"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de diciembre de 2021

COMENZAR Y RECOMENZAR

 



Evangelio (Jn 1,1-18)


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.


Él estaba en el principio junto a Dios.


Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.


En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.


Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.


Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran.


No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.


El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo.


En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.


Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Juan da testimonio de él y clama: «Éste era de quien yo dije: “El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”».


Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.


A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer.


Comentario


Providencialmente el evangelio del último día del año solar coincide con el prólogo de Juan que nos habla de la nueva creación en Jesucristo.


Acabamos de celebrar la Navidad de nuestro Señor y la Iglesia nos recuerda la gran novedad que ha supuesto este gran acontecimiento.


Juan empieza su Evangelio afirmando que “a Dios nadie lo ha visto jamás”. En efecto, a través de todo el Antiguo Testamento se puede ver como un continuo deseo de conocer a Dios, de contemplar su rostro: “Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro”. (Sal 27,8-9).


Los profetas más cercanos al Dios de Israel, como Moisés o Elías, pudieron ver su gloria pero no le fue concedido ver su rostro: “Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti (...) pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo” (Ex 33,19-20).


Pero ahora algo ha cambiado, porque “el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre” ha venido a la tierra para “contarnos” quién es Dios, para que podamos contemplar a Dios hecho hombre. Esta ha sido la vida de Jesús que leemos en el Evangelio: el cuento vivo de nuestra relación con un Dios que es Padre nuestro.


Contemplar en estos días al Omnipotente hecho Niño, y acogerlo en nuestra vida con nueva generosidad, nos recuerda que hemos recibido la “potestad de ser hijos de Dios”.


“Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre - ¡tu Padre! - lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces, y dile - a solas - que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo” (San Josemaría, Forja n. 331).


PARA TU ORACION PERSONAL


EL PRÓLOGO del evangelio de san Juan que leemos en la Misa es como un resumen de la Navidad. Nos dice que mientras unas personas reciben al Hijo de Dios y se convierten en hijos adoptivos, otras le ignoran y se quedan en las tinieblas. Hoy, último día del año, queremos poner toda nuestra vida ante ese Niño que nos ha nacido, nuestro Salvador. Es un buen momento para recapitular, para hacer balance y, sobre todo, para agradecer a Dios que ha querido estar al lado nuestro en todo momento.


Cada año que pasa, nos aproxima un poco más al cielo. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos ilumine para hacer un examen de conjunto de este tiempo que se fue y que nos acerca a Dios. Hemos podido crecer, como Jesús, «en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Un año más en el que el Señor, en este último día, quiere decirnos a cada uno aquellas palabras del Evangelio: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21).


Eso nos gustaría hoy: pasar nuestros días en Belén, con Jesús, María y José, para ver nuestra vida desde Dios; entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad, y así llenar nuestro corazón de un agradecimiento sin fin. Deseamos poder decir, con palabras del evangelio de la Misa, que «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (...). De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1,14.16).


«EL VERBO se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Queremos acercarnos al portal como lo hicieron los pastores, con el corazón rendido ante la maravilla que tenían de frente a sus ojos: «Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo. Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí»[1].


Como los pastores, queremos llevar hoy a Belén todo lo que somos: todo lo que hemos hecho y dejado de hacer en este año que acaba. Seguramente habrá muchas cosas buenas y también otras que no lo son. Quizá nos hemos acercado un poco más a Dios, aunque de una manera poco medible. En todo caso, estamos seguros de que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Por eso nos llenamos de agradecimiento. Dios nos ha cuidado; ha estado con nosotros y nos ha acompañado. Te Deum laudamus. Te alabamos, Señor, desde el fondo de nuestra alma, te damos gracias porque eres bueno. Y todos los días te bendecimos. Y alabamos tu nombre por los siglos de los siglos[2].


«GRACIAS, perdón y ayúdame más». Quizá esta jaculatoria, que repetía el beato Álvaro del Portillo, puede servirnos hoy para encauzar nuestro diálogo íntimo con Jesús. San Agustín recomendaba una actitud constante de gratitud como la mejor forma de vivir: «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, “Gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad»[3].


«Hoy es el día adecuado para acercarse al sagrario, al belén, al pesebre, para agradecer. Acojamos el don que es Jesús, para luego transformarnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: cambiamos nosotros, cambia la Iglesia, cambia la historia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don»[4].Tantos regalos de Dios, tantos dones, tantos motivos para hacer de nuestra vida un don… y, por contraste, vemos también en nuestra vida la falta de correspondencia. Podemos acompañar nuestra gratitud con una petición de perdón a Dios por las veces en que no hemos sido generosos o por tantas ocasiones en las que hemos estado, simplemente, distraídos. Sabemos bien que si nos llenamos de buenos deseos no nos faltará nunca su gracia, porque «a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,12).


Un buen objetivo para este año que comienza puede ser el de dejarnos ayudar más por Dios. No queremos hacer las cosas solos. Quizá el año que termina ha sido testigo de muchos intentos nuestros de contar únicamente con nuestras fuerzas y hemos comprobado que esa fórmula no funciona. «¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor»[5]. Con la ayuda de la Virgen, nuestra madre, nos ilusiona durante este año que comienza apoyarnos más y más en la gracia de su Hijo.