"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de octubre de 2024

ANIVERSARIO CANONIZACÓN DE SAN JOSEMARIA

 



Evangelio (Mc 10, 2-16)


Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es lícito al marido repudiar a la mujer.


Él les respondió: —¿Qué os mandó Moisés?


Moisés permitió escribir el libelo de repudio y despedirla —dijeron ellos.


Pero Jesús les dijo: —Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.


Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.


Y les dijo: —Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.


Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían.


Al verlo Jesús se enfadó y les dijo: —Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.


Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.



PARA TU RATO DE ORACION 



EL 6 DE OCTUBRE de 2002 tuvo lugar, en la plaza de San Pedro, en Roma, la canonización de san Josemaría. Durante la homilía, san Juan Pablo II destacó con particular importancia el empeño del fundador del Opus Dei por promover la santidad de los cristianos en medio de la vida ordinaria: «No dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”»[1].


Todos estamos llamados a entablar una relación ininterrumpida con Jesús; una relación que nos llena progresivamente de paz porque nos lleva a sabernos, cada vez con mayor claridad, en manos de Dios, pase lo que pase. «La vida habitual de un cristiano que tiene fe –afirmaba san Josemaría–, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente»[2]. Esta visión de la existencia cura nuestras divisiones internas y nos abre un horizonte inmenso, «Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación»[3]. Abrirse a la acción del Espíritu Santo en nosotros –es decir, a la santidad– es contribuir a transformar el mundo y elevarlo hacia Dios.


Sin embargo, al considerar esta misión, podemos sentir que no es para nosotros, sino, quizás, para gente mejor preparada. «Nos puede servir –escribía el prelado del Opus Dei– recordar que Cristo no llamó a sus discípulos porque fuesen mejores que los demás, sino que los convocó conociendo sus debilidades, y –como lo hace también con nosotros– lo más profundo de sus corazones y de su pasado»[4]. Algo parecido pudo vivir san Josemaría cuando fundó el Opus Dei. De ahí que el cardenal Ratzinger escribiera sobre él, un día como hoy: «Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios»[5].


CUANDO la Iglesia eleva un santo a los altares lo presenta como un posible modelo en la imitación de Cristo. Ellos han vivido de la esperanza cristiana; nos muestran con su testimonio que vale la pena seguir al Señor, quien ha llenado sus vidas de una alegría y de una paz que son compatibles con las más diversas circunstancias externas.


Al mismo tiempo, todos los santos nos recuerdan que la vida con Dios es una meta que no se alcanza por las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia divina. Es Dios quien los ha hecho santos, ciertamente, contando con su disposición libre y, muchas veces, esforzada. Ellos no son símbolos inalcanzables, sino «personas que han vivido con los pies en la tierra y han experimentado el trabajo diario de la existencia con sus éxitos y fracasos, encontrando en el Señor la fuerza para levantarse una y otra vez y continuar el camino»[6]. San Josemaría afirmaba que su vida era comenzar y recomenzar varias veces, incluso a lo largo del mismo día; a esto llamaba «espíritu deportivo»: «Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? —Bien, pero —si persevero— al fin ganaré»[7].


El camino a la santidad no está hecho solamente de actos heroicos puntuales, sino de mucho amor cotidiano. Todos podemos amarnos unos a otros con la atención y delicadeza de Cristo. En la vida de los santos vemos ese «amor cotidiano» encarnado en gestos concretos; nos muestran que detrás de cada persona que está a nuestro alrededor, en realidad se encuentra «el Dios “escondido” (Is 45, 15). Gracias a ellos, Él se revela, se hace visible, se hace presente en medio de nosotros»[8].


Cada santo es, por tanto, «como un rayo de luz que sale de la palabra de Dios»[9]; ellos nos señalan diversos aspectos del rostro de Cristo y de sus enseñanzas. Como señala el Catecismo de la Iglesia, los santos «en su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo»[10]. «Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios –decía san Josemaría–; a mayor intimidad con el Señor, más santidad»[11].


LOS SANTOS «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cfr. Mt 25,21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios»[12]. Los santos no solamente nos indican el camino a la santidad, sino que además nos ayudan a recorrerlo. Su acción «no comprende solo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos»[13]. San Josemaría, y tantos hijos e hijas en el Opus Dei, quizá incluso alguien que habremos conocido, viven en el cielo, junto a Dios, e interceden por nosotros.


En realidad, esta lógica de la cercanía y de la intercesión se da ya en nuestras relaciones. Un padre o un profesor se esfuerzan por acompañar al hijo o al estudiante en los primeros pasos de la vida: ellos mismos se sintieron ayudados en su día, y ahora ven como algo natural hacer lo mismo con las nuevas generaciones. De un modo análogo, los santos también lucharon en su día por vivir junto a Dios. Ellos experimentaron dificultades similares a las nuestras, y nos recuerdan que, aunque sintamos la inclinación del pecado, la santidad tiene más fuerza para florecer. «Cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana»[14].


La Virgen está presente en la vida de todos los santos. La única cosa en la que san Josemaría se ponía como ejemplo era en su amor a María. «Señora –podemos pedirle con palabras del fundador del Opus Dei–, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios. –Confía, que Ella te escucha»[15].