"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de junio de 2024

SINCERIDAD DE VIDA

 


Evangelio (Mt 5, 33-37)


También habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en vano, sino que cumplirás los juramentos que le hayas hecho al Señor. Pero yo os digo: no juréis de ningún modo; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del Gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro ni un solo cabello. Que vuestro modo de hablar sea: «Sí, sí»; «no, no». Lo que exceda de esto, viene del Maligno.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL SERMÓN de la montaña, que se proclama en la liturgia de estos días, san Mateo presenta el poder de Jesús sobre la Ley que Israel había recibido de Dios. El Señor confirma su valor perenne, y a la vez declara la necesidad de vivirla con un nuevo espíritu. El amor es ahora el centro de todos los preceptos. «Hay a la vez continuidad y superación: la Ley se transforma y se profundiza como Ley del amor, la única que refleja el rostro paterno de Dios»[1]. Pasa de ser una ley exterior a convertirse en una ley «interior del hombre, en el que actúa el Espíritu Santo: es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón»[2].


El segundo mandamiento que Moisés recibió de Dios y entregó al pueblo «prescribe respetar el nombre del Señor»[3]. A él se refiere Jesús en el sermón de la montaña: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en vano (...). Pero yo os digo: no juréis de ningún modo; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del Gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro ni un solo cabello» (Mt 5,33-36). En la sociedad judía recurrían frecuentemente al juramento, en ocasiones en falso (cfr. Mt 23,16-22); sin embargo, como el nombre divino era sagrado e impronunciable, lo eludían refiriéndose a otras realidades.


Jesús enseña que todo juramento compromete el nombre del Señor, que es santo. Por eso el hombre no puede usarlo de cualquier manera. «La presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia»[4]. El Señor nos ha confiado su nombre a los que creemos en él, revelándonos así su misterio personal. «El don del nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad (...). Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa. No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo»[5]. Su nombre, predicaba san Agustín, «es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle»[6].


JURAR es tomar a Dios por testigo de algo, invocando su veracidad como garantía de que lo que se dice es cierto. Jesús rechaza tajantemente la exigencia del juramento para asegurar la verdad de la propia palabra. La verdad debe brillar por sí sola. Ciertamente, la palabra humana es frágil y débil, pero solamente es posible establecer relaciones humanas sanas y nobles cuando confiamos que nuestras palabras sean un reflejo de la verdad. «La convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad»[7]. La razón de esta confianza está fundada en el amor. «Estamos llamados a instaurar entre nosotros, en nuestras familias, en nuestras comunidades, un clima de transparencia y de confianza recíproca (...). Y esto es posible con la gracia del Espíritu Santo, que nos permite hacer todo con amor, y así cumplir plenamente la voluntad de Dios»[8].


Esta manera de vivir de cara a la verdad, dispuestos a sacrificarnos por ella, deja en nuestro interior un surco de armonía y paz. «Solo la humildad puede encontrar la verdad y la verdad a su vez es el fundamento del amor»[9]. Por el contrario, «vivir de comunicaciones que no son auténticas es grave, porque impide las relaciones y, por lo tanto, el amor. Donde hay mentira no hay amor. (...) ​​Cuando hablamos de comunicaciones entre las personas no solo entendemos las palabras, sino también los gestos, las actitudes, incluso los silencios y las ausencias. Una persona habla con todo lo que es y lo que hace. Todos nosotros vivimos comunicando y estamos continuamente en equilibrio entre la verdad y la mentira»[10].


La vocación cristiana es un camino de identificación con Cristo. Él es el la Verdad (Jn 14,6), que vino al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37). En consecuencia, el amor a la verdad es connatural con el vivir cristiano, es la ley fundamental del hablar y del obrar de sus discípulos: «Que vuestro modo de hablar sea: Sí, sí; no, no»​​ (Mt 5,37). Todo lo que es verdad viene de Dios, «lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt 5,37). El amor a la verdad está presente necesariamente en el camino que conduce a Dios. Esto nos llevará a esforzarnos por conocerla y transmitirla en las intenciones, palabras y acciones. Ser sinceros es servir a la verdad, obrar la verdad es estar en comunión con el Señor.


CUANDO le preguntaban a san Josemaría por la virtud que más le gustaba, respondía inmediatamente: la sinceridad. «Sea nuestro sí, sí; sea nuestro no, no» es el lema del primer colegio nacido por su aliento directo. «El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras», predicaba en una ocasión. «Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva. Padre, me preguntaréis, y ¿cómo lograré esa sinceridad de vida? Jesucristo ha entregado a su Iglesia todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar, a tratar con su Padre Celestial; nos ha enviado su Espíritu (...); y nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los sacramentos. Úsalos. Intensifica tu vida de piedad. Haz oración todos los días»[11].


Algunas veces podemos sentir miedo ante la verdad, nos sobresaltan los compromisos y exigencias que lleva en su interior. Podemos pedir al Señor la gracia de actuar siempre con transparencia y sencillez, sin disimulos ni complicaciones. Sabemos que la verdad, si no es entera –al menos en lo que está de nuestra parte–, no es verdad. Comportándonos de esta manera, con honestidad, seremos creíbles, sin necesidad de añadir expresiones exageradas para tener crédito ante los demás.


María escuchó en silencio las palabras del ángel, preguntó lo que no entendía y respondió con generosidad, sin excusas. Con su fiat la Verdad salvadora se encarnó en su seno. En ella se ha realizado la alianza definitiva entre la verdad y el amor. Podemos acudir a su intercesión maternal para que sus hijos aprendamos a vivir la verdad en el amor, y abramos así el camino a la Verdad más grande.