a la basura -son palabras del Santo Padre- se roban de la mesa del pobre”. Por eso, el Papa ha invitado en diversas ocasiones a mejorar la distribución de los productos en el mundo, y combatir así, con esta y otras iniciativas, la “cultura del descarte”, como él mismo afirma.
Volvamos nuestra mirada a Cristo, y admiremos cómo multiplica los panes y los peces para saciar a la multitud hambrienta. Poco antes, los Apóstoles le habían sugerido que despidiese a la gente: “Que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto”, le proponen. Curiosamente, los Apóstoles pretendían, después de haber escuchado la Palabra de Dios, que cada familia buscase el sustento por su cuenta. Pero el Señor manifiesta con hechos que alimentar al hambriento nos afecta a todos: “Dadles vosotros de comer”, les responde, y a continuación opera el portentoso milagro que llena de sorpresa a todos.
Los Doce aprendieron bien la lección, pues más adelante, en los primeros años de la Iglesia, fomentaron la distribución de alimentos entre los fieles más pobres. Esta actitud se ha manifestado en la Iglesia hasta hoy, y han brotado numerosísimas iniciativas de caridad impulsadas por los cristianos. En países menos desarrollados, y también en las periferias de aquellos desarrollados, han surgido bancos de alimentos, comedores públicos, escuelas de cocina para personas sin formación y otras muchas iniciativas de servicio. No nos conformemos con admirar estas iniciativas; al menos, recemos para que sean muy eficaces y pongamos nuestra mano si estamos en condiciones de hacerlo.
Llenos de gozo y generosidad, seamos portadores de la misericordia de Dios con todos, y especialmente con los indigentes. Las posibilidades –muy variadas– no faltarán si practicamos la caridad: por ejemplo, dedicar un tiempo periódicamente en organizaciones de solidaridad; implicarse en esa misma tarea también como ocupación profesional; aportar ayudas económicas a esas iniciativas; trabajar para modificar las leyes que impiden un comercio justo de los alimentos; evitar el derroche de comida en la propia casa, etcétera.
Deben resonar en nuestras almas las palabras de Jesucristo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”. Preguntémonos: ¿qué puedo hacer yo?, ¿cómo animo a los demás?
Jesús, que es Dador de Vida, no solamente repartió los panes y los peces en una colina de Galilea sino que, cuando llegó el momento sublime de la Última Cena, le vemos distribuir el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido en su Sangre. Si en alguna ocasión encontramos excusas para no empeñarnos en obras de caridad, o si el egoísmo nos inclina a apartar la vista de quienes carecen del mínimo necesario; si derrochamos dinero en nuestros gastos; o si pensamos que el hambre es un tema demasiado complejo para afrontarlo personalmente, miremos más fijamente a Cristo-Eucaristía: Él, suma Justicia, se ha ofrecido como Alimento y se ha dado completamente. Vino a este mundo, para que su Vida sirviera como sustento de la nuestra. Su generosidad nos otorga vigor, y su muerte nos devuelve la vida.
Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre, nos brinda el sustento de su Cuerpo y de su Sangre bajo las apariencias de pan y de vino, trayéndonos así una participación en la vida eterna. Imitémosle: nosotros no podemos llegar a ese extremo de entrega, pero sí contamos con la capacidad de dar de comer y de beber a los miembros del Cuerpo místico de Cristo, invitándoles a acercarse a la Eucaristía y también a otras ayudas materiales.
Desde los comienzos del Opus Dei, san Josemaría inculcó a quienes acudían a formarse a su lado el gran afán cristiano de salir al encuentro de los indigentes, de quienes carecen de medios materiales; y se dirigió amablemente a los necesitados y a otros que trataban de ocultar su pobreza con dignidad. Les llamaba "los pobres de la Virgen”, y habitualmente los visitaba en sábado, en honor de Nuestra Señora. Practicaba esa obra de misericordia sin humillar. Además, con los muchachos a los que sugería que le acompañaran, facilitaba que diesen un poco de dinero o algo entretenido para leer, unos juguetes para los niños, unos dulces a los que sólo tenían acceso los ricos…; y, sobre todo, les transmitía afecto, conversación, interés verdadero por sus necesidades y sus problemas, porque veían en ellos -¡con alegría!- que estaban trabajando con sus hermanos.
Ocasiones similares podrán repetirse a diario también en las vidas de cada uno, de cada una. Podemos pedir a san Josemaría que nos ayude a identificarlas y a seguir su ejemplo de servicio, de caridad, que es cariño verdadero.