"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de noviembre de 2023

Solemnidad de Cristo Rey




Evangelio (Mt 25,31-46)


Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda.


Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.


Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”


Y el Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.


Entonces dirá a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.


Entonces le replicarán también ellos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?”


Entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna”.



PARA TU RATO DE ORACION 



LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Dios todopoderoso y eterno –rezamos en la oración colecta–, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que toda la creación, liberada de la escalvitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin». Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.


Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»[1].


«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»[2].


EL EVANGELIO de hoy nos muestra a Jesús anunciando cómo será el juicio universal. Él mismo, sentado en el trono de su gloria, «separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,32). Puede resultar sorprendente que el Señor, para hablar de ese momento, no se presente como juez temible, sino como pastor misericordioso. Jesús es el primer interesado en nuestra propia salvación. Él es el pastor que, cuando las ovejas se alejan, hace todo lo posible para que vuelvan al rebaño. «Yo mismo apacentaré mis ovejas –leemos en la primera lectura–, yo mismo las haré sestear –oráculo del Señor Dios–. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas» (Ez 34,15-16).


San Josemaría recordaba que el Señor «no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre»[3]. Por eso, «la imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza»[4].


Cuando uno actúa movido solo por el miedo –ya sea a un posible castigo, a quedar mal u otras razones–, no llega a dar un sentido pleno a todo lo que hace. Podrá realizar acciones exteriormente correctas, pero como la motivación no parece ser la adecuada, le resultará difícil disfrutar del bien que suponen para la propia vida: simplemente se comportará de una manera para evitar las consecuencias negativas. De ahí que Jesús, al presentarse como Juez-Pastor, nos llame a esperar sin temor ese encuentro final con él. Es más, se tratará de un momento largamente anhelado, pues contemplaremos el Amor que ha dado sentido a todas nuestras acciones. «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?»[5].


EN ESE Juicio, el Señor alaba a los que le vieron necesitado y acudieron en su ayuda. Cuando estos justos le preguntan cuándo hicieron tal cosa, pues no lo recuerdan, Jesús les asegura: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Algo similar, pero al contrario, les dice a los que no cuidaron de los más débiles: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo» (Mt 25,45). De este modo, Cristo no solo se presenta como pastor, sino que también se identifica con las ovejas del rebaño: cualquier gesto de cariño o de rechazo hacia nuestros hermanos, sobre todo a los más necesitados, es como si se lo dirigiéramos a él mismo.


El Señor concluye así su anuncio del Juicio: los que ignoraron las necesidades de los demás «irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna» (Mt 25,46). De este modo, afirma que «al final de nuestra vida seremos juzgados sobre el amor, es decir, sobre nuestro empeño concreto de amar y servir a Jesús en nuestros hermanos más pequeños y necesitados. Aquel mendigo, aquel necesitado que tiende la mano es Jesús; aquel enfermo al que debo visitar es Jesús; aquel preso es Jesús; aquel hambriento es Jesús»[6]. Así es como Cristo muestra su realeza: haciéndose presente en los débiles. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a reconocer a su Hijo en las personas que pasan a nuestro lado, sabiendo que con nuestro deseo de servirles estamos amando al Rey del Universo.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.


[2] Francisco, Ángelus, 25-XI-2018.


[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.


[4] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 44.


[5] San Josemaría, Camino, n. 746.


[6] Francisco, Ángelus, 26-XI-2017.