"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de octubre de 2023

UN CORAZON SIN BARRERAS



 Evangelio (Mt 22,34-40)


Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:

— Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?


Él le respondió:

— Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS FARISEOS están especialmente contentos. Jesús había hecho callar a los que se habían convertido en buena medida en sus rivales, los saduceos. Pero ahora es su turno para poner a prueba al maestro de Nazaret y sorprenderlo en alguna afirmación que complicase su autoridad. Por eso, uno de los fariseos, sabiendo que no es sencillo distinguir entre los centenares de preceptos el sentido principal de la ley de Dios, le pregunta a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (Mt 22,36). Detrás del tono aparentemente amable, se escondía la trampa en la que deseaba que el Señor cayera.


Jesús comienza su respuesta de manera convencional. El principal mandamiento consiste en el amor a Dios, le dice. En esa afirmación no podía contenerse nada nuevo, nada extraño para un judío piadoso. Inmediatamente después, sin embargo, pronuncia con naturalidad una afirmación más impactante: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”» (Mt 22,39). El acento de la frase recae en esa pequeña palabra, pero que en la boca de Jesús está llena de significado: «semejante».


En un primer momento es probable que el fariseo pensara que aquella afirmación era algo exagerada. ¿Cómo va a ser semejante en importancia amar a Dios y a los demás hombres? No obstante, en esa verdad se esconde un cambio de paradigma profundo: Dios se ha hecho hombre, y con su encarnación, su sacrificio en la cruz y su resurrección, nos ha elevado a la condición de hijos suyos. Por eso, si queremos realmente amar a Dios, tendremos que esforzarnos también por aprender a querer a cada uno de sus hijos. De ahí que «mientras haya un hermano o una hermana a la que cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos de ser discípulos como Jesús nos pide»[1]. En cambio, sabemos que el amor a Cristo y a los demás están tan unidos que, «en un acto cualquiera de fraternidad, la cabeza y el corazón no pueden distinguir en muchas ocasiones si se trata de servicio a Dios o de servicio a los hermanos: porque, en el segundo caso, lo que hacemos es servir a Dios dos veces»[2].


CUANDO intentamos vivir como discípulos de Cristo, la relación entre el amor a Dios y a los demás se manifiesta de forma natural en nuestra manera de comportarnos. Esto es en lo que insiste san Pablo en la segunda lectura de la Misa de hoy: «Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien» (1Tes 1,5). El deseo de dar buen ejemplo no ha de ser nunca la expresión del intento de diferenciarnos de los demás, quizá buscando la admiración o la complacencia. Por el contrario, el testimonio auténtico ha de ser, al mismo tiempo, caridad viva, interés activo por todos los que nos rodean: así nuestro comportamiento será manifestación verdadera del amor de Dios hacia cada persona. «La fraternidad bien vivida –escribe el prelado del Opus Dei– es un apostolado inmediato: tantas personas verán el cariño que nos tenemos y podrán exclamar, como lo hicieron con los primeros cristianos, “mirad cómo se aman”; se sentirán atraídos por ese amor cristiano»[3].


San Josemaría, al explicar lo que supone el testimonio cristiano, aclaraba: «Cuando te hablo del “buen ejemplo”, quiero indicarte también que has de comprender y disculpar, que has de llenar el mundo de paz y de amor»[4]. No tendría sentido que los demás hablaran bien de nosotros, pero tratándonos con distancia, como si fuésemos modelos fríos e inalcanzables. Precisamente porque a través de nuestro amor se hace presente la cercanía de Dios, nuestro principal testimonio consiste en regalarle al mundo esa paz y ese amor que hemos recibido del Señor.


En una ocasión, el fundador del Opus Dei se preguntaba: ¿Cómo daremos a conocer a Jesús? Y contestaba: «Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina»[5].


AL ESCUCHAR la primera lectura de la Misa de hoy, tomada del libro del Éxodo, nos damos cuenta de que amar a los demás puede ser exigente. El autor sagrado detalla una lista de personas especialmente vulnerables y que en la sociedad pueden sufrir de un trato injusto o llevar una vida más compleja: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos» (Ex 22,20-21). En el fondo, es una invitación del Señor a preguntarnos en todo momento por las personas más necesitadas de nuestro entorno, y no solamente por aquellas con las que quizá tengamos más afinidad. Lógicamente, esto no significa que descuidemos las relaciones con los que nos resulta más fácil entablar amistad; es más, el cariño que tenemos con ellos será el impulso para llegar también a todos los que nos rodean, de modo que en nuestro corazón no haya distinciones. Así era como vivía Jesús: todos los que se acercaban a él se podían sentir amados en una manera especial, única, aunque el Señor no estuviera más que un breve tiempo con ellos.


Ese amor al prójimo «está hecho de cercanía, de escucha, de compartir, de cuidado del otro. Y muchas veces nosotros descuidamos el escuchar al otro porque es aburrido o porque me quita tiempo, o de llevarlo, acompañarlo en sus dolores, en sus pruebas…»[6]. Precisamente cuando nos resulta especialmente difícil amar a una persona determinada, quizá porque no sentimos una sintonía espontánea hacia ella, podemos buscar nuestro refugio en Dios y decir con el salmista: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17,2). La seguridad de Cristo nos ofrece un amor incondicional que, a su vez, nos permite lanzarnos a transmitir ese amor sin barreras a los demás. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Nuestro amor a Dios –caridad sobrenatural– es correspondencia a ese amor divino por todos y cada uno de nosotros, que el mismo Señor nos pone como modelo y horizonte de nuestro amor a los demás»[7]. Podemos pedir a la Virgen María la gracia de descubrir que hemos sido creados para amar, porque hemos recibido gratuitamente el infinito amor del Señor.


[1] Francisco, Ángelus, 25-X-2020.


[2] San Josemaría, Instrucción, mayo 1935 – septiembre 1950, n. 75.


[3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 16.


[4] San Josemaría, Forja, n. 560.


[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.


[6] Francisco, Ángelus, 25-X-2020.


[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 1.