"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

24 de julio de 2022

PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN LOS CIELOS


 


Evangelio (Lc 11,1-13)


Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:


— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.


Él les respondió:


— Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.


Y les dijo:


— ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.


Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.


¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


Comentario


A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”[1]. ¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?


Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.


Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.


Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro.


Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día!


En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.


Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)”[2].


1. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre


Con el Padre Nuestro, Jesucristo nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre: «Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado: “La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre” (Tertuliano, De oratione , 3)» (Catecismo, 2779).


Al enseñar el Padre Nuestro, Jesús descubre también a sus discípulos que ellos han sido hecho partícipes de su condición de Hijo: «Mediante la Revelación de esta oración, los discípulos descubren una especial participación de ellos en la filiación divina, de la cual San Juan dirá en el Prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo han acogido (es decir, a cuantos han acogido al Verbo hecho carne), Jesús ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por eso, con razón rezan según su enseñanza: Padre Nuestro » [1].


Jesucristo siempre distingue entre «Padre mío» y «Padre vuestro» (cfr. Jn 20, 17). De hecho, cuando Él reza nunca dice «Padre nuestro». Esto muestra que su relación con Dios es totalmente singular: es una relación suya y de nadie más. Con la oración del Padre Nuestro, Jesús quiere hacer conscientes a sus discípulos de su condición de hijos de Dios, indicando al mismo tiempo la diferencia que hay entre su filiación natural y nuestra filiación divina adoptiva, recibida como don gratuito de Dios.


La oración del cristiano es la oración de un hijo de Dios que se dirige a su Padre Dios con confianza filial, la cual «se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: “parrhesia” , simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cfr. Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2, 28; 3, 21; 5, 14)» (Catecismo, 2778). El vocablo “parrhesia” indica originalmente el privilegio de la libertad de palabra del ciudadano griego en las asambleas populares, y fue adoptado por los Padres de la Iglesia para expresar el comportamiento filial del cristiano ante su Padre Dios.


2. Filiación divina y fraternidad cristiana


Al llamar a Dios Padre Nuestro, reconocemos que la filiación divina nos une a Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), por medio de una verdadera fraternidad sobrenatural. La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres (cfr. Catecismo, 2790).


Por ello, la santidad cristiana, aun siendo personal e individual, nunca es individualista o egocéntrica: «Si recitamos en verdad el “Padre Nuestro”, salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El adjetivo “nuestro” al comienzo de la Oración del Señor, así como el “nosotros” de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad (cfr. Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros» (Catecismo, 2792).


La fraternidad que establece la filiación divina se extiende también a todos los hombres, porque en cierto modo todos son hijos de Dios —criaturas suyas— y están llamados a la santidad: «No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios» [2] . Por ello, el cristiano ha de sentirse solidario en la tarea de conducir toda la humanidad hacia Dios.


La filiación divina nos impulsa al apostolado, que es una manifestación necesaria de filiación y de fraternidad: «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota» [3].


3. El sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual


Cuando se vive con intensidad la filiación divina, ésta llega a ser «una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [4]. Es una realidad para ser vivida siempre, no sólo en circunstancias particulares de la vida: «No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad» [5].


San Josemaría enseña que el sentido o conciencia vivida de la filiación divina «es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!» [6].


La alegría cristiana hunde sus raíces en el sentido de la filiación divina: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona» [7]. En la predicación de San Josemaría se refleja muy frecuentemente que su alegría brotaba de la consideración de esta realidad: «Por motivos que no son del caso —pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía (...). A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad» [8].


Una de las cuestiones más delicadas que el hombre se plantea cuando medita sobre la filiación divina es el problema del mal. Muchos no aciertan a congeniar la experiencia del mal en el mundo con la certeza de fe de la infinita bondad divina. Sin embargo, los santos enseñan que todo lo que acontece en la vida humana ha de ser considerado como un bien, porque han comprendido profundamente la relación entre la filiación divina y la Santa Cruz. Es lo que expresan, por ejemplo, unas palabras de Santo Tomás Moro a su hija mayor, cuando estaba encarcelado de la Torre de Londres: «Hija mía queridísima, nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor» [9]. Y lo mismo enseña San Josemaría en relación con situaciones menos dramáticas, pero en las que un alma cristiana puede pasarlo mal y desconcertarse: «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama -¡a ti solo!- más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?» [10].


Para San Josemaría, la filiación divina no es una realidad dulzona, ajena al sufrimiento y al dolor. Por el contrario, afirma que esta realidad está intrinsecamente ligada a la Cruz, presente de modo inevitable en todos los que quieran seguir de cerca a Cristo: «Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi , Abba, Pater,...fiat! » [11].


