"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de julio de 2022

Valor humano y cristiano de la amistad

 



Evangelio (Mt 14, 1-12)


En aquel entonces oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús, y les dijo a sus cortesanos: —Éste es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él esos poderes.


Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta.


El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y le gustó tanto a Herodes, que juró darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: —Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.


El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en una bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre. Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.


Comentario:


Jesucristo recibe la noticia de la muerte de Juan el Bautista de labios de sus discípulos. Saben de lo mucho que se querían y no dudan en ir a contárselo, quizá para encontrar también un poco de consuelo.


¡Con cuánto dolor escucharía Jesucristo el relato de la muerte de su pariente y amigo! ¡Con qué ternura consolaría los corazones atribulados de aquellos discípulos, amigos de Juan! ¡Cómo les animaría en esos momentos hablándoles de la grandeza de aquel hombre! Un hombre que no dudó en perder la cabeza por Jesús.


La defensa de la verdad, la que nos hace libres, la que no es negociable, la enemiga de los falsos compromisos que buscan salvar el pellejo, nos lleva a perder la cabeza.


Las palabras de Juan iluminaban a los hombres y mujeres de su tiempo, incluso al propio Herodes. Se dirigían al fondo de sus corazones y allí sembraban la semilla de la verdad, del bien, de la justicia, del amor. Eran palabras capaces de sacar a la luz ese fragmento de humanidad que, aunque sepultado por una montaña de mentiras, habita en el corazón de todo hombre.


Herodes se había ido deslizando por un camino sin retorno, condenándose a una vida esteril, infeliz, encerrado en sí mismo, en su egoísmo. Juan le habla al corazón, quiere sacarlo de la cárcel en la que está enjaulado.


Con su propia vida le quiere mostrar cómo el amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, perder la cabeza por ellas.


Es la “inquietud de amor” que busca “siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa intensidad que lleva incluso a las lágrimas”; que “impulsa a salir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro quien manifiesta su necesidad”[1].


Con nuestro amor inquieto, lleno de detalles concretos, amando desde el Corazón de Jesucristo, estamos recordando a los demás cómo es el amor de Dios por ellos, cuál es su verdad más profunda: son hijos amados de Dios Padre. No tenemos que tener miedo a perder la cabeza en esos detalles de amor.


Valor humano y cristiano de la amistad


4. La amistad es una realidad humana de gran riqueza: una forma de amor recíproco entre dos personas, que se edifica sobre el mutuo conocimiento y la comunicación [7]. Es un tipo de amor que se da “en dos direcciones y que desea todo bien para la otra persona, amor que produce unión y felicidad” [8]. Por eso la Sagrada Escritura afirma que un amigo fiel no tiene precio, es de incalculable valor (Eclo 6,15).


La caridad eleva sobrenaturalmente la capacidad humana de amar y, por tanto, también la amistad: “La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina purifica y transfigura” [9]. Este sentimiento puede nacer en ocasiones de modo espontáneo pero, en todo caso, necesita crecer mediante el trato y la consiguiente dedicación de tiempo. “La amistad no es una relación fugaz o pasajera, sino estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo. Es una relación de afecto que nos hace sentir unidos, y al mismo tiempo es un amor generoso, que nos lleva a buscar el bien del amigo” [10].


5. Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora. El Antiguo Testamento recoge la amistad entre David, todavía joven, y Jonatán, príncipe heredero de Israel. Este no dudó en compartir con su amigo todo lo que tenía (cfr. 1 Sam 18,4) y, en momentos difíciles, recordó a su padre, Saúl, todas las cosas buenas del joven David (cfr. 1 Sam 19,4). Jonatán también llegó a arriesgar su herencia al trono por defender a su amigo, pues le tenía tanto afecto como a sí mismo (1 Sam 20,17). Esa sincera amistad impulsaba a los dos a mantener su fidelidad a Dios (cfr. 1 Sam 20,8.42).


Particularmente elocuente es el ejemplo de los primeros cristianos. Nuestro Padre hacía notar cómo “se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo” [11]. El amor mutuo es, desde el comienzo de la Iglesia, el signo distintivo de los discípulos de Jesucristo (cfr. Jn 13,35).


Otro ejemplo de los primeros siglos del cristianismo lo encontramos en san Basilio y san Gregorio Nacianceno. La amistad que trabaron en su juventud los mantuvo unidos a lo largo de toda su vida, y aún hoy comparten la fiesta en el calendario litúrgico general. San Gregorio cuenta que “una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras” [12]. Su amistad no solo no los distraía de Dios, sino que los llevaba más a Él: “Tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud” [13].


6. “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor” [14]. Incluso se puede decir, con palabras de san Agustín dirigidas al Señor, que entre cristianos “no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú unes entre sí por medio de la caridad” [15]. Por otra parte, como la caridad puede ser más o menos intensa y, además, el tiempo a disposición es limitado, la amistad es también una realidad que puede ser más o menos profunda. Así, es habitual hablar de ser muy amigos o de una gran amistad, aunque eso no excluye la existencia de verdaderas amistades no tan grandes o íntimas.


Al inicio del nuevo milenio, san Juan Pablo II señalaba que todas las iniciativas apostólicas que surgieran en el futuro serían “medios sin alma” si no pusieran su centro en querer sinceramente a todas las personas, en “compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle[s] una verdadera y profunda amistad” [16]. Nuestras casas, destinadas a servir para una gran catequesis, deben ser lugares en los que muchas personas encuentren un amor sincero y aprendan a ser amigas de verdad.


