"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de junio de 2023

Señor, si quieres, puedes limpiarme

 



Evangelio (Mt 8, 1- 4)


Al bajar del monte le seguía una gran multitud.


En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: -Señor, si quieres, puedes limpiarme.


Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: -Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.


Entonces le dijo Jesús: -Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.


PARA TU RATO DE ORACION 


UNA gran multitud seguía a Jesús. Mientras bajaban el monte, se acercó un leproso a Jesús y, postrándose ante él, le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2). Podemos imaginar cómo sería la situación de aquel hombre. Su enfermedad no solo le ha castigado el cuerpo, sino que además le ha alejado de sus seres queridos y de la vida social: ha tenido que abandonar su casa y permanecer lejos del contacto de otras personas. Es consciente del riesgo que está tomando al aproximarse tanto a Jesús y a la muchedumbre que lo rodeaba: en cualquier momento podría empezar a ser apedreado. Pero su esperanza está puesta en aquel Maestro del que ha oído decir que realiza todo tipo de curaciones,


Ante una situación tan dramática, lo normal podría haber sido que aquel leproso se acercara a Jesús desesperado, exigiendo un milagro que justifique su arriesgado movimiento de presentarse ante él. Por eso sorprende la actitud con la que se dirige al Señor: «Si quieres, puedes limpiarme». Su súplica nos «muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Son suficiente pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad»[1]. El leproso no impone su petición, sino que se abandona en las manos de Dios: cualquiera que sea su voluntad la aceptará. Podemos pedir al Señor que nos ayude a elevar nuestras inquietudes con la misma disponibilidad de aquel hombre, sabiendo que Dios conoce mejor que nadie lo que necesitamos.


JESÚS no huye del contacto con aquel hombre. No se limita a atenderlo desde la distancia, sino que se acerca él y, tocándolo, le dice: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). «En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones»[2]. Al entrar en contacto la mano de Jesús con el leproso se rompe toda barrera entre Dios y los hombres. «Se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto»[3], en la herida que ha permitido que el Señor entre en nosotros y nos cure.


Con frecuencia nos puede suceder como al leproso: nos sentimos manchados por nuestras faltas, incapaces de salir adelante solo con nuestras propias fuerzas. Es entonces el momento de acercarnos al Señor con la fe y sinceridad de aquel hombre. En el sacramento de la Reconciliación Jesús vuelve a tocar nuestra herida y regenera así la comunión que nos une a él. Los pecados que hayamos podido cometer quedan limpios cuando los confesamos humildemente. «Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual –escribía san Josemaría–: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica»[4].


EL LEPROSO quedó curado de su enfermedad en cuanto Jesús extendió su mano. A continuación, el Señor le pidió que hiciera una última cosa: «Preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio» (Mt 8,4). Todavía faltaba que las autoridades judías certificaran la curación para que aquel hombre se pudiera reincorporar a la vida social. De este modo, Jesús no solo le devolvía la salud física, sino también algo muy importante: la pertenencia a una comunidad. En todos aquellos años el leproso no solo había experimentado el dolor y las molestias de su enfermedad: probablemente habría sufrido más la soledad y el abandono por parte de los propios familiares y amigos. Y ahora el Señor pone fin a ese desgarro del alma.


En nuestro día a día también podemos encontrarnos con personas que, como el leproso, están excluidos o se sienten excluidos, con motivaciones a veces sutiles, pero que llegan a atrapar a la persona y sofocar su espacio vital. A veces esa exclusión es causada por la pobreza, la vejez, la falta de trabajo o la enfermedad. En unas y otras situaciones, es frecuente constatar que lo que buscan en primer lugar es una mirada de compasión; alguien que no solo ofrezca algo de ayuda material, sino sobre todo cariño, interés, tiempo. Buscan a alguien que, como Cristo, se acerque a tocar sus heridas y les recuerde que forman parte de una comunidad en la que compartir la vida, en donde encuentran a personas a quienes le importa que estén bien y se sientan amados. «Si yo fuera leproso –decía san Josemaría–, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos esa mirada de compasión que nos lleva a abrazar a los leprosos que se presenten en nuestra vida.