Otra consecuencia importante del sentido de la filiación divina es el abandono filial en las manos de Dios, que no se debe tanto a la lucha ascética personal —aunque ésta se presupone— cuanto a un dejarse llevar por Dios, y por ello se habla de abandono. Se trata de un abandono activo, libre y consciente por parte del hijo. Esta actitud ha dado origen a un modo concreto de vivir la filiación divina —que no es el único, ni es camino obligatorio para todos—, llamado «infancia espiritual»: consiste en reconocerse no sólo hijo, sino hijo pequeño, niño muy necesitado delante de Dios. Así lo expresa San Francisco de Sales: « Si no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre (Mt 10, 16). En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez; conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso. El alma perfectamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor, una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no mirando otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza» [12]. Por su parte, San Josemaría también aconsejaba recorrer la senda de la infancia espiritual: «Siendo niños no tendréis penas: los niños olvidan en seguida los disgustos para volver a sus juegos ordinarios. —Por eso, con el abandono, no habréis de preocuparos, ya que descansaréis en el Padre» [13].


4. Las siete peticiones del Padre Nuestro


En la oración del Señor, a la invocación inicial: «Padre Nuestro, que estás en el Cielo», siguen siete peticiones. «Las tres primeras peticiones tienen por objeto la Gloria del Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y el cumplimiento de la voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos: estas peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal» ( Catecismo , 2857).


El Padre Nuestro es el modelo de toda oración, como enseña Santo Tomás de Aquino: «La oración dominical es la más perfecta de las Oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad» [14].


Primera petición: Santificado sea tu nombre


La santidad de Dios no puede ser acrecentada por ninguna criatura. Por ello, «el término “santificar” debe entenderse aquí (…), no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una manera santa (…). Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en “el benévolo designio que él se propuso de antemano” para que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (cfr. Ef 1, 9.4)» ( Catecismo , 2807). Así pues, la exigencia de la primera petición es que la santidad divina resplandezca y se acreciente en nuestras vidas: «¿Quién podría santificar a Dios puesto que Él santifica? Inspirándonos nosotros en estas palabras “Sed santos porque yo soy santo” (Lv 20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante... Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en nosotros» [15].


Segunda petición: Venga a nosotros tu reino


La segunda petición expresa la esperanza de que llegue un tiempo nuevo en que Dios sea reconocido por todos como Rey que colmará de beneficios a sus súbditos: «Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20) (…). En la oración del Señor se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cfr. Tt 2, 13)» ( Catecismo , 2817-2818). Por otra parte, el Reino de Dios ha sido ya incoado en este mundo con la primera venida de Cristo y el envío del Espíritu Santo: «“El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cfr. Ga 5, 16-25): “Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ ” (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicæ , 5, 13)» ( Catecismo , 2819). En definitiva, en la segunda petición manifestamos el deseo de que Dios reine actualmente en nosotros por la gracia, de que su Reino en la tierra se extienda cada día más, y de que al fin de los tiempos Él reine plenamente sobre todos en el Cielo.


Tercera petición: Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo


La voluntad de Dios es que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 3-4). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). Por ello, aquí «pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cfr. Jn 8, 29)» ( Catecismo , 2825). Como afirma un Padre de la Iglesia, cuando rogamos en el Padre Nuestro hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo , no lo pedimos «en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere» [16]. Por otro lado, la expresión en la tierra como en el Cielo manifiesta que en esta petición anhelamos que, como se ha cumplido la voluntad de Dios en los ángeles y en los bienaventurados del Cielo, así se cumpla en los que aún permanecemos en la tierra.


Cuarta petición: Danos hoy nuestro pan de cada día


Esta petición expresa el abandono filial de los hijos de Dios, pues «el Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales» ( Catecismo , 2830). El sentido cristiano de esta cuarta petición «se refiere al Pan de la Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cfr. Jn 6, 26-58)» ( Catecismo , 2835). La expresión de cada día , «tomada en un sentido temporal, es una repetición de “hoy” (cfr. Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cfr. 1Tm 6, 8)» ( Catecismo , 2837).


Quinta petición: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden


En esta nueva petición comenzamos reconociendo nuestra condición de pecadores: «Nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cfr. Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia» ( Catecismo , 2839). Pero esta petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia: perdonar nosotros a los que nos ofenden. Y la razón es la siguiente: «Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (cfr. 1Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre» ( Catecismo , 2840).


Sexta petición: No nos dejes caer en la tentación


Esta petición está relacionada con la anterior, porque el pecado es consecuencia del libre consentimiento a la tentación. Por eso, ahora «pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella (…). Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza» ( Catecismo , 2846). Dios nos da siempre su gracia para vencer en las tentaciones: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito» (1Co 10, 13), pero para vencer siempre a las tentaciones es necesario rezar: «Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cfr. Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cfr. Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. (…). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15)» ( Catecismo , 2849).


Séptima petición: Y líbranos del mal


La última petición está contenida en la oración sacerdotal de Jesús a su Padre: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (1Jn 17, 15). En efecto, en esta petición, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” [“dia-bolos”] es aquel que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» ( Catecismo , 2851). Además, «al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador» ( Catecismo , 2854), especialmente del pecado, el único verdadero mal [17], y de su pena, que es la eterna condenación. Los otros males y tribulaciones pueden convertirse en bienes, si los aceptamos y los unimos a los padecimientos de Cristo en la Cruz.