Amistad de Jesucristo


2. Jesucristo, hombre perfecto, vivió plenamente el valor humano de la amistad. En el Evangelio vemos cómo, desde muy joven, tenía un trato amistoso con las personas que lo rodeaban: ya a los doce años, volviendo de Jerusalén, María y José dieron por supuesto que Jesús caminaba junto a algún grupo de amigos o familiares (cfr. Lc 2,44). Después, durante su vida pública, son numerosos los momentos en los que contemplamos a Nuestro Señor en casas de amigos y conocidos, ya sea de visita o compartiendo la mesa: en casa de Pedro (cfr. Lc 4,38), en casa de Leví (cfr. Lc 5,29), de Simón (cfr. Lc 7,36), de Jairo (cfr. Lc 8,41), de Zaqueo (cfr. Lc 19,5), etc. También lo vemos asistir a una boda en Caná (cfr. Jn 2,1) y a los lugares de culto junto a los demás (cfr. Jn 8,2). En otras ocasiones, dedica tiempo exclusivamente a sus discípulos (cfr. Mc 3,7).


Cualquier circunstancia sirve a Jesús para entablar una relación de amistad: tantas veces lo vemos detenerse con cada uno. Pocos minutos de conversación bastaron para que la mujer samaritana se sintiera conocida y comprendida. Y precisamente por eso preguntó: ¿No será este el Cristo? (Jn 4,29). Los discípulos de Emaús, después de caminar y sentarse a la mesa con Jesús, reconocieron la presencia de aquel Amigo que hacía arder sus corazones con su palabra (cfr. Lc 24,32).


Con frecuencia, el Señor dedica más tiempo a sus amigos. Es el caso de los hermanos de Betania. Allí, en largas jornadas de intimidad, “Jesús sabe de delicadezas, de decir la palabra que anima, de corresponder a la amistad con la amistad: ¡qué conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!”[2] En aquel hogar aprendemos también que la amistad de Cristo genera una profunda confianza (cfr. Jn 11,21) y está llena de empatía; en particular, de capacidad de acompañar en el sufrimiento (cfr. Jn 11,35).


Pero cuando el Señor muestra con mayor hondura el deseo de ofrecernos su amistad es durante la última Cena. En la intimidad del Cenáculo, Jesús dice a los apóstoles: A vosotros os he llamado amigos (Jn 15,15). Y en ellos nos lo ha dicho a todos. Dios nos quiere no solo como criaturas, sino como hijos a los que, en Cristo, ofrece verdadera amistad. Y a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya; haciendo lo que el Señor quiere (cfr. Jn 15,14).


“Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es algo extraño que los mandamientos imponen desde fuera, sino que es nuestra propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de lo más íntimo de cada uno. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73,23-28)” [3].


3. Sabernos en verdadera amistad con Jesucristo nos llena de seguridad, porque Él es fiel. “La amistad con Jesús es inquebrantable. Él nunca se va, aunque a veces parece que hace silencio. Cuando lo necesitamos se deja encontrar por nosotros (cfr. Jr 29,14) y está a nuestro lado por donde vayamos (cfr. Jos 1,9). Porque Él jamás rompe una alianza. A nosotros nos pide que no lo abandonemos: Permanezcan unidos a mí (Jn 15,4). Pero si nos alejamos, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tm 2,13)” [4].


Corresponder a esta amistad de Jesús es amarle, con un amor que es el alma de la vida cristiana, y que tiende a manifestarse en todo lo que hacemos. “Necesitamos una rica vida interior, signo cierto de amistad con Dios y condición imprescindible para cualquier labor de almas”[5]. Todo apostolado, todo trabajo por las almas surge de esta amistad con Dios, que es la fuente del verdadero amor cristiano a los demás. “Viviendo en amistad con Dios –la primera que hemos de cultivar y acrecentar–, sabréis lograr muchos y verdaderos amigos (cfr. Eclo 6,17). La labor que ha hecho y hace continuamente el Señor con nosotros, para mantenernos en esa amistad suya, es la misma labor que quiere hacer con otras muchas almas, sirviéndose de nosotros como instrumento” [6].


La amistad cristiana no excluye a nadie, ha de estar intencionalmente abierta a toda persona, con corazón grande. Los fariseos criticaron a Jesucristo, como si ser amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19) fuera algo malo. Nosotros, procurando –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco “excluimos a nadie, no apartamos a ningún alma de nuestro amor en Jesucristo. Por eso habréis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana– con todos vuestros compañeros de profesión: más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales” [17].


Cristo estaba completamente metido en el tejido social de su lugar y de su tiempo, dándonos también ejemplo en eso. Como escribió san Josemaría: “No limita el Señor su diálogo a un grupo pequeño, restringido: habla con todos. Con las santas mujeres, con muchedumbres enteras; con representantes de las clases altas de Israel como Nicodemo, y con publicanos como Zaqueo; con personas tenidas por piadosas, y con pecadores como la samaritana; con enfermos y con sanos; con los pobres, a quienes amaba de todo corazón; con doctores de la ley y con paganos, cuya fe alaba por encima de la de Israel; con ancianos y con niños. A nadie niega Jesús su palabra, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. ¡Cuántas veces he meditado y he hecho meditar ese modo del apostolado de Cristo, humano y divino al mismo tiempo, basado en la amistad y en la confidencia