"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de junio de 2024

Cuando la historia acabe


 Evangelio (Mt 7,6.12-14)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen.


Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas.


Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella.


¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!’


PARA TU RATO DE ORACION


EL PRIMER salmo del salterio comienza alabando al hombre que es consciente de su condición de criatura y que reconoce la grandeza de su Dios: dichoso el hombre «que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1,2). Este canto pone el acento en la actitud de quien comprende el sentido del «temor de Dios»: aquel don del Espíritu Santo que nada tiene que ver con el miedo, sino que nos lleva a reconocer la sabiduría y la grandeza del creador. El canto elogia a quien tiene anclado su corazón en lo que verdaderamente desea, a quien sus impulsos se dirigen siempre hacia aquello que ama, y no le interesa lo que pueda apartarle del Señor. Quisiéramos también esta actitud para nosotros: tener una disposición firme para vivir contemplando la grandeza de Dios y experimentando su amor por los hombres.


Observamos en la Escritura la buena actitud de Ezequías, rey de Judá, cuando recibe una carta amenazante del rey de Asiria. «Subió al templo del Señor y abrió la carta ante el Señor. Y elevó esta plegaria ante él: “Señor, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: Tú solo eres el Dios para todos los reinos de la tierra. Tú formaste los cielos y la tierra. ¡Inclina tu oído, Señor, y escucha! ¡Abre tus ojos, Señor y mira!”» (2 Re 19,14-16). Sorprende la confianza con que Ezequías se dirige a Dios. Probablemente estaba acostumbrado a alabar a Dios, a darle gracias, y eso le lleva a acudir así también en un momento de mayor necesidad. Y el relato continúa narrando cómo aquella misma noche el ángel del Señor golpeó en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.


Dios nos espera siempre; espera que compartamos con él nuestras necesidades, sobre todo la manifestación de nuestro amor. Pero no porque lo necesite, sino porque aquella actitud hará crecer en nosotros el santo «temor de Dios» que reconoce su grandeza.


«DIOS HA FUNDADO su ciudad para siempre –dice el salmista–. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra» (Sal 47,2-3). Estos versos nos hablan de una ciudad que los cristianos tratamos de establecer en la tierra, una ciudad construida sobre el amor de Dios a los hombres. San Agustín escribió al final de su vida un tratado en el que profundiza en este tema, y lo mismo hizo santo Tomás Moro. Ambos casos nos sirven para reconocer la importancia que ha tenido para los santos meditar sobre la naturaleza del reino de Dios en la tierra, y el modo en que debemos relacionarnos, para hacerlo realidad.


Dice, al respecto, san Josemaría: «Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres»1. El reinado de Cristo en la tierra se refiere, sobre todo, al modo en que él está presente en los corazones de los hombres. Si Cristo está en el centro de nuestra alma, nuestra acción entre nuestros hermanos será conforme al modo en que Dios contempla a los demás, y conforme al modo en que desea reinar en el mundo.


La vida cristiana es siempre de comunidad, no es un camino que se recorre individualmente. La Iglesia constituida por Cristo es su propio cuerpo místico, del que todos los cristianos formamos parte. Su actividad y, por tanto, su reinado, se extiende a todos los lugares en los que nos encontramos sus miembros. «A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses, independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad. No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano»2. Un signo de la presencia del reino de Dios será esta unidad solidaria entre todos los hijos.


EN EL EVANGELIO, Jesús tiene palabras para describir lo que puede suceder cuando la grandeza de Dios entra en contacto con quienes no están en la mejor disposición para recibirla: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mt 7,6). Esto no quiere decir que existan personas a quienes no esté destinado el reino de Dios; al contrario, todos pueden recibirlo, todos están llamados a entrar en aquella felicidad, pero debemos considerar el mejor modo de compartir esa invitación. Por eso, el Señor sigue diciendo: «Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12). Se trata de buscar el camino más adecuado para cada persona, encontrar la manera de ajustarnos a la situación del otro.


Con la intención de prepararnos mejor para esta dulce alegría de evangelizar, san Josemaría propone rezar por todos: «No penséis solo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor (...). Pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca»3.


«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,14), sigue diciendo Jesús. Ciertamente, el camino será estrecho si queremos ir a la vida acompañados por tantas personas que nos rodean. «Magnanimidad: ánimo grande, alma grande en la que caben muchos –repetía san Josemaría–. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»4. Santa María quizás es la primera persona que comprendió el reino de Dios y aceptó vivir en él. Podemos pedirle a ella que nos haga magnánimos para llevarlo, de una en una, a muchas personas que tenemos cerca.